Ap-uat es el dios de los soldados. Eso dicen Aahmes y todos los soldados de Kemet. Fuimos al magi y le explicamos que queríamos hacer ofrendas a este dios en su ciudad, Asyut. Negó con la cabeza. Tiene órdenes estrictas de darse prisa y no iba a ordenarle a nuestro capitán que se detuviera allí. Protestamos y le dijimos que podríamos hacer la ofrenda que deseáramos si amarrábamos allí aquella noche. Pedimos oro, que utilizaríamos para comprar la ofrenda adecuada. Dijo que el oro que tenía no era suyo, sino del sátrapa, y que solo lo podía utilizar para lo que el sátrapa le ordenara.
Fuimos al capitán. Es un hombre carmesí, y Myt-ser'eu dice que es Muslak, nuestro amigo y el amigo especial de Nehtnefret. Dijo que pasaríamos Asyut hacia el mediodía. Mis soldados refunfuñaron ante aquello. Yo tengo poco dinero y lo utilizaría en parte para comprar una ofrenda, pero ¿de qué serviría si no podernos ir al templo?
He estado hablando con el sanador. Me preguntó qué era lo que me preocupaba.
—Me dormí —dije—. Myt-ser'eu dice que yo nunca duermo de día. Ella y yo estábamos sentados a la sombra de la vela. A veces hablábamos, otras nos besábamos. En otros momentos más tranquilos estábamos en silencio, contentos de estar el uno en compañía del otro.
—Lo entiendo —dijo, a la vez que suspiraba profundamente—. Olvidas, Latro. Y porque lo haces, voy a decirte una cosa. Hoy no debes contárselo a nadie, y mañana se habrá ido y otros tendrán que decirte quién soy.
—Lo entiendo —dije yo—. No sabría que eres un sanador y mi amigo Sahuset si ella no me lo hubiera dicho.
—Igual que tú tienes a Myt-ser'eu, yo tengo a otra determinada mujer. Viene a mí cuando la despierto. Entonces somos amantes, y hablamos, nos besamos y abrazamos.
Asentí.
—¿No te sorprende? Creo que sorprendería a todos los del barco.
—Yo tengo a Myt-ser'eu —le expliqué—, y el capitán que es un hombre carmesí tiene a Neht-nefret. Ambas son bellas. ¿Por qué no ibas a tener tú una mujer si la deseas?
—Cuando no la despierto mi amante duerme —dijo el sanador y tuve la sensación de que solo hablaba para sí mismo, y que no diría nada más a no ser que yo hablara. Por eso le pregunté si dormía de día, como yo había hecho aquella mañana.
—De día y de noche. —Me cogió por el hombro. Es muy delgado pero más alto que yo—. Y, aún así, Latro, hace no mucho, hubo una noche en que se despertó y vino a mí sin que yo la despertara.
Volvió a suspirar.
—Habíamos acampado en la costa en tiendas, ya que no había posada alguna en el pueblo en el que nos habíamos detenido, solo una cervecería. Yo estaba en mi tienda, pensando en que igual debería regresar al barco y llevarla a mi cama y despertarla.
Dio una palmada con fuerza.
—Mi puerta de cortina se abrió. Era ella, y me besó y me abrazó. Yo me puse más contento de lo que nunca he estado, y esa felicidad se ha repetido. Hay un embrujo, Latro, en este barco, un hechizo que yo nunca hice. Quizá sea de Qanju. No lo sé. ¿De qué querías hablarme?
—De mi sueño —dije yo—. Myt-ser'eu dice que yo nunca duermo de día, pero me morí una vez que estaba con ella bajo un árbol.
El sanador asintió al oír aquello, así que debía ser verdad.
—Ella creía que había muerto de nuevo y estaba terriblemente asustada. Me despertó, pero recuerdo mi sueño, o parte de él.
—Un sueño aterrador, por lo que dices.
—Lo era. ¿No hay un dios con cabeza de lobo en estas tierras? Tú eres de aquí, y el más culto de entre nosotros, según dice Myt-ser'eu.
—Ese dios tiene muchos nombres —me dijo el sanador. Enumeró algunos de ellos.
Le dije que mis soldados lo llamaban Ap-uat.
—Entonces deberíamos llamarlo así, siempre que tengamos en mente que es el que abre los caminos. Cuando nuestro ejército marcha, Latro, él manda unos hombres por delante para que no puedan caer en una emboscada.
—Una avanzadilla —dije yo—. Eso siempre es sabio.
—Se llaman los abridores del camino. A menudo ven a un hombre con cabeza de lobo que camina delante de ellos. Entonces saben que el camino es seguro y que su ejército triunfará. Por eso este dios era el estandarte de nuestro faraón.
—Mis hombres querían detenerse en la ciudad de este dios —le expliqué—, de manera que pudieran ofrecerle algo en sacrificio antes de llegar a las salvajes tierras del sur. Fuimos a Qanju y le explicamos esto, pero no se iba a parar aquí.
El sanador asintió.
—Ya veo. ¿Crees que este dios te mandó el sueño?
—Me parece que debe haber sido así. También hablamos con Muslak. Dijo para cuando nos detuviésemos por la noche ya estaríamos muy lejos de la ciudad de Ap-uat hacia el sur, quizá tan lejos como Akhmim.
—Y por eso has venido a mí.
Negué con la cabeza.
—Por eso me senté con Myt-ser'eu y me dormí. Estaba en una tierra oscura donde yacen muchos muertos. Despacio, un lobo que también era un hombre reptó hacia mí, se arrastraba con sus manos, que también eran sus patas delanteras.
El sanador escuchaba en silencio.
—Al verlo reptar, supe que tenía la espalda rota. Ningún hombre y ninguna bestia vive mucho tiempo con la espalda rota. Con voz de hombre me suplicó que lo matara, que le quitara la vida y pusiera fin a su agonía. Yo…
El sanador levantó su mano.
—Espera. Tengo muchas preguntas. ¿Reconociste a este hombre que era un lobo?
—Sí, en mi sueño sabía quién era, pero ahora no te lo puedo decir.
—Aún así, entonces lo conocías. ¿Era amigo o enemigo?
—Había sido mi enemigo —dije—. Eso también lo sabía.
—¿Y, aún así, fue a ti en busca de misericordia?
Levanté los hombros y los dejé caer como hacen los hombres.
—No había nadie más.
—Solo tú y los muertos.
—Eso creo.
—Muy bien. Continua.
—Hice lo que me pidió. —Le enseñé mi espada al sanador—. Lo maté con esto, y muy rápido, le sujeté la oreja mientras le rajaba el cuello. Cuando murió vi su rostro humano. —Me interrumpí para pensar y para recordar la oscura llanura de mi sueño—. Después de eso, me despertó Myt-ser'eu que temía que hubiera muerto.
El sanador sacó cuatro palos de oro retorcidos de su túnica, hizo un cuadrado con sus extremos en la cubierta ante nosotros, e hizo y dijo determinadas cosas que no voy a escribir. Una vez hubo hecho aquellas cosas recogió los palos de oro, dijo una palabra con cada uno, los agitó juntos y me los tiró a la cara.
Le pregunté si le hablaban cuando golpeaban la cubierta. Enfadado, me hizo un gesto para que me callara. Después de un rato los levantó, los agitó como lo había hecho antes, y los tiró de nuevo.
—No me estás contando todo —me dijo cuando los estudió por segunda vez—. ¿Qué es lo que no me has contado?
—Dije «chica» mientras le cortaba el cuello. Solo eso. No puedo explicarlo, y a mí me parece que no puede tener mucha importancia.
—Chica.
Asentí.
—Solo eso. Una sola palabra.
—Hablas la lengua de Kemet mejor que cualquier extranjero. ¿Era así como hablabas en tu sueño?
—Solo dije una palabra en mi sueño. Esa.
—¿Satet?
—No, otra palabra que significa lo mismo.
—¿Ben t?
—No creo que fuera en esta lengua. Significaba chica alta, muy joven pero alta y coronada con flores, eso significaba en el sueño, quiero decir.
El sanador miró al agua.
—Debemos detenernos en Asyut —dijo.
Tiró los palos como había hecho antes, asintió y murmuró sobre ellos, y los tiró otra vez más. Cuando levantó la vista dijo:
—No debes tenerle miedo a tu sueño, Latro. Ap-uat está de tu lado. Quiero que compres un cordero y lo lleves a su templo. Un cordero negro, si lo encuentras.
Objeté que el hombre carmesí me había dicho que no nos detendríamos a pasar la noche donde se encontraba el templo de Ap-uat.
—Si lo hacemos —dijo el sanador—, ¿harás lo que te he dicho?
—Sí —dije—. Desde luego que lo haré si tengo dinero suficiente.
Él asintió, como para sí mismo.
—Myt-ser'eu no te debe haber dejado mucho, imagino. Qanju tiene mucho, y puede que te dé algo si se lo pides. Espera.
Tiró los palos como había hecho antes, silbó suavemente y los volvió a tirar.
Cuando los recogió se los metió en la túnica.
—Anubis también está de tu parte, igual que me ha favorecido a mí durante mucho tiempo. Ahora te habla a través de mí. Debes ir a la ciudad de los muertos. Allí te dará más que suficiente para comprar un cordero. ¿No tendrás miedo de los fantasmas?
—Claro que tengo miedo de los fantasmas —dije—, ¿qué hombre en su sano juicio no lo tiene? ¿No es que cada ciudad tiene un lugar para enterrar a sus muertos?
—No lo dijo, al igual que tampoco dijo qué noche debes acudir. Cuando hablaba de fantasmas, me refería únicamente a que muchos hombres tienen miedo de entrar en cualquier ciudad de los muertos por la noche. ¿Irás, sabiendo que el dios te lo ordena?
—Por supuesto.
—¿Está afilada tu espada?
—Tú me la has dado —dije.
—No examiné su filo. ¿Lo está?
—Sí.
—Eso está bien. Anubis quiere que lleves una espada afilada.
Escribo esto mientras lo recuerdo. Se lo he contado a Uraeus, quien dice que vendrá conmigo. Myt-ser'eu nos oyó. Dice que también me acompañará.
También dice que este dios Anubis que está de mi lado es un dios muy grande, el mensajero enviado de la Tierra de los Muertos a los dioses, y el mensajero al que los dioses mandan a la Tierra de los Muertos. Supervisa la preparación del cuerpo para el enterramiento, protege la tumba y todos lo invocan. Pregunté por qué me favorecería a mí. Ella no sabía decirme, solo me dijo que no se puede saber por qué un dios favorece a una persona o a otra. Quizá sea porque su hermano me favorece.
Uraeus dice que nos conocimos, este Anubis y yo, que sujetaba la balanza en la que pesaron mi corazón. Protesté y dije que el corazón no podía pesarse sin matar al dueño del mismo. Admitió que eso era verdad, y desapareció cuando aparté la mirada. Quiero preguntarle más cosas acerca del peso de mi corazón, una cosa que he olvidado.
Un barco de guerra de muchos remeros nos ha detenido. Qanju y Muslak han ido a hablar con su comandante. Estoy seguro de que nos harán amarrar en Asyut después de todo. Se lo he dicho a los hombres.