Mi esclavo viene cuando yo vengo, y se va cuando yo me voy. Eso es lo que dice Neht-nefret. Yo dije que era Myt-ser'eu la que me acompaña, y sé que es verdad. Esto también es verdad: a donde quiera que vaya, me encuentro allí a Uraeus.
Hablamos con él acerca de ello. Él dice que es su deber esperar por mí; pero que cuando yo no deseara que él estuviera presente, solo tenía que decirle que se fuera.
—Vete entonces —dije—. Vete ahora. —Y se marchó.
No ha regresado. Myt-ser'eu y yo hablamos de ello, sentados solos a la sombra de la noche.
—Tú estabas allí —dije yo—. Seguro que lo viste marchar.
Myt-ser'eu negó con la cabeza.
—Él estaba con nosotros y hablamos con él. Tú lo echaste y ya no estaba allí, pero no lo vi marchar.
—Los hombres no pueden desaparecer como el humo —le dije, a la vez que fingía estar enfadado.
—El humo no puede desaparecer como Uraeus.
Admití que no parecía como los demás hombres.
—Tú tampoco, cariño mío. —Myt-ser'eu añadió que mi esclavo no la miraba como los otros hombres. Cree que le han cortado la virilidad.
Me olvidaré de él, si lo que dice Muslak es verdad. Aquí escribo sobre él para poder reconocerlo si regresa. Es más bajo que muchas mujeres, y encorvado. No tiene pelo. Ninguno. La cabeza del curandero está afeitada; pero habría pelo allí, y en su cara también, si no se lo afeitara. Tiene pelo debajo del brazo igual que yo, y cejas. Uraeus no tiene, y es más suave y más elástico que cualquier mujer. Es humilde y nunca levanta la voz, pero Muslak y sus marineros le tienen miedo. Mis soldados también, aunque parecen hombres muy valientes. Uraeus vino a nuestro barco cuando estábamos en la tumba de un antiguo rey de Kemet, dice el vidente. Este vidente se llama Qanju. No puede decirme como es que me morí, como hizo Myt-ser'eu, pero me dijo como se me devolvió la vida. Ahora escribiré acerca de estas cosas, aunque solo de manera breve, lo que dijo el vidente, y lo que dice Myt-ser'eu.
Ella y yo estábamos sentados bajo un árbol. Habíamos bebido vino y me eché a dormir. Ella durmió también. Cuando se despertó, intentó despertarme a mí y se encontró con que estaba muerto, a pesar de que no había sido apuñalado ni estrangulado.
Myt-ser'eu corrió de vuelta al barco, donde dos sacerdotes estaban echando demonios. Mis soldados transportaron mi cuerpo de vuelta al barco donde el curandero trabajó sobre él, cantaba, quemaba incienso y hacía otras muchas cosas. Se llama Sahuset. Por fin volví a la vida y empecé a escribir acerca de lo que me había acaecido en mi muerte. Sé que está aquí, pero no quiero leerlo. Ahora no, y quizá nunca. Sé que debo morir otra vez, y eso es más que suficiente.
Hemos visto un hipopótamo, creo que es el primero que he visto nunca, porque me parecía un animal nuevo. Era negro. Sacó su enorme cabeza del agua y nos miró con sus diminutos ojos. Tenía una boca inmensa, con dientes tan grandes como mi mano. Les pregunté a Muslak y a Neht-nefret acerca de aquellas criaturas, pero ninguno de los dos sabía mucho, solo que los hipopótamos son grandes y peligrosos, y que a veces los cazan.
Que eran grandes ya lo sabía, habiendo visto aquel; ¿y no sería raro y maravilloso que una bestia de tal tamaño no fuera peligrosa? En cuanto a cazarlos, yo quería cazarlos yo mismo. Cualquier cazador querría cazar un animal así. Myt-ser'eu me dijo que de sus dientes se hacen pendientes, peines y cosas similares, también me dijo que una determinada diosa toma la forma del hipopótamo y socorre a las mujeres de parto. Uno de mis soldados tiene un escudo de piel de hipopótamo, que me ha mostrado. Dice que con su piel se hacen los mejores escudos de todos, y también muy buenos látigos. Se llama Aahmes de Mennufer.
Hasta que no le pregunté al sanador no supe más. Parece un hombre muy sabio. Los hipopótamos abandonan el río por la noche, invaden los campos del hombre, y devoran sus cosechas, causando muchos destrozos y engullendo mucho. Por eso son odiados. Destruyen a los cocodrilos, y por eso son queridos y muy respetados. Hacen que los barcos vuelquen, y por eso son odiados de nuevo. Los reyes y otros grandes hombres los cazan con flotas de cincuenta o cien cazadores. Nadie monta a estos hipopótamos. Eso me lo advirtió. Cuando un hombre los ve en la costa, piensa que no pueden correr; pero en realidad corren con enorme rapidez. Eso es bueno saberlo.
Rara vez se los ve tan al norte como aquí, me dijo, pero conforme vayamos más al sur, veremos más. Le pedí a él y a otros que me avisaran cuando vieran uno.
Mis hombres y yo hemos estado practicando la lucha. Es un buen deporte, deberíamos practicarlo más a menudo. Uro me contó que le había herido el brazo hacía unos días, pero que ya estaba bien de nuevo. Me dijo que no se defendió porque soy su oficial. Yo le dije, por supuesto, que si se hubiera defendido lo habría matado, y fingí recordar el incidente. Me dijo que aunque quizá yo fuera mejor con la espada, él era mejor luchador. Aahmes declaró que él era mejor luchador que Uro. Los hombres de Paras alardearon de ser mucho mejores luchadores que cualquier hombre de Kemet. Hicimos unos combates, luchamos como amigos. Baginu venció a su primer contrincante, pero Aahmes venció a Baginu. Yo dije que lucharía contra Aahmes y Baginu juntos, a sabiendas de que si luchaban como un hombre su animosidad no podía durar. Myt-ser'eu se opuso, y ellos también, decían que no sería justo para mí. Yo insistí en que lo hicieran, y les dije que me tiraran al agua si podían. Myt-ser'eu gritó que los cocodrilos me devorarían. Uraeus le susurró que ningún cocodrilo me haría daño alguno. Ella me lo dijo y yo lo confirmé, le dije que era demasiado duro para sus mandíbulas.
Luchamos. Baginu se me subió a la espalda mientras yo me lanzaba sobre Aahmes, pero me lo quité de encima, tumbé también a Aahmes y lo lancé al agua.
Es muy mal nadador. A pesar de que nuestro barco avanzaba a paso de anciano, no fue capaz de alcanzarlo. Me lancé al agua, le pasé un brazo por el cuello y lo acerqué al costado del barco lo suficiente como para que sus amigos nos ayudaran a subir.
Cuando volví a estar a bordo, sin respiración y oliendo al río, declaré que estaba exhausto de nadar y que no podía seguir luchando. Como era ese el caso, dije que Aahmes era nuestro campeón hasta que lucháramos de nuevo. Todos discutieron contra aquello, decían que yo era el campeón. Yo los hice callar y les obligué a aceptar a Aahmes.
Después hice que Uraeus me siguiera a la bodega para que pudiéramos hablar sin que los demás nos oyeran. Me disculpé por echarlo y le pregunté dónde había estado.
—Aquí abajo, señor, cazando ratas.
Yo lo elogié y le dije que causaban grandes males.
—Usted me echó, señor. Yo obedecí, como siempre obedezco. Pero cuando empezó la lucha, temí que se convirtiera en una pelea.
—Siempre te echaré cuando Myt-ser'eu y yo queramos estar solos. —Como Uraeus pareció tan abatida por aquello, añadí—: No tiene nada que ver contigo. Echaría a Aahmes o cualquiera de la misma manera.
—Gracias, señor. Me esforzaré por no entrometerme.
—Eso está bien. —Le di una palmadita en el hombro, que parecía cuero flexible.
—Soy silencioso, discreto. A menudo no sabe que estoy con usted.
—Pero estás listo para servirme cuando te necesito.
—Exactamente, señor. Exactamente.
Al mirarlo, en particular a sus ojos, no podía imaginar que hubiera podido elegir tal sirviente en el mercado de esclavos. Parece un pequeño hombre de mediana edad y parece fuerte, pero su rostro y su silencio son prohibitivos. Sus ojos son duros y fríos.
—¿Dónde te compré? —le pregunté. Después añadí—: Olvido muy rápido, como ya sabes seguramente.
—No me compró, señor. Mi antiguo señor, Sesostris me entregó a usted.
—Debe ser muy buen amigo —dije yo—, para deshacerse de tan valioso regalo. ¿Le hice algún servicio?
Uraeus negó con la cabeza. Lo hace de una manera muy rara, como si la balanceara.
—No le hizo ningún servicio, señor, pero usted le gusta y le ha ayudado de muchas maneras, de las que yo era… —se interrumpió y ladeó la cabeza para escuchar—. Eso era una rata, señor. He marcado el lugar. Regresaré por ella cuando usted duerma.
Desde la trampilla que había arriba alguien llamó:
—¿Hay alguien ahí abajo? Creo haber oído voces.
—Sí —dije en voz muy alta—. Estamos aquí.
—¡Ah! Lucius, Latro.
Uraeus se inclinó hacia mí, y con un siseo más suave que nunca dijo:
—Es el escriba de Qanju, señor. ¡Sea precavido!
Es joven, un palmo más bajo que yo, y lleva la cabeza afeitada y tiene ojos inteligentes.
—Aquí estáis —dijo a la vez que se acercaba hacia Uraeus y a mí—. Te he estado buscando para felicitarte. Todos dicen que bien valía la pena ver la lucha, y a ti más que a los demás. Mi señor y yo teníamos trabajo que hacer y nos lo perdimos, pero los marineros y las mujeres no dejan de elogiarte.
No sabía cómo responder; pero Uraeus dijo:
—Mi señor es rápido y fuerte, solo espero que también esté atento. —Estaba claro que eso era un aviso más para mí.
—Es un soldado, por supuesto —dijo el escriba—, pero todos eran soldados. Algunos de nuestros marineros dicen que lamentaban, al principio, no haber sido invitados a participar; pero cuando te vieron luchar con Baginu y Aahmes, se alegraron de que no hubiera sido así. ¿Te gustaría oír todo lo que han dicho?
Le dije que preferiría que habláramos de otra cosa.
—Eso es fácil, porque quiero hacerte una pregunta. ¿Llevas mucho tiempo aquí abajo?
—Yo no —dije—, pero Uraeus ha estado aquí abajo solo antes.
—No te habrás encontrado al gato, ¿verdad? ¿O al fantasma de la mujer?
Le dije que no los habíamos visto, y añadí que creía que los habían echado los sacerdotes, algo que Myt-ser'eu me había contado antes.
—Eso creíamos nosotros. —El escriba se sentó—. Esto es un asunto muy delicado para mí, lo entenderás, ¿no?
Admití que no lo hacía.
—Yo fui el que sugirió que nos detuviéramos en el templotumba de Sesostris cuando el problema apareció por primera vez. —El escriba se aclaró la garganta—. También yo soy sacerdote. Eso no hace falta que me lo recuerdes. Pero yo no tengo mucha experiencia en exorcismos y no tengo varita con historia. Pensé que lo mejor sería ir allí y que se hicieran las cosas como deben hacerse, y mi señor estuvo de acuerdo.
—¿Qanju? —pregunté.
—Sí, por supuesto. Como sacerdote tomé parte en el exorcismo. Una pequeña parte, pero en una parte. Habíamos ensayado exorcismos en la Casa de la Vida cuando yo era más joven, pero esta era mi primera experiencia del auténtico rito y tenía todas mis esperanzas puestas en que tuviera éxito.
Yo dije:
—Pero no lo tuvo. —Parecía seguro afirmarlo.
—No… no. Anoche… estábamos en tierra. ¿Recuerdas eso, Lucius?
Dije que sí lo recordaba, aunque no era así.
—Alcancé a ver fugazmente, la verdad es que algo más que fugazmente, un… un gato. Un gato verdaderamente enorme, ¿entendéis? Muy, muy grande. Y negro. Como es lógico me asombré.
—Todos los gatos son negros por la noche —dije yo.
—Sin duda —rió el escriba—. Sin ninguna duda. Pero, aún así… Bueno, comencé a hacer preguntas, y uno de los marineros dijo que había visto a la mujer no hacía mucho tiempo. No se trataba de Neht-nefret ni de Myt-ser'eu. Parecía estar bastante seguro de ello. Otra mujer de alrededor de la misma edad, bastante hermosa y que llevaba muchas joyas.
—¿No habló con ella?
El escriba negó con la cabeza.
—Tenía miedo, estoy seguro. Quizás solo tuviera miedo de ella… yo lo tendría, creo. Quizás supiera que el gato aparecería para protegerla si la amenazaba.
Yo dije:
—¿Podría haberlo sabido?
—No veo por qué no. Los marineros no es que sean exactamente muy abiertos conmigo, y puede que alguno lo hubiera intentado y no nos lo hubiera contado.
—Tú lo sabes —dije—, o si no, no habrías hablado como lo has hecho. ¿Te ha pasado a tí?
El escriba negó con la cabeza.
—Mi señor me lo dijo. Yo no estaba seguro de que estuvieran relacionados, la mujer y el gato. Pero él dice que sí lo están. Cuando dice algo como eso, es porque lo sabe. Dice que el gato está siempre con ella, invisible, hasta que se ve amenazada. Se deja ver para que ella pueda escapar.
Uraeus susurró:
—No puede estar siempre con ella.
—Supongo que no. —El escriba se encogió de hombros—. Hay un hombre que viene con frecuencia a la Pared Blanca que tiene un babuino amaestrado, un macho grande. Ataca cuando se lo ordenan, o si ve que atacan a su amo. Lo lleva consigo cada vez que sale. Pero cuando está en casa lo tiene encerrado en una j aula.
Yo dije:
—No un babuino invisible.
—No. Uno de los babuinos corrientes que adoran a Ra. ¿Dices que no has visto al gato aquí abajo, ni a la mujer?
—No. Al menos esta vez no. Supongo que podría haber bajado aquí antes, haberlos visto y haberlo olvidado.
—Lo dudo. Habías visto antes a los dos, y nos los describiste a Qanju y a mí. Dijiste que el gato era grande, casi el doble de grande que un gato normal.
Pregunté si había tenido miedo de él.
—No lo sé. Lo dudo. Sin embargo, el gato que yo vi era mucho más grande. Debía ser igual de alto que un galgo y tenía la cola tan larga como mi brazo. —El escriba hizo una pausa y se mordió los labios—. A veces los exorcismos mal realizados lo único que consiguen es empeorar las cosas. Eso también me lo enseñaron en la Casa de la Vida; casi lo había olvidado.
Se volvió a interrumpir para aclararse la garganta.
—¿Dónde conseguiste a Uraeus, Latro?
—Me lo dio mi amigo Sesostris —dije yo.
—Ya… veo. No me gusta tener que interrogarte de esta manera, Latro. Siempre hemos sido amigos, y me gustaría que lo siguiéramos siendo. Por una casualidad, ¿te acuerdas de cómo me llamo?
Uraeus me lo susurró desde atrás y yo dije:
—Eres el sagrado Thotmaktef.
—Eso es. Siento haberte importunado. —Se dirigió a mi esclavo—. Uraeus, ¿eras un esclavo en el templo de Sesostris cuando amarramos allí arriba?
Uraeus susurró:
—¿Debo responder, señor? No lo recomiendo.
—Sí —dije yo—, solo esta vez.
—No lo era —le dijo al escriba.
—¿Dónde estabas?
Uraeus negó con la cabeza. Hay algo extraño e inquietante en ese movimiento, como ya escribí antes.
El escriba se puso en pie y se secó las manos en los muslos.
—Lucius, ¿podrías ordenarle a tu esclavo que responda a mis preguntas?
—No —dije yo—. Házmelas a mí, y yo se las haré a él si así lo decido.
—Está bien. Puede que no sean muchas y esta te la haré a ti. Podrías, por favor, como un favor personal hacia mí, pedirle que se ponga bajo la trampilla donde hay más luz.
Lo hice.
—Ahora, como otro favor, ¿podrías hacer que levantara la barbilla?
—Levanta la barbilla —le dije a Uraeus—. No puede haber nada de malo en que nos permitas verte el cuello.
Lo hizo. Cuando vi la cantidad de arrugas que tenía en el cuello supe que era mayor de lo que había pensado.
—Estaba buscando una cicatriz. —El escriba parecía mucho más relajado—. No hay ninguna.
Yo le di la razón.
—Dijiste que él había estado aquí abajo solo antes, ¿no es así? ¿Podrías preguntarle si vio al gato, un gato negro enorme, o a la mujer aquí abajo entonces?
Me giré hacia Uraeus.
—¿Lo hiciste?
—No, señor.
—¿A ninguno de los dos?
—No, señor.
—Gracias —dijo el escriba—. Os doy las gracias a los dos. Un esclavo leal que sabe guardar silencio y lo hace es muy valioso, Lucius. Te felicito.
Observamos como el escriba subió por la escalera hasta la cubierta, y yo le hice un gesto a Uraeus para que se sentara de nuevo. Cuando estuvimos los dos sentados, dije:
—Tú entiendes mucho mejor de lo que lo hago yo, creo. Probablemente incluso de lo que lo hace Myt-ser'eu. Explícamelo.
—No, señor. Entiendo menos que ninguno, me temo. No había oído nada acerca del gato hasta que nos lo mencionó Thotmaktef.
—Pero habías oído de la mujer.
—¿Porque no había dicho que no lo hubiera hecho, señor? No, nadie me había hablado de ella. ¿Quiere verla?
—Si me la puedes enseñar,…
—Entonces venga, señor. —Me llevó a un bulto tan alto como yo, una caja envuelta en lienzo y atada con cuerda—. Está aquí, Señor.
—Quizás, no deberíamos desatar eso —dije yo—. No nos pertenece, y no puede haber una mujer en su interior.
—No lo desataré, señor. —Uraeus levantó la vista para mirarme. Dudo mucho que sonría nunca, pero en sus ojos rasgados había un toque de diversión—. Mire. Le voy a enseñar a esta mujer.
Levantó la tapa sin ninguna dificultad. En la caja estaba la figura en cera de un hermosa mujer.
—La encontré mientras cazaba ratas, señor. Tengo instinto para esas cosas.
Examiné la figura. La levanté y me encontré con que mis dedos creían que se trataba de una mujer de verdad, de carne y hueso, y la volví a dejar en su caja.
—¿Quiere oírla hablar?
Negué con la cabeza.
—Puedo creer con facilidad que la gente tomara a esta figura de cera por una mujer de verdad. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Es de verdad, señor. Una mujer de verdad hecha de cera. Si cambia de idea y quiere oírla hablar y verla nadar, puede que usted y yo podamos obligar al brujo a animarla, creo.