(Ministros de Sanidad y Consumo, 1992 - 1993 y 1993 - 1996)
La protección de la salud, una doble solidaridad
No queremos hacer un balance ni entrar en un análisis exhaustivo de los logros y los fracasos de aquellos años de Gobierno socialista en materia de Sanidad. Creemos que lo mejor es centrarnos en el eje vertebral de nuestra política sanitaria, es decir, en aquello que más profundamente ha arraigado en el sentir de la ciudadanía. Y esto bien se puede resumir en las palabras que empleó Ernest Lluch cuando presentó la Ley General de Sanidad. Era el 11 de junio de 1985, y dijo: «Creo que defender aquí este Proyecto de Ley tiene una razón fundamental, al menos para los socialistas: defender la extensión de la Sanidad a todos los ciudadanos; conseguir, en un Estado democrático, algo que está en el prefacio de la Constitución, que dice que no solamente queremos construir una sociedad democrática, sino que queremos construir una sociedad democrática avanzada, y una de las concreciones de una sociedad democrática avanzada es, a partir de que esta Ley sea aprobada y se ponga en marcha, que todos los ciudadanos de este país tendrán derecho a una sanidad pública».
En efecto, lo más notable de esta puesta en marcha del Sistema Nacional de Salud en los años ochenta fue la conversión de la protección de la salud en un derecho de ciudadanía, al universalizarla mediante la implantación de una doble solidaridad: horizontal, entre sanos y enfermos, y vertical, entre quienes disponen de recursos suficientes y quienes no los tienen. La Sanidad es un buen ejemplo de los beneficios que para el conjunto de la sociedad tiene la intervención del Estado en la protección de la salud y la asistencia sanitaria. La Ley General de Sanidad, al establecer el principio de universalización de las prestaciones sanitarias, proporcionó un marco jurídico a las demandas de la población, pero también responsabilizó al Sistema Nacional de Salud de la tarea de atender, sin excepción, a todos los ciudadanos en sus necesidades y derechos. La efectividad del derecho a la protección de la salud tuvo trascendencia en distintos planos. En primer lugar, en el estrictamente financiero. Si la protección de la salud es un derecho de todos los ciudadanos, la financiación de los servicios públicos sanitarios habría de provenir de la solidaridad universal. Ello condujo a que, paulatinamente, estos servicios dejaran de ser financiados por cotizaciones sociales para serlo por la fiscalidad general. Esta transformación cobró naturaleza legal en los Presupuestos de 1989 y tuvo su definitiva consagración en el Pacto de Toledo de 1995. Un año antes, se había decidido que el gasto sanitario público habría de crecer, cada año, en la misma proporción en que lo hiciera la riqueza nacional, el PIB, dotando así de una imprescindible estabilidad financiera al Sistema Nacional de Salud.
Por otra parte, el nuevo enfoque de la protección de la salud hizo que la Sanidad Pública procediera a una nueva configuración de toda la atención primaria, la más avanzada de las realizadas en el ámbito de la Unión Europea. Promovió la constitución de equipos de profesionales sanitarios y sociosanitarios para atender la salud de los ciudadanos bajo un prisma que incluía la promoción de la salud, la prevención de la enfermedad y la rehabilitación junto a la actividad propiamente asistencial. También se definieron las prestaciones que el sistema garantiza a todos los ciudadanos, dotándolas de respaldo jurídico. Se respondía así a la pregunta: «¿A qué tengo derecho para que mi salud esté protegida?». O lo que es lo mismo: ¿cómo se hace efectivo el derecho a la protección de la salud que la Constitución proclama y la Ley General de Sanidad desarrolla? La ordenación de las prestaciones sanitarias respondió a esas preguntas, enumerando en un catálogo todas las prestaciones que el sistema garantiza y a las que tienen derecho todos los ciudadanos. Contra viento y marea, se consiguió así, por ejemplo, que en España enfermedades tan costosas en su tratamiento como el sida, o procesos extraordinariamente complejos como los trasplantes, fueran accesibles, en las mismas condiciones, para todos los enfermos que los necesitaran.
Todos los indicadores de salud, de equidad, de satisfacción de los pacientes, de gasto público, evolucionaron de forma extraordinariamente positiva a lo largo del período socialista. El informe de Unicef titulado «El progreso de las Naciones» calificaba los avances logrados en España en indicadores de salud como «impresionantes». En mortalidad infantil y esperanza de vida, España ocupaba a principios de los años noventa el quinto lugar entre los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Todos los indicadores de salud manifestaban un progreso bien elocuente y la igualdad de acceso a los servicios y prestaciones sanitarias se había convertido en una condición de ciudadanía. El aprecio público al Sistema Nacional de Salud se expresaba en todas las encuestas. Y así como durante la transición democrática una mayoría abrumadora de españoles expresaba la necesidad de mejorar el sistema sanitario —los antiguos ambulatorios eran los servicios menos valorados por la población—, a partir de 1991 las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas registraban una alta valoración y aprecio del Sistema Nacional de Salud, en general, y de la red de Atención Primaria, muy en particular. Los nuevos Centros de Salud, que sustituyeron a los antiguos ambulatorios, eran la asistencia más valorada.
Cuando el ministro Lluch presentó en las Cortes la Ley General de Sanidad, todas las fuerzas políticas de la oposición presentaron enmiendas de devolución y lo criticaron abiertamente. Decididamente, el Sistema Nacional de Salud no era el modelo ni de los populares ni de los nacionalistas. Sin embargo, el tiempo, como en tantas cosas, ha vuelto a cumplir su palabra y ha puesto a cada uno en su sitio. O, mejor dicho, ha hecho que los que entonces censuraron abiertamente este modelo hayan cambiado de lugar, para resignar sus posiciones y venirse a aquellas, las nuestras, que el paso de los años ha demostrado como las más adecuadas para hacer efectivo el derecho a la protección de la salud de todos los ciudadanos. Ahora, el Parlamento español ha establecido un amplio consenso sobre una Ley propuesta por la ministra del PP, Ana Pastor, que viene a convalidar aquella Ley General de Sanidad. Todas las voces actuales están diciéndole a Ernest Lluch que, de entre todas las razones que se esgrimieron en el debate de 1985, la suya era la mejor y más convincente. Como él se encargó de proclamar al presentarla, con aquella ley se daba un paso fundamental para la construcción de una sociedad avanzada.
Naturalmente, no todo se hizo bien a lo largo de los años de Gobierno socialista. No se alcanzaron completamente los objetivos pretendidos. Los mejores médicos, enfermeros y el conjunto de profesionales sanitarios no se sintieron, las más de las veces, cómodos en las instituciones sanitarias. Los mismos que hicieron posible la excelencia de la atención sanitaria pública no siempre vieron reconocida adecuadamente su dedicación exclusiva al sistema público. La reforma organizativa que debía dar respuesta inmediata a un ciudadano cada vez más informado, más exigente porque es más consciente de sus derechos, no se culminó. La rigidez administrativa, la burocracia, la larga sombra de aquella organización mastodóntica, centralista y autoritaria heredada, dificultó, hasta impedirla, la reforma necesaria y dejó el campo abonado a quienes, bajo el pretexto de la modernización, trataron de iniciar un cambio de modelo en el sistema. La reforma de la atención a los problemas de salud mental, incompleta, desplazó a las familias una responsabilidad que no les correspondía. Y, sobre todo, no se abordó en toda su dimensión el cambio de orientación de los servicios que está exigiendo el envejecimiento de la población española y el actual predominio de las enfermedades crónicas. Una mayor atención del sistema a estos problemas y una dedicación más intensa de los servicios sociales a los problemas de la dependencia son ya imprescindibles no sólo para proteger efectivamente la salud, sino, además, para una política de familia basada en la igualdad.
Una sociedad se construye con intangibles. Su bienestar depende de las viviendas, las carreteras y comunicaciones, las escuelas y universidades, los centros de salud y los hospitales. Pero su estatura moral, el oxígeno que la hace habitable, proviene de bienes inmateriales como la libertad, la igualdad, la educación, la solidaridad y el respeto. A un Gobierno se le ha de exigir lo primero, pero se le debe juzgar por lo segundo. No somos nosotros quienes debemos hacer el juicio de estos casi catorce años de política sanitaria socialista ni creo que se nos haya pedido que lo hagamos. Tampoco, sin embargo, queremos permanecer impasibles ante quienes, desde hace unos años, tratan de derogar la realidad con la propaganda y se han empeñado en reescribir nuestra historia mojando la pluma en la tinta del rencor, la ocultación y las inexactitudes.
No es fácil, en cualquier caso, medir el avance real de una sociedad. Los indicadores más extendidos para hacerlo ponen la atención, como por otra parte es lógico, en datos que se pueden medir cuantitativamente. Hay, sin embargo, otros aspectos, también reales aunque menos tangibles, que nos ayudan, a veces con mayor exactitud, a percibir el nivel de satisfacción o de descontento de los ciudadanos. En el mundo sanitario se han hecho muchos estudios de esta naturaleza y la mayoría de ellos arrojan un balance positivo. También los análisis internacionales nos son favorables en este campo. Naciones Unidas va más lejos y trata de medir el grado de bienestar de la población mundial. Para ello, valora periódicamente el grado de desarrollo humano de los diferentes países del mundo. Al hacerlo, emplea indicadores estrictamente económicos, pero también datos que reflejan la situación sociosanitaria, educativa, cultural y de desigualdad social de cada país. Los resultados de estos estudios suelen pasar bastante desapercibidos, tal vez debido a esa especie de colonización intelectual a que estamos sometidos por quienes creen que la desigualdad puede ser un tema de análisis desde las disciplinas morales, pero resulta irrelevante para la ciencia económica. En cualquier caso, los resultados de este informe de Naciones Unidas nos van a servir de apoyo para dar consistencia a una opinión, la nuestra, sobre la política de cohesión social llevada a cabo por los Gobiernos socialistas: nuestro país ocupaba, en 1995, el noveno lugar de esta clasificación de la ONU. Siete años después, en la clasificación de 2002, estamos situados en la posición número 21.