Recuerdo que volvía a ser viernes —habían pasado tres semanas desde la votación sobre el asunto de la TV— y todos aquellos capaces de caminar fuimos conducidos al Edificio Número Uno para lo que intentan hacer pasar como examen radiológico para detectar posibles indicios de TB y que yo sé que está destinado a comprobar el funcionamiento de la maquinaria que cada cual lleva incorporada.
Nos sentamos en una larga fila en el banco adosado a la pared de un vestíbulo que conduce hasta una puerta con el rótulo RAYOS X. Junto a esta hay otra puerta con el rótulo ORL (Otorrinolaringología), que es donde nos revisan la garganta en invierno. Al otro lado del vestíbulo hay otro banco que conduce hasta una puerta metálica, cubierta de remaches. Y sin ningún rótulo. En el banco hay dos tipos, medio dormidos, sentados entre dos negros y una tercera víctima está sufriendo su tratamiento tras la puerta; puedo oír sus gritos. La puerta se abre hacia el interior con un runrún y diviso los centelleantes tubos luminosos de la sala. Sacan a la víctima aún humeante sobre ruedas y yo me agarro al banco donde estoy sentado para no ser succionado hacia la puerta. Un chico negro y otro blanco levantan a otro de los tipos que están sentados en el banco, y él se tambalea y avanza a trompicones, bajo el efecto de las drogas que lleva en el cuerpo. Por lo general, suelen administrar cápsulas rojas antes del Shock. Le empujan por la puerta y los técnicos lo sostienen por los sobacos. Por un instante, observo que el tipo ha comprendido dónde lo llevan y clava ambos talones en el piso de cemento para impedir que le arrastren hasta la mesa; luego se cierra la puerta, plum, con un sonido como de metal contra un colchón, y el tipo desaparece de mi vista.
—¿Qué hacen ahí dentro? —le pregunta McMurphy a Harding.
—¿Ahí? Pero… ah, claro. Nunca has estado ahí. Es una lástima. Es una experiencia que no debería perderse ningún ser humano. —Harding entrelaza los dedos bajo la nuca y echa la cabeza hacia atrás para observar la puerta—. Es la Sala de Shocks de la que te hablaba hace unos cuantos días, amigo, Terapia de Electroshock. Esas afortunadas criaturas que tienen ahí dentro están recibiendo una oportunidad de viajar gratis a la luna. Bueno, pensándolo bien, el viaje no es perfectamente gratuito. El servicio se paga con células nerviosas en vez de dinero y todos contamos con billones de células nerviosas. ¡Qué importa unas cuantas menos!
Frunce el entrecejo y mira en dirección al hombre solitario que queda en el banco.
—No hay mucha clientela hoy, por lo que parece, nada que pueda compararse con las aglomeraciones del año pasado. Pero, en fin, c’est la vie, las modas llegan y se van. Y tengo la impresión de que estamos ante el ocaso de los electroshocks. Nuestra querida enfermera jefe es de las pocas con la fuerza de espíritu suficiente para defender tan grande y antigua tradición faulkneriana en el campo del tratamiento de los desechos de la cordura: la Cauterización del Cerebro.
La puerta se abre. Una camilla sale chirriando, nadie la empuja, da la vuelta con dos ruedas en el aire y desaparece echando humo por el pasillo. McMurphy observa cómo entran al último paciente y luego cierran la puerta.
—¿Lo que hacen… —McMurphy escucha un momento—… es meter a un tipo ahí dentro y bombardearle la cabeza con electricidad?
—En síntesis, es algo así.
—¿Para qué demonios lo hacen?
—Pues, por el bien del paciente, como es lógico. Todo lo que hacen aquí es por el bien del paciente. Los que sólo han estado en nuestra galería a veces pueden llegar a tener la impresión equivocada de que el hospital es un enorme mecanismo, perfectamente eficiente, que funcionaría sin problemas si se concediese una cierta autonomía a los pacientes, pero no es así. El Electroshock no se emplea exclusivamente como un castigo, según tiene por costumbre nuestra enfermera, y tampoco es una pura muestra de sadismo por parte del personal. Algunos pacientes considerados irrecuperables consiguieron restablecer el contacto gracias al Electroshock, igual que hay algunos que han mejorado gracias a la lobotomía y la leucotomía. El tratamiento de shock ofrece algunas ventajas: es barato, rápido y completamente indoloro. No hace más que producir un ataque convulsivo.
—Vaya vida —gimotea Sefelt—. A unos nos dan pastillas para que no tengamos ataques, a los otros les someten a un shock para provocárselos.
Harding se inclina hacia delante para explicárselo a McMurphy.
—Te diré cómo lo descubrieron: dos psiquiatras visitaron un matadero, Dios sabe con qué malévolos propósitos, y estuvieron observando cómo mataban las reses de un golpe entre los ojos con un martillo. Advirtieron que no todas las reses morían y que algunas caían al suelo en un estado muy similar al de una convulsión epiléptica. «Ajá», comentó uno de ellos. «Es exactamente lo que necesitamos para nuestros pacientes: ¡una convulsión inducida!» Su colega estuvo de acuerdo, como es lógico. Se había comprobado que después de sufrir una convulsión epiléptica, los pacientes mostraban tendencia a mostrarse más tranquilos y pacíficos durante algún tiempo, y que los casos violentos, que habían perdido todo contacto, conseguían sostener una conversación racional después de una convulsión. Nadie sabía por qué; siguen sin saberlo. Pero era evidente que de conseguir inducir un ataque convulsivo en pacientes no epilépticos podrían obtenerse resultados muy favorables. Y ahí, ante sus ojos, tenían a un hombre que iba induciendo convulsiones con considerable aplomo.
Scanlon dice que creía haber oído que el tipo usaba un martillo y no una bomba, pero Harding responde que es un detalle sin importancia, y prosigue su explicación.
—El carnicero usaba un martillo. Y eso era justamente lo que inspiraba algunas reservas al colega. ¿Cómo tener la certeza de que el martillo no resbalará y partirá una nariz? ¿O incluso romperá toda una hilera de dientes? ¿Cómo resolver el problema de los gastos en concepto de dentista? Si la intención era golpear al paciente en la cabeza, sería preciso emplear algo más eficaz y certero que un martillo; por fin se decidieron por la electricidad.
—Cielo santo, ¿no pensaron que podía ser perjudicial? ¿El público no armó un cisco cuando se enteró?
—Creo que no tienes una idea muy clara de cómo es el público, amigo; en este país, cuando algo no funciona, todos se inclinan por la solución más rápida.
McMurphy mueve la cabeza.
—¡Anda! Electricidad a través de la cabeza. Pero si es como electrocutar a un tipo por asesinato.
—Los motivos aducidos en favor de una y otra actividad son mucho más parecidos de lo que imaginas; en ambos casos se trata de una cura.
—¿Y dices que no duele?
—Puedo garantizártelo personalmente. No duele en absoluto. Un relámpago y de inmediato pierdes el sentido. Sin gas, sin inyección, sin martillo. Pero el caso es que nadie quiere volver a repetir la experiencia. Uno… cambia. Olvida las cosas. Es como si… —se lleva las manos a las sienes y cierra los ojos—… es como si la sacudida desencadenase un loco torbellino de imágenes, emociones, recuerdos. Como esas ruedas de feria que ya conoces; apuestas y aprietan un botón. ¡Chang! Se encienden luces, suenan silbatos y los números comienzan a girar en un torbellino, y es posible que al final acabes ganando, o también que pierdas y tengas que jugar de nuevo. Que tengas que pagar para que hagan girar otra vez la rueda, pagar, amigo, eso es.
—No te excites, Harding.
Se abre la puerta y vuelve a salir la camilla con el tipo bajo las sábanas, y los técnicos se van a tomar un café. McMurphy se pasa la mano por los cabellos.
—Me siento incapaz de retener todo lo que ahora mismo me va pasando por la cabeza.
—¿Cómo dices? ¿Igual que en un tratamiento de Electroshock?
—Ya. Pero no, no es sólo eso. Todo esto… —traza un círculo con la mano—. Todas estas cosas que están pasando.
La mano de Harding se posa sobre la rodilla de McMurphy.
—Serena tu mente perturbada, amigo. Lo más probable es que no debas preocuparte por el Electroshock. Está muy pasado de moda y sólo lo emplean en casos extremos cuando no parece haber otra solución, como una lobotomía, por ejemplo.
—¿Lobotomía es cortar una parte del cerebro?
—Has acertado otra vez. Comienzas a dominar muy bien el vocabulario médico. Sí, es cortar el cerebro. Castración del lóbulo frontal. Supongo que cuando no consigue cortarnos algo en el bajo vientre opta por cortar sobre los ojos.
—Te refieres a la Ratched.
—Exactamente.
—Creí que no era ella quien decidía en cuestiones como estas.
—Pues, sí, lo hace, ya lo creo.
McMurphy parece alegrarse de haber dejado el tema de los electroshocks y las lobotomías y volver a hablar de la Gran Enfermera. Le pregunta a Harding qué cree que le pasa a la enfermera. Harding y Scanlon y algunos más tienen cada uno su opinión. Siguen hablando un rato sobre si ella es la causa de todos los problemas que tenemos aquí o no, y Harding dice que ella es la principal responsable. La mayoría opina otro tanto, pero McMurphy ya no parece tan seguro. Dice que al principio pensaba lo mismo pero que ahora no sabría qué decir. Dice que no cree que se ganase mucho eliminando a la enfermera; dice que el problema es más amplio y luego intenta explicar en qué cree que consiste. Por fin desiste, al comprobar que es incapaz de concretarlo en palabras.
McMurphy lo ignora, pero está sobre la pista de lo que yo comprendí hace ya mucho tiempo, que no es únicamente cosa de la Gran Enfermera, sino que es todo el Tinglado, la gran fuerza reside en el Tinglado a nivel nacional, y la enfermera no es más que un oficial de alta graduación dentro del mismo.
Los otros no están de acuerdo con McMurphy. Dicen que saben por qué no funcionan las cosas, luego comienzan a discutir al respecto. La discusión continúa hasta que McMurphy les interrumpe.
—Alto ahí, fijaos en lo que estáis diciendo —dice McMurphy—. Sólo oigo quejas, quejas y quejas. Ya sea contra la enfermera o contra el equipo médico o el hospital. Scanlon quiere hacerlo volar todo. Sefelt culpa a los medicamentos. Fredrickson dice que la causa son sus problemas familiares. Bueno, eso no es más que una manera de escurrir el bulto.
Dice que la Gran Enfermera no es más que una vieja frígida y amargada y que todos sus esfuerzos por empujarle a un enfrentamiento con ella son pura comedia y que eso no beneficiaría a nadie, y mucho menos a él. Aunque se librasen de ella, no se librarían del verdadero problema que está detrás de las lamentaciones.
—¿Eso crees? —dice Harding—. Pues, ya que de pronto te has vuelto tan lúcido en cuestiones de salud mental, ¿podrías decirme qué es lo que pasa? ¿Cuál es el verdadero problema, como tan sabiamente has dicho?
—Ya te he dicho que no lo sé, chico. Nunca he llegado a vislumbrarlo. —Se queda pensativo un minuto, escuchando el zumbido que llega de la sala de rayos-X; luego prosigue—: pero si no fuese más allá de lo que estáis diciendo, si se limitase, por ejemplo, a esta vieja enfermera y sus problemas sexuales, la solución sería fácil: bastaría derribarla y ayudarle a superar sus problemas, ¿no?
Scanlon bate palmas.
—¡Magnífico! Eso es. Quedas elegido, Mac, eres justo el semental adecuado para ese trabajito.
—No lo haré. No, señor. Te has equivocado de hombre.
—¿Por qué no? Creí que eras el supersemental, el rey del taca-taca.
—Scanlon, amigo. Tengo la intención de mantenerme tan apartado como pueda de esa vieja urraca.
—Eso parece —comenta Harding con una sonrisa—. ¿Qué ha ocurrido entre los dos? Hubo un momento en que ya la tenías dominada; pero, de pronto, abandonaste. ¿Un repentino arranque de compasión por nuestro ángel de piedad?
—No, descubrí unas cuantas cosas, esa es la razón. Estuve haciendo averiguaciones. Descubrí por qué todos le laméis tanto el culo y os agacháis y mordéis polvo y permitís que os domine. Empecé a comprender que os estabais aprovechando de mí.
—¡Oh! ¡Qué interesante!
—Ya lo creo que es interesante. Para mí, tiene un gran interés saber que no os preocupasteis de explicarme el riesgo que corría al ajustarle los tornillos de ese modo. Que ella no me guste no es motivo para impulsarle a que prolongue mi sentencia un año o tal vez más. A veces es preciso tragarse el orgullo y no olvidar lo principal.
—Fijaos, amigos, ¿no os parece que tal vez haya algo de cierto en ese rumor que dice que nuestro señor McMurphy ha comenzado a acatar las normas con el solo objeto de salir pronto de aquí?
—Has comprendido muy bien lo que quería decir, Harding. ¿Por qué no me explicasteis que podía tenerme aquí encerrado tanto tiempo como le diera la gana?
—Bueno, había olvidado que estabas internado —el rostro de Harding parece hendirse por el centro cuando sonríe—. Sí. Comienzas a mostrarte prudente. Como todos los demás.
—Y que lo digas. ¿Por qué tengo que ser yo el que escandalice en las reuniones por esas pequeñeces sobre el uso del dormitorio los fines de semana y los cigarrillos confiscados en la Casilla de las Enfermeras? Al principio no lograba comprender por qué todos os volvíais hacia mí como si fuese una especie de salvador. Luego descubrí por casualidad que las enfermeras tienen la última palabra respecto a quién es dado de alta y quién no. Y no me costó mucho volverme prudente. Me dije, «Sí, esos viscosos bribones me han engañado, me han hecho meter la pata para que les sacase las castañas del fuego. Quién lo hubiera dicho, han conseguido engañar al viejo R. P. McMurphy». —Levanta la cabeza y lanza una sonrisa a todo el grupo, sentado en fila, allí en el banco—. Bueno, no es un ataque personal, ya me entendéis, amigos, pero al diablo todas las quejas. Tengo tantas ganas de salir de aquí como el que más. Y me arriesgo igual que vosotros cuando me meto con esa vieja urraca.
Sonríe, arruga la nariz y aprieta las costillas de Harding con el pulgar, como si hubiera llegado al cabo de la calle, pero nada de rencores. Entonces, Harding hace un comentario.
—No. Tú puedes salir perdiendo más que yo, amigo.
Harding sonríe otra vez y lanza unas de sus miradas furtivas como de yegua nerviosa, con un movimiento asustadizo de la cabeza. Todos avanzan un lugar en la fila. Martini sale de la sala de rayos-X y se abrocha la camisa mientras musita:
—Si no lo veo no lo creo —y Billy Bibbit se dirige a la pantalla negra para ocupar el lugar de Martini.
—Puedes salir peor parado que yo —repite Harding—. Yo soy voluntario. No estoy internado.
McMurphy se queda mudo. Su rostro tiene otra vez esa mirada desconcertada, como si algo fallase, algo que no consigue definir exactamente. Se limita a quedarse mirando a Harding y la sonrisa temerosa de este se desvanece y se agita intentando esquivar la incómoda mirada de McMurphy. Traga saliva y comenta:
—A decir verdad, en la galería son muy pocos los que están internados. Sólo Scanlon y… bueno, supongo que tal vez alguno de los Crónicos. Y tú. En todo el hospital son pocos los internados. Sí, muy pocos.
Se interrumpe, su voz se pierde en un balbuceo ante la mirada de McMurphy. Al cabo de unos momentos de silencio, este dice muy bajito:
—¿Es una broma?
Harding sacude negativamente la cabeza. Parece asustado. McMurphy se pone de pie en medio del pasillo y grita:
—¡Queréis tomarme el pelo!
Nadie se atreve a responder. McMurphy comienza a caminar arriba y abajo frente al banco, mientras se pasa la mano por la espesa mata de pelo. Recorre toda la fila hasta la cola, luego avanza en sentido contrario, hasta llegar a la máquina de rayos-X. La máquina silba y se mofa de él.
—Tú, Billy… ¡seguro que estás internado!
Billy está de espaldas a nosotros, con la barbilla apoyada en la pantalla negra, de puntillas. No, dice dirigiéndose al aparato.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? ¡Eres un chico joven! Debías correr por ahí fuera en un descapotable, conquistando lindas chicas. ¿Por qué soportáis… —hace un amplio gesto circular con la mano— todo esto?
Billy no contesta y McMurphy se aparta de él para dirigirse a otros dos pacientes.
—Decidme, por qué. Os peleáis, pasáis semanas enteras comentando cuan intolerable resulta todo esto, que no podéis soportar a la enfermera ni nada de lo que hace, ¡y no estáis internados! Lo comprendo en el caso de algunos tipos de la galería. Están locos. Pero vosotros, tal vez no seáis exactamente tipos corrientes, pero no estáis locos.
No se molestan en discutir con él. Avanza hasta Sefelt.
—Sefelt, ¿y tú? Lo único que te pasa es que tienes algún que otro ataque. Qué diablos, tengo un tío que cogía unas pataletas mucho peores que las tuyas y veía terribles visiones con demonios y toda la historia, pero nunca se le ocurrió encerrarse en un manicomio. Podrías arreglártelas fuera si tuvieras pelotas…
—¡Eso es!
Es Billy, que se ha apartado de la pantalla, con el rostro bañado en lágrimas.
—¡Eso es! —grita otra vez—. ¡Si tuviéramos pelotas! Podría salir hoy mi-mismo, si me atreviera. Mi m-m-m-madre es amiga de la se-se-señorita Ratched y podría hacer que me firmaran el alta esta misma tarde, ¡si tuviera pelotas!
Da un tirón a su camisa que estaba sobre el banco e intenta ponérsela, pero tiembla demasiado. Por fin, acaba arrojándola lejos y se vuelve otra vez hacia McMurphy.
—¿Crees que me gu-gu-gu-gusta estar aquí? ¿Crees que no me gustaría tener un descapotable y una chi-chi-chi-chica? ¿Pero alguien se ha re-re-re-reído alguna vez de ti? ¡No, porque eres g-g-g-grande y fuerte! Bueno, yo no soy ni grande ni fuerte. Y tampoco lo es Harding. Ni F-F-Fredrickson. Ni Se-Se-felt. Oh… tú… ¡Tú hablas como si estuviésemos aquí por gusto! Oh… es i-i-inútil…
Está llorando y su tartamudeo le impide seguir hablando, se seca los ojos con el dorso de la mano para poder ver. Se arranca una de las costras que tenía en la mano y cuanto más intenta secarse los ojos más se va esparciendo la sangre por toda la cara. Luego echa a correr a ciegas, pasillo abajo, con la cara manchada de sangre, y un negro pisándole los talones.
McMurphy lanza una mirada a los que le rodean y abre la boca para preguntar algo más, luego vuelve a cerrarla al comprobar cómo le miran. Se queda allí un minuto con la hilera de ojos fijos en él como una fila de remaches; por fin dice: —cielo santo—, en un tono plañidero, se encasqueta la gorra y vuelve a ocupar su sitio en el banco. Los dos técnicos regresan de tomar café y entran de nuevo en la habitación al otro lado del pasillo; cuando se abre la puerta con un runrún el aire se llena de un ácido olor, parecido al que se desprende cuando recargan una batería. McMurphy sigue ahí sentado, con los ojos fijos en esa puerta.
—No alcanzo a comprender…