En la sala del personal un médico visitante con grises telarañas sobre el cráneo amarillo dirige la palabra a los jóvenes internos.
Paso junto a él con mi escoba.
—Oh, y quién es este.
Me mira como si fuese una especie de insecto. Uno de los internos le señala con un gesto las orejas, indicándole así que soy sordo, y el médico visitante continúa hablando.
Sigo con mi escoba hasta llegar frente a un gran cuadro que el de Relaciones Públicas trajo una vez que había tanta niebla que no pude verle. El cuadro representa a un tipo que está pescando con mosca en algún lugar de las montañas, parecen las Ochocos, cerca de Paineville; por encima de los picos asoma la nieve, largos chopos de blanco tronco flanquean el arroyo, las acederas crecen en acres manojos verdes. El tipo está echando el anzuelo en un remanso, detrás de una roca. No es lugar para pescar con mosca, sería más apropiado usar un anzuelo del número seis; más le valdría hacer correr la mosca por esos remolinos que se forman corriente abajo.
Un sendero desciende entre los chopos y yo voy barriendo el sendero con mi escoba y me siento en una roca y desde el cuadro miro a ese médico visitante que les habla a los internos. Puedo ver cómo se clava el dedo en algún punto de la palma de la mano, pero no puedo escuchar sus palabras a causa del estruendo del frío torrente espumoso que brota de las rocas. Puedo oler la nieve en el viento que sopla desde los picos. Puedo ver madrigueras de topo hundidas bajo la hierba. Es un rincón realmente agradable para estirar las piernas y relajarse un poco.
Se llega a olvidar —si uno no se sienta y hace un esfuerzo por recordar—, se llega a olvidar cómo era el viejo hospital. No tenían bonitos paisajes como este colgados de las paredes para poder meterse en ellos. No había televisión, ni piscina, ni pollo dos veces al mes. Sólo había paredes y sillas, camisas de fuerza que exigían horas de esfuerzo para poder zafarse de ellas. Han aprendido muchas cosas desde aquel entonces. «Se ha progresado mucho», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada. Le han dado una apariencia muy agradable a la vida con pinturas y decorados y grifería cromada en el baño. «Si alguien quisiera escapar de un lugar tan bonito como este», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada, «bueno, seguro que le fallaba algo».
En la sala del personal, mientras responde a las preguntas de los jóvenes internos, la eminencia visitante se frota los codos y tiembla como si tuviera frío. Es delgado y escuálido y la ropa le cuelga sobre los huesos. Se frota los codos y se estremece, ahí de pie. A lo mejor él también nota el frío viento que sopla de los picos nevados.