La Gran Enfermera empezó a poner en práctica su próxima maniobra el día después de la excursión de pesca. Se le había ocurrido la idea hablando con McMurphy el día anterior, cuando le preguntó cuánto dinero había ganado con esa expedición y otras actividades por el estilo. Se había pasado la noche dándole vueltas a la idea, examinándola desde todos los puntos de vista hasta quedar plenamente convencida de que no podía fallar, y al día siguiente fue sembrando insinuaciones que pronto originarían un rumor que ya habría cobrado plena forma antes de que ella hubiera pronunciado ni media palabra al respecto.
Sabía que la gente es como es y antes o después comienza a sospechar de los que parecen dar más de lo habitual, de los Reyes Magos, los misioneros y los filántropos que dan dinero para las buenas causas, y empiezan a preguntarse: ¿Y ellos qué ganan con eso? Sonríen de soslayo cuando el joven abogado, pongamos por caso, ofrece un saco de almendras a los niños de la escuela del distrito —antes de iniciarse las elecciones, el muy pícaro— y murmuran que Ese no engaña a nadie.
Sabía que los muchachos no tardarían mucho en preguntarse cuál sería el motivo, ahora que ha salido el tema, de que McMurphy dedicara tanto tiempo y energías a la organización de expediciones de pesca, juegos de lotería y partidos de baloncesto. ¿Qué le impulsaba a ir siempre en busca de algo nuevo cuando todos los demás de la galería siempre se habían contentado con pasar el rato jugando al pinacle o leyendo las revistas del año pasado? ¿Cómo se explicaba que ese tipo, ese irlandés pendenciero llegado de un correccional donde había estado cumpliendo condena por juego fraudulento y agresión, se atara un pañuelo a la cabeza, canturreara como un adolescente, y se pasara sus dos buenas horas haciendo el papel de chica y enseñando a bailar a Billy Bibbit, entre los aplausos de todos los Agudos de la galería? ¿Y cómo se explicaba que un bribón experimentado como él —un viejo jugador profesional, un artista de carnaval, un refinado apostador— corriera el riesgo de prolongar su permanencia en el manicomio enemistándose más y más con la mujer que tenía la última palabra en cuanto a quién era dado de alta y quién no?
La enfermera desencadenó los interrogantes colgando de la pared una nota con un resumen de las operaciones financieras efectuadas por los pacientes en los últimos meses; debió estar horas examinando todos los haberes. Quedaba de manifiesto que había ido mermando sistemáticamente los saldos de todos los Agudos, excepto uno. Este había ido incrementando sus haberes desde su primer día en el hospital.
Los Agudos empezaron a decirle a McMurphy en son de broma que parecía que los estaba exprimiendo, y él nunca lo negó. En absoluto. En realidad, se pavoneaba de ello y decía que, de permanecer más de un año en ese hospital, cuando le dieran de alta podría retirarse a Florida por el resto de sus días, con todos sus problemas económicos resueltos. Todos se reían de la idea en su presencia, pero cuando había salido de la galería para alguna Terapia, o cuando estaba en la Casilla de las Enfermeras recibiendo una regañina, con una gran sonrisa obcecada parangonable sólo con la inmóvil mueca elástica de la enfermera, ya no se reían tanto.
Comenzaron a comentar por qué se habría afanado tanto últimamente, a qué respondería su interés por conseguir ventajas para los pacientes, como la supresión de la norma según la cual los hombres siempre debían ir a cualquier parte en grupos terapéuticos de ocho («Billy ha estado comentando que piensa cortarse las venas otra vez», dijo en una reunión, a propósito de esa norma. «¿Hay siete voluntarios que quieran unirse a él para que el acto sea terapéutico?»), y como su manera de manipular al doctor, que tenía mejores relaciones con los pacientes desde la excursión, para que enviara boletines de suscripción a Playboy y Nugget y Man e hiciera desaparecer todos los números atrasados del McCall’s que el cara embotada de Relaciones Públicas había ido trayendo de su casa para depositarlos en la galería, con recuadros verdes en torno a los artículos que consideraba de particular interés para nosotros. McMurphy incluso había enviado una petición a alguien en Washington por correo, para solicitar que se abriera una investigación sobre las lobotomías y los electroshocks que aún se practicaban en los hospitales estatales. No puedo dejar de preguntarme, empezaban a comentar los muchachos, ¿qué gana con eso el viejo Mac?
Cuando ya hacía poco más o menos una semana que la idea estaba en el aire, la Gran Enfermera intentó jugar su baza en la reunión de grupo; la primera vez, McMurphy estaba presente y la dejó fuera de combate antes de que pudiera ni empezar (había comenzado a comentar su sorpresa y su disgusto por el patético estado en que había caído la galería: mirad a vuestro alrededor, por el amor de Dios; fotos absolutamente pornográficas recortadas de esas inmundas revistas y colgadas de las paredes; por cierto, he pensado solicitar al Edificio Principal que abra una investigación sobre toda la inmundicia que ha entrado en el hospital. Se recostó en la silla, y se disponía a continuar y señalar al responsable, apoltronada en esos segundos de silencio que siguieron a su amenaza como si estuviera instalada en un trono, cuando McMurphy rompió el hechizo con sonoras carcajadas al recordarle que no se olvidara de decirles a los del Edificio Principal que trajeran consigo sus espejitos de bolsillo cuando vinieran a inspeccionarnos)… así que la siguiente vez quiso jugar sobre seguro y esperó a que él no estuviera presente en la reunión.
Había recibido un aviso de conferencia de Portland y estaba en la cabina telefónica con uno de los negros, esperando que volvieran a llamarle. Cuando empezó a ser cerca de la una y comenzamos a retirar las cosas para la reunión, el negro bajito le preguntó si quería que bajase a buscar a McMurphy y a Washington para la reunión, pero ella respondió que no era necesario, que podían quedarse donde estaban y que, además, tal vez algunos de los pacientes acogerían con agrado una oportunidad de hablar del señor Randle Patrick McMurphy sin su avasalladora presencia.
Comenzaron la reunión con bromas sobre McMurphy y sus hazañas y estuvieron un rato comentando qué tipo más fantástico era, y ella sin decir nada, esperando que se desembarazaran de estas ideas a través de los comentarios. Luego empezaron a aflorar otros interrogantes. ¿Qué le pasaba a McMurphy? ¿Qué le impulsaba a actuar de ese modo, a hacer lo que hacía? Algunos se preguntaban si toda esa historia de que había fingido varias peleas en el correccional para que le enviasen aquí no sería otro de sus faroles y si no estaría más loco de lo que creía la gente. La Gran Enfermera sonrió al oírlo y levantó el brazo.
—Más loco que un zorro —comentó—. Creo que esta es la idea que querían expresar ustedes sobre el señor McMurphy.
—¿Q-q-q-qué quiere d-d-decir? —preguntó Billy. McMurphy era su amigo y su héroe particular y no parecía muy convencido de la manera como ella había establecido una relación entre ese cumplido y cosas que no había dicho en voz alta—. ¿Qué si-si-significa, «como un zorro»?
—Sólo era un comentario, Billy —respondió amablemente la enfermera—. Tal vez alguno de los demás pueda explicarte su significado. ¿Señor Scanlon?
—Quiere decir que Mac no tiene un pelo de tonto, Billy.
—¡Nunca ha dicho que lo tu-tu-tuviera! —Billy dio un puñetazo en el brazo de la silla para ayudarse a pronunciar la última palabra—. Pero la señorita Ratched estaba dando a e-e-entender…
—No, Billy, no estaba dando a entender nada. Simplemente hacía notar que el señor McMurphy no es el tipo de persona que correría un riesgo sin tener algún motivo para ello. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no? ¿No están todos de acuerdo?
Nadie dijo nada.
—Y, sin embargo —prosiguió ella—, parece hacer las cosas sin ningún interés personal, como si fuera un mártir o un santo. ¿Alguien diría que el señor McMurphy es un santo?
Sabía que podía sonreír tranquilamente a los que la rodeaban, mientras esperaba una respuesta.
—No, no es un santo ni un mártir. Fíjense en esto. ¿Quieren que repasemos los resultados de la filantropía de este hombre? —Sacó una hoja de papel amarillo de su cesto—. Fíjense en algunos de estos regalos, como los llamarían sus hinchas más devotos. En primer lugar, tenemos el regalo de la sala de baños. ¿Podía regalarla cuando no era suya? ¿Perdió algo al conseguir un lugar donde instalar su casino? Además, ¿cuánto creen que ganó en el breve período en que actuó como croupier en su pequeño Montecarlo particular, aquí en la galería? ¿Cuánto perdiste tú, Bruce? ¿Y usted, señor Sefelt? ¿Señor Scanlon? Creo que cada uno sabe aproximadamente cuánto perdió, ¿pero saben cuánto ganó él en total, según indican los depósitos efectuados en Fondos? Casi trescientos dólares.
Scanlon silbó por lo bajo, pero nadie dijo nada más.
—Por si a alguno le interesa, también tengo anotadas aquí toda una serie de otras apuestas que hizo, entre ellas una directamente relacionada con un intento deliberado de molestar al personal. Y todas estas apuestas eran, son, completamente contrarias a las normas que rigen en esta galería, y todos los que tuvieron tratos con él lo sabían.
Echó otra ojeada al papel, luego volvió a guardarlo en el cesto.
—¿Y esta última excursión? ¿Cuánto creen que ganó el señor McMurphy con esta empresa? Según tengo entendido, el doctor le proporcionó un coche, y también dinero para la gasolina, y algunas otras facilidades, creo… todo eso sin desembolsar ni un centavo. Como un verdadero zorro, diría yo.
Levantó el brazo para impedir que Billy la interrumpiera.
—Por favor, Billy, compréndelo: no estoy criticando este tipo de actividad en sí; sólo pensé que sería mejor que nadie se engañase en cuanto a las motivaciones de este hombre. Aunque, de todos modos, tal vez no sea justo hacer estas acusaciones en ausencia de la persona aludida. Volvamos al problema que estábamos discutiendo ayer… ¿qué era? —Comenzó a ojear los papeles que tenía en el cesto—. ¿Recuerda usted qué era, doctor Spivey?
El doctor levantó la cabeza sobresaltado.
—No… espere… creo…
Ella sacó una hoja del dossier.
—Ya lo tengo. El señor Scanlon; su preocupación por los explosivos. Estupendo. Ocupémonos ahora de esto y ya volveremos sobre el tema del señor McMurphy cuando él esté presente. Sin embargo, creo que no estaría de más que reflexionasen un poco sobre lo que acabamos de decir. Muy bien, señor Scanlon…
Más tarde, ese mismo día, ocho o diez de nosotros formamos un corro junto a la puerta de la cantina, mientras esperábamos que el negro acabara de robar ungüento para el cabello, y algunos de los muchachos volvieron a sacar el tema. Dijeron que no estaban de acuerdo con lo que había dicho la Gran Enfermera, pero que, qué demonios, la vieja también tenía su poco de razón. Aunque, maldita sea, Mac es un buen chico… la verdad.
Por fin Harding se decidió a hablar con franqueza.
—Amigos, protestáis demasiado para que se pueda creer en la sinceridad de la protesta. En el fondo de vuestros tacaños corazoncitos, todos creéis que nuestra señorita Ángel de Piedad Ratched tiene toda la razón en todas sus suposiciones sobre McMurphy. Sabéis que no se equivoca, y yo también lo sé. ¿A qué negarlo? Seamos sinceros y reconozcamos a este hombre por lo que vale en vez de criticar su talento capitalista en secreto. ¿Qué hay de malo en que ganara algo con todo esto? Lo que es seguro es que nuestro dinero ha estado bien invertido, ¿o no? Es un tipo listo siempre dispuesto a ganarse un dólar si se presenta la ocasión. Nunca ha intentado ocultarlo, ¿verdad? ¿Por qué ocultarlo nosotros entonces? Su actitud respecto a estas argucias es franca y sincera y la apoyo totalmente, igual como apoyo nuestro querido y viejo sistema capitalista de la libre competencia individual, camaradas, estoy a su favor y a favor de su obstinada desfachatez y de la bandera americana, bendita sea, y del monumento a Lincoln y todo lo demás. No olvidéis el Maine, P. T. Barnum y el Cuatro de Julio. Me siento obligado a defender el honor de mi amigo como un buen timador americano, rojo, blanco y azul al ciento por ciento. Un buen chico, ya lo creo. McMurphy se avergonzaría hasta las lágrimas si descubriera algunos de los altruistas motivos que la gente ha querido ver detrás de sus triquiñuelas. Lo consideraría un insulto a su pericia profesional.
Metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos; al comprobar que se le habían terminado, le pidió uno a Fredrickson, lo encendió con rápido y estudiado gesto, y siguió hablando.
—Debo reconocer que al principio su actuación me desconcertó. Cuando rompió ese cristal… cielos, pensé, he aquí un hombre que realmente parece que quiere estar en este hospital, que no abandona a sus amigos y todo eso, hasta que comprendí que McMurphy lo hacía porque no quería perderse algo bueno. Está sacándole el máximo de provecho al período que le ha tocado pasar encerrado aquí. No hay que dejarse engañar por su comportamiento algo bruto; es un astuto hombre de negocios, desapasionado como el que más. Fijaos bien; todo lo que ha venido haciendo estaba bien meditado.
Billy no estaba dispuesto a ceder con tanta facilidad.
—Sí. ¿Y por qué me enseñó a bailar? —Apretaba los puños; y pude comprobar que se le habían cicatrizado casi por completo las quemaduras de cigarrillo del dorso de la mano y que en su lugar había dibujado unos tatuajes a base de chupar un lápiz indeleble—. ¿Qué me dices de eso, Harding? ¿Qué ga-ga-gana con enseñarme a bailar?
—No te alteres, William —replicó Harding—. Pero tampoco debes ser tan impaciente. Tómalo con calma y espera… y ya verás en qué acaba el asunto.
Al parecer, Billy y yo éramos los únicos que aún creíamos en McMurphy. Y, esa misma noche, Billy se apuntó al punto de vista de Harding cuando McMurphy volvió de hacer otra llamada y le dijo que la cita con Candy había quedado confirmada, para añadir luego, mientras le anotaba una dirección, que no sería mala idea enviarle un poco de pasta para el viaje.
—¿Pasta? ¿Di-di-dinero? ¿Cu-cu-cuánto?
Miró a Harding que le sonreía.
—Oh, ya sabes… unos diez pavos para ella y diez…
—¡Veinte dólares! El billete de autobús no vale ta-ta-tanto.
McMurphy le miró por debajo de la gorra, le lanzó una lenta sonrisa, luego se frotó el cuello con la mano y sacó una lengua reseca.
—Pero, amigo, comprende que estoy terriblemente sediento. Y lo más probable es que dentro de una semana aún lo esté más. ¿No te molestará que me traiga algo de beber, verdad Billy?
Y le lanzó una mirada tan inocente que Billy no tuvo más remedio que reírse, mover negativamente la cabeza, y correr a refugiarse en un rincón para comentar muy excitado los planes para el próximo sábado con el hombre al que seguramente tenía por un chulo.
Yo seguía con mis ideas —que McMurphy era un gigante venido del cielo para salvarnos del Tinglado que estaba cubriendo el país con una red de hilo de cobre y cristal, que era demasiado grande para prestarle atención a algo tan despreciable como el dinero— pero estuve a mitad de camino de pensar como los demás. Todo ocurrió así: estaba ayudando a trasladar las mesas a la sala de baños antes de una reunión de grupo, y se quedó absorto al verme de pie junto al panel de mandos.
—Cielo santo, Jefe —exclamó—, me parece que has crecido veinticinco centímetros desde que fuimos de pesca. Y, por todos los diablos, mira el tamaño de ese pie; ¡parece un vagón plataforma!
Bajé la vista y comprobé que mi pie tenía un tamaño que no recordaba, como si las palabras de McMurphy lo hubieran hecho crecer automáticamente.
—¡Y ese brazo! Es el brazo de un exjugador de rugby indio, o yo estoy ciego. ¿Sabes qué estoy pensando? Creo que deberías tomarle un poquito el pulso a este panel, sólo para comprobar si vas progresando.
Moví la cabeza y le dije que no, pero él replicó que habíamos hecho un trato y que tenía la obligación de hacer la prueba para poder comprobar si su sistema de desarrollo era eficaz. No supe cómo librarme de él, así que me dirigí al panel con la intención de demostrarle que no podía levantarlo. Me agaché y lo cogí por las manijas.
—Eso es, Jefe. Ahora incorpórate. Coloca las piernas bajo el culo, eso… Tranquilo… incorpórate ahora. ¡Auuup! Bueno, ya puedes dejarlo en el suelo.
Creí que habría quedado muy decepcionado, pero cuando retrocedí un par de pasos, vi que se deshacía en sonrisas, mientras me señalaba con el dedo el panel que había quedado desplazado unos quince centímetros.
—Más vale que lo dejes donde estaba, amigo, y que nadie se entere. Nadie debe enterarse todavía.
Luego, después de la reunión, mientras daba vueltas en torno a las mesas de pinacle, llevó la conversación hacia el tema de la fuerza y el coraje y el panel de mandos de la sala de baños. Creí que iba a contarles que me había ayudado a recuperar mi tamaño original; eso demostraría que no lo hacía todo por dinero.
Pero ni me mencionó. Parloteó hasta que Harding le preguntó si estaba dispuesto a levantarlo otra vez y él respondió que no, pero que el hecho de que él no pudiera hacerlo no significaba que fuera imposible. Scanlon dijo que tal vez sería posible levantarlo con una grúa, pero que no había hombre capaz de levantar esa cosa por sus propias fuerzas, y McMurphy hizo un gesto de asentimiento y dijo que tal vez, tal vez, pero nunca se podía estar seguro en casos como ese.
Observé cómo los manipulaba, cómo consiguió que formasen corro a su alrededor y asegurasen, no por Dios, no hay hombre vivo capaz de levantarlo… para acabar sugiriendo ellos mismos una apuesta. Observé cómo se mostraba muy reacio a apostar. Dejó que fueran aumentando la cantidad, los fue entusiasmando más y más hasta que cada uno había apostado cinco a uno que era imposible, algunos por un montante de hasta veinte dólares. En ningún momento comentó que ya me había visto levantarlo.
Toda la noche deseé que no siguiera adelante con esa apuesta. Y en la reunión del día siguiente, cuando la enfermera dijo que todos los que habían ido de pesca tendrían que tomar una ducha especial, pues había indicios de que teníamos parásitos, seguí abrigando la esperanza de que todo se arreglaría de algún modo, que nos haría ducharnos en el acto o algo… cualquier cosa con tal de no tener que levantar ese panel.
Pero, cuando terminó la reunión, McMurphy me condujo a la sala de baños junto con los demás, antes de que los negros pudieran echarle llave, y me hizo coger el panel por las manijas y levantarlo. No quería hacerlo, pero no tuve más remedio. Tenía la sensación de estarle ayudando a estafarles su dinero. Todos se mostraron joviales con él al pagar la apuesta, pero yo sabía cómo se sentían por dentro, como si les hubiera fallado lo que creían más seguro. En cuanto hube depositado el panel en su lugar, salí corriendo de la sala de baños sin siquiera mirar a McMurphy y me encerré en el lavabo. Quería estar a solas. Vi mi imagen en el espejo. Y comprobé que él había cumplido su promesa; mis brazos volvían a ser grandes otra vez, tan grandes como cuando iba al colegio, como en el poblado, y el pecho y los hombros eran anchos y fuertes. Estaba allí, mirándome, cuando él entró. Me tendió un billete de cinco dólares.
—Aquí tienes, Jefe, para chicle.
Moví la cabeza y me dispuse a salir del lavabo. Él me cogió por un brazo.
—Jefe, era sólo una muestra de amistad. Si crees que vas a sacarme más…
—¡No! Quédate con tu dinero, no lo quiero.
Dio un paso atrás, se metió los pulgares en los bolsillos y levantó la cabeza para examinarme. Se quedó un rato con los ojos fijos en mí.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué os habéis puesto todos a darme esquinazo?
No le respondí.
—¿No he cumplido mi promesa? ¿No te he hecho recuperar tu tamaño de hombre? ¿Qué os ha pasado conmigo de repente? Todos actuáis como si fuese un traidor a la patria.
—Siempre estás… ¡ganando!
—¡Ganando! Maldito imbécil, ¿de qué me acusas? No hago más que cumplir con el trato. Dime qué tiene de malo…
—Habíamos creído que no lo hacías para ganar…
Sentí que empezaba a temblarme la barbilla como me ocurre siempre antes de soltar el llanto, pero no lloré. Me quedé muy tieso, allí, frente a él, con la barbilla temblorosa. Abrió la boca para decir algo y luego se detuvo. Sacó los pulgares de los bolsillos y levantó la mano para apretarse el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como hacen a veces las personas que llevan gafas demasiado apretadas, y cerró los ojos.
—Ganar, Dios mío —exclamó con los ojos cerrados—. Has dicho ganar.