Cruzamos un puente sobre el Siuslaw. En el aire había la bruma necesaria para poder lamer el viento con la lengua y paladear el sabor del océano aún antes de verlo. Todos comprendieron que ya estábamos cerca y nadie dijo palabra hasta llegar al muelle.
El capitán que teóricamente debía llevarnos de pesca tenía una cabeza monda y lironda, de metal gris, empotrada en un negro jersey de cuello alto, como si fuera la torre blindada de un submarino. Nos puso en las narices el maloliente cigarro apagado que estaba chupando. De pie junto a McMurphy en el muelle de madera, tenía la mirada fija en el mar mientras iba hablando. Unos pasos más atrás, había un grupo de seis u ocho hombres con impermeables, sentados en un banco frente al almacén. El capitán hablaba muy alto para que, además de McMurphy que estaba al otro lado, le oyeran también los mirones que tenía detrás y con este propósito apuntaba su metálico vozarrón hacia algún punto impreciso entre uno y otros.
—No le dé más vueltas. Se lo dije claramente en la carta. Si no trae un volante que me exima de toda responsabilidad ante las autoridades competentes, no pienso salir —la cabeza esférica giró en la torre blindada de su jersey, apuntando el cigarro en dirección a nuestro grupo—. Fíjese en eso. Una pandilla como esa en alta mar, sería capaz de saltar por la borda como ratas. Los familiares podrían demandarme y quedarse todo lo que tengo en concepto de indemnización. No puedo correr ese riesgo.
McMurphy le explicó que la otra chica tenía que haber arreglado los papeles en Portland. Uno de los tipos que estaba recostado en el almacén gritó:
—¿Qué otra chica? ¿Es que Rubiales no es capaz de ocuparse de todo el grupo?
McMurphy no le prestó la menor atención y continuó discutiendo con el capitán, pero se notaba que la chica estaba molesta. Los hombres junto al almacén no dejaban de mirar mientras se susurraban cosas por lo bajo. Todo nuestro grupo lo advirtió, incluido el doctor, y nos avergonzamos de no hacer nada. Ya no éramos la pandilla de bravucones que había actuado tan gallardamente en la gasolinera.
McMurphy dejó de discutir cuando comprendió que no lograría convencer al capitán y se volvió un par de veces, mientras se pasaba la mano por los cabellos.
—¿Cuál es la barca que tenemos alquilada?
—Es esta. La Alondra. Nadie pondrá ni un pie en ella hasta que tenga ese papel. Nadie.
—No tengo el propósito de alquilar una barca para pasarme el día contemplando como se balancea junto al muelle —dijo McMurphy—. ¿Tiene un teléfono en su almacén? Vamos a ver si conseguimos aclarar este asunto.
Subieron los peldaños a grandes zancadas hasta llegar a la plataforma sobre la que se alzaba el almacén y desaparecieron por la puerta, dejándonos solos en un apretado grupo, mientras la pandilla de mirones seguía mirando, haciendo comentarios y riendo por lo bajo y dándose golpecitos en la espalda. El viento agitaba las barcas y las golpeaba contra los húmedos neumáticos que colgaban del muelle con un sonido que parecía que también se burlaba de nosotros. El agua reía cantarina bajo las tablas y el rótulo que colgaba sobre la puerta del almacén con las palabras «CONTRATACIÓN DE MARINEROS - CAPITÁN BLOCK» crujía y rechinaba cuando el viento lo balanceaba en sus oxidados ganchos. Los mejillones adheridos a las pilastras, a un metro de la superficie del agua, en la línea de la marea alta, silbaban y chasqueaban bajo el sol.
El viento se había tornado frío y perverso y Billy Bibbit se quitó la chaqueta verde y se la ofreció a la chica; ella se la puso encima de su fina camisetita. Uno de los mirones no dejaba de gritar:
—¿Eh, Rubiales, te gustan esos pájaros? —tenía los labios de color de riñón y bajo los ojos se veían unas líneas azuladas donde el viento había incrustado las venas en la piel.
—Eh, Rubiales —gritaba con voz aguda y cansada—, eh, Rubiales… eh, Rubiales… eh, Rubiales…
Nos apretamos unos contra otros para protegernos del viento.
—Dime, Rubiales, ¿por qué te han encerrado a ti?
—Uf, no está encerrada, Perce, ¡forma parte del tratamiento!
—¿Es cierto eso, Rubiales? ¿Te han contratado como parte del tratamiento? ¿Eh, Rubiales?
Ella levantó la cabeza y nos miró con unos ojos que parecían preguntar dónde estaba la pandilla de matones que había visto antes y por qué no salíamos en su defensa. Nadie reaccionó ante la mirada. Toda nuestra valentía acababa de desaparecer por aquellas escaleras con un brazo sobre los hombros del capitán calvo.
Ella se subió el cuello de la chaqueta, se la cerró sujetándola con ambas manos y se alejó tanto como pudo de nosotros, en dirección al otro extremo del muelle. Nadie la siguió. Billy Bibbit tembló bajo el frío aire y se mordió el labio. Los tipos del almacén volvieron a murmurar algo y soltaron una nueva carcajada.
—Pregúntaselo, Perce… vamos.
—Eh, Rubiales, ¿les hiciste firmar un papel eximiéndote de toda responsabilidad? Tengo entendido que la familia podría demandarte si uno de esos chicos se cayera y se ahogase mientras estaba a bordo. ¿No lo habías pensado? Te convendría más quedarte aquí con nosotros, Rubiales.
—Ya lo creo, Rubiales, mi familia no te demandará. Te lo prometo. Quédate con nosotros, Rubiales.
Me pareció sentir el agua en los pies, mientras el muelle se hundía en la bahía bajo el peso de nuestra vergüenza. No podíamos estar fuera con la gente. Quería que McMurphy regresara y les dijera cuatro frescas a esos tipos, como se merecían, y luego nos llevara de vuelta al lugar que nos correspondía.
El hombre de los labios color riñón cerró su navaja, se puso de pie, se sacudió las virutas de madera del pantalón y bajó las escaleras.
—Vamos, Rubiales, ¿qué haces tú con todos estos locos?
Ella se volvió y lo miró desde el otro extremo del muelle, luego nos observó a nosotros, y era fácil adivinar que estaba considerando la posibilidad de aceptar la invitación, cuando se abrió la puerta del almacén y McMurphy pasó rozando a todo el grupo y bajó las escaleras.
—Arriba, marineros, ¡todo está arreglado! Todo está perfectamente claro y hay carnada y cerveza a bordo.
Le dio una palmada a Billy en el trasero y comenzó a soltar las amarras.
—El Viejo Capitán Block sigue pegado al teléfono, pero nos iremos en cuanto aparezca. George, a ver si eres capaz de calentar ese motor. Scanlon, tú y Harding desatad esa cuerda. ¡Candy! ¿Qué haces ahí? Date prisa, cariño, nos vamos.
Nos abalanzamos hacia la barca, contentos de que algo nos permitiera alejarnos de la fila de mirones. Billy cogió a la chica de la mano y la ayudó a subir a bordo. George canturreaba en el puente frente al panel de mandos mientras iba indicándole a McMurphy los botones que debía girar o apretar.
—Sí, a estas barcas, nosotros las llamábamos «vomitaderas» —le explicó a McMurphy—, son tan fáciles de conducir como un automóvil.
El doctor titubeó un momento antes de embarcarse y contempló el grupo de mirones que se agolpaba junto a las escaleras, frente el almacén.
—Randle, no sería mejor esperar… a que el capitán…
McMurphy lo agarró por las solapas y lo tiró directamente del muelle a la barca como si fuese un niño.
—Sí, Doc —dijo—, ¿esperamos a que el capitán qué? —Se puso a reír como si estuviera borracho, mientras parloteaba muy excitado y nervioso.
—¿Esperamos a que salga el capitán y nos diga que el número de teléfono que le he dado es el de una casa de citas de Portland? Ya lo creo. ¡Vamos, George, maldito seas; ocúpate de esos aparatos y sácanos de aquí! ¡Sefelt! Suelta esa cuerda, venga. George, vamos.
El motor tosió y se paró en seco, volvió a toser como si quisiera despejarse la garganta y luego rugió a todo pulmón.
—¡Yupii! Allá vamos. Échale carbón, George, ¡todos preparados para rechazar cualquier abordaje!
La barca desprendió un chorro de humo blanco y agua, y entonces se abrió de golpe la puerta del almacén y apareció la cabeza del capitán, que se lanzó escaleras abajo como si arrastrara su cuerpo y el de los otros ocho tipos. Todos bajaron al muelle como un rayo y se detuvieron al borde de la espuma que comenzó a bañarles los pies, mientras George enfilaba la barca camino de alta mar; el mar era nuestro.
Un súbito bandazo de la barca había arrojado a Candy de rodillas, y Billy se inclinó a ayudarla, al mismo tiempo que se excusaba por su comportamiento en el muelle. McMurphy bajó del puente y preguntó si los dos tenían ganas de que los dejaran solos para charlar de los viejos tiempos, y Candy miró a Billy y este no tuvo más remedio que mover la cabeza y tartamudear. McMurphy dijo que, en ese caso, lo mejor sería que él y Candy bajasen a ver si había algún boquete y que los demás ya nos las arreglaríamos solos por un rato. Se detuvo junto a la puerta que conducía al camarote, guiñó un ojo y nombró capitán a George, y a Harding segundo de a bordo, y dijo: «No os preocupéis, amigos», y desapareció tras la chica.
El viento amainó y el sol se hizo más fuerte y empezó a prestar un brillo cromado a toda la mitad oriental de las grandes olas verdes. George enfiló el barco directamente mar adentro, a toda marcha, y los muelles y el almacén se fueron perdiendo de vista a nuestras espaldas.
Los chicos habían estado charlando con excitación de nuestro acto de piratería, pero al cabo de poco rato todos se callaron. La puerta del camarote se abrió una vez más lo suficiente para que una mano empujara fuera una caja de cerveza, y Billy nos abrió una a cada uno con un abridor que encontró entre los aparejos. Empezamos a beber y contemplamos la tierra que se iba hundiendo detrás de nosotros.
Cuando estábamos aproximadamente una milla mar adentro, George aminoró la marcha a lo que él llamaba ritmo de pesca, apostó a cuatro tipos en las cuatro cañas situadas en la popa, y los demás nos tendimos al sol sobre el camarote o el puente, nos quitamos las camisas y observamos cómo los otros intentaban lanzar el anzuelo. Harding dijo que cada uno tenía que permanecer junto a la caña hasta que picara algo y luego debía cambiar de puesto con otro que aún no hubiera probado suerte. George estaba de pie junto al timón y oteaba a través del parabrisas cubierto de una costra de sal, mientras gritaba instrucciones sobre cómo manejar los carretes y los hilos y cómo poner un arenque en el anzuelo y a qué distancia y qué profundidad había que lanzar:
—Y que uno coja la caña número cuatro y le ponga doce onzas de plomo —ahora mismo os explico cómo— y vamos a por ese pez grande que hay ahí en el fondo, ¡qué caramba!
Martini corrió a mirar sobre la borda y se quedó con los ojos muy fijos en el agua, en la dirección en que se perdía su sedal.
—Oh. Oh, Dios mío —dijo, pero lo que sea que viese estaba a demasiada profundidad para los ojos de los demás.
Otras barcas deportivas faenaban junto a la costa, pero George en ningún momento dio señal de querer unirse a ellas; seguía pasándolas a todas sin parar, rumbo a alta mar.
—Ya veréis —dijo—. Iremos donde van las barcas profesionales, donde está la pesca de verdad.
Las olas iban deslizándose bajo nosotros, verde esmeralda por un lado, color cromado por el otro. Sólo se oían los estallidos y el ronroneo del motor, que se perdía y volvía a reaparecer, al compás de las olas que cubrían de agua el escape y luego volvían a dejarlo al descubierto, y el gracioso chillido desamparado de los pajarillos negros que se preguntaban el camino unos a otros. Aparte de eso, silencio. Unos dormían y otros miraban el agua. Llevábamos casi una hora avanzando a marcha lenta cuando la punta de la caña de Sefelt se arqueó y tocó el agua.
—¡George! ¡George, por Dios, échame una mano!
George no quiso ni tocar la caña; sonrió y le dijo a Sefelt que soltara sedal y que levantara la punta, que la levantara, ¡y que le diera fuerte a ese bribón!
—¿Y si tengo un ataque? —chilló Sefelt.
—Pues, mira, te colgaremos de un anzuelo y te usaremos como cebo —dijo Harding—. Vamos, dale fuerte a ese bribón, como te ha dicho el capitán, y no te preocupes del ataque.
El pez relució bajo el sol a unos diez metros de la barca, un surtidor de escamas plateadas, a Sefelt se le saltaban los ojos y el espectáculo del pez le entusiasmó tanto que soltó la caña y el sedal golpeó contra la barca como si fuera una goma elástica.
—¡Levántala, te he dicho! Le estás ayudando a zafarse, ¿no lo ves?, tienes que levantar la punta… ¡levántala más! Habías atrapado una buena pieza, caramba.
Sefelt tenía la mandíbula blanca y temblorosa cuando por fin le cedió la caña a Fredrickson.
—De acuerdo… ¡pero si coges un pez con un anzuelo en la boca, es mío!
Yo estaba tan excitado como los demás. No había pensado pescar, pero después de ver cómo se debatía el salmón, tenso como el acero en el extremo del sedal, bajé del techo del camarote, me puse la camisa e hice cola junto a una caña.
Scanlon empezó a recoger apuestas a ver quién cogía el pez más grande y quién atrapaba al primero, veinte centavos cada uno que quisiera tomar parte, y casi no había tenido tiempo de meterse el dinero en el bolsillo cuando Billy sacó un extraño objeto que parecía un sapo de dos kilos lleno de espinas como un puercoespín.
—Eso no es un pescado —dijo Scanlon—. No puedes cobrar por eso.
—Ta-ta-tampoco es un pa-pa-pájaro.
—Eso es un bacalao ling —nos dijo George—. Resulta sabroso cuando se le han quitado las espinas.
—Lo ves. Es un pescado. P-p-p-págame.
Billy me cedió su caña, cogió su dinero, fue a sentarse junto al camarote donde estaba McMurphy con la chica y se quedó mirando la puerta cerrada con aire pensativo.
—Me gu-gu-gu-gustaría que hubiera cañas para todos —dijo, con la espalda apoyada contra la pared del camarote.
Me senté, cogí la caña y observé cómo desaparecía el sedal bajo la estela. Olfateé el aire y sentí cómo las cuatro latas de cerveza que me había tomado provocaban cortocircuitos en docenas de cables de mi cuerpo; a nuestro alrededor, las crestas plateadas de las olas relucían y centelleaban al sol.
George nos gritaba que miráramos allá lejos, que allí estaba justo lo que andábamos buscando. Me incliné para echar un vistazo, pero sólo vi un gran tronco que flotaba a la deriva y muchas gaviotas que revoloteaban y se zambullían junto al tronco, cual hojas negras en medio de un torbellino. George aumentó un poco la marcha y puso proa hacia el punto donde revoloteaban los pájaros y con la velocidad de la barca mi sedal se balanceaba de tal modo que hubiera resultado imposible identificar una picada.
—Esos pájaros, esos cormoranes están persiguiendo un banco de «peces vela» —nos explicó George desde el timón—. Son unos pececitos blancos del tamaño de un dedo. Si se secan luego arden igualito que una vela. Son un buen alimento para los otros peces. Y podéis apostar que si encontráis un banco de estos «peces vela» también encontraréis unos cuantos salmones plateados en pleno banquete.
Se metió de lleno entre los pájaros, esquivó el tronco, y de pronto las suaves laderas cromadas se resquebrajaron a nuestro alrededor con las zambullidas de los pájaros y las carreras de los pececillos y en medio de todo esto se veía surcar de vez en cuando el dorso azul plateado del salmón. Observé que uno de los lomos en forma de torpedo cambiaba de rumbo y se dirigía claramente hacia un punto situado a unos diez metros de la punta de mi caña, justo donde debía estar mi arenque. Tensé los brazos, con el corazón palpitante, y entonces sentí el tirón en los dos brazos como si alguien hubiera golpeado la caña con un mazo y mi sedal salió disparado del carrete bajo mi pulgar enrojecido como si estuviera lleno de sangre.
—¡Arrastra, arrastra! —me gritó George, pero yo no entendía nada de eso, por lo que seguí apretando el sedal con el pulgar hasta que aquel recuperó su color amarillo y luego, poco a poco, se detuvo. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que las otras tres cañas también se agitaban como la mía, y todos los chicos bajaban excitados del techo del camarote y se esforzaban por metérsenos entre las piernas.
—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Levanta la punta! —seguía gritando George.
—¡McMurphy! Ven a ver esto.
—Que Dios te bendiga Fred, ¡has cogido mi pescado!
—¡McMurphy, necesitamos ayuda!
Oí la risa de McMurphy y, por el rabillo del ojo, lo vi de pie en la puerta del camarote, aparentemente sin la menor intención de hacer nada, y mi pescado me tenía demasiado ocupado para entretenerme pidiéndole ayuda. Todos le gritaban que hiciera algo, pero seguía inmóvil. Hasta el doctor, que tenía la caña de profundidad, le pidió auxilio. Y McMurphy no hacía más que reír. Finalmente Harding comprendió que no haría nada, por lo que cogió el bichero e izó mi pescado con gesto preciso y airoso como si lo hubiera hecho toda la vida. Es tan grande como mi pierna, pensé, ¡como un pilar! Nunca cogimos uno tan grande en la cascada, pensé. ¡No para de saltar en el fondo de la barca como un arco iris embravecido! Nos salpica de sangre y esparce escamas que parecen pequeñas monedas de plata, y temo que pueda saltar por la borda. McMurphy se niega a prestarnos ninguna ayuda. Scanlon agarra el pez y lo reduce por la fuerza para impedir que salte otra vez al mar. La chica sube corriendo a cubierta y grita que le toca a ella, qué carajo, y me quita la caña de las manos y me clava tres veces el anzuelo mientras intento atarle un arenque.
—¡Jefe, por todos los santos, nunca había visto tanta parsimonia! Ugh, le está sangrando el dedo. ¿Le mordió ese monstruo? Que alguien le cure el dedo al Jefe… ¡rápido!
—Allá vamos otra vez —grita George y yo lanzo el sedal por la popa y veo desaparecer el reflejo del arenque bajo la oscura silueta gris azulada de un salmón y el sedal se desenrolla otra vez con un silbido. La chica estrecha la caña entre los brazos y aprieta los dientes.
—¡Oh, no, no te escaparás, maldito! ¡Oh, no…! Se ha puesto de pie, aprisiona el extremo de la caña en la entrepierna y la sujeta con ambos brazos bajo el carrete y la manivela del carrete golpea su cuerpo mientras gira para soltar cuerda:
—¡Oh, no, no te escaparás!
Aún lleva la chaqueta verde de Billy, pero el carrete se la ha abierto de un tirón y todo el mundo advierte que ha desaparecido la camiseta que llevaba antes; todos miran, mientras intentan no perder su captura y le hacen quites a mi salmón que brinca en el fondo de la barca, ¡y la manivela del carrete sigue zarandeándole el seno a tal velocidad que el pezón no es más que una borrosa mancha roja!
Billy corre en su ayuda. No se le ocurre más que situarse detrás y ayudarle a apretar aún más la caña entre sus pechos hasta que por fin el carrete se detiene frenado únicamente por la presión de su carne. En este momento está tan erguida y sus pechos se ven tan duros que creo que ella y Billy podrían retirar las manos y los brazos de la caña, que esta seguiría bien sujeta.
Toda esta actividad se desarrolla en poco más de un segundo, ahí en alta mar —los gritos y palabrotas de los hombres que se debaten e intentan vigilar sus cañas mientras contemplan a la muchacha; la sangrienta batalla entre Scanlon y mi salmón que se agita a los pies de los demás; todos los sedales enredados y desenrollándose en todas direcciones mientras las gafas del doctor con su cinta se han quedado enganchadas de un sedal y cuelgan a unos tres metros de la popa; los peces que pican veloces como el rayo, y la chica que maldice a todo pulmón y ahora se ha quedado contemplando sus senos desnudos, uno blanco y el otro de un rojo que escuece— y George que pierde de vista el rumbo y la barca va a dar contra el tronco y se para el motor.
Entretanto, McMurphy ríe. Con el cuerpo cada vez más inclinado sobre el techo del camarote, deja que sus carcajadas se propaguen sobre el mar: se ríe de la chica, de los muchachos, de George, de mí con mi dedo ensangrentado en la boca, del capitán que se ha quedado en el muelle y del tipo de la bicicleta y de los empleados de la gasolinera y de las cinco mil casas y de la Gran Enfermera, de todo, en fin. Porque sabe que es preciso reírse de las cosas para mantener el equilibrio, para impedir que el mundo acabe enloqueciéndote. Sabe que las cosas tienen su lado triste; sabe que me escuece el pulgar y que su amiguita se ha lastimado el pecho y que el doctor ha perdido las gafas, pero no quiere que el dolor empañe el humor, lo mismo que no permitiría que el humor empañase el dolor.
Advierto que Harding se ha dejado caer junto a McMurphy y también se ríe. Y Scanlon ríe en el fondo de la barca. Se ríen de ellos mismos y también de los demás. Y la chica, con los ojos aún llenos de lágrimas, mientras mira alternativamente el seno blanco y el otro enrojecido, también empieza a reírse. Y Sefelt y el doctor y todos reímos.
Comenzó suavemente y fue adquiriendo cada vez más fuerza, mientras los hombres se iban creciendo y creciendo. Yo los observaba, metido entre ellos, riendo con ellos… y, sin embargo, no completamente con ellos. Estaba fuera de la barca, el viento me encumbraba sobre las aguas y cuando bajaba la vista me veía allí abajo con los otros muchachos, veía la barca que se balanceaba en medio de las zambullidas de los pájaros, veía a McMurphy rodeado de su grupo de doce y veía cómo ellos, nosotros, iban esparciendo sus carcajadas tintineantes en círculos cada vez más amplios sobre las aguas, más y más amplios, hasta que la risa rompió contra las playas de toda la costa, contra las playas de todas las costas, oleada, tras oleada, tras oleada.