¡Dos prostitutas vendrían de Portland para llevarnos a pescar en alta mar! Resultaría difícil estarse en la cama hasta que se encendiesen las luces del dormitorio, a las seis y media.

Fui el primero en levantarme y en seguida corrí a mirar la lista colgada en el tablón de anuncios, junto a la Casilla de las Enfermeras, para comprobar si realmente figuraba mi nombre en ella. APUNTARSE PARA LA EXCURSIÓN DE PESCA habían escrito arriba, con grandes letras de molde, luego seguía la firma de McMurphy, que encabezaba la lista, a continuación figuraba Billy Bibbit, el primero después de McMurphy, el tercero era Harding y el cuarto Fredrickson, y continuaba la lista hasta llegar al número diez, que aún seguía vacante. Mi nombre estaba allí, en último lugar, junto al número nueve. Era cierto que saldría del hospital para ir de pesca con dos prostitutas; tenía que repetírmelo una y otra vez para poder creerlo.

Los tres negros se pusieron delante de mí y repasaron la lista con sus dedos grises, descubrieron mi nombre y se volvieron a mirarme con una sonrisa burlona.

—¿Pero quién creéis que puede haber apuntado al Jefe Bromden para esta barrabasada? Los indios no saben escribir.

—¿Y de dónde has sacado que saben leer?

Tan de mañana, el almidón aún estaba fresco y conservaba toda su rigidez y sus brazos crujían en los blancos uniformes, como si fuesen alas de papel. Me hice el sordo a sus burlas, como si no me enterase de que se estaban riendo, pero cuando sacaron una escoba para que les hiciera la limpieza del pasillo, les volví la espalda y regresé al dormitorio, diciéndome para mis adentros: ¡Que se vayan al cuerno! Un tipo que va a salir de pesca con dos prostitutas de Portland no tiene por qué aguantar esas guarradas.

Me asustaba un poco la idea de darles la espalda, pues era la primera vez que me rebelaba contra una orden de los negros. Me volví y vi que venían detrás de mí con la escoba. Probablemente me hubieran seguido hasta el dormitorio y hubieran conseguido acorralarme, de no ser por McMurphy; estaba armando tal alboroto, corriendo entre las camas y golpeando con una toalla a los que debían salir de excursión, que los negros decidieron que tal vez resultase demasiado arriesgado hacer una incursión en el dormitorio por el simple hecho de conseguir alguien para barrer un pequeño tramo de pasillo.

McMurphy se había calado la gorra en la frente, imitando a un capitán de barco, los tatuajes que asomaban bajo las mangas de su camiseta se los habían hecho en Singapore. Se paseaba de un lado a otro dando voces como si estuviera sobre la cubierta de un barco y silbando con la mano ahuecada.

—¡A cubierta, marineros, a cubierta, si no queréis que os despelleje vivos!

Golpeó con los nudillos la mesilla de noche situada junto a la cama de Harding.

—Son las seis y todo va bien. Ni un bandazo. A cubierta. Pies en tierra y manos fuera.

Advirtió mi presencia, junto a la puerta, y fue a darme una palmada en la espalda como si fuese un tambor.

—Mirad al Gran Jefe; todo un ejemplo de buen marinero y gran pescador: en pie antes del alba en busca de gusanos rojos para el anzuelo. Haríais bien en seguir su ejemplo, hatajo de destripaterrones. ¡Ha llegado el gran día! ¡Tirad las mantas y hagámonos a la mar!

Los Agudos comenzaron a gruñir y a debatirse contra los embates de su toalla, y los Crónicos se despertaron y miraron a su alrededor con los rostros azules por la falta de sangre, que les llegaba difícilmente a causa de las sábanas demasiado apretadas sobre su pecho; sus ojos recorrieron el dormitorio y finalmente todos quedaron fijos en mi persona, echándome débiles y acuosas miradas de viejo, con el rostro anhelante y curioso. Se quedaron mirando cómo me ponía ropas de abrigo para el viaje, mientras yo me sentía incómodo y también algo culpable. Comprendían que yo era el único Crónico escogido para tomar parte en la excursión. Me miraban —todos esos viejos que llevaban años soldados a sus sillas de ruedas, con catéteres que les corrían piernas abajo, como raíces que los fijaban para siempre al lugar donde estaban—, me miraban, e instintivamente sabían que yo también saldría. Y eran capaces de sentirse un poco celosos por no figurar entre los escogidos. Lo sabían porque el hombre ya estaba tan desarraigado de su persona que había dado paso a los viejos instintos animales (algunas noches, los viejos Crónicos se despiertan de pronto, antes de que nadie haya advertido que ha muerto alguien en el dormitorio, levantan la cabeza y aúllan), y eran capaces de sentirse celosos porque aún tenían lo suficiente de hombres como para recordar.

McMurphy salió a echar un vistazo a la lista y al volver intentó conseguir que se apuntase otro Agudo; recorrió la hilera de camas con tipos aún acostados, con la cabeza bajo las sábanas, y empezó a golpearles y a explicarles la fantástica experiencia que sería encontrarse entre las olas y las embestidas de un mar viril con un yo-hi-ho y una botella de ron[7].

—Arriba, holgazanes, me falta un tripulante, necesito otro maldito voluntario…

Pero no consiguió convencer a nadie. La Gran Enfermera los había asustado con sus descripciones de los recientes temporales y de los muchos barcos que habían naufragado; ya parecía que no conseguiríamos ese último tripulante cuando, media hora más tarde, George Sorensen se acercó a McMurphy en la cola del desayuno, mientras esperábamos a que abrieran el comedor.

Era un gran sueco nudoso y desdentado que los negros llamaban George Rub-a-Dub, debido a su manía por la higiene; avanzó por el pasillo arrastrando los pies, mientras escuchaba lo que ocurría detrás de él, de modo que los pies avanzaban más deprisa que la cabeza (siempre se inclinaba hacia atrás de este modo, a fin de mantener la cara lo más apartada posible de su interlocutor), se detuvo frente a McMurphy y murmuró algo tapándose la boca con la mano. George era muy tímido. Resultaba imposible verle los ojos, de tan hundidos que estaban bajo su frente, y se cubría casi todo el resto de la cara con su manaza. Su cabeza se balanceaba como un nido de cuervos en lo alto de su espina dorsal, que más bien parecía un mástil. Siguió mascullando, tras su mano, hasta que McMurphy se la apartó para dar paso a las palabras.

—Y bien, George, ¿qué decías?

—Los gusanos rojos —estaba diciendo—. La verdad es que no creo que sirvan… no para el salmón.

—¿Sí? —dijo McMurphy—. ¿Gusanos rojos? Es posible que esté de acuerdo contigo, George, si me explicas de qué gusanos rojos me estás hablando.

—Creo que hace poco le oí decir que el señor Bromden había ido a buscar gusanos rojos para el anzuelo.

—Tienes razón, viejo, ya lo recuerdo.

—Y yo le digo que esos gusanos no le traerán buena suerte. Este es el mes de los grandes salmones… no lo dude. Necesitan arenque. No lo dude. Cojan unos cuantos arenques y pónganlos en el anzuelo y eso les dará buena suerte.

Levantaba la voz al final de cada frase —suerte— como si estuviera haciendo una pregunta. La gran barbilla, que esa mañana se había fregoteado hasta arrancarse la piel, hizo un par de gestos afirmativos frente a McMurphy y luego le obligó a dar media vuelta y le hizo avanzar hasta el último extremo de la cola, al final del pasillo. McMurphy le dijo que volviera.

—Un momento, George, hablas como si entendieras bastante de pesca.

George dio media vuelta y se acercó otra vez a McMurphy, arrastrando los pies y con la cabeza tan inclinada hacia atrás que parecía como si los pies se le hubiesen deslizado por debajo.

—Ya lo creo, no lo dudes. Trabajé veinticinco años en la pesca del salmón, desde Half Moon Bay hasta Puget Sound. Veinticinco años… hasta que empecé a ensuciarme de ese modo.

Extendió las manos para que viésemos cuan sucias estaban. Todos se acercaron a mirar. Yo no vi mugre pero sí vi las profundas cicatrices grabadas en las blancas palmas de tanto tirar miles de kilómetros de sedal al mar. Nos dejó mirar un momento, luego cerró las manos y las escondió rápidamente bajo la chaqueta del pijama como si nuestras miradas pudiesen ensuciarlas, y se quedó allí, sonriéndole a McMurphy con unas encías blancas como tocino salado.

—Tenía un buen pesquero; de apenas doce metros, pero de tres metros y medio de calado y de buena madera de teca y de roble. —Empezó a balancearse con tal convicción que casi le hacía dudar a uno de que el piso estuviera recto—. ¡Un buen pesquero, ya lo creo!

Iba a marcharse, pero McMurphy volvió a retenerle.

—Diablos, George, ¿por qué no nos dijiste que eras pescador? He estado hablando de este viaje como si fuera el Viejo del Mar, pero, y que quede entre tú y yo y esa pared de ahí, debo decirte que el único barco que he pisado fue el acorazado Missouri y todo lo que sé de pesca es que prefiero comer el pescado a limpiarlo.

—Limpiar es fácil, si alguien te explica cómo.

—Válgame Dios, George, serás nuestro capitán; seremos tu tripulación.

George retrocedió, al tiempo que movía la cabeza.

—Esos barcos están terriblemente sucios ahora… todo está terriblemente sucio.

—No te preocupes por eso. Tenemos un barco especialmente esterilizado, tan limpio como los dientes de un mastín. No te ensuciarás, George, porque tú serás el capitán. No tendrás que poner la carnada en el anzuelo; te limitarás a ser el capitán y a darnos órdenes a los estúpidos destripaterrones… ¿te va?

Por la manera como se retorcía las manos debajo de la camisa, advertí que a George le atraía la idea, pero seguía diciendo que no podía correr el riesgo de ensuciarse. McMurphy hizo todo lo posible por convencerle, pero George aún seguía moviendo la cabeza cuando la llave de la Gran Enfermera se introdujo en la cerradura del comedor y su figura apareció por la puerta con su gran cesto de mimbre lleno de sorpresas, recorriendo la fila con una sonrisa automática y un buenos días para cada uno. McMurphy advirtió que George se echaba hacia atrás y fruncía el ceño a su paso. Cuando estuvo lejos, McMurphy volvió la cabeza y lanzó una intensa mirada hacia George.

—George, todo eso que la enfermera ha estado diciendo de la mala mar y de los enormes peligros de la excursión… ¿qué me dices de eso?

—El mar puede ponerse muy malo, sin duda, puede embravecerse mucho.

McMurphy miró a la enfermera que desaparecía en la casilla, luego posó otra vez los ojos en George. Este se retorcía las manos bajo la camisa más frenéticamente que nunca, observando los rostros que le contemplaban en silencio.

—¡Qué diablos! —gritó de pronto—. ¿Creéis que ella podrá asustarme con sus cuentos del mar? ¿Eso creéis?

—Ah, yo no diría eso, George. Pero, he pensado que si no nos acompañas y por casualidad hay una terrible tormenta, lo más probable es que no sepamos qué hacer en alta mar, ¿te das cuenta? Ya he dicho que no sé nada de navegación y te diré otra cosa: ¿sabes esas dos mujeres que van a venir a buscarnos? ¿Sabes que le dije al doctor que eran dos tías mías, viudas de pescadores? Bueno, ninguna ha navegado más que sobre el asfalto. Resultarán de tan poca utilidad como yo si hay problemas. Te necesitamos, George. —Sacó un cigarrillo y preguntó—: ¿Tienes diez dólares, por casualidad?

George movió negativamente la cabeza.

—No, ya me parecía a mí. Bueno, qué demonios, ya hace días que perdí la esperanza de ganar algo con esto. Ahí va. —Se sacó un lápiz del bolsillo de su chaqueta verde, lo frotó contra la manga para limpiarlo y se lo tendió a George—. Si aceptas ser nuestro capitán, te dejaremos venir por cinco.

George nos miró de nuevo, mientras fruncía pensativo el entrecejo. Por fin, mostró las encías en una desteñida sonrisa y cogió el lápiz.

—¡Maldita sea! —dijo y salió, lápiz en ristre, para apuntarse en el último lugar de la lista.

Después del desayuno, McMurphy se detuvo en el pasillo y escribió C-A-P-T junto al nombre de George.

Las prostitutas se retrasaron. Todos pensábamos que no se presentarían ya, cuando McMurphy dio un grito desde la ventana y todos nos abalanzamos a mirar. Dijo que allí estaban, pero sólo se veía un coche, en vez de los dos que esperábamos, y sólo una mujer. Cuando llegó al aparcamiento, McMurphy la llamó a través de la tela metálica y ella se acercó cruzando el césped.

Era más joven y más bonita de lo que nadie esperaba. Todos se habían enterado de que las chicas eran prostitutas en vez de tías, y se habían imaginado toda suerte de cosas. Algunos de los más religiosos no estaban nada contentos con la perspectiva. Pero, al verla cruzar el césped a paso ligero con sus ojos verdes fijos en la galería y su pelo atado en una larga cola de caballo que se balanceaba a cada paso como un muelle de cobre reluciente bajo el sol, lo único que pensamos fue que era una chica, una hembra que no iba vestida de blanco de pies a cabeza como si la hubiesen bañado en hielo, y lo de menos era cómo se ganaba la vida.

Corrió directamente hacia la ventana donde estaba apostado McMurphy tras la tela metálica, introdujo los dedos en la rejilla y se apretó contra ella. La carrera la había hecho jadear y cada vez que respiraba parecía que fuera a estallar la tela metálica. Lloriqueó un poco.

—McMurphy, oh, maldito McMurphy…

—Tranquila. ¿Dónde está Sandra?

—Tiene problemas, chico, no puede venir. Pero tú, maldita sea, ¿estás bien?

—¡Tiene problemas!

—La verdad es que… —la chica se sonó la nariz y soltó una risita—… la pobre Sandra se ha casado. ¿Te acuerdas de Artie Gilfillian, de Beaverton? ¿El que siempre se presentaba en las fiestas con alguna cosa asquerosa en el bolsillo, una culebra o un ratón blanco o algo por el estilo? Un perfecto maníaco…

—¡Oh, válgame Dios! —masculló McMurphy—. ¿Y cómo voy a meter a diez tipos en un solo cochino Ford, Candy, cariño? ¿Cómo creen que voy a arreglármelas Sandra y esa culebra de Beaverton?

La chica parecía pensar una respuesta cuando el altavoz dio un chasquido y la voz de la Gran Enfermera anunció a McMurphy que si deseaba hablar con su amiga lo mejor sería que esta se presentase en la puerta principal, como era debido, en vez de molestar a todo el hospital. La chica se apartó de la ventana y salió rumbo a la puerta principal, y McMurphy se separó de la tela metálica y se dejó caer en una silla, con la cabeza gacha.

—¡Que me aspen! —dijo.

El negro bajito le abrió a la chica la puerta de la galería y se olvidó de echarle la llave otra vez (seguro que más tarde ello le valdría una buena regañina), y la chica avanzó ondulante por el pasillo, pasó frente a la Casilla de las Enfermeras, donde todas habían aunado esfuerzos para petrificar sus meneos con una mirada glacial colectiva, y entró en la sala de estar, seguida a pocos pasos por el doctor. Este, que se dirigía a la Casilla de las Enfermeras con unos papeles, levantó los ojos hacia la chica, volvió a hundirlos en los papeles, luego los fijó otra vez en ella, y se puso a buscar las gafas con ambas manos.

Cuando llegó al centro de la sala de estar, la chica se detuvo, y entonces advirtió que la rodeaba un círculo de cuarenta hombres vestidos de verde con los ojos desorbitados, el silencio era tan grande que se podía oír el gruñido de las tripas y, a lo largo de la hilera de los Crónicos, se oía el sonido, pop, de los catéteres al desprenderse.

Se quedó quieta un minuto, mientras buscaba a McMurphy con la mirada, y todos pudimos contemplarla a placer. Una nube de humo azul pendía del techo sobre su cabeza; creo que los aparatos sufrieron un cortocircuito en toda la galería, al querer adaptarse a su súbita aparición: hicieron sus cálculos electrónicos y descubrieron que, simplemente, no estaban preparados para encargarse de semejante fenómeno en la galería y se quemaron, como un suicidio mecánico.

Llevaba una camiseta blanca como la de McMurphy, pero mucho más pequeña, zapatillas de tenis blancas y pantalones Levis cortados más arriba de las rodillas, sería para que la sangre pudiera circular hasta sus pies, y la tela parecía muy insuficiente, teniendo en cuenta todo lo que tenía que cubrir. Un número mucho mayor de hombres debía haberla visto con bastante menos ropa, pero, dadas las circunstancias, se agitó nerviosa como una colegiala en un escenario. Nadie habló mientras la contemplábamos. Martini susurró que se veía la fecha de las monedas que tenía en el bolsillo de los Levis, tan apretados los llevaba, pues estaba más cerca y podía verla mejor que los demás.

Billy Bibbit fue el primero en levantar la voz, aunque no exactamente para emitir una palabra, sino un bajo, casi doloroso silbido que la describía mejor que cualquier frase. Ella rio y le dio las gracias, y él se puso tan encarnado que ella también se ruborizó, en señal de simpatía, y volvió a reír. Esto desencadenó una gran actividad. Todos los Agudos se acercaron e intentaron hablarle a la vez. El doctor tiró a Harding de la chaqueta, preguntándole quién era. McMurphy se levantó de su silla y se le acercó, abriéndose paso entre la muchedumbre, y cuando ella lo vio se echó en sus brazos y dijo:

—McMurphy, bribón —y luego se sintió cohibida y se ruborizó una vez más. Cuando se ruborizaba no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, lo juro.

McMurphy le presentó a todo el mundo y ella estrechó todas las manos. Cuando le tocó el turno a Billy, volvió a agradecerle su silbido. La Gran Enfermera se escurrió fuera de la casilla, con una sonrisa, y le preguntó a McMurphy cómo esperaba que pudiéramos meternos diez en un coche, y él preguntó si no podría tomar prestado algún coche del personal y conducir él mismo a un grupo, y ella citó una norma que lo prohibía, exactamente como todos esperábamos. Dijo que, a menos que otro conductor firmase un Formulario de Responsabilidad, la mitad de la tripulación tendría que quedarse. McMurphy le explicó que tendría que pagar cincuenta malditos dólares para cubrir la diferencia; tendría que devolverles el dinero a los que no fueran.

—Entonces tal vez lo mejor será anular esa excursión —dijo la enfermera—, y reembolsar todo el dinero.

—Ya he alquilado el barco; ¡el tipo ya ha cobrado setenta dólares!

—¿Setenta dólares? No me diga… Creí haberle oído decir a los pacientes que tenía que recoger cien dólares, más diez que pondría usted, para financiar la excursión, señor McMurphy.

—Pensaba pagar la gasolina para el viaje de ida y vuelta.

—Pero, eso no suma treinta dólares, ¿verdad?

Le lanzó una sonrisa, toda amabilidad, mientras esperaba su respuesta. Él levantó las manos al cielo y miró al techo.

—Vaya, no se le escapa ni una, señorita Fiscal del Distrito. Desde luego, pensaba guardarme lo que sobrase. No creo que los chicos le dieran ninguna importancia. Supuse que podía cobrarme todas las molestias…

—Pero sus planes han fallado —dijo ella. Seguía sonriéndole, toda simpatía—. No puede triunfar en todas sus pequeñas especulaciones, Randle, y, a decir verdad, creo que sus éxitos ya han sido más que suficientes —se quedó pensando en algo de lo que no me cabía la menor duda que volveríamos a oír hablar—. Sí. No hay un Agudo en la galería que no le haya firmado un pagaré en uno u otro momento, en pago de algún «trato» de los suyos, ¿no cree, pues, que esta pequeña derrota tampoco resulta tan terrible?

Y entonces se interrumpió en seco. Advirtió que McMurphy ya no la escuchaba. Estaba observando al doctor. Y el doctor estaba admirando la camiseta de la rubia como si no existiese nada más en el mundo. La sonrisa alicaída de McMurphy se transformó y le inundó la cara al ver el trance del doctor, se encasquetó la gorra, se plantó a su lado de un par de zancadas y le dio un sobresalto al ponerle la mano en el hombro.

—Por todos los santos, doctor Spivey, ¿ha visto alguna vez cómo se debate el salmón en el anzuelo? Uno de los espectáculos más fascinantes de los siete mares. Dime. Candy preciosa, te gustaría explicarle al doctor todo lo de la pesca de altura y demás…

Entre los dos, McMurphy y la chica no tardaron ni dos minutos en convencer al doctorcito que cerró su oficina y reapareció por el pasillo, embutiendo papeles en una cartera.

—Puedo resolver un montón de papeleo en el barco —le explicó a la enfermera y pasó de largo a toda prisa, sin darle tiempo a responder, y el resto de la tripulación salió tras él, más lentamente, lanzando sonrisas a la enfermera que se había quedado de pie junto a la puerta de la casilla.

Los Agudos que no venían se agolparon en la puerta de la sala de estar, diciéndonos que no trajéramos la pesca hasta que estuviera limpia, y Ellis libró las manos de los clavos que lo sujetaban a la pared, estrechó la de Billy Bibbit y le dijo que se portara como un pescador de hombres.

Y Billy, con los ojos fijos en las chinchetas de latón de los Levis de la chica que en ese momento salía de la sala de estar, guiñó un ojo y le dijo a Ellis que se fuera al diablo con esas tonterías de pescar hombres. Se reunió con los demás en la puerta y el negro bajito nos dejó pasar, echó la llave, y salimos al exterior.

El sol que asomaba entre las nubes teñía de un color rosáceo la fachada de ladrillo del hospital. Una tenue brisa iba derribando las escasas hojas que aún quedaban en las encinas y las iba amontonando pulcramente contra la verja de alambre en espiral. Unos pajaritos pardos se posaban de vez en cuando sobre la verja; cuando un montón de hojas chocaba contra ella, los pájaros se elevaban arrastrados por el viento. A primera vista, parecía que, al chocar contra la verja, las hojas se convertían en pájaros que salían volando.

Era un espléndido día de otoño impregnado del olor de las hojas secas al quemarse y lleno del griterío de los niños que daban puntapiés a las pelotas y del ronroneo de pequeños aviones, y todos deberíamos alegrarnos por el mero hecho de estar fuera. Pero nos quedamos muy quietos, formando un silencioso grupo, con las manos en los bolsillos, mientras el doctor iba a buscar su coche. Un grupo silencioso, que observaba cómo los automovilistas aminoraban la marcha al pasar camino del trabajo para mirar a todos aquellos lunáticos con sus uniformes verdes. McMurphy advirtió nuestro malestar e intentó subirnos los ánimos con bromas y chistes de doble sentido dirigidos a la chica, pero, por el contrario, eso nos hizo sentir aún peor. Todos pensábamos qué sencillo sería volver a la galería y decir que habíamos decidido que la enfermera tenía razón; con un viento como ese, seguro que el mar estaría demasiado agitado.

Llegó el doctor y todos subimos y nos pusimos en marcha, yo, George, Harding y Billy Bibbit subimos en el coche de McMurphy y la chica, Candy; y Fredrickson, Sefelt, Scanlon, Martini, Tadem y Gregory siguieron detrás, en el coche del doctor. Todos estábamos terriblemente callados. Nos detuvimos en una gasolinera, como a un kilómetro del hospital; el doctor llegó a continuación. Fue el primero en bajar, y el hombre de la gasolinera se acercó a paso ligero, con una gran sonrisa, mientras se secaba las manos con un trapo. Luego dejó de sonreír y pasó de largo junto al doctor para mirar qué había en los coches. Retrocedió, secándose aún las manos con el trapo manchado de aceite, y frunció el entrecejo. El doctor agarró nervioso la manga del tipo, sacó un billete de diez dólares y se lo introdujo en la mano como si estuviera plantando una mata de tomates.

—Ah, ¿podría llenar los dos depósitos de normal? —preguntó el doctor. Encontrarse fuera del hospital le ponía tan nervioso como a los demás—. Ah, ¿por favor?

—Esos uniformes —dijo el hombre de la gasolinera—, ¿son del hospital que hay aquí cerca, verdad? —Miró a su alrededor para ver si encontraba una llave inglesa u otro objeto contundente a mano y se situó junto a un montón de cajas de botellas de gaseosa vacías—. Ustedes son de ese manicomio.

El doctor buscó sus gafas y también nos miró, como si hasta entonces no se hubiera fijado en los uniformes.

—Sí. Quiero decir, no. Somos, son del manicomio, pero trabajan allí, no son pacientes, claro que no. Trabajan allí.

El hombre miró de reojo al doctor, y a los demás, y salió a decirle algo al oído a su compañero que estaba más atrás, entre las máquinas. Estuvieron hablando un minuto, y el otro tipo le preguntó a gritos al doctor que quiénes éramos, él repitió que trabajábamos en el manicomio, y los dos tipos soltaron una carcajada. Adiviné por su risa que habían decidido vendernos la gasolina —probablemente sería floja, sucia y diluida y nos cobrarían el doble del precio normal—, pero eso no me hizo sentir mejor. Vi que todos estaban bastante incómodos. La mentira del doctor nos hizo sentir aún peor; no tanto a causa de la mentira, sino más bien por la verdad.

El segundo tipo se acercó al doctor, con una sonrisa.

—¿Dijo que la quería Extra, señor? Seguro. ¿Y qué le parece si le revisamos los filtros del aceite y los limpiaparabrisas?

Era más alto que su amigo. Se inclinó sobre el doctor como si le estuviera confiando un secreto.

—Quién lo diría: se ha comprobado que un ochenta y ocho por ciento de los coches que recorren actualmente las carreteras deberían cambiar el filtro del aceite y el limpiaparabrisas.

Su sonrisa estaba cubierta de tizne a causa de los años que llevaba extrayendo bujías con los dientes. Seguía inclinado sobre el doctor, que se retorcía bajo la sonrisa, esperando que reconociera que estaba en un apuro.

—Por cierto, ¿sus trabajadores no necesitarán gafas de sol por casualidad? Tenemos unas Polaroid muy buenas.

El doctor sabía que estaba atrapado. Pero, cuando ya abría la boca, dispuesto a ceder y decir sí, como usted diga, se oyó un chirrido y la capota del coche comenzó a plegarse. McMurphy se debatía y maldecía la capota acordeonada, mientras intentaba levantarla más deprisa de lo que podía accionarla el mecanismo. Saltaba a la vista que estaba furioso, por la manera como zarandeaba y golpeaba la capota que se iba elevando lentamente; cuando por fin la tuvo bien imprecada y consiguió ponerla en su lugar, saltó fuera del coche por encima de la cabeza de la chica, se interpuso entre el doctor y el tipo de la gasolinera y miró su boca ennegrecida con un solo ojo.

—Basta de bromas, amigo, queremos normal, como ya ha dicho el doctor. Llene los dos depósitos de normal. Y eso es todo. Nada de todas esas otras porquerías. Y tendrá que descontarnos tres centavos sobre la tarifa normal porque somos una expedición patrocinada por el gobierno.

El tipo no se movió.

—¿Sí? Creí haberle oído decir, aquí, al doctor, que no eran pacientes.

—Vamos, vamos, ¿no has notado que sólo era una amable precaución para no asustaros con la verdad? El doctor no hubiera mentido si fuésemos pacientes corrientes, pero no somos unos locos cualquiera, todos estamos recién salidos de la galería de locos criminales y nos trasladan a San Quintín, donde cuentan con instalaciones más adecuadas. ¿Ves a ese pecoso de ahí? Bueno, aunque parezca salido de una cubierta del Saturday Evening Post es un maníaco artista de la navaja que mató a tres hombres. El que está a su lado es el Gran Lunático, más impulsivo que un jabalí. ¿Ves a ese grandullón? Es un indio y liquidó a tres tipos a golpes de pico porque intentaron estafarle cuando les vendía unas pieles de rata almizclera. Levántate para que puedan verte, Jefe.

Harding me hundió un dedo en las costillas y yo me puse de pie en el coche. El tipo se protegió los ojos del sol y se me quedó mirando, sin decir palabra.

—Oh, no es una pandilla demasiado simpática, lo reconozco —dijo McMurphy—, pero es una excursión bien planificada, legal, autorizada y patrocinada por el gobierno y tenemos derecho a un descuento preceptivo, igual que si fuésemos del FBI.

El tipo volvió a mirar a McMurphy y este se metió los pulgares en los bolsillos, se echó hacia atrás y se le quedó mirando por encima de la cicatriz de su nariz. El tipo se volvió para comprobar si su compañero seguía apostado junto a la caja de botellas vacías, luego le devolvió la sonrisa.

—Unos clientes difíciles, ¿no es así, Rojo? ¿Así que será mejor que aflojemos y hagamos lo que nos mandas, eso quieres decir? Muy bien, pero dime una cosa, Rojo, ¿por qué te han encerrado a ti?, ¿intentaste asesinar al Presidente?

—No pudieron probarlo, viejo. Me cogieron con malas artes. Maté a un tipo en un combate de boxeo, sabes, y empecé a tomarle gusto a la cosa.

—¿Uno de esos asesinos con guantes de boxeo, es eso lo que insinúas, Rojo?

—Yo no he dicho tal cosa, ¿a que no? Nunca me he acostumbrado a esos almohadones que usan los demás. No, no fue en un encuentro televisado desde el Madison Square Garden; soy más bien un boxeador aficionado.

El tipo se metió los pulgares en los bolsillos como si hiciera mofa de McMurphy.

—Yo más bien diría que eres un bravucón aficionado.

—Bueno, yo no he dicho que las bravuconadas no fueran otra especialidad mía, ¿eh? Pero quiero que te fijes en esto —acercó las manos a los ojos del tipo, rozándole casi la nariz, y las hizo girar lentamente, exhibiendo las palmas y los nudillos—. ¿Crees que tendría los garfios tan estropeados si sólo me hubiera dedicado a fanfarronear? ¿Qué me dices, viejo?

Tardó un buen rato en apartar las manos de la cara del tipo, por si este tenía algo que replicar. El tipo miraba las manos, luego a mí, luego otra vez las manos. Cuando quedó claro que por el momento no tenía ningún comentario urgente en el buche, McMurphy se alejó en dirección al otro tipo que estaba apoyado en la caja, le arrancó el billete del doctor de la mano y se encaminó a la tienda de comestibles situada junto a la gasolinera.

—Tomad nota de lo que vale la gasolina y mandad la factura al hospital —gritó—. Pienso dedicar este dinero a adquirir bebidas para los hombres. Creo que nos vendrán mejor que los limpiaparabrisas y los filtros de aceite al ochenta por ciento.

Cuando volvió todos estábamos envalentonados como gallitos de pelea e íbamos dando órdenes a los tipos de la gasolinera, diciéndoles que comprobaran el aire de la rueda de recambio, que limpiasen los cristales y que sacasen esa caquita de pájaro de la capota, por favor, como si fuéramos los amos del lugar. Cuando el tipo grandullón no dejó el cristal delantero a satisfacción de Billy, este le hizo regresar en el acto.

—No ha li-li-limpiado b-b-b-bien aquí donde quedó aplastado ese bi-bi-bi-bicho.

—No ha sido un bicho —dijo el tipo enfurruñado, mientras rascaba la mancha con la uña—, fue un pájaro.

Martini le gritó desde el otro coche que no podía ser un pájaro.

—Estaría lleno de plumas y huesos si hubiera sido un pájaro.

Un hombre que pasaba en bicicleta se paró a preguntar qué significaban los uniformes verdes; ¿éramos de algún club? Harding se incorporó de inmediato y le respondió.

—No, amigo, no. Somos orates del hospital que hay aquí cerca, psico-cerámicas, los cacharros rotos de la humanidad. ¿Quiere que le descifre un Rorschach? ¿No? ¿Tiene prisa? Oh, se ha ido. Qué lástima —se volvió a McMurphy—. Jamás se me había ocurrido que la enfermedad mental podía tener una faceta de poder, poder. Te das cuenta: es posible que cuanto más loco esté un hombre, mayor poder pueda adquirir. Hitler sería un ejemplo. Increíble, ¿verdad? Buena materia de reflexión.

Billy le abrió una lata de cerveza a la chica y ella lo aturulló tanto con su ancha sonrisa y su «Gracias, Billy», que empezó a abrir latas para todos.

Mientras tanto las personas pasaban presurosas por la acera, con las manos cruzadas en la espalda.

Me hundí en el asiento, con una sensación de plenitud y satisfacción, mientras bebía la cerveza a pequeños sorbos; oía cómo me bajaba la cerveza por el cuerpo: sssst-sssst. Había olvidado que podían existir sonidos y sabores agradables como el sonido y el sabor de una cerveza al tragarla. Tomé otro gran sorbo y miré a mi alrededor para comprobar si había olvidado otras cosas en esos veinte años.

—¡Anda! —dijo McMurphy, mientras apartaba a la chica del volante y la apretaba contra Billy—. ¡Fijaos como se traga el alcohol el Gran Jefe!… —y lanzó el coche carretera adelante, obligando al doctor a hacer chirriar las ruedas para no perdernos de vista.

Nos había demostrado lo que se podía conseguir con un poco de ánimo y valor, y creíamos que también nos había enseñado a hacer uso de él. Nos pasamos todo el camino de la costa chanceándonos y fingiendo que éramos valientes. Cuando nos deteníamos ante un semáforo y la gente se quedaba mirando nuestros uniformes verdes, hacíamos exactamente lo mismo que él, nos sentábamos muy tiesos, procurando mostrarnos duros, y los mirábamos fijamente con una amplia sonrisa hasta que se les paraba el motor y se les empañaban los cristales y cuando cambiaban las luces aún seguían allí, muy aturdidos al pensar que habían tenido a esa feroz pandilla de monos a menos de un metro, y sin ninguna posibilidad de pedir auxilio. McMurphy nos condujo a los doce hasta el océano.