Me sorprendió un poco recordar todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía rememorar un buen fragmento de mi infancia. Me fascinaba pensar que aún era capaz de hacerlo. Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas tijeras abiertas como unas grandes fauces.

Me metí rápidamente bajo las mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera, que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz, pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rio solo, muy bajito.

—Um-mmmm. Cielo santo. Jo. ¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.

McMurphy oyó mascullar al negro y se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama, a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y luego se incorporó del todo.

—Que me aspen si no es él, correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad con un par de tijeras y una bolsa de papel.

El negro dio un salto y enfocó la linterna directamente a los ojos de McMurphy.

—Vamos, explícate, Sam: ¿qué demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?

—Duérmete, McMurphy. Es asunto mío y a nadie más le importa.

McMurphy abrió los labios con una lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.

—Una de las tareas del servicio de noche —explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable— es mantener limpia la zona del dormitorio.

—¿A media noche?

—McMurphy, tenemos colgado un cartel con el título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!

—Podías haber cumplido con el equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?, en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que haría si se enterase?

El negro se incorporó y se sentó en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.

—Bueno, te explicaré qué pasa con este chicle —dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo compinche—. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar su chicle el Jefe Bromden —nunca tenía dinero para la cantina, nunca había visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz Roja—, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.

Se arrodilló otra vez, levantó un poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.

—¿Qué te parece? ¡Apostaría algo a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!

Eso le hizo gracia a McMurphy. Se echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún lugar, donde lo recogería más tarde.

—¿Jefe? —susurró McMurphy—. Quiero que me digas una cosa. —Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años—: «Oh, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un día a otro?».

Al principio me enfurecí mucho. Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.

—¿«Será dura de mascar —siguió cantando en un susurro— cuando vayas a buscarla de mañana»?

Pero después de pensarlo un poco, empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por mi propio comportamiento.

—«El problema me preocupa, alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a oootro?».

Sostuvo largo rato esa última nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento, McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir, «Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un lagarto o una serpiente…

—Sabor a frutas, es todo lo que puedo ofrecerte por el momento, Jefe. Le gané este paquete a Scanlon jugando a la rayuela.

Y se volvió a su cama.

De momento, no dijo nada más. Estaba incorporado, con la cabeza apoyada en el codo, y me miraba como antes observara al negro, esperando que yo hiciera algún comentario. Cogí el paquete de chicle que había caído sobre el cubrecama y le dije: Gracias.

No sonó muy bien porque tenía la garganta oxidada y la lengua agrietada. Comentó que estaba un poco desentrenado, y eso le hizo reír. Intenté reír con él, pero sólo me salió un chillido, como el de un polluelo que intenta piar por primera vez. Parecía más bien sollozo que carcajada.

Me dijo que no debía impacientarme, que si quería practicar un poco, podía escucharme hasta las seis y media. Dijo que un hombre que llevaba tanto tiempo callado tendría probablemente bastantes cosas que decir y se recostó en la almohada y esperó. Estuve un minuto pensando qué podría decirle, pero lo único que se me ocurrió fueron cosas de esas que un hombre no puede decirle a otro, porque no suena bien cuando se pone en palabras. Cuando advirtió que era incapaz de decir nada, cruzó las manos bajo la nuca y comenzó a hablar él.

—¿Sabes una cosa, Jefe?, ahora mismo estaba pensando en una vez que estuve en el valle de Willamette… Recogía guisantes en las afueras de Eugene y me consideraba muy afortunado con ese trabajo. Era a principios de los años treinta y muy pocos chicos conseguían encontrar trabajo. Lo obtuve después de demostrarle al patrón que era capaz de recoger guisantes al mismo ritmo y con la misma perfección que cualquier adulto. Era el único chico del grupo. Todos los demás eran personas mayores. Y después de intentar hablarles un par de veces, descubrí que no pensaban escucharme, pues a fin de cuentas no era más que un esmirriado pelirrojo. Así que cerré la boca. Me molestó tanto que no me escuchasen que no volví a decir palabra en las cuatro semanas que estuve trabajando en ese campo; mientras, me afanaba a su lado, escuchando su cháchara sobre tal o cual tío o primo. O su comadreo sobre el que no había venido a trabajar ese día, cuando se daba el caso. Cuatro semanas sin decir ni pío. Hasta que creo que llegaron a olvidar que sabía hablar, los muy cerdos. Esperé a que llegara el momento propicio. Entonces, el último día, empecé a desembuchar y le dije exactamente a cada uno todo lo que su compinche había estado murmurando de él en su ausencia. ¡Huuuy, cómo me escucharon! Al final se liaron en una gran discusión y se armó tal escándalo que perdí la bonificación de un cuarto de centavo de dólar por libra recogida, que me correspondía por no faltar ni un día al trabajo, pues ya tenía mala fama en la ciudad y el patrón de los guisantes alegó que seguramente yo era el causante del alboroto, aunque no pudiera demostrarlo. Lo maldije también a él. No mantener cerrada la boca me costó unos veinte dólares. Pero valió la pena.

Se rio solo un rato, recordando lo sucedido, luego volvió la cabeza en la almohada y me miró.

—Me pregunto si también estarás esperando que llegue el momento propicio para cantarles las cuarenta, Jefe.

—No —le dije—. Sería incapaz de hacerlo.

—¿Incapaz de darles su merecido? Es más fácil de lo que crees.

—Tú eres… mucho más alto, más fuerte, que yo —musité.

—¿Cómo dices? No te he oído bien, Jefe.

Tragué un poco de saliva con gran esfuerzo.

—Eres más alto y más fuerte que yo. Tú, sí podrías hacerlo.

—¿Yo? ¿Estás de broma? Cáspita, mírate: le pasas una cabeza a cualquier hombre de la galería. No hay ni un tipo aquí al que no puedas darle mil vueltas, ¡es la pura verdad!

—No. Soy demasiado esmirriado. Antes era alto, pero ya no lo soy. Tú abultas el doble que yo.

—Vamos, ¿estás loco o qué? Lo primero que vi al entrar en este lugar fue tu figura, sentado en esa silla, imponente como una maldita montaña. Te lo digo en serio, he vivido en Klamath, en Texas y Oklahoma y en toda la región de Gallup, y te puedo jurar que eres el indio más alto que he visto en mi vida.

—Soy del desfiladero del Columbia —dije, y él se quedó esperando que continuase—. Mi Papá era un verdadero Jefe y se llamaba Tee Ah Millatoona. Su nombre significa El-Pino-Más-Alto-de-la-Montaña, y no vivíamos en una montaña. Era terriblemente alto cuando yo era niño. Mi madre llegó a doblarle en estatura.

—Debiste tener una mamá gigantesca. ¿Cómo era de alta?

—Oh… muy, muy alta.

—Quiero decir, ¿cuánto medía?

—¿Cuánto medía? Un tipo que vino al carnaval le echó un vistazo y dijo que debía medir un metro setenta y que pesaba unos cincuenta y cinco kilos, pero eso fue porque acababa de verla. Aumentaba constantemente de tamaño.

—¿Sí? ¿Como cuánto?

—Llegó a ser más grande que Papá y yo juntos.

—¿De pronto un día empezó a crecer, eh? Bueno, siempre se aprende algo: jamás oí hablar de una mujer india a la que le ocurriera algo parecido.

—No era india. Era una mujer de la ciudad, de Los Rápidos.

—¿Y cómo se llamaba? ¿Bromden? Ya, ahora comprendo, un momento —se quedó reflexionando un instante y luego dijo—: ¿Y las mujeres de la ciudad que se casan con un indio han hecho una mala boda, eh? Sí, creo que ya comprendo.

—No. No fue sólo ella quien le hizo empequeñecer. Todos se lanzaron sobre él porque era alto y fuerte y no quería ceder y hacía lo que le venía en gana. Todos se confabularon contra él, igual que aquí se han confabulado contra ti.

—¿Quiénes, Jefe? —preguntó en voz muy baja, repentinamente preocupado.

—El Tinglado. Lo estuvo acosando durante años. Era grande y fuerte y fue capaz de resistir durante cierto tiempo. Querían que habitásemos en viviendas controladas. Querían quitarnos las cascadas. Incluso se habían infiltrado en la tribu y lo acosaban. En la ciudad, lo apalearon en un callejón y una vez le cortaron el pelo. Oh, el Tinglado es grande… enorme. Se resistió largo tiempo, hasta que mi madre le empequeñeció tanto que ya no fue capaz de seguir luchando y se rindió.

Después de oír estas palabras McMurphy permaneció un largo rato callado. Luego se incorporó, apoyándose en el codo, volvió a mirarme y preguntó por qué le habían pegado en un callejón y yo le dije que para hacerle comprender que le esperaban cosas aún peores si no firmaba los papeles y lo cedía todo al gobierno.

—¿Qué querían que cediera al gobierno?

—Todo. La tribu, el poblado, las cataratas…

—Ahora lo recuerdo; estás hablando de las cataratas donde los indios solían pescar salmón con arpón… hace ya mucho tiempo. Sí. Pero si no recuerdo mal a la tribu le pagaron una gran cantidad de dinero.

—Eso es lo que le dijeron. Él les replicó: ¿Cuánto vale la forma de vida de un hombre? ¿Cuánto vale su manera de ser? No lo entendieron. Ni en la tribu lo comprendieron. Vinieron todos a nuestra puerta, con todos aquellos billetes en la mano, y querían que les dijera qué debían hacer. Le pidieron que les invirtiera el dinero, o que les dijera dónde podían ir, o que comprase una granja. Pero ya se había empequeñecido demasiado. Y se había vuelto demasiado borracho, también. El Tinglado lo había destrozado. Derrotan a todo el mundo. También te derrotarán a ti. No pueden permitir que alguien tan grande como Papá ande suelto por ahí, a menos que sea uno de ellos. Es fácil comprobarlo.

—Sí, supongo que sí.

—Por eso no debías haber roto esa ventana. Ahora han comprendido que eres grande. Ahora tendrán que domarte.

—¿Cómo se doma un mustang, eh?

—No, no, escucha. No te doman de ese modo; ¡te atacan por donde no puedes defenderte! ¡Te meten cosas dentro! Te instalan cosas. En cuanto comprenden que vas a ser un gran tipo se ponen manos a la obra y te incorporan sus asquerosos mecanismos desde que eres niño, ¡y no paran hasta que consiguen programarte!

—No te excites, amigo; sssst.

—Y si te resistes, te encierran en algún lugar y te meten en vereda…

—Tranquilo, Jefe, tranquilo. Cálmate un poco. Te han oído.

Se acostó y permaneció muy quieto. Advertí que mi cama estaba caliente. Hasta mis oídos llegaba el roce de las suelas de caucho del negro que se aproximaba con una linterna para comprobar qué era ese ruido. No nos movimos hasta que se marchó.

—Al final sólo bebía —susurré. No podía dejar de hablar, no hasta haberle contado todo lo que pensaba sobre el asunto—. Y la última vez que le vi corría a ciegas entre los cedros, a causa de la bebida, y comprobé que cada vez que se llevaba la botella a la boca, no era él quien chupaba de la botella, sino la botella que le succionaba a él, hasta que se quedó tan encogido, arrugado y amarillento que ni los perros le reconocían, y tuvimos que sacarlo de los cedros, en una camioneta, y llevárnoslo a un lugar de Portland, donde murió. No digo que maten a la gente. A él no lo mataron. Le hicieron otra cosa.

Me había entrado un sueño terrible. No quería seguir hablando. Intenté recordar lo que había estado diciendo y me pareció que no era lo que quería decir.

—He estado hablando como un loco, ¿verdad?

—Sí, Jefe… —se dio la vuelta en la cama—… has estado hablando como un loco.

—No es lo que quería decir. Me cuesta decirlo todo. Parece una insensatez.

—No he dicho que sea una insensatez, Jefe, sólo he dicho que así hablan los locos.

Después permaneció tanto rato callado que creí que se había dormido. Quería darle las buenas noches. Lo miré y se había vuelto de espaldas a mí. Tenía el brazo fuera del embozo y vislumbré con dificultad los haces y los ochos del tatuaje. Es grande, pensé, un brazo grande como eran los míos cuando jugaba al rugby. Deseaba extender la mano y tocarle el tatuaje, para comprobar si seguía vivo. Está terriblemente quieto, me dije, debería tocarlo para comprobar si aún vive…

Es mentira. Sé que vive. No es por eso que quiero tocarlo.

Quiero tocarlo porque es un hombre.

También es mentira. Hay otros hombres aquí. Podría tocarlos a ellos.

¡Quiero tocarlo porque soy un marica de esos!

Pero también es mentira. Un temor encubre al otro. Si fuese un marica querría hacer otras cosas con él. Sólo quiero tocarlo porque es quien es.

Pero cuando estaba a punto de tender la mano hacia su brazo, me dijo:

—Oye, Jefe —y se volvió en la cama, dio un tirón a las mantas y se me quedó mirando—. Oye, Jefe, ¿por qué no vienes de pesca con nosotros mañana?

No respondí.

—Vamos, ¿qué te parece? Yo me ocuparé de que lo pasemos en grande. ¿Has oído hablar de esas dos tías mías que van a venir a buscarnos? Bueno, no son tías, ni mucho menos; son dos bailarinas y busconas de Portland que yo conozco. ¿Qué te parece?

Le dije que yo era uno de los de Beneficencia.

—¿Eres qué?

—No tengo ni un centavo.

—Oh —dijo—. Ya; no había pensado en eso.

Volvió a quedarse muy callado, mientras se rascaba la cicatriz de la nariz con un dedo. El dedo se detuvo. Se incorporó y me miró.

—Jefe —dijo muy lentamente, mientras me miraba de arriba abajo—, cuando eras alto, cuando medías, es un decir, uno noventa y cinco o dos metros y pesabas unos ciento veinte kilos… ¿hubieras sido capaz de levantar el panel de mandos de la sala de baños, por ejemplo?

Pensé cómo era el panel. Probablemente no pesaría más que los barriles de petróleo que levantaba en el Ejército. Le dije que seguramente hubiera podido hacerlo en mi época.

—Y si recuperaras tus antiguas dimensiones, ¿podrías levantarlo?

Le contesté que suponía que sí.

—Al demonio tus suposiciones; quiero que me digas si eres capaz de prometer que lo levantarás si recuperas tus antiguas dimensiones. Si me lo prometes no sólo te daré clases especiales de cultura física por nada sino que, además, ¡podrás venir gratis a la excursión! —Se pasó la lengua por los labios y se recostó—. Y apuesto que también me dará suerte.

Y empezó a reírse muy bajito de alguna ocurrencia suya. Cuando le pregunté cómo pensaba arreglárselas para hacerme recuperar mi tamaño normal, me hizo callar llevándose un dedo a los labios.

—Viejo, no podemos permitir que nadie descubra este secreto. No he dicho que te explicaría cómo, ¿verdad? Anda macho, conseguir que alguien recupere su tamaño normal es un secreto que no puede compartirse con cualquiera, sería peligroso si cayera en manos de un enemigo. Tú mismo no notarás lo que está pasando. Pero te doy mi palabra de honor de que, con mi programa de adiestramiento, lo conseguirás.

Se sentó en el borde de la cama con las manos apoyadas en las rodillas. La pálida luz de la Casilla de las Enfermeras se reflejó sobre sus dientes y sobre el ojo que me miraba fijamente por encima de la nariz. La voz monótona del subastador hizo vibrar suavemente el dormitorio:

—Y allí estarás. El Gran Jefe Bromden baja por el paseo… hombres, mujeres y niños levantan la cabeza a su paso: bien, bien, bien, vaya gigante. ¿Habéis visto? Da pasos de tres metros y tiene que agacharse para no rozar los hilos del teléfono. Atraviesa la ciudad como un ciclón, sólo se detiene un instante junto a las vírgenes, las demás pierden el tiempo si sus pechos no son verdaderos melones y no tienen largas y fornidas piernas blancas capaces de abrazar su poderosa espalda y una tacita de almíbar caliente, jugoso y dulce como miel y mantequilla…

Y siguió parloteando en la oscuridad, desgranando el relato de lo que ocurriría, cómo se asustarían todos los hombres y todas las jóvenes bonitas me perseguirían anhelantes. Luego dijo que se iba a apuntar en el acto mi nombre en la lista de tripulantes. Se levantó, cogió la toalla que tenía sobre la mesilla de noche y se la enrolló en torno a las caderas, luego se encasquetó la gorra y se inclinó sobre mi cama.

—Vamos, viejo, te lo digo yo, te lo digo yo, las mujeres se abalanzarán sobre ti y acabarán dejándote para el arrastre.

Y, de pronto, extendió la mano y, de un golpe me quitó las sábanas y me dejó allí tendido, desnudo.

—Mira, Jefe. Uauu. ¿Qué te decía? Ya has crecido más de quince centímetros.

Y se alejó riendo entre las camas, hacia el pasillo.