En la sala de Perturbados se oye continuamente un eterno traqueteo de sala de máquinas muy agudo, como un taller de la cárcel en el que prensan matrículas de coche. Y el tiempo se contabiliza en base al di-doc, di-doc de una mesa de ping-pong. En su recorrido personal, los hombres llegan hasta una pared, hincan un hombro, dan media vuelta y reanudan el recorrido hasta otra pared, hincan un hombro, dan media vuelta y siguen su camino, a cortos pasos rápidos, van gastando las baldosas del suelo dejando roderas que se entrecruzan, con una mirada de sed enjaulada en los ojos. Hay un olor a chamuscado de hombres enloquecidos de terror y fuera de todo control, y en los rincones y bajo la mesa de ping-pong se agazapan criaturas que rechinan los dientes y a los que los médicos y las enfermeras no pueden ver y los ayudantes no pueden matar con desinfectante. Cuando se abrió la puerta de la galería sentí ese olor a chamuscado y oí el rechinar de dientes.
Cuando McMurphy y yo llegamos acompañados de los enfermeros, junto a la puerta nos acogió un viejo, alto y huesudo, colgado de un alambre que le habían introducido entre los omóplatos. Nos examinó con unos ojos amarillos, escamosos, y meneó la cabeza.
—Yo me lavo las manos en este asunto —le dijo a uno de los enfermeros negros, y el alambre empezó a arrastrarlo pasillo abajo.
Le seguimos hasta la sala de estar, y McMurphy se detuvo junto a la puerta, separó las piernas e irguió la cabeza para echar un vistazo; intentó meterse los pulgares en los bolsillos, pero las manillas estaban demasiado apretadas.
—Todo un panorama —masculló entre dientes.
Hice una señal de asentimiento. Ya había visto todo eso en anteriores ocasiones.
Un par de tipos que se paseaban arriba y abajo se detuvieron a mirarnos un momento y el viejo huesudo volvió a arrastrarse hasta nosotros y se lavó las manos de todo el asunto. Al principio nadie nos prestó mucha atención. Los enfermeros se dirigieron a la Casilla de las Enfermeras y nos dejaron allí, de pie junto a la puerta de la sala de estar. A McMurphy se le había hinchado el ojo en un guiño permanente y comprendí que le dolían los labios al sonreír. Levantó las manos esposadas, se quedó mirando el movimiento traqueteante y suspiró profundamente:
—Me llamo McMurphy, amigos —dijo arrastrando las palabras como un vaquero de película—, y quiero saber quién es el guapo que dirige las partidas de póquer en este local.
El reloj de ping-pong se detuvo después de un rápido tictaqueo sobre el suelo.
—No soy muy bueno para el «veintiuno», así atado, pero juro que soy un as para el póquer.
Bostezó, levantó un hombro, se agachó, carraspeó y escupió algo en una papelera metálica a unos dos metros de distancia; la papelera tintineó con un ting y él volvió a incorporarse, sonrió y se pasó la lengua por el hueco sanguinolento que le habían dejado entre los dientes.
—Tuvimos un altercado ahí abajo. Yo y el Jefe, aquí, tuvimos un encontronazo con dos monos grasientos.
A esas alturas ya se había acallado todo el alboroto del taller de prensado y todo el mundo había levantado los ojos para contemplarnos a los dos, allí en la puerta. McMurphy atraía las miradas como un pregonero de feria. De pie a su lado, descubrí que no me quedaba más remedio que exponerme también a esas miradas, y al ver que me observaban sentí la necesidad de erguirme, tan tieso y alto como pude. Ello me provocó una punzada de dolor en la espalda, donde me había golpeado al caer en la ducha con el negro encima, pero no aflojé. Se me acercó un mirón hambriento con una mata de hirsuto pelo negro y me tendió la mano como si esperase que le diera algo. Intenté ignorarlo, pero hacia dondequiera que volviese la mirada, seguía saltándome por delante como un niño, con la mano ahuecada tendida hacia mí.
McMurphy estuvo hablando un rato de la pelea y la espalda empezó a dolerme más y más; había pasado tanto tiempo agazapado en mi silla en el rincón que me resultaba difícil mantenerme erguido mucho rato seguido. Me alegré cuando vino una enfermera japonesa bajita y nos condujo a la Casilla de las Enfermeras donde tuve oportunidad de sentarme y descansar.
Nos preguntó si ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente para que pudiera quitarnos las manillas y McMurphy asintió. Se había hundido en la silla con la cabeza gacha y los codos entre las rodillas y se le veía completamente exhausto; no se me había ocurrido pensar que a él le costaba tanto trabajo mantenerse erguido como a mí.
La enfermera —no más grande que el extremo más delgado de la nada afilado en una punta muy fina, según comentaría después McMurphy— nos desató las manillas y a McMurphy le dio un cigarrillo y a mí un chicle. Dijo que recordaba que me gustaba el chicle. Yo no la recordaba en absoluto. McMurphy empezó a fumar mientras ella hundía la mano llena de sonrosadas velitas de cumpleaños en un frasco de ungüento e iba curando sus heridas, estremeciéndose cada vez que él se estremecía y pidiéndole excusas. Le cogió una mano entre las suyas, la volvió y le untó los nudillos.
—¿Quién fue? —preguntó, mientras observaba los nudillos—. ¿Washington o Warren?
McMurphy levantó los ojos para mirarla.
—Washington —respondió con una sonrisa—. El Jefe, aquí, se ocupó de Warren.
Ella dejó la mano y se volvió hacia mí. Pude ver los diminutos huesecillos de pájaro de su rostro.
—¿Te duele algo?
Moví la cabeza.
—¿Y qué fue de Warren y Williams?
McMurphy le dijo que seguramente lucirían algo de yeso la próxima vez que los viera. Ella asintió y bajó la vista.
—No todo es igual que la galería de ella —dijo—. Muchas cosas se parecen, pero no todo. Enfermeras militares que intentan dirigir un hospital militar. Ellas mismas están un poco enfermas. A veces pienso que todas las enfermeras solteras deberían ser despedidas al cumplir los treinta y cinco.
—Al menos todas las enfermeras militares solteras —añadió McMurphy. Preguntó durante cuánto tiempo podríamos gozar del placer de su hospitalidad.
—Me temo que no mucho.
—¿Teme que no mucho? —le preguntó McMurphy.
—Sí. A veces preferiría retener a los hombres aquí en vez de devolverlos, pero ella tiene prioridad. No, lo más probable es que no estén mucho… quiero decir… como están ahora.
En la galería de Perturbados todas las camas desafinan, están demasiado tensas o demasiado flojas. Nos dieron camas vecinas. No me ataron una sábana de través, aunque me dejaron una mortecina lucecita encendida junto a la cama. A media noche alguien gritó: «¡Indio, estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, mírame!» Abrí los ojos y vi dos hileras de largos dientes amarillos que relucían muy cerca de mis ojos. Era el tipo de aspecto hambriento. «¡Estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, por favor!»
Los enfermeros le cogieron por detrás, entre dos, y se lo llevaron mientras seguía riendo y gritando: «¡Estoy dando vueltas, indio!», y luego… sólo risas. Siguió repitiendo lo mismo y riendo por el pasillo hasta que por fin volvió a hacerse el silencio en el dormitorio y entonces pude oír a otro tipo que decía: «Bueno… yo me lavo las manos en este asunto».
—Alguien te ha hecho una visita, Jefe —me susurró McMurphy y se dio la vuelta para seguir durmiendo.
Yo no pude dormir mucho el resto de la noche y no podía dejar de ver los dientes amarillos y el rostro del tipo hambriento que me suplicaba: ¡Mírame! ¡Mírame! Y, al final, cuando conseguí dormirme, ya sólo suplicaba. Aquel rostro, todo amarillo, hambrienta carencia, aparecía ante mis ojos en la oscuridad, en busca de cosas… pidiendo cosas. Me pregunté cómo se las arreglaba McMurphy para dormir, acosado por un centenar de rostros como ese, o tal vez doscientos, o un millar.
En la sala de Perturbados tienen un timbre para despertar a los pacientes. No van y encienden directamente las luces como abajo. El timbre suena como un gigantesco sacapuntas afilando algo horrible. McMurphy y yo nos incorporamos de un salto al oírlo, y estábamos a punto de tendernos otra vez, cuando un altavoz ordenó que los dos nos dirigiéramos a la Casilla de las Enfermeras. Bajé de la cama y la espalda se me había entumecido tanto durante la noche que casi no podía agacharme; por la manera de moverse, comprendí que McMurphy estaba tan envarado como yo.
—¿Qué nos tendrán preparado ahora, Jefe? —me preguntó—. ¿La bota de hierro? ¿El potro? Espero que no sea nada demasiado fatigoso, porque, la verdad, ¡estoy molido!
Le dije que no era fatigoso, pero no añadí nada más, porque yo mismo no estuve completamente seguro hasta que llegamos a la Casilla de las Enfermeras y la enfermera, otra distinta, dijo:
—¿Señor McMurphy, señor Bromden? —y nos tendió un vasito de papel a cada uno.
Miré el mío, y dentro había tres de aquellas cápsulas rojas.
Esta cosa me zumba en la cabeza y no puedo pararla.
—Un momento —dice McMurphy—. Son esas pastillas que atontan, ¿verdad?
La enfermera asiente y vuelve la cabeza para mirar atrás; dos tipos esperan allí con pinzas para el hielo, inclinados hacia delante con los codos entrelazados.
McMurphy le devuelve el vasito y dice:
—No señor, señora, prefiero que no me venden los ojos. Aunque no me vendría mal un cigarrillo.
Yo también devuelvo las mías y ella dice que tiene que telefonear y cruzar la puerta de cristal por entre nosotros y antes de que nadie pueda decir ni una palabra más, ya está al teléfono.
—Lamentaría haberte metido en un lío, Jefe —dice McMurphy, y casi no puedo oírle por el ruido de los hilos telefónicos que silban en las paredes. Siento que las ideas se precipitan asustadas montaña abajo en mi cabeza.
Estamos sentados en la sala de estar, rodeados de todo ese círculo de rostros, cuando por la puerta aparece la Gran Enfermera en persona, con un negro grandote a cada lado, a un paso de distancia. Procuro encogerme en mi silla, apartarme de ella, pero es demasiado tarde. Demasiada gente me está mirando; sus ojos pegajosos me retienen sentado donde estoy.
—Buenos días —dice; ha recuperado su antigua sonrisa.
McMurphy dice buenos días y yo no me muevo, aunque también me da los buenos días, en voz muy alta. Estoy observando a los negros; uno luce un esparadrapo en la nariz y el brazo en cabestrillo, una mano gris cuelga de la tela como una araña ahogada, y el otro se mueve como si llevara enyesadas las costillas. Los dos sonreían un poco. Muy probablemente podrían haberse quedado en casa con sus males, pero no se hubieran perdido esto por nada. Les devuelvo la sonrisa; para que se enteren.
La Gran Enfermera se dirige a McMurphy con voz suave y paciente, le explica que obró de un modo irresponsable, como un niño, al armar ese alboroto: ¿no le da vergüenza? Él responde que le parece que no y le pide que continúe.
Ella le explica que ellos, los pacientes de nuestra galería, decidieron en una reunión de grupo convocada especialmente y que tuvo lugar ayer por la tarde, que tal vez a McMurphy le convenga recibir un tratamiento de shock…, a menos que decida enmendarse. Sólo tiene que reconocer que se equivocó, indicar, manifestar un contacto racional, y el tratamiento será anulado por esta vez.
El círculo de caras espera al acecho. La enfermera dice que todo depende de él.
—¿Sí? —dice él—. ¿Tiene un papel para firmar?
—Pues, no, pero si cree que es ne…
—Y por qué no añade unas cuantas cosas más, ya que está en eso, y así aprovecha para liquidarlas; cosas como, oh, que estoy implicado en una conspiración para derrocar al gobierno, y que en mi opinión la vida en su galería es la existencia más endiabladamente agradable de que se puede gozar al oeste de Hawaii… ya sabe, tonterías.
—No creo que eso…
—Luego, cuando haya firmado, puede traerme una manta y una cajetilla de cigarrillos de la Cruz Roja. Huuuy, esos comunistas chinos podrían haber aprendido unas cuantas cosas de usted, señora.
—Randle, nuestro deseo es ayudarle.
Pero él se ha puesto de pie, se rasca la barriga y pasa junto a ella y los negros, que comienzan a retroceder, para dirigirse a las mesas de juego.
—Muy bien, a ver, a ver, a ver, ¿cómo va esa partida de póquer, chicos…?
La enfermera se le queda mirando un momento, luego se dirige a la Casilla de las Enfermeras para telefonear.
Dos enfermeros de color y un enfermero blanco con el cabello rubio y rizado nos conducen al Edificio Principal. Por el camino, McMurphy va charlando con el enfermero blanco, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo.
La hierba está cubierta de una gruesa capa de escarcha y los dos enfermeros negros que nos preceden echan nubes de aliento como si fueran locomotoras. El sol aparta algunas nubes e ilumina la escarcha hasta dejarla sembrada de destellos. Los gorriones con las plumas ahuecadas para protegerse del frío hurgan entre los destellos, en busca de semillas. Cruzamos por la hierba crujiente, junto a los agujeros de las ardillas zapadoras, donde vi al perro. Son destellos fríos. Los agujeros están helados hasta donde alcanza la mirada.
Empiezo a sentir la escarcha en el estómago.
Subimos hasta aquella puerta y detrás se oye un rumor como de abejas asustadas. Tenemos dos hombres delante, vacilantes bajo el efecto de las cápsulas rojas, uno balbucea como un bebé y dice:
—Es mi cruz, gracias Señor, es lo único que tengo, gracias Señor…
El otro tipo que espera, dice:
—Golpea bajo, golpea bajo.
Es el socorrista de la piscina. Y también llora un poco.
Yo no lloraré ni gritaré. No con McMurphy a mi lado.
El técnico nos pide que nos quitemos los zapatos y McMurphy le dice si también nos cortarán los pantalones y nos afeitarán la cabeza. El técnico dice que por desgracia no.
La puerta de metal nos mira con sus ojos remachados.
La puerta se abre y succiona al primer hombre. El socorrista no se mueve. Un rayo como humo de neón se proyecta desde el panel negro que hay en la habitación, se aferra a su frente que lleva grabada la marca de la abrazadera y le arrastra como si fuera un perro atado a una correa. El rayo le hace girar tres veces antes de que se cierre la puerta; el socorrista tiene el rostro desencajado de miedo.
—Me hicieron uno —gruñe—. ¡Me hicieron dos!, ¡me hicieron tres!
Les oigo ahí dentro, oigo que penetran en su frente como si fuera una estrecha cueva, con chasquidos y chirridos de tuercas atascadas.
La puerta se abre bajo la presión del humo y aparece una camilla con el primer hombre encima, y él me escudriña con los ojos. Ese rostro. La camilla vuelve a entrar y saca al socorrista. Oigo como los jefes de la claque deletrean su nombre.
El técnico dice:
—El próximo grupo.
El suelo está frío, escarchado, crujiente. En lo alto, gime la luz, un largo tubo blanco y helado. Puedo oler la pasta de grafito, que me hace pensar en un garaje. Percibo el acre olor del miedo. Hay una ventana, muy alta, pequeña, y en el exterior veo a los gorriones ahuecados engarzados en un alambre como cuentas marrones en un collar. Han escondido la cabeza bajo las plumas para protegerse del frío. Algo empieza a soplar en mis huesos vacíos, más y más alto, ¡bombardeo!, ¡bombardeo!
—No aúlles, Jefe…
¡Bombardeo!
—Tranquilo. Yo pasaré primero. Tengo el cráneo demasiado grueso; no podrán hacerme daño. Y si no pueden dañarme a mí tampoco podrán hacerte nada a ti.
Se encarama en la mesa sin ayuda de nadie y extiende los brazos para hacerlos coincidir con la sombra. Un interruptor acciona los grilletes que le aprisionan las muñecas, los tobillos, y le aseguran firmemente sobre la sombra. Una mano coge un reloj, el que le ganó a Scanlon, lo deja junto al panel, y de pronto este se abre: espigas y ruedecillas y la larga espiral del muelle salen proyectadas contra la superficie del panel y se quedan allí adheridas.
Él no parece nada asustado. No ha dejado de sonreírme.
Le untan las sienes con pasta de grafito.
—¿Qué es eso? —pregunta.
—Un conductor —explica el técnico.
—Ungís mi frente con un conductor. ¿También me pondréis una corona de espinas?
Le untan bien. Él se pone a cantar, les hace temblar las manos.
—Tráeme aceite de raíces Cholly…
Le colocan esas cosas que parecen auriculares y una corona de espinas de plata sobre el grafito con que le han recubierto las sienes. Intentan acallar su canto con un trozo de tubo de goma que le ofrecen para morder.
—«Hesho con shuague lanoguina».
Giran algunos mandos y la máquina se estremece, dos brazos mecánicos cogen unos soldadores y se abalanzan sobre él. Me hace un guiño y me habla, con dificultad, me dice algo, me dice algo a través del tubo de goma, en el instante en que esos hierros se acercan lo suficiente a la plata que adorna sus sienes: se establece un arco de luz, él se queda rígido, forma un puente sobre la mesa hasta que acaba apoyándose sólo por las muñecas y los tobillos y de ese tubo acordeonado de goma negra sale un sonido, algo así como ¡Huuuy!, y su cuerpo aparece todo escarchado de chispas.
Por la ventana, veo que los gorriones caen del alambre echando humo.
Le tienden en una camilla, mientras aún sigue retorciéndose, con el rostro glaseado de blanco. Corrosión. Ácido de batería. El técnico se vuelve hacia mí.
Alerta con este otro grandullón. Le conozco. ¡Sujetadlo!
Ya no es un problema de fuerza de voluntad.
¡Sujetadlo! Maldita sea. No quiero que me manden ni uno más sin su Seconal.
Los grilletes me aprisionan las muñecas y los tobillos.
La pasta de grafito contiene limaduras de hierro, me arañan las sienes.
Dijo algo cuando me hizo el guiño. Me explicó algo.
El hombre se inclina, acerca los dos hierros al anillo que me rodea la cabeza.
La máquina se abalanza sobre mí.
BOMBARDEO.
Salí a paso ligero, lanzado ya por la ladera. Imposible retroceder, imposible seguir, un ojo en el cañón y caes muerto, muerto, muerto.
Dejamos atrás los matorrales y continuamos junto a las vías del ferrocarril. Acerco la oreja a la vía y me quema la mejilla.
—Nada por ningún lado —digo—, en un centenar de kilómetros…
—Hummm —dice Papá.
—¿No solíamos escuchar las pisadas de los búfalos con un cuchillo clavado en el suelo que sujetábamos por el mango entre los dientes? ¿No éramos capaces de detectar un rebaño a gran distancia?
—Hummm —repite, pero está excitado. Al otro lado de la vía las hileras de rastrojos de trigo comentan el último invierno. Ahí debajo hay ratones, dice el perro.
—¿Seguimos hacia arriba o hacia abajo, muchacho?
—La cruzaremos, es lo que nos indica ese perro viejo.
—Ese perro no sabe seguir.
—Lo hará. Nos está diciendo que hay pájaros por ahí.
—Tu viejo dice que será mejor rastrear junto a la vía.
—El perro me indica que es mejor entre los rastrojos.
Cruzamos… y en un abrir y cerrar de ojos, la vía se llena de gente que va derribando faisanes como si tal cosa. Según parece, nuestro perro se adelantó demasiado y ahuyentó hacia la vía todos los pájaros que había entre los rastrojos.
El perro atrapó tres ratones.
… viejo, Viejo, viejo, VIEJO… grande y abierto con un guiño que parece una estrella.
Otra vez las hormigas, Dios mío, y esta vez son de las malas, pequeños monstruos de pies pringosos. ¿Recuerdas aquella vez que encontramos unas hormigas que sabían a hinojo? ¿Eh? Dijiste que no era hinojo y yo te dije que sí, y tu mamá casi me despelleja cuando se enteró: ¡Enseñándole al niño a comer bichos!
Ugh. Un indiecito tiene que aprender a sobrevivir con lo que encuentre, con tal de que consiga comerlo antes de que le devore a él.
No somos indios. Somos personas civilizadas y más vale que no lo olvides.
Tú me dijiste Papá. Cuando muera cuélgame del cielo con un alfiler.
Mamá se llamaba Bromden. Sigue llamándose Bromden. Papá dijo que había nacido con un solo nombre, que había venido al mundo directamente sobre ese nombre igual que el ternero cae sobre una manta extendida cuando la vaca insiste en incorporarse. Tee Ah Millatoona, el Pino-Más-Alto-de-la-Montaña, y juro que soy el indio más alto de todo el estado de Oregón, y seguramente también de California e Idaho. Nací directamente sobre ese nombre.
Juro que serás el mayor tonto del mundo si crees que una buena cristiana adoptará un nombre como Tee Ah Millatoona. Tú naciste con un nombre, muy bien, yo también nací con uno. Bromden, Mary Louise Bromden.
Y cuando nos traslademos a la ciudad, dice Papá, ese nombre nos será útil para conseguir la cartilla de la Seguridad Social.
El tipo persigue a alguien con una pistola de esas que usan en los astilleros para clavar los remaches, y puede que lo atrape, si se lo propone. Vuelven a aparecérseme esos destellos, relámpagos de color.