El doctor había enganchado algo en el fondo con su caña de profundidad y cuando por fin consiguió izarlo lo suficiente para que pudiéramos verlo, todos los que íbamos a bordo, excepto George, ya habíamos capturado al menos un pez; sólo logramos vislumbrar una silueta blancuzca, que luego volvió a zambullirse, pese a todos los esfuerzos del doctor por retenerla. En cuanto conseguía volverla a izar hasta la superficie, enrollando el hilo con tensos gruñidos y sin aceptar la ayuda que le ofrecían los demás, la pieza veía la luz y se apresuraba a zambullirse otra vez.
George no se tomó la molestia de volver a poner en marcha el motor, sino que bajó a explicarnos cómo limpiar el pescado sobre la borda y sacarle las tripas para que la carne resultara más dulce. McMurphy ató un trozo de carne en cada extremo de un metro de cordel, lo lanzó al aire y dos pájaros salieron volando juntos, «hasta que la muerte los separe».
Toda la popa de la barca y la mayoría de los que estábamos allí quedamos salpicados de rojo y plata. Algunos nos quitamos las camisas y las sumergimos en el agua para limpiarlas un poco. Así seguimos jugueteando, pescamos un poco, nos bebimos la otra caja de cervezas y estuvimos alimentando a los pájaros, hasta la tarde, mientras la barca se balanceaba suavemente entre las olas y el doctor luchaba con su monstruo de las profundidades. Se levantó el viento y el mar se rompió en mil pedazos verdes y plateados, como un campo de vidrio y cromo, y la barca comenzó a balancearse y a ladearse con más fuerza. George le indicó al doctor que tendría que izar su pez a bordo o cortar el sedal, porque se acercaba mal tiempo. No recibió respuesta. El doctor sólo dio un tirón más enérgico a la caña, se inclinó hacia delante, aflojó la cuerda, y luego volvió a enrollar.
Billy y la chica habían subido al puente y estaban charlando y contemplando el mar. Billy aulló que veía algo y todos corrimos a ese lado, y una ancha y blanca silueta comenzó a perfilarse claramente a unos diez o quince pies de profundidad. Resultaba curioso observar cómo subía, primero sólo un reflejo, luego una forma blanca como niebla bajo el agua, que iba cobrando consistencia, vida…
—¡Cielo santo —gritó Scanlon—, es la presa del doctor!
Estaba al otro lado de la barca, pero por la dirección del sedal podíamos ver que conducía directamente a la silueta bajo el agua.
—Jamás conseguiremos izarlo a bordo —declaró Sefelt—. Y el viento está arreciando.
—Es un gran rodaballo —dijo George—. Pueden llegar a pesar más de cien kilos. Hay que izarlos con una cabria.
—Tendremos que soltarlo, doctor —explicó Sefelt mientras le rodeaba los hombros con el brazo. El doctor no contestó; tenía el traje empapado de sudor entre las paletillas y los ojos enrojecidos de tanto rato de no usar las gafas. Siguió tirando hasta que el pez apareció en su lado de la barca. Estuvimos unos minutos mirando cómo lo izaba hacia la superficie y luego comenzamos a coger cuerda y a preparar el bichero.
Después de engancharlo, aún tardamos otra hora en izarlo hasta la popa del bote. Tuvimos que ensartarlo con las otras tres cañas, McMurphy se inclinó sobre la borda y lo cogió bajo la barriga, y con ayuda de una ola al fin se deslizó hasta la barca, blanco, transparente y plano, y cayó al fondo arrastrando al doctor.
—Toda una experiencia —dijo jadeante el doctor, aún tendido en el suelo, sin fuerzas ni para deshacerse del enorme pescado—. Ya lo creo… toda una experiencia.
La barca cabeceó y crujió todo el camino de regreso a la costa, mientras McMurphy nos contaba horribles historias de naufragios y tiburones. Las olas crecían a medida que nos acercábamos a la orilla y de las crestas se desprendían jirones de blanca espuma que revoloteaban por los aires para reunirse con las gaviotas. A la entrada del malecón, las olas se encrespaban por encima de la barca y George nos hizo poner los salvavidas a todos. Observé que todas las otras barcas de recreo ya estaban amarradas.
Faltaban tres chalecos y hubo un alboroto para decidir quiénes serían los tres que harían frente al temporal sin salvavidas. Finalmente, resultaron ser Billy Bibbit, Harding y George, que de todos modos no quería ponerse uno a causa de la mugre. Todos nos sorprendimos un poco de que Billy se ofreciese voluntariamente, de que, en cuanto descubrimos que faltaban chaquetas salvavidas, se quitase la suya y ayudase a la chica a ponérsela, pero aún nos extrañó más que McMurphy no insistiera en ser uno de los héroes; mientras duró el alboroto, se mantuvo apartado con la espalda contra la cabina, procurando mantenerse firme en el balanceo de la embarcación, contemplando a los muchachos sin abrir boca. Sólo sonreía y observaba.
Cruzamos la barra y caímos en un cañón de agua, con la proa apuntando hacia la siseante cresta de la ola que nos precedía y la popa hundida bajo la sombra de la ola que nos perseguía amenazadora, y todos nos agolpamos en la popa aferrados a la barandilla mientras paseábamos la mirada de la montaña de agua que teníamos detrás a la mole de rocas negras del malecón que se alzaba unos quince metros a la izquierda, y luego hacia George, de pie junto al timón. Permanecía muy erguido, como un mástil. Volvía todo el rato la cabeza, aceleraba, aflojaba, aceleraba otra vez, mientras mantenía el rumbo y nos hacía cabalgar al sesgo sobre el lomo de ola que nos precedía. Antes de iniciar la carrera ya nos había explicado que si saltábamos por encima de la cresta de la ola de delante, saldríamos disparados sin control en cuanto la hélice y el timón tocaran el agua, y si disminuíamos demasiado la marcha y nos dejábamos atrapar por la ola de detrás, esta rompería sobre la popa y nos dejaría caer diez toneladas de agua encima. Nadie bromeó ni intentó hacer mofa de la manera como giraba continuamente la cabeza como si estuviera montado sobre una placa giratoria.
Dentro del puerto, el agua se calmó otra vez, sólo la superficie aparecía algo encrespada, y pudimos ver que en el muelle, junto al almacén, nos esperaba el capitán acompañado de dos policías. Todos los mirones estaban a su alrededor. George enfiló hacia ellos a toda marcha y no se detuvo hasta que el capitán comenzó a agitar los brazos y a dar gritos mientras los policías y los mirones corrían escaleras arriba. Cuando parecía que la proa del barco iba a incrustarse contra el muelle, George hizo girar bruscamente el timón, puso marcha atrás y con un potente rugido lo arrimó contra los neumáticos como si estuviera acomodándolo en su cama. Cuando nos alcanzó el agua de la estela ya habíamos saltado a tierra y estábamos atando las amarras; la oleada balanceó a todas las embarcaciones de nuestro alrededor y se estrelló espumeante contra los muelles como si nos hubiéramos traído el mar a tierra con nosotros.
El capitán, los policías y los mirones se precipitaron escaleras abajo y corrieron a nuestro lado. El doctor se enfrentó de inmediato con ellos y les dijo a los policías que no tenían ninguna autoridad sobre nosotros, pues éramos una expedición legal, patrocinada por el gobierno, y en cualquier caso el asunto debería ser tramitado por una oficina federal. Además, tal vez decidiera solicitar una investigación sobre el número de chalecos salvavidas que había en la barca, suponiendo que el capitán decidiera armar jaleo. ¿No tenía la obligación de llevar un salvavidas por cada pasajero, según la ley? Al ver que el capitán no decía nada, los policías tomaron un par de nombres y se marcharon, murmurando entre dientes y bastante azorados, y en cuanto dejaron el muelle, McMurphy y el capitán comenzaron a discutir y a darse empellones. McMurphy estaba tan borracho que seguía balanceándose como si aún tuviera que mantener el equilibrio sobre las olas, resbaló sobre las maderas mojadas y cayó dos veces al mar antes de conseguir afianzar los pies lo suficiente para colocar un buen puñetazo en la calva cabeza del capitán y poner fin a la discusión. Todos nos sentimos mejor cuando el asunto estuvo concluido y el capitán y McMurphy salieron juntos a buscar más cerveza en el almacén mientras los demás sacábamos el pescado de la bodega. Los mirones se habían apostado en el muelle superior y nos observaban dando chupadas a las pipas que ellos mismos se habían tallado. Esperábamos que volvieran a hacer algún comentario sobre la chica y a decir verdad lo deseábamos, pero cuando por fin uno abrió la boca no fue para hablar de la chica sino del pescado, diciendo que era el salmón más grande que había visto sacar en las costas de Oregón. Los demás aseguraron que ciertamente así era. Y se acercaron lentamente para admirarlo. Le preguntaron a George dónde había aprendido a arrimar así una barca y descubrimos que George no sólo había navegado en pesqueros sino que también había sido capitán de un torpedero en el Pacífico y tenía una Cruz de la Marina.
—Debías haberte dedicado a la política —comentó uno de los mirones.
—Demasiado sucio —le explicó George.
La transformación que nosotros sólo intuíamos resultaba palpable para ellos; aquel no era el mismo hatajo de cobardicas del manicomio que esa mañana había aguantado todos sus insultos sin rechistar. No se excusaron claramente ante la chica por lo que le habían dicho, pero cuando le pidieron que les enseñara su pesca lo hicieron con una amabilidad casi empalagosa. Y cuando McMurphy y el capitán regresaron del almacén todos bebimos una cerveza de despedida.
Era tarde cuando emprendimos el regreso al hospital.
La chica dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Billy y cuando se incorporó a él se le había dormido el brazo de sostenerla durante tanto rato en esa incómoda posición, y ella le dio un masaje. Él le dijo que si le dejaban salir un fin de semana la invitaría a algún sitio, y ella explicó que podría venir a verle dentro de dos semanas si le decía a qué hora, y Billy miró a McMurphy sin saber qué contestar. McMurphy los rodeó a los dos con el brazo y dijo:
—Pongamos a las dos en punto.
—¿El sábado por la tarde? —preguntó ella.
Él le hizo un guiño a Billy y apretó la cabeza de la chica contra su brazo.
—No. A las dos de la noche del sábado. No hagas ruido y llama a esa misma ventana donde me viste esta mañana. Convenceré al enfermero de noche para que te deje entrar.
Ella asintió con una risita.
—McMurphy, bribón —dijo.
Algunos Agudos de la galería aún estaban despiertos, se habían levantado y daban vueltas cerca del retrete para comprobar si nos habíamos ahogado o no. Contemplaron nuestra entrada triunfal en el vestíbulo, manchados de sangre, tostados por el sol, apestando a cerveza y pescado, arrastrando el salmón como si fuésemos héroes conquistadores. El doctor les preguntó si querían salir a ver el rodaballo que tenía en el maletero del coche y todos fuimos, excepto McMurphy. Dijo que se sentía bastante agotado y que prefería tumbarse en la cama. Al salir, uno de los Agudos que no había venido de excursión preguntó cómo era posible que McMurphy tuviera un aspecto tan abatido y cansado, cuando los demás teníamos las mejillas encarnadas y aún rebosábamos excitación. Harding le quitó importancia y dijo que sólo se debía a que no estaba moreno.
—¿Os acordáis? McMurphy llegó aquí lleno de energías, había llevado una dura vida al aire libre en una granja correccional, su rostro estaba encallecido y rebosaba salud física. Simplemente hemos presenciado la desaparición de su magnífico bronceado psicopático. Eso es todo. Hoy tuvo una jornada agotadora —en la oscuridad del camarote, dicho sea de paso— mientras nosotros luchábamos contra los elementos y absorbíamos vitamina D. Naturalmente, el esfuerzo que ha hecho ahí abajo, debe haberle agotado lo suyo, pero pensadlo un momento, amigos. Personalmente, creo que hubiera preferido prescindir de un poco de vitamina D, a cambio de un poquito de agotamiento de ese. Especialmente si la pequeña Candy fuera mi jefe de grupo. ¿Me equivoco?
No dije nada, pero empezaba a preguntarme si tal vez tendría razón. Ya había advertido el agotamiento de McMurphy antes, en el viaje de regreso, cuando insistió en que pasáramos por el lugar donde había vivido de niño. Acabábamos de repartirnos la última cerveza, habíamos arrojado la lata vacía por la ventana en un stop y nos disponíamos a recostarnos y saborear las aventuras vividas, sumergidos en ese agradable sopor que nos invade después de una jornada de plena dedicación a algo que nos gusta, mitad insolación y mitad borrachera, resistiendo al sueño sólo por ganas de apurar esa sensación hasta el fin. Tuve la vaga impresión de que comenzaba a encontrarme en situación de poder ver algo del lado bueno de la vida que discurría a mi alrededor. McMurphy me estaba enseñando a hacerlo. No recordaba haberme sentido tan bien desde que era niño, cuando todo era hermoso y la tierra aún me cantaba baladas infantiles.
Habíamos tomado la ruta del interior, en vez de seguir a lo largo de la costa, con objeto de pasar por la ciudad donde McMurphy había pasado un más largo período en su itinerante vida. Descendimos por la ladera de una colina, convencidos de haber perdido el camino… cuando llegamos a un pueblo que abarcaba aproximadamente el doble de extensión que los terrenos del hospital. Cuando nos detuvimos, un viento penetrante había barrido el sol de las calles. McMurphy aparcó el coche junto a unas cañas y señaló con el dedo al otro lado de la carretera.
—Ahí. Es esa. Parece que hubiera brotado entre los hierbajos… la humilde morada de mis malbaratados años mozos.
Unos árboles deshojados, cada uno rodeado de una pequeña cerca, flanqueaban la calle sumida en la pálida luz de las seis de la tarde, más bien parecía que hubiesen caído sobre la acera cual rayos de madera, resquebrajando el cemento al chocar. Una hilera de estacas de hierro asomaba del suelo frente al patio lleno de hierbajos y detrás de todo eso se alzaba un caserón de madera con un porche, cual desvencijado hombro arrimado contra el viento para no salir rodando como una caja de cartón vacía y detenerse dos manzanas más abajo. El viento traía algunas gotas de lluvia, y observé que la casa tenía los ojos cerrados y en la puerta tintineaba un candado pendiente de una cadena.
En el porche colgaba uno de esos objetos de abalorios que los japoneses cuelgan de una cuerda —tañe y tintinea con la menor brisa de aire— al que sólo le quedaban cuatro cristales, que se agitaban y entrechocaban dejando caer una que otra esquirla sobre el enmaderado del porche.
McMurphy puso en marcha el motor.
—Sólo había vuelto una vez… hace mucho tiempo, el año que todos regresamos a casa del infierno de Corea. Vine de visita. Mis viejos aún vivían. Era un buen hogar.
Soltó el embrague y emprendió la marcha, aunque luego decidió detenerse otra vez.
—Dios mío —dijo—, fijaos ahí, ¿veis un vestido? —Señaló hacia atrás—. ¿En la rama de ese árbol? ¿Un jirón negro y amarillo?
Conseguí vislumbrar un pequeño objeto, como una bandera, que ondeaba en lo alto de las ramas, encima de un cobertizo.
—La primera chica que consiguió arrastrarme a una cama llevaba ese mismísimo vestido. Yo tenía unos diez años y ella tal vez menos, y acostarse parecía algo tan importante que le pregunté si no creía, si no sentía necesidad de anunciarlo de algún modo. Como, por ejemplo, explicarlo en casa, «Mamá, Judy y yo nos hemos comprometido hoy». Y lo decía en serio, si sería bobo; estaba convencido de que una vez terminado el acto, uno quedaba automáticamente casado, lo quisiera o no, y que no había forma de burlar la norma. Pero esa putilla —no tendría más de ocho o nueve años— cogió su vestido, que estaba tirado en el suelo, y dijo que podía quedármelo. «Puedes colgarlo en alguna parte y yo me iré a casa en bragas, será una manera de anunciarlo… ya lo entenderán», dijo. Cielo santo, a los nueve años —exclamó y extendió la mano para pellizcar la naricilla a Candy—, ya sabía mucho más que bastantes profesionales.
Ella le mordió la mano, riendo, y él examinó la señal.
—Bueno, el caso es que se fue a casa en bragas y yo esperé a que anocheciera para tener una oportunidad de deshacerme del maldito vestido en la oscuridad… pero ¿os habéis fijado en el viento?, pues cogió el vestido como si fuese una cometa y se lo llevó por encima de la casa y al día siguiente, ¡cielo santo!, apareció colgado de ese árbol, expuesto a las miradas de todo el pueblo, o eso creí.
Se chupó la mano, tan desconsolado, que Candy se rio y le dio un beso.
Así que como ya había izado mi bandera a partir de entonces, y hasta el día de hoy, he creído que lo mejor sería hacer honor a mi reputación de devoto amante y lo juro por Dios: esa criatura de nueve años que conocí en mi juventud es la responsable de todo.
Dejamos la casa atrás. McMurphy bostezó e hizo un guiño.
—Me enseñó a amar, bendita sea la muy puta.
Luego —mientras seguía parloteando—, las luces traseras de un coche que pasaba iluminaron su rostro y en el parabrisas se reflejó una expresión que sólo había podido ver la luz porque él suponía que ninguno de los que íbamos en el coche la vería en la oscuridad, una expresión terriblemente fatigada y tensa y enloquecida, como si apenas le quedara tiempo para algo que tenía que hacer…
Mientras su reposada, amable voz iba haciendo don de su vida para que pudiéramos hacerla nuestra, un jovial pasado lleno de diversiones infantiles, compañeros de juerga, adorables mujeres y peleas de bar por mezquinos honores… para que todos pudiéramos soñarlo como nuestro.