—¿Hablas de nuestro comandante, Uraeus? —Regresé a las cajas en las que nos habíamos estado sentando antes—. ¿Ese hombrecillo anciano de Parsa?
—No, señor. —Uraeus se unió a mí y trajo la tapa de la caja de la mujer de cera—. Qanju es un magi. El sagrado Sahuset es el brujo. Es un hombre de mi misma nación.
—El sanador.
—Sahuset curará a veces. Señor. Yo no lo sé.
—¿Puede hacer que esa figura ande y hable? ¿Era esa la mujer de la que hablaba el escriba?
—Sí, señor. Incluso de día, quizá, aunque puede que los que la hayan visto a la dorada luz de Ra no hayan sido engañados. Por la noche puede, seguro. Y en lugares oscuros también, o eso supongo yo.
—¿Puedes hacerlo?
A esa pregunta, Uraeus negó con la cabeza; si no estaba ya intranquilo, aquello lo habría conseguido.
—No eres un hombre corriente —le dije. Como muchos hombres asustados, hablé muy alto.
—No hay hombres corrientes —susurró él—. Solo hombres a los que los otros los consideran corrientes. Usted mismo no está entre ellos, señor.
—Supongo que tienes razón.
—Tampoco hay mujeres corrientes. Su Myt-ser'eu no es una mujer corriente, y Neht-nefret tampoco. Sabra tampoco lo es.
Le pregunté quién era Sabra, y él señaló hacia la figura de cera.
—Es un truco que muchos conocen, señor. El mago hace una imagen y hace que viva durante un tiempo. Sé que olvida muchas cosas, pero si hubiera visto un bastón tallado para parecer una serpiente lo recordaría.
—Quizá haya visto tales bastones —dije—, porque estoy seguro de que ver un bastón así no me sorprendería en absoluto.
—Los brujos los tienen, señor, y los ungen con sangre de serpiente. Los tiran, y la serpiente de madera vive durante un tiempo. —Uraeus no sonríe, o eso creo yo; pero entonces se acercó mucho a una sonrisa—. El truco se hace muy fácilmente, y la caja que le ha sorprendido con más facilidad aún. ¿No desea examinar esta tapa?
La llevé hasta la luz del sol bajo la trampilla; la tela y las cuerdas habían sido pegadas a la madera.
—Los cabos de estas cuerdas tocan los cabos de las otras, señor —explicó Uraeus—. La tela a la que se sujetan ha sido pegada a la tapa. Uno debe mirar con cuidado a la luz de Ra para verlo tal y cómo es.
Asentí, sobre todo para mí.
—El sanador debe haber traído esto a nuestro barco después de que oscureciera. Es solo un truco.
—Todos son trucos, señor. Nadie más que los dioses hacen milagros.
—Me sorprende que la tapa no se cayera mientras cargaban la caja en el barco. ¿Sabes cómo se mantuvo sujeta?
Una nueva voz, grave e inquietante dijo:
—Tú tienes la respuesta.
Me di la vuelta, y vi a la mujer de cera sentada en su caja.
—¿Quieres que te devuelva esto? —le pregunté. Seguía asustado, pero le enseñé la tapa—. Supongo que es tuyo.
—No hace falta que la traigas, Latro. —Se levantó—. Yo iré y la cogeré.
Eso hizo, caminaba muy despacio y con gracia, nada importunada por el suave balanceo de nuestro navío. ¿Habría estado yo alguna vez tan asustado por el relajado acercamiento de una mujer hermosa? ¿Sería posible? Cada uno de sus fluidos pasos gritaban que algo peor que la muerte podría caer sobre un hombre.
—Mira aquí. —Le dio la vuelta a la tapa para dejar a la vista el lado de abajo—. ¿No tienes asas así en la parte de atrás de tu escudo?
Había amansado mi miedo lo suficiente como para confesar que no tenía escudo.
—Los hombres que huyen tiran a un lado sus escudos y los dejan en el campo de batalla —dijo la mujer de cera—. Tú no huiste cuando yo vine a coger esto.
—Tampoco lo hizo Uraeus —dije yo.
—No lo haría, solo se deslizaría hasta una grieta. —Sonrió—. ¿Crees que es tu amigo?
—Es mi esclavo, pero espero que no albergue ningún tipo de resentimiento.
—No es amigo de nadie, salvo de su señor.
Uraeus me sorprendió al decir:
—Este es mi señor ahora, Sabra. Su sangre es la de Osiris.
—¿Qué? ¿Tu picor helado le calienta las venas? —La mujer de cera tenía una risa baja y suave—. ¿Puedo sentarme junto a ti, Latro? Hay mucho sitio.
Le dije que podría levantarse mientras estaba sentada y me volvía mi sitio cuando ella se hubo puesto en el suyo. —No eres de cera— dije yo.
—Gracias, amable Latro.
—Tus pechos se han movido cuando te has sentado. La cera no lo haría.
—Mi boca se mueve cuando hablo contigo. ¿Haría eso la cera?
No sabía qué decir.
—Nos hemos visto antes, tú y yo, aunque me has olvidado. Fui a tu posada a guiarte a ti y tu pequeña chica cantora hasta la casa de mi señor.
Yo dije:
—Por eso debe ser que no te tengo miedo. —A pesar de que me atemorizaba profundamente.
Uraeus susurró:
—¿Ha venido aquí tu señor para animarte, Sabra? ¿Puede caminar sin que lo vean?
—¡Oh! A veces. —La mujer de cera sonrió—. No, serpiente de Sesostris, no lo ha hecho. Se enfadaría si supiera que hablo y camino aquí.
Uraeus entrecerró los ojos. Se inclinó hacia delante, y me dio la sensación de que se le alargaba el cuello, como a las tortugas.
—¿Quién te ha animado?
La mujer de cera hizo caso omiso de aquella pregunta.
—No tienes tu espada esta noche. Latro.
—No es de noche —le dije—, y le di mi espada a Myt-ser'eu mientras luchaba.
—Rezo al gran Ra para que me perdone, a pesar de que no es amigo mío. Estoy acostumbrada a la noche. Posiblemente temas que tenga algún arma escondida en mi persona.
—Puedes quedártela si es que la tienes —le dije.
—Gracias. Con el mismo ánimo amistoso puedes registrarme para buscar una daga. —Me cogió la mano; estaba cálida, y muy suave—. ¿No te gustaría mirar debajo de mi falda?
—No —dije yo—. Por tu propio bien, perteneces a Sahuset. Él me ha hecho mucho bien.
—Él arriesgó tu vida para hacerse grande él mismo. ¿Debo contártelo?
—Si lo deseas.
Uraeus susurró:
—Hablas de lo que no puedes saber.
—¡Sí que lo sé! Él me lo contó. Todos deberían tener alguien con quien alardear. —La voz de la mujer de cera era grave, sosa y vibrante, pero extrañamente nítida—. Tu señor alardea con su chica cantora, estoy segura. Sahuset alardea ante ti, y yo ante tu nuevo señor. ¿Ante quién alardeas tú, serpiente de Sesostris?
Uraeus solo siseó a modo de respuesta.
—No te tengo miedo. Latro no me hará daño, y tú no me puedes envenenar. —La pequeña y suave mano apretó la mía—. Él te drogó, Latro. Escribe eso en tu pergamino cuando te pongas a escribir. La droga con frecuencia trae la muerte. Cuando no lo hace, lleva al que la toma a un estado cercano a la muerte. La respiración se ralentiza y debilita. ¿Quieres sentir mi respiración?
—¿Respiras? —pregunté.
—Debo hacerlo, para hablar. Bésame y lo notarás.
Negué con la cabeza.
—Te contaré más. Entonces echarás a tu esclavo, sin darle cuentos que contar, ¿a quién? ¿A tu chica cantora? Ella me daría las gracias por ahorrarle tanto trabajo nocturno.
Eso no era verdad, y yo lo sabía.
—Ella y tú estabais sentados bajo un árbol en la colina verde delante del templo. Mi señor fue con vosotros con copas de madera y un pellejo de vino. Os dio las copas y las llenó. La droga estaba en el fondo de tu copa solamente.
Yo me quedé sentado en silencio, analizando lo que me había dicho.
—No me crees.
Me sacudí.
—No sé qué creer. Tengo que pensar.
—Todavía eres joven, y eres el hombre más fuerte de este barco, y, aún así, te acostaste a dormir. ¿Y moriste? Ninguna espada, ninguna flecha, nada de fiebre, ni siquiera la picadura de una cobra. Si no aceptas mi explicación, ¿cómo lo explicas?
—No lo hago —dije yo—. Incluso los dioses no tienen que explicarlo todo. ¿Qué es lo que quieres?
—Tu amor, para empezar.
—No es mío, para empezar, así que no te lo puedo dar. —Traté de suavizar mis palabras—. El amor no se puede entregar como una piedra. Te debo amistad, e intentaré ser tu amigo ya que tú has sido amiga mía.
—Si eres mi amigo, ¿me conseguirás lo que quiero, necesito y debo tener?
Asustado de nuevo, no hice más que encogerme de hombros.
—La sangre de Myt-ser'eu. O la de Neht-nefret. No me importa cual. Pero bastante, no solo unas cuantas gotas.
Uraeus siseó suavemente. Supongo que era una advertencia para mí a pesar de que no me hacía falta.
—No. —Me esforcé por sonar firme—. No te traeré sangre alguna a no ser que aceptes la sangre de las bestias.
—Latro, no puedo. —Le empezaron a brotar lágrimas de ambos ojos y le caían por las mejillas—. Necesito la sangre de mujeres como ellas. Reconsidéralo, por favor.
—Hablaste de amor —le dije—. Yo quiero a Myt-ser'eu. Neht-nefret es su amiga, y mi amigo Muslak la quiere.
—No la quiere.
—Eso dices tú. —Me estremecí—. ¡No! No lo haré.
—Conozco todos los secretos de Sahuset. Puedo hacer que seas grande entre los xu, y solo lo haré si me traes la sangre que necesito. Myt-ser'eu no puede hacer eso.
Me reí para ocultar mi temor.
—¿Mi grandeza va a comenzar con una traición? ¿Me levantarán una estatua en el foro por eso? Bueno, supongo que sí lo harían.
—¿Lo harás? —Me apretó la mano.
Negué con la cabeza.
—Si la venganza es el precio por la grandeza entre los xu, entonces es un precio demasiado alto.
—Entonces devuélveme mi techo.
Recogí la tapa del suelo y se la tendí.
—Soy una buena amiga, Latro, pero una enemiga terrible. En los próximos días averiguarás cuanta verdad esconden mis palabras.
Uraeus susurró:
—¡Mátela, señor!
—Para empezar, ¿cómo se mata algo que no está vivo? —le pregunté—. Si la quemamos nos hundiremos.
—Córtele la cabeza. ¡Ahora!
Ella se rió de él.
—No tengo mi espada —le dije a Uraeus—, y tampoco lo haría aunque la tuviera. Ella no es mía.
—Tú serás mío algún día. —Sabra sujetó la tapa por encima de su cabeza y se metió elegantemente en la caja. Ahora escribo eso, entre otras cosas, porque sé que me olvido. A veces es bueno olvidar y no tener miedo alguno. Aún así, llegará el momento en que tenga que saber estas cosas. Si Uraeus no me lo cuenta, este papiro lo hará.