Ministra de Asuntos Sociales, 1988 - 1993
El Ministerio de las gentes
Felipe González creó, en 1988, el Ministerio de Asuntos Sociales. Personalmente, creo que hubiera sido más positivo si se hubiese instituido a finales de 1985 o a principios de 1986, cuando se iniciaba la etapa larga de crecimiento económico de la democracia y que nos permitió, a los socialistas, impulsar el Estado moderno que necesitábamos y, especialmente, el Estado de bienestar que anhelábamos los españoles, para sentirnos ya demócratas y europeos.
Fue el Ministerio más pequeño en relación con el conjunto de los «ministerios sociales» pero fue «el Ministerio de las gentes».
Recuerdo que, en una ocasión, vino a verme Jordi Petit, el líder del movimiento de gays y lesbianas más conocido de España, y me dijo: «En tu Departamento os ocupáis de los niños, los jóvenes, las mujeres, los mayores, los discapacitados, los gitanos, los refugiados… pero ¿quién se ocupa de nosotros?». Y yo le contesté: «Bueno, si quieres… el Ministerio de Asuntos Sociales. ¿Cómo os podríamos ayudar?». Y a partir de aquella y otras conversaciones pusimos en marcha la Campaña «Democracia es diferencia. Respetemos las diferencias». Una hermosa campaña de valores y de tolerancia.
En las políticas que yo impulsaba siempre pretendía trasladar valores de respeto, responsabilidad, tolerancia, laicismo, feminismo, progreso y justicia social. Para eso se gobierna también. ¿No es así? Gestionar sólo bien no puede ser suficiente para un hombre o una mujer de izquierdas.
El Ministerio de Asuntos Sociales nació para cubrir tres grandes objetivos:
Primero: avanzar en la igualdad de oportunidades y de trato mediante políticas, en general acciones positivas, para mejorar la calidad de vida y el bienestar social de la ciudadanía, colectivo tras colectivo o grupo social tras grupo social.
Permítanme, en todo caso, un paréntesis antes de continuar con la descripción de objetivos.
Cuando se creó el Ministerio de Asuntos Sociales, se acababa de celebrar un congreso del PSOE en el que yo había sido designada para ocupar la Secretaría de la Mujer. Yo misma había liderado el objetivo de que, en nuestro Partido, se aprobase una cuota mínima del 25 por ciento de puestos para la mujer, en todas las listas y cargos políticos, y, con el apoyo de muchas —entre ellas, quien firma este libro—, lo conseguimos.
Muchas personas pensaron que el Ministerio de Asuntos Sociales iba a ser un ministerio dedicado a impulsar las políticas hacia las mujeres casi exclusivamente, pero no fue así.
El Instituto de la Mujer tenía una gran madurez, gracias a Carlota Bustelo y al conjunto de las funcionarias que «militaban como feministas» en su trabajo. Me relajé de esa tarea y me dediqué mucho más a las políticas de igualdad —acciones positivas con otros colectivos o grupos—.
Pero volvamos a los objetivos:
Segundo: desarrollar políticas de protección social hacia aquellos colectivos o grupos sociales afectados por carencias, fuesen éstas económicas, sociales, culturales o de cualquier índole, y desarrollar la universalización de la cuarta política social, la red de servicios sociales básicos con sede en los ayuntamientos.
Este segundo objetivo tenía también que cumplir con el reto de impulsar los servicios sociales específicos de los colectivos y, especialmente, los servicios sociales hacia las personas mayores y las personas con discapacidades.
Tercero: propiciar la participación social, ampliando las posibilidades de control de las políticas públicas y las oportunidades de coparticipación de las ONG en la gestión de algunas políticas sociales.
«COFINANCIACIÓN» Y «COPARTICIPACIÓN»
El Ministerio de Asuntos Sociales nació con tres Institutos, el de la Mujer, el de la Juventud y el Instituto Nacional de Servicios Sociales; una Secretaría General, la del Real Patronato de Prevención y de Atención a las Personas con Minusvalías; dos Direcciones Generales, la de Protección Jurídica del Menor y un órgano responsable de la tutela de organizaciones como Cruz Roja, ONCE, Patronato de Rehabilitación Social de Enfermos de Lepra y también de la tutela del conjunto de las Fundaciones particulares. Años después constituimos la Fundación Luis Vives para «recoger», tutelar y dinamizar las fundaciones que se abandonaban.
Algunas de estas estructuras administrativas procedían, en realidad, de diferentes ministerios y, además, se organizaron otras nuevas, propias del recién estrenado Departamento. Fue la base que nos permitió vivir cinco años de intenso trabajo desbordado de satisfacciones.
Desde 1988 a 1993 se administraron un billón setecientos mil millones de pesetas, pasando de 127.305 millones de pesetas en el Presupuesto de 1988 —el 0,3 por ciento del PIB— a 458.000 millones de pesetas en 1993 —el 0,64 por ciento del PIB.
Fue el Ministerio de la «cofinanciación» y el de la «coparticipación». Me explicaré.
Creamos órganos de participación democrática para que los movimientos sociales adquirieran más protagonismo en la sociedad y para que se convirtieran en «auxiliares de los poderes públicos». La derecha europea —¡y, desde luego, la española!— está planteando un enflaquecimiento del Estado, delegando responsabilidades de políticas sociales en el voluntariado y en las ONG. Nosotros hicimos lo contrario. No queremos un Estado anoréxico. No delegamos ninguna responsabilidad. Hicimos partícipes a las ONG en los proyectos sociales.
Pusimos en marcha la distribución de los recursos que los ciudadanos y ciudadanas españoles destinamos a «otros fines de interés social» a través de la asignación tributaria del 0,52 por ciento del IRPF. En dicha distribución participó una Comisión Consultiva de diecisiete organizaciones no gubernamentales, elegidas entre ellas, para establecer, con nosotros, las prioridades y los programas que gestionarían, desde la dirección y control del Ministerio.
Pretendíamos —y lo conseguimos— consolidar un tejido asociativo plural y democrático capaz de corresponsabilizarse con las Administraciones Públicas en el desarrollo de políticas sociales hacia los colectivos más necesitados. Así creció el número de organizaciones y se crearon equipamientos y servicios-programas que actuaban, desde la cercanía de las ONG y sus voluntarios o trabajadores, en los malestares sociales más persistentes y en las diferentes campañas de información, sensibilización y educación que se llevaban a cabo.
Con esta política profundizamos en la democracia y en una democracia participativa.
Las organizaciones no gubernamentales nunca habían tenido tantos recursos para hacerse también «adultas» y corresponsables.
Las organizaciones de la Iglesia Católica se consideraban las receptoras privilegiadas de estos recursos y, cuando vieron que una parte de los mismos se destinaban a otras políticas y organizaciones —recuérdese que era una decisión que ellas mismas tomaban—, algunas recurrieron a los medios de comunicación conservadores para intentar devaluar algunos proyectos y ONG. Con paciencia y diálogo, la mayoría de las ONG entendieron que había que distribuir recursos entre regiones, colectivos y distintas ONG, e intentar que hubiera más y más fuertes organizaciones sociales trabajando en el país.
El conjunto de recursos para las organizaciones no gubernamentales ascendía a una cantidad que se encontraba entre los veinte y los veinticinco mil millones de pesetas, pero se necesitó de mucho tiempo para el diálogo y para la configuración de protocolos de evaluación y control de estos gastos.
Hoy tenemos un movimiento social con más nervio y musculatura de lo que hubiéramos imaginado en la década de los ochenta.
Fue la época en la que elaboramos un texto «democrático y moderno»: la Ley de Fundaciones. A través de esta legislación fuimos dando pasos para superar la tutela estatal de organizaciones como Cruz Roja y ONCE, avanzando en su autonomía.
A partir de este trabajo, la España democrática contó con un movimiento social —al que hay que seguir exigiéndole democracia interna— semejante al existente en el resto de Europa: corresponsable y copartícipe del desarrollo del Estado de Bienestar.
EL ESTADO DE BIENESTAR ESPAÑOL
El gasto social en España, en 1977, momento en el que se legaliza a los partidos de izquierdas y a los sindicatos de clase, y año en el que se empieza a consensuar la Constitución Española que configura nuestro Estado Social de Derecho, era del 9,9 por ciento del PIB. Durante la década de los setenta, este porcentaje había ido creciendo lentamente: en 1973 era del 8,6 por ciento y, en 1975, del 9,2 por ciento. Su crecimiento, en cambio, fue significativo durante la década de los ochenta, especialmente en su segunda parte: se consiguió reducir desigualdades, disminuir la pobreza y la dualidad social, y mejorar los niveles medios de renta. En 1990 alcanzamos el 19,9 por ciento del PIB y, en 1993, el 24,7 por ciento.
Desde mediados de los noventa, nuestro porcentaje de PIB dedicado a gasto social ha ido descendiendo año a año. En 1996 era del 21,8 por ciento; en 1999, del 20 por ciento y las previsiones para el 2001 es que sólo alcance el 18,7 por ciento del PIB.
Así, reaparecen viejos y surgen nuevos grupos en riesgo de exclusión social, aumentando las dificultades y también los retos de instituciones cuya razón de ser es, precisamente, evitar esa dualización y contribuir a construir sociedades más igualitarias.
Nuestro modelo de Estado de bienestar no podía ser, a finales de los setenta, como el nórdico o escandinavo —cuyas sociedades se sitúan en la vanguardia de la igualdad y la protección social— porque no podíamos aspirar, entonces, a tener pleno empleo; ni teníamos cultura de alianzas entre clases sociales o de pactos entre partidos políticos, sindicatos y patronales; ni teníamos una Administración descentralizada y, además, no teníamos ni idea de lo que era, en derechos y deberes, la democracia participativa y, así, estaban por crear todos los órganos de participación y por hacer las leyes que los sustentasen.
Era más factible «plagiar» el «modelo centroeuropeo» o «continental», porque se basaba en crecimientos económicos constantes, en economías sanas, para, posteriormente, producir la redistribución de la riqueza. Y ése, a la vez, era nuestro objetivo: crecer por encima de la media europea para recuperar el tiempo perdido, para conseguir, en empleo, un crecimiento de la población, primero de la activa y después de la ocupada, para sanear nuestros sectores productivos —agrícolas, industriales y de servicios— y para desarrollar otros en los que no teníamos presencia.
Desde 1978, el modelo de Estado de bienestar que hemos desarrollado en España —el «modelo del Sur», en palabras de los estudiosos en la materia— se ha basado en la construcción de tres grandes redes de protección:
1. Las políticas sectoriales. Todas ellas tienden a universalizarse en nuestro modelo, porque son derechos sociales de los ciudadanos: la educación, la sanidad, las pensiones, la vivienda, la protección contra el desempleo y los servicios sociales básicos.
2. Las políticas integrales, entendidas como derechos sociales colectivos y configuradas mediante las acciones positivas de los Planes de Igualdad hacia mujeres, jóvenes, infancia, familia, gitanos, inmigrantes, mayores y discapacitados.
3. Las políticas específicas para combatir la marginación, pobreza y exclusión social. Es el caso de los programas para erradicar el chabolismo, los proyectos contra la exclusión social —algunos cofinanciados por Europa—, los planes para hacer frente a los efectos de las drogas y el sida, y los salarios sociales.
EL ESTADO «ANORÉXICO»
Nuestra sociedad profundiza en su desarrollo democrático, crece económicamente, crea empleo e infraestructuras, desarrolla su Estado de bienestar, vertebra sus regiones y municipios, elimina «cuellos de botella», participa de Europa… Pero, si se sigue reduciendo el porcentaje del PIB que se dedica a gasto social, no sólo se deteriorará lo construido hasta ahora, sino que la exclusión de grupos, cada vez más numerosos, se convertirá en un problema. Aún estamos a tiempo de evitarlo. Y si seguimos aceptando que el Estado, los poderes públicos, siga avanzando hacia la «anorexia», veremos cómo la sociedad se dualiza.
Tal vez vivimos un momento en el que hay que presionar para reactualizar un pacto político por el modelo de Estado de bienestar que queremos los españoles. Me refiero a un pacto en el que quede claro el papel y el espacio del Estado, del mercado y de las organizaciones sin fines lucrativos; donde quede claro que hay que acercarse a Europa también en el gasto social para evitar el crecimiento del número de personas en riesgo de exclusión y donde la «lógica democrática» recuerde a los gobernantes —a unos más que a otros— que necesitamos un Estado de bienestar ambicioso (es necesario acercarse ya al modelo nórdico o escandinavo), universalizado (llegando a todos, aunque sea en formas diferentes en algunas políticas), descentralizado (concediendo cada vez más protagonismo a los ayuntamientos, porque son la Administración más cercana a los ciudadanos y puede ser más eficaz), generador de empleo (permitiendo que las infraestructuras y los servicios pesen más que las prestaciones o deducciones monetarias), participativo o consultivo, consensuado, eficaz, mixto (no sólo público, pero sí mayoritariamente público), con recursos humanos cualificados e integrador (basado en la cultura del esfuerzo y exigiendo corresponsabilidad o contrapartidas, pero persiguiendo la inclusión de todos).
Por último, en estas pinceladas sobre nuestro modelo de Estado Social de Derecho, quisiera recordar que algunas políticas —de cuya universalización y cuidadoso desarrollo nos sentimos orgullosos— siguen teniendo retos pendientes para su enraizamiento o perfeccionamiento. Algunos ejemplos servirán: hemos universalizado las pensiones con el desarrollo de la LISMI y de las PNC, pero el Sistema de la Seguridad Social necesita: seguir equiparando condiciones entre los regímenes, desarrollar el Pacto de Toledo, mejorar cuantitativamente las pensiones más bajas, etcétera. Hemos universalizado la Sanidad, pero el sistema de Salud necesita dotarse de más enfermería o cuidadores, debe dedicar más recursos a la prevención y ha de desarrollar el subsistema socio-sanitario ante el fenómeno del envejecimiento. Hemos universalizado la Educación, pero la red de centros para niños de 0 a 3 años y las escuelas infantiles son «invisibles» en el sistema educativo o social públicos; la Formación Profesional, en su adaptación a las demandas del país, tiene pendiente su reforma y las mejoras cualitativas en la Enseñanza, a todos los niveles, se siguen esperando.
Es decir, queda mucho por hacer para que el objetivo de cohesión social, ambiciosamente pensado, esté garantizado en nuestro país.
LA DESIGUALDAD SOCIAL
En una sociedad como la española, las condiciones medias de vida de sus ciudadanos vienen dadas por dos fuentes principales de bienes: la renta —el trabajo— y las prestaciones y equipamientos sociales que reciben del Estado. Para la corrección de las desigualdades, en las modernas economías de mercado, se dispone de otros dos instrumentos: la imposición fiscal basada en la progresividad y la redistribución de la riqueza con los servicios y prestaciones del Estado de bienestar.
Aunque no es motivo de nuestro artículo «contar pobres» ni profundizar en los perfiles y las características de los que son pobres y sus causas, las encuestas europeas (Panel de Hogares de la Unión Europea, PHOGUE) dicen que entre el 14 y el 17 por ciento de la población europea es pobre y que, en España, esta cifra asciende al 19,4 por ciento, siendo sólo superior en Grecia y Portugal. (Estos datos se refieren al año 2000). La pobreza más severa se ha ido reduciendo en España en las dos últimas décadas, pero convivimos con una pobreza severa que afecta a un 4,5 por ciento del conjunto de la población (1.736.800 personas): hemos pasado de un 17 por ciento a un 19,4 por ciento en una década.
La carencia de educación o formación profesional adecuadas, las dificultades de acceso al empleo o la pérdida de éste y la prolongada situación de desempleo, los problemas de salud y los problemas de vivienda acaban formando una red de interacciones insistentes que recaen siempre sobre las mismas personas y grupos. Es incuestionable la relación entre los bajos niveles educativos y la pobreza. Las posibilidades de encontrar trabajo suficientemente remunerado y de mantener un empleo son muy bajas entre las personas que son analfabetas o poseen escasos estudios. El 50 por ciento de los hogares sustentados por una persona analfabeta tienen una situación de pobreza grave o severa.
La sociedad española ha experimentado, en los últimos veinte años, importantes cambios en su estructura productiva y del mercado de trabajo, y también en su estructura demográfica, y, así, hemos visto también que de la radiografía de exclusión social iban desapareciendo las personas mayores con la mejora del sistema de pensiones, iban apareciendo jóvenes con estudios interrumpidos, permanecían las mujeres de mediana edad —precisamente por el escasísimo o nulo acceso al mundo del trabajo— y aparecían otras mujeres jóvenes solas y con cargas familiares y, por supuesto, rostros de inmigrantes procedentes de países en vías de desarrollo.
Ya sabemos que la evolución de la participación de los gastos sociales en el porcentaje del PIB en España, como en Europa, fue creciendo desde la década de los setenta hasta el año 1993 y, a partir de ese año, se inicia una tendencia continuada de decrecimiento. Lo mismo sucede en el concepto de gasto para la inclusión social. En 1998 se dedicaba el 0,4 por ciento del PIB en la Europa de los Quince y, en España, era —y es— el 0,2, como en el Reino Unido, mientras que los países nórdicos dedican el 1 por ciento del PIB.
Después de analizar diferentes estudios, podemos llegar a las siguientes conclusiones:
a) Es necesario abordar la compilación, seguimiento y evaluación de la información sobre las distintas redes de atención social existentes en nuestro país, para posibilitar el necesario diagnóstico de la situación y favorecer una mejor adecuación de las políticas sociales respecto a las necesidades reales. Las competencias transferidas y repartidas entre administraciones —autonómicas y locales mayoritariamente— hacen necesario recabar, sistematizar y difundir la información sobre las diferentes experiencias, al menos, aquellas que han dado buen resultado. En esta materia, es necesaria la creación de un «observatorio» sobre la exclusión y la pobreza que realice encuestas nacionales y coordine, recabe, sistematice y difunda los estudios que se realicen en las Comunidades Autónomas, ayuntamientos y en otras instituciones, con el objetivo de evaluar lo que se hace, conocer las causas, en detalle, que producen cada exclusión e impulsar programas eficaces.
b) Hay que dotar con mayores presupuestos y mayores recursos humanos todas las políticas sociales y, especialmente, aquellas que son preventivas del malestar social.
Sabemos que, pese a la generalización de la enseñanza obligatoria, no se ha erradicado del todo el analfabetismo entre la población joven y, también, en la adulta; el sistema presenta unas tasas elevadas de abandono y fracaso escolar en los niveles obligatorios: es imprescindible incrementar el nivel educativo y fomentar el aprendizaje de oficios en el marco de la Formación Profesional, la Educación de Adultos y los Programas de Garantía Social. Hay que establecer puentes que posibiliten el retorno al sistema educativo a la población en situación o en riesgo de exclusión social por el decisivo papel que la formación juega en la inserción en el «mercado de trabajo».
Sabemos que, como el empleo es el principal instrumento para la integración social, hay que mejorar los mecanismos de inserción sociolaboral y de conexión con los programas de garantía de recursos. Los Planes Nacionales para el Empleo —también los autonómicos— deben hacer «visibles» a estos grupos y emprender los programas que necesitan. Hay que establecer un marco regulador de las empresas de inserción social.
Sabemos que, en el sistema de Salud, hay que trabajar más en la atención a los problemas de salud mental; es necesario propiciar el acceso a fármacos y prestaciones farmacéuticas para las personas sin recursos y es evidente que el subsistema socio-sanitario ha de impulsarse radicalmente.
Sabemos que la vivienda de protección oficial o promoción pública debe impulsarse en las tres Administraciones, no sólo en régimen de propiedad, también en régimen de alquiler. (Piénsese, por ejemplo, en profesiones nómadas y en nuestra minoría étnica y en la llegada de inmigrantes). Hay que potenciar la rehabilitación de viviendas en determinados cascos urbanos para erradicar infraviviendas y es imprescindible generar suelo urbanizable con el fin de promocionar más vivienda social.
Sabemos que deberíamos aspirar a consensuar una norma básica estatal para garantizar un mínimo de homogeneidad en el acceso a los servicios sociales y sus prestaciones generales y específicas; es, por tanto, necesario regular las rentas mínimas evitando la asimetría existente entre las distintas Comunidades Autónomas.
Hay que conseguir un compromiso financiero entre el Estado, las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales sobre la base de la necesaria elevación del esfuerzo presupuestario público en las políticas contra la exclusión social, en particular, y para fortalecer el Estado de bienestar, en general.
Nosotros, a medida que desarrollábamos las políticas sociales, éramos conscientes de lo que aún quedaba por hacer, hasta que llegó la derecha al Gobierno y… toda política rigurosa quedó abandonada.
DERECHOS IRRENUNCIABLES
Fue el Ministerio de la cofinanciación con las otras dos Administraciones para seguir comprometiéndonos con la ciudadanía en el desarrollo de políticas sociales.
Les contaré otra anécdota. El día que nombró Felipe González a su nuevo Gobierno, en 1988, Fernando Abril Martorell nos invitó a comer a los dos nuevos ministros que veníamos de la UGT, José Luis Corcuera y yo misma. Nos conocía porque habíamos coincidido en las concertaciones sindicales con el Gobierno de UCD y en las negociaciones de diferentes expedientes de reconversión industrial. Y nos dio algunos consejos. A mí me dijo que, con los servicios sociales transferidos a las Comunidades Autónomas —por presión de CiU, antes de ser desarrollados y consolidados como derechos a los ciudadanos—, tendría que «gastar» muchas energías en convencer a Comunidades Autónomas y corporaciones locales para que, entre todos, hiciéramos determinadas cosas y que, a cambio, les tendría que transferir más recursos. Acertó: la Red Básica de Servicios Sociales fue un esfuerzo del Ministerio de Asuntos Sociales para que los ayuntamientos dispusieran de profesionales, de equipos multiprofesionales, como en la mayoría de los países de Europa, para atender a los ciudadanos en sus derechos a ser informados y ayudados ante cualquier problema que tuvieran ellos y sus familias. Fue el pacto para que por todo el país se desarrollase una red pública de prestaciones básicas de servicios sociales, incluidos los centros de servicios sociales y los centros de acogida y albergues para alojar a las personas en situación de emergencia. Con esos equipos multiprofesionales se inició una etapa de políticas de prevención, atención e inserción social desde las Comunidades Autónomas y desde las corporaciones locales de todo el país.
Se firmaron con la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) y con todas las Comunidades Autónomas para universalizar un nuevo derecho social: los servicios sociales básicos municipales. A cambio, se acordó que el Gobierno asumiría la cobertura de una parte de su coste en un margen no inferior al 30 o 35 por ciento.
En el Ministerio «de las gentes» impulsamos políticas y, especialmente, servicios sociales específicos para cada colectivo. Algunas de estas políticas, muy criticadas por la derecha, las han mantenido en esta etapa de gobierno conservador, porque hicimos lo que había que hacer.
¿Recuerdan las políticas hacia los mayores?
Efectivamente, la derecha torció el gesto cuando decidimos cerrar el círculo de la protección con la aprobación de la Ley 26/90, de Prestaciones No Contributivas de la Seguridad Social con las modalidades no contributivas de pensiones de jubilación e invalidez y la protección familiar por hijo a cargo con minusvalía. El objetivo era mejorar las viejas pensiones asistenciales y las de la LISMI para discapacitados, y establecer en España tres niveles de pensiones que tienen pocos países en el mundo: las pensiones no contributivas, las contributivas y las privadas o de ahorro.
A partir de ese año (1990) un español o española que no hubiera cotizado o lo hubiera hecho durante menos de quince años —período necesario para tener acceso al sistema contributivo—, si no tenía recursos, tendría acceso al sistema no contributivo de pensiones: tendría derecho a una pensión. Con el paso de los años, comprobamos que nuestro sistema favoreció a mujeres mayores y a familias de la España rural y a familias con hijos minusválidos con posibilidad o no para emanciparse. Apenas pueden contarse diez países en el mundo que tengan los tres sistemas —no contributivo, contributivo y complementarios— que los socialistas implantamos desde 1990.
Los conservadores nos tacharon de electoralistas y compradores de votos cuando presentamos el programa de vacaciones de la Tercera Edad, primero, y de Termalismo social, después. Tuvimos que contratar a una Auditoría —Price Waterhouse— para constatar que estos dos programas eran positivos incluso desde el punto de vista de la política keynesiana: calidad de vida para nuestros mayores, mantenimiento y creación de empleo estable en el sector turístico en las temporadas bajas, dinamización de la economía y exportación de nuestro Estado del bienestar —se aplicó el programa en Europa y América para los emigrantes españoles—. El dinero que se «dibujaba» en los Presupuestos del Estado para abaratar el viaje y estancia de nuestros mayores acababa «entrando» de nuevo o «no saliendo» de las arcas públicas.
En tercer lugar, se puso en marcha el Plan Gerontológico: la política integral de servicios socio-sanitarios y de calidad de vida hacia el colectivo de personas mayores, cada vez más numeroso y cada día más dinámico y activo.
Las acciones implicaban distintos servicios: ayuda a domicilio, teleasistencia, centros de día, residencias, pisos tutelados, etcétera. El trabajo preparado en aquel lustro es el que hoy se sigue haciendo y el que, mañana, los socialistas tendremos que volver a retomar e impulsar. El proyecto es concluir la universalización o generalización de los servicios sociales para nuestros mayores con ratios similares a los de los países pioneros de Europa.
Y lo mismo podemos decir de los servicios sociales para las personas con discapacidad: centros base, centros residencias, centros ocupacionales, centros especiales de empleo, centros de nuevas tecnologías y de ayuda, técnicas aplicadas a la discapacidad, etcétera. Todos estos programas supusieron un esfuerzo inversor para empezar a eliminar «cuellos de botella» y para dejar claro que la atención a las personas con discapacidad es una responsabilidad del Estado y no sólo de las familias, como lo era hasta que los socialistas empezamos a gobernar.
Si el Ministerio de Asuntos Sociales se dedicó, sobre todo, a poner en marcha la red de servicios sociales generales y las redes de servicios sociales específicos de y para colectivos y lo hicimos priorizando los territorios y zonas con menos recursos y menos empleo, todo ello se llevó a cabo con la conciencia de demostrar que, con política social, también se pueden producir reequilibrios y redistribución de riqueza. Fue la gran tarea del Ministerio de Asuntos Sociales durante los cinco años que yo lo dirigí: construir equipamientos, invertir en aquellas políticas con las que en Europa se había conseguido pleno empleo, además de seguridad real para las personas.
Pero en el Ministerio de Asuntos Sociales cubrimos también otro aspecto importante. Les he hablado de educar en valores, de potenciar el tejido asociativo plural, de establecer el sistema de pensiones no contributivo, de la red de servicios sociales generales y específicos y no quiero terminar este artículo sin expresar el trabajo realizado con los Planes de Igualdad hacia cada colectivo.
NIÑOS, MUJERES, JÓVENES, GITANOS, EMIGRANTES…
Detrás de cada Plan de Igualdad, de cada conjunto de acciones positivas, subyacía la idea de hacer «visibles», protagonistas y sujetos con derechos, a niños, mujeres, jóvenes, gitanos, y otros sectores desfavorecidos.
Al ratificar la Convención de los Derechos de los Niños y Niñas —fuimos uno de los primeros países; hoy aún no la ha ratificado Estados Unidos—, se inició una etapa de modificaciones legales y de propuestas políticas para que los niños dejasen de ser «objetos que se deben proteger» y pasasen a ser «sujetos con derechos», lo que dio paso a un proceso de democratización de las familias y al inicio de inversiones en la red escolar de centros para niños de 0 a 3 años. Fueron los tiempos en los que desarrollamos las figuras de acogimiento y adopción internacional; se revisó la legislación para atender adecuadamente los problemas de mendicidad, malos tratos infantiles, centros de reforma y, también, se llevaron a cabo programas experimentales de intervención y de formación de profesionales.
Los niños dejaron de ser responsabilidad sólo de sus familias para ser ciudadanos de responsabilidad pública. Crujieron tradiciones.
Algo semejante ocurrió con las políticas de igualdad para las mujeres. Dos Planes de Igualdad, planificados, realizados y evaluados junto al resto de los ministerios, sirvieron para eliminar el déficit democrático, el déficit de pensamiento ilustrado o racional y el déficit de políticas sociales y de igualdad para las mujeres. Fueron tiempos de un trabajo muy riguroso destinado a recuperar el «tiempo perdido» por una dictadura, por una sociedad patriarcal y por unos «techos de cristal» que impedía cualquier desarrollo a la mujer.
Las acciones ocuparon desde la adecuación de nuestra legislación al principio de no discriminación —la primera legislatura de Gobierno socialista fue un «repaso» diario a todas las leyes para que el principio de igualdad, artículo 14 de la Constitución, se incorporase en toda norma legal— y al acervo comunitario de igualdad, hasta el cambio de actitudes en la sociedad española, pasando por la interiorización de las acciones positivas, por el desarrollo de servicios y recursos dirigidos específicamente a las mujeres y, especialmente, a las más necesitadas; por el apoyo a las ONG de mujeres; por el diseño y puesta en práctica de estructuras administrativas para las mujeres; por la mejora del acceso al empleo y su promoción en él; por la eliminación del sexismo en la escuela y la universidad, en la educación; por el apoyo en el reparto de responsabilidades familiares y domésticas entre hombres y mujeres; por la difusión de una imagen social de las mujeres acorde con la realidad; por la puesta en marcha de programas específicos de salud; por el apoyo en el acceso a puestos de responsabilidad; por nuestra vinculación a toda tarea internacional de políticas de igualdad; por la lucha contra la violencia y marginación de las mujeres, etcétera, etcétera. Se puso en marcha un cúmulo de recursos humanos, recursos económicos, inversiones, campañas de sensibilización y educación, programas, leyes… Todo ello constituía un proceso de avances hacia una sociedad más igualitaria y más justa también para las mujeres.
La despenalización del aborto concedió, primero a las mujeres y después también a sus parejas, la responsabilidad de esta decisión. Se oyeron crujidos en parte de la sociedad española, pero la hizo avanzar en el respeto a la responsabilidad de las mujeres.
La petición de que los jóvenes y las jóvenes usaran preservativo para evitar embarazos no deseados escandalizó también a algunos, e iniciaron una «cruzada contra impías»; pero, diez años después, la derecha española reconocía que había que hacer lo que nosotros hicimos diez años antes y ellos trataron de boicotear por todos los medios.
Los dos planes de igualdad para la juventud trataron de establecer políticas prioritarias para el acceso al trabajo y a la vivienda de los jóvenes españoles. El programa de jóvenes cooperantes, por otra parte, llevó cada año a jóvenes a trabajar por el mundo en Cooperación y Desarrollo, de mano de nuestro cuerpo diplomático. Y cabe recordar también todos los programas de ocio, tiempo libre, cultura joven y participación de los propios jóvenes en su devenir. Los hicimos protagonistas. Y fueron mis grandes aliados en la campaña «Póntelo, Pónselo».
Pero hubo más: el plan para la integración de la comunidad gitana desde el respeto a sus diferencias. Y los primeros centros y programas para acoger a los refugiados. Y los primeros recursos para las ONG de inmigrantes para impulsar su autoayuda. Y los programas de retorno de españoles emigrantes o la exportación de las pensiones no contributivas a los emigrantes que lo necesitasen, así como de servicios sociales en América Latina, etcétera.
VOLVER A EMPEZAR
Hay algunas políticas que no han evolucionado, desde lo público, en este período de gobierno conservador.
Esto es lo más triste. Que hay que «volver a empezar» para recuperar el ritmo de modernización y expansión de políticas sociales y de igualdad en España. Y es también nuestra esperanza. Recuperar la responsabilidad de gobernar para las gentes.