Hay largos períodos —tres días, tres años— en que resulta imposible ver nada, en que la única referencia respecto al lugar donde nos encontramos es el altavoz que retumba sobre nuestras cabezas como la campana de un faro en la niebla. Cuando consigo ver algo, en general los otros siguen haciendo sus cosas tan tranquilos, como si no hubieran notado ni la más ligera bruma. Yo creo que la niebla les afecta la memoria de un modo distinto que a mí.

Tampoco McMurphy parece advertir que lo llenan todo de niebla. Y si se da cuenta, procura no traslucir que eso le molesta. Hace todo lo posible para impedir que alguien del equipo crea que algo puede incomodarle; sabe que la mejor manera de agraviar a alguien que está intentando hacerte la vida imposible es hacer ver que no te importa.

Por muchas cosas que le digan, por muchas jugarretas que le hagan para hacerle perder los estribos, no cambia los señoriales modales con que trata a las enfermeras o a los ayudantes negros. De tarde en tarde se irrita ante alguna estúpida norma, pero ello sólo le impulsa a mostrarse aún más amable y educado, hasta que logra encontrarle el lado gracioso a todo el asunto —las normas, las miradas de desaprobación con que suelen imponerlas, la manera de hablarnos como si no tuviéramos más de tres años— y cuando descubre cuan gracioso resulta, empieza a reír y eso es lo que más le ofende. Estará a salvo mientras sea capaz de reír, eso cree, y de momento parece irle bastante bien. Sólo una vez ha perdido el control y ha dejado traslucir su irritación, y no fue a causa de los negros, sino por culpa de los pacientes y de lo que no hicieron.

Fue en una de las reuniones de grupo. Se enfureció con los muchachos por su cautelosa actitud, su cagada actitud, dijo él. Había apostado con todos ellos sobre los resultados del Campeonato del Mundo que debía celebrarse el viernes. Se había propuesto contemplar los partidos en la televisión, aunque los transmitían fuera de las horas establecidas. Unos días antes del partido preguntó en la reunión si se acepta la propuesta de hacer la limpieza por la noche, durante la hora normalmente reservada a la televisión, y ver los partidos por la tarde. La enfermera dice que no, cosa que él ya se esperaba. Ella le explica que el horario se ha establecido después de sopesar una serie de consideraciones y que de alterarse la rutina todo se desorganizaría.

Ello no le sorprende, en boca de la enfermera; lo que le sorprende es la reacción de los Agudos cuando les pide su opinión al respecto. Nadie dice ni media palabra. Todos intentan ocultarse tras pequeñas nubecitas de niebla. Apenas consigo vislumbrar sus figuras.

—Vamos a ver —dice él, pero nadie le mira.

Esperaba que alguien interviniese, que respondiesen a su pregunta. Pero nadie parece haberle oído.

—Fijaos bien, maldita sea —dice al ver que nadie se mueve—, que yo sepa, al menos doce de los que estamos aquí tenemos un pequeño interés personal en averiguar quién va a ganar ese campeonato. ¿No queréis verlo?

—La verdad es que no sé, Mac —dice finalmente Scanlon—, estoy muy acostumbrado a ver las noticias a las seis. Y si cambia el horario realmente desorganiza tanto las cosas como dice la señorita Ratched…

—Al carajo el horario. Podremos continuar con ese horario la semana próxima, cuando termine el Campeonato. ¿Qué opináis amigos? ¿Por qué no lo sometemos a votación? ¿Quién vota a favor de ver la televisión por la tarde en lugar de verla por la noche?

—Yoo —grita Cheswick y se pone en pie.

—Todos los que estén a favor que levanten la mano. ¿Entendido? ¿Quién vota a favor?

Cheswick levanta la mano. Algunos observan a los demás para ver si aparecen otros locos. McMurphy no puede creerlo.

—Venga, qué significa esta estupidez. Tenía entendido que podíais votar el reglamento y esas cosas. ¿No es así, doctor?

El doctor asiente sin levantar la vista.

—Bueno, veamos pues; ¿quién quiere ver esos partidos?

Cheswick levanta aún más la mano y mira a los demás con los ojos muy abiertos. Scanlon menea la cabeza y luego alza la mano, con el codo apoyado en el brazo de la silla. Y nadie más se pronuncia. McMurphy se queda boquiabierto.

—Bien, si esa cuestión ya está resuelta —dice la enfermera—, podríamos continuar con la reunión.

—Sí —dice él y se hunde en su silla hasta que la visera de la gorra casi le toca el pecho—. Sí, seguramente lo mejor será que continuemos con esa maldita reunión.

—Sí —dice Cheswick y lanza una mirada de reprobación a los demás mientras vuelve a sentarse—, sí, continuemos con la bendita reunión.

Mueve la cabeza muy envarado y luego hunde la barbilla en el pecho y se queda, así, enfurruñado. Le complace estar sentado junto a McMurphy, se siente valiente. Es la primera vez que Cheswick ha recibido algún apoyo para sus causas perdidas.

Después de la reunión no quiere hablar con ninguno de ellos, está furioso y muy disgustado. Billy Bibbit es quien da el primer paso.

—Algunos lle-lle-lle-vamos ci-ci-cinco años aquí, Randle —dice Billy. En la mano tiene una revista enrollada y comienza a retorcerla; se le notan las quemaduras de cigarrillo en el dorso de las manos—. Y algunos s-s-seguiremos aquí a-a-al menos o-o-o-otros tantos, mu-mu-mucho después de que te ha-ha-hayas ido, mu-mu-mucho después del Campeo-o-onato. Y… no lo comprendes… —Deja caer la revista y se aparta de él—. Oh, qué más da, al fin y al cabo.

McMurphy le sigue con la mirada, vuelve a fruncir las desteñidas cejas como extrañado.

Se pasa el resto del día discutiendo con algunos de los chicos porque no han votado, pero ellos no quieren hablar de eso, conque aparentemente se ve obligado a abandonar y no vuelve a mencionar el asunto hasta el día antes de empezar el Campeonato.

—Ya estamos a jueves —anuncia, mientras menea tristemente la cabeza.

Sentado sobre una mesa en la sala de baños con los pies encima de una silla, intenta hacer girar su gorra en la punta de un dedo. Los otros Agudos deambulan arriba y abajo y procuran no prestarle atención. Ya nadie quiere jugarse dinero con él al póquer o al «veintiuno»; cuando los pacientes no quisieron votar se enfureció tanto que les desplumó a conciencia y todos están tan endeudados que les preocupa seguir perdiendo, y no pueden jugarse cigarrillos porque la enfermera ahora les hace dejar sus cajetillas en la Casilla de las Enfermeras y se las va administrando a razón de una al día, para que no perjudiquen su salud, dice, pero todos saben que el verdadero motivo es impedir que McMurphy se los gane a las cartas. Sin nadie que juegue al póquer o al «veintiuno», la sala de baños está callada, sólo se oye el sonido del altavoz que se filtra desde la sala de estar. El silencio es tan absoluto que puede oírse cómo trepa por la pared el tipo de la galería de arriba, la de Perturbados, y cómo de vez en cuando emite una señal, uuu, uuu, uuu, un sonido monótono, aburrido, como el de un bebé que llora para acunarse hasta que se duerme.

—Jueves —repite McMurphy.

Uuuu —grita el tipo de ahí arriba.

—Es Rawler —dice Scanlon mientras mira hacia el techo. No desea escuchar a McMurphy—. Rawler el Llorón[6]. Estuvo en esta galería hace unos años. No se entendía con la señorita Ratched, ¿recuerdas, Billy? Uuuu, uuuu, uuuu, todo el día, hasta que creí volverme loco. Lo que tendrían que hacer es soltar una bomba en medio de todos los lunáticos de ahí arriba. No sirven para nada…

—Y mañana es viernes —dice McMurphy. No tiene intención de permitir que Scanlon cambie de tema.

—Sí —dice Cheswick, y mira a los demás con el ceño fruncido—, mañana es viernes.

Harding vuelve la página de su revista.

—Y casi había pasado una semana desde que llegó el amigo McMurphy y sigue sin conseguir derrocar al gobierno, ¿te referías a eso, Cheswick? Dios mío, qué apáticos nos estamos volviendo… es una vergüenza, una verdadera vergüenza.

—Olvídate de eso —dice McMurphy—. Lo que Cheswick quiere decir es que mañana empiezan a transmitir por la tele los partidos del Campeonato y ¿nosotros qué haremos? Nada, seguir limpiando esta maldita guardería.

—Sí —dice Cheswick—. La Guardería Terapéutica de Mamá Ratched.

Ahí, apoyado contra la pared de la sala de baños, me siento un espía; el mango de la fregona que tengo en la mano no es de madera sino de metal (es mejor conductor) y está hueco; podría ocultar perfectamente un micrófono miniatura. Si la Gran Enfermera oye esto, Cheswick las pagará en serio. Saco una bola de goma de mascar, endurecida, que guardo en el bolsillo, le arranco un poco de pelusa que se le había pegado y me la meto en la boca para que se ablande.

—Vamos a ver, por última vez —dice McMurphy—. ¿Quién está dispuesto a votar a mi favor si vuelvo a plantear la cuestión del cambio de horario?

Casi la mitad de los Agudos hacen con la cabeza una señal afirmativa, muchos más de los que realmente piensan votar. Él se encasqueta la gorra y apoya la barbilla entre las manos.

—Bueno, no lo entiendo. Harding, ¿qué te pasa, por qué no te atreves a hablar? Tienes miedo de que esa vieja urraca te corte la mano si la levantas.

Harding alza una de sus finas cejas.

—Es posible; es posible que tema que me la corte.

—¿Y tú, Billy? ¿De qué tienes miedo?

—No. No creo que ella ha-ha-haga nada, pero… —se encoge de hombros, suspira, se encarama sobre el gran panel desde donde se controla los chorros de las duchas y se queda ahí sentado como un mono—, …pero no creo que votar si-i-irva de nada. No a la la-la-larga. Es inútil, M-Mac.

—¿Que no servirá de nada? ¡Venga! Al menos servirá para que hagáis un poco de ejercicio al levantar el brazo.

—Pero es correr un riesgo, amigo. Ella siempre encuentra la manera de hacernos las cosas más difíciles. Un partido de béisbol no merece correr ese riesgo —dice Harding.

—¿Quién diablos dice eso? Voto a…, no me he perdido un Campeonato del Mundo en muchos años. Incluso cuando estuve en chirona un mes de septiembre, nos dejaron tener un televisor y ver el Campeonato; de lo contrario se hubieran encontrado con un motín entre manos. Tal vez no tenga más remedio que derribar esa puerta para ir a ver el partido en algún bar, con mi amigo Cheswick, él y yo solitos.

—Ahí tienen una sugerencia digna de encomio —dice Harding y arroja a un lado la revista—. ¿Por qué no lo ponemos a votación en la reunión de mañana? «Señorita Ratched, quisiera proponer que la galería sea transportada en masa al Bar Horas Muertas para tomar una cerveza y ver el partido».

—Yo apoyaré la propuesta —dice Cheswick—. Ya lo creo.

—Qué masas ni que ocho cuartos —dice McMurphy—. Estoy harto de vosotros, hatajo de viejas; cuando Cheswick y yo salgamos de aquí pienso clavar la puerta por fuera. Más vale que no vengáis; mamá no os dejaría cruzar solos la calle.

—¿Sí? ¿Eso piensas? —Fredrickson se le ha acercado por detrás—. ¿Piensas levantar una de esas botazas que llevas y derribar la puerta de una patada? Como todo un hombre.

McMurphy apenas le presta atención a Fredrickson; ya sabe que, de vez en cuando este se envalentona, pero que todo su arrojo se viene abajo al menor sobresalto.

—¿Qué me dices, macho —insiste Fredrickson—, piensas derribar la puerta a puntapiés y demostrarnos de lo que eres capaz?

—No, Fred, no creo que lo haga. No quiero estropearme las botas.

—¿Noo? Bueno, ¿no hablabas tanto? ¿Cómo piensas arreglártelas para salir de aquí?

McMurphy echa un vistazo a su alrededor.

—Pues… supongo que, si quisiera, podría arrancar la tela metálica de una de esas ventanas con una silla…

—¿Sí? ¿Podrías, eso crees? ¿Podrías arrancarla de cuajo? Muy bien, ¿por qué no lo pruebas? Venga, machote, te apuesto diez dólares a que no eres capaz.

—No pierdas el tiempo, Mac —dice Cheswick—. Fredrickson sabe que sólo conseguirás romper la silla y que te manden con los Perturbados. El mismo día que llegué aquí nos hicieron una demostración de la resistencia de esas rejillas. Son de un material especial. Un técnico cogió una silla como esa donde apoyas los pies y empezó a golpear la tela metálica hasta que la silla quedó hecha astillas. Casi no le hizo ni una abolladura a la rejilla.

—Muy bien —dice McMurphy mientras mira a su alrededor. Veo que comienza a mostrar interés. Espero que la Gran Enfermera no esté escuchando; le mandaría a la sala de Perturbados en menos de una hora—. Necesitaremos algo más sólido. ¿Una mesa tal vez?

—Pasará lo mismo que con la silla. La misma madera, el mismo peso.

—Vaya por Dios, entonces intentaremos encontrar algo capaz de romper esa tela metálica para poder salir. Y si creéis que no puedo hacerlo si me lo propongo, tendréis que cambiar de opinión. Muy bien… algo más grande que una mesa o una silla… Bueno, si fuera por la noche podría tirar a ese gordo; pesa lo suficiente.

—Es demasiado blando —dice Harding—. Pasaría por la rejilla y saldría cortado a taquitos como una berenjena.

—¿Y una cama?

—Demasiado grande. Aun suponiendo que pudieras levantarla, una cama no pasaría por la ventana.

—Claro que podría levantarla. Bueno, repámpanos, ahí lo tenemos: ese trasto sobre el que está sentado Billy. Ese gran panel lleno de pomos y de manijas. Es bastante duro, ¿no? Y desde luego pesa más que suficiente.

—Ya lo creo —dice Fredrickson—. Es lo mismo que derribar de una patada la puerta de acero de la entrada.

—¿Por qué no voy a poder romperla con ese panel? No veo que esté clavado.

—No, no está atornillado, probablemente sólo lo sostienen un par de cables, pero míralo, por el amor de Dios.

Todos miran. El panel es de cemento y acero, es casi tan grande como la mitad de una de las mesas, debe de pesar más de doscientos kilos.

—Muy bien, ya lo veo. No parece más grande que las balas de paja que solían cargar en los camiones.

—Amigo, mucho me temo que este artefacto pese algo más que esas balas de paja.

—Como un cuarto de tonelada más, diría yo —añade Fredrickson.

—Tiene razón, Mac —dice Cheswick—. Debe pesar muchísimo.

—Al carajo, ¿queréis decir que no soy capaz de levantar esa porquería?

—Amigo mío, no recuerdo haber oído decir nunca que, además de sus otras notables cualidades, los psicópatas sean capaces de mover montañas.

—Muy bien, decís que no soy capaz de levantarlo. Bueno, voto o…

McMurphy baja de la mesa de un salto y comienza a quitarse la chaqueta verde; los tatuajes que asoman debajo de su camiseta comienzan a temblar sobre los músculos de sus brazos.

—¿Quién se apuesta cinco dólares? Nadie puede convencerme de que no soy capaz de hacer algo si no lo he intentado primero. Cinco dólares…

—McMurphy, es tan insensato como la apuesta de la enfermera.

—¿Quién quiere perder cinco dólares? Lo tomáis o lo dejáis…

En el acto, todos los muchachos firman pagarés; les ha ganado tantas veces al póquer y al «veintiuno» que están ansiosos de desquitarse y esta vez sí que no pueden perder. No sé qué se propone; por ancho y fornido que sea, se necesitarían tres como él para levantar ese panel, y él lo sabe. No tiene más que echarle un vistazo para comprobar que probablemente ni siquiera conseguirá moverlo un poco y mucho menos levantarlo. Se necesitaría un gigante para despegarlo del suelo. Sin embargo, cuando los Agudos terminan de firmar sus pagarés, se acerca al panel, baja a Billy que está sentado encima, se escupe las grandes palmas callosas, se las frota y comienza a doblar los hombros.

—Venga, atrás. Cuando hago ejercicio absorbo todo el aire que tengo cerca y he visto a hombres ya crecidos desmayarse de asfixia. Atrás. Seguramente se resquebrajará el cemento y algún trozo de acero saldrá despedido. Llevaos a las mujeres y los niños. Atrás…

—Santo cielo, ¿y si lo consigue? —musita Cheswick.

—Claro, a lo mejor lo convence para que se desprenda del suelo —replica Fredrickson.

—Es más probable que consiga una bonita hernia —comenta Harding—. Vamos, McMurphy, deja de portarte como un necio; no hay persona humana capaz de levantar ese artefacto.

McMurphy cambia un par de veces la posición de los pies, para afianzarse bien, y se seca las manos contra los muslos, luego se inclina y agarra las barras que hay a ambos lados del panel. Cuando comienza a hacer fuerza, los chicos se ponen a abuchearlo y a chancearse. Él suelta las barras, se incorpora y vuelve a poner bien los pies.

—¿Abandonas? —se burla Fredrickson.

—Sólo me coloco bien. Ahora va en serio… —y vuelve a agarrar las barras.

Y de pronto todos dejan de zaherirle. Comienzan a hinchársele los brazos y se le marcan las venas. Aprieta los ojos y sus labios se separan y dejan ver los dientes. Echa hacia atrás la cabeza y, desde su cuello levantado hasta los brazos y a lo largo de estos hasta llegar a las manos, los tendones se dibujan como tensas cuerdas. Todo su cuerpo se estremece y se esfuerza en levantar algo que él sabe que no conseguirá mover, que todos saben que no conseguirá mover.

Pero, por un breve instante, cuando oímos crujir el cemento a nuestros pies, pensamos, cielo santo, ¿y si lo consigue?

Luego el aliento le abandona como si hubiera explotado y va a dar contra la pared como un peso muerto. Las barras aparecen ensangrentadas allí donde se ha abierto las manos. Se queda un minuto jadeando, apoyado contra la pared, con los ojos cerrados. No se oye ni un rumor, excepto su ronco jadeo; nadie abre la boca.

Abre los ojos y pasea la mirada sobre todos nosotros. Uno a uno, va observando a todos los muchachos —incluso a mí—, luego saca del bolsillo todos los pagarés que había ganado al póquer estos últimos días. Se inclina sobre la mesa e intenta ordenarlos, pero tiene las manos agarrotadas como rojas garras y no puede mover los dedos.

Acaba arrojando todo el montón al suelo —probablemente cuarenta o cincuenta dólares en pagarés por cada hombre— y nos vuelve la espalda camino de la puerta. Se detiene en el umbral y desde allí nos lanza una última mirada a todos.

—Pero, al menos lo he intentado —dice—. Maldita sea, al menos nadie puede reprocharme eso, ¿no?

Y sale, dejando tras sí todos aquellos trozos de papel manchados, esparcidos por el suelo, por si alguien quiere buscar el que le corresponde.