A la mañana siguiente, Martini se sitúa ante el panel de mandos de la sala de baños y finge ser un piloto. Los que juegan al póquer interrumpen la partida para sonreír ante el espectáculo.

—EeeeeeeaaaahHOOooomerrrrr. Base llama a nave, base llama a nave: se ha detectado un objeto a cuatro o seiscientos pies… parece un proyectil enemigo. ¡Alerta! EeeeeahhhOOOmmm.

Gira un mando, levanta una palanca y se inclina con la nave. Gira hasta «máximo» la aguja del dial situado junto al panel, pero de los grifos que rodean la cuadrada casilla embaldosada frente a él no sale ni una gota de agua. Ya no se usa la hidroterapia y nadie se ha preocupado de conectar el agua. Los relucientes aparatos cromados y el panel de acero no se han usado nunca. A excepción de los cromados, el panel y la ducha son idénticos a los aparatos de hidroterapia que usaban en el antiguo hospital hace quince años: grifos situados estratégicamente para lanzar chorros de agua sobre el cuerpo del paciente desde todos los ángulos, un técnico con un delantal de goma manipula los mandos de ese panel, de pie en el otro extremo de la habitación, determina qué grifos deben emitir un chorro y hacia dónde, con qué intensidad y a qué temperatura —el chorro se abre suave y relajante, luego se concentra, penetrante como una aguja— uno está ahí colgado entre los grifos, sujeto con tiras de lona y se bambolea, empapado e inerte, mientras el técnico se divierte con su juguete.

—EeeaaaooOOOoommm… Nave llama a base, nave llama a base: proyectil a la vista; lo tengo situado…

Martini se inclina y apunta por encima del panel entre el círculo de grifos. Cierra un ojo y con el otro otea entre los grifos.

—¡Apunten! ¡Listos… Fu…!

Aparta bruscamente las manos del panel y se levanta de un salto, con los cabellos de punta y los ojos muy desorbitados, fijos en la cabina de la ducha, tan enloquecidos y aterrados que todos los que están jugando a las cartas se giran por si también consiguen verlo. Pero no ven nada, excepto las anillas que cuelgan entre los grifos, pendientes de las rígidas tiras de lona aún nuevas.

Martini da media vuelta y mira fijamente a McMurphy. No tiene ojos para nadie más.

—¿Los has visto? ¿Los has visto?

—¿A quién, Mart? No he visto nada.

—¿Ahí colgados de esos tirantes? ¿No los has visto?

McMurphy se vuelve e inspecciona la ducha.

—No. Ni rastro.

—Un momento. Es preciso que los veas, lo necesitan —dice Martini.

—¡Maldita sea, Martini, te he dicho que no los veo! ¿Comprendes? ¡No veo absolutamente nada!

—Oh —dice Martini. Asiente con la cabeza y se aparta de la ducha—. Bueno, yo tampoco los vi. Sólo era una broma.

McMurphy corta y baraja las cartas con hábil gesto de jugador habitual.

—Pues… no me gustan esas bromas, Mart.

Corta para barajar otra vez y las cartas salen despedidas en todas direcciones como si le hubiese explotado la baraja entre las temblorosas manos.