Comienzo a barrer el dormitorio en cuanto queda vacío. Estoy buscando pelusas debajo de su cama cuando percibo un olor que, por primera vez desde que estoy en el hospital me hace comprender que este gran dormitorio lleno de camas, en el que duermen cuarenta hombres maduros, siempre ha estado impregnado de mil olores distintos —olor a germicida, a pomada de cinc, a polvo fungicida, a orines y a acre estiércol de viejo, a Pablum y a elixir, a calzoncillos y a calcetines mohosos incluso cuando acaban de llegar de la lavandería, olor inflexible al almidón de las sábanas, hedor acre y de las bocas por la mañana, olor a plátano del aceite de máquina y, a veces, olor a brillantina—, pero jamás hasta hoy, hasta su llegada, había tenido este viril olor a polvo y a barro de los campos recién labrados, y a sudor, y a trabajo.