He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho esas son las únicas ocasiones en que toma las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es «chivarse», como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.

Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.

Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuan cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.

Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo. El doctor había concluido su discurso y la enfermera dijo sin más preámbulos:

—Bueno. ¿Quién empieza? Suelten todos sus viejos secretos.

Y todos los Agudos cayeron en un trance cuando se quedó veinte minutos sentada sin decir palabra después de la pregunta, inmóvil como una alarma eléctrica dispuesta a sonar en cualquier momento, aguardando que alguien comenzase a explicar algo sobre sí mismo. Sus ojos iban de uno a otro con la regularidad de un faro. La sala de estar permaneció veinte minutos sumida en un tenso silencio, con todos los pacientes pasmados en sus sitios. Transcurridos esos veinte minutos, la enfermera miró su reloj y dijo:

—¿Es que ninguno de ustedes ha cometido alguna vez un acto que aún no haya admitido? —Extendió la mano hacia el cesto para coger el cuaderno de bitácora—. ¿Quieren que repasemos el historial?

Eso puso en movimiento algún mecanismo, algún artilugio acústico instalado en las paredes, dispuesto para que se pusiera en marcha en el momento en que su boca pronunciara esas palabras. Los Agudos se irguieron. Abrieron la boca al mismo tiempo. Los ojos inquisidores de la enfermera se detuvieron en el primer hombre que atisbaron junto a la pared.

Su boca articuló:

—Robé la recaudación en una gasolinera.

Pasó al siguiente.

—Intenté acostarme con mi hermana pequeña.

Sus ojos señalaron al hombre que venía a continuación; todos fueron saltando como blancos de feria.

—U-na vez… quise acostarme con mi hermano.

—Maté a mi gato cuando tenía seis años. Oh, que Dios me perdone, lo maté a pedradas y dije que había sido el vecino.

—Mentí cuando dije que lo intenté. ¡Me acosté con mi hermana!

¡Yo también! ¡Yo también!

¡Y yo! ¡Y yo!

Había resultado mejor de lo que imaginara. Ahí estaban todos gritando y compitiendo a ver quién decía la mayor atrocidad, y seguían y seguían —imposible detenerlos— seguían contando cosas que luego les harían avergonzarse para siempre ante los demás. La enfermera iba haciendo gestos de aprobación a cada confesión y decía «Eso, eso, eso».

Después el viejo Pete se levantó de un salto.

—¡Estoy cansado! —gritó, con un vigoroso, airado, tono metálico que nadie había oído hasta entonces en su voz.

Todos callaron. Se sentían un poco avergonzados. Como si de pronto el viejo hubiera dicho algo real y verídico y de importancia y hubiera dejado en ridículo todo su infantil griterío. La Gran Enfermera estaba furiosa. Dio media vuelta y le fulminó con la mirada, mientras la sonrisa le chorreaba barbilla abajo; todo iba tan bien.

—Que alguien se ocupe del pobre señor Bancini —dijo.

Se levantaron dos o tres. Intentaron tranquilizarlo, le dieron palmaditas en el hombro. Pero Pete no tenía intención de callar.

—¡Cansado! ¡Cansado! —seguía repitiendo.

Finalmente, la enfermera hizo que uno de los negros lo retirara a la fuerza de la sala de estar. Sin acordarse de que los negros no ejercían ningún control sobre tipos como Pete.

Pete es un Crónico congénito. Aunque no llegó al hospital hasta mucho después de cumplidos los cincuenta, siempre fue un Crónico. Su cabeza presenta dos grandes incisiones, una a cada lado, donde el médico que asistía a su madre en el parto le pinzó en un intento de ayudarle a salir. Pete ya había echado un vistazo y, al ver todos los aparatos que le esperaban en la sala de partos, había comprendido, en cierto modo, en qué mundo iba a nacer y se había aferrado con todas sus fuerzas, en un intento de eludir el nacimiento. El doctor metió la mano y le agarró por la cabeza con un triste par de pinzas de hielo, y le sacó de un tirón, convencido de que todo estaba resuelto. Pero Pete aún tenía la cabeza demasiado tierna, y blanda como la arcilla, y cuando se le endureció, allí estaban las dos señales que le habían hecho las pinzas. Y ello le dejó atontado hasta el punto de que ahora tenía que poner todo su empeño, concentración y fuerza de voluntad para hacer cosas que un crío de seis años podía realizar sin dificultad.

Pero tenía una ventaja: su simpleza de espíritu le salvó de las garras del Establecimiento. No pudieron ponerlo en un molde. Conque le permitieron ejercer una tarea simple en los ferrocarriles, donde se limitaba a permanecer sentado en una casucha de madera, campo adentro, en un cruce poco transitado y a agitar una lámpara roja al paso de los trenes cuando las agujas estaban en una posición, una lámpara verde cuando estaban en la otra, y una amarilla cuando había un tren un poco más adelante. Y lo hizo con una fuerza vital, visceral, que no lograron eliminar de su cabeza, ahí, solo en aquel cruce. Y nunca le instalaron ningún control.

Por esa razón el negro no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero al pronto el negro no pensó en ello, como tampoco se le ocurrió a la enfermera cuando ordenó que sacaran a Pete de la sala de estar. El negro se le acercó sin rodeos y al igual que se tira de las riendas de un caballo de labor para hacerle dar la vuelta, le retorció el brazo, dirigiéndose a la puerta.

—Venga, Pete. Vamos al dormitorio. Estás molestando a todo el mundo.

Pete se zafó.

—Estoy cansado —dijo en tono de advertencia.

—Venga, hombre, estás armando un follón. Vamos, a la cama y a portarse bien.

—Cansado…

—¡He dicho al dormitorio!

El negro le retorció otra vez el brazo y Pete dejó de menear la cabeza. Se puso muy tieso y sus ojos destellaron con viveza. Pete suele tener los ojos entrecerrados y muy nublados, como si estuvieran llenos de leche, pero en ese momento aparecieron despejados como un neón azul. Y la mano comenzó a hinchársele en el extremo del brazo que sujetaba el negro. El personal y la mayoría de los pacientes estaban charlando entre sí, sin prestar la menor atención a aquel viejo y su conocida cantinela de que estaba cansado, suponían que se había calmado como de costumbre y que pronto continuaría la reunión. No vieron cómo en el extremo del brazo se iba hinchando la mano mientras el viejo abría y cerraba el puño. Sólo yo lo vi. Contemplé cómo se hinchaba y cómo se cerraba el puño, la vi fluir ante mis ojos, aflojarse, endurecerse. Una gran bola de hierro oxidado en el extremo de una cadena. Me quedé mirándola y esperé, mientras el negro le retorcía otra vez el brazo a Pete, empujándolo hacia el dormitorio.

—Oye, dije que debías…

Vio la mano. Intentó esquivarla, al tiempo que decía: —Eres un buen chico, Pete—, pero era un segundo demasiado tarde. Pete hizo oscilar aquella bola de hierro desde la altura de sus rodillas. El negro cayó redondo contra la pared y se quedó allí aplastado, luego resbaló hasta el suelo como si la pared estuviera engrasada. Oí explosiones y cortocircuitos en los tubos instalados en el interior de esa pared y el estucado se resquebrajó justo en el lugar del golpe.

Los otros dos —el enano y el otro negro grande— se quedaron estupefactos. La enfermera chasqueó los dedos y los negros, en un gesto de reflejo, se pusieron en movimiento. El pequeño al lado del otro, como su imagen en un espejo reductor. Casi habían llegado junto a Pete cuando, de pronto, advirtieron lo que debió haber sabido el otro, que Pete no estaba conectado al sistema de control como todos los demás, que no iba a someterse simplemente porque le dieran una orden o le retorcieran el brazo. Si querían llevárselo deberían domeñarlo como si fuese un oso o un toro salvaje y ahora que uno de ellos yacía inconsciente en el suelo, los otros dos negros no querían arriesgarse.

Los dos pensaron lo mismo y al mismo tiempo y se quedaron paralizados, el negro grande y su diminuta imagen, exactamente en la misma posición, con el pie izquierdo en el aire, la mano derecha extendida, a medio camino entre Pete y la Gran Enfermera. Entre aquella bola de hierro que se balanceaba delante y la blanca ira nívea detrás, comenzaron a temblar y a echar humo y pude oír un crujido de engranajes. Podía verles temblar de confusión, como máquinas lanzadas a todo gas pero con el freno puesto.

Pete estaba de pie ahí, en medio de la habitación y balanceaba aquella bola que le colgaba de un costado, completamente ladeado por su peso. Todos se habían quedado mirándole. Escudriñó al negro grande y luego al pequeño y cuando vio que no se acercarían más se volvió hacia los pacientes.

—Lo veis… pura farsa —les dijo—, pura farsa.

La Gran Enfermera se había deslizado de su silla y avanzaba cautelosamente hacia su cesto de mimbre que estaba apoyado contra la puerta.

—Sí, sí, señor Bancini —canturreó—, ahora, cálmese…

—Eso es, pura farsa.

Su voz perdió el vigor metálico y adquirió un tono forzado e imperioso como si no le quedara tiempo para acabar lo que deseaba decir.

—Fijaos bien, yo no puedo hacer nada, no puedo… no lo veis, yo nací muerto. Vosotros no. No nacisteis muertos. Ahhh, ha sido difícil…

Comenzó a llorar. Ya no lograba articular las palabras; abría y cerraba la boca para hablar, pero ya no podía organizar las palabras en frases. Agitó la cabeza para aclararse las ideas e hizo un guiño a los Agudos.

—Ahhh, yo… yo… os digo.

Comenzó a encogerse otra vez y su bola de hierro volvió a recuperar la forma de una mano. La extendía ahuecando la palma como si ofreciera algo a los pacientes.

—Yo no puedo hacer nada. Era un aborto cuando nací. Me insultaron tanto que morí. Nací muerto. No puedo hacer nada. Estoy cansado. Ya no quiero seguir luchando. Vosotros podéis hacer algo. Me insultaron tanto que nací muerto. Para vosotros es fácil. Nací muerto y la vida fue dura. Estoy cansado. Cansado de hablar y de dar la cara. Llevo cincuenta y cinco años muerto.

La Gran Enfermera le acertó desde el otro extremo de la habitación, a través del uniforme verde. Después del pinchazo, se apartó de un salto sin sacar la jeringa que se quedó colgando de los pantalones como una colita de vidrio y acero, mientras el viejo Pete se inclinaba cada vez más hacia adelante, no a resultas de la inyección sino por el esfuerzo; el último par de minutos le habían agotado total y definitivamente, para siempre: bastaba mirarle para comprender que estaba acabado.

Conque la inyección no era en realidad necesaria; su cabeza ya había comenzado a balancearse y tenía los ojos turbios. Cuando la enfermera se le acercó otra vez para recuperar la jeringa estaba tan inclinado que sus lágrimas caían directamente al suelo, sin mojarle la cara, e iban manchando una gran superficie, pues meneaba la cabeza de un lado a otro; salpicones, salpicones que formaban un dibujo regular sobre el piso de la sala de estar, como si lo estuviera bordando.

—Ahhhhh —dijo.

No se movió cuando le sacó la aguja.

Había revivido, tal vez un minuto, en una tentativa de decirnos algo, algo que ninguno de nosotros deseaba oír ni procuró entender, y el esfuerzo le había dejado seco. La inyección en la cadera fue tan inútil como si se la hubiera puesto a un cadáver: faltaba un corazón que la bombease, unas venas que la llevasen a su cabeza, un cerebro que, allí arriba, pudiera sufrir con su veneno. Tanto daría que se la hubieran inyectado a un viejo cadáver reseco.

—Estoy… cansado…

—Vamos. Chicos, creo que no os falta valor, el señor Bancini se acostará como un buen chico.

—… terri-ble cansado.

—Y el Ayudante Williams está volviendo en sí, doctor Spivey. Ocúpese de él, por favor. Mire. Se le ha roto el reloj y tiene un corte en el brazo.

Pete nunca volvió a intentar nada parecido, ni volverá a hacerlo jamás. Ahora, cuando comienza a alborotar durante una reunión y procuran calmarlo, siempre calla. Sigue levantándose de vez en cuando para menear la cabeza y comunicarnos su cansancio, pero ya no lo hace en son de queja ni de excusa ni de advertencia, eso terminó; es como un viejo reloj que con las manecillas torcidas y sin números en la esfera y con la campana herrumbrada y silenciosa, ni nos dice la hora ni acaba de pararse, un viejo e inútil reloj de pared que sigue tictaqueando sin sentido alguno.

Cuando dan las dos, el grupo continúa despedazando al pobre Harding.

A las dos, el doctor comienza a agitarse en su silla. El doctor se siente incómodo en las reuniones, a menos que pueda hablar de su teoría; preferiría pasar el tiempo en su oficina y dibujar gráficas. Se agita y por último carraspea; entonces la enfermera mira su reloj y nos ordena que volvamos a traer las mesas de la sala de baños y que mañana proseguirá la discusión. Los Agudos salen en el acto, de su trance, miran un momento en dirección a Harding. Tienen la cara encendida de vergüenza como si acabaran de comprender que les han tomado el pelo una vez más. Algunos se dirigen a buscar las mesas a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo, otros se acercan a los anaqueles de revistas y manifiestan gran interés por los números atrasados de McCall’s, pero el verdadero propósito de todos ellos es evitar a Harding. Nuevamente han sido manipulados y han acosado a uno de sus amigos como si fuese un criminal y todos ellos han ejercido funciones de fiscal, juez o jurado. Han estado despedazando a un hombre durante cuarenta y cinco minutos, casi como si fuera un placer, y lo han bombardeado a preguntas: ¿Por qué cree que no logra complacer a su dama? ¿Por qué insiste en afirmar que ella nunca ha tenido nada que ver con otros hombres? ¿Cómo espera poder curarse si no responde con sinceridad? Preguntas e insinuaciones que ahora les atormentan; y no desean que su proximidad les haga sentirse aún más incómodos.

Los ojos de McMurphy observaron todos estos movimientos. No se mueve de su silla. Otra vez parece desconcertado. Se queda un rato ahí sentado y contempla a los Agudos mientras con la baraja se rasca la roja perilla, luego acaba por levantarse del sillón, bosteza, se despereza, se rasca el ombligo con el borde de una carta, y después se guarda la baraja en el bolsillo y se acerca al rincón donde Harding se ha quedado solo, como pegado a su silla.

McMurphy se queda mirando a Harding un minuto, luego posa su manaza sobre el respaldo de una silla de madera próxima a él, la hace girar de modo que el respaldo quede frente a Harding y se sienta a horcajadas como si montara un diminuto caballo. Harding no se ha dado cuenta de nada. McMurphy se palpa los bolsillos hasta dar con sus cigarrillos, saca uno y lo enciende; lo sostiene frente a sus ojos y hace un gesto de desagrado al ver la punta mal encendida, se chupa el índice y el pulgar y rectifica el encendido.

Ambos hombres parecen no prestarse atención. Ni siquiera sabría decir si Harding ha advertido la presencia de McMurphy. Harding tiene los delgados hombros muy doblados, como alas verdes, y permanece sentado muy tieso en el borde de la silla, con las manos apretadas entre las rodillas. Mira fijo ante sí y canturrea para sus adentros, procurando mostrarse sereno; pero se muerde los carrillos y ello le presta una curiosa mueca de calavera, que no indica serenidad ni mucho menos.

McMurphy vuelve a encajarse el cigarrillo entre los dientes, cruza las manos sobre el respaldo de la silla y, al tiempo que cierra un ojo para evitar el humo, apoya la barbilla sobre ellas.

—¿Dime, amigo, es así como funcionan habitualmente estas reuniones?

—¿Habitualmente?

Harding interrumpe su canturreo. Ya no se muerde los carrillos, pero sigue con la mirada ante sí, por encima del hombro de McMurphy.

—¿Es este el procedimiento habitual de estas funciones de Terapia de Grupo? ¿Un hatajo de gallinas en una orgía de picoteos?

Harding vuelve con brusquedad la cabeza y mira fijamente a McMurphy, como si acabara de enterarse de que tiene a alguien sentado delante. Vuelve a morderse los carrillos y, en el centro de la cara, se le marca un surco que podría inducir a pensar que sonríe. Endereza los hombros, se acomoda mejor en la silla y procura mostrarse relajado.

—¿Una «orgía de picotazos»? Me temo que conmigo su singular manera de hablar le servirá de poco, no tengo la menor idea de a qué se refiere.

—Se lo explicaré. —McMurphy alza el tono de voz; aunque parece no prestar atención a los demás Agudos, que escuchan a sus espaldas sus palabras, en realidad van dirigidas a ellos—. El gallinero descubre una mancha de sangre en el plumaje de algún pollo y todos se lanzan a picotearlo, comprende, hasta que dejan al pobre pollo convertido en un montón de huesos, plumas y sangre. Pero lo normal es que con el barullo se manchen otros pollos y entonces les toca a ellos. Y otros se manchan a su vez y son picoteados hasta morir, y así sucesivamente. Oh, una orgía de picotazos puede diezmar a todo un gallinero en cuestión de horas, amigo, lo he visto con mis propios ojos. Un espectáculo terrible. La única manera de evitarlo —tratándose de gallinas— es vendarles los ojos. Para que no vean.

Harding se enlaza una rodilla con sus largos dedos y la atrae hacia sí, mientras se recuesta en la silla.

—Una orgía de picotazos. Una hermosa analogía, sin duda, amigo.

—Para ser sincero, exactamente eso me ha recordado la reunión que acabo de presenciar, compañero. Me ha recordado un corral de sucias gallinas.

—¿Y yo sería el pollo con la mancha de sangre, verdad?

—Así es, compañero.

Siguen lanzándose sonrisas, pero han bajado tanto la voz que tengo que ponerme a barrer más cerca de ellos para poder oírles. Los otros Agudos van aproximándose también.

—¿Y quiere saber algo más, amigo? ¿Quiere saber quién da el primer picotazo?

Harding espera que siga hablando.

—Ella, la enfermera.

Por encima del silencio se oye un gemido de terror. Oigo cómo se encasquilla la maquinaria de las paredes y cómo luego, sigue funcionando. A Harding le cuesta lo suyo mantener quietas las manos, pero sigue procurando mostrarse sereno.

—Conque eso es —dice—, un procedimiento tan estúpidamente sencillo. Lleva seis horas en nuestra galería y ya ha logrado simplificar toda la obra de Freud, Jung y Maxwell Jones y la ha sintetizado en una analogía: es una «orgía de picotazos».

—No estoy hablando de Fred, Yong y Maxwell Jones, amigo, sólo estoy hablando de esa asquerosa reunión y de lo que esa enfermera y esos desgraciados acaban de hacerte. Y con saña.

—¿Lo que me han hecho?

—Eso es, lo que te han hecho. Te han hecho todo lo que han podido. Por delante y por detrás. Algo debes haber hecho tú para ganarte tal caterva de enemigos en un lugar como este, amigo, porque lo que está claro es que son muchos los que te tienen manía.

—Pero, es increíble. ¿No tiene en cuenta para nada, absolutamente para nada, que lo que los chicos han hecho hoy es por mi propio bien? ¿Que todos los problemas o discusiones que plantean la señorita Ratched o el resto del equipo obedecen a una finalidad exclusivamente terapéutica? No debe haber escuchado ni una palabra de la teoría del doctor Spivey sobre la Comunidad Terapéutica y si lo hizo, su poca formación no le permitió comprenderla. Me ha decepcionado, amigo, oh, me ha decepcionado mucho. Nuestra charla de esta mañana me había hecho suponer que era más inteligente: tal vez algo patán, un vulgar fanfarrón con menos sensibilidad que un ganso, sin duda, pero a pesar de todo inteligente. Sin embargo, aunque suelo ser observador y perspicaz, a veces también me equivoco.

—Vete al diablo.

—Oh, claro; me olvidaba de decirle que esta mañana también he tomado nota de su primitiva brutalidad. Un psicópata con claras inclinaciones sádicas, resultado, con toda probabilidad, de una irracional egomanía. Sí. Con tanto talento natural, sin duda puede erigirse en competente terapeuta, capacitado a la perfección para criticar el procedimiento que emplea la señorita Ratched en sus reuniones, pese a que ella es una enfermera psiquiátrica muy reputada, con veinte años de experiencia. Sí, con su talento, amigo, podría efectuar milagros en el subconsciente, calmar al ello dolorido y curar al superego herido. Es probable que consiguiera curar a toda la galería, Vegetales incluidos, en sólo seis meses, damas y caballeros, o les será reembolsado su dinero.

En vez de entrar en la discusión, McMurphy se limita a mirar fijamente a Harding y por fin pregunta en tono impersonal:

—¿De verdad cree que la farsa celebrada en la reunión de hoy puede contribuir a curarle, puede hacerle algún bien?

—¿Por qué íbamos a someternos a ello si no, querido amigo? El personal está tan interesado en que sanemos como nosotros mismos. Es posible que la señorita Ratched sea una mujer madura algo estricta, pero no es una especie de monstruo del gallinero, cuyos sádicos propósitos sean sacarnos los ojos. ¿No pensará así de ella, verdad?

—No, amigo, eso no. No quiere sacarle los ojos. No es eso lo que busca.

Harding se estremece y veo que sus manos comienzan a asomar entre sus rodillas, que se arrastran como arañas blancas entre dos ramas cubiertas de musgo, y que van subiendo por las ramas hacia el tronco que las une.

—¿Los ojos no? —dice—. ¿Podría decirnos, entonces, qué busca la señorita Ratched?

McMurphy hace una mueca.

—¿Pero, no lo sabe, amigo?

—No, ¡claro que no! Quiero decir si insis…

—Quiere arrancarle las pelotas, compañero, sus queridas pelotas.

Las arañas llegan a la juntura del tronco y ahí se quedan, temblorosas. Harding intenta sonreír, pero tiene la cara y los labios tan pálidos que la sonrisa se difumina. Mira con fijeza a McMurphy. Este se quita el cigarrillo de la boca y repite lo que acaba de decir.

—Las pelotas, ni más ni menos. No, esa enfermera no es una especie de monstruosa gallina, amigo, es una capadora. He conocido a miles como ella, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Los he visto por todo el país y en muchas casas; gente que intenta desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas, vivir según sus dictados. Y la mejor forma de conseguirlo, de doblegar a alguien, es cogerle por donde más duele. ¿Nunca te han dado una patada en los huevos en una pelea, amigo? ¿Te deja frío, verdad? Es lo peor que hay. Te da náuseas, te deja sin fuerzas. Cuando te enfrentas con un tipo que quiere doblegarte a base de que tú pierdas terreno en vez de intentar ganarlo él, cuidado con su rodilla, seguro que intentará darte en las partes. Y eso es lo que hace esa urraca, intenta darte en las partes.

El rostro de Harding sigue lívido, pero ha recuperado el control de sus manos; se agitan desmayadas ante él, como si quisieran rechazar las palabras de McMurphy:

—¿Nuestra querida señorita Ratched? ¿Nuestro dulce y tierno ángel protector, la Madrecita Ratched, una capadora? Pero, amigo, eso es imposible.

—Compañero, nada de tonterías de madrecitas. Tal vez sea una madre, pero es más grande que un corral y resistente como el acero. Esta mañana, cuando he llegado no me ha engañado más de tres minutos con esa comedia suya de la gentil madrecita. No creo que de verdad haya podido engañar durante seis meses a un año, a lo sumo, a ninguno de los que están aquí. Uuuuy, he visto unas cuantas arpías en mi vida, pero esta se lleva la palma.

—¿Una arpía? Pero hace un momento dijo que era una capadora, después una urraca, ¿o fue una gallina? Se está armando un lío con sus metáforas, amigo.

—Al diablo; es una arpía y una urraca y una capadora, y no me venga con tretas, sabe usted perfectamente a qué me refiero.

Ahora la cara y las manos de Harding se agitan con más rapidez que nunca, una película a cámara rápida de gestos, sonrisas, muecas y miradas despectivas. Cuanto mayor es su esfuerzo por controlarse, con mayor velocidad se contrae su rostro. Cuando no se preocupa de contener los movimientos de sus manos y su cara, estas fluyen y gesticulan de un modo que resulta realmente agradable a la vista, pero cuando les presta atención e intenta contenerse, se convierte en un desenfrenado muñeco descoyuntado en pleno bailoteo. Conforme los gestos se aceleran, su voz va aumentando de velocidad, al mismo ritmo.

—Bueno, verá, querido señor McMurphy, mi psicópata camarada, la señorita Ratched es un verdadero ángel de piedad y todo el mundo lo sabe. Es desinteresada como el viento, anda siempre preocupada por ayudarnos a todos, día tras día, sin que nadie se lo agradezca. No todos serían capaces de hacerlo, amigo mío. De hecho, sé de buena tinta —no puedo revelar mis fuentes de información—, pero puedo decirle que Martini suele estar casi siempre en contacto con las mismas personas-bien, sé que en sus días libres ella continúa sirviendo a la humanidad y que se presta generosamente a realizar obras de caridad en la ciudad. Prepara sustanciosos donativos —conservas, queso, por su efecto astringente, jabón— y los ofrece a jóvenes parejas con problemas económicos.

Sus manos se agitan en el aire y dibujan el cuadro que está describiendo.

—Ah, mire. Ahí está nuestra enfermera. Llama suavemente a la puerta. Lleva una cesta adornada con un lazo. La joven pareja está tan emocionada que no puede decir palabra. El marido se ha quedado boquiabierto, la mujer no oculta sus lágrimas. Ella observa la vivienda. Promete enviarles dinero para comprar… detergente, eso es. Deja la cesta en medio de la habitación. Y cuando nuestro ángel se marcha —echándoles besos, con una sonrisa etérea— va tan embriagada de la dulce leche de gentileza humana que su buena acción ha generado en su amplio pecho que no cabe en sí de generosidad. No cabe en sí, ¿se da cuenta? Se detiene en la puerta, llama aparte a la tímida recién casada y le ofrece veinte dólares para sus gastos personales: «Toma, pobre criatura desnutrida, coge esto y cómprate un vestido decente. Comprendo que tu marido no puede pagarlo, pero toma, coge esto y ve». Y la pareja le queda eternamente agradecida por su benevolencia.

Las palabras le han ido saliendo cada vez más rápidas, se le marcan las cuerdas vocales en el cuello. Cuando deja de hablar, la galería está en absoluto silencio. Sólo oigo un débil rumor, de algo que gira, supongo que un magnetófono escondido en alguna parte está grabando todo esto.

Harding mira a su alrededor, ve que todos le observan, y pone todo su empeño en reír. De su boca sale un sonido semejante al de un clavo arrancado con tenazas de un tablón de pino verde; iiii-iiii-iiii. No puede parar. Se retuerce las manos y aprieta los ojos al oír ese terrible chirrido. Pero no puede contenerlo. Sube y sube de tono hasta que por fin, con una profunda inspiración, Harding deja caer la cara entre las manos que ya la están aguardando.

—Oh, la bruja, la bruja, la bruja —murmura entre dientes.

McMurphy enciende otro cigarrillo y se lo ofrece; Harding lo coge sin decir palabra. McMurphy sigue observando el rostro de Harding, ahí frente a él, con una especie de sorprendida admiración, como si fuese el primer rostro humano que ven sus ojos. Observa cómo se van calmando los temblores y estremecimientos y cómo el rostro comienza a asomar otra vez entre las manos.

—Tiene razón —dice Harding—, todo lo que ha dicho es cierto.

Mira a los demás pacientes que le están contemplando.

—Es la primera vez que alguien se atreve a decirlo abiertamente, pero no hay uno solo de nosotros que no haya pensado lo mismo, que no opine lo mismo de ella y de todo el Tinglado… que no lo sienta en algún profundo recoveco de su angustiado espíritu.

McMurphy frunce el entrecejo y pregunta:

—¿Y ese bribón de médico? Es posible que sea un poco lento, pero no tanto como para no advertir lo que está haciendo esa enfermera.

Harding da una fuerte chupada al cigarrillo y mientras habla va expulsando el humo.

—Al doctor Spivey… le ocurre lo mismo que a todos nosotros, McMurphy, es del todo consciente de que no está a la altura. Está asustado, desesperado, paralizado como un conejito, es por completo incapaz de dirigir esta galería sin la ayuda de la señorita Ratched, y lo sabe. Y, lo que es peor, ella sabe que él lo sabe y se lo recuerda cada vez que se presenta la ocasión. Cada vez que descubre que ha cometido un pequeño error en los papeles o en la clasificación, por ejemplo, se lo pasa por la cara, como puede imaginar.

—Así es —dice Cheswick, que se ha situado junto a McMurphy—, nos pasa nuestros errores por la cara.

—¿Por qué no la echan?

—En este hospital —dice Harding—, el médico no está capacitado para contratar o despedir. De eso se encarga el supervisor, y el supervisor es una mujer, una vieja amiga de la señorita Ratched; sirvieron juntas como enfermeras militares en los años treinta. Aquí sufrimos un matriarcado, amigo, y el doctor está tan indefenso como nosotros mismos. Sabe que la Ratched no tiene más que coger ese teléfono que puede ver ahí, junto a su codo, y llamar a la supervisora y comentarle, bueno, que, por ejemplo, el doctor está pidiendo al parecer mucho Demerol.

—Alto, Harding, no estoy al corriente de toda esa jerga.

—El Demerol es un opiáceo sintético, amigo, dos veces más adictivo que la heroína. Es muy frecuente que los médicos se droguen con ese producto.

—¿Ese renacuajo? ¿Un drogadicto?

—La verdad es que no lo sé.

—Entonces de qué le sirve a ella acusarle de…

—Oh, escúcheme bien, amigo. Ella no le acusa. Basta con que insinúe, cualquier cosa, ¿no lo comprende? ¿No lo ha notado hoy? Llama a uno desde la puerta de la Casilla de las Enfermeras, se lo queda mirando y le comenta que ha encontrado un Kleenex debajo de su cama. Sólo lo comenta. Y, cualquiera que sea la explicación que dé, uno tiene la sensación de que está mintiendo. Si dice que lo ha usado para limpiar la pluma, ella dirá, «una pluma, comprendo», y si dice que está resfriado, le dirá, «un resfriado, comprendo», y agitará su impecable moñito gris y sonreirá con su impecable sonrisa y dará media vuelta y volverá a la Casilla de las Enfermeras, mientras uno se queda allí parado pensando para qué usó ese Kleenex.

Comienza a temblar de nuevo y se le doblan otra vez los hombros.

—No. No tiene necesidad de acusar. Es un genio para las insinuaciones. Durante la discusión de hoy, ¿la ha oído acusarme alguna vez? Sin embargo, es como si me hubieran acusado de un montón de cosas: de celos y de paranoia, de no saber satisfacer a mi mujer, de tener relaciones con amigos del sexo masculino, de sostener el cigarrillo con afectación, incluso —esa es la impresión que tengo— me ha acusado de no tener sino una mata de vello entre las piernas; ¡y un vello sedoso y suave y rubio, por añadidura! ¿Capadora? ¡Oh, la está infravalorando!

Harding calla de improviso y se inclina para recoger la mano de McMurphy entre las suyas. Tiene el rostro curiosamente ladeado, aguzado, moteado de gris y de rojo, como una botella de vino rota.

—¡Este mundo… es de los fuertes, amigo! El ritual de nuestra existencia se basa en el fortalecimiento del más fuerte a base de devorar al débil. Tenemos que aceptarlo. Es muy justo que así sea. Tenemos que aprender a reconocer que esta es la ley natural de la existencia. Los conejos aceptan su papel en el ritual y reconocen que el lobo es el fuerte. Para defenderse, el conejo se vuelve cauto y huidizo y temeroso y cava agujeros y se esconde cuando se acerca el lobo. Y resiste, sigue adelante. Sabe cuál es su lugar. Desde luego, no desafía al lobo a un combate. Porque, ¿cree que eso sería prudente? ¿Lo sería?

Suelta la mano de McMurphy, se echa hacia atrás y cruza las piernas, da otra larga chupada al cigarrillo, lo extrae de la estrecha hendidura de su sonrisa y suelta otra vez aquella risa: iiii-iiii-iiii, semejante al chirrido de un clavo al ser arrancado de un tablón.

—Señor McMurphy… amigo mío… no soy un pollo, soy un conejo. El doctor es un conejo. Cheswick, ese de ahí, es un conejo. Billy Bibbit es un conejo. Todos los que estamos aquí somos conejos, de variada edad y condición, que vamos dando saltitos por nuestro mundo a lo Walt Disney. Oh, fíjese bien, no estamos aquí por ser conejos —siempre lo seremos, estemos donde estemos—, todos estamos aquí porque no conseguimos adaptarnos a nuestra condición de conejos. Necesitamos un buen lobo fuerte como la enfermera, que nos ponga en nuestro lugar.

—Tonterías. ¿No vas a decirme que piensas quedarte sentado y dejar que una vieja con el pelo azul te convenza de que eres un conejo?

—Convencerme no. Yo nací conejo. No tienes más que mirarme. Simplemente necesito a la enfermera para que me haga sentirme feliz con mi papel.

—¡No eres un conejo, qué demonios!

—¿No ves las orejas?, ¿la naricilla inquieta?, ¿la graciosa colita?

—Estás hablando como un lo…

—¿Cómo un loco? Qué perspicaz.

—Maldita sea, Harding, no me refería a eso. No estás loco en ese sentido. Quería decir… diablos, me ha sorprendido comprobar lo cuerdos que estáis todos. A mi entender, no estáis más locos que cualquiera de los necios que corren por las calles…

—Ah sí, los necios de las calles.

—Pero no, ya me entendéis, locos como los que salen en las películas. Sólo estáis obsesionados y… un poco…

—Y un poco acoquinados como conejos, ¿no es eso?

—¡Conejos, qué va! No os parecéis en nada a un conejo, córcholis.

—Señor Bibbit dé unos saltitos para que le vea el señor McMurphy. Señor Cheswick muéstrele su pelaje.

En el acto, Billy Bibbit y Cheswick se convirtieron ante mis propios ojos, en dos jorobados conejitos blancos, pero les da vergüenza hacer lo que les ha indicado Harding.

—Ah, son vergonzosos, McMurphy. ¿Encantadores, verdad? O, a lo mejor, están incómodos porque no se han portado como buenos amigos. Tal vez sientan remordimientos por haber permitido que ella les hiciera actuar de interrogadores. Ánimo, amigos, no hay motivo para avergonzarse. Así son las cosas. Los conejos no deben ser fieles a sus amigos. Sería una tontería. No, habéis obrado prudentemente, como unos cobardes, pero prudentemente.

—Oye, Harding —dice Cheswick.

—No, no, Cheswick. No te irrites al oír la verdad.

—Óyeme bien; yo mismo he dicho alguna vez lo mismo que McMurphy ha estado diciendo ahora de la vieja señora Ratched.

—Sí, pero lo dijiste con gran sigilo y después te retractaste de todo. Tú también eres un conejo, no intentes rehuir la verdad. Por eso no te guardo rencor por las preguntas que me has hecho durante la reunión de hoy. No has hecho más que desempeñar tu papel. Si te hubiese tocado el turno a ti, o a ti, Billy, o a ti, Fredrickson, yo os hubiera atacado con la misma crueldad con que lo habéis hecho vosotros. No debemos avergonzarnos de nuestro comportamiento; así deben actuar los pequeños animalillos.

McMurphy da media vuelta sobre la silla y mira de arriba abajo a los demás Agudos.

—No estoy muy seguro, pero creo que deberían avergonzarse. En mi opinión, su manera de conchabarse con ella contra usted fue bastante rastrera. Por un instante he creído que volvía a encontrarme en un campo de prisioneros de los chinos rojos…

—McMurphy, por el amor de Dios —dice Cheswick—, escúcheme un momento.

McMurphy vuelve la cabeza y escucha, pero Cheswick no sigue adelante. Cheswick nunca sigue adelante; es uno de esos tipos que, como si estuviesen a punto de lanzarse al ataque, arman, gritan, se abalanzan, saltan arriba y abajo unos minutos, avanzan un par de pasos, y abandonan. McMurphy lo mira, desconcertado otra vez, después de tan gallarda entrada en escena, y le dice:

—Es casi una copia perfecta de los campos de prisioneros chinos.

Harding levanta las manos instando a la calma.

—Oh, no, no, no es cierto. No debe culparnos, amigo. No. La verdad es que…

Veo que los ojos de Harding se encienden de nuevo; me parece que va a echarse a reír, pero en vez de eso se quita el cigarrillo de la boca y lo blande en dirección a McMurphy; el cigarrillo en el extremo de su mano parece uno más de aquellos delgados y blancos dedos, sólo que echa humo por la punta.

—… también usted, señor McMurphy, pese a sus bravuconadas de vaquero y a su fanfarronería de vía estrecha, y muy probablemente bajo esa apariencia encallecida, también usted es tan sensible y melindroso y conejil como nosotros.

—Claro, seguro. Yo tengo una colita de algodón. ¿En qué me parezco a un conejo, Harding? ¿Por mis inclinaciones psicópatas? ¿Por mi inclinación a la pelea o por mi inclinación a las mujeres? ¿Por lo de las mujeres, verdad? Todo ese taca-taca-gracias-hasta-otra. Sí, el taca-taca, probablemente por eso soy un conejo…

—Un momento; creo que ha planteado una cuestión que debe ser discutida. Los conejos son famosos por determinada característica, ¿verdad? En realidad, su capacidad reproductora es notoria. Sí. Mmm. Pero, en cualquier caso, lo que usted ha dicho sólo indica que es un conejo sano, bien adaptado y perfectamente funcional, mientras que la mayoría de los que estamos aquí ni siquiera poseemos la habilidad sexual suficiente para clasificarnos entre los conejos normales. Unos fracasados, eso somos: débiles, raquíticas, amedrentadas criaturas de una raza canija. Conejos, sin taca-taca; una imagen patética.

—Alto ahí; siempre tergiversas lo que digo…

—No. Tenía razón. Fue usted quien nos hizo notar hacia dónde iban dirigidos los picotazos de la enfermera. ¿Recuerda? Tenía razón. No hay aquí un solo hombre que no tema estar perdiendo o haber perdido ya su potencia. Somos unas ridículas criaturas incapaces incluso de demostrar virilidad en un mundo de conejos, hasta ahí llega nuestra flaqueza y nuestra ineptitud. Eeey. ¡Yo diría que somos los conejos de los conejos!

Se inclina otra vez hacia adelante y de su boca comienza a brotar la forzada risa estridente que yo esperaba, sus manos revolotean a su alrededor, su rostro se retuerce.

—¡Harding! ¡Cierra ese maldito pico!

Es como una bofetada. Harding calla, para en seco con la boca todavía abierta en una tensa mueca, las manos le cuelgan en medio de una azulada nube de humo de tabaco. Se queda un segundo así inmóvil; luego sus ojos se cierran hasta dejar tan sólo una taimada rendija y los mueve lentamente hacia McMurphy, habla tan bajo que tengo que arrastrar la escoba hasta su silla para poder oír lo que dice.

—Amigo… usted… tal vez sea un lobo.

—Maldita sea, no soy ningún lobo y usted no es un conejo. Anda, nunca había oído tamaña…

—Gruñe usted como un lobo.

McMurphy suspira con un sonoro silbido y se aparta de Harding para dirigirse al resto de los Agudos que les rodean.

—A ver, muchachos. ¿Qué demonios os pasa? No estáis tan locos, no creéis que os parecéis a un animal, ¿verdad?

—No —dice Cheswick y se sitúa junto a McMurphy—. No, cielo santo, yo no. No soy un conejo, faltaría más.

—Así me gusta, Cheswick. ¿Y los demás? Aclaremos las cosas. Os habéis visto, intentando convenceros unos a otros de que esa cincuentona es un ser temible. Al fin y al cabo, ¿qué puede haceros?

—Sí, ¿qué? —dice Cheswick y fulmina al resto con la mirada.

—No os puede azotar. No os puede quemar con hierros ardientes. No puede ataros al potro. Ahora hay leyes que prohíben estas cosas; no estamos en la Edad Media. No puede haceros absolutamente na…

—¡Usted ha vi-vis-to lo que pu-pu-puede hacernos! En la reu-u-unión.

Observo que Billy Bibbit ya no tiene aspecto de conejo. Se inclina sobre McMurphy, procura seguir hablando con la boca llena de baba y el rostro encendido. Luego da media vuelta y se aleja de él.

—Ah, es i-i-i-i-imposible. Debería ma-ma-matarme.

McMurphy le grita mientras se aleja.

—¿En la reunión? ¿Qué he visto yo en la reunión? Repámpanos, lo único que le he visto hacer ha sido un par de preguntas y preguntas sencillas, amables, por lo demás. Las preguntas no hacen daño, no son palos ni piedras.

Billy le mira otra vez.

—Pero la ma-ma-manera de hacerlas…

—No tienes por qué contestarle, ¿verdad?

—Si u-u-uno no contesta, ella sólo sonríe y to-to-toma nota en su libreta y después, después, ¡oh, no!

Scanlon se acerca a Billy.

—Si uno no le contesta, Mac, se está delatando con su mismo silencio. Es el truco de esos bribones del gobierno para atraparnos a todos. No hay salida. La única solución es volar todo el tinglado de esta cochina tierra… volarlo todo.

—Bueno, cuando hace una de esas preguntas, ¿por qué no la mandáis a freír espárragos?

—¿Y de qué serviría, Mac? Se limitaría a replicar con un «¿Por qué parece alterarle tanto esa pregunta concreta, Paciente McMurphy?».

—Y bien, se la manda al carajo otra vez. Se los manda a todos al carajo. De momento, no te han hecho nada.

Los Agudos comienzan a apiñarse a su alrededor. Esta vez el que responde es Fredrickson.

—Muy bien, le dices eso y te clasifican como Potencialmente Agresivo y te mandan arriba a la galería de los Perturbados. A mí me pasó eso. Tres veces. Esos pobres tipos de ahí arriba ni siquiera pueden salir de la galería para ir a ver la película del sábado por la tarde. No tienen ni televisión.

—Y, óyelo bien, si continúas manifestando actitudes hostiles, como esa tendencia a mandar a la gente al carajo, te ponen en lista para la Sala de Shocks, o tal vez incluso para algo más grave, una operación, un…

—Maldita sea, Harding, ya le he dicho que no entiendo esta jerga.

—La Sala de Shocks, señor McMurphy, quiere decir la máquina de TES, Terapia de Electroshock. Un artilugio que es como un compendio de la pastilla para dormir, la silla eléctrica y el potro de torturas, todo en uno. Es un buen truco, simple, rápido, apenas doloroso, tan rápido es; pero nadie quiere pasar por eso, nunca.

—¿Cuáles son sus efectos?

—Atan al paciente a una mesa con los brazos en cruz —es curioso— y con una corona de electrodos en vez de espinas. Le conectan unos alambres a ambos lados de la cabeza y —¡zap!—. Una corriente eléctrica que cuesta cuatro chavos le atraviesa el cerebro y, así, de una sola vez, uno recibe un tratamiento y un castigo por su hostil actitud de mandar a la gente al carajo, aparte de que le dejan fuera de combate por un período que oscila entre seis horas y tres días, según los casos. Incluso después de recuperar el conocimiento, uno continúa desorientado varios días. Imposible recordar nada. Si los tratamientos son frecuentes, el tipo puede acabar como el señor Ellis, colgado ahí de la pared. Un idiota babeante que, a los treinta y cinco años, se mea en los calzones. O puede convertirse en un organismo que come y elimina y grita «joder a la mujer», como Ruckly. O si no fíjese en el Jefe Escoba agarrado a su apodo ahí detrás de usted.

Harding me señala con el cigarrillo, no tengo tiempo de apartarme. Finjo no advertirlo. Sigo moviendo mi escoba.

—He oído decir que, hace años, cuando eso estaba realmente de moda, al Jefe le aplicaron más de doscientos tratamientos de electroshock. Figúrese el efecto que eso puede producir sobre una mente ya un poco ida. Mírelo: un criado gigante. Ahí tiene al Americano en Vías de Extinción, una máquina de barrer de dos metros de altura, asustado hasta de su propia sombra. Esa es la amenaza que pesa sobre nosotros, amigo mío.

McMurphy se me queda mirando un momento, luego se vuelve otra vez hacia Harding.

—¡Caramba! Pero ¿cómo toleráis algo semejante? ¿Y todo ese rollo de la galería democrática que me endilgó el doctor? ¿Por qué no lo ponéis a votación?

Harding le lanza una sonrisa y da otra lenta chupada al cigarrillo.

—¿Votar qué, amigo? ¿Votar que la enfermera no pueda hacer más preguntas en las Reuniones de Grupo? ¿Votar que no nos mire de esa manera? ¿Podría decirme, señor McMurphy, qué íbamos a votar?

—A mí qué me importa. Voten algo. ¿No comprende que para demostrar que todavía son hombres tienen que hacer algo? ¿No comprende que no pueden permitir que acabe por dominarlos a todos? Mire a su alrededor: dice que el Jefe está asustado de su propia sombra, pero en mi vida había visto semejante hatajo de cobardes.

—¡Yo no estoy asustado! —dice Cheswick.

—Tú no lo estarás, viejo, pero los demás hasta tienen miedo de reír libremente. Sabéis una cosa, lo primero que me sorprendió de este lugar es que nadie se reía. ¿Me creeréis si digo que no he oído ni una sola verdadera carcajada desde que crucé esa puerta? Cuando uno no es capaz de reírse pierde terreno. Un tipo que deja que su mujer le insulte hasta que pierde la capacidad de reírse, se queda sin una de sus mejores cartas. De entrada, empieza a creer que ella es más fuerte que él y…

—Ah. Parece que nuestro amigo comienza a comprender, compañeros conejos. ¿Dígame, señor McMurphy, cómo enseñarle a una mujer quién es el que manda aparte de reírse de ella? ¿Cómo hacerle ver quién lleva los pantalones? Un tipo como usted tendría que ser capaz de decírnoslo. No es cosa de pegarle, ¿verdad que no? Acudiría a los tribunales. Tampoco se trata de perder los estribos y gritarle; ella le derrotaría con sus esfuerzos por calmar a su irritado muchachote: «¿Mi hombrecito se ha vuelto quisquilloso? ¿Ahhhh?» ¿Ha intentado mantenerse firme ante tamaño comentario alguna vez? Conque ya ve, amigo, es más o menos como usted ha dicho: el hombre sólo posee un arma realmente efectiva contra el bastión del matriarcado moderno, pero desde luego no es la risa. Una sola arma, en esta penetrante sociedad en la que se estudian todas las motivaciones, cada año que pasa aumenta el número de gente capaz de inutilizar esa arma y de dominar a los que hasta el momento habían dominado…

—Cielo santo, Harding, vaya rollo —dice McMurphy.

—… y, pese a todas sus pretendidas capacidades psicopáticas, ¿se cree capaz de emplear con eficacia su arma contra nuestra campeona? ¿Cree que podría blandirla ante la señorita Ratched, McMurphy? ¿Cree que podría?

Y agita una mano en dirección a la casilla de cristal. Todas las cabezas se vuelven en el mismo sentido. Ella está allí, mirando por la ventana, tiene una grabadora escondida en algún sitio fuera del alcance de nuestra vista y lo está grabando todo, y planea la forma de incorporarlo al informe.

La enfermera advierte que todos la están mirando y hace un gesto con la cabeza y todos apartan la vista. McMurphy se quita el gorro y se pasa los dedos por el rojo pelo. Ahora, todos le observan a él; esperan que haga algo y él lo sabe. Se siente un poco acorralado. Vuelve a encasquetarse la gorra y se frota la señal de la nariz.

—Bueno, si queréis saber si se me levantaría con esa vieja urraca, no, me parece que no…

—No es tan fea como todo eso, McMurphy. Tiene una cara bastante atractiva y bien conservada. Y pese a todos sus esfuerzos para ocultarlos tras esa indumentaria asexuada, todavía se ven trazas de unos pechos más bien abundantes. Debe de haber sido bastante bonita de joven. Además —es sólo una suposición—, ¿cree que se le levantaría si ella no fuera vieja, si fuera joven y hermosa como Elena de Troya?

—No sé quién es esa Elena, pero ya veo adónde quieres ir a parar. Y tienes razón, válgame Dios. No se me levantaría con esa cara de palo, ni que tuviera la belleza de Marilyn Monroe.

—Ahí tiene. Ella gana.

Ya está. Harding se recuesta en la silla y todos esperan a ver qué dirá McMurphy ahora. Este comprende que está acorralado. Se queda mirando un momento todas esas caras, luego se encoge de hombros y se levanta de la silla.

—Bueno, qué diablos, no es asunto mío.

—Tiene razón, no es asunto suyo.

—Y desde luego no tengo el menor deseo de que una enfermera enfurecida venga a por mí con esos tres mil voltios. Sobre todo cuando no puedo ganar nada, excepto la experiencia de la aventura.

—No. Tiene razón.

Harding ha vencido en la discusión, pero nadie parece alegrarse mucho. McMurphy se mete los pulgares en los bolsillos e intenta reír.

—No señor, jamás he visto ofrecer una recompensa por atrapar a una capadora.

Todos hacen una mueca al oír esto, pero no parecen contentos. Me alegra que, a fin de cuentas, McMurphy demuestre cierta cordura y que no se deje arrastrar a un terreno que no es el suyo, pero comprendo cómo se sienten los muchachos; yo tampoco estoy muy contento. McMurphy enciende otro cigarrillo. Todos siguen aún en el mismo sitio. Continúan ahí de pie, y sonríen, incómodos. McMurphy se rasca otra vez la nariz y aparta los ojos del ramillete de caras que le rodea, mira otra vez a la enfermera y se muerde el labio.

—¿Pero decíais que… no os manda a esa otra galería a menos que os haga perder los estribos? ¿A menos que de algún modo consiga excitaros hasta el punto de maldecirla o de romper una ventana o algo por el estilo?

—A menos que uno haga una cosa de ese tipo.

—¿Estáis seguros? Porque se me está ocurriendo una manera de ganarme una fortunita a costa vuestra. Pero no quiero hacer el tonto. Me costó mucho salir de aquel otro agujero; no quiero saltar de la sartén para caer en las brasas.

—Perfectamente seguros. No puede hacer nada a menos que uno haga algo que francamente aconseje un traslado a la otra galería o una sesión de electroshock. Si uno resiste a las provocaciones, ella no puede hacer nada.

—¿O sea que si me porto bien y no la insulto…

—Ni insultas a los ayudantes.

—… ni insulto a los ayudantes ni armo ningún alboroto no puede hacer nada?

—Esas son las reglas del juego. Naturalmente, siempre gana ella, amigo, siempre. Ella es invulnerable y, con el concurso del tiempo, siempre acaba por descubrir las intenciones de los demás. Por eso está considerada como la enfermera del hospital y puede actuar con tanta libertad; es maestra en el arte de poner al descubierto la libido temblorosa…

—Me importa un carajo. Lo que quiero saber es si no corro peligro jugando al mismo juego que ella. ¿Si me muestro amable con ella, no se enfurecerá y me hará electrocutar, aunque insinúe algo?

—Estarás a salvo, a condición de que no pierdas el control. Si no te exasperas y no le das un verdadero motivo para solicitar tu confinamiento en la Galería de Perturbados o la aplicación terapéutica del electroshock, estarás a salvo. Pero la primera y principal condición es no exasperarse. ¿Y tú? ¿Con tu pelo rojo y tus antecedentes? No nos engañemos.

—Muy bien. De acuerdo —McMurphy se frota las manos—. Os diré lo que se me ha ocurrido. Vosotros parecéis convencidos de que ella es el no va más, ¿verdad? Que es una —¿cómo dijisteis?— una mujer inexpugnable. Lo que quiero saber es cuántos están dispuestos a apostar algo.

Apostar…

—Eso dije: ¿hay algún listorro que quiera apostar algo contra estos cinco dólares a que —en menos de una semana— soy capaz de dejar en pelotas a esa mujer sin que ella me haga nada? Una semana, y si no consigo desconcertarla hasta que no sepa por dónde va, os quedáis con los cinco dólares.

—¿Eso apuestas?

Cheswick salta ora sobre un pie ora sobre el otro y comienza a frotarse las manos igual que McMurphy.

—Como lo oyes.

Harding y unos cuantos más dicen que no lo entienden.

—Es bastante fácil. No tiene ninguna complicación. Me gusta apostar. Y me gusta ganar. Y creo poder ganar esta apuesta, ¿conforme? Tengo tanta suerte en las apuestas que, en Pendleton, llegó un momento en que nadie quería jugarse ni un céntimo conmigo. La verdad es que uno de los motivos de que intentara venir aquí fue que necesitaba nuevas presas. Os diré una cosa: antes de venir me enteré de algunos detalles. Casi la mitad de los que estáis aquí cobráis una pensión, tres o cuatrocientos al mes, y no podéis hacer nada con ese dinero, excepto dejar que vaya acumulando polvo. Pensé que podría aprovechar esa circunstancia y de paso alegraros un poco la vida a todos vosotros. Soy un jugador empedernido y no estoy acostumbrado a perder. No he conocido aún a una mujer más macho que yo, tanto me da si se me levanta con ella como si no. Es posible que el tiempo juegue a su favor, pero yo también llevo una larguísima temporada de buena racha.

Se quita la gorra, la hace girar sobre un dedo, la lanza al aire y la coge por la espalda con la otra mano, con gran elegancia.

—Y otra cosa: estoy aquí porque así lo había planeado, pura y simplemente, porque es mejor estar aquí que en un correccional. Que yo sepa no soy un lunático, o al menos nunca me lo habían dicho. Vuestra enfermera no lo sabe; no se espera que se le acerque alguien con una mente tan sagaz como la mía. Son cosas que me dan una provechosa ventaja. Conque, cinco dólares contra cualquiera que desee apostar que soy incapaz de comerme viva a esa enfermera en menos de una semana.

—Todavía no sé si…

—Está muy claro. Me la como viva, la hago trizas. La dejo en pelotas. La atormento hasta que se desmorone y demuestre, por una vez, que no es tan inexpugnable como creéis. Una semana. Tú decidirás quién gana.

Harding saca un lápiz y escribe algo en el bloc del pinacle.

—Conforme. Apuesto diez dólares de ese dinero que tienen apolillándose a mi nombre en Depósitos. Pagaría hasta el doble por presenciar tan improbable milagro, amigo.

McMurphy mira el papel y lo dobla.

—¿Alguien más?

Los demás Agudos se han puesto en fila, esperan su turno para usar el bloc. A medida que los van llenando, él va cogiendo los trozos de papel y se los guarda en la palma de la mano, sujetándolos con un grueso pulgar muy tieso. Veo cómo van amontonándose los trozos de papel en su mano. Los mira.

—¿Me confiáis las apuestas, amigos?

—Creo que no hay milagro —dice Harding—. Estarás una temporada sin salir de aquí.