(Secretario Federal de Política Económica en la CEF, 1984 - 1987; Responsable de Estudios y Programas de la Ejecutiva Federal y Responsable de Administración)
Lo que costó cambiar el Estado
La capacidad de la sociedad española para abrir un camino de participación política eficaz fue uno de los elementos más originales del proceso de transición a la democracia que se produjeron tras la muerte del general Franco. Ese camino, desde el primer momento, fue impulsado por el cambio social, cuya intensidad y empuje fue tal que llegó a cristalizar en un profundo cambio político. Cierto y verdad que el ritmo de estos cambios no fue similar, ni en todos los períodos ni en todas las cuestiones que entonces se planteaban. Hacer una nómina de los problemas pendientes que nos atenazaban a la salida de la dictadura es sencillo: la consolidación de la democracia, la supeditación del poder militar al poder civil, la forma del Estado, la separación de la Iglesia y el Estado, la cuestión social, la cuestión regional…
Es igualmente posible diferenciar los momentos en los que la conducción política corrió a cargo de UCD de aquellos otros que estuvieron impulsados por el PSOE. Valga para ello decir que, en la etapa que arranca en 1982 y que llega hasta 1996, un factor adquirió gran aceleración: el cambio. La fecundidad del mismo hizo que toda esta etapa estuviera enteramente dominada por este singular proceso de transformación, que afectó a amplios aspectos sociales, económicos e institucionales, entre los que estaba la propia estructura del Estado.
Centrando el análisis en lo relativo a la organización territorial del Estado, es preciso señalar que la Constitución de 1978 introdujo una fórmula de descentralización política innovadora que permitió el acuerdo entre los partidarios del Estado unitario y los que reivindicaban un Estado español plurinacional. Producto de ese acuerdo fue que todo el territorio español se organizó en Comunidades Autónomas, a las que más adelante se añadirían las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. No todas dispusieron de igual nivel de competencias, aunque la recepción de éstas fue bastante homogénea, sobre todo después de la Ley Orgánica de Transferencias a las Comunidades Autónomas, y de las posteriores reformas estatutarias.
La regulación de esta autonomía política se llevó a cabo a través de los Estatutos de Autonomía, que no son sino leyes emanadas del Poder Legislativo nacional, pero que poseían y poseen un estatus peculiar. Dentro de los mismos, se regulan las instituciones de autogobierno y se especifican las competencias asumidas en cada territorio. A través de ellos, todas las Autonomías empiezan a disponer de instituciones propias, Ejecutivo, Legislativo y Administración Autonómica, para gestionar desde ellas un conjunto de materias. La base para la distribución de competencias está en los artículos 148 y 149 de la Constitución, que establecen cuáles son aquellas que pueden asumir las Comunidades y cuáles otras son consideradas como exclusivas del Estado. Sin embargo, las Comunidades tienen la posibilidad de ampliar sus competencias en materias no recogidas expresamente en dichos artículos recurriendo para ello a la reforma de sus Estatutos y, además, cuando se incidiera en materias atribuidas al propio Estado, también se podría efectuar otro tipo de asignación, si bien habría de hacerse por delegación de éste.
Aparte de las enunciadas más arriba, existen también competencias compartidas en las que caben formas diversas de colaboración entre el Estado y las Comunidades, en cuanto a la legislación y ejecución. Por todo ello, es posible hablar de una Constitución compleja apoyada en normas constitucionales y en Estatutos de Autonomía, que, vistos ambos bloques conjuntamente, responden a igual calificación. En el entramado de uno y otro es donde se perfila verdaderamente la distribución del poder territorial dentro del Estado español.
Desde la perspectiva política puede afirmarse que la Constitución de 1978 suponía la apuesta más abierta y profunda de todas cuantas se intentaron en España a lo largo de los últimos doscientos años, con el fin de abordar el difícil problema de nuestra organización territorial. La Carta Magna proyectaba que se alcanzara un altísimo nivel de autogobierno, donde se compatibilizaran los principios de unidad, autonomía y solidaridad, eso sí, dentro de una única soberanía: la del pueblo español. Para ello, permitía a todas las Comunidades que dirigieran las políticas más importantes y los servicios básicos que afectaban a los ciudadanos. La educación, la sanidad, la vivienda, la cultura o las infraestructuras podían gestionarse desde una estructura institucional nueva y distinta a la existente hasta entonces: un Gobierno emanado de una Asamblea Legislativa elegida en una consulta directa en cada Comunidad Autónoma.
El Estado que puede surgir de la Constitución de 1978 es un Estado funcionalmente federal, cuya culminación conlleva una metamorfosis a través de la cual se transfieren a los nuevos poderes una gama amplia de competencias junto con los elementos y los recursos necesarios para desempeñarlas. Pero el empuje no quedaba ahí, puesto que, a la vez que se construía la periferia, resultaba imprescindible recomponer el centro, o lo que es lo mismo, un buen número de servicios de la Administración Pública y de otras muchas instituciones vinculadas a ella, donde resultaba necesario adaptarlas a las características de publicidad, igualdad de derechos, servicio y eficacia requeridas, todas ellas, en los principios reguladores de la propia Constitución.
Un último —y esencial— elemento de anclaje había de establecerse: la creación de instituciones de colaboración y cooperación entre el Estado y las Comunidades para, desde ellas, poder coordinar competencias tan esenciales como la seguridad, la protección, la salud o la educación. Si ése era el andamiaje vertebrador de la Constitución de 1978, ¿qué existía del mismo cuando los socialistas llegaron al Gobierno de España en diciembre de 1982?
Muy pocos de los elementos a los que he venido haciendo referencia estaban funcionando. No estaba definido ni el mapa autonómico, ni precisado suficientemente el ámbito competencial, ni regulados todos los instrumentos del sistema de financiación autonómica, ni perfiladas las reglas del juego político y económico. Por tanto, la construcción del edificio que se levanta a partir de la Constitución de 1978 corre a cargo del PSOE. Es éste un dato que se ajusta claramente a la realidad, ya que, cuando los socialistas llegaron al poder en 1982, poco era lo construido. No obstante, quince años después, cuando pasaron a la oposición, había en España otro Estado. A partir de esta enorme transformación, efectuada por el socialismo democrático, cabe preguntarse: ¿cómo fue posible que en un Estado de dura tradición centralista, en poco tiempo, se haya sido capaz de poner en marcha diecisiete organizaciones políticas territoriales dotadas de autonomía? Veamos algunos elementos de partida y pensemos sobre lo hecho, aunque sólo sea para ser capaces de preguntarnos a nosotros mismos si creíamos en 1978 que llegaríamos tan lejos o si, por el contrario, considerábamos que nos detendríamos mucho antes.
Comenzaré recordando que se aprobaron seis Estatutos de Autonomía durante 1981 (País Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, Asturias y Cantabria), siete en 1982 (La Rioja, Murcia, Valencia, Aragón, Castilla-La Mancha, Canarias y Navarra) y los cuatro últimos lo fueron en 1983 (Extremadura, Baleares, Madrid y Castilla y León). El cierre del mapa autonómico, junto con su correspondiente diseño de competencias, se llevó a cabo desde un Gobierno socialista. A partir de la puesta en funcionamiento de los Estatutos, se inicia la transformación del Estado y, naturalmente, emergen los problemas que este proceso desencadena. Piénsese que, cuando se parte de la existencia de un Estado fuertemente centralizado, el propósito de conseguir otro basado en poderosas autonomías territoriales requiere que exista una efectiva dirección política del proceso. De no ser así, una actuación apoyada en un puro golpe de pacto y negociación, en el que la mayoría de las veces se actúa sin una visión precisa del conjunto y sin una previsión exacta de las metas, por mucho esfuerzo que se ponga en el empeño, resulta aventurado esperar el éxito. Dicho más claramente: en ausencia de una dirección política efectiva, con un procedimiento como el señalado, se corre el riesgo de que el elemento director del proceso, las transferencias de servicios, pase a depender más de la habilidad de los negociadores que de la aplicación estricta de las reglas de distribución de competencias; los Ministerios pueden intentar retener más de lo que deben; los recursos —personales, patrimoniales y financieros— pueden distribuirse inequitativamente; algunos cuerpos funcionariales que dominan parcelas enteras de la organización pueden resistirse a la operación y lograr evitarla. En definitiva, nada es ajeno a que la Administración estatal no acierte a hacer un diseño previo de sus propias necesidades, y la articulación de las competencias estatales y las de las Comunidades Autónomas no llegue a hacerse efectiva. Por todo ello, es posible acabar en un punto en el que la adecuación administrativa se aplaza continuamente y la inseguridad jurídica se vuelve notoria.
Aceptada la existencia de estas anomalías, para poder superarlas resultaba imprescindible que se programaran y dirigieran con todo rigor las transferencias de servicios a favor de las Comunidades Autónomas, que, como se ha dicho, son la piedra de toque, tanto de la construcción de la Autonomía como de la reforma de lo que queda en la Administración del Estado Central. Este trabajo de programación y dirección, insisto, era imprescindible, aunque sólo fuera porque los ciudadanos, como destinatarios de los servicios, tienen derecho a que el proceso se culmine sin que se interrumpa ni degrade su prestación. Había que evitar que las Comunidades Autónomas, cuando recibían los traspasos, tuvieran que soportar el lastre, las distorsiones y la carga de irracionalidad que entonces padecía la organización de los servicios en las Administraciones del Estado. Además, debía actuarse para impedir que las transferencias se refirieran tan sólo a competencias específicas de un Ministerio concreto, procurando, por el contrario, que comprendiera bloques materiales completos, con sustantividad y organicidad suficientes como para permitir una organización y gestión eficaces. Por lo tanto, se trataba de una extraordinaria operación política que afectaría a las estructuras del Estado y, para que fuera eficaz, debía apoyarse en actuaciones micropolíticas. Por ello, únicamente si se lograba partir de una concepción de las transferencias como la referida, donde hubiere, además, la cadencia y el compás debidos, podría conseguirse que no se complicara más la organización administrativa y que, en su lugar, se clarificara. Esa operación de microcirugía política tenía exigencias inexcusables. Los decretos de transferencia debían contener una perfecta identificación de los servicios que se traspasaban a las Comunidades Autónomas, así como de las facultades o competencias concretas que éstas tendrían que ejercer, las que el Estado se reservara y las que iban a ejercitarse conjuntamente; además, debía concretarse la relación de medios personales y materiales adscritos directamente a los servicios transferidos y la valoración detallada del coste efectivo de los mismos, así como la identificación de los créditos presupuestarios correspondientes a los servicios que se transferían.
Pero el proceso no terminaba ahí, puesto que, una vez superadas las dificultades administrativas, más temprano que tarde, se iba a tropezar con los problemas de financiación autonómica —que tampoco estaban totalmente resueltos en 1982—. Se habían dado importantes avances, pero no estaban ni diseñadas ni delimitadas todas las piezas del sistema que había que establecer para financiar un número abundantísimo de traspasos. Sólo se había aprobado y promulgado la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas y una comisión de expertos había emitido un informe sobre cómo debía desarrollarse la misma. Por lógicas motivaciones políticas, además, se había aprobado el Concierto Económico para la Comunidad Autónoma del País Vasco y la Ley de Cesión de Tributos a la Comunidad de Cataluña. Pero faltaban las leyes de cesión a las restantes Comunidades Autónomas que se ajustaban al régimen común y la Ley del Fondo de Compensación Interterritorial, exponente constitucional del equilibrio territorial.
Siendo muy importante el despliegue normativo, un sistema como el que se estaba desarrollando pasaba por múltiples acuerdos entre el poder central y cada uno de los poderes periféricos, acuerdos que no siempre se alcanzaban con facilidad y de cuya consistencia dependería la viabilidad y la sostenibilidad global del edificio que se estaba levantando. Acuerdos que deberían ser aceptados por todos. En el logro de los mismos, jugó un papel destacado el Consejo de Política Fiscal y Financiera, una especie de conferencia sectorial altamente especializada, creada en la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), con presencia del Gobierno de España y todos los Gobiernos de las Comunidades Autónomas. En él se alcanzaron diversos arreglos que afectaban a la búsqueda de métodos de cálculo de los costes de servicios transferidos, se pusieron en práctica una serie de medidas para el paso de un sistema, que se denominaba provisional o transitorio, hacia otro con mayor vocación de permanencia, se analizaron y adecuaron los diferentes niveles competenciales entre Comunidades y se adoptaron los procedimientos que elevaron a las Cortes Generales los porcentajes de participación de las Comunidades en los ingresos del Estado.
A fin de cuentas, se partía de un hecho: el Estado debía proporcionar a las Comunidades Autónomas, como financiación incondicional, unas cantidades que habían de permitir a éstas prestar los servicios transferidos y cubrir adecuadamente los costes de los mismos. Así, mientras en el período transitorio el criterio básico era el de garantía del «coste efectivo del servicio», en el sistema definitivo se trató de establecer un reparto de recursos totales en función de las variables socioeconómicas recogidas en el artículo 13 de la LOFCA, cuya ponderación también se ha ido ajustando para acercarla a las realidades socioeconómicas que presentan las diferentes Comunidades Autónomas y a las demandas y necesidades manifestadas por éstas. Pues bien, en un sistema como el que se va detallando, surgen en ocasiones tensiones y conflictos que hay que saber asimilar y resolver. Esto ocurrió cuando se procedió a valorar las competencias transferidas en un contexto donde las resistencias endógenas de la Administración Central se unieron a las crecientes dificultades económicas vividas en España en los primeros años de los ochenta. Los puntos de vista dispares ocasionaron una ralentización del proceso de traspaso, en el que abundaban en demasía las valoraciones provisionales, carentes de aceptación mutua y apoyadas en ocasiones en asimetrías de origen político que no resultaba sencillo ni evitar ni corregir.
A la vista de esta situación, con la llegada al Gobierno del PSOE, lo primero que se hizo fue proceder a desatascar los traspasos de competencias que habían de efectuarse a las diferentes Comunidades Autónomas. Este proceso se hizo de manera simultánea y global, lográndose que su materialización se alcanzara de forma progresiva. Que se admitiera que, aun siendo rápida, la construcción del Estado Autonómico y la descentralización durarían más tiempo del pensado. El rigor con el que se actuó permitió articular múltiples objetivos. Los servicios debían dotarse bien, lo que equivalía a que un volumen significativo del gasto público pasase a decidirse y a ejecutarse en las administraciones territoriales recientemente constituidas. Las Comisiones Mixtas de Transferencias, la Comisión de Valoración, donde la hubo, y la Comisión Delegada de Asuntos Autonómicos fueron las encargadas de que ello se consiguiera. No obstante, es preciso saber que, de un lado, se veía cómo, a medida que se desenvolvía el entramado que llevaba incorporado la Constitución de 1978, se podía encajar una parte considerable de los problemas de pluralismo y de diversidad política existentes en España. Pero, a la vez, se observaba cómo el viejo Estado heredado del centralismo carecía de muchos elementos capaces de garantizar la habitabilidad política. Y cómo muchos españoles, en distintos lugares, padecían esa disfunción. Quienes actuaban desde distintos lados de las mesas de negociación percibieron estos dos problemas, lo que sirvió para que todos ellos se percataran de que se estaba avanzando en un proceso que modificaba los esquemas económicos, administrativos y políticos que habían existido hasta entonces.
El proceso de construcción del Estado Autonómico, a partir de 1982, se pudo llevar a cabo sin que se desencadenaran graves desequilibrios económicos. La unidad del mercado se mantuvo, ya que los mecanismos permanentes de negociación entre los responsables de los diferentes gobiernos evitaron que surgieran espacios cerrados al desenvolvimiento de las tareas productivas. Pero, junto a esta colaboración, se consiguió algo más. La devolución de competencias a las Comunidades se hizo evitando que el gasto público experimentara una expansión incontrolada. A ello contribuyó grandemente el que la actuación fuera transparente, ya que aquellos recursos que se «daban de alta» en la Comunidad Autónoma causaban baja en los Presupuestos de la Administración Central. Describir esta tarea va más allá del objetivo que se pretende en estas páginas, por lo que no voy a detallarla de manera específica. Pero renunciar a ello no implica que ignore las dificultades con las que se tropezó y la agudeza con la que se actuó para sortearlas. Piénsese que los sistemas de contabilidad pública existentes carecían, entonces, de una contabilidad de costes en los servicios públicos. Pese a ello, se pudieron levantar, establecer y desarrollar criterios homogéneos de valoración de los servicios que, desde la Administración Central, fueron transferidos a las distintas Comunidades. En el ámbito de la financiación autonómica, hubo que adoptar una definición estratégica: ¿se quería un único sistema tributario o, por el contrario, se optaba por que existieran varios? La respuesta fue, una vez más, la más racional. Se consolidó un único sistema fiscal, procediéndose a una gestión profesionalizada del mismo que permitiera un reparto de los recursos que generaba. Esta opción fue de una extraordinaria importancia, puesto que afianzó las características que se han expuesto anteriormente, no expandió el gasto público y, a la vez, no rompió la unidad del mercado. Pero estableció otra exigencia más, aunque ésta fuera para la Hacienda Pública. Había que luchar para que hubiera mayor solidaridad en la sociedad, traduciéndose ésta en que no surgieran diferencias entre los españoles motivadas por el lugar donde se vivía o donde se había nacido. Para conseguirla, se pusieron en marcha importantes mecanismos de transferencias desde la Hacienda Central a las Haciendas Autonómicas, con el propósito de que éstas alcanzaran niveles de recursos suficientes que proporcionaran de manera similar los servicios públicos y las inversiones a todos los ciudadanos. Este compromiso entre autonomía y solidaridad fue, desde el primer momento, una pieza clave en la tarea transformadora de los socialistas, que, visto ahora con perspectiva histórica, puede decirse que se alcanzó de manera bastante satisfactoria. Gracias a él, el atraso secular de muchas Comunidades Autónomas fue, paulatinamente, siendo un recuerdo del pasado.
El resultado final puede explicarse sin ambages: las Comunidades Autónomas dispusieron de recursos con los que desarrollar las competencias transferidas y también aquellas otras que en el libre ejercicio de su capacidad política quisieran impulsar. España avanzó por la vía del desarrollo y de la igualdad de manera muy rápida, con la complacencia de la gran mayoría de los españoles.
En un espacio de tiempo históricamente corto surgió un nivel intermedio de gobierno, cuya funcionalidad se ha visto corroborada de manera muy positiva, ya que no sólo, valga la redundancia, ha funcionado bien, sino que ha sido capaz de sacar a la luz pública y de potenciar las posibilidades existentes en los lugares más recónditos y diversos de la geografía española. Cuando el período de Gobierno del PSOE finalizó, la estructura administrativa había experimentado un cambio de tal naturaleza que, para visualizarlo, bastan unos datos bien simples. Más de 670.000 empleados públicos prestaban sus servicios en las Comunidades Autónomas, que, en 1997, movilizaban recursos corrientes, propios, cedidos, transferidos, compartidos o convenidos con las otras Administraciones Centrales españolas o procedentes de la Unión Europea, en una cuantía superior a ocho billones de pesetas. Uno de cada tres empleados públicos prestaba sus servicios en las Comunidades Autónomas, que, en esa misma fecha, manejaban más de una de cada cuatro pesetas de las utilizadas por las Administraciones Públicas.
Poner de relieve estos datos tiene importancia, pero la adquiere en mayor medida cuando se toma en consideración el hecho de que el proceso de construcción del Estado de las Autonomías hizo que España se transformara en uno de los Estados con mayor descentralización política y administrativa de todos cuantos existen, y que esta experiencia se llevó a término tan sólo en dos décadas, en las dos últimas del siglo XX. El esfuerzo fue formidable y genuino, levantándose entre nosotros, y gracias a él, una nueva arquitectura política que hoy en día es irreversible.