(Ministro de Sanidad y Consumo, 1986 - 1991)
Sistema Nacional de Salud: la conquista de un derecho no adquirido
Al estrenarse la democracia, no había en España un sistema sanitario articulado. La Seguridad Social cubría a una mayoría de españoles, los asalariados, con diversos regímenes y una maraña de hospitales propios y concertados, algunos de los cuales figuraban entre los más modernos de Europa y, otros muchos, entre los peores del Continente. La atención primaria estaba muy atrasada y la Seguridad Social coexistía con una maraña de sociedades médicas, igualatorios y mutualidades, que cubrían, además de la beneficencia, a los ciudadanos no asegurados por el sistema contributivo.
Era una situación con desigualdades, contrastes y carencias, sin un diseño coherente.
La Constitución recogió, en su artículo 40, el derecho a la protección de la salud y generó fuertes expectativas ciudadanas. También estableció que las Comunidades Autónomas, especialmente las llamadas «del artículo 151», asumieran la gestión de la asistencia sanitaria. En esas dos disposiciones se prefiguraba un sistema sanitario para todos los españoles, con financiación pública y descentralizado.
Los gobiernos de UCD, agobiados por otros problemas urgentes, no pudieron desarrollar los preceptos constitucionales, más allá de algunas medidas acertadas pero insuficientes (creación de Insalud y del Ministerio de Sanidad, del sistema MIR, y de los servicios de urgencia, la transferencia a Cataluña, en 1982).
En el programa del PSOE de 1982 figuraba la extensión de la cobertura asistencial y la apuesta exclusiva por lo público. El primer titular de sanidad, Ernest Lluch, con oportuno talante moderado, suavizó esa apuesta.
El Ministerio de Sanidad se ocupó también de otras parcelas, y asumió también la administración de Consumo —estaba aún caliente el escándalo del aceite de colza— y en principio tuvo que ocuparse de lo más urgente: agilizar el Insalud, sólido pero paquidérmico, con personal disperso y pluriempleado —muchos sanitarios tenían dos e incluso tres empleos en la misma Seguridad Social—, modernizar la atención primaria, atender a los colectivos no incluidos y crear una administración de protección del consumo.
El equipo del ministro Lluch, capitaneado por el doctor Pedro Sabando y por Francesc Raventós, realizó en los años 1983 y 1984 una tarea muy intensa. En 1984 publicaron el Real Decreto 1.888, que organizó con modernos criterios territoriales —las áreas de salud— toda la atención sanitaria y creó los equipos de atención primaria, integrando diversos tipos de médicos generales que trabajarían en centros de salud.
Era una reforma imprescindible, pero los más conservadores del sector, agrupados en muchos colegios de médicos y alentados por la derecha política, la tildaron de «cubana» y tercermundista. En realidad, la inspiración política tenía su origen en sistemas como el servicio nacional de salud británico, que no es precisamente de raigambre castrista.
Más oposición concitó aún el inicio de la reforma de los hospitales, que concedía mayor relevancia a la enfermería e introducía gerentes profesionales como responsables máximos de los centros. Se asumía, de este modo, la experiencia vigente en los países europeos, pero otra vez los colegios profesionales la combatieron: los médicos entendieron que aquellas reformas se hacían a su costa. Es necesario señalar que muchos de los dirigentes colegiales más combativos llegaron a ser parlamentarios o miembros destacados del PP.
En realidad, lo que se dilucidaba era si España iba a tener un modelo tipo «Servicio Nacional de Salud», con dirección predominantemente pública u otro basado en el sector privado, aunque estuviera apoyado con alguna financiación pública. Estaban en juego, pues, grandes cifras de negocio potencial.
Junto a esas reformas organizativas, se amplió la cobertura a colectivos no protegidos, como los trabajadores autónomos.
También se transfirieron las competencias de Sanidad a Andalucía, en 1984. (Con Cataluña, sumaba más del 30 por ciento de la población española). Así quedo configurado lo que, más adelante, consagró después la Ley General de Sanidad en 1986: un Sistema Nacional de Salud descentralizado en servicios autonómicos y para todos los ciudadanos.
La inclusión en el ámbito asistencial de nuevos colectivos y el estímulo a hacer uso del derecho constitucional supuso un fuerte aumento de la demanda de los ciudadanos en unos años en que la situación económica general no permitía ningún esfuerzo presupuestario en Sanidad. Esto se tradujo más tarde en grandes tensiones.
Las tres grandes leyes de esta legislatura fueron la Ley General de Sanidad, la Ley de los Consumidores y Usuarios y la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
La Ley de los Consumidores fue aprobada por unanimidad en noviembre de 1984. Con ella, España entró en la modernidad en ese terreno: significaba establecer un sistema de protección y garantías asegurado por las administraciones autonómica y local. Esta ley aún permanece vigente y no ha sufrido modificaciones en el tiempo transcurrido.
La Ley General de Sanidad (LGS) se aprobó en junio de 1986. Era una norma ambiciosa, de gran perspectiva moderada y pragmática. Estableció un Sistema Nacional de Salud descentralizado en las Comunidades Autónomas, con un único aseguramiento público, en el que se integraban la totalidad de los recursos públicos y los privados que lo desearan. En definitiva, se trataba de una ley de corte socialdemócrata moderno que defraudó a cierta izquierda partidaria de lo público a ultranza e irritó a la derecha porque alejaba la posibilidad de un sistema privado.
La Ley de Interrupción del Embarazo fue duramente combatida por la derecha. Se aprobó en julio de 1985, pero, previamente, el proyecto había sido objeto de una sentencia del Tribunal Constitucional (abril 1985) que había reducido su enfoque a los tres conocidos supuestos (1). Para muchos sectores fue una gran decepción y la nueva ley apenas se aplicó: en un año se realizaron unas doscientas interrupciones legales.
Mi llegada al Ministerio de Sanidad se produjo en julio de 1986. La tarea era urgente: aplicar las tres leyes impulsadas por Lluch y completar las reformas que había iniciado.
El ambiente estaba caldeado: las mujeres —con toda la razón— estaban enfadadas con la Ley de Interrupción del Embarazo; los médicos, con la ruptura del viejo statu quo sin compensaciones retributivas; otros colectivos sanitarios, con la indefinición de su lugar en el nuevo Sistema Nacional de Salud; los pacientes, porque había más enfermos para el mismo número de hospitales —incluso hubo que cerrar algunos centros privados concertados debido a la baja calidad de los mismos—.
La aplicación de la Ley de Interrupción del Embarazo se abordó con un Real Decreto (el 2.409 de 21 de noviembre de 1986, sobre centros acreditados) que amparaba su realización en centros privados y en centros públicos específicos en cada Comunidad Autónoma. El doctor Hernández Gil —subsecretario en el Ministerio— y Carmen Arredondo, desde mi gabinete, hicieron un trabajo tenaz y minucioso. De todos modos, eran soluciones posibilistas que nos dejaron una sensación incómoda, porque no podían satisfacer a casi nadie.
El Gobierno se planteó preparar una nueva ley, tarea aplazada para ver cómo se consolidaba el nuevo Real Decreto. Éste empezó mal, suspendido en su aplicación por el Tribunal Supremo durante varios meses y con varios jueces registrando clínicas y procesando a médicos y a mujeres. Poco a poco, el Real Decreto de centros acreditados fue entendido y aplicado. Se consolidó, no sin sobresaltos, hasta su vigencia actual.
Mientras tanto, las organizaciones de mujeres urgían para ir más lejos y más rápido. Las diputadas socialistas se encargaban de canalizar las exigencias de estos sectores sociales. Por otro lado, el nuncio, monseñor Tagliaferri —con el que llegué a tener una excelente relación— me hablaba de excomunión, y los llamados «grupos pro-vida» se movilizaban en los hospitales públicos para forzar la objeción de conciencia de médicos y enfermeras.
Una exigencia básica de las mujeres, la que se refiere al aborto, se resolvió con una fórmula discreta que ha funcionado bien, pero que se basa en una cierta hipocresía social.
En cuanto a la Ley de los Consumidores, el impuesto a partir de 1986 fue intenso, gracias a la fuerte personalidad de Cejas Braña, verdadero introductor en nuestro país de una concepción moderna de la protección y garantías del consumidor. Él movilizó a las Comunidades Autónomas, a los ayuntamientos, a las asociaciones de consumidores y a los empresarios hasta ver aplicada la ley, no sin encontronazos con sectores poderosos, como la banca.
La Ley General de Sanidad (LGS) empezó a aplicarse de inmediato, en toda su extensión y profundidad. Como no hay ninguna reforma que pueda hacerse sin desgaste, los problemas se multiplicaron: no era fácil aplicar incompatibilidades laborales, integrar hospitales públicos en una red única, transformar la «cultura» de gestión, agrupar cuerpos y colectivos, y negociar sistemas retributivos, todo al mismo tiempo.
A pesar de la gran habilidad negociadora del doctor José Luis Fernández Noriega, jefe del gabinete y después subsecretario, el malestar social respecto a la Sanidad se unió al descontento en otros sectores, como el educativo, y propició una temporada de gran conflictividad. La oposición, que había organizado, en 1985, junto a los colegios médicos y los medios de comunicación afines, una campaña contra la LGS —diseñada por un conocido asesor del señor Aznar—, jaleó tanto como pudo las protestas.
Al frente del conflicto hospitalario surgió un movimiento profesional asambleario. El Gobierno no dudaba que ceder ante este tipo de movimientos podía debilitar las instituciones y, cargados de paciencia, nos enfrentamos a las reivindicaciones con flexibilidad y muchas horas de negociación. No se reaccionó, como ocurre ahora, con autoritarismo y descalificaciones.
Todo se pacificó finalmente y aprendimos una curiosa paradoja: cuando un gobernante no dialoga mucho y no está dispuesto sinceramente a realizar reformas a fondo, no suele tener muchos conflictos. Pero cuando está decidido a afrontar, de verdad, los problemas y es sensible a los argumentos de los afectados, los conflictos pueden agravarse, porque ningún colectivo quiere que sus pretensiones queden para el final del proceso.
Todo podía haberse hecho con más calma, o más despacio, pero no había tiempo. Para complicar más las cosas, apareció con virulencia el problema del sida. Gracias a los doctores Nájera y De Andrés, que aconsejaron medidas rápidas, esa dolorosa pandemia pudo enfocarse de forma progresista, con los colectivos de grupos de prácticas de riesgo, los llamados «colectivos antisida», creados con la ayuda de la doctora Pilar Estébanez.
No obstante, el sida absorbió muchos esfuerzos y originó roces con sectores confesionales, que no comprendían bien la absoluta necesidad de las campañas de los preservativos —recuérdese el «Póntelo, pónselo»—. Luchar contra la discriminación de los afectados exigió varios años de esfuerzo. El sida, con todo su dramatismo, permitió romper muchos tabúes y extender la educación sexual a jóvenes y adultos.
Debe destacarse que, en esos años, la Sanidad no estaba incluida en los grandes debates políticos, pero sí en los diarios y cotidianos. La oposición estaba contra todo, con la diputada Celia Villalobos como ruidoso portavoz.
El presidente González fue, siempre que pudo, generoso con la Sanidad y con la Educación, y, en tanto las circunstancias lo permitieron, ambos ministerios gozaron de cierta bondad presupuestaria. No hacía gala de ello, pero esos dos sectores —clásicos de la política socialdemócrata— recibieron siempre su impulso, aunque no se involucrara en el día a día.
Gracias a ello, a partir de 1987, pudieron abordarse nuevas construcciones de hospitales y centros de salud, y paliarse los problemas retributivos. En la Ley de Presupuestos para 1989, con el apoyo directo del presidente, se tomó una decisión de gran importancia: financiar la Sanidad con impuestos, en lugar de utilizar las cuotas de la Seguridad Social.
Esta medida, no contemplada en la LGS, era necesaria para la autonomía del Sistema Nacional de Salud y para facilitar las transferencias a las Comunidades Autónomas. Éstas se sucedieron con rapidez: País Vasco (1987), Valencia (1987), Navarra (1990) y Galicia (1990) asumieron las competencias en Sanidad. En 1991, más de la mitad del Insalud estaba «transferido».
En 1989 se aprobó el Real Decreto 1.088 de extensión de la cobertura sanitaria, haciéndola prácticamente universal. Al año siguiente se aprobó la Ley del Medicamento; de este modo se ordenaba un sector tradicionalmente confuso y con un peso esencial en el mundo sanitario. El Sistema Nacional de Salud cruzaba, así, el punto de «no retorno».
En 1987 se puso en marcha el Consejo Interterritorial, que sirvió de experiencia para otros sectores. Desde el principio funcionó bien y fue un apoyo para las reformas. Los consejeros de Sanidad estaban estrenando competencias y tenían mucho interés en participar. Fue una sorpresa para algunos miembros del Partido Popular recibir el encargo de redactar un proyecto de orden ministerial sobre una materia de su especialidad. El vicepresidente del Consejo, el doctor Xavier Trías, aportó la experiencia de Cataluña, la autonomía más veterana en este aspecto, y su gran talante personal. El secretario, el doctor Mansilla, hizo una inteligente labor de reparto de responsabilidades.
La diversidad autonómica en organización y medios obligaba a ser flexible y el equipo del Ministerio se esforzaba en aplicar la LGS de forma integradora, para que todas las Comunidades y todos los partidos se sintieran incluidos en el nuevo Sistema Nacional de Salud.
La mayor preocupación era que el nuevo sistema se consolidara y recibiese la adhesión de los ciudadanos y de los profesionales. Aparte de que ninguna reforma puede tener éxito con la hostilidad de los que la deben hacer funcionar, se trataba de alejar el riesgo de que un futuro gobierno conservador pudiese deshacer lo realizado. (De hecho, en 1996 el PP realizó promesas electorales en ese sentido).
Esto produjo algún malentendido con la izquierda del sector y del propio PSOE, partidarios de no contar mucho con la iniciativa privada, la industria farmacéutica, otros partidos o los colegios. En las asociaciones profesionales de médicos se había producido un cambio con la Presidencia de los doctores Ferre y Berguer, que eran personas muy dialogantes, aun sin dejar de defender a los suyos.
En 1990, además de la aplicación de las nuevas leyes, se habían conseguido otros avances, como la implantación del Plan Nacional sobre Drogas, la Organización Nacional de Transplantes o las normas contra el tabaco. Por ejemplo, se incluyeron las primeras normativas europeas contra el tabaco, aprobadas en la Presidencia española de la UE de 1988, que agudizaron la hostilidad hacia el Ministerio de Sanidad de la industria tabaquera y de su cohorte mediática.
Sin embargo, quedaban reformas pendientes muy importantes: la financiación del Sistema Nacional de Salud, la ordenación de sus prestaciones, sobre todo la farmacéutica, la regulación profesional y otras muchas. La primera era la más urgente, porque el Sistema estaba consiguiendo más recursos presupuestarios —el gasto público sanitario sobre el PIB pasó del 4,48 en 1987 al 5,12 por ciento en 1991—, pero necesitaba mejores procedimientos de organización presupuestaria y gasto.
En esos años era muy difícil explicar a los ciudadanos, e incluso a los presidentes autonómicos, que lo complicado no era financiar un nuevo hospital, sino regular y dirigir su funcionamiento posterior, que tiene un coste anual cercano al de construcción.
Había que romper con las desviaciones de gasto, ya que éstas hacían imposible que las Comunidades Autónomas con competencias transferidas de Sanidad pudieran desarrollar una gestión económica seria.
Estas cuestiones técnicas —imprescindibles cuando se gobierna—, no calaban en el sector. La izquierda y la derecha las tachaban de «economicistas» y solían esgrimir el argumento según el cual la salud es tan importante que no debe someterse a la economía. ¡Ojalá pudiera ser así!
Era imposible explicar que el presupuesto era un problema general de todos los sistemas sanitarios públicos de Europa. Esos sistemas, más experimentados que el nuestro, tenían ya entonces graves problemas económicos, y era previsible que las dificultades llegaran a España más pronto que tarde.
Para ordenar ese debate, se pensó que alguien independiente del Gobierno debía clarificar el estado de la cuestión. Así nació, en 1990, la Comisión Abril Martorell, con el encargo de describir los problemas del sector sanitario español, cuál era su situación en comparación con otros países y qué dificultades le esperaban en el futuro.
La comisión entregó su informe en 1991, cuando yo acababa de llegar al Ministerio de Defensa. La clarificación decisiva produjo un cambio cultural en el sector y consolidó las reformas de los años ochenta. Por un lado, se insistía en la necesidad de gestionar con criterios empresariales, poner límites a las prestaciones y contar con la iniciativa privada. Por otro, defendió el Sistema Nacional de Salud, porque garantizaba la cohesión social mejor que cualquier otro sistema y se consideraba que la orientación de la LGS y su aplicación habían sido razonables. Esta defensa supuso una legitimación de lo realizado en la década anterior.
Al final de la misma había muchos defectos en el sistema sanitario, pero ya ningún español tenía que recurrir a una «iguala» privada para ver a un médico general. Un simple indicador pondrá de manifiesto hasta dónde llegó el trabajo: la mortalidad infantil descendió desde 12,4 por ciento en 1980 al 7,6 por ciento en 1990.
En las siguientes legislaturas socialistas, el sistema sanitario siguió mejorando. Hasta que el Partido Popular accedió al poder. Afortunadamente para todos, el partido conservador ha comprendido el arraigo del Sistema Nacional de Salud y ha terminado por hacerlo también suyo.