En la Casilla de cristal, la Gran Enfermera ha abierto un paquete con remitente extranjero y está aspirando con jeringas hipodérmicas el líquido verde lechoso que venía en las ampollas del paquete. Una de las enfermeras menores, una joven con un ojo bizco que siempre mira ansioso por encima de su hombro mientras el otro prosigue con sus funciones habituales, coge la bandejita con las jeringas llenas, pero aún no se las lleva.
—¿Qué opina usted del nuevo paciente, señorita Ratched? Quiero decir, que es guapo y simpático y todo eso, pero en mi modesta opinión, desde luego sabe imponerse.
La Gran Enfermera prueba una aguja en la yema de su dedo.
—Me temo —clava la aguja en el tapón de goma de la ampolla y tira del émbolo—, que eso es exactamente lo que piensa hacer el nuevo paciente: imponerse. Es lo que solemos llamar un «manipulador», señorita Flinn, un hombre que se aprovecha de todo y de todos para sus propios fines.
—Oh. Pero. Bueno, ¿en un hospital psiquiátrico? ¿Con qué objeto?
—Cualquiera. —Está serena, sonriente, absorta en la tarea de cargar las jeringuillas—. Comodidad y una buena vida, por ejemplo; una sensación de poder y de respeto, tal vez; ventajas pecuniarias, a lo mejor todo al mismo tiempo. A veces lo único que se propone un manipulador es simplemente desorganizar la galería por el puro gusto de hacerlo. Existen personas así en nuestra sociedad. Un manipulador puede influir a los demás pacientes y perturbarlos hasta el punto de que tal vez se requieran meses para que todo vuelva a marchar bien. Con la filosofía permisiva que hoy en día prevalece en los hospitales mentales, les cuesta poco conseguir lo que se proponen. Años atrás todo era muy distinto. Recuerdo que hace unos años tuvimos en la galería a un tal señor Taber, un intolerable manipulador. Al principio.
Alza la vista de su trabajo, y ante su cara, sostiene una jeringa a medio llenar, como si fuese una varita mágica. Se le va la mirada, perdida en el agradable recuerdo.
—El se-ñor Tay-lor —dice.
—Pero, oiga —dice la otra enfermera—, ¿qué interés puede tener alguien en desorganizar la galería, señorita Ratched? ¿Cuál podría ser realmente el motivo…?
Interrumpe a la pequeña enfermera y clava otra vez la aguja en el tapón de goma de la ampolla, llena la jeringa, la sacude y la coloca en la bandeja. Observo cómo tiende la mano para coger otra jeringa vacía, cómo apunta, planea sobre el blanco, cae.
—Señorita Flinn, parece olvidar que esta es una institución para locos.
La Gran Enfermera tiene tendencia a alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo, tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».
Bajo su mando, el Interior de la galería está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a someter.
Y la he visto perfeccionarse más y más con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto, así aprendí cómo funcionan estas cosas.
Sus fantasías ahí en el centro de esos hilos la llevan a un mundo de precisión, de eficiencia y de orden semejante a un reloj de bolsillo con el dorso transparente; a un lugar donde sea imposible no respetar el horario y en el cual todos los pacientes que no están en el Exterior, obedientes bajo su fulgor, son Crónicos rodantes con catéteres que conectan directamente la pernera de cada pantalón con la cloaca que corre bajo el suelo. Año tras año ha ido acumulando su equipo ideal: médicos, de todo tipo y edad, han venido y se han enfrentado a ella con ideas propias sobre la manera de dirigir una galería, algunos con coraje suficiente para defender sus ideas, y ella ha fijado su mirada de hielo seco en esos médicos, un día y otro, hasta que han emprendido la retirada con escalofríos muy poco naturales. «La verdad es que no sé qué me pasa», le han dicho al encargado del personal. «Desde que empecé a trabajar en esa galería con esa mujer siento como si tuviera amoníaco en las venas. No paro de temblar, mis hijos no quieren sentarse en mis rodillas, mi mujer no quiere acostarse conmigo. Exijo que me trasladen… al rincón de neurología, al depósito de borrachos, a pediatría, ¡tanto me da!»
Lleva años haciendo lo mismo. Los médicos duran tres semanas, tres meses. Hasta que por fin se ha quedado con un hombrecillo de ancha frente y de amplios pómulos salientes, y con una arruga entre los diminutos ojillos, como si en alguna ocasión hubiera usado unas gafas demasiado pequeñas, y durante tanto tiempo que le hundieron la cara en el medio; y, por ello, ahora lleva las gafas atadas con una cinta a un botón; las gafas se balancean sobre el puente rojizo de su naricilla y no paran de resbalar hacia uno u otro lado, de modo que mientras habla siempre está balanceando la cabeza para mantenerlas en equilibrio. Ese es su médico.
Los tres muchachos negros del servicio de día los adquirió al cabo de otros tantos años de probar y rechazar a miles. Se iban presentando ante ella en una larga fila negra de enfurruñadas máscaras chatas, llenos de odio hacia ella y su blancura de muñeca de yeso desde el primer vistazo. Ella ha sopesado a los muchachos y su odio durante un mes poco más o menos, luego los ha despedido porque no sentían el odio suficiente. Cuando por fin ha dado con los tres que deseaba —los ha conseguido de uno en uno, a lo largo de varios años, y los ha ido incorporando a su plan de acción y a su red— no le cabía la menor duda de que su odio era suficiente para que resultaran eficaces.
El primero lo ha obtenido cuando yo ya llevaba cinco años en la galería, un retorcido enano sinuoso color de alquitrán frío. Su madre fue violada en Georgia frente a los ojos de su padre al que habían atado a la estufa caliente con riendas de cuero, chorreando sangre en sus zapatos. El chico lo vio todo desde un armario, tenía cinco años y torcía el ojo para espiar por la rendija entre la puerta y el marco, después ya no creció ni una pulgada más. Ahora los párpados le cuelgan de la frente, finos y lacios, como si tuviera un murciélago posado en el puente de la nariz. Párpados como fino cuero gris, apenas los levanta un poco cuando entra un nuevo blanco en la galería, espía por debajo y examina al hombre de arriba abajo y hace un único gesto de asentimiento como si, oh claro, hubiera comprobado algo que ya sabía de todos modos. Cuando empezó a trabajar quería traerse un calcetín lleno de perdigones para poner a raya a los pacientes, pero ella le dijo que ya no se hacía así, le hizo dejar la porra en casa y le enseñó su propia técnica, le enseñó a no dejar ver su odio y a conservar la calma y esperar, esperar una pequeña ventaja, una pequeña vacilación, y entonces apretar la cuerda y no aflojar. Nunca. Así se les pone a raya, le enseñó.
Los otros dos negros llegaron dos años después, entraron a trabajar con sólo un mes de diferencia, aproximadamente, y los dos se parecen tanto que pienso que ella mandó hacer una copia del primero que vino. Son altos y angulosos y huesudos y tienen esculpida en las caras semejantes puntas de flecha de piedra, una expresión que no cambia nunca. Sus ojos se contraen en una mirada perversa. Si uno roza su cabello le raspa la piel como una lija.
Los tres son negros como teléfonos. Cuanto más negros, así lo descubrió ella a base de observar a la larga fila negra que les precedió, cuanto más negros más tiempo suelen dedicar a limpiar y fregar y poner orden en la galería. Por ejemplo, los tres chicos llevan siempre el uniforme inmaculado como la nieve. Tan blanco y frío y tieso como el de ella.
Los tres llevan níveos pantalones almidonados y camisas blancas con broches de metal en un costado y zapatos blancos relucientes como el hielo y los zapatos tienen suelas de caucho rojo que recorren el pasillo silenciosas como ratones. Nunca hacen el menor ruido al moverse. Aparecen en distintos lugares de la galería cada vez que un paciente cree poder burlar la vigilancia para estar a solas o para susurrar un secreto a otro. Un paciente está solo en un rincón y de pronto se oye un chillido y siente que se le hiela la mejilla y se vuelve hacia ese lado y ahí ve una fría máscara de piedra que flota sobre su cabeza junto a la pared. Sólo ve la cara negra. Sin cuerpo. Las paredes son blancas como los trajes blancos, limpias y relucientes como las puertas de una nevera, y la cara y las manos negras parecen flotar frente a ellas como espectros.
Años de aprendizaje y los tres muchachos negros sintonizan cada vez mejor con la onda de la Gran Enfermera. Uno a uno van desconectando los hilos directos y aprendiendo a operar a través de ondas. Ella nunca da órdenes en voz alta ni deja instrucciones escritas que podrían ser halladas por una esposa o una profesora durante una visita. Ya no necesita hacerlo. Están en contacto a través de una onda de odio de gran voltaje y los negros corren a ejecutar sus órdenes aun antes de que a ella se le hayan ocurrido.
Y cuando la enfermera ha reunido su equipo, la eficiencia cae sobre la galería como un reloj de vigilante. Todo lo que los muchachos piensan y dicen y hacen es planeado con meses de antelación, en base a las pequeñas anotaciones que la enfermera hace durante el día. Estas notas las mecanografían y las introducen en la máquina que oigo zumbar detrás de la puerta de acero, al fondo de la Casilla de las Enfermeras. De la máquina sale una serie de Tarjetas de Instrucciones, perforadas según un esquema de pequeños agujeritos cuadrados. Al empezar cada nuevo día se introduce la tarjeta correspondiente a la fecha en una ranura de la puerta de acero y las paredes se ponen a zumbar: a las seis treinta se encienden las luces del dormitorio; los Agudos saltan de la cama tan deprisa como pueden azuzarlos los negros, que los ponen a trabajar, a lustrar el suelo, a vaciar ceniceros, a pulir las rayas de la pared ahí donde un compañero el día anterior se desplomó en un terrible estremecimiento de humo y olor de goma quemada al saltarle sus fusibles. Los Rodantes dejan caer sus muertas piernas de palo y se quedan allí sentados, como estatuas, en espera de que alguien les acerque una silla de ruedas. Los Vegetales se mean en la cama y conectan una descarga eléctrica y un zumbador, que les hace rodar sobre las baldosas hasta el lugar donde los negros pueden darles un manguerazo y enfundarlos en un uniforme limpio…
A las seis cuarenta y cinco zumban las máquinas de afeitar y los Agudos se alinean en orden alfabético frente a los espejos, A, B, C, D… Los Crónicos ambulantes como yo entran cuando han terminado los Agudos, luego empujan las sillas de ruedas de los Rodantes. Los tres viejos han salido con una capa de moho amarillento sobre la piel colgante de sus barbillas, y son afeitados en sus tumbonas en la sala de estar, con una correa de cuero en la frente para evitar que se agiten bajo la máquina de afeitar.
Algunas mañanas —en particular, los lunes— me escondo e intento hacerle un quite al horario. Otras mañanas considero más perspicaz ocupar en seguida mi lugar entre la A y la C y marcar el paso como todos los demás, sin levantar los pies —en el suelo hay potentes magnetos que mueven al personal por la galería como muñecos de feria…
A las siete se abre el comedor y se invierte el orden de sucesión: primero los Rodantes, luego los Ambulantes, luego los Agudos, cogen bandejas, platos de cereal, huevos con tocino, tostadas —y esta mañana un melocotón de lata sobre una arrugada y verde hoja de lechuga—. Algunos Agudos les llevan bandejas a los Rodantes. La mayor parte de los Rodantes sólo son Crónicos de piernas débiles, y comen solos, pero hay tres que no pueden moverse en absoluto del cuello para abajo, y muy poco del cuello para arriba. Los llaman Vegetales. Los negros los entran cuando todo el mundo está sentado, colocan sus sillas de ruedas junto a la pared y les traen idénticas fuentes de comida pastosa con pequeñas tarjetitas blancas con las instrucciones dietéticas. Puré Mecánico dicen las instrucciones dietéticas de estos tres desdentados: huevos, jamón, tostadas, tocino, todo molido treinta y dos veces para cada uno en la máquina de acero inoxidable que hay en la cocina. La veo fruncir unos labios partidos, como si fuera el tubo de una aspiradora, y escupir en un plato, con un ruido de establo, un grumo de jamón triturado.
Los negros van llenando las bocas chuponas y rosadas de los Vegetales algo más deprisa de lo que pueden tragar y el Puré Mecánico les chorrea por las diminutas barbillas y cae sobre el uniforme. Los negros insultan a los Vegetales y les abren más la boca con un brusco vaivén de la cuchara, como si estuvieran vaciando una manzana podrida.
—Este asqueroso «plástico», se me está deshaciendo entre las manos. Ya no sé si le estoy dando puré de jamón o pedazos de su propia lengua…
A las siete treinta de vuelta a la sala de estar. La Gran Enfermera otea a través de su cristal especial, siempre bruñido hasta que no se nota que está ahí, hace señales de asentimiento ante lo que va viendo, y extiende la mano y arranca una hoja de su calendario, un día menos para llegar a la meta. Aprieta un botón para que todo empiece. Oigo el rumor de una gran lámina de latón que alguien sacude en algún lugar. Todo en orden. Agudos: siéntense a su lado de la sala de estar y esperen que traigan las cartas y los juegos de Monopoly. Crónicos: siéntense a su lado y esperen que traigan los rompecabezas de la Cruz Roja. Ellis: a su lugar junto a la pared, levante los brazos para que le pongan los clavos y deje correr el pipí por la pierna. Pete: menee la cabeza como un monigote. Scanlon: mueva las nudosas manos sobre la mesa, construya una bomba imaginaria para hacer volar un mundo imaginario. Harding: comience a hablar, agite sus manos de paloma en el aire y escóndalas luego bajo las axilas, porque las personas mayores no deben agitar de ese modo sus lindas manos. Sefelt: comience a lamentarse de su dolor de muelas y del pelo que se le cae. Todos: inspiren… expiren… en perfecto orden; todos los corazones a latir al ritmo que indican las Tarjetas de Instrucciones. Sonido de cilindros ajustados.
Como en un mundo de dibujos animados, con personajes planos de contornos negros, dando tumbos en una especie de historieta que podría ser francamente divertida si los personajes no fuesen hombres de verdad…
A las siete cuarenta y cinco los negros avanzan a lo largo de la hilera de Crónicos y van colocando catéteres a los que se los dejan poner sin moverse. Los catéteres son preservativos de segunda mano a los que se les ha cortado la punta para unirlos con esparadrapo a unos tubos que bajan por la pernera del pantalón hasta una bolsa de plástico con la etiqueta desechable, no volver a usar, que a mí me toca lavar al concluir cada día. Los negros fijan el preservativo con esparadrapo que se adhiere a los pelos; los Crónicos de Catéter se han quedado lampiños como recién nacidos de tanto arrancarles el esparadrapo…
A las ocho las paredes chirrían y zumban a todo volumen. El altavoz del techo dice, «Medicamentos», con la voz de la Gran Enfermera. Miramos a la casilla de cristal donde está sentada, pero no está junto al micrófono ni mucho menos; de hecho, está a más de un metro de aquel y adoctrina a una de las enfermeras menores sobre la manera de arreglar una bandeja presentable con todas las píldoras en orden. Los Agudos forman una fila junto a la puerta de cristal, A, B, C, D, luego los Crónicos, luego los Rodantes (los Vegetales reciben su pastilla más tarde, mezclada con una cucharada de puré de manzanas). Los muchachos van desfilando y reciben una cápsula y un vaso de papel —ponerse la cápsula en el fondo de la garganta y que la pequeña enfermera les llene el vaso de agua y tragar la cápsula—. Muy de vez en cuando algún tonto pregunta por qué tiene que tragar.
—Un momentito, preciosa; ¿qué son esas dos cápsulas rojas que me han dado con la vitamina?
Lo conozco. Es un gran Agudo quejoso que ya empieza a tener fama de impertinente.
—Una medicina, señor Taber, le hará bien. Venga, tráguesela.
—Pero, qué clase de medicina. Cielo santo, ya creo que son pastillas…
—Trágueselas, quiere, señor Taber… Hágalo por mí.
Mira a hurtadillas a la Gran Enfermera para comprobar qué acogida merece su técnica de seducción, luego vuelve a mirar al Agudo. Aún no está dispuesto a tragarse algo que no sabe qué es, ni siquiera por ella.
—Señorita, no me gusta crear problemas. Pero tampoco me gusta tragar algo sin saber qué es. ¿Cómo puedo estar seguro de que no son esas pastillas raras que me convierten en lo que no soy?
—No se altere, señor Taber…
—¿Alterarme? Todo lo que quiero saber, por el amor de Dios…
Pero la Gran Enfermera se ha aproximado sin ruido, le ha puesto la mano en el brazo y se lo aprieta, paralizándoselo hasta el hombro.
—No se preocupe, señorita Flinn —dice—. Si el señor Taber quiere portarse como un niño, tendremos que tratarle como tal. Hemos procurado ser amables y considerados con él. Es evidente que no es esa la solución. Hostilidad, hostilidad, es todo lo que recibimos a cambio. Puede irse, señor Taber, si no desea tomar sus medicamentos por vía oral.
—Todo lo que yo quería saber, por el…
—Puede irse.
Se marcha, refunfuñando, en cuanto ella le suelta el brazo, y se pasa la mañana en el retrete, preguntándose qué debían ser esas cápsulas. Una vez logré esconder una de esas mismas cápsulas rojas bajo la lengua, hice ver que me la tragaba y después la abrí en el armario de las escobas. Por un instante, antes de que todo se convirtiera en polvillo blanco, logré ver que contenía un elemento electrónico en miniatura, como los que ayudé a manipular en el Cuerpo de Radar del Ejército, alambres microscópicos y abrazaderas y transistores, este había sido diseñado de forma que se disolviese al entrar en contacto con el aire…
A las ocho veinte aparecen las cartas y los rompecabezas…
A las ocho veinticinco uno de los Agudos comenta que solía mirar cómo se bañaba su hermana; los tres que están sentados en la misma mesa que él se atropellan para ver quién llega primero y lo escribe en el cuaderno de bitácora…
A las ocho treinta se abre la puerta de la galería y entran trotando dos técnicos que huelen a vino tinto; los técnicos siempre se mueven a paso ligero o al trote porque siempre caminan muy inclinados hacia delante y tienen que moverse deprisa para no caer. Siempre van inclinados y siempre huelen como si hubiesen esterilizado con vino sus instrumentos. Cierran la puerta del laboratorio tras sí y yo me acerco veloz y consigo discernir voces por encima del horrible zzzt-zzzt-zzzt del acero sobre la piedra de amolar.
—¿Qué pasa a una hora tan intempestiva de la mañana?
—Tenemos que instalarle un Supresor de Curiosidad Incorporado a un metomentodo. Un trabajo de emergencia, ha dicho ella, y ni siquiera sé si tenemos algún aparato en el almacén.
—Tendremos que llamar a IBM y que nos traigan uno a toda prisa; voy a consultar con Suministros…
—Eh; de paso tráete una botella de ese pura cepa: he llegado al punto de que no puedo instalar ni el componente más sencillo sin un poco de tonificante. Bueno, qué más da, es mejor que trabajar en un garaje…
Las voces suenan forzadas y las respuestas son demasiado rápidas para que puedan corresponder a una conversación real; más bien parece un diálogo de dibujos animados. Sigo barriendo y me alejo antes de que me pillen escuchando detrás de la puerta.
Los dos negros altos descubren a Taber en el retrete y se lo llevan a rastras al cuarto de los colchones. Recibe una buena patada en la espinilla. Grita como un condenado. Me sorprende lo indefenso que se le ve cuando ellos le sujetan, como si le tuvieran agarrado con cintas de hierro.
Le aprietan boca abajo contra el colchón. Uno se sienta sobre su cabeza y el otro le baja los pantalones por atrás y va rasgando la tela hasta que el trasero de Taber, de color melocotón, aparece enmarcado en jirones color verde lechuga. Sigue ahogando maldiciones en el colchón mientras el negro que se ha sentado sobre su cabeza dice, «Tranquilo, señor Taber, tranquilo…». La enfermera se acerca por el pasillo mientras va untando con vaselina una gran aguja, cierra la puerta y desaparecen un segundo de mi vista, luego vuelve a salir en el acto y se va secando la aguja con un jirón de los pantalones de Taber. Ha dejado el frasco de vaselina en la habitación. Antes de que el negro tenga tiempo de cerrar la puerta tras ella veo que el que está sentado sobre la cabeza de Taber le frota con un Kleenex. Permanecen largo tiempo ahí dentro hasta que se vuelve a abrir la puerta y salen y se lo llevan por el pasillo hacia el laboratorio. Ahora le han quitado los pantalones y está envuelto en una sábana húmeda…
A las nueve jóvenes internos con coderas de cuero hablan cincuenta minutos con los Agudos de lo que hacían cuando eran pequeños. La Gran Enfermera desconfía del aspecto de estos internos y los cincuenta minutos que permanecen en la galería son duros para ella. Las máquinas comienzan a atascarse mientras ellos están ahí y ella toma notas con el ceño fruncido para comprobar luego los historiales de estos chicos en busca de infracciones de tráfico y cosas por el estilo… A las nueve cincuenta salen los internos y las máquinas vuelven a funcionar como una seda. La enfermera observa la sala de estar desde su caja de cristal; el panorama ante sus ojos vuelve a adquirir la claridad acerada, el nítido movimiento ordenado de un dibujo animado.
Sacan a Taber del laboratorio en una camilla.
—Tuvimos que ponerle otra inyección cuando empezó a recuperar el sentido durante la punción —le dice el técnico—. ¿Qué le parece si lo llevamos directamente al Edificio Número Uno y de paso le aplicamos un electroshock y así aprovechamos ese Seconal adicional?
—Creo que es una excelente sugerencia. Y después podrían llevarlo a electroencefalogramas y que se le examine la cabeza, es posible que necesite una intervención cerebral.
Los técnicos salen al trote, detrás de la camilla con el hombre, como personajes de dibujos; o como marionetas, marionetas mecánicas de uno de esos espectáculos en que se supone que resulta divertido contemplar cómo el demonio le da una paliza a la marioneta y después se la traga un cocodrilo sonriente…
A las diez llega el correo. A veces a uno le dan un sobre rasgado…
A las diez treinta entra el de Relaciones Públicas seguido de un club de señoras. Da una palmada con sus manos regordetas al llegar a la puerta de la sala de estar.
—Oh, hola, chicos; silencio, silencio… Fíjense ustedes; ¿verdad que está limpio y brillante? Aquí la señorita Ratched. He escogido esta galería por ser la suya. Señoras mías, ella es como una madre. No me refiero a la edad, ustedes comprenden…
El de Relaciones Públicas lleva el cuello de la camisa tan apretado que cuando se ríe la cara se le hincha; y casi no deja de reír, ni siquiera sé de qué, se ríe fuerte y deprisa como si quisiera parar pero no pudiera. Y su cara hinchada, roja y redonda, parece un globo con una cara pintada. No tiene vello en el rostro y casi ni un pelo en la cabeza; parece que una vez se pegó unos cuantos con cola pero constantemente se le estaban cayendo y se le metían por los puños y en el bolsillo de la camisa y por el cuello. Tal vez por eso lleve el cuello de la camisa tan apretado, para que no le entren trozos de pelo.
Tal vez por eso se ríe tanto, porque no consigue impedir que le entre algún trocito.
Acompaña a las visitas: mujeres serias con chaquetas deportivas que, mientras va comentando cómo han mejorado las cosas en los últimos años le miran en señal de asentimiento. Les señala el televisor, las grandes sillas de cuero, las fuentes automáticas para poder beber; después todos van a tomar café a la Casilla de las Enfermeras. A veces viene por su cuenta y se limita a situarse en el centro de la sala de estar y a golpear las manos (se oye que están mojadas), da dos o tres palmadas hasta que se le pegan las manos, después las mantiene unidas bajo la barbilla, como si rezara y comienza a dar vueltas. Gira y gira ahí en medio y va lanzando frenéticas miradas al televisor, a los cuadros de las paredes, a la fuente. Y se ríe.
Nunca nos da a entender qué le divierte tanto en lo que ve y yo lo único que encuentro gracioso es su figura dando vueltas alrededor como un muñeco de goma… tiene un peso en la base y, si uno lo empuja en seguida se pone tieso otra vez y sigue girando. Nunca, nunca mira a los hombres a la cara…
A las diez cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, los pacientes van desfilando hacia sus citas en las distintas salas de tratamiento o hacia unos curiosos cuartitos que nunca tienen las paredes iguales ni el suelo plano. Las máquinas que rugen alrededor alcanzan velocidad de crucero.
La galería zumba como oí zumbar una vez una fábrica de algodón cuando nuestro equipo de rugby jugó contra un instituto de California. Un año, después de una buena temporada, los hinchas de la ciudad se entusiasmaron tanto que nos pagaron un viaje en avión a California para que jugásemos un campeonato escolar que se celebraba allí. Cuando aterrizamos en la ciudad nos llevaron a visitar algunas industrias locales. Nuestro entrenador se las pintaba solo para convencer a la gente de que el atletismo era educativo por lo que se aprendía con los viajes y cada vez que íbamos a alguna parte conducía al equipo en tropel a visitar lecherías y cultivos de remolacha y fábricas de conservas, antes del partido. En California fuimos a la fábrica de algodón. Cuando llegamos a la fábrica, la mayor parte del equipo echó un vistazo y se fue otra vez al autobús a jugar una partida de póquer sobre las maletas, pero yo me quedé dentro, en un rincón, procurando no molestar a las jóvenes negras que se movían arriba y abajo entre las hileras de máquinas. La fábrica me hizo caer en una especie de sueño, con todos aquellos zumbidos y chasquidos y rumores de gente y máquinas, que se agitaban al compás. Por eso me quedé cuando los otros salieron, por eso y porque me recordaban un poco a los hombres de la tribu que se habían marchado del poblado en los últimos tiempos para trabajar en la hormigonera de la presa. El frenético movimiento, los rostros hipnotizados por la rutina… deseaba volver junto a los demás, pero no podía.
Era una mañana de principios de invierno y todavía llevaba la chaqueta que nos habían dado cuando ganamos el campeonato —una chaqueta roja y verde con mangas de cuero y un emblema en forma de pelota de rugby cosido en la espalda en el que podía leerse lo que habíamos ganado— y atraía las miradas de muchas negritas. Me la quité, pero seguían mirándome. En aquel entonces era mucho más alto.
Una de las chicas dejó su máquina y miró a uno y otro extremo de la nave para comprobar si el encargado andaba por allí, luego se acercó hasta donde yo estaba. Me preguntó si íbamos a jugar contra el instituto aquella noche y me dijo que tenía un hermano que jugaba de defensa. Hablamos un poco de rugby y cosas por el estilo y advertí que su rostro se veía borroso, como si una bruma se interpusiera entre ella y yo. Era el polvillo de algodón que flotaba en el aire.
Le comenté lo del polvillo. Entornó los ojos y bajó la boca para reírse tapándola con una mano cuando le dije que era como si le estuviera viendo la cara entre la niebla matutina que inunda las cañadas donde se va a cazar patos. Y ella dijo: —¿Y por qué diablos me ibas a llevar a cazar patos?—. Le dije que podría ocuparse de mi escopeta y todas las chicas se echaron a reír a hurtadillas. Yo también me reí un poco, complacido por mi agudeza. Seguimos hablando y riendo, cuando de pronto me agarró las muñecas y se aferró a mí. Las facciones de su rostro se dibujaban claramente; advertí que algo la aterraba.
—Llévame —me dijo en un susurro—, llévame contigo, muchachote. Sácame de esta fábrica, de esta ciudad, de esta vida. Llévame a cazar patos a alguna parte. A otra parte. ¿Eh, muchachote, eh?
Su oscuro y lindo rostro brillaba frente a mí. Me quedé parado, con la boca abierta, intentando encontrar una respuesta. Es posible que estuviéramos un par de segundos agarrados así; luego el sonido de la fábrica aumentó de tono y algo comenzó a apartarla de mí. En algún lugar había una cuerda que yo no veía que había enganchado su roja falda floreada y la arrastraba y la alejaba de mí. Sus uñas me arañaron las manos y, en cuanto dejó de tocarme, su rostro volvió a aparecer desenfocado, las facciones se ablandaron y comenzaron a diluirse como chocolate fundido tras esa bruma de algodón. Se rio, rio y me dejó ver la pierna al agitar la falda. Me guiñó el ojo por encima del hombro y volvió a su máquina donde una pila de fibras comenzaba a desbordar la mesa y a caer al suelo; la recogió y corrió con paso ligero al otro extremo de la nave para depositar la fibra en un gran recipiente; se perdió de vista tras una esquina.
Todo ese rodar y girar de los husos y el vaivén de las lanzaderas y las bobinas que retorcían las cuerdas en el aire, las paredes encaladas y las máquinas de un gris acerado y las chicas que corrían arriba y abajo con sus faldas floreadas y todo el lugar surcado de blancas líneas flotantes que conectaban todos los puntos de la fábrica, todo se me quedó grabado y de vez en cuando algo de la galería me lo trae a la memoria.
Sí. Esto es lo que sé. La galería es una fábrica del Tinglado. Su función es rectificar los errores que se han cometido en los barrios y en las escuelas y en las iglesias, eso es el hospital. Cuando un producto terminado vuelve a nuestra sociedad, perfectamente reparado como si fuera nuevo, a veces mejor que nuevo, el corazón de la Gran Enfermera se llena de alegría; algo que llegó desajustado del todo ahora funciona, es una pieza bien adaptada, un orgullo para todo el equipo y una maravilla que despierta admiración. Miradle cómo cruza el terreno con una sonrisa soldada, cómo se adapta a un simpático vecindario donde comienzan a cavar las zanjas para colocar las conducciones de agua potable. Está contento. Por fin se ha adaptado al ambiente…
—Bueno, nunca he visto nada parecido a la transformación de Maxwell Taber desde que volvió del hospital; los ojos algo morados, un poco más delgado y, nadie lo diría, es un hombre nuevo. Dios mío, lo que puede hacer la ciencia moderna…
Y cada noche la luz de la ventana de su sótano permanece encendida hasta mucho después de medianoche mientras los Elementos de Reacción Retardada que le instalaron los técnicos prestan una artificiosa habilidad a sus dedos y él se inclina sobre la figura adormecida de su esposa, sobre sus hijas que acaban de cumplir los cuatro y los seis, sobre el vecino con quien va a jugar a los bolos todos los lunes; los adapta como le adaptaron a él. Así operan ellos.
Cuando por fin, transcurrido un número predeterminado de años, deja de funcionar, la gente del lugar le adora y el periódico publica un retrato suyo con los Boy Scouts el año pasado en el Día de los Cementerios, y su esposa recibe una carta del director del colegio en que le dice que Maxwell Wilson Taber fue un magnífico ejemplo para la juventud de nuestra estupenda comunidad.
Hasta los embalsamadores, que suelen ser un par de terribles tacaños, se enternecen.
—Fíjate, el pobre Max Taber, era un buen tipo. Qué te parece si usamos el producto especial sin hacerle ningún recargo a su mujer. No, por una vez, pagará la casa.
Un Alta lograda como esta es un producto que llena de alegría el corazón de la Gran Enfermera y dice mucho en favor de su habilidad y la de toda la industria en general. Un Alta es algo que satisface a todo el mundo.
Pero los Ingresos son otra cosa. Incluso el Ingreso más disciplinado requiere de modo inevitable algún trabajo de adaptación a la rutina y, además, nunca se sabe con certeza cuándo puede aparecer aquel que sea lo bastante independiente como para enredarlo todo, armar un verdadero zipizape y poner en peligro todo el buen funcionamiento del equipo. Y, como he dicho, la Gran Enfermera se altera francamente si cualquier cosa impide el buen funcionamiento de su equipo.