(Ministra de Cultura, 1993 - 1996)
La cultura, un mundo lejano y próximo
Yo llegué al gobierno en la última etapa, y la verdad es que fue un Gobierno en el que todos nos sentíamos muy cohesionados y muy cómplices. Eran tiempos muy difíciles y creo que, por esa razón, aunque también por la valía de las personas que lo componían, nos sentíamos como una piña. Había muchas complicidades, muchas miradas, muchos silencios, también muchas conversaciones…
Realmente, yo tenía un presupuesto escasísimo, entre otras cosas, porque era la época de las dificultades económicas; pero cuando llegué, recibí unas herencias magníficas. Afortunadamente, se había recorrido ya un trayecto muy importante en la creación de infraestructuras. Quizá el asunto más complicado en este período era la distancia marcada por la gente del mundo de la cultura, porque son muy críticos hacia determinados temas, y había algunos recelos por actitudes que no tenían que ver con la política cultural estrictamente. También había un cierto cuestionamiento sobre el tema de las subvenciones, y la política cultural realmente debe ser una política subvencionadora. Igualmente, existía un cierto recelo sobre si en una España autonómica debía o no existir el Ministerio de Cultura. Por supuesto, también teníamos unos proyectos magníficos, algunos de ellos concluidos y otros por concluir; cada uno de ellos tenía también su complejidad, porque la política cultural es muy compleja.
Yo tenía a mi favor que el mundo de la cultura siempre me ha interesado mucho. Además, había sido gestora cultural, directora general de Cultura de una Autonomía, y tenía ya mis relaciones… Siempre he estado muy próxima a la gente de la cultura y, en cierta medida, me he considerado uno de los suyos. Esa trayectoria me daba una cierta perspectiva: conocía algunos de los problemas, las suspicacias, el cuestionamiento o las críticas que se nos podían —y se me podían— hacer desde la otra parte.
Era una época de poco presupuesto. Además, teníamos entre manos la «operación Thyssen»: el Museo ya se había inaugurado, pero todavía quedaba pendiente de satisfacer la parte económica. Y se había llegado a un pacto mediante el cual esta contraprestación económica se resolvería fuera del presupuesto del Ministerio de Cultura. Pero llegó el señor Solbes y dijo que no, que ni hablar, que aquello tenía que entrar dentro de las cuentas de Cultura.
En definitiva, uno de los mayores equilibrios era convencer y demostrar que Cultura no era sólo un Ministerio subvencionador, sino que también era inversor, porque participaba en la construcción de los auditorios, o porque tenía que rehabilitar los archivos históricos de nuestro país, o tenía que hacer política en el exterior, o desarrollar todo el sistema de las bibliotecas del Estado. Es decir, teníamos que colaborar con las Administraciones en todos esos aspectos y, además, adoptar una actitud de convencimiento de que realmente para nosotros, los socialistas, la inversión en capital humano, y, por tanto, no sólo en educación, sino en cultura, era importantísima.
También nos parecía fundamental la cultura de la cooperación y del convenio. Es decir, que, partiendo de los presupuestos con que se contaba, la tarea se desarrollaba en distintos frentes, desde potenciar el mecenazgo —cuestión que me parecía muy importante porque significaba plasmar la cooperación con la iniciativa privada, es decir, no contraponiendo lo público a lo privado, sino buscando puntos de encuentro—, hasta potenciar las industrias culturales, la industria editorial y la de los audiovisuales; esto me parecía importantísimo.
Fue un momento en el que —aparte de mi percepción personal— había circunstancias interesantes, determinadas por la Unión Europea y también por el «imperialismo» norteamericano. Fue la época de la Ronda Uruguay y de los Acuerdos del GATT[162], con los que se pretendía, desde Estados Unidos, que la cinematografía y el medio audiovisual fueran considerados mercancías, y que no pudieran recibir subvenciones. Los ministros de la Unión Europea tuvimos muchas reuniones con el propósito de estudiar esa cuestión y se dio principio a lo que se empezó llamando «excepción cultural» y acabó llamándose «especificidad cultural». La verdad es que lo logramos, fue un momento de cohesión muy importante. En el ámbito audiovisual asumimos toda la directiva comunitaria de la Televisión sin Fronteras[163].
Respecto a la industria editorial, estuvimos analizando diversos tipos de medidas, desde las fiscales hasta las de apoyo al mundo editorial, y evaluando cómo se podrían enlazar; no en el sentido de que fuera la Administración la que publicara, sino todo lo contrario: la intención era potenciar las industrias culturales. Porque, al final, nosotros también creíamos firmemente en la idea de que la cultura tiene mucho que ver con el desarrollo económico y con la creación de empleo. No se trata sólo de apoyar la creatividad, que es importantísima, sino de estimular una potente industria cultural. El «Informe Delors» decía que, en el ámbito de lo audiovisual, se podían crear en Europa más de un millón de puestos de trabajo. Es decir, este sector creativo aparecía también como fuente de empleo y de riqueza.
EN LA ESPAÑA PROFUNDA
Teníamos una serie de frentes abiertos, como el tema del patrimonio histórico, y el tema de las catedrales, que fue uno de nuestros caballos de batalla. Parecía que el Gobierno socialista y la ministra de Cultura tuvieran la culpa del deterioro de las catedrales, cuando muchas de ellas, como la de Burgos, a lo mejor ya empezaron a tener problemas a los sesenta o setenta años de su construcción… Intentábamos introducir racionalidad en todas estas cuestiones. Nos pusimos a trabajar sobre un convenio con la Iglesia. Le dedicamos horas y horas, y al final no quisieron firmarlo; siempre con muy buena disposición, pero al final…, que si la Santa Sede, que si esto, que si lo otro… Y cuando el PP ganó las elecciones, lo firmaron enseguida. ¡El mismo convenio sobre el que nosotros habíamos trabajado! Esta actitud es un buen reflejo de la idea de la Iglesia sobre la cooperación y la reciprocidad… Yo tuve dos huesos duros de roer, uno fue ése, con la Iglesia, y el otro fue el del Archivo de Salamanca. En estos casos creo que las resistencias tuvieron algo que ver con el hecho de que el presidente de Castilla y León fuera Juan José Lucas y con el hecho de que él tenía más protagonismo si afrontaba todos los problemas de patrimonio histórico, de las catedrales, etcétera. Era como tratar con la España profunda. A mí me parecía que todas las catedrales —y todo el patrimonio histórico— había que rehabilitarlas bien, restaurarlas bien, y había que continuar con la racionalidad de hacer los planes directores de las catedrales. Es decir, no se trataba de hacer las cosas porque sí. Y todo ello requería su tiempo, y lo explicábamos una y otra vez.
El tema espinoso del Archivo de Salamanca todavía colea. Escuchamos las demandas de la sociedad y, en un Consejo de Ministros, se tomó la decisión de que los archivos de Cataluña se desplazaran desde Salamanca al archivo de la Generalitat, porque habían sido producto de una expoliación: estaban en Cataluña, los expoliaron y se los llevaron a Salamanca. La reivindicación histórica de los catalanes de que la parte de los archivos correspondientes a Cataluña se desplazara a su Comunidad y que no estuvieran en Salamanca, en el Archivo de la Guerra Civil, era una petición que estaba presente desde hacía mucho tiempo. Y nosotros aprobamos este traslado. Y esta decisión, que en una época normal no hubiera tenido gran trascendencia… En fin, tuvimos que padecer el clima enrarecido de la crispación. Pudimos ver, al igual que en el tema de las catedrales, como si se enfrentaran las dos Españas de nuevo. Cuando nuestra decisión se hizo pública, en Salamanca —aunque no sólo hubo reacción aquí—, Gonzalo Torrente Ballester hizo una especie de proclama, y le siguió la gente que, como consecuencia de la crispación ambiental, vio en esta reivindicación una vía más de contestación al Gobierno, y una ocasión para decir que estábamos vendidos a los catalanes, que nos tenían con la soga al cuello. Aquello fue muy fuerte, muy duro. Yo tuve muchísimas reuniones con los rectores, con las autoridades de Salamanca… Nosotros argumentábamos que las técnicas modernas permitían hacer el microfilmado y la reproducción del material archivado, de manera que los que acudieran al Archivo de Salamanca podían hacer las consultas, aunque no con el material original. Intentábamos soluciones justas, pero yo creo que, precisamente por el momento en el que tomamos la decisión, no pudo ser.
El Partido Popular lo utilizó como herramienta de agitación política. Nosotros, al final, después de plantear varias posibilidades, tomamos la decisión de crear un Comité de Expertos que examinara todos los documentos que había en Salamanca y que tomara una decisión sobre lo que se debería devolver y lo que debería permanecer. Pero se celebraron las elecciones, las perdimos, el PP cambió la comisión… Hoy existe una llamada Comisión por la Dignidad en la que todavía se reclama la decisión que ha tomado el Gobierno del PP. El PP no sólo frenó nuestra iniciativa, sino que sus últimas decisiones han provocado el rechazo de la Comisión por la Dignidad, porque el PP ha ignorado, entre otras, la opinión de los expertos.
En aquel momento, el tema del traslado parcial de los archivos a Cataluña fue uno de los temas en los que sentimos muy vivamente la crispación. También, cuando se incendió el Liceo de Barcelona. Y porque fui allí, decían que la ministra se preocupaba por el Liceo y no por las catedrales, pero yo sí había visitado las catedrales. O sea, padecimos la utilización política de los temas culturales. Nosotros siempre decíamos que la cultura no debía ser un arma arrojadiza… Para paliar esta campaña, tuvimos que hacer un acto… conciliador; algo que, por otra parte, fue muy hermoso: hablamos tanto con Pujol como con Lucas y conseguimos celebrar en la catedral de Burgos un concierto, la décima de Beethoven, interpretado por la Orquesta y el Coro del Liceo de Barcelona… Y acudieron todos, Pujol, la Reina… Fue un acto representativo, o simbólico, de lo absurdo que era buscar enfrentamientos. Ésa fue mi actitud durante todo el tiempo que estuve al frente del Ministerio.
SOLUCIONES PARA UNA CRISIS INTERMINABLE
Yo creía que era muy importante estar con la gente, escucharla, estar en los lugares donde se produce y donde se difunde la cultura, y tener muchas reuniones, pero, sobre todo, ir frecuentemente a los lugares donde se «hace» cultura. También conseguí que Felipe González fuera el primer presidente de Gobierno que presidiera el Patronato del Museo del Prado, precisamente para el inicio de la ampliación del museo; también fuimos al Museo Reina Sofía el día que adquirimos unos fondos del despacho de Buñuel, vimos el Gernika, al que ya le habíamos quitado el cristal, el vinilo protector… Yo creía que, sobre todo, era importante mostrar sensibilidad, preocupación, y ser solidaria; creo que eso también es muy importante cuando se está en el Gobierno. Hay que estar presente con la mejor de tus sonrisas.
Más tarde vinieron épocas muy difíciles, hubo momentos trágicos, por ejemplo, cuando mataron a Francisco Tomás y Valiente, que había sido una de las personas a las que yo había consultado el tema de los archivos de Salamanca…
Aprobamos el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual. Tuvimos que trabajar y forcejear mucho con muchos colectivos, intentando buscar la mejor solución… Fue muy difícil. Yo creo que de ahí también que todos los miembros del Gobierno estuviéramos muy cohesionados.
En aquellos momentos, nadie creía mucho en el cine español. Con Fernando Rey, que era presidente de la Academia, con Paco Rabal y otros grupos de gentes hicimos varios actos de apoyo al cine español y al europeo; actos en contra de la consideración del cine como una mercancía, en defensa de su vertiente cultural… A partir de ese momento, empezó a generarse la convicción de que, realmente, había que apoyar al cine español, y ésa fue una apuesta en la que me sentí muy cómplice con la gente del mundo de la cinematografía. Había que defender el cine español. Las resistencias eran tan grandes que el único día que ha habido en este país un cierre de cines —no fue una huelga, porque el cierre no lo promovían los trabajadores— fue, precisamente, en contestación a las medidas que luego se convirtieron en la Ley de Fomento de la Cinematografía. Toda la oposición apoyó ese proyecto, excepto el PP, que ahí se quedó solo. Hubo lock out porque en el mundo de la cinematografía, las distribuidoras, las majors americanas, tienen mucha influencia sobre la exhibición y ejercieron de ese modo su presión. Fue un día muy extraño para la gente…, todas las ciudades sin cine, sin los luminosos, era muy espectacular. Tuve, entonces, conversaciones con los representantes de las majors, con Jacques Valenti, para que la presión disminuyera. Ellos rechazaban que se mantuvieran las licencias de doblaje y las cuotas de pantalla, mecanismos que nosotros considerábamos fundamentales para defender la cinematografía española. Los del PP estaban de acuerdo con las majors norteamericanas: decían que las licencias y las cuotas eran medidas proteccionistas y que, en la época que vivíamos, no tenían sentido las medidas proteccionistas. Nosotros insistíamos en que eran medidas de fomento del cine español y del cine europeo, porque, sin esas medidas, las posibilidades de desaparición del cine europeo eran importantes. Además de la presión y la potencia de la industria cinematográfica norteamericana —en fin, a todos nos encanta el buen cine norteamericano y bebe a su vez en las culturas europeas—, si no manteníamos, por un período determinado, las cuotas de pantalla, los exhibidores podrían llegar a programar siempre cine norteamericano, presionados por las grandes distribuidoras, por las majors americanas. Y, entonces, el cine español y el europeo hubieran visto muy reducidas sus posibilidades de exhibición, limitadas a un porcentaje bajísimo de pantalla. Ése era nuestro argumento. Pero el Partido Popular respondía que esas medidas eran propias de países como Ruanda…, cosas de ese estilo. Fue una batalla muy interesante, y la ganamos. Hubo un momento de florecimiento del cine español, simplemente porque nosotros estuvimos en sintonía con la Unión Europea, y apoyamos lo que creíamos que debíamos apoyar. Ahora bien, si el talento no hubiera existido, por más que nosotros hubiéramos apoyado… Realmente, fueron unos años estupendos para la cinematografía española.
Cuando llegó Miguel Ángel Cortés —con el Gobierno del PP—, dijo que los trece años de Gobierno socialista habían sido los peores años para el cine español. Por supuesto, todo el mundo se le echó encima.
En algunas áreas, realmente sí se han visto afectos y desafectos… La «ley Miró», de política cinematográfica, fue muy acertada, pero nosotros pensábamos que el mundo audiovisual es un mundo muy cambiante, y que, por tanto, hay que ir adaptando la legislación a las nuevas necesidades de cada momento. Y, por eso, aprobamos aquella Ley de Fomento de la Cinematografía. Sí, fue un momento muy interesante.
CON PEDRO SOLBES
Se aprobó la Ley de Mecenazgo con la colaboración del Ministerio de Economía. Se pretendía fomentar que determinadas inversiones en cultura tuvieran una desgravación fiscal; a la gente del mundo de la cultura nos hubiera gustado que los topes fueran superiores, pero, en fin, era un primer paso importante.
Tuve mis peleas con Solbes a cuenta de esta ley. Yo decía: «Vamos a ver: si fulanito de tal dona un cuadro para el Museo Reina Sofía, habrá que favorecerlo de algún modo, con desgravaciones o…». Y la pelea era siempre por el quantum, porque él, naturalmente, apostaba por el criterio de la «caja única»: todo el mundo debe ingresar y el Gobierno repartirá de acuerdo con las necesidades… Y yo, siempre contraargumentando, poniendo como ejemplo a Francia —no en la cuestión de la descentralización, porque los galos son muy centralistas— y explicando que su modo de inversión en cultura es el de un país admirable. La ley pretendía incentivar la inversión en cultura por parte de las instituciones privadas y que ello les permitiera desgravar. Creo que es razonable. Finalmente, la Ley de Mecenazgo se aprobó, aunque me habría gustado que hubiera sido con un porcentaje mayor a favor de la cultura.
Estoy hablando de la tensión que siempre existía con el ministro de Economía y que nos afectaba a todos los demás; nos hacía temblar y ante él esgrimíamos todo tipo de argumentos. Todo debía ser superrazonado y, al final, el ministro decía: «Yo no puedo más. Con este dinero… ¡es imposible!».
La verdad es que Felipe siempre me ayudaba. También creo que el presidente pensaba que nuestra tarea era importante. Realmente, en cultura, se hizo muchísimo en este país. Siempre se hacen las evaluaciones de los kilómetros de autopista que se han construido, lo que se ha hecho en educación… pero lo que se ha hecho en cultura, en este país, ha sido absolutamente maravilloso. Ahora ya lo damos por hecho, como ya se han logrado los objetivos, parece que las conquistas son automáticas y que habrían llegado con cualquiera que hubiera gobernado. Y eso no es cierto: yo creo que el ideario y la convicción y el entusiasmo es importante. Es determinante.
A mí me hubiera gustado haber dejado en una fase más avanzada la ampliación del Prado, porque los trabajos han sido lentísimos —están siéndolo—; me hubiera gustado inaugurar el [Teatro] Real, inaugurarlo como correspondía, con una ópera que hubiera dado la posibilidad de que se apreciara, como se está apreciando ahora, la capacidad de ese teatro. La gente criticaba la remodelación del Teatro Real por la inversión que se había hecho en él, pero no hubo ningún despilfarro, para nada. Yo siempre decía: «El día que se termine y se ponga en funcionamiento, todo el mundo se va a sentir orgulloso de este teatro». Y así ha sido: es una maravilla.
Pero siempre había algo que impedía que los mensajes llegaran. Presenté un proyecto en el Senado para desentrañar y clarificar la titularidad y la gestión de los museos que hay en España. (Hay museos de titularidad estatal y de gestión autonómica). Me hubiera gustado ordenar un poco ese campo y desarrollar una especie de programación general… Sin dirigismo, por supuesto… Ése es otro tema: a nosotros siempre se nos ha acusado de dirigistas y yo creo que no es cierto. Una cosa es hacer política cultural en serio, y otra, hacer dirigismo cultural. Ahora, podemos comprobar cómo desarrollan su política cultural los dirigentes del Partido Popular, tan liberales: resulta que son más dirigistas que nadie.
En las elecciones de 1996 se redactó un manifiesto, por parte de intelectuales y de la gente de la cultura, de apoyo a Felipe González. Pienso que lo que llevaba implícito aquel pronunciamiento era que Felipe seguía siendo un referente de credibilidad esencial del proyecto socialista. Yo creo que el mundo de la cultura había detectado, además, signos de cambio; creo que habían percibido que aquello que Felipe había prometido, en cierta medida, se había puesto en marcha. Muchas personas también agradecían el cambio de actitud general hacia el mundo de la cultura.
LA LEY DE MURPHY
Yo creo que se «demonizó» a los independientes sin ningún sentido, porque la mayoría de nosotros se comportó solidariamente. Lo puedo decir de Ángeles Amador, que era una ministra independiente como yo, de Javier Gómez Navarro, de Cristina Alberdi —no sé si Cristina se afilió estando en el Gobierno—… Lo cierto es que, independientes, éramos muchos, y creo que nos comportamos solidariamente.
Sobre Juan Alberto Belloch… Yo no sé… Belloch insistía en que estaba claro por qué estaba en el Gobierno y, de hecho, era ministro de Justicia y luego lo nombraron ministro de Interior, o sea que… Yo, además, siempre decía que «el que la lleva, la entiende». Felipe era el que tenía todo en la cabeza y el que sabía lo que estaba haciendo. También ocurrió lo de Garzón, lo de Ventura Pérez Mariño… Es decir, también es verdad que hubo algunos independientes que, en un momento determinado, dijeron: «Hasta aquí hemos llegado». Y yo pienso que también hay que valorar lo que asumes cuando dices «sí». Nosotras éramos la «Triple A»: Amador, Alberdi y Alborch. Especialmente con Amador, yo tenía mucha complicidad… Recuerdo el día que se levantó Antonio Asunción y, de broma, le dijimos: «¡Huy, a ver si se ha escapado Roldán!». Porque todo parecía desarrollarse según la ley de Murphy… Y, efectivamente, se había escapado Roldán. También recuerdo que, estando yo de viaje en Argentina —el motivo eran ciertos programas de intercambios culturales—, el embajador estaba espantado: cada vez que recibía un fax, venía y me contaba una nueva historia. Y me decía: «¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?». Fue la época en la que se destaparon todos aquellos casos…, lo de Mariano Rubio, lo de Roldán… Fue muy duro.
Y, luego, en el Congreso: «¡Váyase, señor González!». En vivo y en directo. ¿Cómo se atreve Aznar a hablar de lealtad, cuando él hizo la oposición que hizo? ¿Cómo se atreve a hablar?
Un día concreto: Narcís Serra había intervenido en el Congreso de los Diputados. Yo había estado en una reunión del Consejo de Ministros de la Unión Europea y llegué a última hora. Ángeles Amador me decía: «No sabes lo que ha sido esto… No lo sabes». Porque el Partido Popular actuaba con una agresividad intolerable. Tuvimos que sufrir situaciones dramáticas y yo creo que —ahí están las pruebas— la mayoría de los independientes fuimos muy leales.
INVERTIR EN LIBERTAD
He hablado de mi período en el Ministerio de Cultura, pero creo que esa época engloba también las anteriores. Porque durante los trece años de Gobierno socialista existió una misma visión de la cultura, entendida como derecho al que tienen que tener acceso los ciudadanos y las ciudadanas, con la creación de infraestructuras, con el apoyo a los creadores, etcétera. Todo eso forma parte de nuestro programa y es por lo que nos preocupamos fundamentalmente. También apostamos por el apoyo a las industrias culturales, la proyección de la cultura española en el exterior, los lazos con Latinoamérica… Es un conglomerado que forma parte de una tradición socialista —si se puede hablar de tradición en un período tan corto—, de nuestro compromiso y nuestra manera de hacer.
El punto de referencia que ha singularizado la política cultural de los socialistas ha sido, sobre todo, la idea de la igualdad, que todo el mundo tuviera derecho al uso y disfrute de los bienes culturales. Se realizaron obras emblemáticas, pero si se visitan las Autonomías, puede comprobarse cómo se ha rehabilitado un archivo, cómo se ha creado un museo nuevo, cómo se ha reacondicionado un museo de bellas artes, cómo se ha creado una biblioteca, cómo han ido conformándose en cada una de las autonomías los auditorios y las orquestas sinfónicas… Se descentralizó, realmente, y, por tanto, se enriqueció muchísimo el entramado cultural.
También hemos conseguido otros logros muy interesantes: la Red de Teatros. Se llegó a un acuerdo con el Ministerio que ahora se llama de Fomento, pero que antes era de Comunicaciones: parte del uno por ciento cultural que se destinaba a obras públicas, se destinó a la rehabilitación de teatros, sobre todo, del siglo XIX, que eran muy hermosos. De modo que también se creó esa Red de Teatros, que ha servido, al mismo tiempo, para recuperar una memoria histórica, mantenerla y darle contenido.
El proyecto socialista, en la política cultural, invirtió en libertad.
Yo creo que era obligatorio: si eres una persona de izquierdas, no dogmática, no puedes dejar de fomentar la libertad y ello tiene mucho que ver con el respeto y con la dignidad de las personas. Y no puedes pensar que esa inversión en libertad puede alimentar el espíritu crítico y puede volverse en contra tuya. Efectivamente, puede ocurrir, puede volverse en contra tuya en un momento determinado, porque tal vez estés contraviniendo esas capacidades, del mismo modo que las has estado propiciando. Pero ése es un problema de coherencia: tal vez no se están siguiendo los propios principios y, entonces, esa actitud crítica se puede volver en contra. En ocasiones no se trata de una actitud crítica, sino de puro hipercriticismo, u otra serie de componentes; en cualquier caso, siempre es posible que se produzca el rechazo…
Aquel Gobierno tuvo que sufrir una situación muy dura. Pero yo creo que pude mantener una cierta complicidad con el mundo intelectual y con el mundo de la cultura. De alguna manera, creo que eso fue así porque yo venía de ese mundo, no era una política profesional. Me parece que la política es un oficio dignísimo. No estoy menospreciando a los políticos, en absoluto, porque me estaría menospreciando a mí misma, pero sí es verdad que existe una valoración, y en aquellos momentos muy agudizada, no favorable a la actividad de los políticos. En mi caso, además, pudo haber más acercamiento y más complicidad porque yo llegué al Ministerio después de ser directora de un museo pionero en España; antes había sido directora general de Cultura y siempre me había dedicado al mundo cultural. Y creo que conseguí mantener esos niveles de complicidad aportando mucha dosis de respeto, escuchando, sin tratar de mantener una posición de rechazo.
Hablamos mucho del diálogo, pero muchas veces tenemos tendencia a pronunciar nuestro discurso sin escuchar al otro. En aquellos momentos, era necesario lo contrario: había que atender a las críticas, escucharlas y dar explicaciones, contestar que tú creías que, de todas maneras, valía la pena el intentar sumarte a los esfuerzos. Era muy importante el respeto y no manipular acciones; porque, si hay algo que a las personas del mundo de la cultura les produce rechazo, sobre todo en determinados momentos, es sentir que los quieres utilizar. Y, en aquellos momentos, había que mostrarse con una delicadeza especial.
Yo viví aquella experiencia como un juego de equilibrios. Por un lado, avalaba a un Gobierno que sufría acusaciones muy graves; por el otro, intentaba conciliar esta situación mediante un diálogo con el mundo intelectual.
Podía comprobarse que la presión externa, la oposición que hacía el PP y algunas actitudes de Izquierda Unida eran tremendamente injustas. Eso contribuía a que una se reforzara en la idea de que también estaba en la mejor de las posiciones. Al menos, te daba fuerza y propiciaba la cohesión. Porque el acoso era tan desproporcionado y tan injusto, muchas veces, y tan arrasador, y tan… Luego se olvidaron de esas varas de medir. El PP fue con nosotros superexigente en todo —aunque también creo que con los políticos siempre hay que ser muy exigente—, pero ahora resulta que los Gobiernos del PP tienen una especie de relax…
Hablo de todo ello retrospectivamente, porque yo creo que aquella situación que vivimos nos dio mucha cohesión y mucha fuerza. Sobre todo, el liderazgo de Felipe fue muy importante. Sabíamos que, seguramente, todo habría sido distinto. Y sabíamos que teníamos que ser solidarios. Y que esa solidaridad consistía en aguantar…, pero no en decir que todo lo que se hizo, en algunas etapas, se hizo bien.