En la sala de estar juegan al Monopoly. Llevan tres días jugando y todo está lleno de casas y de hoteles; han juntado dos mesas para que quepan todas las hipotecas y las pilas de falsos billetes. McMurphy les ha convencido de que el juego es más interesante si ponían un centavo por cada falso dólar que les entregara la banca; la caja del Monopoly está llena de calderilla.
—Te toca tirar, Cheswick.
—Un momento, antes de que tire. ¿Qué hay que hacer para comprar un hotel?
—Primero tienes que poseer cuatro casas en cada terreno del mismo color, Martini. Vamos, a ver si seguimos jugando de una vez.
—Un minuto.
Un montón de billetes comienzan a revolotear en ese extremo de la mesa, papeles rojos y verdes y amarillos salen volando en todas direcciones.
—¿Compras un hotel o celebras un carnaval, por todos los demonios?
—Te toca tirar, Cheswick.
—¡Doble as! Vaya, Cheswick, ¿dónde has caído? ¿No será en mi terreno por casualidad? ¿Con qué vas a pagarme, a ver, trescientos cincuenta dólares?
—Maldita sea.
—¿Qué es eso? Un momento. ¿Qué es eso que hay ahí en el tablero? Esas cosas…
—Martini, pero si esas cosas han estado siempre ahí, hace dos días que las estás viendo. Claro que pierdo. McMurphy, no sé cómo puedes concentrarte con Martini ahí alucinando a cien por hora.
—No te preocupes de Martini, Cheswick. Lo está haciendo muy bien. Suelta esos trescientos cincuenta y Martini ya se las arreglará; ¿no le hacemos pagar cada vez que una de sus «cosas» cae en nuestra propiedad?
—Un minuto. Hay muchas.
—Tranquilo, Mart. Tú sólo tienes que preocuparte de dónde caen. Te toca tirar otra vez, Cheswick, sacaste un doble. Ahí va. ¡Anda! Un seis.
—Y me voy a… Suerte: «Ha sido elegido director del Consejo de Administración: pague…» ¡Mierda y doble mierda!
—¿De quién es este maldito hotel en la Estación de Reading?
—Amigo, salta a la vista que eso no es un hotel; es un almacén.
—Un momento…
McMurphy se afana en su extremo de la mesa, ordena las tarjetas, amontona el dinero, completa sus hoteles. Se ha puesto un billete de cien dólares en la visera como si fuese un carnet de prensa; de reserva, dice.
—¿Scanlon? Te toca tirar, muchacho.
—Pasad esos dados. Voy a hacer trizas el tablero. Muéveme once casillas, Martini.
—Bueno, si tú lo dices.
—No, esa no, imbécil; esa no es mi ficha, es mi casa.
—Es del mismo color.
—¿Y qué hace esa casita en la Compañía de Electricidad?
—Es un generador.
—Martini, eso no son los dados…
—Déjalo; ¿qué más da que tire con los dados o con lo que quiera?
—¡Son dos casas!
—Anda. Y Martini saca, a ver, déjame ver, diecinueve. Muy bien, Mart; vas a parar a… ¿Dónde está tu pieza?
—¿Eh? Aquí la tengo.
—La tenía en la boca, McMurphy. Estupendo. Dos pasos sobre el primer y el segundo molar, cuatro pasos hasta el tablero y vas a parar a… Baltic Avenue, Martini. Tu única propiedad. ¿Habéis visto hombre más afortunado, chicos? Martini lleva tres días jugando y casi siempre cae en su propiedad.
—Calla y tira, Harding. Te toca a ti.
Harding coge los dados con sus largos dedos; palpa la lisa superficie con el pulgar como si fuera ciego. Los dedos son del mismo color que los dados y parecen haber sido esculpidos por la otra mano. Cuando los agita, los dados cascabelean en el cuenco de su mano. Salen dando tumbos y se detienen frente a McMurphy.
—Anda. Cinco, seis, siete. Mala suerte, amigo. Otra de mis numerosas propiedades. Me debes… oh, con doscientos dólares bastará.
—Qué lástima.
Y así, al compás del tintineo de los dados y del crujido de los falsos billetes va continuando el juego.