He descubierto cómo funciona la máquina de hacer niebla. Nosotros teníamos todo un pelotón dedicado a manejar máquinas de hacer niebla en los campos de aviación de ultramar. Siempre que los servicios de inteligencia insinuaban la posibilidad de un bombardeo o cuando los generales deseaban organizar algo muy secreto, a hurtadillas, tan bien camuflado que ni los espías de la base pudieran descubrir qué estaban haciendo, inundaban el campo de niebla.

Es un artilugio muy simple: un compresor ordinario succiona agua de un tanque y aceite especial de otro tanque y comprime ambos líquidos, y del negro tubo situado en un extremo de la máquina comienza a brotar una blanca nube de niebla capaz de cubrir, en noventa segundos, todo un campo de aviación. Lo primero que vi al aterrizar en Europa fue la niebla que producían estas máquinas. Algunos interceptores seguían muy de cerca nuestro vuelo y, en cuanto tocamos tierra, el personal encargado de hacer niebla puso en marcha las máquinas. Miramos por los rayados cristales de las claraboyas del avión y vimos que unos jeeps acercaban las máquinas al aparato y contemplamos cómo la niebla que salía a borbotones, cubría todo el campo y empezaba a adherirse a las ventanas como algodón mojado.

Para salir del avión seguimos el sonido de un silbato que el teniente tocaba sin parar; parecía el graznido de un ganso. Una vez fuera de la escotilla resultaba imposible ver más allá de un metro en cualquier dirección. Cada uno tenía la sensación de ser la única persona en todo el aeródromo. Habíamos conseguido escapar del enemigo, pero nos sentíamos terriblemente solos. Los sonidos quedaban ahogados, se disolvían a los pocos metros y resultaba imposible oír al resto de la tripulación, sólo el graznido del silbato en medio de la suave blancura lanosa, tan densa, que el cuerpo desaparecía de cintura para abajo en la blanca bruma; aparte de la camisa marrón y de la hebilla metálica del cinturón, lo único que se veía era una blancura, como si la niebla también comenzara a disolvernos de cintura para abajo.

Y entonces, de pronto, uno topaba de sopetón con otro tipo tan desorientado como uno mismo, cuyo rostro desmesurado resaltaba nítidamente como jamás lo hiciera rostro humano alguno visto hasta entonces. Forzábamos tanto la vista para conseguir vislumbrar algo en medio de esa niebla que, cuando por fin divisábamos alguna cosa, la veíamos con una nitidez diez veces mayor que de costumbre, con tal claridad que uno y otro nos veíamos obligados a apartar la vista. Cuando aparecía otro hombre, ninguno de los dos deseaba mirar al otro a la cara, porque resulta penoso percibir a una persona con tal nitidez que parezca que estamos penetrando en su interior, pero tampoco deseábamos apartar los ojos y perderla por completo de vista. Sólo cabía una opción: hacíamos un esfuerzo y mirábamos las cosas que aparecían ante nuestros ojos en medio de la niebla, por doloroso que resultase, o bien abandonábamos y nos perdíamos.

Cuando empezaron a utilizar la máquina de hacer niebla en la galería —una máquina que adquirieron en una subasta del Ejército y que luego ocultaron en los tubos de ventilación de las nuevas instalaciones, antes del traslado— me quedaba mirando con todas mis fuerzas y tanto rato como podía todo lo que se me aparecía en medio de la niebla, para no perderle la pista, tal como solía hacer cuando en Europa inundaban de niebla los campos de aterrizaje. Nadie tocaba un silbato para indicarnos el camino, no había ninguna cuerda a la cual asirse, de modo que la única forma de no perderse era mantener la mirada fija en algo. A veces, a pesar de todo, me perdía, me hundía en las profundidades, en un intento de ocultarme, y cada vez que eso ocurría parecía que iba a dar a aquel mismo lugar, a aquella misma puerta metálica con la hilera de remaches, como ojos, y sin ningún número, como atraído por la habitación en la cual se abría aquella puerta, pese a todos mis esfuerzos por mantenerme apartado de ella, exactamente igual que si la corriente generada por los malos espíritus que poblaban esa habitación cruzara la niebla cual un rayo y me arrastrara en aquella dirección como un autómata. Me pasaba días enteros vagabundeando por la niebla, temeroso de no volver a ver nunca otra cosa y entonces, de pronto, me topaba con esa puerta y esta se abría para dejarme ver el acolchado que la recubría por la parte interior, destinado a ahogar los sonidos, y veía a los hombres alineados, de pie, como autómatas, en medio de brillantes cables, lámparas centelleantes, y el chisporroteo de los tubos fluorescentes. Ocupaba mi lugar en la fila y esperaba a que me llegase el turno de tenderme sobre la mesa. Una mesa en forma de cruz, con las sombras de mil hombres asesinados estampadas en su superficie, siluetas de puños y tobillos dibujadas bajo las correas de cuero, verdes por el sudor y el uso, y el perfil de un cuello y una cabeza que se alargaban hasta una banda de plata destinada a ceñir la frente. Y, entonces, uno de los técnicos que operaban los controles junto a la mesa levantaba la vista de sus mandos, la paseaba por la fila que esperaba y me señalaba con su guante de goma.

—Un momento, ya conozco a ese granuja grandullón que está ahí, más vale que le deis un buen golpe en la nuca o que pidáis ayuda o algo. Se las sabe todas cuando se trata de armar escándalo.

Por lo que, en general, procura no adentrarme demasiado en la niebla, por temor a perderme e ir a parar a la puerta de la Sala de Shocks. Me quedaba mirando fijamente cualquier cosa que por casualidad apareciera ante mis ojos y me aferraba a ella como uno se agarra a los palos de una cerca hasta que pasa la tormenta. Pero la niebla que insuflaban era cada vez más densa y empecé a tener la impresión de que, por mucho que me esforzara, por lo menos dos o tres veces al mes acababa yendo a parar junto a esa puerta que se abría ante mis ojos y me arrojaba un acre olor a chispas y ozono. Pese a todas mis mañas, comenzaba a resultarme difícil no perderme.

Entonces descubrí una cosa: no tenía por qué ir a parar junto a esa puerta si no me movía cuando comenzaba a cubrirme la niebla y me limitaba a quedarme quieto en mi sitio. El problema estaba en que yo mismo acababa dirigiéndome a esa puerta porque me asustaba permanecer tanto rato perdido y entonces me ponía a aullar y les ayudaba a descubrirme. Chillaba para que me descubriesen; tenía la impresión de que cualquier cosa, incluso la Sala de Shocks, era preferible a continuar eternamente perdido. Ahora ya no sé. Estar perdido no resulta tan terrible.

Me he pasado toda la mañana esperando que volvieran a insuflar esa niebla. Los últimos días lo han hecho cada vez con más frecuencia. Tengo la impresión de que es a causa de McMurphy. Aún no le han instalado los controles y se proponen cogerle desprevenido. Comprenden que sin duda creará problemas; ya ha logrado sublevar media docena de veces a Cheswick y Harding y a algunos más hasta el punto de que parecía que iban a rebelarse contra uno de los negros… pero siempre, en el momento en que todos pensábamos que por fin algún paciente haría algo, comenzaba a aparecer la niebla, como ha sucedido ahora.

Hace un par de minutos oí que detrás de la rejilla, empezaba a bombear el compresor, en el momento en que los chicos sacaban las mesas de la sala de estar para la reunión terapéutica y la bruma ya está inundando el piso, tan densa, que tengo húmedas las perneras de los pantalones. Estoy limpiando los cristales de la puerta de la casilla de cristal y oigo que la Gran Enfermera coge el teléfono y llama al doctor para decirle que en seguida estaremos dispuestos para comenzar la reunión y le comunica que tal vez debiera reservar una hora libre esta tarde, para celebrar una reunión del equipo médico.

—La cuestión es que —le dice— he estado pensando que ya es hora de que discutamos el caso del paciente Randle McMurphy y la conveniencia de que permanezca en esta galería.

Escucha un minuto, luego le dice:

—No creo prudente permitir que siga alterando a los pacientes, tal como ha venido haciendo estos últimos días.

Por eso está insuflando niebla antes de la reunión. No suele hacerlo. Pero tiene la intención de ocuparse hoy mismo de McMurphy, tal vez piense trasladarle a Perturbados. Dejo el paño y me dirijo a mi silla en el extremo de la hilera de los Crónicos; apenas consigo ver cómo se van acomodando los muchachos y diviso a duras penas al doctor, que se limpia las gafas al cruzar la puerta, como si creyera que estas son la causa de que lo vea todo borroso, y no la niebla.

Nunca había visto una niebla tan densa como esta.

Puedo oírles a lo lejos, puedo oír cómo intentan proseguir la reunión, dicen alguna bobada sobre el tartamudeo de Billy Bibbit y su aparición. Tan densa es la niebla que las palabras llegan a mis oídos como a través del agua. En realidad, es tal su semejanza con el agua, que me levanta de mi silla y me quedo un rato flotando sin saber dónde tengo los pies y dónde la cabeza. Al principio, esto de flotar me marea un poco. No consigo ver absolutamente nada. Nunca había sido tan densa como para hacerme flotar de este modo.

Las palabras se desvanecen, para luego subir otra vez de tono, se apagan y reaparecen, mientras sigo flotando a la deriva; pero, por fuertes que suenen, a veces tan fuertes que tengo la certeza de estar al lado mismo del tipo que las pronuncia, sigo sin ver nada.

Reconozco la voz de Billy, tartamudea peor que nunca porque está nervioso:

—… m-m-me e-e-e-echaron del colegio po-po-porque no me presenté a la formación. N-n-no po-po-podía soportarlo. Cu-cu-cu-cuando el encargado pasaba lista y decía «Bibbit», no podía contestar. Ha-bi-i-iía que decir p-p-p-presen…

La palabra se le ha atravesado como un hueso en la garganta. Le oigo tragar saliva y empezar otra vez.

—Había que decir, «Presente, señor», y nunca co-co-co-conseguí decirlo.

Su voz comienza a esfumarse; luego, por la izquierda, empieza a tronar la voz de la Gran Enfermera:

—¿Podrías recordar cuándo empezaste a tener problemas de locución Billy? ¿Recuerdas cuándo empezaste a tartamudear por primera vez?

No sabría decir si Billy se está riendo o qué.

—¿Ta-ta-tartamudear por primera vez? ¿Por primera vez? Ya ta-ta-tartamudeé al decir la pr-i-i-mera palabra: m-m-m-m-mamá.

Entonces las voces se desvanecen por completo; nunca había ocurrido nada parecido. Tal vez Billy también se ha escondido en la niebla. Tal vez todos han optado por esconderse total y definitivamente en esta niebla.

Me cruzo con una silla que también flota. Es lo primero que consigo vislumbrar. Se acerca a la deriva entre la niebla, justo a mi derecha, y durante un par de segundos la tengo exactamente frente a mi cara, a unos milímetros fuera de mi alcance. Últimamente he adquirido la costumbre de no tocar las cosas que se me aparecen en la niebla; me quedo quieto e intento no aferrarme a nada. Pero esta vez tengo miedo, el mismo que solía sentir antes. Pongo todo mi empeño en alcanzar esa silla y agarrarme a ella, pero nada me sostiene y sólo consigo nadar en el vacío; tengo que conformarme con observar cómo se va perfilando la silla, más claramente que nunca, hasta tal punto que consigo ver la huella que dejó el dedo de un trabajador al tocarla antes de que el barniz estuviera seco. La silla permanece unos segundos ante mis ojos y luego se desvanece. Nunca había visto una niebla en la cual las cosas flotasen de este modo. Nunca la había visto tan densa, hasta el punto de que, aunque quisiera, no podría tocar el suelo y caminar. De ahí mi terrible miedo; creo que esta vez voy a salir flotando hacia algún sitio del que ya nunca volveré.

Un Crónico flota ante mis ojos, un poco más abajo que yo. Es el viejo coronel Matterson que lee las arrugadas líneas de su larga mano amarilla. Le miro detenidamente, pues supongo que es la última vez. Tiene la cara enorme, tan grande que casi no puedo resistir el verla. Cada cabello y cada arruga se ha ampliado, como si le estuviera observando con uno de esos microscopios. Le veo con tanta nitidez que ante mis ojos se despliega toda su vida. Es el rostro de sesenta años de campamentos militares del sudoeste, surcado por los aros de hierro de las ruedas de los furgones, gastado hasta los huesos por las pisadas de millares de pies en marchas de dos días.

Extiende su larga mano, la pone ante sus ojos y frunce el entrecejo al verla, levanta la otra mano y va siguiendo las palabras con un dedo de madera que la nicotina ha teñido del color de una caja de fusil. Su voz suena tan profunda, lenta y paciente como siempre y mientras lee veo cómo de sus frágiles labios brotan oscuras y pesadas palabras.

—Ahora… La bandera es… A-mér-ica. América es… la ciruela. El melocotón. La san-dí-a. América es… tel-e-visión.

Es cierto. Todo eso está escrito en esa mano amarilla. Yo también puedo leerlo.

—Ahora… La cruz es… Méx-i-co —levanta la vista para comprobar si presto atención y, al ver que así es, me sonríe y continúa—: México es… la nu-ez. La avellana. La be-llota. México es… el arco-iris. El arco-iris es… de madera. México es… de madera.

Comprendo a dónde quiere ir a parar. Ha estado diciendo cosas parecidas desde que llegó hace seis años, pero nunca le había prestado la menor atención, suponía que no era más que una estatua parlante, un muñeco de hueso y artritis, que no paraba de farfullar esas extravagantes definiciones sin una pizca de sentido. Ahora, por fin, comprendo lo que dice. Hago un esfuerzo por captar una última imagen de él que me sirva para recordarle y eso me obliga a mirarle con la suficiente insistencia como para comprender. Se interrumpe y vuelve a levantar los ojos hacia mí para asegurarse de que le comprendo, y yo quiero gritarle, sí, ya veo: México es como la nuez; es marrón y duro ¡y al recorrerlo con la mirada hace pensar en una nuez! Lo que dices tiene sentido, viejo, tu propio sentido. No estás loco como ellos creen. Sí… comprendo…

Pero la niebla me ha obturado la garganta y no consigo emitir el menor sonido. Cuando comienza a deslizarse lejos de mí veo que vuelve esa mano.

—Ahora… La oveja verde es… Can-a-dá. Canadá es… el abeto. El campo de trigo. El ca-len-da-rio…

Cuando se aleja hago un esfuerzo para seguirle con la mirada. Fuerzo tanto la vista que me duelen los ojos y tengo que cerrarlos, y cuando los vuelvo a abrir el coronel ha desaparecido. Nuevamente floto solo más perdido que nunca.

Ha llegado el momento, me digo. Me voy para siempre.

Ahí está el Viejo Pete, con la cara como una linterna. Está a unos cincuenta metros a mi izquierda, pero puedo verle tan claramente como si no hubiera niebla. O también es posible que esté muy cerca y se haya empequeñecido, sería incapaz de asegurarlo. Me repite una vez más cuan cansado está y me basta oír sus palabras para que aparezca ante mis ojos toda su vida en el ferrocarril: le veo cómo se esfuerza por aprender a leer la hora, sudando cuando intenta pasar cada botón del mono de ferroviario por su correspondiente ojal, poniendo todo su empeño en estar a la altura de una tarea que a los demás les resulta tan sencilla que pueden recostarse en una silla forrada de cartón y leer novelas de misterio y libros eróticos. No es que en ningún momento haya creído que podría estar a su altura —desde un principio supo que sería imposible conseguirlo—, pero tenía que intentarlo, para no perderse por completo. Y así logró vivir cuarenta años, si no sumergido en el mundo de los hombres, al menos en los límites del mismo.

Comprendo todo esto, y me duele, como me dolieron las cosas que presencié en el Ejército, en la guerra. Como me dolió contemplar lo que le ocurrió a Papá y a la tribu. Creí haber superado ya la fase en que veía estas cosas y me torturaba su presencia. No tiene sentido. No hay remedio.

—Estoy cansado —dice.

—Sé que estás cansado, Pete, pero de nada te servirá que me torture pensando en ello. Tú lo sabes.

Pete sale flotando en la misma dirección que el viejo coronel.

Ahora, por donde vino Pete, aparece Billy Bibbit. Todos van desfilando para dejarse ver por última vez. Sé que Billy no puede estar a mucho más de un metro de distancia, pero se ve tan diminuto que parece encontrarse a un kilómetro de aquí. Vuelve el rostro hacia mí como si fuera un mendigo, necesitado de muchísimo más de lo que nadie es capaz de darle. Su boca se mueve como la de una muñequita.

—Y hasta cuando me de-de-declaré, lo estropeé todo. Dije «Ca-ca-ca-riño, quieres ca-ca-ca-ca-ca-…» hasta que la chica se echó a-a-a-a reír.

No logro distinguir de dónde viene la voz de la enfermera:

—Tu madre me ha hablado de esa chica, Billy. Según parece no te convenía. ¿Qué es lo que te asustó tanto de esa chica, Billy?

—La que-que-quería.

Yo tampoco puedo ayudarte, Billy. Tú lo sabes. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Tienes que comprender que en cuanto uno comienza a ayudar a otro, se pone al descubierto. Es preciso ser astuto, Billy, deberías saberlo tan bien como yo. ¿Qué podría hacer por ti? No puedo corregir tu tartamudeo. No puedo suprimir las cicatrices que dejó la hoja de afeitar en tus muñecas ni las quemaduras de cigarrillo que tienes en el dorso de la mano. No puedo darte otra madre. Y en cuanto a las imposiciones de la enfermera, a su costumbre de restregarte tus flaquezas por la cara hasta hacerte perder la poca dignidad que te queda, pues te obliga a encogerte hasta que estás aniquilado por tanta humillación, tampoco puedo remediarlo. En Anzio ataron a un compañero mío a un árbol, a menos de tres metros y medio de donde yo estaba; gritaba pidiendo agua, tenía el rostro lacerado por el sol. Quería que fuese en su ayuda. Me habrían partido por la mitad desde la granja que se veía al otro lado.

Aparta la cara, Billy.

Siguen pasando junto a mí.

Es como si cada rostro fuese un rótulo, como esos carteles con la frase «Soy ciego» que se cuelgan al cuello los acordeonistas italianos en Portland, pero estos dicen: «Estoy cansado» o «Estoy asustado» o «Me está matando el rencor» o «Estoy lleno de engranajes y la gente me empuja de un lado para otro». Puedo leer todos esos rótulos, por pequeñas que sean las letras. Algunas caras miran a su alrededor y ven las de los demás y podrían leer en ellas si quisieran, pero ¿para qué? Las caras pasan flotando en la niebla como confetti.

Nunca me había alejado tanto. Esta es la sensación que se tiene cuando se está muerto. Supongo que así se sienten los Vegetales, perdidos en la niebla. Sin moverse. Alimentan su cuerpo hasta que por fin deja de comer; entonces lo queman. No es tan terrible. No duele. Prácticamente no siento nada, excepto un poco de frío que supongo se me pasará con el tiempo.

Veo al oficial que coloca una nota en el tablón de anuncios, diciendo cómo debemos vestir hoy. Veo al Departamento del Interior de los EE.UU. que se abalanza sobre nuestra pequeña tribu con una máquina apisonadora.

Veo a Papá que sale corriendo lentamente de la hondonada y se detiene para apuntar a un gran ciervo con astas de seis puntas que corre dando saltos entre los cedros. Del cañón sale un tiro tras otro; levantan polvo muy cerca del ciervo. Salgo de la hondonada, detrás de Papá y derribo al animal al segundo disparo, en el momento en que estaba a punto de desaparecer en lo alto de la ladera. Le hago un guiño a Papá.

Nunca te había visto fallar una pieza a esta distancia, Papá.

Voy perdiendo la vista, hijo. No consigo fijarla. Ahora mismo, el punto de mira temblaba ante mis ojos como un perro con diarrea.

Te lo digo en serio, Papá, ese aguardiente de cacto de Sid va a hacerte envejecer antes de tiempo.

El hombre que empieza a beber el aguardiente de cacto de Sid, hijo, ya ha envejecido antes de tiempo. Vamos a descuartizar ese animal antes de que se lo coman las moscas.

Ni siquiera es algo que esté ocurriendo ahora. ¿Lo veis? Es imposible hacer nada para cambiar un hecho del pasado como este.

Fíjate allí, viejo…

Oigo susurros, son los negros.

Fíjate en ese pobre tonto, se ha quedado dormido.

Tranquilo, Jefe Escoba, tranquilo. Sigue durmiendo y no armes escándalo. De acuerdo.

Ya no tengo frío. Creo que casi lo he conseguido. He llegado a un lugar inaccesible al frío. Puedo quedarme aquí para siempre. Ya no tengo miedo. No pueden alcanzarme. Sólo me llegan sus palabras, y también empiezan a difuminarse.

Bien… puesto que Billy ha decidido abandonar la discusión, ¿alguien más desea exponer un problema ante el grupo?

A decir verdad, señora, hay una cosa…

Es McMurphy. Está muy lejos. Intenta sacar a la gente de la niebla. ¿Por qué no me deja tranquilo?

—… ¿recuerda la votación de hace un par de días, sobre el horario de la tele? Pues bien, hoy es viernes y pensé que tal vez podría plantearlo otra vez, para ver si alguien más ha conseguido librarse de su cobardía.

—Señor McMurphy, esta reunión se realiza como una terapia, terapia de grupo, y no creo que esas pequeñas ofensas…

—Ya, ya, al diablo con eso, ya lo sabemos. Yo y unos cuantos más decidimos…

—Un momento, señor McMurphy, permítame hacer una pregunta al grupo: ¿no les parece que tal vez el señor McMurphy se está excediendo en sus intentos de imponer sus deseos personales sobre algunos de ustedes? He pensado que tal vez todo iría mejor si fuese trasladado a otra galería.

Todos permanecen callados un minuto. Luego alguien dice:

—¿Por qué no le deja ponerlo a votación? ¿No pensará enviarlo a Perturbados sólo por proponer una votación? ¿Qué tiene de malo un cambio de horario?

—Pero, señor Scanlon, si no recuerdo mal, usted estuvo tres días sin comer, hasta que le permitimos poner la televisión a las seis en vez de a las seis y media.

—Uno tiene que ver las noticias, ¿no cree? Cielo santo, podrían haber bombardeado Washington y hubiera pasado una semana antes de que nos enterásemos.

—¿Sí? ¿Y no le molesta renunciar a sus noticias para contemplar a una pandilla de hombres jugando al béisbol?

—¿No podemos ver las dos cosas, eh? No, supongo que no. Bueno, qué diablos… no creo que nos bombardeen esta semana.

—Dejémosle ponerlo a votación, señorita Ratched.

—De acuerdo. Pero creo que hay pruebas evidentes de la excitación que está causando en algunos de los pacientes. ¿Cuál es su propuesta, señor McMurphy?

—Propongo votar de nuevo si deseamos ver la tele por la tarde.

—¿Seguro que se dará por satisfecho con una nueva votación? Hay cosas más importantes…

—Me daré por satisfecho. Sólo quiero comprobar quién tiene pelotas y quién no.

—Doctor Spivey, este lenguaje es lo que me hace sospechar que tal vez los pacientes saldrían beneficiados si se trasladase al señor McMurphy.

—¿Por qué no le deja ponerlo a votación?

—Desde luego, señor Cheswick. Pueden votar. ¿Le basta con una votación a mano alzada, señor McMurphy, o prefiere un escrutinio secreto?

—Quiero ver las manos. También quiero comprobar cuáles no se levantan.

—Que levanten la mano todos los que estén a favor de ver la televisión por la tarde.

La primera mano que se levanta es la de McMurphy, lo sé por la venda que lleva, pues se cortó con un panel al intentar levantarlo. Y luego veo cómo se van levantando otras manos entre la niebla. Es como si… la gran manaza roja de McMurphy se introdujera en la niebla y hurgase en ella y arrastrase a los hombres por la mano, obligándoles a salir parpadeando a plena luz. Primero uno, luego otro, luego el siguiente. Va recorriendo toda la fila de Agudos, obligándoles a salir de la niebla, hasta que todos están de pie, los veinte levantados, no sólo para poder ver la televisión, sino también contra la Gran Enfermera, contra su propósito de enviar a McMurphy a la galería de Perturbados, contra la manera en que les ha estado hablando y como les ha tratado y les ha doblegado durante años.

Nadie dice nada. Advierto que todos están estupefactos, pacientes y personal por igual. La enfermera no acierta a comprender qué ha pasado; ayer, antes de que intentase levantar el panel, sólo cuatro o cinco hombres hubieran votado a su favor. Cuando habla, no permite que su voz deje traslucir su sorpresa.

—Sólo cuento veinte votos, señor McMurphy.

—¿Veinte? Bueno, ¿y qué? Somos veinte… —Se le cortan las palabras cuando comprende a qué se refiere la enfermera—. Alto ahí, un minuto, señora mía…

—Creo que ha perdido la votación.

—¡Sólo un minuto!

—Hay cuarenta pacientes en la galería, señor McMurphy. Cuarenta pacientes, y sólo han votado veinte. Es preciso contar con un voto mayoritario para modificar las normas de la galería. Creo que esto pone fin a la votación.

Las manos empiezan a bajar en toda la sala. Los muchachos saben que han sido derrotados, desean hundirse de nuevo en la seguridad de la niebla. McMurphy se pone de pie de un salto.

—Bueno, que me aspen. ¿No me diga que ahora me va a salir con esas? ¿Que también piensa contar con los votos de esos pájaros?

—¿No le ha explicado el procedimiento de las votaciones, doctor?

—Mucho me temo que… se precisa una mayoría, McMurphy. Ella tiene razón, tiene razón.

—Un voto mayoritario, McMurphy; lo dice la constitución de la galería.

—Y supongo que para cambiar esa maldita constitución se requiere un voto mayoritario. Claro. ¡De todas las guarradas que he visto en mi vida, esta se lleva la palma!

—Lo siento, señor McMurphy, pero verá que está escrito en el reglamento, si permite que se lo…

—¡Así es como funciona esta mierda de democracia… córcholis!

—Parece un poco alterado, señor McMurphy. ¿No cree usted que está alterado, doctor? Quisiera que tomase nota de ello.

—Basta de cháchara, señorita. Cuando a uno le hacen una jugada tiene derecho a quejarse. Y desde luego nos han hecho una buena jugada.

—Doctor, dado el estado del paciente, tal vez sería preferible concluir la reunión por hoy…

—¡Espere! Espere un minuto, déjeme hablar con esos viejos.

—La votación ha terminado, señor McMurphy.

—Deje que les hable.

Cruza la sala y se dirige hacia nosotros. Se va haciendo más y más grande y tiene el rostro muy encendido. Mete la mano en la niebla e intenta sacar a Ruckly, porque es el más joven.

—¿Y tú qué me dices, compañero? ¿Quieres ver el Campeonato del Mundo? ¿Béisbol? ¿Partidos de béisbol? No tienes más que levantar la mano…

—Al c-c-c-carajo la mujer.

—Muy bien, olvídalo. ¿Y tú, compañero, qué me dices? ¿Cómo te llamas… Ellis? ¿Te gustaría ver un partido en la tele, Ellis? Sólo tienes que levantar la mano…

Ellis tiene la manos clavadas en la pared, no pueden contarse como un voto.

—He dicho que había terminado la votación, McMurphy. Está dando un espectáculo.

McMurphy no le presta ninguna atención. Sigue recorriendo la hilera de Crónicos.

—Vamos, vamos, sólo falta un voto vuestro, amigos, sólo tenéis que levantar la mano. Demostradle que aún sois capaces de hacerlo.

—Estoy cansado —dice Pete y menea la cabeza.

—La noche es… el océano Pacífico. —El coronel está leyendo en su mano, no le interesa la votación.

—¡Uno solo de vosotros, uno que se atreva a levantar la voz! Así es como os tienen cogidos, ¿no lo comprendéis? ¡Tenemos que conseguirlo… o nos habrán hecho polvo! ¿Ninguno comprende un poquito lo que estoy haciendo? ¿Lo suficiente para levantar la mano? ¿Tú, Gabriel? ¿George? ¿No? ¿Tú, Jefe, qué me dices?

Su figura se alza ante mí entre la bruma. ¿Por qué no me deja en paz?

—Jefe, eres nuestra última oportunidad.

La Gran Enfermera está guardando sus papeles; las otras enfermeras esperan de pie a su alrededor. Por fin se levanta.

—Entonces queda aplazada la reunión —le oigo decir—. Y desearía que el equipo médico se reuniese en la sala de personal dentro de una hora, aproximadamente. Si no hay na…

Es demasiado tarde para impedirlo. McMurphy le hizo algo el primer día que estuvo aquí, le echó una especie de maleficio a mi mano y ahora no obedece mis órdenes. No tiene sentido, cualquier imbécil puede darse cuenta; jamás lo haría por mi propia voluntad. La forma en que me mira la enfermera, sin palabras en la boca, me indica que me estoy metiendo en un lío, pero no puedo evitarlo. McMurphy la ha enganchado con hilos ocultos y la levanta lentamente con el solo propósito de obligarme a salir de la niebla y ponerme al descubierto, donde cualquiera pueda atraparme. Es obra suya, los alambres…

No. No es cierto. Yo mismo la levanté.

McMurphy me obliga a ponerme en pie, me palmea la espalda.

—¡Veintiuno! ¡Con el voto del Jefe somos veintiuno! ¡Y si eso no es mayoría que me aspen!

—Yupii —grita Cheswick. Los otros Agudos se me acercan.

—Ya había terminado la reunión —dice ella.

Su sonrisa sigue ahí, pero cuando sale de la sala de estar y se dirige a la Casilla de las Enfermeras tiene el cuello encendido e hinchado como si estuviera a punto de estallar.

Pero no estalla, no en ese momento, no hasta una hora más tarde. Su sonrisa aparece retorcida y extraña detrás del cristal, como nunca la habíamos visto hasta entonces. No hace nada, se limita a permanecer sentada. Puedo ver cómo suben y bajan sus hombros al compás de su respiración.

McMurphy mira el reloj y dice que ha llegado la hora del partido. Está junto a la fuente con otros Agudos y friega el suelo de rodillas. Yo estoy barriendo el armario de las escobas por décima vez este día. Scanlon y Harding pasan la aspiradora por el pasillo arriba y abajo, sacándole brillo al piso recién encerado. McMurphy repite que debe ser la hora del partido y se levanta, dejando el trapo allí tirado. Nadie más interrumpe su trabajo. McMurphy pasa frente a la ventana donde ella está sentada mirándole y le sonríe como si supiera que la ha derrotado. Cuando echa la cabeza hacia atrás y le hace un guiño, ella se estremece ligeramente como es su costumbre.

Todos siguen entregados a sus tareas, pero todos le miran con el rabillo del ojo cuando coloca su silla frente al televisor; después conecta el aparato y se sienta. En la pantalla aparece la imagen de un loro que anuncia hojas de afeitar en el campo de juego. McMurphy se levanta y sube el volumen para ahogar la música que sale del altavoz instalado en el techo, coloca otra silla frente a la suya, se sienta, apoya los pies en la otra silla, se recuesta y enciende un cigarrillo. Se rasca la barriga y bosteza.

—¡Aaaah! Bueno, sólo me falta una botella de cerveza y una linda chica.

Podemos ver cómo se enciende el rostro de la enfermera y cómo se retuerce su boca mientras le observa. Mira un segundo a su alrededor y advierte que todo el mundo está pendiente de su reacción… hasta los negros y las enfermeras menores la miran a hurtadillas y también la observan los internos que comienzan a entrar para la reunión del equipo médico. Mira otra vez a McMurphy y espera a que termine el anuncio de la hoja de afeitar; luego se levanta y se dirige a la puerta de acero donde están los mandos, acciona un interruptor y la imagen del televisor se queda gris. En la pantalla sólo queda un puntito de luz parpadeante, frente a McMurphy que sigue allí sentado.

El puntito luminoso no le altera en absoluto. En realidad, ni siquiera deja traslucir que ha advertido la desaparición de la imagen; aprieta el cigarrillo entre los dientes y se cala la gorra en el pelo rojo hasta que tiene que inclinar la cabeza para mirar por debajo de la visera.

Y así queda, allí sentado, con las manos cruzadas bajo la nuca y los pies apoyados en la silla, y un cigarrillo que suelta una voluta de humo bajo la visera de la gorra… con la mirada fija en la pantalla del televisor.

La enfermera procura resistir con todas sus fuerzas; luego se asoma a la puerta de la Casilla de las Enfermeras y le grita que más le valdría ayudar a los demás a hacer la limpieza. Él la ignora.

—Señor McMurphy, le he dicho que debería trabajar a estas horas. —Su voz es un agudo gemido, suena como una sierra eléctrica al cortar un pino—. ¡Señor McMurphy, se lo advierto!

Todos interrumpen su trabajo. La enfermera mira a su alrededor, sale de la Casilla y da un paso en dirección a McMurphy.

—¿No comprende que está internado? Está… bajo mi jurisdicción… bajo el control… del personal. —Levanta un puño en el aire, las uñas rojo-anaranjadas se le clavan en la palma de la mano—. Bajo la jurisdicción y el control

Harding desenchufa la aspiradora y la deja en el pasillo, se instala una silla junto a McMurphy, se sienta y también enciende un cigarrillo.

—¡Señor Harding! ¡Continúe el trabajo que se le ha encomendado!

Creo que su voz suena como si hubiese chocado con un clavo y me resulta tan gracioso que casi suelto una carcajada.

—¡Señor Harding!

Entonces Cheswick también va a buscarse una silla, y luego lo hace Billy Bibbit, y Scanlon y Fredrickson y Sefelt, y por fin todos dejamos las fregonas y las escobas y los trapos y nos instalamos en nuestras sillas.

—Escuchadme bien… Basta de tonterías. ¡Basta!

Y todos nos quedamos allí sentados, alineados frente a ese televisor apagado, con la mirada fija en la pantalla gris, como si pudiéramos ver perfectamente el partido de béisbol, mientras ella continúa despotricando y chillando a nuestras espaldas.

Si alguien hubiese entrado y echado un vistazo, si alguien hubiera visto a todos esos hombres mirando un televisor apagado y una mujer cincuentona gritando y chillando a sus espaldas algo referente a la disciplina y el orden y las recriminaciones, habría pensado que todos estábamos más locos que un rebaño de cabras.