Anubis abría la procesión en honor a su hermano. Myt-ser'eu me había metido prisa para que leyera este pergamino antes de que comiéramos aquella mañana. Lo había conocido.
La noche anterior dormimos en el barco, a pesar de que antes habíamos intentado, dice Myt-ser'eu, encontrar una posada sin éxito. La ciudad estaba abarrotada con las personas que habían acudido para asistir al festival. Entonces supe que debía haber ido a la ciudad de los muertos, pero para cuando Muslak y yo nos enfrentamos a una noche a bordo del barco, hasta yo estaba cansado y las dos mujeres estaban rendidas.
—Tendremos que quedarnos aquí en Asyut esta noche y mañana por lo menos —me dijo Muslak—. Mi tripulación ha desembarcado y ha ido a ver la ciudad y a buscar mujeres, y llevará todo ese tiempo, si no más, que estemos listos para navegar de nuevo.
Ni Myt-ser'eu ni yo teníamos objeción alguna, a pesar de que yo deseaba haber podido encontrar una posada para poder disfrutar de ella decentemente. Lo que pasó fue que dormimos en el barco, y esta mañana fuimos a la ciudad, vimos la corrida de toros y regresamos a esta embarcación (en la que estamos sentados ahora) para tener una mejor vista de la procesión.
No puedo decir si había visto corridas de toros con anterioridad; pero no lo creo, ya que me parecía una novedad. Es un deporte bullicioso, y por eso al principio pensé que Myt-ser'eu y Neht-nefret no lo iban a disfrutar. Pronto me di cuenta de que les gustaba al menos tanto como a mí.
Hubiera sido mejor, desde mi punto de vista, tener un sitio especial apartado para ello, en el que los espectadores pudieran observar con total seguridad. (Le mencioné esto a Uraeus, pero él no estaba de acuerdo). Tal y como es, los espectadores no tienen protección alguna, salvo las cuerdas alrededor de los cuernos de los toros mediante las cuales los cuidadores frenaban sus embestidas cuando cargaban contra nosotros.
Los llevaban al campo con cuerdas que les pasaban por la nariz y les quitaban en cuanto los toros se habían visto los unos a los otros y estaban listos para combatir. Ambos eran grandes y fuertes, muy buenos. Sueltos, cargaban y volvían a cargar, daban vueltas, se esquivaban y llegaron a hacerme pensar en espadachines con dos espadas, algo que estoy seguro de haber visto.
Por fin el toro negro tiró al blanco y rojo, y lo corneó gravemente antes de que se pudiera poner en pie. Como las abejas, los cuidadores del toro negro lo rodearon y le volvieron a poner la cuerda por la nariz. Entonces lo lavaron y lo adornaron con guirnaldas. Me dijeron que lo mantendrían en el templo hasta su muerte y luego lo enterrarían con el esplendor del heraldo de Ptah.
Aparte de esto, había carreras y juegos de todo tipo apropiados para los soldados. Muslaky los otros querían que yo luchara; pero Neht-nefret me advirtió que a la muchedumbre no le agradaría que ganara un extranjero, y podrían atacarme en grupo. Eso era muy sabio, creo. Decliné tomar parte.
Aquella procesión merecía la pena ser vista. Ricamente vestidas, las imágenes de todos los dioses de la ciudad pasaban ante nosotros en barcos, remados por sus fieles y atendidos por sus sacerdotes. Hay mucha pompa. Abanicos enjoyados de plumas enfriaban aquellas imágenes. Bailarines giraban a su alrededor. La orilla está bordeada por espectadores hasta allí donde alcanza la vista, y hay miles más en barcos y embarcaciones como la nuestra.
Quizá no debería escribir esto, pero puedo borrarlo después si lo creo más conveniente. La imagen de Anubis era solo una imagen, creo que de madera tallada y pintada. Estaba con las imágenes de otros dioses, hasta que llegó Ap-uat. No me pareció una imagen en absoluto, sino un hombre con cabeza de lobo más alto que cualquier hombre. Me miró al pasar e inclinó la cabeza como si preguntara «¿Vienes?». Si hubiera enseñado los dientes, creo que habría salido corriendo como cualquier cobarde y me habría escondido en la bodega.
Anubis deseaba que me encontrara con él en la ciudad de los muertos. No me había olvidado de eso cuando amarramos aquí esta mañana y seguro que ahora tampoco se me había olvidado en absoluto, a pesar de que nunca lo vi. Cuando estábamos en el muelle, terminé de afilar mi espada y le di a Uraeus la daga larga que le había pedido prestada a Tybi para él, le dije dónde la había conseguido y que había que devolverla. Era una daga muy buena, de doble filo y muy afilada. Él la rechazó, argumentó que no la necesitaba, y se la dio a Myt-ser'eu. Ella le dio las gracias, pero se la devolvió a Tybi, pues le dijo que seguramente la perdería.
Así, con una premonición que no podía ser peor en ningún aspecto, nos pusimos en marcha. Nos dirigimos al mercado para preguntar el camino a la ciudad de los muertos. El mercado estaba prácticamente vacío, aunque Myt-ser'eu dice que ayer estaba abarrotado después de la procesión.
Myt-ser'eu miró joyas y dagas en los múltiples puestos que vendían tales cosas; le compré una en el estilo que parece ser típico de Kemet, una daga como una aguja, con un ojo en la empuñadura.[3] Me preguntó si íbamos a ir a la ciudad de los muertos de día. Era algo que yo no había tenido en cuenta, así que le pedí este pergamino a Uraeus y le leí en voz alta a Mytser'eu todo lo que el sanador me había dicho y todo lo que había hecho, y me dijo que estaba segura de que debíamos ir por la noche, ya que me había preguntado si me daría miedo. Ella dice que los niños pequeños visitan a los muertos de día; pero por la noche todas las ciudades de los muertos pueden ser lugares malignos.
—¿Es entonces —le pregunté—, de donde sale de la tumba el Devorador de Sangre? —Porque a mí me parecía que había oído algo así.
Myt-ser'eu se rió y me dijo que solo los niños creían esas cosas, pero ella tenía miedo, lo sabía.
—Si debo enfrentarme con el Devorador de Sangre por ti, quiero hacerlo con el estómago lleno —me dijo—. ¿Te queda suficiente como para comprarnos una buena comida?
Saqué mis monedas, y decidimos que había suficiente para comprar comidas sencillas para los tres, pero para cuando encontramos una casa de comidas que no estuviera llena y que le gustara a Myt-ser'eu, Uraeus había desaparecido. Esto nos ahorró algo de dinero y comimos cosas mejores de las que habíamos pensado y bebimos cerveza. El pescado frito y el pastel de cebada fresco, recién hecho, eran excelentes. Fue casi al terminar cuando me di cuenta que no podría pagar una habitación aquella noche. Le dije a Myt-ser'eu que tendríamos que regresar al barco y dormir allí de nuevo.
—No, no hará falta —me dijo—. Muslak tiene mucho dinero y estará encantado de darte para una buena habitación y más. Si te sacrificas hoy, tendrás que pedírselo antes o después de todas maneras, ¿no es así? Suficiente para un buen cordero negro, y aquí no son baratos.
Le confesé que no había pensado en ello.
—Bueno, será mejor que lo hagas. La manera de pedir dinero es pedir mucho, coger todo el que puedas y regresar pronto. Eso merece la pena saberlo, cariño, así que será mejor que lo escribas en tu pergamino.
—Lo haré —dije—. Necesitaré saberlo mientras estés conmigo.
Eso la enfadó. Me gritó y sollozó. Intenté reconfortarla, y cuando no se dejó reconfortar la mandé de vuelta al barco, y le dije que como entonces ya sabía dónde se encontraba la ciudad de los muertos iría yo solo aquella noche.
—¡No lo haré! Eres una bestia, y pensarás que me he enfadado para no tener que ir contigo.
Dejé la casa de comidas entonces y le dije que la castigaría si no se quedaba allí. Ya me había alejado bastante del mercado cuando me di cuenta de que Myt-ser'eu me estaba siguiendo. La perseguí y la cogí, después nos besamos.
—¿No soy rápida al correr, Latro?
—Muy rápida —dije yo—. Son esas piernas tan largas. Pero corres muy rápido al principio y pierdes al avanzar la carrera.
—¿Creías que no quería que me cogieras? —Me besó de nuevo y me dijo que yo era demasiado grande como para correr tan rápido como ella. Puede que haya algo de verdad en eso, pero sé que le ganaría en una carrera campo a través; respiraba con dificultad cuando la alcancé.
La ciudad de los muertos está en tierras del desierto, no tan plana como debería estar con unas colinas al fondo. El sol bajó ante nosotros para cuando llegamos a las puertas, estaba de un carmesí subido. En la ciudad de los muertos hay calles, igual que en la ciudad de los vivos. Las casas que hay a los lados de estas calles son tumbas, mucho más pequeñas que las casas de verdad. La mayoría son cuadradas, algunas son de ladrillo de barro y otras de piedra. Las puertas de algunas tumbas de piedra se habían roto.
Caminamos por las calles de la silenciosa ciudad hasta que habíamos dejado atrás la más nueva de las tumbas y tan solo había tierra roja y las colinas ante nosotros. Le dije a Myt-ser'eu que quería continuar, subir a una colina alta y contemplar todo Asyut desde allí. A ella le dolían los pies, pero prometió que me esperaría.
Hice lo que tenía pensado. El anochecer llegó antes de que yo alcanzara la primera colina; aún así, la subida no fue difícil. Subí y contemplé la ciudad desde la cumbre, observé como parpadeaban las luces y se cerraban los postigos, y vi la ancha y brillante serpiente que era el río más allá, todos dicen que el Gran Río es el más grande del mundo. También vi a Myt-ser'eu, se veía pequeña y sola allí sentada en el suelo, apoyada en la pared de la última tumba nueva.
Cuando empecé a bajar, dejé de verla. No creo haberla visto después de eso; y cuando por fin llegué a la ciudad de los muertos de nuevo, ella se había marchado. La llamé más de una vez, y cuando no tuve respuesta empecé a correr, a pesar de que para entonces estaba cansado también. En la tercera calle (o eso creo) vi un chacal negro en pie sin miedo alguno en medio de la vía. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, bajó la nariz, olió algo en el suelo y huyó, desapareció entre dos tumbas. Me arrodillé para examinar el lugar que había olido, pensé que Mytser'eu quizá había dejado caer alguna chuchería y que había sido su olor en lo que hubiera dejado caer lo que había atraído al chacal.
Oscuro como estaba, no pude ver nada; pero mis dedos dieron con tierra pegajosa y supe que se trataba de sangre incluso antes de llevármela a la nariz. Entonces me quedé en silencio y escuché con atención. Durante cien respiraciones lo único que pude oír fue el suspiro del viento de la noche. Por fin se produjeron sonidos a mi derecha. Crujieron bisagras, voces de hombre susurraron y algo se rompió y cayó.
Pronto encontré tela rota.
No la habían atado ni amordazado, pero un hombre muy alto con un vendaje estaba sobre ella y la amenazaba con un palo curvo de soldado. Otros dos hombres habían abierto una tumba con una palanca de hierro y la luz de una lámpara brillaba a través del hueco vacío de la puerta.
El hombre grande corrió hacia mí con rapidez, aunque habría sido más inteligente esperar a sus amigos. Levantó su palo, pero Falcata le dio en el brazo antes de pudiera golpear. Murió antes de caer.
Myt-ser'eu gritó y dos más salieron de la tumba. Uno cogió la pesada palanca, pero huía cada vez que le atacaba. El otro me rodeó, intentaba ponerse detrás de mí con su cuchillo. Estaba a mi izquierda cuando una figura oscura se deslizó entre dos tumbas y cayó sobre él. El que tenía la palanca se quedó congelado un instante. Le cogí el arma con la mano izquierda y Falcata le dio entre el cuello y el hombro.
Cuando miré al hombre que estaba a mi izquierda, yacía muerto en la calle, y Uraeus estaba de pie sobre él y se limpiaba la boca.
—El cuello es el mejor sitio —dijo Uraeus—. Acaba pronto cuando le das en el cuello.
Admití que era verdad, aunque Falcata había cortado al hombre del palo por la mitad hasta la cintura y había caído como una piedra.
Encontramos una bolsa de piel que contenía joyas en una tumba, parte era de Myt-ser'eu y algunas cosas más. Yo las habría devuelto a las tumbas de las que los hombres que matamos las habían cogido, pero no teníamos forma de saber a cuáles pertenecían ni manera de arreglar las puertas rotas. Myt-ser'eu registró los cuerpos de los hombres muertos, recuperó su daga y encontró algo de oro y mucha más plata y cobre.
—¡Lo reclamo todo! —Nos mostró dos puñados de monedas.
—En ese caso —le dije—, no te toca nada de nuestra bolsa.
—Me darás algunas cosas bonitas, ¿no es así, Latro?
—Ni una sola cuenta —dije yo—. Es de Uraeus y mía, entera.
—¡Bah! —Se levantó y escupió—. Tuya, querrás decir. Uraeus es tu esclavo, incluso si no nos quieres decir dónde lo conseguiste.
—Nosotros los esclavos a veces tenemos algo de plata —siseó Uraeus, sonaba enfadado.
—Solo si tu amo lo permite —le dijo Myt-ser'eu con altivez—, pero yo soy su esposa del río y una mujer libre.
—Una mujer muerta, cuando a mi amo le parezca.
—Él nunca me mataría. No lo harías, ¿no, cariño? Ni me robarías tampoco. En cuanto a esto —volvió a levantar el dinero—, sabes que te lo daría si lo necesitaras. También he luchado. Apuñalé al grande. Y… tendrían que pagar tres shekels por lo que obtuvieron de mí.
Al final decidimos dividir todo a partes iguales, cada uno de nosotros recibió un tercio. Uraeus encontró una posada agradable cerca del templo de Ap-uat para Myt-ser'eu y para mí, y un solo dárico sirvió para pagar dos cenas y una buena habitación arriba, donde el aire es más fresco y más puro, y nos devolvieron monedas de plata y cobre además. Todo ese tiempo había estado deseando hablar con Uraeus en privado, pero no tuve oportunidad. Me dio la bolsa que contiene este pergamino y buscó una de las bolsas de Myt-ser'eu para que pudiera guardar su parte del botín, y después regresó al barco a comer y dormir. Se reuniría con nosotros a la mañana siguiente.
Ahora Myt-ser'eu está en la cama y se mete conmigo porque escriba tanto. Sin embargo, yo debo contar otras cosas antes de dormir. La primera es que antes de que dividiéramos lo que habíamos ganado, el posadero vino a preguntarnos si habíamos oído algo de los cuerpos que se habían encontrado en la ciudad de los muertos. Por supuesto yo dije que no y Myt-ser'eu dijo que debía haber innumerables cuerpos allí para ser encontrados.
—Tres hombres asesinados esta misma noche —dijo el posadero—. Dos con cortes de espada demasiado profundos como para haber sido asestados por ningún hombre, eso es lo que me han dicho, y uno con una mordedura de cobra. Nadie parece saber lo que ocurrió.
—Nadie menos yo —le dijo Myt-ser'eu altanera—, y cualquier otra chica tonta a la que no se escuche nunca. El tercer hombre mató a los dos primeros y después lo mordieron y murió también.
El posadero negó con la cabeza.
—¿Es que no me has oído? Ningún hombre podría haber hecho esos cortes. Dicen que ni siquiera un hacha podría haberlos hecho. Además, no tenía espada.
Otro cliente acercó su tazón de cerveza.
—Cuéntales lo del perro. Venga. Estropéales la cena.
—Era un chacal, no un perro —nos dijo el posadero—. Ladraba como un chacal, y cuando llegaron allí se había hecho pis encima de los tres cuerpos. ¿Qué les parece eso?
Myt-ser'eu se está levantando. Recordaré y escribiré por la mañana.