Algunas veces me había pasado hasta dos semanas deambulando aturdido después de un tratamiento de shock, sumergido en esa bruma borrosa, confusa, que tanto se parece al final deshilvanado del sueño, esa zona grisácea entre la luz y la oscuridad, o entre el dormir y el caminar o el vivir o el morir, cuando sabemos que ya no estamos inconscientes pero aún no logramos discernir qué día es ni quiénes somos ni de qué sirve volver a todo eso… dos semanas así. Si uno no tiene un motivo que le impulse a despertarse puede pasarse largo tiempo vagabundeando por esa zona gris, pero descubrí, que si de verdad se desea, es posible salir inmediatamente de ella con un esfuerzo. En esta ocasión luché y conseguí salir en menos de un día, menos que nunca.
Y cuando por fin se disipó la niebla en mi cabeza, me produjo la misma impresión que si acabara de emerger de una larga, profunda zambullida, como si hubiera rasgado la superficie del agua después de permanecer sumergido durante un siglo. Fue el último tratamiento que me aplicaron.
A McMurphy le aplicaron tres electroshocks más esa semana. En cuanto comenzaba a emerger de uno, en cuanto recuperaba su guiño, aparecía la señorita Ratched con el doctor y le preguntaban si estaba dispuesto a mostrarse sensato, enfrentarse con su problema y regresar a la galería para un tratamiento. Y él se hinchaba, consciente de que todos los rostros de la galería de Perturbados estaban pendientes de sus palabras, y esperaba, y le decía a la enfermera que lamentaba no tener más que una vida que ofrecer a su país y que ni besándole el culo conseguiría hacerle abandonar el maldito buque. ¡Noo!
Luego se ponía en pie y hacía un par de reverencias en dirección a los muchachos que le sonreían, mientras la enfermera acompañaba al doctor a la casilla para telefonear al Edificio Principal autorizando un nuevo tratamiento.
Una vez, cuando la enfermera se disponía a marcharse, la agarró por detrás y le dio un pellizco que tiño su rostro de un rojo tan intenso como el cabello de McMurphy. Creo que de no haber estado presente el doctor, sonriendo también para sus adentros, la enfermera le habría dado un bofetón.
Intenté convencerle de que le siguiera la corriente para escapar a los electroshocks, pero se limitó a reír y me dijo: Qué diablos, si sólo le recargaban la batería, y gratis.
—Cuando salga de aquí, la primera mujer que se enfrente con McMurphy el Rojo, el psicópata de diez mil watios, se encenderá como una máquina tragaperras y escupirá dólares de plata. No, no me asusta su ridículo cargador de batería.
Insistía en que no le hacía daño. Incluso se negaba a tomar sus cápsulas. Cada vez que el altavoz anunciaba que no debía desayunar y que comenzara a prepararse para ir al Edificio Número Uno, se le contraían los músculos de la quijada, se le iba el color de la cara y adquiría una expresión débil y asustada: el mismo rostro que había visto reflejado en el parabrisas cuando regresábamos de la costa.
Dejé la galería de Perturbados para regresar a la nuestra al cabo de una semana. Quería decirle un montón de cosas antes de partir, pero acababa de regresar de la Sala de Shocks y estaba sentado con los ojos fijos en la pelota de ping-pong como si los tuviera conectados a ella con un alambre. El enfermero de color y el rubio me llevaron abajo, me condujeron hasta nuestra galería y echaron la llave tras de mí. La galería me pareció terriblemente silenciosa después de la de Perturbados. Entré en la sala de estar y, por algún motivo, me detuve en la puerta; todos se volvieron hacia mí con una mirada distinta de las que solían echarme antes. Sus rostros se iluminaron como si estuvieran contemplando las luces de un escenario de feria.
—Y aquí, ante sus ojos —voceó Harding—, ¡…el salvaje que le rompió el brazo… al negro! Mírenlo bien.
Les devolví la sonrisa, mientras pensaba en cómo se debió sentir McMurphy todos aquellos meses con esas caras chillonas mirándole de ese modo.
Todos los chicos se acercaron y querían que les explicase todo lo ocurrido; ¿qué tal se las estaba arreglando él allí arriba? ¿Qué hacía? ¿Era cierto lo que se murmuraba en el gimnasio, que le habían estado sometiendo a tratamientos diarios de Electroshock y que le resbalaban como si fuesen agua, que se dedicaba a hacer apuestas con los técnicos a ver cuánto rato conseguiría mantener abiertos los ojos después de que le tocasen los polos?
Les expliqué todo lo que sabía y nadie pareció darle importancia al hecho de que de pronto estuviera hablando con la gente… un tipo al que habían dado por sordomudo desde que le conocían y ahora hablaba y escuchaba como todo el mundo. Les dije que todo lo que habían oído era cierto y añadí un par de anécdotas de mi propia cosecha. Rieron tanto al oír algunas de las cosas que le había dicho a la enfermera que los dos Vegetales también sonrieron bajo sus sábanas húmedas, en el lado de los Crónicos, y se unieron a las risas, como si pudieran comprenderlo.
Cuando la enfermera en la reunión de grupo del día siguiente trajo a colación el tema del paciente McMurphy y comentó que, por algún motivo fuera de lo corriente, no parecía responder en absoluto al tratamiento de Electroshock y que tal vez fuera preciso recurrir a medios más drásticos para conseguir establecer contacto con él, Harding dijo:
—Es posible que tenga razón, señorita Ratched, sí… pero por lo que me han contado de sus relaciones con McMurphy ahí arriba, no ha tenido ningún problema para establecer contacto con usted.
Quedó tan desconcertada y confundida al advertir que todos se estaban burlando de ella, que no volvió a mencionar el asunto.
Comprendió que McMurphy se había crecido más que nunca desde que estaba allí arriba, donde los chicos no podían ver la mella que estaban haciendo en él, que estaba empezando a convertirse casi en una leyenda. Es imposible descubrir las flaquezas de un hombre al que no se ve, decidió, y comenzó a urdir planes para volverle a traer a nuestra galería. Suponía que entonces los hombres podrían ver con sus propios ojos que McMurphy podía ser tan vulnerable como cualquier otro. No podría continuar representando su papel de héroe mientras permaneciera todo el día sentado en la sala de estar, sumido en el estupor del shock.
Los muchachos lo previeron y también comprendieron que, mientras lo tuviera en la galería expuesto a sus miradas, la enfermera le aplicaría un Electroshock en cuanto consiguiera recuperarse del anterior. En vista de lo cual, Harding, Scanlon, Fredrickson y yo discutimos la manera de convencerle de que lo mejor para todos sería que huyese del hospital. Y el sábado, cuando lo devolvieron a la galería —entró en la sala de estar como un boxeador en el ring, con las manos unidas sobre la cabeza y anunciando que había vuelto el campeón— ya teníamos trazado nuestro plan. Esperaríamos a que anocheciera, le prenderíamos fuego a un colchón y, cuando vinieran los bomberos, le haríamos salir rápidamente por la puerta. Parecía un plan tan estupendo que no veíamos cómo podría negarse.
Pero no habíamos pensado en que ese era el día en que había quedado en que haría entrar a la chica, Candy, para una entrevista secreta con Billy.
Lo trajeron a la galería sobre las diez de la mañana.
—En plena forma, amigos; me revisaron las bujías y me limpiaron los platinos y estoy reluciente como la mecha de un Modelo T. ¿Nunca usasteis uno de esos cohetes la víspera de Todos los Santos? ¡Zam! Un inocente y divertido pasatiempo.
Y comenzó a pavonearse por la galería, más fuerte que nunca; volcó un cubo de agua sucia por debajo de la puerta de la Casilla de las Enfermeras, depositó un trocito de mantequilla en la punta de los zapatos de cuero blanco del negro bajito, sin que este lo advirtiera, y estuvo tragándose la risa durante toda la comida, mientras la mantequilla se iba derritiendo hasta dejar una mancha de un color que Harding describió como «un atractivo amarillo»; más fuerte que nunca, y cada vez que pasaba cerca de una estudiante de enfermera, esta daba un gritito, ponía los ojos en blanco y se alejaba a paso rápido por el pasillo, con una mano en la nalga.
Le expusimos nuestro plan de fuga, pero nos dijo que no había prisa y nos recordó la cita de Billy.
—No podemos defraudar al pobre Billy ¿no os parece, amigos? No ahora que está a punto de conseguir el gran premio. Y esta noche nos pegaremos una linda juerga si todo sale bien; digamos que será mi fiesta de despedida.
La Gran Enfermera estaba de turno ese fin de semana —no quería perderse el regreso de McMurphy— y decidió que debíamos celebrar una reunión para aclarar algunas cosas. En la reunión intentó plantear una vez más su sugerencia de una medida drástica e insistió en que el doctor debía considerar esa posibilidad «antes de que fuera demasiado tarde para ayudar al paciente». Pero McMurphy se había convertido en tal torbellino de guiños y bostezos y eructos mientras ella hablaba, que por fin optó por callar y, cuando así lo hizo, él provocó ataques de risa al doctor y a todos los pacientes al manifestar su conformidad con todo lo que acababa de exponer la enfermera.
—Sabe que tal vez tenga razón, doctor; mire qué bien me han sentado esos pocos roñosos voltios. A lo mejor si doblan la potencia podré sintonizar el canal ocho, como Martini; estoy harto de permanecer tendido en la cama alucinando sólo el canal cuatro con las noticias y el pronóstico del tiempo.
La enfermera carraspeó e intentó recuperar el control de la reunión.
—Yo no estaba sugiriendo que considerásemos nuevos tratamientos de shock, señor McMurphy.
—¿Señora?
—Lo que sugería era que… considerásemos una posible operación. Algo muy simple, en realidad. Y contamos con algunos éxitos en este campo, en otras ocasiones conseguimos eliminar las tendencias agresivas en algunos casos hostiles…
—¿Hostiles? Pero, señora, si soy manso como un corderito. Hace casi dos semanas que no le sacudo el alquitrán a ningún enfermero. No hay motivo para empezar a extirpar nada ¿no les parece?
Ella mantuvo la sonrisa, como si le rogara que comprendiese su simpatía por él.
—Randle, no es cuestión de extir…
—Además —prosiguió él—, no le serviría de nada cortármelos; tengo otro par en la mesita de noche.
—¿Otro… par?
—Uno es del tamaño de una pelota de baloncesto, doctor.
—¡Señor McMurphy!
Su sonrisa se rompió en mil pedazos cuando comprendió que se estaba burlando de ella.
—Pero el otro tiene unas dimensiones que podrían considerarse normales.
Siguió charlando de este modo hasta que llegó la hora de acostarnos. A estas alturas en la galería ya empezaba a respirarse un ambiente jovial, de fiesta mayor, mientras los hombres comentaban en voz baja la posibilidad de celebrar una fiesta si la chica traía alcohol. Todos intentaban atraer la atención de Billy y le guiñaban el ojo y le sonreían cada vez que se volvía. Y cuando formamos la fila para recibir los medicamentos, McMurphy se acercó y le preguntó a la enfermera del crucifijo y la mancha de nacimiento si podía darle un par de vitaminas. Ella le miró sorprendida, le respondió por qué no y le dio unas pastillas del tamaño de huevos de pajarito. Él se las guardó en el bolsillo.
—¿No va a tomárselas? —preguntó ella.
—¿Yo? No, válgame Dios, yo no necesito vitaminas. Se las he pedido para mi amigo Billy. Últimamente le veo un poco decaído… debe ser anemia.
—Entonces… ¿por qué no se las da a Billy?
—Lo haré, preciosa, lo haré, pero creo que esperaré hasta medianoche que es cuando le harán verdadera falta… —y se alejó en dirección al dormitorio con un brazo en torno al cuello ruborizado de Billy, haciéndole un guiño a Harding y hundiéndome un dedo en las costillas al pasar, y la enfermera se quedó con los ojos desorbitados, vertiéndose el agua de la jarra sobre un pie.
Es preciso conocer a Billy Bibbit: pese a tener el rostro surcado de arrugas y algunas canas, sigue pareciendo un chiquillo —igual que uno de esos pilletes de prominentes orejas, cara pecosa y dientes de conejo que se pasean silbando descalzos por los calendarios—, y sin embargo no era así, en absoluto. Al verlo de pie junto a alguno de los otros, siempre sorprendía comprobar que era tan alto como el que más y que, mirándolo bien, no tenía grandes orejas ni pecas ni dientes de conejo y que, en realidad, debía tener unos treinta y pico de años.
Sólo una vez le oí decir su edad, lo escuché de lejos, cuando hablaba con su madre en el vestíbulo. Ella era recepcionista en el hospital, una mujer fornida, entrada en carnes, cuyos cabellos pasaban del rubio, al azul, al negro y otra vez al rubio, cada pocos meses, una vecina de la Gran Enfermera, según había oído, y una buena amiga. Siempre que nos dirigíamos a alguna actividad, Billy tenía que detenerse un momento y ofrecerle una mejilla encarnada para que ella pudiera estamparle un beso por encima del mostrador. Los demás nos sentíamos tan incómodos como Billy, y este es el motivo de que nadie hiciera bromas al respecto, ni siquiera McMurphy.
Una tarde, ya no recuerdo cuánto tiempo hace de eso, nos detuvimos en el vestíbulo, camino de las actividades, y nos distribuimos por los sofás de plástico o afuera, bajo el sol de las dos, mientras uno de los negros telefoneaba a su corredor de apuestas, y la madre de Billy aprovechó la ocasión para dejar su trabajo y llevárselo fuera sobre la hierba, muy cerca de donde estaba sentado yo. Se sentó muy tiesa sobre el césped, con el traje muy apretado, estiró las piernas gordezuelas, enfundadas en medias que me recordaron el color de la tripa de los embutidos, y Billy se tendió a su lado, apoyó la cabeza en su regazo y dejó que ella le acariciara la oreja con un vilano de diente de león. Billy hablaba de buscarse una esposa y de ir algún día a la universidad. Su madre le hacía cosquillas con el vilano y se reía de esas tonterías.
—Pero, cariño, aún te queda mucho tiempo para pensar en eso. Tienes toda una vida por delante.
—Madre, ¡tengo t-t-t-treinta años!
Ella se rio y le hurgó la oreja con la semilla.
—Cariño, ¿parezco acaso la madre de un hombre de mediana edad?
Arrugó la nariz y frunció los labios ante sus ojos y emitió un sonido como de beso húmedo con la lengua, y yo tuve que reconocer que no parecía ni tan solo una madre. Yo mismo no creí que podía tener treinta y un años hasta que, en otra ocasión, me acerqué lo suficiente y conseguí descifrar la fecha de nacimiento que llevaba grabada en la pulsera.
A medianoche, cuando Geever, el otro negro y la enfermera terminaron su turno, y el viejo de color, el señor Turkle, comenzó su guardia, McMurphy y Billy ya estaban levantados, tomando vitaminas, supuse. Salté de la cama, me eché una bata encima y me dirigí a la sala de estar, donde ya estaban charlando con el señor Turkle. Harding, Scanlon, Sefelt y algunos otros también fueron apareciendo. McMurphy le explicaba al señor Turkle lo que debía hacer si venía la chica; en realidad se lo recordaba, pues al parecer ya lo habían discutido todo de antemano un par de semanas atrás. McMurphy dijo que lo mejor era dejar entrar a la chica por la ventana, en vez de correr el riesgo de hacerla atravesar el vestíbulo, donde podría estar la supervisora de noche. Y que luego debía abrir el Cuarto de Aislamiento. Sí, ¿no os parece que será un buen nido para los tórtolos? Perfectamente aislado. («Ahhh, McM-m-m-murphy», no paraba de tartamudear Billy.) Y no encender las luces. Así la supervisora no podría ver nada desde fuera. Y cerrar las puertas del dormitorio y no despertar a todos los Crónicos babeantes del lugar. Y no hacer ruido; no debemos molestarles.
—Ah, vamos, M-M-Mac —dijo Billy.
El señor Turkle asentía y bamboleaba la cabeza, como si estuviera medio dormido. Cuando McMurphy dijo:
—Supongo que eso es más o menos todo.
El señor Turkle replicó:
—No… no del todo —y se quedó sonriendo, con los ojos fijos en su blanco uniforme y la calva cabeza amarillenta flotando en el extremo del cuello, como un globo atado a un palito.
—Vamos, Turkle. No se arrepentirá. Traerá un par de botellas.
—Eso, eso —dijo el señor Turkle.
Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. Parecía costarle un gran esfuerzo mantenerse despierto. Había oído decir que tenía otro empleo durante el día, en un hipódromo. McMurphy se volvió hacia Billy.
—Turkle quiere sacarse algo más, Billy. ¿Cuánto pagarías por no perderte tu pastel?
Antes de que Billy consiguiera dejar de tartamudear para responder, el señor Turkle meneó la cabeza.
—No es eso. No quiero dinero. Esa preciosidad traerá algo más que una botella ¿no es verdad? Vosotros os partiréis algo más que una botella ¿no?
Lanzó una sonrisa a los rostros que le rodeaban.
Billy casi explotó en su esfuerzo por tartamudear algo de que no Candy, ¡no su chica! McMurphy se lo llevó a un lado y le dijo que no debía preocuparse por la castidad de su chica… lo más probable era que para cuando Billy acabase ese viejo tonto estaría tan borracho y dormido que no conseguiría meter una zanahoria en un barreño.
La chica se retrasó otra vez. Nos sentamos en la sala de estar, en bata, y escuchamos cómo McMurphy y el señor Turkle contaban anécdotas del Ejército mientras se pasaban un cigarrillo del señor Turkle, que fumaba de un modo curioso, reteniendo el humo hasta que se le saltaban los ojos. En cierto momento, Harding preguntó qué clase de cigarrillo era ese con un olor tan provocativo y el señor Turkle dijo en voz alta procurando retener el humo:
—Sólo un cigarrillo cualquiera. Ji, ji, sí. ¿Quieres probar un poco?
Billy empezaba a ponerse nervioso, temeroso de que tal vez la chica no se presentase, temeroso de que pudiera presentarse. No paraba de preguntarnos por qué no nos íbamos a acostar en vez de quedarnos sentados en la oscuridad como perros al acecho de algún resto de comida de la cocina, y nosotros sólo le sonreíamos. Nadie tenía ganas de acostarse; no hacía nada de frío y resultaba agradable relajarse en la penumbra y escuchar los relatos de McMurphy y el señor Turkle. Nadie parecía tener sueño y ni siquiera parecía preocuparnos que ya fuesen más de las dos y la chica aún no hubiera aparecido. Turkle sugirió que tal vez se estaba retrasando tanto porque la galería estaba tan oscura que no lograba distinguir cuál era, y McMurphy dijo que era evidente, así que los dos empezaron a recorrer los pasillos y encendieron todas las luces del lugar, incluso estaban a punto de encender las grandes luces del dormitorio, que hacen las veces de despertador, cuando Harding les explicó que eso sólo conseguiría despertar a los demás, que luego querrían compartirlo todo. Aceptaron este argumento y en vez de ello encendieron todas las luces del despacho del doctor.
Apenas habían terminado de iluminar la galería como si fuese pleno día cuando se oyó un golpecito en la ventana. McMurphy acudió corriendo y apretó la cara contra el cristal, protegiéndose los ojos con las manos para poder ver. Se apartó y nos sonrió.
—Está preciosa, en la oscuridad —dijo. Cogió a Billy por la muñeca y lo arrastró hacia la ventana—. Déjela entrar, Turkle. Deje que este semental embravecido se lance sobre ella.
—Un momento, McM-M-M-M-M-Murphy, espera.
Billy se resistía como una mula.
—Nada de mamamamamurphys, Billy. Es demasiado tarde para echarse atrás. Tendrás que apechugar. ¿Sabes una cosa? Te apuesto cinco dólares a que dejas pasmada a esa mujer; ¿conforme? Abra la ventana, Turkle.
Dos chicas aparecieron en la oscuridad, Candy y la otra que no se había presentado el día de la excursión.
—Caramba —exclamó Turkle, mientras las ayudaba a saltar— habrá bastante para todos.
Todos queríamos echarles una mano: tuvieron que levantarse hasta arriba las faldas estrechas, para poder saltar por la ventana. Candy dijo:
—Maldito McMurphy —y se lanzó a abrazarle con tanta fuerza que casi rompió las botellas que sostenía en las manos. Agitaba mucho las manos y el pelo empezaba a desprendérsele del moño que lucía en lo alto de la cabeza. Pensé que estaba mejor con la cola de caballo que llevaba el día de la excursión. Apuntó la botella en dirección a la otra chica que en ese momento entraba por la ventana.
—También ha venido Sandy. Acaba de dejar plantado a ese maníaco de Beaverton con quien se casó; ¿no es increíble?
La chica saltó de la ventana y besó a McMurphy y dijo:
—Hola, Mac. Siento haberte dejado plantado. Pero eso ya pasó. Llega un momento en que una se harta de bromitas de ratoncitos blancos en la almohada y gusanos en la crema de belleza y ranas en los sostenes. —Movió la cabeza y se pasó la mano por los ojos como si quisiera borrar el recuerdo del amigo de los animales—. Jesús, qué maníaco.
Las dos llevaban falda y jersey y medias de nylon y los pies descalzos, las dos tenían las mejillas encendidas y se reían.
—Tuvimos que pararnos a preguntar el camino miles de veces —explicó Candy—, en cada bar que encontrábamos.
Sandy nos fue mirando uno por uno con los ojos muy abiertos.
—Huuy, Candy, ¿estamos dentro? ¿Será verdad? ¿Estamos en un manicomio? ¡Vaya!
Era más alta que Candy y debía tener unos cinco años más, y había intentado peinar su cabello color bayo en un artístico moño en la nuca, pero algunas mechas se habían desprendido y le enmarcaban los anchos pómulos de niña criada con leche y parecía más bien una vaqueriza que intentase dárselas de gran dama. Tenía los hombros, los senos y las caderas demasiado anchos y su sonrisa era demasiado franca y abierta para poder considerarla hermosa, pero era bonita, se la veía sana y llevaba colgada de un largo dedo el asa de una garrafa de vino tinto que balanceaba como si fuese un bolso.
—Candy, ¿cómo, cómo, cómo es posible que nos ocurran estas cosas?
Echó una segunda mirada general, y luego se detuvo con los pies descalzos muy separados, y soltó una risita.
—Estas cosas no ocurren —explicó solemnemente Harding, dirigiéndose a la chica—. Estas cosas son fantasías que uno imagina cuando yace despierto por las noches y luego no se atreve a contárselas al analista. En realidad no estás aquí. Este vino no es verdadero; nada de todo esto existe. Ahora, ya podemos empezar.
—Hola, Billy —dijo Candy.
—Fijaos en eso —dijo Turkle.
Candy le tendió desmañadamente una botella a Billy.
—Te he traído un regalo.
—¡Estas cosas son fantasías como las del Thorne Smith[9]! —declaró Harding.
—¡Cielos! —exclamó la chica llamada Sandy—. ¿Dónde nos hemos metido?
—Sssst —dijo Scanlon y miró preocupado a su alrededor—. Despertará a todos los demás, si habla tan alto.
—¿Qué te pasa, tacaño? —dijo Sandy burlona, mientras reanudaba otra vez su inspección—. ¿Tienes miedo de que no haya bastante para todos?
—Sandy, debí adivinar que traerías ese horrible vino barato.
—¡Cielos! —Sandy interrumpió su inspección para observarme—. Me gusta este, Candy. Todo un Goliat…
El señor Turkle dijo: «Caramba», y echó el cerrojo de la ventana, y Sandy volvió a repetir: «Cielos». Todos nos habíamos reunido en un grupito desmañado en el centro de la sala de estar, nos dábamos empujoncitos y decíamos cualquier cosa, por la simple razón de que nadie sabía aún qué hacer —nunca habíamos estado en una situación parecida— y no sé cuándo hubiera acabado ese excitado e incómodo parloteo, salpicado de risitas y evoluciones por la sala de estar, si no hubiéramos oído tintinear la puerta de la galería bajo el toque de una llave que la abrió de par en par, en el otro extremo del pasillo… todos nos sobresaltamos como si hubiera sonado una alarma.
—¡Oh, Dios mío! —dijo el señor Turkle, llevándose la mano a la calva—, es la supervisora, ha venido a despedirme de una patada.
Todos corrimos a escondernos en el lavabo, apagamos la luz y permanecimos en la oscuridad, alertas a los suspiros de los demás. Oíamos a la supervisora que recorría la galería y llamaba al señor Turkle con un fuerte susurro algo asustado. Su voz sonaba dulce y preocupada y subía de tono la última sílaba cada vez que gritaba:
—¿Señor Tur-kell? ¿Señor Tur-kell?
—¿Dónde demonios está? —murmuró McMurphy—. ¿Por qué no le contesta?
—No te preocupes —dijo Scanlon—. No mirará en el urinario.
—¿Pero, por qué no le contesta? A lo mejor está demasiado drogado.
—Pero ¿qué dices? No me drogo con un petardito como ese.
Era la voz del señor Turkle desde algún rincón del lavabo.
—Cielos, Turkle ¿qué hace aquí? —McMurphy intentaba hablar con severidad, esforzándose al mismo tiempo en no soltar una carcajada—. Salga a ver qué quiere. ¿Qué pensará si no le encuentra?
—Nuestro fin está próximo —dijo Harding y se sentó—. Alá, ten piedad de nosotros.
Turkle abrió la puerta, salió sin hacer ruido y fue a su encuentro por el pasillo. La supervisora había venido a averiguar qué significaban todas aquellas luces encendidas. ¿Por qué había tenido que encender todas las lámparas de la galería sin olvidarse ni una? Turkle replicó que no todas estaban encendidas; que las luces del dormitorio estaban apagadas y también las del retrete. Ella dijo que eso no explicaba que lo estuvieran las demás; ¿qué motivo podía haber para encender tantas luces? Turkle no supo qué responder a esto y se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el rumor de la botella que pasaba de mano en mano en la oscuridad. Ella volvió a repetir la pregunta en el pasillo y Turkle le explicó que, bueno, que sólo estaba haciendo limpieza, pasando revista a todas las zonas. Ella quiso saber por qué, entonces, estaba a oscuras el lavabo, el único lugar que tenía el deber expreso de limpiar. Y la botella hizo otra ronda mientras esperábamos a ver qué respondería. Me llegó el turno y bebí un trago. Lo necesitaba. Desde allí podía oír a Turkle tragar saliva en el pasillo y deshacerse en mmmms y ahhhhs en busca de algo que decir.
—Está drogado —siseó McMurphy—. Alguien tendrá que salir a echarle una mano.
Oí que alguien tiraba de la cadena del excusado y se abrió la puerta y el haz de luz del pasillo atrapó a Harding que salía, subiéndose los pantalones del pijama. Oí el sonido entrecortado que emitió la supervisora al verle y él le dijo que por favor le excusara, pero no la había visto en la oscuridad.
—No está oscuro.
—En el lavabo, quiero decir. Siempre apago la luz para facilitar la evacuación. Esos espejos, comprende; cuando la luz está encendida, los espejos parecen observarme como jueces dispuestos a darme un castigo si algo no sale bien.
—Pero el enfermero Turkle dijo que estaba limpiando ahí dentro…
—Y lo hizo muy bien, por cierto… si se tienen en cuenta las limitaciones que supone trabajar en la oscuridad. ¿Quiere echar un vistazo?
Harding abrió ligeramente la puerta y un rayito de luz se proyectó sobre las baldosas del retrete. Capté una fugaz imagen de la supervisora que retrocedía y explicaba que no podía aceptar su invitación pues debía continuar la inspección. Oí otra vez la cerradura de la puerta en el otro extremo del pasillo, y a ella que se marchaba de la galería. Harding le gritó que volviera a visitarnos pronto y todos salimos corriendo y le estrechamos la mano y le palmeamos la espalda felicitándole por lo bien que se la había quitado de encima.
Nos quedamos en el pasillo y volvimos a pasarnos el vino.
Sefelt dijo que le gustaría probar el vodka si podían mezclarlo con algo. Le preguntó al señor Turkle si en la galería no había nada y este respondió que sólo agua. Fredrickson preguntó: ¿y si le pusiéramos jarabe para la tos?
—A veces me dan un poco, de un gran frasco que tienen en el cuartito de las medicinas. No sabe mal. ¿Tiene la llave de ese cuarto, Turkle?
Turkle dijo que, por las noches, la única que tenía la llave de las medicinas era la supervisora, pero McMurphy le convenció de que nos dejara probar la cerradura. Turkle sonrió y asintió lánguidamente. Mientras él y McMurphy se afanaban intentando abrir la cerradura con clips sujetapapeles, las chicas y todos los demás nos metimos en la Casilla de las Enfermeras y empezamos a abrir los dossiers y a leer las historias clínicas.
—Fijaos —dijo Scanlon—, y agitó una de aquellas carpetas. Esto sí que es un informe completo. Si hasta tienen mi libro de notas del primer curso. Aaah, unas notas terribles, simplemente terribles.
Billy y su chica repasaron su dossier. Ella se apartó un poco para mirarle.
—¿Todas estas cosas, Billy? ¿Frénico no sé qué y pático no sé cuántos? No parece que tengas todas estas cosas.
La otra chica había abierto un cajón de material y manifestaba sus recelos respecto a para qué necesitaban las enfermeras todas esas bolsas de agua caliente, millones de ellas, y Harding, sentado junto a la mesa de trabajo de la Gran Enfermera, movía la cabeza pensativo.
McMurphy y Turkle consiguieron abrir la puerta del cuartito de las medicinas y sacaron de la nevera una botella de un denso líquido color cereza. McMurphy acercó la botella a la luz y leyó la etiqueta en voz alta.
—Sabor artificial, colorantes, ácido cítrico. Setenta por ciento de materias inertes —eso debe ser agua— y veinte por ciento de alcohol —fantástico— y diez por ciento de codeína, Atención Narcótico Puede ser Adictivo.
Destapó la botella y paladeó un poco, con los ojos cerrados. Se pasó la lengua por los dientes, tomó otro trago y volvió a leer la etiqueta.
—En fin —dijo, y rechinó los dientes como si acabaran de afilárselos—, si lo aclaramos con un poco de vodka, creo que no estará mal. ¿Cómo estamos de cubitos, Turkle, muchacho?
Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos, frío y suave en la garganta y ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado. McMurphy y Turkle iban alternando la bebida con los cigarrillos de Turkle y empezaron a reír otra vez y a comentar cómo resultaría en la cama la enfermera de la marca de nacimiento.
—Yo tendría miedo —dijo Turkle— de que se le ocurriera golpearme con la enorme cruz que lleva colgada. ¿No sería terrible?
—Lo que a mí me preocuparía —dijo McMurphy— es que, en el momento que empezara a correrme, ¡me metiera mano por detrás con el termómetro y me tomara la temperatura!
Esto provocó una carcajada general. Harding interrumpió las risas un momento para añadir también la suya.
—Peor aún —dijo—. Que se quedara tendida debajo muy quieta con una expresión de terrible concentración en la cara, y luego anunciara —¿qué os parece esta?— ¡el número de pulsaciones por minuto!
—Oh, no… qué horror…
—Peor aún, que se quedara quieta y consiguiera calcular el pulso y la temperatura: ¡sin instrumentos!
—Oh, oh, no, por favor…
Nos reímos hasta rodar entre los sofás y las sillas, jadeantes y con los ojos llenos de lágrimas. La risa había debilitado tanto a las chicas que no consiguieron levantarse hasta el segundo o tercer intento.
—Tengo que… hacer un pis —dijo la más alta y se encaminó al lavabo toda risitas y ademanes pero se equivocó de puerta y se metió en el dormitorio mientras todos nos llevábamos los dedos a los labios pidiendo silencio, hasta que dio un chillido y oímos el bramido del viejo coronel Matterson, «La almohada es… ¡un caballo!», y el coronel salió del dormitorio pisándole los talones a la chica con su silla de ruedas.
Sefelt condujo al coronel de vuelta al dormitorio y le enseñó personalmente el lavabo a la chica, le explicó que, en general, sólo lo usaban los hombres, pero que él vigilaría la puerta y no dejaría entrar a nadie mientras ella hacía sus necesidades, la defendería de cualquier intruso, vaya por Dios. Ella se lo agradeció con solemnes palabras y le estrechó la mano y se hicieron una reverencia, y mientras la chica estaba dentro, el coronel volvió a emerger del dormitorio con su silla de ruedas, y a Sefelt le costó lo suyo impedirle la entrada en el retrete. Cuando la chica apareció en la puerta, Sefelt intentaba repeler las embestidas de la silla de ruedas con el pie, mientras todos nos manteníamos al margen del alboroto y animábamos a uno u otro contrincante. La chica ayudó a Sefelt a acostar al coronel y luego los dos recorrieron el pasillo valsando al compás de una música que nadie podía oír.
Harding bebía, observaba y movía la cabeza.
—No es real. Es una coproducción de Kafka, Mark Twain y Martini.
McMurphy y Turkle empezaron a preocuparse de que tal vez aún hubiera demasiadas luces encendidas y se pusieron a recorrer el pasillo apagando todo lo que brillaba, incluso las pequeñas luces de noche situadas a la altura de la rodilla, hasta que el lugar quedó oscuro como una boca de lobo. Turkle sacó linternas y jugamos a corre que te pillo por el pasillo con sillas de ruedas que sacamos del almacén y lo pasamos en grande, hasta que de pronto oímos los gritos de Sefelt, en plena convulsión, y cuando acudimos lo encontramos tendido y retorciéndose junto a la chica alta, Sandy. Ella estaba sentada en el suelo y se alisaba la falda mientras miraba a Sefelt.
—Nunca había tenido una experiencia igual —dijo con mudo respeto.
Fredrickson se arrodilló junto a su amigo, le metió una billetera entre los dientes para que no se mordiera la lengua y le ayudó a abrocharse los pantalones.
—¿Estás bien, Seef? ¿Seef?
Sefelt no abrió los ojos, pero alzó una mano inerte y retiró la billetera de su boca. Sonrió entre las babas.
—Estoy bien —dijo—. Dame la medicina y suéltame sobre ella otra vez.
—¿De verdad quieres tomar la medicina, Seef?
—Medicina.
—Medicina —gritó Fredrickson por encima del hombro, aún de rodillas.
—Medicina —repitió Harding y salió rumbo al botiquín con su linterna. Sandy lo miró con ojos vidriosos. Estaba sentada junto a Sefelt y le acariciaba la cabeza, llena de admiración.
—Tal vez también deberías traer algo para mí —le gritó con voz ebria a Harding que ya se alejaba—. Nunca había tenido una experiencia ni siquiera parecida.
Oímos ruido de cristal roto al final del pasillo y Harding regresó con dos puñados de pastillas; las esparció sobre Sefelt y la mujer como si estuviera echando tierra sobre una tumba. Levantó la mirada al techo.
—Dios todo misericordioso, acepta a estos dos pecadores en tu seno. Y no cierres la puerta que pronto llegaremos todo el resto, porque este es el fin, el absoluto, irrevocable, fantástico fin. Por fin he comprendido lo que está sucediendo. Es nuestra última cana al aire. Estamos definitivamente condenados. Tendremos que armarnos de todo nuestro valor y afrontar el destino que nos aguarda. Todos seremos fusilados al amanecer. Cien centímetros cúbicos por cabeza. La señorita Ratched nos pondrá en fila contra la pared, todos deberemos hacer frente a la bocaza de un fusil que ella habrá cargado con ¡Miltowns! ¡Toracinas! ¡Libriums! ¡Stelacinas! ¡Bajará la espada y bluuuf! Nos tranquilizará hasta mandarnos a mejor vida.
Se desplomó contra la pared y se fue deslizando hasta el suelo, esparciendo pastillas en todas direcciones, cual escarabajos rojos, verdes y anaranjados.
—Amén —dijo, y cerró los ojos.
La chica que estaba en el suelo se arregló la falda sobre las largas y hacendosas piernas y miró a Sefelt que seguía sonriendo y temblando a su lado, bajo las luces, y dijo:
—En toda mi vida no había tenido una experiencia que pudiera ni compararse.
Aún sin despejarlos por completo, el discurso de Harding al menos les hizo comprender la gravedad de lo que estábamos haciendo. La noche iba avanzando y era preciso pensar un poco en lo que ocurriría cuando llegase el personal por la mañana. Billy Bibbit y su chica comentaron que eran más de las cuatro y que, si les parecía bien, si nadie se oponía, deseaban que el señor Turkle les abriera el Cuarto de Aislamiento. Salieron bajo un arco de linternas y los demás nos fuimos a la sala de estar a discutir cómo podíamos organizar la limpieza. Cuando volvió del Cuarto de Aislamiento, Turkle estaba prácticamente ido y tuvimos que conducirle a la sala de estar en una silla de ruedas.
Mientras avanzaba tras ellos, de pronto me sorprendió comprobar que estaba borracho, completamente borracho, alegre, sonriente y tambaleante, era la primera vez que me emborrachaba desde que dejé el Ejército, me había emborrachado con otra media docena de compinches y un par de chicas… ¡en la mismísima galería de la Gran Enfermera! ¡Todos estábamos borrachos y corríamos, saltábamos y bromeábamos con las mujeres en el propio centro del bastión más poderoso del Tinglado! Rememoré toda esa noche, y lo que habíamos estado haciendo, y casi resultaba imposible creerlo. Tuve que repetirme una y otra vez que de verdad había ocurrido, que nosotros habíamos hecho que sucediera. Habíamos abierto la ventana para dejar entrar el aire fresco. Era posible que el Tinglado no fuese todopoderoso. ¿Qué podía impedirnos volver a hacerlo, ahora que sabíamos que era posible? ¿Qué podía impedirnos hacer otras cosas que nos vinieran en gana? La idea me gustó tanto que solté un alarido y me arrojé sobre McMurphy y la chica, Sandy, que caminaban delante de mí, y los levanté en vilo, uno en cada brazo, y corrí hasta la sala de estar, mientras ellos chillaban y se debatían como críos. Tal era mi alegría.
El coronel Matterson volvió a levantarse con los ojos relucientes y lleno de teorías y Scanlon lo condujo nuevamente a la cama. Sefelt, Martini y Fredrickson dijeron que ellos también se retiraban. McMurphy y yo y Harding y la chica y el señor Turkle nos quedamos para liquidar el jarabe para la tos y decidir qué hacer con el desorden en que estaba la galería. Harding y yo éramos los únicos que parecíamos realmente preocupados; McMurphy y la chica grandota se limitaron a permanecer allí sentados, sorber el jarabe, sonreírse y jugar a sombras chinescas, y el señor Turkle no dejaba de cabecear. Harding hizo todo lo posible por despertar su interés.
—No os hacéis cargo de las consecuencias —dijo.
—Mierda —dijo McMurphy.
Harding golpeó la mesa.
—McMurphy, Turkle, no comprendéis lo que ha ocurrido aquí esta noche. En nuestra galería psiquiátrica. ¡La galería de la señorita Ratched! ¡Las repercusiones serán… devastadoras!
McMurphy le mordió la oreja a la chica. Turkle dio una cabezada, abrió un ojo y dijo:
—Es verdad. Mañana también está de turno.
—Pero, tengo un plan —explicó Harding. Se puso en pie. Dijo que saltaba a la vista que McMurphy ya estaba demasiado liado para poder afrontar la situación y que otro tendría que hacerse responsable. Mientras hablaba se iba irguiendo y parecía estar recuperando la sobriedad. Hablaba con voz seria e imperiosa y sus manos reforzaban sus palabras. Me alegró que estuviera allí para hacerse cargo de las cosas.
Su plan consistía en atar a Turkle y hacer ver que McMurphy le había atacado por detrás y le había atado con oh, jirones de sábana, pongamos por caso, y le había despojado de las llaves, y después de hacerse con ellas, había irrumpido en el cuartito de las medicinas, las había tirado por todas partes y había armado un gran desorden en el archivo, con el mero objeto de vengarse de la enfermera —seguro que ella se creería ese detalle— y después había abierto la ventana y se había escapado.
McMurphy dijo que parecía un argumento de serial y que era tan ridículo que sin duda saldría bien y felicitó a Harding por su serenidad. Harding explicó que el plan tenía su mérito: los demás no tendrían problemas con la enfermera, y Turkle conservaría su trabajo, y permitiría que McMurphy escapase de la galería. Explicó que las chicas podrían conducir a McMurphy al Canadá o a Tijuana, o incluso a Nevada si lo prefería, y que estaría perfectamente a salvo; la policía nunca se preocupaba demasiado de localizar a los fugitivos del hospital, pues un noventa por ciento reaparecían sin falta al cabo de pocos días, sin blanca y borrachos y deseosos de recibir cama y comida gratis. Lo estuvimos discutiendo un rato hasta que se acabó el jarabe. Por fin, agotamos el tema. Harding volvió a sentarse.
McMurphy retiró el brazo del talle de la chica y nos miró alternativamente a Harding y a mí, pensativo, otra vez con aquella extraña, cansada expresión en el rostro. Nos preguntó qué haríamos nosotros ¿por qué no íbamos a recoger nuestras cosas y nos largábamos con él?
—Aún no estoy preparado, Mac —le explicó Harding.
—¿Qué te hace suponer entonces que yo sí lo estoy?
Harding se le quedó mirando un rato en silencio y sonrió, luego dijo:
—No, no lo comprendes. Estaré preparado en un par de semanas. Pero quiero hacerlo solo, por mis propios medios, por la puerta grande, con todo el papeleo y las complicaciones de rigor, quiero que mi mujer venga a recogerme en un coche a una hora determinada. Quiero que se enteren de que fui capaz de hacerlo de ese modo.
McMurphy asintió.
—¿Y tú, Jefe?
—Supongo que no hay problema. Sólo que aún no he decidido dónde quiero ir. Y alguien tiene que permanecer aquí unas cuantas semanas después de tu partida, para impedir que las cosas vuelvan a su curso anterior.
—¿Y Billy y Sefelt y Fredrickson y los demás?
—No puedo hablar por ellos —dijo Harding—. Aún tienen sus problemas, como todo el mundo. Todavía son hombres enfermos en muchos sentidos. Pero al menos han conseguido una cosa: ahora son hombres enfermos, y no conejos, Mac. Es posible que algún día puedan ser hombres sanos. No sé.
McMurphy lo meditó un rato con los ojos fijos en el dorso de sus manos. Levantó otra vez la mirada hacia Harding.
—Harding, ¿qué es? ¿Qué está pasando?
Harding movió la cabeza.
—No creo que pueda darte una respuesta. Oh, podría darte explicaciones freudianas en un lenguaje extravagante y no habría problema, dentro de sus límites. Pero lo que tú me pides son las explicaciones de las explicaciones y estas no puedo dártelas. Al menos no en el caso de los demás. ¿Por lo que a mí respecta? Sentimiento de culpa. Vergüenza. Miedo. Autodenigración. Descubrí a una tierna edad que era… ¿seamos compasivos y digamos que distinto? Es una palabra más adecuada, más general, que la otra. Me entregaba a ciertas prácticas que nuestra sociedad considera perniciosas. Y enfermé. No fue por lo que hacía, no creo que fuera eso, fue la sensación de que ese gran dedo mortífero e inquisitivo de la sociedad me estaba señalando… y el gran clamor de millones de voces que canturreaban, «Vergüenza, Vergüenza». Así trata la sociedad a los que son distintos.
—Yo soy distinto —replicó McMurphy—. ¿Por qué no me ocurrió algo parecido? La gente me ha estado atosigando por una cosa u otra desde que tengo memoria pero no es lo que… pero no me volví loco.
—No, tienes razón. No es eso lo que te hizo volver loco. No he dicho que mis motivos fuesen los únicos. Aunque solía pensar de ese modo hace un tiempo, unos años atrás, en mis tiempos de intelectual, creía que el castigo de la sociedad era la única fuerza que conducía a las personas por el camino de la locura, pero tú me has obligado a revisar mi teoría. Hay otra cosa que empuja a la gente —a la gente fuerte como tú, amigo— por ese camino.
—¿Sí? No es que reconozca que voy por ese camino, ¿pero cuál es esa otra cosa?
—Somos nosotros. —Su mano trazó un suave círculo blanco en torno al otro—. Nosotros —repitió.
McMurphy dijo, «Mierda», sin mucho entusiasmo, sonrió y se levantó, al tiempo que obligaba a la chica a hacer otro tanto. Miró de reojo el reloj sumido en las sombras.
—Son casi las cinco. Necesito echar un sueñecito antes de mi gran evasión. El turno de día tardará aún dos horas en llegar; dejemos a Billy y Candy un ratito más ahí abajo. Partiré sobre las seis. Sandy, cariño, tal vez una horita en el dormitorio nos despeje un poco. ¿Qué te parece? Mañana nos espera un largo viaje, hasta Canadá o México o donde sea.
Turkle, Harding y yo también nos levantamos. Todos nos tambaleábamos bastante todavía, seguíamos bastante borrachos, pero una blanda, triste, sensación se había superpuesto a la borrachera. Turkle dijo que sacaría a McMurphy y a la chica de la cama al cabo de una hora.
—Despiértame también a mí —dijo Harding—. Quiero quedarme en la ventana con una bala de plata en la mano y preguntar «¿Quién fue ese hombre enmascarado?» mientras se alejan…
—Ni pensarlo. Los dos os acostaréis ahora mismo y no quiero volveros a ver el pelo. ¿Entendido?
Harding sonrió y asintió, pero no dijo nada. McMurphy le tendió la mano y Harding se la estrechó. McMurphy retrocedió como un vaquero al salir del saloon y guiñó un ojo.
—Podrás volver a ser el gran lunático, amigo, cuando no esté el Gran Mac.
Se volvió hacia mí y frunció el entrecejo.
—No sé qué podrás ser tú, Jefe. Aún tendrás que pensártelo un poco. A lo mejor puedes conseguir un papel de malo en los programas de lucha libre de la TV. En fin, tú tranquilo.
Le estreché la mano y todos nos dirigimos al dormitorio. McMurphy le dijo a Turkle que rasgara unas cuantas sábanas y escogiera sus nudos preferidos. Turkle respondió que así lo haría. Yo me metí en la cama bajo la luz grisácea del dormitorio y oí que McMurphy y la chica también se metían en la de él. Me sentía embotado y caliente. Oí al señor Turkle abrir la puerta del armario de la ropa blanca, en el pasillo, y soltar un largo y sonoro suspiro, casi un eructo, mientras la volvía a cerrar tras sí. Mis ojos comenzaron a habituarse a la oscuridad y conseguí vislumbrar a McMurphy y la chica acurrucados uno contra otro, acomodados hombro contra hombro, más como dos niños cansados que como un hombre y una mujer que se han acostado para hacer el amor.
Y así los encontraron los negros cuando vinieron a encender las luces del dormitorio, a las seis y media.