10
Somos uno

La muerte no me pareció extraña entonces. Lo voy a escribir todo, a pesar de que puede que crea que me haya vuelto loco cuando lo lea en los días venideros. Olvido, como me dijo el capitán. Y la mujer, y el vidente. El curandero me dijo que era mejor no recordar nada, pero Uraeus me dice que debo recordar o vagar perdido hasta que vuelva a morir.

Vine a este barco. No puedo decir cómo sabía dónde estaba, corrí después de oír las palabras del hombre que me dio la serpiente de su corona, y que estaba ante mí. Sabía que debía ir allí. Mi cuerpo yacía en la proa, tapado por el tejido de una vela.

—Lucius, ¿me oyes?

Entonces supe que el hombre delgado ya había regresado, y que yo debía hacerlo también. Lo hice, y fue como adentrarse en una cueva para reunirse con los amigos. El hombre pequeño también vino y me incorporé. La tela de la vela no me permitía ver si el hombre oscuro había venido también o no. La bajé, y no lo había hecho. Me incliné para reconfortar a la mujer que sollozaba y él apareció rápidamente. Uraeus estaba con nosotros también.

Aquí está lo que ocurrió.

Un hombre que llevaba una extraña corona vino de donde estaba el templo.

—Levántate —me dijo—, debes venir conmigo. —No había amenaza o ira en su voz, pero sabía que había que obedecerle. Me puse en pie y sentí como tiraba de otros que había detrás de mí al levantarme. Tiré del hombre cuya mano cogí, y él de otro, y así sucesivamente. Yo también fui subido por el hombre que me cogió la mano. Me puse en pie, éramos cuatro.

—Ven conmigo. —Me indicó el hombre de la corona con un gesto del papiro que llevaba en la mano—. Soy Sesostris.

Hicimos lo que se nos dijo, pero miramos detrás de nosotros. Un quinto hombre estaba siendo envuelto en una tela mientras una mujer sollozaba.

Uno era oscuro. Uno era delgado. Uno era pequeño pero brillaba como una estrella. Todos eran yo, y yo también lo era. Nuestro cuerpo era yo también.

—¿Quiénes somos nosotros? —le preguntó el pequeño yo a Sesostris.

Ante esto, el delgado dijo:

—Yo soy Lucius.

Nos adelantamos.

—¿Quiénes somos nosotros?

Sesostris señaló al que soy.

—Tú eres Ba.

Al pequeño y brillante le dijo:

—Tú eres Ka.

—Al oscuro:

—Tú eres Sombra.

—Al delgado:

—Tú eres Nombre.

—Yo soy Lucius —declaró de nuevo el delgado.

A esto Sesostris asintió y dijo:

—Lo eres.

—¿Estamos muertos? —preguntamos.

—Él lo está —nos dijo Sesotris—. Vosotros no lo estáis. Vinisteis de otra tierra con él, que está muerto, y nunca ha sido enseñado. Si os enseño ahora, ¿aprenderéis de mí?

—Sí —dijimos—, ¡enséñanos!

—Un hombre se compone de cinco partes —nos dijo Sesostris. Levantó una mano con los dedos separados—. Una mujer o un niño, lo mismo. Son Cuerpo, Nombre, Sombra, Ba y Ka. En la muerte, Cuerpo duerme. Vosotros seréis juzgados por los dioses. Si se os encuentra valiosos, esperaréis en el Campo de juncos hasta el día en que todos seáis reunidos. Si no se os encuentra valiosos, seréis devorados.

Asentimos uno a uno, primero el pequeño y brillante y el último yo. Yo dije:

—Aquí hay muchos dioses.

—Hay más de los que supones, más dioses que hombres, con diferencia. ¿Temes que todos te juzguen?

—No temo —dije yo.

—No tienes que hacerlo Te juzgarán cuarenta y dos, con Osiris en la presidencia.

La verja del templo estaba ante nosotros. Entramos por ella a pesar de que estaba cerrada a cal y canto. Dentro estaba el templo, no muy grande pero buen templo al estilo de Kemet, y otros edificios.

—¿Qué son estos lugares? —preguntamos.

—Esa es la Casa de la Vida. —Sesostris señaló con su rollo de pergamino—. Esa es la Casa de los Sacerdotes. Algunas son almacenes. Muchas se creen que están vacías.

—¿No lo están? —dijo Sombra.

Sesostris negó con la cabeza, y la cobra de su corona siseó.

—Tú eres Sesostris —dijo Nombre—. ¿Cómo se llama la serpiente?

Sesostris sonrió.

—En mil años nunca me habían hecho esa pregunta. Se llama Uraeus.

Caminamos, y volvió a enseñarnos.

—Yo era rey —dijo—. Al morir, me juzgaron valioso y me convertí en dios. Y en eso os convertiréis vosotros al final, si os encuentran valiosos. Viviréis en el Campo de juncos hasta que se os necesite o invoque. Entonces regresaréis a este mundo de los vivos, sin ser vistos más que por los que vosotros queráis que os vean.

—¿Todos nosotros? —preguntamos—. ¿Todos los que morimos nos convertimos en dioses?

—Solo los que sean considerados valiosos. Los demás son devorados por Ammut.

Tan pronto como dijo su nombre, Ammut caminó como un pato junto a nosotros, enorme y apestosa. Su cabeza es como la de un cocodrilo, a pesar de que no es un cocodrilo. Su cuerpo es como el de una mujer gorda con los pies deformes, aunque no es una mujer gorda.

—¿Habéis preguntado si os iba a comer a todos? —dijo con una sonrisa tonta—. Sí. A todos vosotros. Si el corazón es pesado.

—Mejor ser devorados por ti que habitar en la Tierra Muerta. —Dijo el pequeño y brillante yo.

—Aquí está la Tierra Muerta —le dijo Ammut, y se golpeó la enorme barriga.

Pasamos por el templo. La figura sagrada era muy antigua, el hombre que caminaba conmigo joven.

Dentro de la tumba-montaña estaba más oscuro hasta que Sesostris encendió su luz. Entonces lo vimos todo, escaleras que llevaban solo a otras escaleras, capillas en la roca en las que no sacrificaba ningún sacerdote. Se necesitarían más hombres de los que hay en este barco para describir las riquezas de su cámara mortuoria. De ella una escalera bajaba a través de la piedra hasta llegar a la cámara en la que se sentaba el tribunal. Sesostris caminaba delante de nosotros para mostrarnos el camino, Ammut iba detrás de nosotros, avanzaba despacio y trabajosamente, jadeaba y babeaba.

—Te pondrás delante de tus jueces —dijo el hombre que sangraba. Era el juez jefe de aquel tribunal, un hombre atractivo, gravemente herido. Llevaba una corona blanca con dos plumas—. Te preguntaremos y deberás respondernos sinceramente. No puedes hacer otra cosa.

Nosotros asentimos.

—No podemos. —Al decirlo sabíamos que era verdad.

—Soy Strider de Annu —dijo un dios—. ¿Has hecho alguna iniquidad?

—¡No lo he hecho! —todos lo dijimos.

—Soy Ardiente de Kher-aba —anunció otro—. ¿Has robado con violencia?

—¡No lo he hecho! —dijimos nosotros.

—Soy Fenti de Khemennu —declaró un tercero—. ¿Te has roto la nariz?

—Sí, como boxeador —dijimos nosotros.

—Soy Am-khaibitu de Qereret —dijo un cuarto—. ¿Has robado?

—Sí —dijimos—, cogimos los Caballos del Sol, siguiendo los antojos de la Señora de las Bestias. —Aquello había desaparecido de mi mente entonces, pero debía saberlo.

—Soy Neha-hra de Restau —murmuró un quinto—. ¿Has asesinado a hombre o mujer?

—A muchos hombres —dijimos—, porque era soldado.

—Soy el dios del Doble León —rugió un sexto—. ¿Has sido injusto?

—¡Con nadie! —dijimos.

—Soy Ardiente Ojo de Sekhem. —Este séptimo dios hablaba en tono majestuoso—. ¿Has jurado en falso?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Llama —siseó un octavo—. ¿Le has robado a Ptah?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Set-qesu de Suten-henen —susurró un noveno—. Seguro, seguro que has mentido.

—Nunca a ti Set-qesu —dijimos.

—Soy Khemi del Lugar Oculto —nos dijo un décimo dios—. ¿Te has llevado bienes a la fuerza?

—Hemos saqueado los bienes de algunos a los que matamos —dijimos.

—Soy Llama Brillante de Mennufer —cacareó un undécimo—. ¿Has pronunciado palabras del mal?

—¡Nunca he maldecido a nadie! —dijimos.

—Soy Hra-f-ha-f de las Cavernas de las Profundidades —dijo un dios que no tenía rostro—. ¿Te has llevado comida a la fuerza?

—Sí, lo he hecho —dijimos.

—Soy Qerti del Submundo —entonó la voz sepulcral de un decimotercer dios—. ¿Has actuado para engañar?

—A menudo —dijimos. Tras esto Ammut se acercó a nosotros.

—Soy Pies de Fuego de la Noche —grito un decimocuarto dios—. ¿Has tenido ira?

—Sí —dijimos.

—Soy Dientes Brillantes de Ta-she. —Sonrió el decimoquinto dios al dirigirse a nosotros—. ¿Has invadido tierras extranjeras?

—Lo he hecho —dijimos.

—Soy el Devorador de Sangre… —suspiró un decimosexto, cuya voz era como el viento—. Soy el que avanza desde la tumba. Dime, ¿has matado algunas de las bestias de Ptah?

—Sí —dijimos—. Las he matado.

—Soy el Devorador de Entrañas. —El decimoséptimo dios se mojó los labios—. ¿Has echado basuras sobre tierras labradas?

—Eso también lo he hecho —dijimos.

—Soy el Señor de Maat —anunció un decimoctavo dios—. ¡Respóndeme! ¿Te has metido en los asuntos de otros para causarles daño?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Themeni de Bast —maulló el decimonoveno—. ¿Has difamado a hombre o mujer?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Anti de Annu —gruñó el vigésimo—. Has tenido ira y lo sé. ¿Era injustificada?

—¡Nunca! —dijimos.

—Tututef de Ati soy yo. —La voz del vigésimo primer dios era un insinuante susurro—. ¿Has sodomizado a un niño?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Uamemti del matadero. —El vigésimo segundo nos estudió fríamente—. ¿Has envenenado las aguas?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy el Vidente de la casa de Amsu. ¿Con qué frecuencia te has acostado con la esposa de otro?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy H-her-seru de Nehatu —tembló la voz del vigésimo cuarto—. ¿Has asustado a los hombres?

—A menudo —confesamos.

—¿Has actuado sin consideración? —preguntó Neb-Sekhem, quien venía del lago Kaui.

—Lo he hecho —dijimos.

—Soy Seshet-kheru de Urit —afirmó el vigésimo sexto—. ¿Has estado sordo ante palabras de verdad y corrección?

—Más de una vez —admitimos.

—Soy el del lago Haqat —gritó un dios niño—. ¿Has hecho llorar a otros?

—Lo he hecho —dijimos.

—Soy Kenemti de Kenemet —gritó el vigésimo octavo—. ¿Has blasfemado contra Ptah?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy An-hetep de Sau —gimoteó el vigésimo noveno dios—. ¿Has actuado con violencia?

—A menudo —confesamos.

—Era soldado —dijo el hombre que sangraba—. Deberíamos perdonarle eso.

—Soy Ser-kheru de Unsi —dijo el trigésimo dios ala vez que se encogía de hombros—. ¿Has actuado sin pensar?

—Con demasiada frecuencia —dijimos.

—Soy Neb-hrau de Netchefet —cacareó el trigésimo primer dios—. ¿Te has vengado de algún dios?

—He deseado la venganza —dijimos—. Contra una diosa.

—Soy Serekhi de Uthent —ceceó el trigésimo segundo dios—. ¿Has multiplicado tu habla?

—No —dijimos.

—Soy Neb-abui de Sauti —dijo el trigésimo tercer dios desapasionadamente—. ¿A cuántos hombres has defraudado?

—A ninguno —dijimos.

—Soy Nefer-Tem de Mennufer —tronó el trigésimo cuarto dios—. ¿Has maldecido al faraón?

—No lo he hecho —dijimos.

—Soy Tem-sep de Tattu —dijo el trigésimo quinto dios, su voz bien podría haber sido el sonido de un arroyo—. ¿Has contaminado agua corriente?

—He matado a hombres cuyos cuerpos tuve que echar al río —dijimos.

—¿Más allá de eso? —preguntó Tem-sep.

—O al mar —dijimos.

—Soy Ari-em-ab de Tebi —dijo el trigésimo sexto dios con severidad—. ¿Has alardeado?

—Solo en mi infancia —dijimos.

—Soy Ahí de Un —balbució el trigésimo séptimo dios. ¿Has difamado a Ptah?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy Uatch-rekhit del Santuario de Uatch-rekhit —dijo el trigésimo octavo dios con desdén—. ¿Has actuado con insolencia?

—Rara vez —dijimos.

—Soy Neheb-nefert, el del templo de Neheb-nefert. —Mientras lo decía, el trigésimo noveno dios miraba sin ver hacia un lugar en el que no estábamos—. ¿Has juzgado injustamente?

—No —dijimos—. Nunca.

—Soy Neheb-kau quien sale de la Caverna —resonó la profunda voz del cuadragésimo dios—. ¿Has aumentado tu riqueza mediante las pertenencias de otro?

—Con el permiso de esa otra persona —dijimos.

—Soy Teheser-tep del santuario de Teheser-tep —respiró el cuadragésimo primer dios—. ¿Has maldecido al propio Ptah mientras lo tenías?

—¡Nunca! —dijimos.

—Soy An-a-f de Aukert dijo el último dios—. ¿Has menospreciado al dios de tu propia ciudad?

—¡Nunca! —dijimos de nuevo.

—No estás exento de pecado. —El hombre que sangraba se puso en pie—. Pero también tienes muchos méritos. Ve a las balanzas.

Lo hicimos, y él vino tras nosotros. Sesostris esperaba allí con la mujer monstruosa. Había un babuino acuclillado junto a ellos que sujetaba una pluma de junco y una tablilla.

—¿Lo bendecirás? —le preguntó el hombre que sangraba a Sesostris.

—Lo haré —dijo Sesotris, y nos dio su bendición. Nos llenó, y entonces supimos que antes estábamos vacíos.

—Ha sido bendecido por Sesostris —les dijo el hombre que sangraba a los dioses que estaban sentados para el juicio—. ¿Ha de ser sometido a la ordalía? En pie.

Cinco se levantaron. Eran el dios sin rostro, el dios del Submundo, El Devorador de Sangre, el Devorador de Entrañas, y Neb-hrau.

—Osiris tomará tu corazón para ser pesado —me explicó Sesostris—. ¿Ves la pluma que hay en el otro platillo? —Su mano dirigió nuestros ojos a la balanza.

La vimos, y así lo dijimos.

—Es Maat, la ley de Ptah —nos dijo Sesostris—. Si Maat se levanta sobre tu corazón…

Ammut dijo:

—Yo me lo quedo y tú… —se relamió.

—Pero si tu corazón se eleva sobre Maat —prosiguió Sesostris—, se te devolverá, y yo mismo te llevaré al Campo de Juncos.

Tan pronto como hubo terminado de hablar, el hombre llamado Osiris se acercó a Sombra, Nombre y Ka y se quedó junto a mí y metió su ensangrentada mano en mi pecho. Por un momento sentí cómo mi corazón se agitaba en su mano como un pájaro cautivo.

Cuando ya no lo tuve, me sentí vacío de vida. Yo no sabía que un hombre podía ser vaciado como un pellejo de vino, pero es así; añoraba estar lleno de nuevo, y temía ser expulsado.

Colocado sobre el platillo de la balanza, mi corazón se hundió. Tan pronto como lo hizo se elevó, un palmo mío más alto que la pluma. Entonces, se hundió de nuevo, solo para elevarse otra vez.

—Todavía vive —declaró el hombre que sangraba a todos los dioses—, y no debería estar aquí. —Cogió mi corazón, me lo devolvió y continuó hablando, pero tan lleno de alegría estaba yo que no lo oí. Lo único que permaneció fue mi deleite.

Estábamos solos en el Salón del juicio cuando Sesostris dijo:

—¿Me oyes ahora, Ba? —Su voz era amable.

—Sí, gran Sesostris —contesté—. ¿Cómo puedo servirte?

—Haciendo lo que debes hacer. Pero primero te digo esto, como hizo Osiris. Su sangre ha tocado tu corazón. Al hacerlo, se ha mezclado con la tuya. No puede haber sido más de una gota, pero incluso una pequeña gota tiene un enorme poder. El efecto que pueda tener no lo puedo adelantar, pero deberías tenerlo en cuenta.

Dije que lo intentaría recordar.

—Lo olvidarás. Por eso, voy a enviar a mi sirviente contigo para que te lo recuerde. —Sesostris cogió la cobra de su corona. Era, o parecía, una pieza de madera dorada tallada. Me la tendió y la cogí.

—Coge a Uraeus con cuidado. Debes volar muy lejos sin dejarla caer.

Mientras Sesostris hablaba, Uraeus se retorció en mi mano como una serpiente viva. Comencé a decir que yo no podía volar en absoluto; mis alas se retorcieron ante el pensamiento de volar, y supe que tenía alas.

—Ahora vete —me dijo Sesotris—, los demás ya están en camino.