La actuación tan confiada de la Gran Enfermera en esa reunión me tuvo preocupado durante algún tiempo, pero no hizo la menor mella en McMurphy.
El fin de semana, y toda la semana siguiente, se mostró con ella y sus negros tan duro como siempre, y los pacientes estaban encantados. Había ganado su apuesta; había hecho perder los estribos a la enfermera tal como prometiera y había cobrado, aunque eso no le impidió continuar con la misma actitud y comportarse como lo hiciera desde un principio, bramando arriba y abajo por el pasillo, burlándose de los negros, haciendo malas jugadas a todo el personal y llegando incluso hasta el punto de acercarse un día a la Gran Enfermera en el pasillo y preguntarle si no le importaría decirle cuál era exactamente el contorno de los grandiosos pechos que tanto se esforzaba en ocultar aunque no lo consiguiera jamás. Ella continuó su camino sin mirarlo, ignorándolo del mismo modo que había decidido ignorar esos desmesurados signos de feminidad con que la había dotado la naturaleza, como si estuviera por encima de él, y del sexo, y de todo lo que fuera débil y estuviera relacionado con la carne.
Cuando colocó en el tablón de anuncios la lista de las tareas asignadas a cada uno y McMurphy comprobó que le había mandado a los retretes, se dirigió a su despacho, golpeó en la ventana donde ella está apostada siempre, le agradeció personalmente ese honor y le dijo que pensaría en ella cada vez que vaciase un orinal. Ella le contestó que no era necesario; bastaba con que cumpliera con su obligación, gracias.
Lo máximo que hizo en los retretes fue pasar un par de veces el cepillo por cada taza, mientras cantaba una tonada a todo pulmón, marcando el compás; después echó un poco de Clorex y se acabó.
—Con eso basta —le decía al negro que venía a atosigarle por hacer su trabajo tan a la ligera—, es posible que algunas personas consideren que no están suficientemente limpios, pero por mi parte sólo pienso mear ahí, no comer en ellos.
Y cuando la Gran Enfermera accedió a las súplicas del negro y acudió a revisar personalmente el trabajo de limpieza realizado por McMurphy, llevó consigo un espejo de bolsillo y lo colocó bajo el reborde de las tazas. Salió moviendo la cabeza, al tiempo que decía:
—Qué vergüenza… qué vergüenza… —después de revisar cada taza.
Y McMurphy la seguía, frunciendo la nariz y comentando:
—No; no es una vergüenza, es una taza de retrete… una taza de retrete.
Pero ella no volvió a perder el control, ni siquiera dio señales de que pudiera suceder. Continuó atosigándolo con la cuestión de los retretes, haciendo acopio de la misma terrible, lenta, paciente presión que empleaba con todos los demás, mientras él estaba de pie frente a ella, como un niño al que le echan una regañina, con la cabeza gacha y la punta de una bota sobre la otra, y decía:
—Yo ya lo intento, señora, pero creo que nunca llegaré a destacar entre los mierdosos.
Una vez escribió algo en un trocito de papel, con una curiosa escritura que parecía un alfabeto extranjero, y lo pegó con un trozo de goma de mascar bajo el reborde de la taza de un retrete; cuando ella inspeccionó ese retrete con el espejo, casi se atraganta al leer lo que reflejaba, y de la impresión se le cayó en la taza. Pero no perdió la serenidad. Su cara y su sonrisa de muñeca siguieron fraguadas en un gesto de confianza en sí misma. Se incorporó y le lanzó una mirada como para despellejar a uno y le dijo que su obligación era limpiar los retretes, no ensuciarlos.
En realidad, poca cosa se limpiaba esos días en la galería. En cuanto llegaba la hora de la tarde en que el horario establecía que debíamos comenzar la limpieza, también llegaba la hora en que transmitían los partidos de béisbol por la televisión y todos empezaban a colocar las sillas frente al aparato y no se movían de allí hasta la hora de la cena. Poco importaba que hubieran cortado la corriente en la Casilla de las Enfermeras y que no pudiéramos ver más que la apagada pantalla gris, porque McMurphy nos hacía pasar el rato con su charla y sus anécdotas, como esa vez que ganó mil dólares en un mes conduciendo un camión para una empresa maderera y luego perdió hasta el último centavo en una competición de arrojar el hacha en la que fue derrotado por un canadiense; o cuando con otro compinche convenció a un tipo para que montase un toro bravo en un rodeo, en Albany, y que lo hiciera con una venda sobre los ojos: «No el toro, quiero decir que el que llevaba los ojos vendados era el tipo». Le dijeron que la venda le ayudaría a no marearse cuando el toro comenzase a dar vueltas; luego, después de taparle los ojos con un pañuelo que no le dejaba ver nada, lo sentaron sobre el toro, mirando hacia atrás. McMurphy lo contó un par de veces y no dejaba de golpearse el muslo con la gorra y de reír a carcajadas sólo de recordarlo.
—Con los ojos vendados y mirando hacia la cola… Que me aspen si no resistió hasta el final y ganó el premio. Yo quedé segundo; si se hubiese caído, yo me hubiera llevado el primer lugar y un buen fajo de billetes. Os aseguro que la próxima vez que haga una jugada de estas le pondré la venda al maldito toro.
Se palmeó la pierna, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a soltar carcajada tras carcajada, mientras iba hundiendo el dedo en las costillas de todos los que tenía cerca, en un intento de hacerles reír también.
Esa semana hubo momentos en que al oír esa risa contundente y contemplar cómo se rascaba la barriga y se desperezaba, bostezaba y levantaba la cabeza para hacerle un guiño a cualquiera que fuera dirigida la broma, con la misma naturalidad con que respiraba, dejé de preocuparme de la Gran Enfermera y el Tinglado que la apoyaba. Momentos en que pensaba que le bastaría seguir siendo fiel a sí mismo para resistir y no desmoronarse como ella deseaba. Momentos en que pensé que tal vez realmente era una persona fuera de lo corriente. Que era lo que era, eso es. Que tal vez mostrarse tal como era ya le daba la fuerza necesaria para resistir. Si el Tinglado no había conseguido atraparlo en todos estos años, ¿qué le hacía suponer a la enfermera que ella lo lograría en cuestión de semanas? Él no permitiría que lo doblegasen y lo manipulasen.
Y más tarde en el retrete, escondido de los negros, miraba mi imagen en el espejo y me preguntaba cómo era posible que alguien hubiese logrado algo tan fantástico como llegar a ser lo que él era. Veía mi rostro en el espejo, fuerte, moreno, con grandes pómulos salientes, como si el hueso que había debajo hubiese sido tallado con un hacha, con unos ojos completamente negros y una mirada dura y amenazadora, igual que los ojos de Papá y los de todos esos valerosos indios amenazadores que uno ve en la televisión, y pensaba: ese no soy yo, esa no es mi cara. Ni siquiera era yo cuando intentaba parecerme a esa cara. Ni siquiera entonces era realmente yo mismo; no hacía más que mostrarme tal como los demás me veían, tal como querían verme. Creo que nunca he sido yo mismo. ¿Cómo puede McMurphy ser como es?
Lo veía de un modo distinto a como lo vi cuando llegó aquí; veía en él algo más que sus manazas, las patillas rojas y su burlona nariz rota: lo había visto hacer cosas que no casaban con su rostro y con sus manos, cosas como pintar un dibujo en Terapia Ocupacional, con colores de verdad, en un papel blanco sin líneas ni números que le indicasen dónde debía pintar, o escribir cartas a alguien con una letra bonita y fluida. ¿Cómo era posible que un hombre con su aspecto pintase cuadros o escribiese cartas a la gente, o se mostrase conmovido y preocupado como lo vi una vez cuando le devolvieron una carta? Eran cosas que uno esperaría de Billy Bibbit o de Harding. Las manos de Harding parecían hechas para dibujar, aunque nunca lo hacía; Harding aprisionaba sus manos y las obligaba a serrar tablones para construir casillas para perros. McMurphy no era así. No había permitido que su aspecto determinase su vida en uno u otro sentido, lo mismo que no había permitido que el Tinglado lo manipulase hasta colocarlo en el lugar donde ellos quisieran que estuviese.
Empezaba a ver muchísimas cosas de un modo distinto. Supuse que la máquina de hacer niebla empotrada en las paredes se había estropeado cuando la forzaron demasiado para la reunión del viernes, de modo que ahora no podían insuflar niebla y gas y deformar la apariencia de las cosas. Por primera vez en muchos años volvía a ver a la gente sin ese contorno negro que solían presentar, y una noche incluso conseguí mirar por la ventana.
Como ya he dicho, casi todas las noches me daban una pastilla antes de mandarme a la cama, me dejaban seco y fuera de circulación. Y si algo fallaba con la dosis y me despertaba, tenía los ojos llenos de legañas y el dormitorio estaba saturado de humo, los cables de las paredes estaban cargados a tope, se retorcían y lanzaban chispas mortíferas y llenas de odio que inundaban el aire; todo eso era demasiado para mí, por lo que enterraba la cabeza bajo la almohada y procuraba volverme a dormir. Cada vez que echaba un vistazo fuera, me encontraba con el olor a pelo chamuscado y un ruido parecido al que hacen las chuletas sobre un asador caliente.
Pero aquella noche en concreto, algunos días después de la gran reunión, me desperté y encontré el dormitorio despejado y callado; el silencio era total, a excepción del suave respirar de los hombres y el traqueteo de piezas sueltas bajo las frágiles costillas de los dos viejos Vegetales. Había una ventana abierta, el aire del dormitorio estaba despejado y tenía un regusto que me hizo sentir como aturdido y un poco embriagado y despertó en mí un súbito impulso de bajar de la cama y hacer algo.
Me deslicé de entre las sábanas y empecé a andar descalzo sobre las frías baldosas, entre las camas. Al tocar las baldosas con los pies me pregunté cuántos miles de veces había pasado la fregona por ese mismo suelo, sin llegar a sentir nunca su tacto. Tanto fregar me parecía un sueño, como si no pudiera creer que realmente me había pasado todos estos años haciéndolo. En ese momento lo único verdaderamente real era ese piso frío bajo mis pies.
Caminé entre los muchachos amontonados en largas hileras blancas como bancos de nieve, procurando no tropezar con nadie, hasta que conseguí llegar a la pared de las ventanas. Avancé a lo largo de la fila de ventanas, hasta llegar a una en la cual las sombras se asomaban y desaparecían suavemente con la brisa, y apoyé la frente contra la tela metálica. El metal tenía un tacto frío y cortante, restregué la cabeza contra él para poder sentirlo en las mejillas, y aspiré la brisa. Pronto llegará el otoño, pensé, percibo el olor a melaza amarga del heno, un olor que permanece suspendido en el aire como el tañido de una campana: un olor como si alguien hubiera estado quemando hojas y hubiese dejado que se consumieran durante la noche porque estaban demasiado verdes.
Se acerca el otoño, seguí pensando, el otoño está próximo; como si fuese la cosa más extraña del mundo. El otoño. Hace poco, ahí fuera era primavera, luego vino el verano y ahora, el otoño… curiosa idea, sin duda.
Advertí que aún tenía los ojos cerrados. Los había cerrado al acercar la cara a la tela metálica, como si tuviese miedo de mirar afuera. Ahora debía abrirlos.
Miré por la ventana y por primera vez pude ver que el hospital estaba en medio del campo. La luna estaba baja en el cielo, sobre las tierras de pastoreo; tenía la cara llena de arañazos y rasguños como si acabara de desprenderse de una maraña de jaras y madroños, allí, en el horizonte. Las estrellas próximas a la luna tenían un brillo pálido; este se hacía más intenso cuanto más apartadas se hallaban del círculo de luz donde enseñoreaba la gigantesca luna. Recordé que había observado exactamente lo mismo una vez que salí de caza con Papá y los tíos y estaba allí tendido, envuelto en las mantas tejidas por la Abuela, un poco apartado de los hombres que se habían sentado en cuclillas en torno al fuego y pasaban de mano en mano una jarra de aguardiente de cacto, sin decir palabra. Observé cómo la gran luna de las praderas de Oregón que estaba sobre mi cabeza hacía palidecer a todas las estrellas que la rodeaban. Me quedé despierto mirándola, para comprobar si la luna empalidecía o las estrellas adquirían mayor brillo, hasta que el rocío comenzó a mojar mis mejillas y tuve que cubrirme la cabeza con la manta.
Algo se movió en el suelo bajo la ventana y proyectó una larga araña de sombra en la hierba mientras corría hasta perderse de vista tras el seto. Cuando volvió a situarse en un lugar donde podía verle mejor, comprobé que era un perro, un joven perro callejero que había salido a hurtadillas de casa para descubrir qué sucedía después de caer la noche. Olfateaba cuevas de ardillas zapadoras, no con la idea de atrapar una, sino con la sola intención de averiguar qué hacían a esas horas. Introducía el hocico en un agujero, con el trasero levantado y meneando la cola, luego corría a investigar el siguiente. La luna refulgía a su alrededor sobre la hierba húmeda y al correr dejaba huellas que parecían manchas de pintura oscura sobre el resplandor del prado. Galopó de un agujero interesante a otro hasta que quedó tan cautivado con lo que ocurría a su alrededor —la luna allí arriba, la noche, la brisa llena de salvajes olores que lo embriagaban— que no tuvo más remedio que echarse de espaldas y rodar por la hierba. Empezó a contorsionarse y agitarse como un pez, con el lomo arqueado y el vientre al aire y cuando se puso en pie y se sacudió, esparció un halo de gotitas, como escamas plateadas bajo la luna.
Olfateó de nuevo todos los agujeros en rápido recorrido, para absorber bien los olores, y, de pronto, se quedó inmóvil, con una pata en el aire y la cabeza levantada, a la escucha. Yo también agucé el oído, pero no pude oír nada excepto el chasquido de la persiana. Estuve largo rato escuchando. Entonces, desde muy lejos, me llegó un agudo graznido cantarín, muy débil, que se iba acercando. Patos del Canadá que emigraban al Sur para pasar el invierno. Recordé todas las cacerías y las veces que me había arrastrado sobre el vientre al intentar cazar un pato, sin conseguirlo jamás.
Quise seguir la dirección de la mirada del perro para ver si conseguía descubrir la bandada, pero estaba demasiado oscuro. El graznido se fue acercando más y más hasta que parecía que volaran en el dormitorio, por encima de mi cabeza. Entonces pasaron por delante de la luna: un negro collar ondulante que el ganso guía dirigía en forma de V. Por un instante, el ganso guía estuvo justo en el centro del círculo, destacándose mayor que los otros, como una gran cruz negra que se abría y se cerraba, luego siguió arrastrando su V por el cielo, hasta perderse de vista.
Los oí desvanecerse hasta que sólo quedó mi recuerdo del rumor. El perro siguió oyéndoles mucho después que yo. Continuaba allí de pie con la pata levantada; no se había movido ni había ladrado cuando volaron sobre nosotros. Cuando también él dejó de oírlos, comenzó a correr en la misma dirección que los ánades y se alejó hacia la carretera con un trote acompasado y solemne como si tuviera una cita. Contuve el aliento y puede oír el redoble de sus grandes patas sobre la hierba, mientras se alejaba, luego oí un coche que tomaba velocidad en una curva. Los faros asomaron sobre el peralte y a continuación iluminaron el tramo de carretera. Observé que el perro y el coche iban a convergir en el mismo punto del asfalto.
El perro casi había alcanzado la valla que bordea el recinto cuando oí que alguien se deslizaba a mis espaldas. Dos personas. No me volví, pero sabía que serían el negro llamado Geever y la enfermera con la mancha en la piel y el crucifijo. Sentí que se formaba un zumbido de temor en mi cabeza. El negro me cogió por el brazo y me hizo dar media vuelta.
—Yo me encargaré de él —dice.
—Hace frío aquí junto a la ventana, señor Bromden —me explica la enfermera—. ¿No cree que sería mejor volver a su camita calentita?
—No puede oírla —le explica el negro—. Yo me encargaré de él. Siempre se libra de la sábana y se pone a vagabundear por ahí.
Yo hago un movimiento y ella retrocede un paso y dice:
—Sí, ocúpese de él, por favor —dirigiéndose al negro. Comienza a juguetear con la cadena que lleva colgada del cuello. Cuando llega a su casa, se encierra en el cuarto de baño, donde nadie puede verla, se desnuda y se frota ese crucifijo por toda la superficie de la mancha que le baja por el cuerpo en una estrecha franja, desde la comisura de su boca, por encima de los hombros y los pechos. Frota y frota e invoca a la Virgen María, pero la mancha sigue allí. Se mira en el espejo y la ve más intensa aún que antes. Por fin, coge un cepillo de cerdas de acero, como los que se usan para rascar la pintura vieja de las barcas, y se frota la mancha hasta hacerla desaparecer, se pone un camisón sobre la supurante piel en carne viva y se arrastra hasta la cama.
Pero está toda llena de ese mejunje. Mientras duerme, comienza a subirle por la garganta, hasta la boca, y va chorreándole por la comisura de los labios como una baba encarnada y le corre garganta abajo, extendiéndose por todo el cuerpo. Por la mañana, comprueba que vuelve a estar manchada y por algún motivo cree que la mancha no procede realmente de ella —imposible ¿una buena católica como ella?— y supone que se debe a que se pasa las noches rodeada de una galería llena de gente como yo. Es culpa nuestra y nos lo hará pagar aunque sea lo último que haga en su vida. Quisiera que McMurphy se despertase y me ayudara.
—Átele a la cama, señor Geever; yo iré a preparar la medicina.