María Teresa Fernández de la Vega

(Jefa del Gabinete del Despacho del Ministro de Justicia, 1982 - 1985 Secretaria de Estado de Justicia, 1994 - 1996)

Justicia: una apuesta por la libertad

Justicia fue una de las áreas en la que la llegada de los socialistas creó mayores expectativas de cambio entre amplios sectores de la ciudadanía, no solo jurídicos sino políticos y sociales. Por fin se abría la esperanza y existía la posibilidad, desde una holgada mayoría política, de afrontar temas cruciales de nuestro recién estrenado sistema democrático que tenían que ver con algo tan importante como la libertad y los derechos fundamentales, que así apenas había dado tiempo a desarrollar en los escasos cuatro años transcurridos desde la aprobación de la Constitución Española.

Había que llevar a cabo, además, la ingente tarea de adecuar al modelo constitucional en su estructura y funcionamiento un Poder Judicial, de corte autoritario, cuyos miembros más destacados, que ocupaban en la estructura judicial puestos de poder, habían estado ligados al régimen franquista, desempeñando cargos políticos o bien vinculados al Tribunal de Orden Público. Y ello había que hacerlo con firmeza pero desde la moderación, sin hacer concesiones sustantivas a la Corporación pero evitando cualquier confrontación con uno de los Poderes del Estado que, como el Poder Judicial, además de destinatario de buena parte de las reformas previstas, iba a ser protagonista de su interpretación y aplicación y por tanto elemento imprescindible para la estabilidad y el cambio político.

La persona elegida por el presidente González para abordar la delicada tarea de democratizar la justicia fue un magistrado de prestigio, de ideología socialdemócrata que conocía muy bien los entresijos de la carrera judicial y fiscal, que había tenido una intervención muy activa como fundador y participe en Justicia Democrática, una organización de jueces, fiscales y secretarios de juzgados de oposición al franquismo, comprometida en el cambio democrático y la reforma de la justicia.

Sus contactos con el PSOE se produjeron entre otros a través de Gregorio Peces Barba, con el que había colaborado participando en estudios y trabajos previos a su intervención como ponente constitucional. Desde 1981 formaba parte del Primer CGPJ, al que accedió como vocal propuesto por el PSOE en el turno de juristas de designación parlamentaria. El buen currículum democrático de Fernando Ledesma, muy respetado y bien visto en el PSOE, cubría el perfil buscado por González, de gran profesional de la Justicia, de hombre progresista y demócrata moderado, de una gran preparación técnica, conocedor del medio y que garantizaba un buen entendimiento con el CGPJ, del que había formado parte y con su presidente, Federico Carlos Sainz de Robles, al que le unía, además, una antigua amistad. Más adelante sería el que protagonizaría uno de los más fuertes enfrentamientos con Ledesma a raíz de la remisión a las Cortes, en julio de 1984, del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial.

El Ministerio de Justicia se iba a convertir desde sus inicios en uno de los centros sobre los que gravitarían los primeros de los ataques más duros de la derecha, de la derecha más conservadora. Era lógico, pues el programa de gobierno afectaba al núcleo duro, esencia del sistema democrático. La respuesta no se hizo esperar. El anuncio y presentación, en febrero de 1983, de los proyectos de ley que afectaban a la despenalización parcial del aborto, la modificación de los artículos 503 y 504 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Reforma Urgente del Código Penal provocaron el inicio de una escandalera, jaleada por algún medio de comunicación afín (ABC), de prácticamente todos los sectores de la derecha más reaccionaria, que duró no pocos meses.

En el tema del aborto el Gobierno optó por una regulación de sistema de indicaciones, similar al existente en algún país próximo como el Reino Unido, pero sin incluir la indicación socioeconómica. Ello motivó una fuerte crítica del Movimiento de Mujeres (el asociacionismo feminista tenía importancia en aquel momento) y del ámbito de la izquierda, incluido gran parte de socialismo, que consideraban que la solución al problema de los abortos clandestinos y las excursiones a Londres pasaba por una ley de plazos que recogiese el eslogan utilizado en aquellos tiempos de «aborto libre y gratuito». Se argumentaba desde estos sectores, no exentos de razón, que el coste político iba a ser el mismo ya que la derecha más conservadora y la Iglesia, que fue claramente beligerante, no iban a aceptar nada que supusiera avances en esta materia. La campaña que orquestó algún medio de comunicación, como el ABC, fue terrorífica, no privándose de utilizar términos como «asesinos de niños», acompañadas de portadas con fetos muertos y declaraciones condenatorias de miembros de la jerarquía católica. La ley fue objeto de un recurso previo de inconstitucionalidad, y el Tribunal Constitucional declaró en una sentencia interpretativa en términos generales constitucional el proyecto, pero obligando a introducir determinadas garantías. Con ello se volvió a resucitar el debate más tarde, tanto por parte de la derecha como de la izquierda. Hoy este texto no lo cuestiona ni la derecha ni la Iglesia, sólo la izquierda por insuficiente, lo que pone de manifiesto la incomprensión con la que se tropezó al abordar temas sensibles pero básicos para la democracia y lo que significó el trabajo que tocó hacer a los socialistas en una sociedad como la española que había salido recientemente de una larga dictadura.

Otro de los asuntos que provocó gran confrontación desde sus inicios fue el de la Reforma de la Prisión Provisional. Con este proyecto se trataba de dar cumplimiento al mandato constitucional contenido en el artículo 17 de la Constitución Española, que había dejado pendiente la reforma realizada en 1980. Se determinaba el plazo máximo de duración de la prisión provisional, su carácter excepcional, su adaptación a las recomendaciones y resoluciones internacionales y a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, evitando dilaciones improcedentes de procesados y abogados y dar tiempo a los jueces para celebrar los juicios orales cuando hay preso. La modificación del año 80 había dado lugar a la indebida prisión provisional de muchas personas y determinó un número muy importante de presos en espera de juicio. Se produjeron muchos casos de llegada al juicio oral con la pena ya cumplida, vulnerando así el principio de presunción de inocencia y el de que nadie puede ser castigado antes de ser juzgado. La situación de las cárceles era explosiva. Hacinamiento de presos, sobre todo en espera de juicio. Al margen de estas razones, la reforma se planteaba fundamentalmente por exigencias del valor supremo del ordenamiento jurídico: «la libertad», además de ser reclamada por todos los sectores sociales y jurídicos. En el último congreso de la APM, en el que estaba representada toda la Magistratura, una de sus conclusiones fue pedir la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en lo que se refiere a la prisión provisional. El Proyecto de Ley se adaptaba a la legislación europea. La reacción en contra de la derecha fue inmediata. Ruiz Gallardón, en la defensa de la enmienda a la totalidad avisaba ya, desde la tribuna, que con esta reforma se iba a producir un indulto general sacando delincuentes a la calle. La campaña estaba montada.

Para todos los sectores conservadores el Gobierno era el único responsable del ambiente de inseguridad ciudadana que se había llegado a transmitir y del aumento de la delincuencia. Entonces se propagó el eslogan, fraguado desde todos los ámbitos de la derecha política y social, incluidos algunos de la policía, de que «los delincuentes entran por una puerta y salen por otra», con la consecuencia, simplista pero eficaz, que de ella se derivaba de atribuir parte de la culpa a los jueces y por ende al ministro de Justicia, a pesar de que la independencia judicial y la existencia del CGPJ impedía cualquier relación de causalidad.

El calificativo del «irresponsable» proceder de los jueces, utilizado desde el ministerio provocó el primer desencuentro de la carrera judicial con el ministro Ledesma. La «gran ofensa» fue declarar que no se había interpretado bien el espíritu de la ley y se había optado por la aplicación más cerrada.

Al efecto conjunto de esta ley con el de la reforma urgente y parcial del Código Penal planteada en febrero de 1983, que fue la primera y más importante adaptación del Código Penal a los principios constitucionales y a las exigencias de un Estado de Derecho, achacó toda la derecha «el aumento espectacular progresivo y reconocido de la delincuencia en España», así se expresaba el 20 de septiembre de 1984 Ruiz Gallardón en la Tribuna del Congreso de los Diputados. Y añadía: «El Gobierno se equivocó al conjugar dos reformas, ley de Enjuiciamiento y Código Penal». En este último caso por el efecto de la rebaja de la penas en algunos delitos, como los delitos contra la propiedad, o por la supresión de la agravante de multirreincidencia.

La presión mediática-política se hizo tan insostenible que en mayo de 1984, se presentaba ante el Congreso la llamada «contrarreforma», en la que se modificaban de nuevo los artículos 503 y 504 L.E.C. Se introducía como circunstancia para determinar la prisión provisional la «alarma social que el hecho haya producido o la frecuencia con la que se cometan hechos análogos», se fijaban límites al arbitrio judicial y se ampliaba en algunos supuestos el plazo máximo. Conceptos estos últimos, sobre todo el de «alarma social», cuestionados hoy por la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

Casi todas las reformas impulsadas en aquella época, suscitaron un fuerte debate auspiciado por una derecha reaccionaria, una magistratura muy conservadora, una sociedad civil todavía en algunos aspectos inmadura, y quizás un Gobierno algo ingenuo y utópico. A aquel momento se debe también la polémica entre drogas duras y blandas y su distinto tratamiento entre su posesión para el tráfico y consumo. Se llegaron a decir barbaridades tales como que el Gobierno incitaba al consumo masivo de estupefacientes y que habíamos despenalizado su uso, cuando lo que hizo la ley del 83 fue despenalizar la posesión de drogas, llamadas blandas, para autoconsumo, que ya había hecho la jurisprudencia. Más tarde, en el año 88, hubo que presentar una reforma que endurecería mucho las penas, aunque se siguió manteniendo la distinción entre drogas duras, que producían grave perjuicio para la salud y las que no, y entre el tráfico y el consumo.

Ninguna de las fuertes polémicas, auspiciadas en los primeros tiempos por el conservadurismo a ultranza, impidieron que el ambicioso programa de reformas legislativas y estructurales se detuviese o retrasase.

Los años 83 y 84 fueron los más prolijos en presentación de importantísimos proyectos que afectaban al núcleo esencial de derechos y libertades, aunque casi ninguno de ellos estuvo exento de polémica. En el caso de la Ley de Habeas Corpus, en el que se regulaba el procedimiento para obtener la inmediata puesta a disposición judicial de cualquier persona detenida ilegalmente, los ataques vinieron de los jueces vascos, quienes ya venían sosteniendo determinados enfrentamientos con el CGPJ, con el Fiscal General del Estado, Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y con los Ministros de Justicia e Interior, a propósito de sus intervenciones en las denuncias de malos tratos y torturas. Así, en un Acuerdo de la Junta de Jueces de San Sebastián, en noviembre de 1983, se dirigían al ministro mostrando su oposición a que en el caso de los detenidos en aplicación de la Ley Antiterrorista, el procedimiento de Habeas Corpus fuera competencia de la Audiencia Nacional y no del juez natural. Consideraban que esta excepción producía una nueva vulneración de principios y garantías procesales básicas. Sobre todo decían: «si tenemos en cuenta que, previsiblemente, una fuerte proporción de procedimientos de Habeas Corpus obedecerán a presuntos malos tratos o torturas a los detenidos, nos podemos encontrar ante el dislate de que el Juez Central de Instrucción resuelva absolviendo, mientras que las diligencias penales instruidas por el Juez natural terminen en una sentencia condenatoria».

Lo mismo ocurrió en el Proyecto de Ley de Asistencia letrada al detenido y al preso, que desarrolló los derechos constitucionales de toda persona privada de libertad detenida y presa. La crítica en este caso procedía de las limitaciones que se establecían en los supuestos de incomunicación y limitación de derechos que se prescribían para los supuestos terroristas. Hubo enfrentamiento por esta cuestión con los abogados y con las asociaciones de Derechos Humanos y otros grupos afines, que consideraban que esta regulación limitaba el derecho de defensa, reconocido en la Constitución.

La regulación del turno de oficio y, sobre todo, la dotación económica de los presupuestos de los colegios de abogados se terminó pactando con el entonces presidente del Consejo General de la Abogacía —Pedrol Rius— un hombre de enorme poder e influencia y hábil negociador.

A esa primera época pertenecen también las Leyes Orgánicas Reguladoras del Derecho de Réplica y Rectificación que como complemento de la libertad de expresión, contemplan el derecho de las personas a dirigirse a los medios de comunicación social, escritos, orales o de imagen, para corregir infracciones inveraces. El Proyecto de Ley de Asilo, reguladora del asilo y refugio o la Ley de Objeción de Conciencia y Prestación Social Sustitutoria, la regulación de las comparecencias en las Comisiones de Investigación, Iniciativa Legislativa Popular, Reguladora del Derecho de Reunión o de Reforma del Código Civil en materia de Tutela que contemplaba un tratamiento constitucional de las personas incapaces, sujetas a la actuación de los antiguos Consejos de Familia que por acción u omisión llevaron a tantas personas incómodas a ser aparcadas o abandonadas en instituciones cerradas. Todo ello por no hablar de otros temas también de gran importancia como la Ley de Extradición Pasiva, en el que se daba intervención al juez desde el primer momento, adaptando una legislación de 1958 a la Constitución y a los convenios europeos recién ratificados por España como el convenio de Represión del Terrorismo, el de extradición o el de Asistencia Judicial en materia Penal; se suprimió por tanto en materia de prisión preventiva, el régimen antiguo que permitía la detención sin intervención judicial, hasta la resolución del expediente gubernativo.

Especialmente intensa fue la actuación del ministro Ledesma en materia de Cooperación Jurídica Internacional. En aquellos años se sentaron las bases de lo que sería luego un instrumento eficaz en la lucha contra el terrorismo y la delincuencia organizada.

Además de firmarse y ratificarse numerosos convenios europeos, como el de traslado de personas condenadas, asistencia jurídica gratuita, reconocimiento y ejecución de resoluciones en materia de custodia de menores, ayuda mutua judicial en materia penal, transmisión de procedimientos represivos, Protocolo n.º 6 al Convenio Europeo Derechos Humanos y Libertades Fundamentales relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, etcétera, se entablaron relaciones bilaterales fructíferas con Francia y Bélgica que permitieron que se empezaran a desbloquear las reticencias de ambos países, con larga tradición de asilo político, a efectuar entregas y extradiciones de presuntos terroristas a un país, como España, sobre el que todavía recaían algunas sospechas en cuanto a actuaciones represivas en relación al conflicto vasco y con instituciones que no tenían todavía el aval democrático como la Audiencia Nacional.

La conferencia de Ministros de Justicia Europeos celebrada en Madrid en 1985 ofreció al ministro Ledesma la oportunidad, brillantemente aprovechada, de que por primera vez se hablase en una Resolución Europea de la lucha contra el terrorismo. La negociación la cerró en Toledo Ledesma con el entonces ministro de Justicia francés, R. Badinter. Meses más tardes se desbloqueaban las primeras extradiciones con Bélgica. A partir de ahí se sentarán las primeras bases de la cooperación política y judicial, de lo que hoy se denomina Espacio Judicial Europeo, consagrado en el Tratado de la UE con de «Libertad, Seguridad y Justicia». Todavía no habíamos entrado en la Unión Europea.

Además del desarrollo de los derechos y libertades, en aquel momento era urgente la puesta al día de nuestro ordenamiento en materia de derecho privado civil, mercantil, económico y procesal. En algunos casos por exigencias de la CE, en otros por los avances dogmáticos en el campo jurídico y por el fenómeno (ya emprendido con ventaja en los países democráticos) de envejecimiento de los códigos, consecuencia de la acelerada transformación socioeconómica que se estaba produciendo. En ella tiene su origen las modificaciones que se produjeron del Código Civil, Ley de Enjuiciamiento Civil, procedimientos de Ejecución Hipotecaría, Ley Cambiaria y de Cheque, Ley de Sociedades Anónimas Laborales, Seguro Privado, Ley de Patentes, Conflictos Jurisdiccionales, Ley de Arbitraje, etcétera.

De hecho el Ministerio de Justicia se convirtió en aquella etapa en el asesor jurídico del Gobierno y de la Administración socialista, colaborando activamente en muchas iniciativas como los Estatutos de Autonomía, el Código de Justicia Militar, Ley Electoral, Libertad Sindical, Ley de Marcas, Ley de Publicidad, etcétera.

El corporativismo ha sido una seña de identidad muy arraigada en este país, aún hoy, pero especialmente activa en aquel momento en que las reformas emprendidas echaban abajo privilegios seculares de los sectores corporativos que, ante la perdida de cotas de poder social o económico, alzaban enseguida la voz. No hubo corporación que no lo hiciese, abogados, funcionarios de Prisiones, notarios y registradores de la propiedad. Estos últimos se resistieron a muerte a aceptar algunas de las reformas preparadas, que entre otras cosas, afectaban a los aranceles y contemplaban una nueva demarcación notarial y registral, que llevó a su director general (notario) a presentar la dimisión antes de su puesta en marcha, entre otras cosas, para no enfrentarse con su corporación.

También los Abogados del Estado, hasta entonces incardinados en el Ministerio de Economía y Hacienda, se resistieron a su adscripción al Ministerio de Justicia en el nuevo Servicio Jurídico del Estado dado el mayor control y dedicación que a partir de entonces pasó a exigirse, a raíz del cambio en el sistema de incompatibilidades.

Especialmente delicadas fueron las relaciones con la Corporación Judicial. Hay que tener en cuenta que nos encontramos con una magistratura de corte claramente conservador, incluso ultraconservador, que en el año 1982 mantenía en parte concepciones cuasimesiánicas sobre el papel del juez, que debía mantenerse alejado de cualquier ideología, pero eso sí, guardián supremo de unos valores morales, sociales y económicos que en aquel momento se encontraban en peligro. Evidentemente los mismos que sostenían un fuerte rechazo a las ideologías (toda la derecha judicial lo sigue sosteniendo) no encontraban contradicción alguna en las numerosas implicaciones de miembros de la judicatura y la fiscalía con cargos políticos del pasado régimen, ni con sus vinculaciones con el TOP. Frente a las posiciones de compromiso político anteriores, ahora se defendía una independencia absoluta ante el Gobierno y el resto de los poderes del Estado. Se calificaban de alto riesgo para el sistema temas como el régimen de la Autonomías de la CE, que podían terminar en «descoyuntamiento» (Jaime Mariscal de Gante dixit). Veían un potencial enemigo en los medios de comunicación, a los que achacaban actuar movidos por el deseo de desprestigiar la carrera judicial, y tratar de efectuar un control de sus actuaciones frente al que estaban indefensos. Y sobre todo, revelaban a la hora de juzgar sus posiciones neoconservadoras, de indiferencia e incluso benevolencia ante determinadas conductas delictivas, sobre todo de tipo económico, como el delito fiscal, y otras de defensa a ultranza de una determinada moral, en particular sexual, en asuntos como el de la «minifalda» y otros de los que hemos tenido ejemplos hasta hace bien poco. Éste era el patio que había que transformar, eso sí, sin confrontación.

El proceso de constitución de las asociaciones judiciales hoy existentes, se inició poco tiempo después del triunfo electoral del PSOE.

Cuando los socialistas llegamos al Gobierno había una sola asociación judicial, la APM, resultado de la confluencia de todos los movimientos y grupos judiciales que habían ido surgiendo y que aglutinaba a los sectores conservadores, y en algún caso integristas, mayoritarios y también a los sectores progresistas, la mayoría de ellos provenientes de Justicia Democrática y entre los que se encontraba el ministro Ledesma.

Si bien en los primeros tiempos convivieron en la misma Asociación los distintos sectores ideológicos existentes en el seno de la Magistratura, la unidad no dudaría mucho tiempo. Las tensiones no tardaron en llegar de la mano de los nuevos acontecimientos, unidos a la radicalización de los conservadores, una vez superado el miedo inicial a los socialistas y a las discrepancias que sobre las primeras propuestas de reforma, especialmente de la Ley Orgánica del Poder Judicial, se iban conociendo.

Tras diversos intentos de negociación se llega al reconocimiento y aprobación de corrientes organizadas como paso previo a la escisión, dando lugar primero como tendencia, más tarde, a finales de 1984, como asociación judicial autónoma, al movimiento de Jueces para la Democracia.

A su vez, ese mismo año, viendo que los acontecimientos se decantaban hacia el biasociacionismo, se constituye, con alrededor de cincuenta miembros, la Asociación Francisco de Vitoria, uno de cuyos líderes fundamentales era Carlos Granados, nombrado en el último gobierno socialista fiscal general del Estado. La iniciativa parte de un sector de jueces de Madrid, descontentos con la situación de la Justicia, que no se identificaban con los sectores más conservadores de la asociación profesional ni con los progresistas de Jueces para la Democracia a quienes consideraban izquierdistas. Sus planteamientos tenían inicialmente un marcado «carácter profesional». Más tarde se unirían a ellos un grupo de magistrados liberales del Tribunal Supremo, entre los que se encontraban buenos amigos del ministro Ledesma.

Esto último hizo que algunos quisieran ver, en la constitución de esta Asociación, la mano del ministro de Justicia, deseoso de que existiese un grupo que contrarrestase la posible tendencia hacia el izquierdismo de Jueces para la Democracia y el conservadurismo de la Asociación Profesional de la Magistratura.

El resultado fue una asociación centrista, de carácter más conservador que progresista, con escasa incidencia en la política judicial y que no mitigó ni contrarrestó los enfrentamientos y desavenencias con los sectores de izquierdas y de derechas. Las críticas de la derecha se llevaban mejor que las de la izquierda, éstas últimas más dolorosas por provenir de antiguos compañeros en Justicia Democrática y Jueces para la Democracia.

Uno de los mayores enfrentamientos con el aparato judicial se propició a raíz de la presentación de la LOPJ, en el mes de junio de 1984. En este Proyecto de Ley se desapoderaba al CGPJ de algunas competencias que se le habían atribuido en el año 80. Esto motivó, además de una gravísima confrontación, el que el Consejo planteara conflicto de competencias al Gobierno y a las Cortes. Era el primer conflicto entre órganos constitucionales del Estado que fue resuelto negativamente por el Tribunal Constitucional. Con posterioridad el Grupo Popular también planteó Recurso de Inconstitucionalidad contra la Ley, entre otras cosas porque se atribuyó al Parlamento, a raíz de la enmienda «Bandrés» la designación de todos los miembros del órgano de Gobierno de los Jueces. A partir de este momento, la derecha comienza una campaña brutal y reaccionaria de desprestigio de la institución en base a su supuesta politización.

A esa época pertenecen la instrucción de diversos casos judiciales con implicaciones políticas de diversa naturaleza y gran repercusión mediática que provocaron no poca tensión, como fueron el caso de Banca Catalana, que implicaba al Gobierno de la Generalitat, el de la juez Huertas, que citó a declarar a treinta guardias civiles acusados de torturas o el Caso Palazón, en el que el juez Lerga ordenó el procesamiento de siete personas implicadas en un delito de evasión de capitales.

Entre las numerosas reformas emprendidas merece especial atención aquellas que fueron dirigidas a acabar con las prácticas seculares de las denominadas «astillas» que favorecieron la circulación de dinero por los juzgados, especialmente civiles, provocando una forma de corrupción bastante generalizada. Por cualquier actuación debida de la Oficina Judicial se cobraban gratificaciones en forma de dietas, suplidos o indemnizaciones. Las normas sobre justicia gratuita y sobre todo las de supresión de las tasas judiciales, por cierto recientemente reintroducidas por el Gobierno Aznar, cortaron la raíz fundamental del problema.

Otro campo en el que se trabajó intensamente fue el de las infraestructuras. Empezando por las del propio ministerio, uno de los más antiguos de la Administración y que menos se había adaptado a la reformas que se habían producido en otras áreas en la época de la transición. Los jefes de todo eran los letrados, un cuerpo especial de ese Departamento, que ostentaban todas las Jefaturas de Servicio y de los distintos gabinetes, y tenían un poder omnímodo. Con estos instrumentos y sin la existencia de delegaciones territoriales (estas funciones en Justicia la hacían los presidentes de las Audiencias y, en penitenciarías los directores de los Centros Penitenciarios), no había manera de gestionar un presupuesto, que en los primeros años crecía más de un 2 por ciento. Los dos primeros años fue ingente y valiosísima la gestión llevada a cabo por la Subsecretaría, al frente de la cual estaba Liborio Hierro, que con mano diestra y un pequeño equipo de gente diseñó y ejecutó todo un ambicioso plan de infraestructuras, incluidas las del propio Ministerio (En 1983, tres arquitectos y seis aparejadores estaban obligados a atender 700 edificios judiciales y 186 centros penitenciarios). El estado de los locales de Justicia, Prisiones y Centros de Menores respondía en 1982 al más absoluto abandono, llegando en algunos casos a ser tercermundista. Era necesario hacer obras urgentes que iban desde la restauración de cubiertas y reparación de tejados al borde del hundimiento, hasta el adecentamiento de locales, muchos de propiedad municipal viejos y sucios, que obligaban al hacinamiento de causas y legajos, muchos de ellos archivados en la cocina de antiguas viviendas, cuando no amontonados en el suelo o tapando las ventanas para evitar el frío. Por no hablar de las condiciones infrahumanas en las que se obligaba a trabajar a jueces, abogados o fiscales y resto del personal que carecían de espacios propios para practicar interrogatorios, pruebas o incluso juicios orales.

En aquella época se realiza el mayor esfuerzo inversor de toda la historia en medios materiales y humanos. Se era consciente de que, si queríamos una Justicia no sólo independiente y responsable sino de calidad y que trabajase con productividad, desde el Gobierno había que proporcionar a los jueces los medios materiales y humanos necesarios, pues ésta era la principal responsabilidad del ejecutivo desde que había un Consejo General del Poder Judicial que había asumido el Gobierno del Poder Judicial en muchos otros temas. Y así se hizo, aunque con escaso reconocimiento. Pues a pesar del gran esfuerzo inversor, que en privado todo el mundo reconocía, en el capítulo de personal, la peculiar idiosincrasia del sector hizo que en cinco años se pasase del discurso de «hacen falta más jueces para asumir el trabajo» a «los jueces no pueden trabajar más por falta de medios».

Téngase en cuenta que la demarcación judicial que heredamos los socialistas era decimonónica y no respondía a la distribución entonces de la población española, que habiéndose incrementado en 20 millones desde finales del siglo pasado apenas había aumentado el número de juzgados. En 1887 había 498 Juzgados, con una población de 17 millones y medio y en 1977 el número de juzgados era de 514 con una población aproximada de 37 millones. Pues bien, en 1988 con una población de 38 millones, la plantilla judicial se había duplicado. El incremento había sido superior a las 700 plazas. Lo que en definitiva revela que se hizo un inmenso esfuerzo por poner al día un sector como el de la Justicia, que secularmente había sido la cenicienta.

Por último, lo mismo cabe decir de las Instituciones Penitenciarias cuyo funcionamiento interno y sus infraestructuras dejaban mucho que desear. Nos encontramos con unos centros penitenciarios antiguos, obsoletos, desbordados por el incremento de la población reclusa, con grandes deficiencias en los sistemas de seguridad, en definitiva inadecuados para aplicar una política penitenciaria democrática, cuyas líneas fundamentales estaban en la recién estrenada Ley General Penitenciaria, para la que no se habían previsto ni funcionarios formados y suficientes ni las infraestructuras adecuadas.

A pesar de la alta conflictividad registrada en la cárceles, en esos años se produjeron notables avances, no sólo en cuando a medios sino fundamentalmente en el respeto a los derechos humanos de los reclusos con la enérgica y decidida disposición que en la lucha contra los malos tratos y la tortura impuso su director general Juan José Martínez Zato.