He estado reflexionando mucho sobre lo que ocurrió a continuación y he llegado a la conclusión de que tenía que suceder y que hubiese ocurrido de un modo u otro, en uno u otro momento, aunque el señor Turkle hubiera despertado a McMurphy y a las dos chicas y les hubiera hecho salir de la galería según lo previsto. La Gran Enfermera habría descubierto de algún modo lo que había pasado, tal vez simplemente por la expresión del rostro de Billy, y habría hecho exactamente lo mismo que hizo, tanto si McMurphy seguía allí como si no, y él se habría enterado y habría vuelto.
Habría tenido que volver, porque le habría sido tan imposible quedarse fuera del hospital y seguir jugando al póquer en Carson City o en Reno o en cualquier otro lugar y permitir que la Gran Enfermera tuviera la última palabra y ganase el último asalto, como le habría sido imposible permitirle salirse con la suya bajo sus propias narices. Era como si se hubiera comprometido a jugar hasta el final y no hubiera manera posible de anular ese compromiso.
En cuanto empezamos a saltar de la cama y a deambular por la galería, el relato de lo ocurrido empezó a propagarse como un incendio forestal de murmuraciones.
—¿Tenían qué? —preguntaban los que no habían tomado parte—. ¿Una prostituta? ¿En el dormitorio? Cielos.
Los otros les explicaban que no sólo una prostituta, sino también una borrachera de padre y muy señor mío. McMurphy tenía pensado sacar a la chica antes de que llegara el equipo de día, pero no se despertó.
Los que habían participado en la juerga empezaron a comentarlo con una especie de pausado orgullo y admiración, como suele hablar la gente que ha presenciado el incendio de un gran hotel o el desbordamiento de una presa —muy solemne y respetuoso porque aún no se han contabilizado las víctimas—, pero a medida que iban charlando, comenzaba a disiparse la solemnidad de los chicos. Cada vez que la Gran Enfermera y sus activos negros descubrían algo nuevo, como la botella vacía de jarabe para la tos o la flotilla de sillas de ruedas, aparcadas en un extremo del pasillo como caballitos vacíos en un parque de atracciones, súbita y claramente venía a la memoria otra parte de la noche, que sería descrita a los que no habían tomado parte y saboreada por los que habían estado presentes. Los negros nos habían conducido en tropel a la sala de estar. Crónicos y Agudos, todos mezclados en una excitada confusión. Los dos viejos Vegetales estaban sentados, muy hundidos bajo sus cobijas, y abrían y cerraban los ojos y las mandíbulas. Todos íbamos aún en pijama y zapatillas, excepto McMurphy y la chica; ella estaba vestida, a excepción de los zapatos y las medias de nylon, que ahora le colgaban de un hombro, y él llevaba sus calzoncillos negros con la ballena blanca. Se habían sentado muy juntos en un sofá, con las manos enlazadas. La chica había vuelto a dormirse, y McMurphy se apoyaba contra ella con una sonrisa adormilada.
A pesar nuestro, la solemne preocupación iba cediendo paso a la alegría y el humor. Cuando la enfermera descubrió el montón de pastillas que Harding había rociado sobre Sefelt y la chica, empezamos a emitir gruñidos y bufidos para no soltar la carcajada, y cuando por fin descubrieron al señor Turkle en el armario de la ropa blanca y le hicieron salir, parpadeando y gruñendo, enredado en cien metros de jirones, como una momia con resaca, ya nos estábamos desternillando. La Gran Enfermera acogía nuestro buen humor sin rastro de sonrisas; cada carcajada era embutida garganta abajo y empezamos a pensar que de un momento a otro estallaría como una vejiga.
McMurphy tenía una pierna desnuda colgando sobre el borde del sofá, se había bajado la gorra para que la luz no hiriera sus ojos enrojecidos, y se pasaba constantemente la lengua por los labios, una lengua que parecía barnizada con el jarabe para la tos. Se le veía mareado y horrorosamente cansado y se llevaba continuamente las manos a las sienes y bostezaba, pero aunque parecía sentirse muy mal, conservaba la sonrisa, y un par de veces incluso soltó una carcajada ante lo que iba descubriendo la enfermera.
Cuando esta se fue a telefonear al Edificio Principal para notificarles la dimisión del señor Turkle, este y Sandy aprovecharon la oportunidad para abrir el candado de la reja, dijeron adiós a todos con la mano y desaparecieron campo a través, tropezando y resbalando sobre la húmeda hierba que brillaba bajo el sol.
—No le ha vuelto a echar llave —le dijo Harding a McMurphy—. Sal. ¡Vete con ellos!
McMurphy soltó un gruñido y abrió un ojo tan sanguinolento como un huevo fecundado.
—¿Estás bromeando? No podría meter la cabeza por esa ventana, y menos aún el cuerpo.
—Amigo, creo que no comprendes el alcance…
—Harding, vete al diablo con tu palabrería; lo único que comprendo perfectamente esta mañana es que aún estoy medio borracho. Y mareado. A decir verdad, creo que a ti también te dura la borrachera. Y tú, Jefe; ¿sigues borracho?
Dije que aún tenía la nariz y las mejillas insensibles.
McMurphy hizo un gesto de asentimiento y volvió a cerrar los ojos; cruzó las manos sobre el pecho y resbaló en su asiento con la barbilla hundida en el cuello. Chasqueó los labios y sonrió como si estuviese descabezando un sueñecito.
—Macho —dijo—, a todos les dura aún la borrachera.
Harding seguía preocupado. Continuó insistiendo que lo mejor para McMurphy sería vestirse, pronto, mientras el viejo Ángel de Piedad estaba ahí dentro, telefoneando al doctor por segunda vez para comunicarle las atrocidades que acababa de descubrir, pero McMurphy aseguró que no había por qué ponerse tan nervioso; no estaba peor que antes, ¿verdad?
—Ya he aguantado su peor ofensiva —dijo.
Harding se llevó las manos a la cabeza y se retiró, anunciando la catástrofe.
Uno de los negros advirtió que la reja estaba abierta, le echó la llave, se fue a buscar la lista a la Casilla de Enfermeras, y empezó a leer nombres en voz alta y a hacerles una señal, a medida que localizaba a los correspondientes pacientes. La lista está ordenada alfabéticamente pero al revés, para desconcertar, así que no llegó a las Bés hasta el final. Recorrió toda la sala de estar con la mirada sin mover el dedo del último nombre de la lista.
—Bibbit. ¿Dónde está Billy Bibbit? —Tenía los ojos muy abiertos. Estaba pensando que Billy se había escapado bajo sus propias narices y que tal vez nunca conseguiría darle alcance—. ¿Alguien ha visto salir a Billy Bibbit, desgraciados?
Esto nos recordó dónde estaba Billy y empezaron de nuevo los susurros y las risas.
El negro se fue hacia la casilla y vimos cómo se lo explicaba a la enfermera. Ella depositó el auricular de un porrazo y se dirigió a la puerta con el negro pisándole los talones; un rizo de cabello se le había escapado de debajo de la cofia blanca y había caído sobre su rostro como ceniza húmeda. Tenía la frente y la nariz perladas de sudor. Nos preguntó que a dónde había ido el fugitivo. Le respondió un coro de risas, y sus ojos escudriñaron a los hombres, uno a uno.
—¿Bueno? ¿No se ha ido, verdad? Harding, sigue aquí… en la galería, ¿no es cierto? Respóndame. ¡Sefelt, responda!
Acompañaba cada palabra de una penetrante mirada, que se clavaba en los rostros de los hombres, pero estos eran inmunes al veneno de sus dardos. Sostenían su mirada; sus muecas eran un remedo de la antigua sonrisa confiada que ya había perdido.
—¡Washington! ¡Warren! Acompáñenme.
Nos levantamos y los seguimos, mientras los tres procedían a abrir la puerta del laboratorio, de la sala de baños, del despacho del doctor. Scanlon se cubrió la sonrisa con la mano nudosa y murmuró:
—Vaya bromita para el viejo Billy. —Todos asentimos—. Y pensándolo bien no sólo será una broma para Billy; ¿recordáis quién está allí?
La enfermera llegó a la puerta del Cuarto de Aislamiento, en el extremo del pasillo. Todos nos acercamos a mirar, agolpándonos para echar un vistazo por encima de las cabezas de la Gran Enfermera y los dos negros, mientras ella abría la cerradura y daba un vigoroso empujón a la puerta. La habitación sin ventanas estaba oscura. Se oyó un chillido y un meneo en la oscuridad y la enfermera extendió la mano y proyectó la luz sobre Billy y la chica, que parpadeaban sobre el colchón instalado en el suelo, como dos lechuzas en su nido. La enfermera ignoró el coro de carcajadas a sus espaldas.
—¡William Bibbit! —Hizo un enorme esfuerzo por sonar fría y severa—. ¡William… Bibbit!
—Buenos días, señorita Ratched —dijo Billy, sin ni siquiera hacer el gesto de levantarse y abrocharse el pijama. Cogió la mano de la chica y sonrió—. Esta es Candy.
La lengua de la enfermera cloqueó en su garganta.
—Oh, Billy, Billy, Billy… estoy tan avergonzada de ti.
Billy aún no estaba lo suficientemente despierto para responder gran cosa a sus reproches y la chica buscaba las medias bajo el colchón, con movimientos lentos y cálidos, después del buen sueño. En un momento determinado interrumpió su soñolienta búsqueda, levantó los ojos y sonrió en dirección a la glacial figura de la enfermera, allí, de pie, con los brazos cruzados, después se palpó para comprobar si tenía el jersey abrochado y luego volvió a tirar de la media, atrapada entre el colchón y las baldosas. Los dos se movían como gatos después de un hartazgo de leche caliente, desperezándose al sol; supuse que también a ellos les duraba la borrachera.
—Oh, Billy —dijo la enfermera, como si estuviera a punto de deshacerse en lágrimas de pura decepción—. Una mujer como esta. ¡Barata! ¡Ordinaria! ¡Pintada! ¡Una…!
—¿Cortesana? —sugirió Harding—. ¿Jezabel?
La enfermera se volvió e intentó paralizarle con la mirada, pero él continuó tan tranquilo.
—¿No Jezabel? ¿No? —Se rascó la cabeza pensativo—. ¿Qué le parece Salomé? A lo mejor la palabra que buscaba era «dama». Bueno, sólo pretendía ayudar.
Ella volvió a encararse con Billy. Este se había concentrado en el esfuerzo de ponerse de pie. Se dio la vuelta y se puso de rodillas, con el trasero levantado como una vaca cuando se incorpora, luego estiró los brazos con las manos apoyadas, después apoyó un pie en el suelo, luego el otro y se irguió. Parecía satisfecho de haberlo conseguido, como si ni siquiera nos hubiera visto, amontonados en la puerta, chanceándonos y dándole ánimos.
El griterío y las risas se arremolinaban en torno a la enfermera. Ella paseaba la mirada de Billy y la chica a nuestro grupo que se agolpaba a sus espaldas. El rostro de plástico y esmalte se desmoronaba. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo de concentración para calmar sus temblores. Sabía que había llegado el momento. Cuando volvió a levantar los párpados, los ojos aparecieron muy diminutos e inmóviles.
—Lo que me preocupa, Billy —dijo, y advertí el cambio en su voz—, es cómo se lo tomará tu pobre madre.
Recibió la reacción que buscaba. Billy se estremeció y se llevó la mano a la mejilla como si se la hubieran quemado con ácido.
—La señora Bibbit siempre estuvo tan orgullosa de tu discreción. Lo sé. Esto será un golpe terrible para ella. Ya sabes cómo se pone cuando se altera, Billy; ya sabes cuan enferma puede ponerse la pobre mujer. Es muy sensible. Especialmente en lo referente a su hijo. Siempre hablaba de ti con tanto orgullo. Si…
—¡Noo! ¡Noo! —Su boca se movió sin lograr emitir ni un sonido. Agitó la cabeza, en gesto de súplica—. ¡No tiene qu-qu-qu-que ha-ha-hacerlo!
—Billy, Billy, Billy —dijo ella—. Tu madre y yo somos viejas amigas.
—¡No! —clamó él. Su voz rasgó las blancas paredes desnudas del Cuarto de Aislamiento. Levantó la mandíbula, gritándole a la luz que brillaba en el techo—. ¡N-n-no!
Nuestras risas se interrumpieron en seco. Observamos cómo Billy se dejaba caer al suelo, con la cabeza echada hacia atrás y las rodillas dobladas. Se pasaba la mano arriba y abajo por la pernera verde del pantalón. Su cabeza temblaba de terror, como un niño al que han amenazado con una azotaina en cuanto hayan cortado la vara. La enfermera le tocó en el hombro para consolarlo. El contacto lo hizo estremecer como si fuera un golpe.
—Billy, no quiero que ella piense algo así de ti… ¿pero qué debo pensar?
—N-n-no se lo di-di-di-diga, Se-se-señorita Ratched. No-no-no…
—Billy, tengo que decírselo. Me horroriza la idea de que hayas podido hacer algo así, pero, la verdad, ¿qué puedo pensar? Te encuentro aquí, con esa clase de mujer.
—¡No! No lo hi-hi-hice. Estaba… —Se volvió a llevar la mano a la mejilla y se le quedó allí pegada—. Fue ella.
—Billy, esta chica no puede haberte arrastrado aquí por la fuerza. —Movió la cabeza—. Compréndelo, me gustaría pensar de otro modo… por el bien de tu madre.
La mano se deslizó mejilla abajo, dejando un rastro de largas señales rojas.
—Fue ella. —Miró a su alrededor—. ¡Y M-M-McMurphy! Él fue. ¡Y Harding! ¡Y to-to-todos los demás! ¡Se bu-bu-burlaron, me llamaron cosas!
Tenía el rostro fijo en el de ella. No miraba a uno ni otro lado, sólo directamente al frente, a la cara de la enfermera, como si allí tuviera una luz en vez de facciones, un hipnotizador reflector blanco, azul y anaranjado. Tragó saliva y esperó a que ella dijera algo, pero la enfermera no habló, estaba recuperando su pericia, su fantástica capacidad mecánica había analizado la situación y le decía que debía limitarse a callar.
—¡Me o-o-o-obligaron! ¡Se-señorita Ratched, me o-o-o…!
Ella apartó el reflector y el rostro de Billy se desplomó con sollozos de alivio. Le puso una mano en el cuello y atrajo su mejilla hacia su pecho almidonado, acariciándole el hombro mientras lanzaba una lenta, despectiva mirada a nuestro grupo.
—No te preocupes, Billy. No te preocupes. Nadie te hará nada más. No te preocupes. Yo se lo explicaré a tu madre.
Nos atravesó con la mirada mientras seguía hablando. Resultaba extraño oír aquella voz, suave, acariciante y cálida, en aquel rostro duro como la porcelana.
—Está bien, Billy. Ven conmigo. Puedes esperar aquí, en el despacho del doctor. No hay ningún motivo para que permanezcas en la sala de estar con estos… amigos tuyos.
Lo condujo al despacho, mientras le acariciaba la cabeza inclinada y decía:
—Pobre chico, pobre chiquillo —y nosotros fuimos emprendiendo la retirada por el pasillo, en silencio, y nos sentamos en la sala de estar sin mirarnos ni decir palabra. McMurphy fue el último en tomar asiento.
Al otro lado, los Crónicos dejaron de removerse y comenzaban a acomodarse en sus respectivos huecos. Miré a McMurphy de soslayo, procurando que no se notara demasiado. Estaba instalado en su silla del rincón, tomándose un segundo de respiro antes del inicio del próximo asalto… dentro de una larga serie de próximos asaltos. La cosa contra la que luchaba nunca podía considerarse definitivamente vencida. La única posibilidad era golpearla y golpearla, hasta que uno quedaba sin fuerzas y otro tenía que ocupar su lugar.
Se oyeron nuevos telefonazos en la Casilla de las Enfermeras y varias autoridades aparecieron para echar un vistazo al cuerpo del delito. Cuando por fin se presentó el doctor en persona, todos lo miraron como si él hubiera planificado todo eso, o al menos lo hubiera tolerado y autorizado. Se le veía pálido y tembloroso bajo aquellas miradas. Era evidente que ya estaba informado de casi todo lo ocurrido allí, en su galería, pero la Gran Enfermera volvió a exponérselo, con pausados y bien modulados detalles, para que nosotros también pudiéramos oírlo. Y esta vez con compostura, con solemnidad, sin murmurar y reír por lo bajo mientras ella hablaba. El doctor asentía, jugueteaba con las gafas y parpadeaba, con unos ojos tan llorosos que pensé que debía salpicarla. Ella acabó el discurso hablando de Billy y de la trágica experiencia por la que habíamos hecho pasar al pobre chico.
—Lo he dejado en su despacho. A juzgar por su presente estado, le sugeriría que fuese a verle de inmediato. Ha sufrido una terrible experiencia. Me estremezco sólo de pensar en el daño que deben haberle hecho a ese pobre chico.
Esperó hasta que el doctor también se estremeció.
—Creo que debería ir a ver si puede hablar con él. Necesita mucha comprensión. Está en un estado lastimoso.
El doctor bajó la cabeza y se alejó en dirección a su despacho. Lo seguimos con la mirada.
—Mac —dijo Scanlon—. Oye… no creerás que ninguno de nosotros se ha tragado esas estupideces, ¿verdad? Es una lástima, pero todos sabemos quién tiene la culpa… no te culpamos a ti.
—No —dije—, ninguno de nosotros te culpa. —Y hubiera querido que me arrancaran la lengua en cuanto advertí el modo como me miró. Cerró los ojos y se relajó. Como si esperara algo, eso parecía. Harding se levantó y se le acercó, y acababa de abrir la boca para decir algo, cuando el grito del doctor, al otro extremo del pasillo, llenó todos los rostros de horror y súbita clarividencia.
—¡Enfermera! —gritó el doctor—. ¡Cielos, enfermera!
Ella corrió, y los tres negros corrieron, pasillo abajo, hacia donde el doctor gritaba. Pero ni un paciente se levantó. Sabíamos que ya no podíamos hacer nada excepto quedarnos quietos y esperar que ella regresara a la sala de estar para comunicarnos lo que todos de antemano ya sabíamos que tenía que suceder, irremediablemente.
Ella se fue derecha hacia McMurphy.
—Se ha cortado la garganta —dijo. Esperó que él dijera algo. McMurphy no levantó los ojos—. Abrió el escritorio del doctor, encontró unos instrumentos y se cortó la garganta. El pobre desgraciado, incomprendido muchacho se ha suicidado. Está ahí, en la silla del doctor, degollado.
Esperó de nuevo. Pero él seguía sin levantar los ojos.
—Primero Charles Cheswick y ahora ¡William Bibbit! Supongo que por fin estará satisfecho. Jugando con vidas humanas —arriesgando vidas humanas— ¡como si se creyera Dios!
Dio media vuelta, se dirigió a la Casilla de las Enfermeras y cerró la puerta tras ella, y en el aire quedó flotando un agudo, estremecedor sonido que rebotó en los tubos de neón sobre nuestras cabezas.
Por un momento me cruzó por la mente la idea de intentar detenerlo, de convencerlo de que se contentara con lo ya ganado y la dejara vencer en el último asalto, pero otra idea, más poderosa, anuló por completo la primera. De pronto comprendí con meridiana claridad que ni yo ni ninguno de nosotros diez podría detenerlo. Que ni las buenas palabras de Harding, ni mi mano agarrándolo por detrás, ni las sentencias del viejo coronel Matterson, ni los tirones de Scanlon, ni todos nosotros juntos podríamos hacerle frente y detenerlo.
No podíamos detenerlo porque éramos nosotros quienes le empujábamos a hacerlo. No era la enfermera quien le obligaba, era nuestra necesidad que le impelía a levantarse lentamente del asiento, que le empujaba, le hacía ponerse en pie y quedarse allí, como uno de esos autómatas de las películas, obedeciendo las órdenes que le transmitían cuarenta amos. Nosotros lo habíamos hecho seguir en la liza durante semanas, lo habíamos mantenido en pie mucho después de que sus pies y sus piernas ya hubieran cedido, semanas de obligarle a guiñar y sonreír y reír y continuar su comedia, mucho después de que su humor estuviera agostado entre dos electrodos.
Lo vimos ponerse de pie, subirse los calzones negros a modo de mandil de cuero, y ladearse la gorra como si fuera un gran sombrero vaquero, con gestos lentos, mecánicos; y cuando cruzó la sala, se oyó claramente el rechinar del hierro de sus talones descalzos sobre las baldosas.
Sólo al final —después de que derribara la puerta de cristal de un golpe, y ella agitara salvajemente el rostro y el terror destruyera para siempre cualquier otra expresión que pudiera intentar adoptar en el futuro, y lanzara un chillido cuando él la agarró y le desgarró el uniforme de arriba abajo por delante, y lanzara otro chillido cuando los dos círculos con los pezones salieron proyectados de su pecho y comenzaron a hincharse, hincharse, mucho más de lo que nadie nunca había podido imaginar, cálidos y sonrosados bajo la luz— sólo al final, después de que los funcionarios comprendieran que los tres negros no harían nada excepto quedarse allí mirando y que ellos tendrían que reducirlo sin su ayuda, y los doctores, supervisoras y enfermeras desprendieran los gruesos dedos rojos de la blanca carne de la garganta de la enfermera, cual si fueran sus vértebras cervicales, y lo apartaran de ella con un ruidoso jadeo simultáneo, sólo entonces dio señales de que tal vez podría ser algo más que un hombre sano, voluntarioso y cabezota, empeñado en realizar una dura tarea que debía concluirse, le gustase o no.
Por fin cayó de espaldas y pudimos ver un momento su rostro antes de que se le echaran encima un montón de uniformes blancos, y gritó a todo pulmón.
Un grito de animal acorralado lleno de miedo, odio, derrota y desafío, un grito que, si han seguido alguna vez el rastro de un mapache, un puma o un lince, es como el último sonido que emite el animal acorralado, herido y caído cuando le atrapan los perros, cuando por fin ya no le importa nada excepto él mismo y su muerte.