Mi esposa, mi casa, mis padres, todo lo que una vez supe y conocí corrió de vuelta a mí, mi servicio al gran rey y la muerte de mis amigos. Sé todo esto porque Muslak y Myt-ser'eu me lo han contado. Ahora dicen que debo escribir, y eso hago. Esto es lo que recuerdo ahora.
Estábamos en esta posada. Vino una mujer, una mujer extraña y silenciosa cuyos ojos no se movían como lo hacen los de las otras mujeres. Habló con Muslak, y dijo que debíamos ir con ella cuando se pusiera la luna. Neht-nefret tenía miedo, y Muslak no iría. Ella habló conmigo, la última vez que la oí hablar, y me dijo que si quería recordar debía ir con ella. Myt-ser'eu y yo dijimos que ambos iríamos, pero que antes dormiríamos un poco, ya que la luna todavía no había subido.
Yo escribí. Después fuimos a una habitación aquí, atrancamos la puerta, e hicimos el amor. Fue muy largo y muy lento y muy bueno, porque Myt-ser'eu sabe mucho del amor. Cuando terminamos, dormí.
Me desperté. Myt-ser'eu dormía a mi lado, y la mujer silenciosa estaba sentada en un taburete al otro lado de la habitación. Supuse que Myt-ser'eu la habría dejado pasar mientras yo dormía. Ella dice que no lo hizo.
La mujer silenciosa despertó a Myt-ser'eu y nos hizo un gesto para que nos acercáramos. La seguimos; se llama Sabra. Nos llevó muy lejos, a través de calles oscuras, hasta la casa de Sahuset. Es una pequeña casa en un jardín grande. Le di la mano a Sabra y Myt-ser'eu me la dio a mí; aún así, era difícil seguirle el paso. Había un animal que nos observaba, o algo que parecía ser un animal. No gruñía ni rugía, pero vi cómo brillaban sus ojos verdes, como esmeraldas, entre las sombras.
La puerta de Sahuset estaba abierta. Alguien a quien no pude ver encendió una luz cuando nosotros entramos, y Sahuset entró desde otra habitación. Fue entonces cuando se despidió de la mujer silenciosa, y la llamó Sabra. Yo esperaba que ella abandonara la habitación, pero en su lugar se fue a una esquina y se quedó allí inmóvil, nos miraba a Sahuset y a nosotros con mirada perdida.
—No puedes recordar, Latro. Te he pedido que vinieras porque quizá pueda ayudarte. —Cada vez que Sahuset pronunciaba una palabra, uno de los cocodrilos que colgaba de su pared se movía.
Le dije que si pudiera ayudarme a ver los días que habían pasado hacía ya mucho tiempo, le estaría profundamente agradecido.
—Busco tu gratitud. Busco la buena voluntad de esta mujer y de todos los que vayan a estar con nosotros en el sur también. Pero la tuya es la que más deseo de todas. Has sido maldecido por un dios. Eso es algo terrible para ti. Aunque evidencia la presencia de un dios.
Al ver que yo no lo entendía, añadió:
—Que un dios te maldiga es que te toque un dios. Que te toque un dios es compartir su divinidad en una pequeñísima medida. Cuando el sumo sacerdote abandona el santuario, se desnuda y se baña. ¿Lo sabías? Queman su ropa.
Dije que no lo sabía. Myt-ser'eu dijo que ella sí, pero creo que mentía.
—No quiere contagiar a los adoradores de la divinidad. Si se contagiaran, ¿qué necesidad tendrían de un sacerdote o de un templo? Yo mismo soy sacerdote, sacerdote del dios rojo. ¿Alguno de vosotros conoce al dios rojo?
Myt-ser'eu negó con la cabeza. Yo dije que como era soldado debía ser siervo del dios rojo.
—Las masas ignorantes creen que el dios rojo es malo —nos enseñó Sahuset—, porque manda a los xu malignos. Si le dice a un xu maligno que deje a un hombre, ese xu se tiene que ir. Están obligados a obedecer al dios en todo. —Suspiró—. El dios rojo es el dios del desierto. El silencio llenó aquella habitación abarrotada que parecía demasiado grande para una casa tan pequeña. No dijimos nada.
—El caballo y el hipopótamo, el cerdo y el cocodrilo son sagrados para él. Tiene un gran templo en el sur…
—¡Set! —Myt-ser'eu sonó asustada—. Ese es Set.
—El dios rojo tiene muchos nombres. —Sahuset hablaba como quien calma a un niño asustado—. Puedes utilizar el nombre que desees. Los nombres de los dioses no importan, porque nadie conoce el verdadero nombre de ningún dios.
—Creo que será mejor que nos marchemos —me dijo Mytser'eu a la vez que me cogía del brazo.
Yo negué con la cabeza.
—Eres un hombre con coraje —dijo Sahuset—. Lo sabía. Solo los hombres de valor son valiosos. Te he dicho que me ganaría tu gratitud, si podía. No me has preguntado por qué la quiero.
Yo dije:
—Entonces lo pregunto ahora. ¿Qué favor deseas de mí?
—Solo tu favor —me dijo Sahuset—, tan solo eso. Supón que encontráramos un rollo de papiro en el sur, un rollo amarillento ya inscrito con mucha sabiduría. ¿Te lo quedarías para ti?
—Sí —dije yo—, si puedo leerlo.
—¿Y si no pudieras?
Me encogí de hombros.
—Tráemelo a mí y yo te lo leeré. ¿Harías eso?
—Por supuesto —dije yo—. Si lo deseas.
—¿Y si se trata de una piedra inscrita también? ¿O cualquier cosa parecida?
Asentí.
—Eso es todo lo que te pido. Recordarás tu promesa hacia mí, o yo te la recordaré. Ahora suelta eso.
Me miré la mano izquierda y vi que sujetaba en ella un pez alado, tallado en madera negra. No había sido consciente de haberlo cogido, pero debí haberlo hecho para jugar con él en las manos mientras hablaba. Lo dejé tal y como me había pedido Sahuset.
—Necesitaré una gota de tu sangre —dijo—, y una gota de la sangre de una mujer impura.
—Yo te daré encantado una gota de la mía —dije—, e iré a la ciudad a buscar una mujer así para ti, si lo deseas.
De un cajón, Sahuset sacó un cuchillo largo y recto con una fina hoja de bronce, que era la lengua del cocodrilo de piedra verde que formaba la empuñadura.
—Dudo que sea necesario —dijo.
Me cogió la mano izquierda y me examinó todos los dedos, me pareció como si mirara a los lugares con los que había tocado al pez. Por fin cogió el cuarto dedo, y me lo apretó para sacar unas gotas de sangre que dejó caer en una pequeña botella roja.
—Y tú —dijo a la vez que le hacía un gesto a Myt-ser'eu.
Ella se adelantó, temblaba. No le miró los dedos como había hecho con los míos, sino que le hizo un corte en la palma de la mano, cogió la sangre con la punta del cuchillo y cruzó la habitación hacia la esquina en la que se encontraba Sabra, y se la presentó.
Ella se mojó los dedos en la sangre y se la extendió por la cara, se enrojeció las mejillas con ella. Aquella fue la última vez que la vi moverse.
Cuando estuvo hecho, Sahuset vertió agua en un cuenco grande y dejó caer en él la pequeña botella roja que contenía mi sangre. Sacó polvo del color de la sangre vieja de una caja de metal, y la espolvoreó con sumo cuidado sobre la superficie del agua.
Esperamos durante un tiempo que me pareció largo. La superficie había sido alterada, como si hubiera nadado por ella una rana o cualquier criatura similar. Aquello persistió un tiempo, y después cesó. Sahuset observó con suma atención el dibujo del polvo que flotaba, suspiró, se acarició la barbilla y por fin cogió el cuenco y tiró su contenido al suelo.
—Has sido maldecido por una diosa extranjera —dijo—, una diosa del norte.
Myt-ser'eu cogió aire con fuerza.
—Hay muy poco que pueda hacer aquí, pero haré lo que pueda, si lo deseas.
—Lo deseo —dije yo—. Hablaste de gratitud. Tendrás la mía, si puedes hacer cualquier cosa por ayudarme.
Sahuset se encogió de hombros.
—Puedo darte un xu para que luche contra la maldición. Entrará en ti. ¿Lo entiendes? Serás dos, algo que puede que no te sea del todo agradable.
Yo dije:
—¿Quieres decir que habrá dos como yo? (No estoy seguro de que entendiera correctamente todo lo que Sahuset decía. Lo escribo aquí tal y como lo entendí).
Sahuset alargó la mano para tocarme la frente.
—Esto es una casa, una tumba. Uno habita ahí, y tú dices «Yo». Dos habitarán ahí, Yo y Xu. Puede que no te divierta compartir la casa en la que has estado viviendo solo tanto tiempo.
—Pero ¿levantará la maldición?
—Lo hará, mientras esté contigo.
Myt-ser'eu preguntó:
—¿Y cuánto tiempo será eso?
Sahuset negó con la cabeza.
—Hasta que lo echen, pero no puedo decirte cuánto tiempo será. Tampoco puedo decirte ahora quién o qué lo echará. Será él mismo quien me lo tenga que decir.
Muy despacio, Myt-ser'eu asintió.
—¿Lo deseas, Latro? (Se movieron las colas de todos los cocodrilos, como si nadaran).
—Sí —dije yo—, lo deseo.
—Muy bien. Debo prepararme. —Sahuset se dio la vuelta para marcharse. La cabeza afeitada ya le brillaba del sudor. Al acercarse al umbral de la puerta, añadió:
—Esperad aquí. Podéis sentaros en esta habitación, pero no debéis tumbaros en ella. No abráis cajón alguno.
Myt-ser'eu empezó a mirar a su alrededor por la habitación tan pronto como él se hubo marchado. Me pareció que estaba buscando algo que robar, así que hice que se sentara en un taburete alto pintado de colores brillantes con los jeroglíficos de Kemet. Yo mismo me acerqué ala mujer de la esquina y le hablé. Ella no me respondió. Le toqué la frente, entonces, en un lugar por el que no se le había extendido la sangre de Myt-ser'eu. Era cera. Cuando le toqué la mano, sus ojos me vieron. Era como si la hubiera despertado de un sueño, a pesar de que no movió ni un músculo. Me alejé.
Después de eso Myt-ser'eu y yo esperamos mucho tiempo, nos besamos un par de veces pero no dijimos nada.
Cuando Sahuset regresó, se llevó un dedo a los labios, y con una barra de marfil nos hizo un gesto para que lo siguiéramos. Lo hicimos, sin pronunciar palabra. Él fue abriendo camino a través de varias habitaciones y bajó por una escalera irregular y empinada hasta una cámara oscura donde el aire era fresco, pero estaba exento de vida.
Debía estar a mucha profundidad bajo tierra. Se había esparcido arena negra sobre el suelo, o quizá arena mezclada con cenizas. Allí había una caja grande con forma de hombre. En la parte superior le habían pintado la cara de un hombre, así que casi parecía que un hombre estuviera allí en pie ante nosotros, un hombre duro y atractivo que había perdido algo antes de perder la vida, y se había dicho a sí mismo en numerosas ocasiones que lo que había perdido no era importante. Aquella caja estaba pintada igual que se habían pintado las cajoneras y otras cosas, aunque la pintura estaba vieja y apagada. En algunos sitios, se había caído. En otros la madera estaba resquebrajada.
Sahuset puso mi mano sobre el hombro de Myt-ser'eu y la de ella sobre el mío y con gestos nos indicó que permaneciéramos así. Entonces, dibujó un círculo a nuestro alrededor con su barra de marfil, él mismo quedaba en todo momento en el interior del círculo que dibujaba. Cerca de los bordes, en el interior del círculo, también había tres lámparas. Él dibujó un triángulo cuyos vértices eran aquellas lámparas, y las prendió con simplemente golpearlas suavemente con la barra y murmurar palabras que yo no entendía y apenas si podía oír. Mientras le hablaba a cada una, la llama saltaba, amarilla y brillante. En aquella cámara iban y venían extrañas fragancias.
Después de eso, esperamos de nuevo.
Pronto, pareció como si alguien caminara por la casa que había por encima, las pisadas se oían débiles al bajar por la escalera empinada. Supuse que se trataba de la mujer de cera, Sabra, quien caminaba hacia allí; y quizá lo fuera. Después de un tiempo, se me ocurrió que el que caminaba estaba buscando algo en la casa, que iba de habitación en habitación en busca de algo o de alguien. Alguien gritó, pero los pasos ni se aceleraron ni se ralentizaron.
Se oyeron pasos en la escalera. Las llamas de las lámparas se apagaron, se volvieron verdes y después azules. Algo o alguien más alto que Sahuset bajó por la escalera. No era un hombre, pero era como un hombre. Llevaba una máscara de hojas frescas.
Sahuset le habló en una lengua que yo no conocía. Le respondieron en la misma lengua, pronunciaba tres palabras cada vez que hablaba, ni más ni menos.
—El xu se quedará dentro de ti hasta que el viento que mueve el grano te dé en la cara —me dijo Sahuset—. Entonces tendrá que marcharse. —Con aquellas palabras me cogió de la mano, me llevó al borde del círculo, y con un gesto me indicó que debía salir de él. Lo hice.
No me creeré esto cuando lo lea, pero después de eso recuerdo poco. Lo que sí recuerdo, lo escribo aquí. Caminaba por una calle oscura con una mujer que no conocía, y hablaba muy alto y muy deprisa. Los rostros de mi padre, mi madre y mi hermana flotaban a mi alrededor. Reconocí de nuevo nuestra granja, cada prado y cada campo, y volví a vivir la muerte de mis amigos. La mujer que estaba a mi lado me hablaba con frecuencia, pero yo no la tenía en cuenta en absoluto, solo le decía lo que se me cruzaba a toda velocidad por la mente, mil cosas que he olvidado una vez más.
Por fin recordé a Justa y golpeé a la mujer.
—¡Eres una puta! —recuerdo que grité. Saqué mi espada y la habría matado, pero ella se encogió de miedo y no pude atacarle.
Ella me llevó hasta esta posada. Yo hablaba muy alto todo el tiempo, pero en esta lengua, no en la de ella. Los hombres me miraban y se reían, creían que estaba borracho. Subimos muchos escalones hasta el tejado, donde había dos tiendas de colores brillantes y cientos de flores que elevaban sus adorables caras al sol que se levantaba. Ella se apartó de este.
—¡Mira! —dijo ella—. ¡Mira, Latro! —Miré, y el viento de la mañana me dio fresco en la cara, me la refrescó y me enfrió el sudor.
—¿De qué se trata? —pregunté en su lengua—. ¿Qué señalas, Myt-ser'eu?
—A los Inmortales, las estrellas del norte. Casi se han ido. —Me besó—. Y tú eres mío otra vez.