(Ministro de la Presidencia y Secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, 1986 - 1993)
El liderazgo del Gobierno
Si la opción por la Monarquía Parlamentaria (art. 1.º CE) ha permitido que ambas instituciones —Corona y Parlamento— hayan desempeñado la histórica función de integrar la pluralidad de España, sólo un Gobierno que contara con los instrumentos precisos para liderar el difícil proceso de transición a la democracia podía garantizar la articulación correcta de democracia y gobernabilidad. Se trataba, pues, de armonizar un Parlamento que representara la pluralidad ideológica con un Gobierno que recibía de aquél su legitimación, pero dotado de suficientes poderes.
De la definición constitucional de la forma política de España como Monarquía parlamentaria y de la tajante atribución a las Cortes de la función de representación del pueblo español deriva, como no puede ser de otra manera, el principio de la primacía del Parlamento. Pero el parlamentarismo por el que se optó tenía que ser compatible con un Ejecutivo estable y coherente. Lo cual implicaba optar por un parlamentarismo racionalizado que permitiera a las Cámaras constituirse en genuino y único representante de la soberanía nacional y hacer posible la constitución de Gobiernos con capacidad de dirección política. Los errores cometidos en nuestra historia constitucional nos prevenían ante los riesgos tanto del régimen de asamblea como de los gobiernos constituidos al margen de la soberanía popular. Se diseñó así todo un sistema de pesos y contrapesos entre Gobierno y Parlamento.
El Congreso de los Diputados es el representante legítimo del pueblo español y en tal condición otorga la investidura al presidente del Gobierno, que responde ante el Congreso y que puede, mediante la moción de censura, provocar su remoción y la de su Gobierno. A su vez el presidente del Gobierno nombra y separa libremente a los ministros, puede interponer recurso de inconstitucionalidad frente a las leyes que aprueben las Cámaras, o puede incluso disolver las Cámaras dando lugar a unas nuevas elecciones. La estabilidad de su posición y la de su Gobierno se ve reforzada, además, con el carácter constructivo de la moción de censura. Es una fórmula equilibrada que pretende evitar el régimen parlamentario puro al que, con razón o sin ella, se le han imputado algunos de nuestras históricas desgracias, y un presidencialismo incompatible a su vez con el mantenimiento de una Monarquía.
Ese liderazgo gubernamental se manifiesta en todos los campos de la política y por lo tanto también en el ejercicio de las competencias que tradicionalmente han constituido el dominio específico de los parlamentos: la actividad legislativa. Un repaso a la actividad legislativa de los sistemas parlamentarios pone de manifiesto que es el Ejecutivo quien desempeña a estos efectos el papel más importante. Aun cuando, en teoría, la función legislativa corresponde en exclusiva al Parlamento, en la práctica el Ejecutivo se impone a los poderes legislativos de aquél. Pues bien, los datos que siguen ponen de manifiesto esa función de liderazgo que correspondió al gobierno del PSOE:
—El 84,8 por ciento de los textos aprobados en las Cámaras han sido fruto de la iniciativa gubernamental. Este dato, ya de por sí sumamente significativo respecto a la preeminencia del Gobierno en el ejercicio de la iniciativa legislativa, no refleja exactamente la realidad. Para ello habría que tener en cuenta los decretos-ley aprobados en esa década.
—Por lo que se refiere a las proposiciones de ley, la mayoría de las 77 proposiciones de ley tomadas en consideración (de las que fueron finalmente aprobadas 59) hasta 1992 fueron de iniciativa del Grupo Socialista, en ocasiones redactados por los servicios del propio Gabinete, o tomadas en consideración con el plácet previo del Gobierno.
—La intensa participación del Gobierno en la actividad legislativa se pone de relieve igualmente en la tramitación de las propias enmiendas: las enmiendas que aceptó la mayoría fueron aquellas que contaban con la previa aprobación del Gobierno o no entraban en contradicción con la orientación política del Gabinete.
En la tensión entre Parlamento y Gobierno que caracteriza los sistemas parlamentarios, el gobierno del PSOE se manifestó, como no podía ser de otra forma en un Estado social de Derecho, como el órgano más capaz de liderar el proceso de transformación de nuestro país: la consolidación democrática, el proceso de modernización de todo nuestro aparato productivo, la inserción de España en el proyecto europeo, etcétera, han sido posibles gracias al dinamismo de unos gobiernos, elegidos y controlados por el Parlamento.
La cuestión más debatida, y más espinosa, no se centra ya en el lógico reconocimiento de esa función de liderazgo político que la Constitución atribuye al Gobierno dentro de nuestro sistema parlamentario. Lo que, a veces, se denuncia, como una mutación constitucional subrepticia, fue, sigue siendo, la deriva presidencialista de nuestro sistema parlamentario en función del creciente protagonismo que ha ido adquiriendo el órgano presidencial.
En nuestra Constitución aparecen recogidos aunque con distinta intensidad los tres principios clásicos que inspiran el funcionamiento del Gobierno en los sistemas parlamentarios: el principio de canciller, el principio de gabinete y el principio departamental.
Ciertamente la práctica de todos estos años, y en especial de las legislaturas socialistas, ha supuesto, junto al inevitable protagonismo del Ejecutivo respecto al Parlamento, un desarrollo desigual de aquellos tres principios que recoge la Constitución. Y así la práctica constitucional de estos años ha producido: un mantenimiento, e incluso potenciación, del principio departamental, un retroceso del principio de colegialidad y un reforzamiento de la tendencia al presidencialismo.
POTENCIACIÓN DEL PRINCIPIO DEPARTAMENTAL
La Constitución española reconoce la «competencia y responsabilidad directa de éstos (los ministros) en su gestión» como titulares de un departamento. Hay, pues, un fondo irrenunciable de competencias en cada ministro cuya gestión, y responsabilidad, no comparte con el Consejo de Ministros ni puede desconocer el presidente del Gobierno. A éste le corresponde la función de «coordinar» las funciones de cada ministro con las de los demás ministros y con las del Gobierno en su conjunto: pero coordinar no puede suponer desconocer aquella competencia y responsabilidad directa a que se refiere el artículo 99.2 de la Constitución.
Y así fue en la práctica lo ocurrido en aquellos años: el marcado presidencialismo del Gobierno fue compatible con el respeto de un amplísimo margen de maniobra de los ministros, que operaron con gran autonomía en la gestión de los asuntos de su departamento. La coordinación se ha realizado por el presidente (relaciones exteriores, defensa, interior y economía) delegando en el vicepresidente la función de coordinación del resto de los departamentos.
El principio departamental se respetó hasta tal punto que los ministros terminaron, en la práctica, por definir ellos en muy buena medida el programa del Gobierno. En efecto, si el programa del Gobierno lo elabora el candidato a presidente y lo vota la Cámara en el debate de investidura, este programa —que contiene forzosamente sólo las líneas generales del futuro Gobierno— fue complementado y ampliado por los ministros. Esta operación se realizó en la comparecencia, ya convertida en uso parlamentario, que realizan los ministros nada más ser nombrados para explicar las líneas políticas de la gestión que se proponen realizar, anunciando en dicha sesión los principales proyectos (normas, planes y programas) que tenían la pretensión de promocionar.
Realmente quien pretenda conocer en la práctica el programa del Gobierno socialista no puede limitarse al discurso de investidura del presidente del Gobierno sino que tiene que acudir al Diario de Sesiones de las Cámaras para examinar el programa de cada departamento. Unos datos pueden ser ilustrativos al respecto:
En la elaboración, pues, de los programas ministeriales los responsables de los departamentos gozaron de una gran autonomía que anunciaron sus compromisos —dentro del marco fijado por el discurso de investidura del presidente— sin previa autorización o consulta con el propio presidente o vicepresidente. Y lo mismo puede decirse respecto a la autonomía de la que gozaron en la ejecución del programa.
EL PRINCIPIO DE GABINETE
El Gobierno, que como hemos visto ha ido adquiriendo un evidente protagonismo en el entramado de poderes constitucionales, es el gran desconocido de la doctrina: alguno lo ha denominado un «agujero negro». En parte porque está en la naturaleza de las cosas la no publicidad de buena parte de su funcionamiento.
Se echó siempre en falta una determinación clara de la propia composición y estructura del mismo. El artículo 98 de la Constitución dice que el Gobierno se compone del presidente, de los vicepresidentes en su caso, de los ministros y de los demás miembros que establezca la ley. Una definición como ésta no podía servir para zanjar la polémica doctrinal sobre si Gobierno y Consejo de Ministros eran términos sinónimos. Es evidente que el Consejo de Ministros es el órgano del Gobierno por antonomasia y único dotado de relevancia constitucional. Pero la Constitución dejó en manos del legislador la determinación tanto de su composición como de la normativa de su funcionamiento. E igualmente es evidente que no es el Consejo de Gobierno el único órgano colegiado sino que el Gobierno se puede estructurar y se estructura en otros órganos colegiados por debajo del Consejo (comisiones delegadas, comisión de secretarios de Estado y subsecretarios, comisiones interministeriales, etcétera) que deliberan, preparan las decisiones del Consejo y, en algún caso, adoptan determinados acuerdos. Pero es evidente que, entre los órganos colegiados del Gobierno, el órgano de relevancia constitucional era el Consejo de Ministros. Fue ese órgano colegiado, Consejo de Ministros, el que, bajo la dirección del presidente ejerció funciones constitucionales de transcendencia, como dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado (art. 97), ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes (art. 97), responder solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados (art. 108), que puede exigir la responsabilidad política (art. 113), aprobar los proyectos de ley para su remisión a las Cámaras (art. 88), aprobar, en caso de extraordinaria y urgente necesidad, los decretos-ley (art. 86) o proceder a realizar los más importantes nombramientos.
Pero el Consejo de Ministros, falto de una ley reguladora de su composición y procedimientos, no fue el órgano de dirección política sino que se vio reducido en buena parte a actuar como la más alta instancia administrativa: el reforzamiento del principio de canciller y del principio departamental le condenó a una vida política lánguida.
EL REFORZAMIENTO DEL PRINCIPIO PRESIDENCIAL
No es posible desconocer que la Constitución refuerza de forma notable la posición del presidente del Gobierno. De acuerdo con el diseño constitucional el presidente del Gobierno no es un primer ministro, un primus inter pares, sino un órgano dotado de muy importantes poderes y facultades que no precisan el ejercicio colegial.
Y así, el presidente del Gobierno en España, es un órgano que en su condición de candidato elabora el programa político del Gobierno que pretenda formar (art. 99.2), recibe la confianza de la Cámara para su persona y para su programa (art. 99.3), propone al Rey el nombramiento y cese de los miembros del Gobierno (art. 100), dirige la acción del Gobierno (art. 98.2), coordina las funciones de los miembros del Gobierno (art. 98.2), puede plantear ante el Congreso de los Diputados la cuestión de confianza sobre su programa o sobre una declaración de política general (art. 112), puede proponer al Rey, previa autorización de las Cámaras, la convocatoria de un referéndum (art. 92), está legitimado para interponer recurso de inconstitucionalidad (art. 162), provoca con su cese el cese de los miembros del Gobierno (art. 101) y puede proponer la disolución de las Cámaras (art. 115).
Ejercer estas competencias no es más que cumplir con los cometidos que la Constitución le encomienda. Si ha habido —y lo ha habido— un reforzamiento del presidencialismo en la práctica de estos años, ello ha sido debido a unas circunstancias políticas determinadas, a una coyuntura muy concreta y especial que ha conocido España. La evidente tendencia al presidencialismo, que se produjo durante los gobiernos socialistas (y que ahora continúa) se debe a las siguientes circunstancias:
—Un diseño constitucional que refuerza la posición del Presidente respecto a los Ministros, tanto como colegio como a título individual.
—Una demanda social de un Ejecutivo sólido que hiciera frente a las delicadas situaciones por las que atravesaba nuestra transición política. Si el presidente Suárez había conseguido sortear inteligente y felizmente los retos de la primera etapa de la transición, los hechos posteriores (división de UCD, debilidad del Gobierno, intento de golpe de Estado) pusieron de manifiesto los peligros que suponía una falta de liderazgo claro en un proceso de transición todavía no culminado.
—Un partido político —el PSOE— que suponía una oferta política, en programa y líder, que venía a llenar el vacío dejado por la liquidación de la UCD.
—Un liderazgo fuerte de dicho partido en la persona de Felipe González que concentró así en su figura una mayoría parlamentaria sin fisuras, la Presidencia del Gobierno y la ausencia de una alternativa viable.
—Un reforzamiento legal de sus competencias puesto que desde la Ley de Presupuestos de 1985 pudo, por Real Decreto, crear, modificar o suprimir departamentos ministeriales.
—El reforzamiento logístico de la Presidencia con toda una serie de órganos de apoyo (vicepresidente, ministros de la Presidencia y portavoz, gabinete del presidente).
La tendencia al presidencialismo viene así propulsada por una realidad política y social, por unas circunstancias muy concretas difícilmente repetibles. Esta tendencia al presidencialismo pudo haber sido contrabalanceada, en primer término, por la fuerza del partido político que sustentaba al gobierno: pero los éxitos conseguidos en política interior y exterior, las mayorías absolutas o cuasiabsolutas, la estrategia de marcar distancias entre el líder y su partido (el recurso a ministros independientes unidos por lazos de lealtad personal y no partidarios) supusieron la escasa virtualidad de los controles y corresponsabilidad partidaria.
También pudo haber sido contrabalanceada tal tendencia al presidencialismo por la virtualidad del principio de gabinete (recogido también en nuestra Constitución). Pero este principio es el que en la práctica, como se indicó, fue congelado en los años de gobierno socialista.
En suma, aun cuando no faltan fundamentos de una legitimidad democrática directa en el presidente del Gobierno, la acentuación de los rasgos presidencialistas de nuestro sistema no serían un corolario necesario del diseño constitucional sino que se deben a circunstancias históricas muy concretas en las que las tareas a que se enfrentaban los poderes públicos (tránsito a la democracia, modernización del sistema político y económico, los retos que para España suponían la integración europea) demandaban un ejecutivo fuerte.
No parece que esta tendencia presidencialista la hayan corregido los gobiernos del PP. Pues bien, aunque nuestra experiencia histórica nos debe poner sobre aviso de los riesgos que para la gobernabilidad de nuestros sistemas democráticos puede suponer la debilidad e inestabilidad de los gobiernos, tal vez haya pasado ya la etapa de los grandes líderes o tal vez ya ningún partido en España esté en condiciones de ofrecerlos.