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Recién entrada la noche

Muslak me despertó para ir al templo. Me preguntó qué era lo que recordaba y le conté todo.

—Eso es bueno. Me temo que mañana habrás olvidado la mayor parte de ello, pero puede que lo recuerdes si me lo cuentas ahora. Toma, lleva esto.

Se trataba de una piel de carnero teñida de rojo, muy buena.

—Tendremos que darle un bonito regalo a la diosa —me explicó Muslak—, y esa se puede vender por algo más de lo que yo estoy dispuesto a dar.

El sacerdote sonrió cuando la sostuve, y la aceptó gentilmente; es un hombre tranquilo de mediana estatura y mediana edad, con la cabeza afeitada. Aproveché el momento para preguntar acerca de Hathor, le expliqué que era un extraño en aquel país y que solo sabía que era una gran diosa allí.

Él asintió solemnemente.

—Preferiría enseñarte a ti, joven, que a aquellos que creen que ya saben más que suficiente, como tan a menudo tengo que hacer en la Casa de la Vida. En primer lugar, déjame que le asegure que jamás mortal alguno sabe lo suficiente, y mucho menos más que lo suficiente. ¿Has visto la imagen de la diosa?

Negué con la cabeza.

—Entonces ven conmigo. Iremos a la antecámara.

Es un edificio inmenso, y las columnas que sujetan el dintel son más grandes que las casas de los pobres y tan altas como los árboles. Dentro parpadeaban las lámparas, puntos solitarios de luz amarilla en la oscuridad. Más allá, las anchas puertas del templo estaban medio cerradas. A través de la apertura eché un vistazo a la imagen de la diosa.

Esta también es enorme, más alta que cualquiera de las casas privadas que habíamos visto. Su vestido es rico, y brilla con muchas gemas. En cuanto a su forma, es la de una mujer con cabeza de vaca.

—Hathor fue la nodriza de Osiris —le explicó el sacerdote—. Les ponemos cabeza de animales a muchos de nuestros dioses para ilustrar su honor y autoridad. Vosotros los extranjeros os sorprendéis por ello con frecuencia, ya que deseáis que vuestros dioses sean como vosotros. Hathor no es como nosotros, sino que es una poderosa divinidad. Es Hathor la que alimenta a los muertos y gobierna el amor y la familia…

No oí nada más. Una mujer con cuernos más alta que cualquier hombre salió de detrás de la imagen de la diosa. Mientras caminaba hacia nosotros, parecía como si otra sujetara una lámpara detrás de ella, de manera que toda su silueta quedaba rodeada de luz, a pesar de que su sonriente rostro quedaba ensombrecido.

—Tú corres peligros, hombre extranjero —me dijo ella—. ¿Quieres mi ayuda? Puedes tenerla por un precio.

Quise arrodillarme, pero me di cuenta de que no podía hacerlo. Mi cuerpo estaba inmóvil en pie, junto a Muslak.

—Necesito mucho tu ayuda, gran diosa, pero no tengo nada que dar aparte de mi espada.

—Tendrás otros usos para eso. Eres fuerte y un guerrero, un hombre que tiene mucho amor que dar, y protección que ofrecer a aquellos que ama. ¿Darás estas cosas si te ayudo?

—De muy buen grado —dije yo.

—Eso está bien. Te voy a mandar mi gatita. Tendrás que quererla y cuidarla por mí. ¿Lo harás?

—Con mi vida, gran diosa. ¿Dónde está?

—Aquí. Irá hacia ti y se frotará contra ti. Cuando lo haga, la aceptarás como tuya.

La diosa desapareció como si nunca hubiera estado allí. El sacerdote decía:

—Hay siete Hathor a lo largo del río, y todas son Hathor. Cuando se encuentran decretan. Sea lo que sea aquello que decreten ocurre, sin importar lo que los dioses digan o lo que hagan los hombres.

Yo pregunté:

—Si decretaran que yo recordara como lo hacen los demás hombres, ¿ocurriría?

El sacerdote asintió, con cara más solemne que nunca.

—Sea lo que sea lo que decreten, ocurrirá, como ya he dicho.

—No tengo nada que ofrecer —dije yo; entonces me acordé de lo que me había dicho la propia diosa tan solo un momento antes, y añadí—: más allá de amor y protección.

—Tienes plegarias que ofrecer, joven. Eso puede ser suficiente. En cuanto al amor, es de ella. Así, aquellos que aman tienen su favor. Sin embargo, no todo aquello que parece amor es amor verdadero. ¿Lo entiendes?

Asentí.

—En cuanto a la protección, muchas familias la necesitan. Protégelos, protege a los niños en particular, y te ganarás su favor. Los caros regalos de los ricos están muy bien, pero las cosas que más desea la diosa son cosas que cualquiera puede dar.

Muslak preguntó:

—¿Rezarás por Lewqys, hombre sagrado?

—Lo haré.

—¿Y por mí y por nuestro barco?

—También haré eso, hombre carmesí.

Muslak se aclaró la garganta.

—Eso está bien. Ahora, me gustaría contratar una chica cantora para que venga a Mennufer conmigo. El sátrapa quiere mi ayuda.

—En tal caso —dijo el sacerdote con cuidado—, deberás dársela.

—Así es. —Muslak se aclaró la garganta de nuevo—. Entonces, tal y como yo lo entiendo, puedo pagar un montante y tener una chica para el viaje. ¿Es así cómo lo hacen aquí?

El sacerdote asintió.

—Para un viaje largo río arriba, si eliges y si la devuelves al final del viaje.

—Absolutamente. Después regresaré a mi propia ciudad, cuando haya ayudado al príncipe Achaemenes.

—No hay dificultad alguna. Debes tratar bien a tu chica cantora todos los días que ella esté en tu compañía, lo entiendes. Comparte tu comida y eso. Puedes azotarla, pero no más allá de lo razonable y no tanto como para poner en peligro su vida. Ella tiene derecho a dejarte si lo que le ofreces es menos de lo que te ofreces a ti mismo.

Muslak asintió.

—Cuando la devuelvas, no deberás nada, ya que debes pagar la cuota al completo por adelantado. Sin embargo, es costumbre que se le haga un regalo si te ha complacido.

—Lo haré —dijo Muslak—. Algo bonito. Tendré algo de dinero cuando haga lo que vuestro sátrapa quiere.

—No es nuestro sátrapa, hombre carmesí. —El sacerdote frunció el ceño.

Musak se encogió de hombros.

—Tampoco es el nuestro, tal y como lo dices. Pero tenemos que hacer lo que dice. Y vosotros también.

—¿Deseas oír a las chicas cantoras?

Muslak asintió.

—Antes debo ver el color de tu oro.

Muslak cogió unas cuantas monedas de su bolsa, las movió en su mano y se las mostró.

—Una de estas —dijo el sacerdote a la vez que señalaba.

—¿Un dárico? ¡Eso es demasiado!

—Estás acostumbrado a regatear —le dijo el sacerdote—, y regatearás mucho mejor que yo. Yo no regatearé en absoluto. Una de estas y yo debo tenerla en la mano.

—Tú mismo nos has dicho que hay otros seis Hathor más a lo largo del río - Muslak sonaba indignado.

El sacerdote sonrió.

—Vete a cualquiera. Tienes mi permiso.

Muslak se giró sobre sus talones y se alejó. Yo lo seguí a regañadientes mientras recordaba lo que la diosa me había dicho. Cuando casi habíamos llegado a la entrada de la antecámara, Muslak se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Un dárico? ¿Ese es el precio?

El sacerdote no se había movido.

—A no ser que desees darle algo cuando la devuelvas. Eso es voluntario.

—Está bien —dijo Muslak—, veámoslas.

El sacerdote alargó la mano.

—Después de que las haya visto.

El sacerdote negó con la cabeza y siguió con la mano extendida.

—Supón que no me gusta ninguna de ellas.

—Se te devolverá el dinero —le dijo el sacerdote a Muslak. En aquello, como en todo, el sacerdote no parecía estar enfadado ni impaciente; sus ojos no mostraban ni disgusto ni miedo. Lo admiré por ello.

—Está bien —dijo Muslak por fin.

La moneda cambió de manos. Con una enorme sonrisa, el sacerdote nos dejó y se dirigió a un pequeño gong que había junto a una pared. Lo golpeó dos veces y regresó junto a nosotros.

—¿Qué hay de ti, Lewqys? —Muslak me sonrió—. ¿Quieres una chica cantora?

Negué con la cabeza.

Pronto oímos el murmullo de voces y las pisadas de pies desnudos sobre el pavimento de piedra. Cinco jóvenes mujeres se unieron a nosotros. Todas eran bonitas, con piernas bien torneadas y pechos erguidos. Todas llevaban pelucas negras, como todas las mujeres de aquellas tierras hacen, incluso las más pobres. Dos de ellas llevaban instrumentos.

El sacerdote le preguntó a Muslak si deseaba oírlas cantar.

Muslak asintió y señaló.

—Cantarán todas —dijo el sacerdote—, entonces podrás elegir rápidamente a la que te parezca que tiene la voz más dulce. —Hizo una seña a las mujeres y cantaron de inmediato. Yo solo pude entender un par de palabras de su canción, pero sus voces aniñadas eran alegres y felices. Las que llevaban instrumentos los tocaban con ahínco.

—Ella —dijo Muslak.

—¿La que tiene el laúd?

Muslak dudó.

—No, la que está a su lado.

El sacerdote hizo un gesto.

—Ven, Neht-nefret.

Se acercó sonriente y cogió a Muslak de la mano.

—Este comerciante va a Mennufer en su propio barco —le explicó el sacerdote—. Cuando haya terminado sus negocios allí regresará aquí. Serás su esposa hasta que regreséis.

Neht-nefret dijo con suavidad:

—Lo entiendo, sagrado. —Es una mujer muy alta, ciertamente, pero no más alta que algunas otras.

La mujer que llevaba el laúd, algo más baja, quizá dos veces la longitud de mi pulgar, también se acercó, me cogió del brazo y frotó su suave costado contra mí.

—Ese comerciante no desea ninguna esposa —dijo el sacerdote con severidad.

—Es un soldado, no un comerciante como yo —le explicó Muslak—. Es de Sidón. —Se volvió hacia mí—. Lewqys, dijiste que no querías una.

—Yo quiero un marido atractivo —declaró la joven mujer que llevaba el laúd—, y me gustaría visitar Mennufer, y todos los grandes lugares que hay a lo largo del río. —Fingió hablar con Muslak, pero me miraba por el rabillo de los ojos pintados con khol. Todos lo perfumes de un jardín llenaron mis fosas nasales.

El sacerdote negó con la cabeza, con un poco de tristeza, o eso me pareció a mí.

—Debes regresar, Myt-ser'eu.

Estaba intentando entender el significado de su nombre cuando vi el broche de la banda de su pelo. Era la cabeza de un gato.

—Quiere ir porque voy yo —le dijo Neht-nefret a Muslak—. Somos amigas. Puedes tenernos a las dos, si quieres. A mi no me importa.

El sacerdote asintió.

—Podrás, por otra moneda como la primera.

—Pero no esta —dije yo—. Quiero esta para mí. Dale a este hombre sagrado otro dárico, Muslak.

Myt-ser'eu se rió.

Muslak lo hizo y me dijo que me debía mucho más que aquello.