Por la mañana, McMurphy está en pie antes que yo; desde que estuvo aquí el Tío Jules, el Trepamuros, es la primera vez que alguien se levanta antes que yo. Jules era un viejo y astuto negro de cabello blanco, según el cual los enfermeros negros le daban la vuelta al mundo por la noche; solía deslizarse de la cama muy temprano, con objeto de descubrirles con las manos en la masa. Yo también me levanto temprano, como Jules, para ver qué maquinaria están introduciendo a hurtadillas o qué artefactos instalan en la sala de afeitar, y en general, antes de que se levante el próximo paciente, pasan quince minutos, durante los cuales estoy solo con los negros en el pasillo. Pero esta mañana, cuando aparto las mantas, oigo a McMurphy en el lavabo. ¡Le oigo cantar! ¡Canta como si no tuviera ninguna preocupación! Su voz rebota nítida y vigorosa contra el cemento y el acero.

—«Los caballos tienen hambre, dijo ella». Disfruta con el eco de su voz en el retrete. «A mi lado arrímate y tendrás pienso».

—«Mis caballos ya no tienen hambre, encanto, de tu pienso ya están harto-o-os».

Alarga la nota y juguetea con ella, después baja otra vez de tono en el último verso para cerrar la canción.

—«Adiós, me voy, me voy».

¡Está cantando! Todo el mundo se ha quedado estupefacto. Hacía años que no oían algo parecido, no en esta galería. La mayor parte de los Agudos del dormitorio se han incorporado en sus camas, apoyándose en un codo. ¿Cómo no le han hecho callar aún esos negros de ahí fuera? Es la primera vez que permiten que alguien arme tamaño escándalo, ¿verdad? ¿Cómo se explica que su comportamiento con este tipo sea distinto? Es un hombre de carne y hueso que acabará por debilitarse, palidecer y morir, como cualquier otro. Su vida está sometida a las mismas leyes, tiene que comer, tiene los mismos problemas; luego, es tan vulnerable a los ataques del Tinglado como todos los demás ¿o no?

Pero el recién llegado es distinto y los Agudos lo notan, es distinto a todos los que han pasado por esta galería en los últimos diez años, distinto a toda la gente que han conocido fuera. Es posible que sea igualmente vulnerable, pero el Tinglado no lo ha atrapado.

—«Con mi carro bien cargado» —canta—, «rienda en mano»…

¿Cómo logró escapar? Tal vez, como en el caso del Viejo Pete, el Tinglado no pudo ponerle a tiempo bajo control. Tal vez tuvo una infancia tan salvaje, siempre de un lugar a otro, por todo el país, sin pasar nunca, cuando era niño, más de un par de meses en la misma ciudad, que en realidad jamás llegó a sufrir las garras de una escuela; anduvo cortando madera, jugando, operando ruedas de feria, siempre viajando y trasladándose con tal frecuencia que el Tinglado nunca tuvo oportunidad de instalarle un control. Es posible que sea eso, que el Tinglado nunca tuvo una oportunidad, como tampoco ayer ese negro tuvo una oportunidad de acercársele con el termómetro, porque es difícil darle a un blanco en movimiento.

Nada de esposas pidiendo un parquet nuevo. Ni parientes tirándole de la manga con viejos ojos llorosos. Nadie que se ocupara de él, por eso goza de la libertad necesaria para ser un buen farsante. Y tal vez esa es la razón de que los negros no corran a interrumpir su canto en el lavabo, porque saben que queda fuera de su control, y recuerdan lo que pasó aquella vez con Pete y lo que puede hacer un hombre incontrolado. Y comprenden que McMurphy es mucho más corpulento que el Viejo Pete; si van en serio a por él, los derribará a los tres y a la Gran Enfermera armada de una jeringa en la retaguardia. Los Agudos se hacen signos con la cabeza; por eso, suponen, los negros no han interrumpido su canto como hubieran hecho de tratarse de cualquiera de nosotros.

Salgo al pasillo justo en el momento en que McMurphy sale del lavabo. Lleva puesta la gorra y poca cosa más, sólo una toalla en torno a las caderas. Con una mano sostiene la toalla y con la otra un cepillo de dientes. Se queda de pie en medio del pasillo y comienza a pasear la mirada de arriba abajo mientras va dando saltitos de puntillas para evitar, en la medida de lo posible, el frío de las baldosas. Fija la vista en uno de lo negros, el más bajito, se le acerca y le da una palmada en el hombro como si fuesen amigos de toda la vida.

—Hola, viejo, ¿hay forma de conseguir un poco de pasta de dientes para cepillarme la herramienta?

El enano negro gira la cabeza y se da de narices con esa mano. Retrocede un poco, luego echa un rápido vistazo para asegurarse de que los otros dos negros están ahí, por si acaso, y le dice a McMurphy que el botiquín no se abre hasta las seis cuarenta y cinco.

—Es la norma —dice.

—¿En serio? Quiero decir, ¿de verdad guardan la pasta de dientes ahí? ¿En el botiquín?

—Así es, en el botiquín, bajo llave.

El negro hace un ademán para indicar que debe continuar frotando el zócalo, pero esa mano sigue agarrada a su hombro como una gran abrazadera roja.

—¿Conque la guardan en el botiquín? Vaya, vaya, vaya, ¿y por qué crees que la guardarán bajo llave? No es una cosa peligrosa, ¿verdad? Es imposible envenenar a alguien con pasta de dientes, ¿no? ¿Por qué razón crees tú que guardan bajo llave algo tan inocuo como un tubito de pasta de dientes?

—Es una norma de la galería, señor McMurphy, esa es la razón.

Y cuando advierte que, al oír esta explicación, McMurphy no se impresiona como debiera, mira con recelo aquella mano apoyada sobre su hombro, y añade:

—¿Qué supone que ocurriría si todo el mundo empezara a lavarse los dientes cuando le diera la gana?

McMurphy le suelta el hombro, se da un tironcito al mechón de vello rojo que le adorna el cuello y reflexiona.

—Uy-uy. Uy-uy, ya, ya veo adónde quiere ir a parar: la norma está pensada para los que no pueden lavarse los dientes después de cada comida.

—Por todos los santos, ¿no lo entiende?

—Sí, ahora sí. Dice que la gente se limpiaría los dientes siempre que se le ocurriera.

—Así es, por eso…

—Cielo santo, ¿se imagina? Empezarían a lavarse los dientes a las seis treinta, a las seis veinte… ¿quién sabe? Sí, ya comprendo.

Mira por encima del hombro del negro y hace un guiño en dirección a mi persona, allí, de pie junto a la pared.

—Tengo que limpiar este zócalo, McMurphy.

—Oh, no era mi intención estorbarle en su trabajo.

Comienza a retroceder, mientras el negro se pone otra vez manos a la obra. Luego da un paso adelante y se inclina para mirar la lata que el negro tiene junto a sí.

—Bueno, veamos; ¿qué tiene aquí?

El negro baja la vista.

—¿Dónde?

—Aquí, en esta vieja lata, Sam. ¿Qué es ese polvo que hay en esa lata?

—Ees… detergente.

—Bueno, por lo general uso pasta, pero… —McMurphy hunde su cepillo de dientes en el polvo, lo remueve, lo saca y lo sacude contra el borde de la lata—… pero ya me las arreglaré con esto. Gracias. Luego seguiremos hablando de esas normas de la galería.

Y vuelve al lavabo, desde donde me llega su canto acompañado del redoble de su cepillo de dientes.

Inmóvil, con el estropajo colgado de su mano gris, el negro se le ha quedado mirando mientras desaparecía. Al cabo de un minuto parpadea, atisba a su alrededor y advierte que lo he visto todo y se me acerca y me arrastra pasillo abajo por el cordón de mi pijama y me empuja hasta un punto del mosaico que ya limpié ayer.

—¡Ah! Maldita sea, ¡no te muevas de ahí! ¡Quiero verte trabajar y que no te quedes por ahí embobado como una vaca inútil! ¡Quieto! ¡Quieto!

Y me inclino y sigo fregando de espaldas a él para que no pueda ver mi sonrisa. Me alegra que McMurphy se haya enfrentado con el negro como pocos podrían hacerlo. Papá solía hacer lo mismo: con las piernas muy abiertas, inmóvil, apuntando al cielo, como la primera vez que se presentaron los funcionarios del gobierno para negociar la cancelación del tratado.

—Miren, patos del Canadá —dice Papá, apuntando hacia arriba.

Los hombres del gobierno miran y hacen crujir sus papeles.

—¿En qué mes estamos…? ¿En julio? No hay… este… ánades en esta época del año. Uh, no ánades.

Hablaban como los turistas del Este que creen que es preciso procurar hablar de forma que les resulte comprensible a los indios. Papá no parecía prestar ninguna atención a su modo de hablar. Seguía mirando al cielo.

—Patos ahí arriba, hombre blanco. Tú saber. Patos este año. Y el año pasado. Y el otro año y el otro.

Los hombres se miran unos a otros y carraspean.

—Sí. Es posible, Jefe Bromden. Pero, olvídese de esos patos. Mire este contrato. Nuestra oferta podría ser muy beneficiosa para usted… para su gente… podría cambiar la vida del hombre rojo.

Papá dijo:

—… y el otro año y el otro año y el otro…

Cuando por fin los funcionarios cayeron en que les estaban tomando el pelo, todos los miembros del consejo de la tribu, que estaban sentados a la entrada de nuestra choza e iban sacando las pipas de los bolsillos de sus camisas de lana roja y negra para luego guardarlas de nuevo, mientras intercambiaban sonrisas entre sí y en dirección a Papá, todos se estaban riendo a mandíbula batiente. El Tío R. J. Wolf rodaba por el suelo, ahogándose de risa, e iba diciendo:

—Comprendes, hombre blanco.

Fue demasiado para ellos; dieron media vuelta sin decir palabra y se marcharon en dirección a la carretera, con la nuca enrojecida, mientras nosotros nos reíamos a sus espaldas. A veces me olvido del gran poder de la risa.

La llave de la Gran Enfermera entra en la cerradura y el negro corre a su lado en cuanto cruza la puerta, balanceándose alternativamente sobre uno y otro pie, como un niño que quiere ir al lavabo. Estoy lo suficientemente cerca para oírla pronunciar un par de veces el nombre de McMurphy, y comprendo que le está contando que McMurphy quería limpiarse los dientes, olvidándose por completo del viejo Vegetal que murió durante la noche. Agita los brazos y se esfuerza por comunicarle lo que ya ha conseguido hacer, tan de mañana, ese estúpido pelirrojo: ha desorganizado las cosas, ha infringido las normas de la galería, ¿por qué no hace algo ella?

La enfermera mira fijamente al negro hasta que deja de agitarse, después otea el extremo del pasillo donde, a través de la puerta del lavabo, se oye, más fuerte que nunca, el atronador canto de McMurphy.

—«Oh, tus padres no me quieren, les parece que soy pobre; les parece que no merezco cruzar tu puerta».

Su rostro, primero, revela asombro; como todos los demás, hace tanto tiempo que no oía cantar a nadie que tarda un segundo en comprender de qué se trata.

—«Fuerte es mi placer, mi dinero es muy mío, y al que no le guste, que no se meta conmigo».

Escucha un minuto más para asegurarse de que no está oyendo cosas raras; después empieza a hincharse. Abre las ventanas de la nariz y a cada inspiración se hace más grande, se hincha y adquiere una mirada tan obstinada como no le había vuelto a ver desde que Taber estuvo aquí. Acciona los goznes de sus codos y sus dedos. Oigo un pequeño chirrido. Comienza a avanzar y yo me aplasto contra la pared y cuando irrumpe por donde yo estoy ya ha alcanzado el tamaño de un camión, y tras el tubo de escape va arrastrando el cesto de mimbre como si fuera un remolque Diesel. Tiene los labios entreabiertos y lleva la sonrisa por delante como la rejilla de un radiador. Cuando pasa por mi lado noto que huele a aceite caliente y a chispas electromagnéticas y cada vez que pone un pie en el suelo aumenta un poco más de tamaño, se va hinchando y dilatando, ¡arrollaría todo lo que se interpusiera en su camino! Me horroriza imaginar qué piensa hacer.

Entonces, cuando ya va lanzada a toda marcha y en plena furia, McMurphy asoma por la puerta del lavabo justo frente a ella, sujetándose la toalla en torno a las caderas y… ¡la deja helada! Se encoge hasta que su cabeza queda más o menos a la altura de aquella toalla que cubre su vientre y él la mira desde lo alto con una sonrisa. Ella, por su parte, empieza a perder la sonrisa que comienza a aflojarse en las comisuras.

—¡Buenos días, señorita Rat-shed[3]! ¿Cómo van las cosas ahí fuera?

—¡No puede pasearse… con una toalla!

—¿No? —Mira hacia el punto de la toalla que ella tiene frente a los ojos; la toalla está húmeda y muy apretada—. ¿También hay una norma contra las toallas? Bueno, supongo que no tendré más remedio que…

¡Alto!, no se atreva. ¡Vuelva al dormitorio y vístase ahora mismo!

Parece una profesora riñendo a un alumno, de modo que McMurphy baja la cabeza como un alumno y dice con un hilo de voz, como si estuviera a punto de romper a llorar:

—No puedo, señora. Creo que un ladrón me ha soplado la ropa esta noche mientras dormía. Con los colchones que tiene aquí, he dormido como un lirón.

—¿Alguien le ha soplado…?

—Birlado, limpiado, afanado, robado —dice muy satisfecho y en su excitación inicia un bailoteo con los pies descalzos frente a ella.

—¿Le han robado la ropa?

—Eso parece.

—Pero… ¿ropas de presidiario? ¿Para qué?

Interrumpe su bailoteo y baja otra vez la cabeza.

—Sólo sé que allí estaban cuando me acosté y que cuando me he levantado habían desaparecido. Como por encanto. Oh, ya que eran simples ropas de presidiario, bastas y desteñidas y poco refinadas, señora, lo sé… y es posible que un traje de presidiario no tenga gran valor para el que tiene otro. Pero para un hombre desnudo…

—Ese traje —dice ella, que al fin ha comprendido— debía ser retirado. Esta mañana le han entregado un uniforme verde de convaleciente.

Él menea la cabeza y suspira, pero sigue con la mirada gacha.

—No. No, me parece que no me lo han dado. Esta mañana me he encontrado sin nada, excepto la gorra que llevo en la cabeza y…

—Williams —brama ella en dirección al negro, que continúa junto a la puerta de la galería como si estuviera a punto de salir corriendo—. Williams, ¿puede venir un momento?

Se arrastra hasta ella como un perro que va a recibir unos azotes.

—Williams, ¿por qué no le han dado un uniforme de convaleciente a este paciente?

El negro suspira aliviado. Se endereza y sonríe, levanta la mano derecha y señala en dirección al otro extremo del pasillo, donde está uno de los negros altos.

—El señor Washington es el encargado de la ropa esta mañana. No yo. No.

—¡Señor Washington! —Le deja clavado, allí con la fregona colgando sobre el cubo, inmóvil, helado—. ¡Quiere venir un momento!

La fregona vuelve a caer silenciosamente en el cubo y él apoya el mango contra la pared con gesto lento y cauteloso. Da media vuelta y mira en dirección a McMurphy y al negro bajito y la enfermera. Luego otea a derecha e izquierda, como si creyera que tal vez ella se dirigía a otra persona.

—¡Venga aquí!

Se mete las manos en los bolsillos y comienza a arrastrar los pies pasillo adelante en dirección a ella. Nunca camina demasiado rápido y advierto que si no se da un poco de maña ella le paralizará y le hará trizas de una simple mirada; todo el odio y la furia y la frustración que había pensado verter sobre McMurphy se proyecta hacia el negro que avanza por el pasillo y él la siente chocar contra su cuerpo como un viento huracanado que le obliga a ir aún más despacio. Tiene que inclinarse contra ese vendaval, y apretar los brazos en torno a su cuerpo. Sobre su pelo y en sus cejas se forman cristales de escarcha. Avanza muy inclinado, pero sus pasos se hacen cada vez más lentos; nunca conseguirá llegar.

Entonces McMurphy comienza a silbar «Sweet Georgia Brown» y la enfermera aparta los ojos del negro justo a tiempo. Está más enfadada y más frustrada que nunca, jamás la había visto tan furiosa. Su sonrisa de muñeca se ha esfumado, se ha transformado en una rendija apretada y estrecha como un alambre al rojo vivo. Si algún paciente pudiera estar aquí para verla ahora, McMurphy ya podría empezar a cobrar sus apuestas.

Por fin el negro llega a su lado; ha tardado dos horas. Ella da un profundo suspiro.

—Washington, ¿por qué no se le entregó una muda a este hombre esta mañana? ¿No se ha fijado en que sólo lleva una toalla?

—Y la gorra —susurra McMurphy, y con el dedo, se da un golpecito en la visera.

—¿Señor Washington?

El negro grandote mira al pequeñajo que le ha delatado y el pequeño comienza a retorcerse otra vez. El grande se le queda mirando un buen rato con unos ojos como lámparas de radio y se hace el propósito de arreglarle las cuentas más tarde; después gira la cabeza y escudriña a McMurphy de arriba abajo, sopesando los duros y fuertes hombros, la sonrisa torcida, la cicatriz de la nariz, la mano que sujeta la toalla, y luego mira a la enfermera.

—Creo… —comienza a decir.

¡Cree! ¡Crea menos y haga algo! ¡Vaya ahora mismo a buscarle un uniforme, señor Washington, o se pasará las próximas dos semanas en la Galería de Geriatría! Sí. Un mes de orinales y baños de barro le vendrá bien para refrescar su cabeza y tal vez comprenda cuan poco trabajo tienen en esta galería. En cualquier otra galería, ¿quién cree que estaría fregando el pasillo todo el día? ¿El señor Bromden? No, sabe muy bien quién lo haría. Les dispensamos de la mayor parte de sus tareas domésticas para que puedan ocuparse de los pacientes. Y eso incluye el preocuparse de que no corran exhibiéndose por ahí. ¿Qué habría pasado si una de las enfermeras jóvenes llega temprano y se encuentra a un paciente en el pasillo, sin uniforme? ¡Qué me dice!

El negro grandote no sabe muy bien qué podría haber pasado, pero comprende la intención y sale hacia el ropero en busca de un uniforme para McMurphy —probablemente diez tallas demasiado pequeño para él—, vuelve a pasar ligero y le tiende el uniforme con la mirada de más puro odio que jamás he visto. McMurphy se queda inmóvil, muy confundido, como si no supiera cómo coger el traje que le ofrece el negro, cómo arreglárselas con el cepillo en una mano y la otra sosteniendo la toalla. Por último, le hace un guiño a la enfermera, se encoge de hombros, se quita la toalla y se la cuelga a ella en un hombro, como si ella fuera un colgador de madera.

Descubro que todo el rato ha llevado los calzoncillos puestos, debajo de la toalla.

La verdad es que me parece que, en vez de verle así vestido, ella preferiría que hubiera estado completamente desnudo debajo de esa toalla. Muda y absolutamente agraviada, lanza furiosas miradas a las enormes ballenas blancas que cubren sus calzoncillos. Es demasiado para ella. Tarda un minuto largo en recuperar un poco su compostura y volverse hacia el negro bajito; su voz tiembla incontrolada, tanta es su rabia.

—Williams… creo que… debía haber limpiado los cristales de la Casilla de las Enfermeras para cuando yo llegara esta mañana.

Williams sale escapando como un pequeño escarabajo blanco y negro.

—Y usted, Washington… y usted…

Washington vuelve a su cubo, casi al trote. Ella mira a su alrededor, a ver si encuentra a alguien más con quien meterse. Me descubre, pero a estas alturas otros pacientes han comenzado a salir del dormitorio y a preguntarse qué hace nuestro grupito allí en el pasillo. Ella cierra los ojos y se concentra. No puede permitir que le vean el rostro así, lívido e impregnado de furia. Recurre a toda su capacidad de autocontrol.

Poco a poco, los labios se van recomponiendo bajo la naricilla blanca, se dilatan, como si el alambre encendido hubiera llegado a fundirse de tanto calor, refulgen un instante y luego se cierran con firmeza como si fueran piezas de hierro colado y comienzan a adquirir una apariencia fría y curiosamente mortecina. Los labios se entreabren y entre ellos asoma la lengua, como un trozo de blanca escoria. Sus ojos vuelven a abrirse y tienen el mismo y extraño aspecto mortecino y frío e inexpresivo de los labios, pero se lanza de cabeza a la rutina cotidiana como si nada hubiera ocurrido, con la esperanza de que los pacientes estén demasiado dormidos para darse cuenta de nada.

—Buenos días, señor Sefelt, ¿van mejor sus dientes? Buenos días, señor Fredrickson, ¿usted y el señor Sefelt han pasado buena noche? Duermen uno al lado del otro, ¿verdad? Por cierto, me han comunicado que han llegado a una especie de acuerdo con sus medicamentos: ¿usted le cede su medicina a Bruce, verdad, señor Sefelt? Luego hablaremos de eso. Buenos días, Billy; vi a su madre cuando venía hacia aquí y me pidió que sobre todo le dijera que piensa constantemente en usted y que está segura de que no la defraudará. Buenos días, señor Harding… pero, mire, sus dedos, tienen las puntas enrojecidas y descarnadas. ¿No habrá estado mordiéndose las uñas otra vez?

Antes de que puedan responderle, aun suponiendo que hubiera algo a responder, se vuelve hacia McMurphy que sigue ahí de pie, en calzoncillos. Harding mira los calzoncillos y suelta un silbido.

—Y a usted, señor McMurphy —dice con una sonrisa dulce como la miel—, le sugeriría que, si ya ha terminado de exhibir su viril musculatura y sus llamativos calzoncillos, vaya al dormitorio y se ponga el uniforme.

Él se lleva la mano a la gorra y dirigiéndose a ella y a los pacientes que están contemplando las ballenas blancas de sus calzoncillos, mientras hacen burlones comentarios, saluda y se va al dormitorio sin decir palabra. Ella da media vuelta y sale en sentido contrario, con la rígida y roja sonrisa por delante; antes de que llegue a cerrar la puerta de su casilla de cristal, ya comienza a salir del dormitorio otra vez el canto de McMurphy.

—«Me llevó al salón, y me abanicó» —puedo oír resonar las palmadas sobre su vientre desnudo—, «y dijo al oído de su mamá, quiero a este tipo que sabe jugar».