Fernando Ledesma

(Ministro de Justicia, 1982 - 1988)

Democracia, justicia y pedagogía política

Felipe González me llamó, muy poco tiempo después de las elecciones de octubre de 1982, para ofrecerme ser ministro de Justicia. La verdad es que mi primera reacción fue decirle que no me sentía con la capacidad suficiente para asumir esa responsabilidad, que se lo pensara y que, en todo caso, me concediera también a mí algún tiempo para pensármelo; no mucho, sólo un poco de tiempo. Finalmente, acepté las responsabilidades del Ministerio, que no eran pocas.

Por una parte, el presidente era consciente de que era imprescindible proceder con el desarrollo de la Constitución en todo lo que se refería a la organización del poder judicial; por otra parte, yo creo que también era consciente de la necesidad de desarrollar los derechos fundamentales y las garantías jurídicas en general de los ciudadanos, que, en parte, se habían abordado durante los años de Gobierno de UCD, aunque sólo en una pequeña parte. También teníamos una seria preocupación por que los servicios dependientes del Ministerio de Justicia funcionaran mejor. Es decir, era importante no tratar la Justicia como poder judicial, sino como servicio para los ciudadanos. Al presidente también le preocupaban las instituciones penitenciarias, que estaban necesitadas de una renovación profunda tanto en su concepción como en sus estructuras materiales. Éstas fueron algunas de las cuestiones que, en una primera conversación, me planteó Felipe González.

Naturalmente, lo primero que hice después de aquella conversación fue tratar de buscar las personas con las que yo pudiera hacer ese inmenso trabajo que se me venía encima. Porque lo que estaba en juego, en realidad, era el proceso de modernización del Estado, de configuración del poder judicial como entidad que realmente sirviera para controlar al poder político y que, al mismo tiempo, también garantizara los derechos y libertades de los ciudadanos. Y para realizar esa tarea busqué un equipo de personas que reunieran una serie de condiciones: en primer lugar, buscaba personas con una impecable trayectoria democrática, que hubieran tenido una actitud de enfrentamiento respecto al franquismo; que en sus respectivas profesiones fueran personas de prestigio por su capacidad intelectual y por su mérito profesional; que tuvieran vocación de servicio público, que comprendieran que el servicio a los ciudadanos era una necesidad absoluta; que comprendieran que la austeridad era un valor personal, y que el paso por la política únicamente podía entenderse como una actividad de servicio, sin que en ningún caso ni bajo ningún concepto pudiera aprovecharse para nada distinto. Y la verdad es que creo que encontré ese tipo de personas, empezando por una de las piezas claves de ese equipo: el fiscal general del Estado, Luis Burón. Yo creo que Luis Burón fue un fantástico fiscal que cumplió con sus obligaciones con absoluta autonomía. Me alegra decir además que, en el libro que recoge sus memorias como fiscal general del Estado, y sus distintas intervenciones, reconoce explícitamente, terminantemente, la libertad con que siempre actuó y la autonomía de que siempre gozó. Es decir, el fiscal general del Estado, en aquella etapa, ejerció su función en términos de absoluta autonomía y esta circunstancia fue una pieza clave. Busqué al resto de las personas en el seno de la magistratura, de la cátedra, de la teología, de la diplomacia… Desde un primer momento, nos pusimos a trabajar, no cabe duda, utilizando materiales que habían sido elaborados por el Gobierno de UCD desde tiempo antes de la celebración de las elecciones —es justo reconocerlo—.

Yo conocía bien el mundo de la Justicia, porque procedía de ese ámbito, en el que había trabajado desde el año 1966: fui fiscal durante casi siete años y, después, magistrado. Durante ese tiempo, además, mantuve una actividad universitaria como profesor y había padecido la persecución del franquismo en los años anteriores a la Constitución de 1978. De modo que el mundo de la Justicia me resultaba muy conocido y era perfectamente consciente de hasta qué punto, en esos años anteriores a la Constitución, la Justicia se encontraba en una situación de completa dependencia del poder ejecutivo. En ese período preconstitucional, todos los nombramientos importantes procedían del Gobierno, del ministro de Justicia o del Consejo Judicial, que era un organismo compuesto en función de los valores, los intereses y el criterio político de quienes estaban en el poder. Por tanto, era perfectamente consciente de que una Justicia organizada así no podía servir para aquello para lo que todos los poderes judiciales democráticos deben servir, esto es, para el control de los poderes, no solamente el poder político, sino los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, y para la garantía de los derechos y de las libertades públicas. El conocimiento de que ésa era la realidad me hizo concebir cuáles serían entonces, en materia de Justicia, mis prioridades.

La prioridad fundamental era, a través de la Ley Orgánica del Poder Judicial, hacer funcionar el principio democrático también en el ámbito de la Justicia, y para conseguirlo había que ser consciente de que el Consejo General del Poder Judicial, en cuanto a órgano de gobierno de los jueces, debía tener una configuración democrática. Y, por consiguiente, no me parecía una solución válida la que había dado UCD en su ley de 1980, porque los miembros del Consejo se elegían en función de intereses corporativos, y no de valores democráticos. Por eso impulsé una reforma de aquella ley, básicamente con ese objetivo: incardinar el principio democrático en el órgano de gobierno del poder judicial, atribuyendo por ello a las Cámaras del Parlamento, Congreso y Senado el poder de decidir la composición del Consejo, siempre cumpliendo el requisito establecido en la Constitución: que, en todo caso, doce de los veinte miembros tenían que ser jueces y magistrados. De manera que, para el Gobierno, ése fue el primer gran objetivo, en el ámbito de la Justicia, entendida como uno de los poderes fundamentales del Estado.

El presidente y yo —y creo que, en general, el Gobierno en su conjunto— éramos conscientes de que ésta era una transformación profunda que iba a contar con las resistencias que efectivamente tuvo. Pero era una medida absolutamente imprescindible porque, de no hacerlo en ese momento, es decir, de consolidar la situación derivada de los años de Gobierno de UCD, desde luego, uno de los tres poderes del Estado, el judicial, habría permanecido al margen de las exigencias constitucionales. El presidente era muy consciente de que ésa era una necesidad prioritaria, pero también sabía que llevarla a cabo sería un trabajo ímprobo y muy difícil, y que iba a encontrar muchas resistencias. La verdad es que las resistencias fueron constantes e, incluso después de la reforma de 1985, siempre se intentó una descalificación permanente del Consejo, atribuyéndole todos los defectos imaginables, porque, naturalmente, el Consejo elegido por el Parlamento no respondía ni a los esquemas, ni a los valores ni a las previsiones que, desde un planteamiento ideológico de la derecha, se habían hecho.

Yo creo que todos éramos conscientes de que el poder judicial acaba teniendo una repercusión inmensa en todas las sociedades. Es decir, un poder judicial puede acelerar o, por el contrario, retrasar, las transformaciones de la sociedad, puede facilitarlas o dificultarlas, puede favorecer la modernización de un país o, por el contrario, puede entorpecerla. Y, desde luego, las reformas que nosotros hicimos entonces sirvieron para organizar un poder judicial absolutamente independiente en su funcionamiento, compuesto de jueces que dispusieran de absoluta libertad, únicamente sometidos al criterio de la Ley, servidores de la Ley y con un órgano de gobierno organizado desde las exigencias de la democracia.

A pesar de las resistencias, la verdad, debo reconocer que yo me moví con bastante libertad. Pero sentí siempre sobre mí la presión que se ejercía desde el seno de la estructura judicial. Y, desde fuera, la presencia en las Cámaras del Parlamento fue constante. Me impuse la obligación de explicar lo que estábamos haciendo en toda España: recorrí todo el país, fui a innumerables lugares, a instituciones universitarias, culturales, a centros de toda condición, explicando qué hacíamos, por qué lo hacíamos y para qué lo hacíamos.

Quiero que quede claro que el apoyo que tuve en el Grupo Parlamentario del Congreso y del Senado, de los diputados y senadores socialistas, fue constante, mantenido, enormemente alentador. Las relaciones del Ministerio con los grupos de ambas Cámaras fueron también constantes. Todo lo que hacíamos no lo hacíamos a solas en el Ministerio, sino que la comunicación con los dos grupos parlamentarios fue, como decía antes, permanente. Eso me proporcionaba, aparte de inspiración, ideas, sugerencias y apoyo, una enorme tranquilidad.

Y, sobre todo, lo que más tranquilidad me producía era comprobar constantemente cómo cada vez teníamos más apoyo en la sociedad. Es decir, sintonizábamos con la opinión popular: la inmensa mayoría de la gente captaba y entendía nuestro proyecto cuando explicábamos qué es lo que queríamos hacer: crear una Justicia servidora de la Ley democrática, independiente y responsable, en la que la independencia no se confundiera nunca con la irresponsabilidad. Nosotros entendíamos este esfuerzo como un mensaje de pedagogía política.

Desde que ingresé en la estructura judicial, en 1965, traté de actuar en distintos ámbitos: fui uno de los fundadores de Justicia Democrática —yo era una de las pocas personas que promovía el asociacionismo en el ámbito judicial—, daba conferencias, escribía… Todo el mundo conocía mi oposición radical al franquismo y mi lucha personal por conseguir establecer un sistema democrático. Quiero decir que yo era perfectamente conocido cuando Felipe González me nombró ministro de Justicia. Por lo tanto, yo creo que nadie podía esperar que hiciera una cosa distinta de lo que hice. He buscado siempre en mi vida la congruencia, es decir, hacer exactamente lo que pienso que hay que hacer. A lo mejor los ritmos dependen de las circunstancias, pero el objetivo esta ahí y hay que alcanzarlo. Yo creo que nadie podía pensar que yo iba a hacer una cosa distinta que introducir en el poder judicial todas aquellas transformaciones necesarias para que se organizara de acuerdo con exigencias democráticas; un poder judicial que potenciara su aspecto de servicio para los ciudadanos. Y el sometimiento riguroso y absoluto a la ley. Creo que ninguno de mis compañeros de carrera podía pensar que yo fuera a actuar de otro modo.

Mi relación personal con mis compañeros de carrera nunca fue áspera. Las relaciones interpersonales también se producen en el mundo de la Justicia. Hay respeto; estamos acostumbrados a discrepar, en las deliberaciones discrepamos habitualmente unos de otros hasta que se logra la voluntad de una mayoría con la que se decide el asunto. Quiero decir, con esto, que yo encontré, en una buena parte de mis compañeros de profesión más conservadores, respeto, consideración y, por supuesto, discrepancia absoluta, pero no confusión, al menos en el sentido de que ellos pudieran esperar que los objetivos de mi función ministerial pudieran responder a otros esquemas. Creo que no. Desde luego, desde el primer momento, tuve la impresión de que consideraban esas reformas como algo transitorio y que, en cuanto fuera posible, se impondría de nuevo el corporativismo. La estructura judicial se propondría recuperar el poder que esa reforma le había hecho perder.

Han pasado muchos años y, desgraciadamente, la memoria va perdiéndose… Pero no recuerdo, la verdad, situaciones que fueran distintas de lo que es un enfrentamiento ideológico o un enfrentamiento de concepción. Nunca sentí presiones de los poderes fácticos dentro de la Justicia, indicándome que fuera por uno u otro camino, advirtiéndome de determinadas consecuencias si tomaba según qué decisiones, o cosas de ese tipo… No creo que esa ausencia de presiones se debiera a un exceso de confianza, sino, más bien, a que tampoco era fácil que eso se produjese. Hay que tener en cuenta que toda la reforma se hizo con un amplio debate; y, por otra parte, el que pudieran estar en contra desde dentro de la judicatura, se compensaba con que, al mismo tiempo, había un proceso de necesario «autoconvencimiento» ante la seguridad de que la opinión pública apoyaba las reformas. Es decir, la reacción, la contrarreforma y la vuelta a lo corporativo lo dejaban para un momento en que las condiciones políticas fueran más favorables… para ellos.

En aquel entonces, por supuesto —esto hay que recordarlo—, desde el Consejo General del Poder Judicial, se hicieron todos los intentos legalmente posibles ante el Tribunal Constitucional para echar abajo la Ley del Poder Judicial. Es decir, el Consejo General de entonces, presidido por quien lo presidía, Federico Carlos Sáinz de Robles, ejercitó todas las acciones posibles para que el Tribunal Constitucional rechazara esa Ley.

Federico Robles y yo habíamos estado dos años juntos en el Consejo General del Poder Judicial. Nos conocíamos desde tiempo atrás. Había entre nosotros, por lo tanto, una relación personal. Pero, en aquel momento, desde el Consejo, él lideró todas las iniciativas ante el Tribunal Constitucional para derribar nuestra reforma. Y fracasó, porque el Tribunal Constitucional nos dio la razón: rechazó la tesis que defendía el Consejo, según la cual el Consejo General del Poder Judicial debía ser un órgano de autogobierno de los jueces. La sentencia del Tribunal Constitucional liquidó definitivamente las posibilidades que ellos creían tener de poder demostrar que la reforma era contraria a las previsiones de la Constitución. El Tribunal Constitucional nos dio la razón a nosotros. Y aprovecho la ocasión para confirmar que en una gestión integrada por un número importante de leyes, muchas de ellas pasaron por ese control de constitucionalidad de las leyes, y el balance no puede ser más favorable para la gestión, porque las reformas que fue necesario introducir en esas leyes como consecuencia de sentencias del Constitucional fueron mínimas. Dicho de otra manera: el Constitucional avaló la constitucionalidad de las reformas que hicimos. La seguridad que me proporcionaba ver que, efectivamente, el Tribunal Constitucional avalaba nuestras reformas, unida a lo que antes recordaba, el sentimiento de apoyo del Grupo Parlamentario en las Cámaras y el apoyo popular cada vez que recorría España, contribuyó también a mi estabilidad personal, a mi tranquilidad personal. Me permitió ser capaz de resistir los ataques que hubo en aquellos momentos procedentes de la carrera judicial. No obstante, nunca se perdieron las formas: siempre hubo una relación correcta y yo hice siempre todo lo posible para que las diferencias ideológicas no produjesen ninguna animadversión personal. Es decir, yo tengo amigos, compañeros de las funciones fiscales, con ideas completamente distintas a las mías. Porque me parece que es perfectamente posible la amistad en esos casos, con tal de que las dos partes hagan un mínimo de esfuerzo para convivir.

Yo creo que, fundamentalmente, las presiones procedían de la asociación personal entre los jueces de pensamiento más conservador. Desde luego, utilizaron todos los instrumentos que pudieran tener a su alcance. La verdad es que, en general, todo lo que hicimos en aquel Ministerio fue objeto de un gran debate social. Los medios de comunicación estaban atentos a cualquier cosa que nosotros dijéramos, a todo lo que hacíamos, sin duda porque casi todo lo que se hacía en aquel Ministerio tenía que ver con aspectos muy significativos de la convivencia social. Los medios de comunicación desempeñaron un gran papel en ese debate, un papel que yo creo muy importante y que yo trataba de equilibrar con mi actividad explicativa o con mi presencia constante en las Cortes. Pero, quizás ya ocurría entonces, lo que se decía en las Cámaras no llegaba a la opinión pública con la rapidez y la facilidad que serían deseables.

También me propuse acabar con los vicios adquiridos, las perversiones y el mal uso de la Justicia que existían entonces en la Administración Judicial. Y ése es uno de los logros de los que me siento más orgulloso. Fue una tarea muy dura, realizada a través de una reforma reglamentaria que eliminaba el amparo legal a ese tipo de actuaciones en el ámbito de la Justicia. Si entrar en detalles, recuerdo que, en una ocasión, fui a un Palacio de Justicia y allí recibí la bronca de algunas personas que se iban a ver afectadas por esa reforma. Pero yo creía que aquello era necesario hacerlo y conseguimos que desapareciera.

Y, poco a poco, se fue creando una conciencia de que aquella reforma era necesaria. Lo que hicimos fue una descalificación legal absoluta de todos los comportamientos que supusieran un mal uso de la Justicia. Y para aplicar la reforma encontramos apoyo en los funcionarios judiciales, pero no sólo en ellos, también conseguimos que otras profesiones liberales se unieran a esa batalla. Y debo reconocer que encontré, en personas que presidían algunas instituciones, una gran ayuda para subir esa montaña. Me da mucho pudor hablar de estas cosas, porque es como un striptease al que no soy nada propicio, de verdad. Pero aquella fue una lucha en la que había muchos intereses económicos, y hubo que hacer reformas legales a sabiendas de que iban a tener el rechazo de sectores que entonces eran muy poderosos. Pero las hicimos y ahora eso ya se considera como algo absolutamente normal. La reacción sonaba un poco a chantaje. Quienes conocen el funcionamiento del sistema judicial saben que las leyes procesales son antiguas, son vetustas y que los obstáculos se superan en la práctica gracias a determinados procedimientos. Y los que estaban en contra de la reforma amenazaban con poner fin a esos procedimientos, y nos decían: «Esta maquinaria se para, y se parará, y le advertimos a usted que se va a parar, y usted, sufra, aténgase a las consecuencias». Nosotros asumimos ese riesgo y la máquina no se paró, y el problema se resolvió.

Yo, interiormente, me sentía fuerte ante las presiones. Tenía la conciencia de que la vida me había colocado en una posición en la que no iba a volver a estar, que tenía la obligación moral, ética, de ser congruente, de hacer las cosas que yo creía que era necesario hacer, o que hacía mucho tiempo que yo creía que era necesario hacer. Porque la crítica, es decir, la descalificación de la Justicia como consecuencia de estas disfunciones, era histórica. Yo sabía, incluso antes de ser ministro, que había que hacer las cosas precisas para poner fin a esa situación. Y, naturalmente, siendo ministro, me parecía que era mi deber, mi obligación y mi responsabilidad hacerlas. Yo estaba ahí, entre otras cosas, para hacerlas, y si dejaba de hacerlas, habría quemado infructuosamente una etapa esencial de mi vida y de mi responsabilidad personal como miembro de un Gobierno. Pensaba que si Felipe González me había nombrado ministro era, entre otras cosas, para hacer aquello también; y, por tanto, sería defraudar las esperanzas de la sociedad española, del Partido que había ganado las elecciones y del Gobierno al que yo pertenecía no hacer todo aquello que a mí me parecía necesario hacer. Y ésta era una tarea imprescindible, prioritaria, que se hizo y se ganó. Y, desde entonces, es ya una verdadera excepción hablar de aquellas conductas irregulares en la Administración Judicial: eso ha desaparecido.

Si en ningún momento me sentí desbordado por la enorme tarea que nos habíamos propuesto hacer, probablemente fue porque tuve un espléndido equipo. Me acostumbré a trabajar en equipo: despachaba con mucha frecuencia con el subsecretario y todas las semanas los directores generales me rendían cuentas. Eso me permitía estar muy encima de sus trabajos; yo sabía qué era lo que se estaba haciendo y, por tanto, podía ir midiendo los avances, los frenos… En aquellos años, al frente de la Dirección General estaba una persona espléndida, Paco Mate; con él se hizo la Reforma Magistral, que inicialmente encontró también resistencias. Pero esas resistencias eran porque las reformas suponían un incremento notable del número de competidores. Pero lo expliqué, hablando con los presidentes de los colegios profesionales y con los decanos, que lo entendieron muy bien y comprendieron que era mejor colaborar. La notaría era y es una actividad económicamente muy bien retribuida, aunque inmediatamente después de decir eso, hay que afirmar dos cosas: que es una actividad muy importante y que, en general, desde un punto de vista cualitativo, se presta en términos muy positivos. La calidad de ese servicio, en general, es buena, aunque, efectivamente, su costo es alto.

No sé si se puede calificar como «revolución» las reformas que hicimos en la Justicia, pero, desde luego, fueron transformaciones muy grandes. Han pasado menos de veinte años de esas transformaciones —por ejemplo, de la despenalización de la interrupción del embarazo en determinados supuestos— y quienes entonces las descalificaban, hoy las aceptan como algo perfectamente asumible y propio de las soluciones que a esos problemas dan las sociedades democráticas.

Siempre he pensado que la izquierda tiene el deber de acelerar los cambios, de anticiparse, de comprender el sentido de los tiempos y de ser consciente de que los pueblos únicamente pueden hacer esos cambios en tiempos de gobiernos de pensamiento progresista. Yo no voy a hablar de cuál es mi sentimiento desde el punto de vista religioso, porque eso pertenece a mi ámbito personal, pero yo siempre he dado más importancia a los valores de la laicidad, a lo que los franceses llaman «valores republicanos», es decir, al derecho de la persona por el hecho de ser persona; y he dado importancia al valor de la tolerancia, a la convivencia pacífica desde la discrepancia. Cuando asumí el cargo de ministro pensé, y sigo pensando, que el hecho religioso no podía ser nada que representara diferencias de oportunidades. Creo que la distinción entre religión y política, es decir, el reconocimiento de la igualdad de oportunidades al margen del círculo religioso, es algo que tiene que garantizar el Estado. España no es un Estado confesional; en España la Constitución establece la libertad de culto y la posibilidad de establecer convenios con las diferentes confesiones religiosas, pero desde la afirmación de la no confesionalidad del Estado y desde la afirmación de la libertad personal y de la libertad religiosa.

Si dimos prioridad a una ley tan polémica como la reforma para despenalizar la interrupción del embarazo en algunos supuestos —la promulgamos cuando apenas llevábamos un año en el Gobierno—, fue porque éramos conscientes de que había un problema irresuelto. Es decir, había que acabar con la persecución de las personas, mujeres y hombres, que tenían que intervenir en esa interrupción del embarazo. La persecución nos parecía algo que no podía consentirse. La penalización de todas las formas de interrupción del embarazo nos parecía contraria a los valores más propios de la Constitución.

He de decir que antes incluso de las elecciones de 1982, algunas personas habíamos colaborado con el Grupo Socialista, entonces en la oposición, en la preparación de una reforma del Código Penal. Durante varios días, distintas personas estuvimos dando nuestras opiniones acerca de la necesidad de hacer un nuevo Código Penal. Yo participé en aquellas jornadas, y ahí ya era unánime la opinión de que una de las reformas que había que introducir en el Código Penal era precisamente ésa: la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en determinados supuestos. Por lo tanto, ya había en el pensamiento socialdemócrata y, concretamente, dentro del Grupo Parlamentario Socialista, entonces en la oposición, la idea de que ésa era una reforma imprescindible que había que realizar en cuanto se tuviera la oportunidad. Se ganaron las elecciones en 1982 y se puso en marcha una reforma del Código Penal, importantísima en todos los sentidos, de la cual se desgajó, como una ley separada, la despenalización de la interrupción del embarazo, para que fuera objeto de un debate y un trámite distinto. Contábamos además con la seguridad que nos daba el conocimiento del estado de la realidad; es decir, no estábamos inventándonos nada, no estábamos inventándonos una necesidad, no transformamos algo secundario en primario. Éramos perfectamente conscientes, por los muchos estudios que se venían realizando, por encuestas que se venían analizando desde tiempo atrás, de que ésa era una reforma esperada por la mayoría de la sociedad española. Precisamente, los ciudadanos hacían hincapié en esos tres supuestos en los que se producía la despenalización. Los estudios que entonces hicimos no permitían llegar a la misma conclusión respecto de un cuarto supuesto, pero respecto de esos tres supuestos que se incluyeron en la Ley, sí había un consenso inconfundible.

Naturalmente, éramos conscientes de que iba a tener lugar una negociación como la que efectivamente se produjo. Yo no recuerdo nunca un debate en las Cámaras tan agresivo y con tantas descalificaciones. En aquel debate me impliqué mucho, tanto en el Congreso como en el Senado. Probablemente son las intervenciones más largas que yo he tenido en las Cámaras. Y siempre con el respaldo de todo el Grupo Parlamentario, de todo el Gobierno y, también, con ayuda del Ministerio de Sanidad.

Pero había otro factor que también contribuía a mi tranquilidad y a mi estabilidad: era consciente de lo que se estaba haciendo. Aunque visto desde la derecha era algo intolerable, yo sabía qué había ocurrido en Francia, qué ocurrió en Italia, qué ocurría en Inglaterra, y estaba firmemente convencido de que esa reforma no sería anulada nunca. Puede parecer pretencioso, pero al cabo de los años me parecía que era algo completamente asumible: tal vez sería muy exagerado decir que esa reforma pertenecía a la naturaleza de las cosas, pero no lo es afirmar que era algo perfectamente esperable en una sociedad democrática a la altura del año 1983. En el mundo, el aborto ya no producía ningún escándalo y otras mujeres, otros hombres y otras sociedades como la nuestra lo tenían perfectamente asumido. Yo, que normalmente suelo evitar el apasionamiento en el planteamiento de los problemas, pude afrontar aquel debate con bastante tranquilidad por el convencimiento que tenía de que era algo irreprochable constitucionalmente. Por eso, cuando conocí la sentencia del Tribunal Constitucional avalando la reforma, experimenté una enorme tranquilidad, la verdad, porque el Tribunal Constitucional podría haber sido un obstáculo. Pero aparte de esta dimensión jurídico-constitucional, sabía que la mayoría de la sociedad española quería que hiciéramos justamente lo que hicimos: y eso, a mí, no me parecía en absoluto nada revolucionario.

Yo procuro defender mis planteamientos con argumentos. Pero era muy importante sentir el apoyo de la gente. Recuerdo los viajes a Andalucía, los viajes a Cataluña, en los que percibíamos en nuestra propia carne el apoyo. Porque nos estaban pidiendo eso; no estábamos haciendo nada que estuviera en contra de la corriente principal de la sociedad española en ese momento. Sabíamos perfectamente que ése era un asunto al que se iban a oponer con fuerza poderes como la Iglesia y ciertos poderes de la derecha… Es decir, la reacción fue una reacción anunciada, fue la consumación de unas amenazas que se habían prometido y que sabíamos que se iban a producir. No fuimos en absoluto tan ingenuos como para pensar que esa reforma no iba a ser objeto de una enorme oposición por una parte de la sociedad española. La preveíamos, contábamos con ello, la asumimos. Y no recuerdo ninguna actitud reacia del presidente a esa reforma. Por consiguiente, saqué la conclusión de que esa reforma siempre contó con el apoyo del presidente.

Teniendo en cuenta que la reforma, así concebida, ya estaba incluida en el anteproyecto de Código Penal que el Partido Socialista había formulado en la oposición, es decir, teniendo en cuenta que se sabía que la solución a la despenalización del aborto era ésa desde antes de que ganáramos las elecciones, creo que todo el mundo tenía que pensar que, tan pronto tuviéramos la oportunidad de hacer esa reforma, la haríamos. Se manifestaban más naturalmente las posiciones adversas porque contaban además con mucho apoyo mediático, también en esto. Pero nosotros contábamos con un apoyo social muy importante. Yo creo que, en ese caso, el poder socialista funcionó. Tenía en la sociedad española una implantación, una capacidad de comunicación tan grande, que percibía muy bien cuáles eran las aspiraciones de la gente.

Con la Iglesia hablamos de este y de otros asuntos. Yo era miembro de una comisión que presidía el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, y en la que estaba también el ministro de Educación, José María Maravall. Era una comisión para las relaciones con la Iglesia. Esa comisión, bajo la autoridad del vicepresidente, funcionó, a mi juicio, excelentemente bien. En ella afrontamos todos los problemas, tanto los que planteaba la Iglesia católica como los que planteaba el Gobierno. Naturalmente, en esas reuniones se hablaba de todo, también del aborto, pero el diálogo, el reconocimiento de los argumentos desde la otra parte, se correspondía siempre con la exposición de nuestros argumentos. Y nosotros, desde el primer momento, teníamos la decisión de hacer esa reforma porque creíamos que el resultado electoral, entre otras razones, se había producido con la esperanza de una reforma del Código Penal que incluyera, entre otras materias, la del aborto. Hubo ciertas presiones de la Iglesia católica respecto a la reforma del aborto, pero no más que con otros temas. Yo creo que, quizás, había otras cuestiones —sin dejar de reconocer que el aborto tenía una importancia enorme— que les preocupaban más, quizás había otros asuntos que podían provocar una amenaza de reacción mayor por parte de la Iglesia católica; otros temas, más relacionados quizás con cuestiones de educación, por ejemplo, o de formación de la opinión pública. Con el tema del aborto hubo un rechazo absoluto, un intento de crear una opinión pública adversa, transmitir la sensación de que esa reforma era innecesaria. Eso, por no hablar de las posiciones más tremendistas, de identificar esas reformas con las que en el pasado se hicieron desde ideologías absolutamente repugnantes. Ese tipo de presión se produjo, pero en ningún momento, que yo recuerde ahora, nos planteamos ni siquiera la oportunidad de dejar de hacer esa reforma o de retrasarla.

A medida que avanzaba el debate y se veía más clara la posibilidad de que el proyecto se aprobara, la derecha fue organizando su resistencia social. Eso lo viví de una forma muy directa, porque la presión se produjo hasta en los centros educativos y yo tuve que soportarlo. No había ninguna vía de escape. Todo valía para hacer una descalificación política y personal de los que defendíamos la despenalización del aborto en determinados supuestos. Se llegó a un alto grado de violencia descalificatoria. Percibí, como persona, una fuerte agresividad de algunos sectores sociales. Realmente la percibí, y la resistí. Aparte de las campañas de prensa y de las descalificaciones parlamentarias, tuve que soportar el ver cómo se trasladaba el tema al interior de mi casa, por lo que mis hijos me contaban que había ocurrido en sus centros educativos públicos. La verdad es que contábamos con eso, no nos sorprendía. Éramos conscientes de que era una guerra durísima y que teníamos que aguantarla, porque ésa era una de las cosas que teníamos que hacer. Pero sí, en líneas generales, la movilización que la Iglesia y los sectores conservadores realizaron en torno al tema del aborto en los ámbitos de la educación fue incluso más agresiva y, por supuesto, más explícita, que la que la propia Iglesia verbalizaba jerárquicamente en las reuniones formales con el Ministerio.

Frente a esa actitud, nosotros estábamos tranquilos, incluso pensamos que nos habíamos quedado cortos. Todavía hoy hay personas que me preguntan: «Pero, puesto que la lucha fue tan tremenda, ¿por qué no se dio ya el paso definitivo de introducir el cuarto supuesto, o llegar hasta un sistema de aborto libre como en otras naciones europeas?». Y mi respuesta siempre era la misma: porque, de acuerdo con los datos de que disponíamos y con el compromiso que habíamos asumido en la campaña electoral, eran esos tres los casos de despenalización que podíamos llevar a cabo; porque no teníamos un asentimiento mayoritario popular para dar un paso que fuera más allá; y porque no habíamos ofrecido a la sociedad española, en las elecciones de 1982, algo distinto de lo que hicimos. Se hizo exactamente lo que se prometió, no pudo haber ningún desengaño ni por unos, porque les pareciera poco lo que hicimos, ni por otros, porque pensaran que sus presiones iban a acabar impidiendo la despenalización del aborto. Creo que, en este punto, hubo una enorme congruencia por parte del Gobierno.

Las campañas antiabortistas incluyeron visualizaciones muy agresivas y distorsionadas de lo que significaba un aborto, con pancartas en las que se veía un feto y vídeos realmente tremendos… Una de las cosas que me han resultado más duras en la vida política ha sido la distorsión, es decir, la utilización de la mentira como instrumento político para descalificar al adversario; la presentación de las cosas de forma distinta a como son. Porque uno puede polemizar sobre las ideas, puede debatir todo, pero responder a argumentos que están construidos sobre la negación de la realidad, sobre la mentira, sobre la falsedad, resulta muy duro, muy incómodo. Y la verdad es que, desgraciadamente, en la actividad política muchas veces se recurre a esta distorsión de la realidad.

La primera vez que vi una fotografía de aquellas pancartas con los fetos, pensé en muchas de las personas de mi alrededor; pensé si mis hijos serían capaces de comprender lo que su padre estaba haciendo, pensé si personas mayores, educadas en otras épocas, comprenderían que se puede tener un profundísimo respeto a cualquier creencia, a cualquier religión, que uno es un enamorado de la vida y defensor de la vida y que, al mismo tiempo, puede ser la persona que, dentro de un Gobierno, asume la responsabilidad de hacer la reforma para despenalizar el aborto, porque hay que hacerlo. Eso me producía intranquilidad. Pero en mi entorno más próximo y entre amigos de todas clases, nunca he sentido ninguna vacilación, ninguna queja. He tenido siempre con ellos una total confianza y una profunda identificación. Una de las cosas más costosas en política es cuando se llega a casa y los hijos preguntan. Pero, por supuesto, en casa hay que contar las cosas, hay que explicarlas, hay que dar razones. Tenía que comprender que, aunque estuviera agotado, a la edad que tenían entonces mis hijos, era necesario que yo les explicara para qué y por qué hacíamos lo que hacíamos y cuáles eran las razones. Y yo creo que esa enseñanza produjo resultados.

La derecha también organizó movilizaciones ciudadanas contra la reforma educativa y contra tantos otros cambios que hizo el Partido Socialista y que afectaban a la transformación de la sociedad. Como muchas de estas movilizaciones se produjeron simultáneamente, la verdad es que, me gustara o no me gustara, las tuve que soportar al mismo tiempo. Mejor dicho: las tuvimos que soportar, porque ése fue un trabajo de todo el Gobierno y, por tanto, conté con el total apoyo del presidente del Gobierno, del Gobierno en su conjunto y del Grupo Parlamentario.

Yo era el agente encargado de realizar la política de cambios en la Justicia, de la misma manera que José María Maravall tenía que hacer la reforma educativa, donde también sufrió embates tremendos. Yo tenía entonces que hacer la reconversión judicial y otras muchas cosas. De manera que soportamos todo eso conjuntamente. Ocurrió al principio y, además, habíamos obtenido un resultado electoral inequívoco. El cambio que había votado la sociedad era ése.

Por ejemplo, el cambio de la legislación sobre la prisión preventiva. El país no podía aceptar que, de toda la población interna entonces, el 70 por ciento fuera una población en espera de juicio, y sólo hubiera un 30 por ciento de personas que estaban en la cárcel porque habían sido juzgadas y condenadas. Eso era convertir la prisión provisional en una pena real. De forma que había mucha gente que, cuando se celebraba su juicio y era condenada, era condenada a un tiempo que ya había pasado en la cárcel en prisión preventiva. La prisión preventiva no deja de ser un instrumento para garantizar la presencia del acusado el día del juicio.

Cuando yo llegué al Ministerio de Justicia, la situación en la que se encontraba la población penitenciaria era auténticamente escandalosa; era insoportable desde un punto de vista jurídico democrático; era exactamente lo contrario de lo que tenía que ser. Nosotros hicimos las reformas necesarias. También en este caso puedo decir que gracias a que entonces se hicieron, desde aquellas reformas y con las que siguieron después de una manera continuada, hemos llegado a una situación como la que debe darse en una sociedad democrática. Ahora, la población penitenciaria condenada es el 70 o el 75 por ciento, mientras que la población preventiva es el 25 o el 30 por ciento. Esta reforma pertenecía a la cultura democrática, se derivaba directamente de la Constitución. Porque la Constitución impone al legislador la obligación de configurar la prisión preventiva como una prisión que tiene una duración limitada en el tiempo. Nosotros nos habíamos propuesto llevar a cabo el desarrollo de la Constitución en todo lo referente a libertades públicas y derechos fundamentales, y ése era un punto importantísimo, sustancial.

Creo que la modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en lo referente a la prisión preventiva fue un acierto. El incremento de la actividad delictiva que entonces se produjo, coincidiendo con la salida a la calle de un buen número de presos preventivos, fue transitorio, duró poco tiempo. Aunque más adelante hicimos una reforma de esa reforma, eso no tuvo que ver con la transitoriedad y el poco tiempo que duró ese aumento de la delincuencia. Porque esa segunda reforma no corregía de raíz la primera, en absoluto; la que entonces se llamó «contrarreforma» fue realmente un retoque de algunas de las previsiones de la reforma inicial. No todos los mecanismos que proveía aquella ley funcionaron con la impecabilidad exigible, no todas las personas de quienes dependía una estricta aplicación de la ley, en los términos previstos, actuaron de una manera correcta. Hubo muchos juicios suspendidos indebidamente, muchas citaciones no cumplidas… Desde el Tribunal Constitucional, preferentemente, se han hecho afirmaciones exactamente en la línea de lo que previó la reforma inicial de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Dicho con otras palabras: la primera reforma de esa ley se encuentra en perfecta sintonía con lo que el Tribunal Constitucional, no de entonces, sino de ahora, ha dicho que es la prisión preventiva. Desde un planteamiento constitucional, es muy importante subrayar este dato. La primera reforma que se hizo respondía quizás mejor que la segunda a las exigencias constitucionales: Nos vimos obligados a hacer la llamada «contrarreforma» como consecuencia de determinadas disfunciones, porque determinados mecanismos no funcionaron en la forma que era previsible.

En esta ocasión, la derecha hizo prevalecer sus argumentos conservadores, creando la sensación de que el Gobierno socialista ponía a todos los delincuentes en la calle y que eso era propio de un Gobierno irresponsable. Es verdad que esa intoxicación se hizo, y cuajó. Era más o menos lo mismo que ocurría en aquellos tiempos en Francia. Hicieron algo parecido y la derecha les organizó la misma campaña. Pero hubo un debate en el Congreso que sería bueno repasar. Fue un debate largo, en el momento más duro de la campaña. Recuerdo que ese debate, a mí, personalmente, me fue muy útil, porque se construyó una argumentación poniendo de manifiesto claramente que, aunque se produjeron los resultados que se produjeron con la salida a la calle de tantos presos preventivos, no nos cabía otra solución, no era posible otra salida, no era pensable mantener incumplido el mandato constitucional referente a la prisión provisional. Por otra parte, aquella escena fue, como decía antes, coyuntural. Se produjo durante un tiempo, pero luego los índices de la delincuencia se normalizaron y se recondujo la situación a unos porcentajes y a unas cifras de delincuencia que pertenecen al ritmo normal de incremento de la delincuencia. En todos los países, el crecimiento de la delincuencia es una realidad; desgraciadamente, es así, y parece inevitable en todas las sociedades convivir con un determinado grado de inseguridad. Es algo que no se puede desconocer, es una realidad. De manera que acepto que hubo algún tiempo en que se produjo, como efecto inmediato de la reforma, un incremento de la delincuencia. Pero tal incremento luego se recondujo, se fue absorbiendo hasta volver a unas cifras de una relativa normalidad, conforme a la curva de crecimiento permisible en un país como el nuestro. La pregunta es: «Visto el resultado, ¿podíamos haber hecho algo distinto? Es decir, ¿debíamos dejar de hacer aquello que hicimos?». Pues yo creo que no. Yo creo que, tanto en la primera fase como después, a través de una ligera reforma, hicimos lo que se tenía que hacer. Tengo que reconocer que fue una etapa dura, difícil, en la que el aprovechamiento de la derecha llegó hasta el límite de lo posible. Y a nosotros nos perjudicó, ya que la derecha mostraba entonces qué tipo de oposición estaba dispuesta a hacer.