(Comisario Europeo, 1985 - 1995)
Europa: la comprensión de un proyecto colectivo
El gobierno socialista retomó las negociaciones de adhesión a la CEE en una situación muy complicada. Es verdad que el Gobierno de la UCD había hecho grandes esfuerzos, pero cuando se iba a entrar en la negociación de los capítulos más importantes, se produjo una decisión que, la verdad, nadie esperaba: Francia, por boca de su entonces presidente, Giscard d’Estaing, anunció lo que se llamó el «giscardazo»: «España no puede entrar en la CEE porque es un gran competidor, sobre todo en productos agrícolas, y nos va a crear muchas dificultades; es mejor buscarle una especie de estatuto asociado». No nos lo esperábamos, porque precisamente fue él, junto con Walter Shell, liberal, entonces presidente de la República Federal de Alemania, de los pocos europeos representativos que estuvieron el día de la coronación del rey don Juan Carlos. Sabíamos que teníamos el amparo de los alemanes y suponíamos que también teníamos el amparo de Francia, porque Giscard d’Estaing, personalmente, se había interesado mucho por la recuperación de la democracia en España. En consecuencia, aquello fue algo muy duro y que puso de relieve que Giscard d’Estaing no era un personaje grande. Finalmente, demostró que era un político calculador; no las tenía todas consigo ante la propuesta del programa común de la izquierda de Mitterrand y, para intentar recuperar desesperadamente votos, sacrificó, por así decirlo, las aspiraciones de la joven democracia española y pegó el cerrojazo a una aspiración que generó aquí, en nuestro país, una situación complicada.
Aquella actitud del presidente galo generó un rechazo, que se reflejó en el «síndrome del gabacho», en un país poco abierto al exterior, muy cerrado en sí mismo. Y creó un problema de control de la opinión pública muy difícil, sabiendo que, además, era el «no» de Francia conjugado con el tema del «santuario etarra». Era una situación muy difícil de resolver.
Nosotros éramos conscientes, pero estábamos atrapados por nuestro propio programa electoral y por la ideología del momento: no habíamos medido suficientemente el contexto de guerra fría que se estaba produciendo, porque no teníamos ninguna experiencia en política exterior y eso se corresponde con un momento preciso: la crisis de los euromisiles. Aquel debate en Europa sugería la conveniencia de instalar euromisiles —para contrarrestar los excesos de Leónidas Breznev—. El escenario era el siguiente: no se tenía confianza en que si Breznev intentaba un ataque contra el resto de Europa, no era seguro que los americanos utilizaran sus misiles intercontinentales —sólo Estados Unidos poseía este tipo de armamento— para defender el continente. Se pensaba, entonces, que la única manera de responsabilizar a los norteamericanos en la defensa europea era instalando misiles de corto alcance, encargados a las propias tropas norteamericanas; de ese modo, si había víctimas norteamericanas, los intercontinentales funcionarían contra Rusia. Aquel episodio también se nos echó encima muy rápidamente. Son los dos elementos —la negativa francesa y la crisis de los euromisiles— que, en aquellos momentos, hay que manejar. Pero nuestra política exterior estaba naciendo, estaba poco definida y, excepto que queríamos revisar la relación con los norteamericanos, que decíamos «No a la OTAN» y que queríamos ser europeos, del resto del «mundo mundial» no sabíamos grandes cosas. Ésta es la realidad.
Una de las pocas cosas en las que todos estábamos de acuerdo —políticos, empresarios, intelectuales— era en desarrollar la herencia de lo que se llamó el «contubernio de Múnich»[156]. Porque Europa significaba, para los demócratas, un valor político en sí mismo que fue positivo, porque generó una gran unanimidad. A partir de ahí, se produce el frenazo de Giscard y la emergencia de un problema de seguridad que ahora puede parecer extravagante y fuera de lugar, pero era lo que había en la época y con aquello teníamos que lidiar.
Para solventar el problema, después de unos tanteos, nosotros nos dimos cuenta de que teníamos que resolver el problema bilateral con Francia; es decir, ¿cómo, a través del diálogo y la negociación, podíamos conseguir que saltara el cerrojo francés? Nosotros sabíamos que, para el resto de los europeos, nuestra decisión sobre los problemas de seguridad europeos del momento era un elemento de referencia. «Si entráis en la UE, ¿reconsideraréis vuestra actitud respecto a la OTAN?».
Nos dimos cuenta. Sabíamos que estábamos en una contradicción respecto a nuestro programa y, después de darle muchas vueltas, salió aquel invento de la «ambigüedad calculada». No puedo precisar cuándo ni cómo se tomó aquella decisión: decir que íbamos a avanzar en el proceso, dejando entrever que si se solucionaba el principal problema de política exterior que teníamos, la integración en la UE, nos podríamos, eventualmente, plantear la cuestión de la OTAN…
Al lanzar este mensaje, el más sensible a esta ambigüedad calculada, obviamente, fue Helmut Kohl. Los alemanes estaban divididos en el problema de los euromisiles y eran los que más necesitaban, digamos, «estirar la retaguardia» de lo que entonces era la OTAN. Así de claro. Algo similar interesaba también a Margaret Thatcher. A través de la ambigüedad calculada, fuimos manejando la situación, de modo y manera que avanzábamos en la solución de los problemas con Francia, que fueron muy difíciles y muy complicados, porque, al principio, tampoco el entendimiento entre François Mitterrand y Felipe era perfecto… Había muchas reticencias, porque las referencias de Mitterrand, eran, sobre todo, Santiago Carrillo y Enrique Tierno Galván.
Yo estuve en el congreso de los socialistas europeos en Luxemburgo, y aquello fue muy complicado; y, sin traicionar a nadie, gracias a la intervención de Sicco Mansholt, el socialista holandés, entonces vicepresidente de la Comisión, se pudo organizar, poco más o menos, la convivencia entre españoles y franceses. A partir de ese momento, se estableció un diálogo muy fluido entre Felipe González y François Mitterrand. Comenzó un trabajo con Francia a todos los niveles. Intervino el Rey, el Gobierno, las fuerzas políticas, culturales, económicas… Es decir, se hizo ver a los franceses el error tremendo que estaban cometiendo por empecinarse en una política a corto plazo, hasta que finalmente la relación fue consolidándose y Mitterrand llegó a comprender que, naturalmente, él tenía que deshacer lo que otro presidente había confirmado como una promesa fundamental al sector agrícola francés. Pero ¿cómo hacerlo? El peso de la promesa de Giscard d’Estaing era enorme —cuatro por ciento de las elecciones, aunque decisivo en las presidenciales—. Pero él tenía que deshacerlo.
Y se deshizo definitivamente en aquella célebre cena en el Elíseo. En la delegación española estábamos Eduardo Sotillo, Julio Feo y yo, junto al presidente Felipe González y Juan Antonio Yáñez. Después de una reunión bilateral bastante amplia con Felipe González, en un momento determinado y después de mucho discutir los pros y los contras, y después de calcular cómo podían presentar el cambio de actitud respecto a los agricultores franceses, Mitterrand apostó solemnemente por la necesidad de reforzar el sur y subrayó el interés de Francia por tener aliados en esa zona. A Mitterrand le interesaba también reforzar la autonomía de Francia respecto a EEUU; y había apreciado mucho la posición de Felipe en el tema de la invasión de Panamá[157]. Los franceses valoraban las posiciones de autonomía que había adoptado Felipe y apreciaron también que el Gobierno del PSOE quisiera recuperar una autonomía respecto a EEUU. Habíamos iniciado ya la ofensiva para intentar renegociar el tema de las bases, que luego concluyó Paco Fernández Ordóñez. En aquella cena fue cuando Mitterrand dijo: «Bien, j’ai compris».
Resuelto ese tema, encontramos en la Comisión Europea a una persona inestimable, por lo que nos ayudó y por el cariño que nos tenía: Lorenzo Natalí. Desplegó un ejercicio impagable de paciencia, de pedagogía y de enseñanza con nosotros. De verdad. Y terminaron comprendiéndonos.
Al final, dentro de las dificultades, el panorama internacional nos ayudó mucho, porque la guerra fría, la situación económica y las dificultades que había en la construcción europea habían producido lo que se llamó el «europesimismo». En aquellos momentos, por tanto, era difícil trabajar. Pero el momento culminante se produce en Stuttgart, cuando Kohl plantea que la forma de darle otra dimensión a la UE y generar optimismo es consolidar lo que se llamaba «la recuperación de las tres dictaduras». Ya se había producido la «recuperación» de Grecia. Se trataba, naturalmente, de las tres últimas dictaduras de Europa. Porque no hay que olvidar que la UE, en aquella época, era un factor de recuperación y de consolidación de la libertad y la democracia en tres dictaduras que existían, Grecia, Portugal y España. Kohl pronunció entonces aquel discurso tan emotivo, en el que señalaba que, finalmente, la UE también era un factor recuperador de libertades y de consolidación de libertades. En la cabeza de historiador de Kohl, aquel discurso se fragua, sin duda, a partir de aquella decisión arriesgada que toma Felipe y que se expresó en una comprensión del despliegue de los euromisiles: era un avance en nuestra «ambigüedad calculada» y contribuía a solventar la contradicción respecto a la OTAN, que se resuelve en la siguiente legislatura con un referéndum.
El factor de consolidación de la democracia, aceptando a los griegos y aceptando luego a los ibéricos, era un factor determinante en la forma de presentar el dossier. Y funciona en mentalidades luteranas, como las del norte. Todas esas circunstancias fueron modificando la situación y por eso las negociaciones decisivas tienen lugar desde 1983 a 1985, en dos años, un tiempo relativamente rápido. El proceso se había extendido durante ocho años, pero la negociación, en realidad, fueron sólo dos.
En España hubo siempre consenso. Sobre el tema europeo, lo hubo. Lo que ocurre es que, en un momento determinado, en Alianza Popular buscan un discurso en aquellas historias de Hernández Mancha[158]… Era una época que, para nosotros, era muy conveniente, porque no había oposición. (Lo único que consiguieron decir fue «sí» a la entrada en la OTAN, pero no a cualquier precio). Pero, en sí mismo, eso no nos estorbaba, porque nosotros, desde la Vicesecretaría de Estado, hicimos un trabajo fortísimo de información con las Comunidades Autónomas y, prácticamente, no se tomaba una decisión sectorial sin que se hubiera consultado a Carlos Ferrer Salat, luego a José María Cuevas, y se consultara a Nicolás Redondo y a Marcelino Camacho. Ésta es la verdad. Y la prueba es que nadie negó que se hizo un buen trabajo a nivel profesional, y nunca hubo la más mínima queja. No estaban de acuerdo con algunas posiciones negociadoras, pero nosotros siempre utilizábamos el mismo esquema: cada vez que negociábamos un sector, teníamos que ver cuál era el impacto en términos económicos, sociales y de espacio territorial, siempre evaluábamos los tres índices. Con un gran inconveniente: que aquella época no es la de ahora. En aquella época, las estadísticas españolas eran aterradoras; era un país que necesitaba la modernidad del Derecho comunitario. Sabíamos que la incorporación del Derecho, la normativa y el sistema de estándares comunitarios, realmente era algo que necesitábamos como el comer, porque implicaba una modernización obligatoria, porque era un Derecho que se aplicaría obligatoriamente después del período transitorio, pero que implicaría ya dar el salto a la modernidad. Y tuvimos muchas dificultades para confeccionar algunos dossieres, porque era imposible trabajar con estadísticas fiables y teníamos que trabajar, en muchas ocasiones, por pura intuición o por estimación… No sabíamos las vacas que había en España, ni los cerdos… Ahora toda cabra, cerdo y vaca tiene una trazabilidad, un carné de identidad amarillo pinchado en la oreja… En aquella época, eso no existía; no había un catastro moderno para determinar el número de hectáreas… No lo había. Y, finalmente, creo que eso fue saludable, complicado en ocasiones —tampoco fue tan dramático—, pero nos permitió entrar en una dinámica que nos obligaba forzosamente a modernizarnos.
España es un país que anticipa muy mal, somos malísimos en ese aspecto. Pero es un país que reacciona muy bien cuando le ve las orejas al lobo. Sabemos improvisar muy bien. Y por eso era bueno implicarse en una mecánica que, aparentemente, es poco espectacular, es muy rutinaria, muchas normas, muchos tecnicismos; finalmente, eso nos permitió modernizarnos como país y como Estado.
Se veía claramente que el Ministerio de Defensa, particularmente Narcís Serra, pensaba que mutatis mutandis, si la incorporación a la UE servía para modernizar nuestra economía, nuestra sociedad y para abrirnos al mundo, la forma de anclar en la democracia y en la profesionalidad al Ejército español era anclarlo en su institución supranacional natural: la OTAN. No tiene más misterio.
La organización del trabajo previo fue algo muy simple. Nos reunimos para ver cómo iba a quedar el tema de relaciones en Europa y para ver cómo se reformulaba la administración, porque era novedoso, no teníamos experiencia. Recuerdo que estuvimos discutiéndolo, y prevaleció, y todo el mundo estuvo de acuerdo, un sistema conjunto. Fue en una cena, en «La Bodeguilla». Estaban presentes Felipe, Guerra, Solchaga, Fernando Morán… Y se tomó la decisión —ya que era una operación de Estado y se había organizado sobre la base del consenso— de que actuáramos conforme a lo que llamábamos el «sistema alemán». Es decir, que estuvieran presentes un representante del Gobierno y un representante de la oposición. A partir de ahí, se creaba una «cultura» para toda la vida, que, creo, es buena para un país como España. A mí me dijeron: «¿Te parece bien que tu compañero sea Matutes?». «Estupendo», contesté. Yo no le conocía más que por su trabajo en el Senado. Nos pusieron unos despachitos —de una modestia franciscana—, durante tres meses, y llegamos allí con lo puesto. Entonces, se produjeron aproximaciones…
Los trabajos y los días hasta ver culminado el proceso fue algo muy duro porque, en un momento determinado, cuando tuvimos ya una composición exacta de todo el juego de la negociación, entramos en un procedimiento muy complicado: bilateralizar el do ut des, «doy para que me des». Eso nos costó casi un año de trabajo, pero sabíamos que aquello no lo podíamos presentar en el Consejo de Ministros. Se trataba de adivinar, entonces, los cerrojos y los cerrojitos que todos y cada uno de los países miembros querían hacer funcionar respecto al ingreso de España. Durante dos años —1984 y 1985—, hicimos una auténtica ficha, país por país. Cuando nos dimos cuenta de que la conferencia de negociación en Bruselas estaba muy limitada y que nadie quería dar la cara, y todo el mundo se refugiaba detrás de Francia, entonces decidimos dar el salto: fue un peregrinar, país por país, planteando ofertas, límites de aquí y de allá, concesiones, buscando contradicciones entre lo que querían unos y otros… Fue un trabajo muy técnico, pero fundamental para, al final, hacer aflorar un resultado medible.
En un momento determinado, llegué a tener la idea de que esto era más complicado de lo que parecía. Empezaban a surgir dudas debido al «europesimismo»; se planteaban si aceptar a los «iberos», en realidad, no significaba desequilibrar el interior; era el clásico debate entre profundización y ampliación, una vez más: «Vamos a profundizar y a salir del “europesimismo”, y, mientras tanto —fue la fórmula que propuso en aquella época el líder de la oposición, Chirac—, démosles a los aspirantes un estatuto de país asociado, cierta ayuda económica y financiera, y que se queden ahí, fuera». Fue un momento muy peligroso, porque aquella teoría pudo cuajar. Y se pudo salir de esa situación gracias a Kohl. Él les dijo a Thatcher y a Mitterrand: «Si tú, Thatcher, quieres que yo te revise el cheque británico, porque entiendes que pagas mucho y para ti es un objetivo político de tu legislatura, puedo hacerlo. Y tú, François, si quieres más dinero para la política agrícola, para proteger más a tus agricultores frente a la competencia que se avecina de los españoles y de los portugueses, pero sobre todo, de los españoles, yo hago una propuesta de futuro». Eso es lo que cuajó en Stuttgart: «Acepto que Alemania ponga más dinero en el presupuesto comunitario; acepto que tú, Thatcher, retires parte de tu cheque; y en tu caso, Mitterrand, que tienes dificultades de política interna, yo concederé más dinero para los Programas Integrados Mediterráneos (PIN)». Ése era el acuerdo de compensación, que se dio en términos de ayuda a esos agricultores y a esas regiones limítrofes que iban a sufrir por la ampliación. Y así se resolvió el tema. El Consejo Europeo de Stuttgart, en junio de 1985, fue decisivo.
Aquel día, había una recepción del Rey. Yo fui corriendo a la recepción, llegué tarde, y un poco cortado, porque iba vestido de calle… Le entregué a Felipe González el texto de las conclusiones del Consejo Europeo de Stuttgart, donde se vinculaba el arreglo, nuestro ingreso, al cheque británico y a las ayudas a los agricultores franceses —todo ello se resolvió finalmente en Fontainebleau, bajo la Presidencia francesa—. Felipe se puso muy contento. Yo estaba informando al presidente y le comentaba el texto en un rincón, y, entonces, el Rey nos ve y se acerca…
El Rey nos ayudó mucho: mucha conversación personal y mucho viaje bilateral… Nos ayudó mucho… Y, además, el Rey ganó una enorme credibilidad a raíz del 23-F, de modo que los europeos percibían que era un personaje fundamental para el equilibrio interno. Eso era importante. El Rey se alegró mucho.
Se organizó un despacho del presidente González con el Rey, y, resuelto aquello, una visita bilateral del Rey a Mitterrand, donde se cierra el tema. Yo nunca estuve en los despachos del Rey con Felipe. Nunca estuve… Sólo al final de la negociación, Felipe me pidió que fuera con todo el esquema que habíamos hecho en un papel de arquitecto, de estos grandes, de todo el proceso de ratificación, país por país… Estaba todo programado, habíamos hecho una programación milimétrica. Fue la primera vez que fui a La Zarzuela y Felipe me dijo que se lo explicara bien al Rey. Luego hablaría él con el Rey, para calcular en la parte en la que nos podía ayudar. Lo cierto y verdad es que el Rey, en sus visitas de Estado o en otro tipo de acontecimientos, colaboraba todo lo que podía. De eso sí me acuerdo. Imagino que Felipe y el Rey llegarían a algún tipo de conclusiones, pero la verdad es que la Casa Real trabajó muy duro aquellos años.
A nosotros se nos saludaba con aquel agobiante «saludamos a la joven democracia española…», pero yo decía muchas veces a mis interlocutores: «No me saluden como joven democracia, si lo que yo quiero es entrar en la UE, agradezco mucho la solidaridad y la comprensión pero…». Y, en ocasiones, volvíamos de los viajes bilaterales, sobre todo, bastante preocupados y agobiados, porque era muy difícil, era muy complicado trasladar a la opinión pública española lo que es la realidad de la vida internacional, que a veces exige una negociación muy minuciosa y en ocasiones, hasta cierto punto, es miserable, con intereses muy concretos. Pero, naturalmente, en aquella época, España era un país muy ilusionado, deseábamos recuperar nuestra personalidad, implicarnos en el mundo… Luego, cuando llegábamos a Madrid, teníamos que hacer un ejercicio muy complicado: comunicar a los españoles que tal o cual país nos está poniendo zancadillas. Era difícil, porque aquello provocaba movimientos pasionales, sobre todo, contra Francia. Había muchos medios de comunicación jugando a la contra, y alimentando el «síndrome del gabacho».
El día que firmamos el Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea fue un día terrible. Porque yo no sabía mucho del tema del terrorismo, pero recuerdo que, cuando subimos al avión, el jefe de Seguridad de La Moncloa le dijo a Felipe: «Presidente, hay información de que van a golpear en el norte y van a golpear en Madrid». La primera firma se celebraba en los Jerónimos, en Portugal, en aquel maravilloso gótico manuelino, y ya fuimos preocupados a la capital lusa.
Los terroristas habían matado —no sé si el día anterior o el mismo día— a un comandante retirado que paseaba con su niño de la mano por la playa de San Sebastián. Por tanto, las noticias del jefe de Seguridad generaron mucha preocupación, porque era la primera vez que España recibía a un grupo muy importante de jefes de Estado y de Gobierno. En aquella época no había tanta cooperación como ahora en el tema terrorista, y sabíamos que era una situación muy peligrosa. A la vuelta de Lisboa se confirmaron los problemas: algo había; la Policía estaba nerviosísima en Madrid; supimos que un artificiero de la Policía Nacional salió corriendo por la rampa de El Corte Inglés de la calle Goya, en Madrid, y cogió la bomba que había colocado ETA —para repetir lo del Hipercor de Barcelona[159]—, la tiró y, al tirarla, le mutiló un brazo.
Tras la firma, después de la cena, se tomó la decisión de suprimir la gran fiesta final, fuegos artificiales espectaculares que iluminarían el Palacio Real, el Campo del Moro… ¡Qué tristeza nos produjo aquello! Suprimimos todo tipo de festejos. Se produjo una firma de adhesión en una situación que nosotros intentamos componer pero que… Obviamente, todo el mundo preguntaba en el Palacio Real… Estupendo el Rey, estupenda la cena… Pero de allí nos fuimos todos.
Era el día 12 de junio de 1985.
Detrás de aquella ceremonia estaba la firme determinación de un Gobierno, el primero de Felipe González. Creo que intelectual y profesionalmente aquel Gobierno estaba formado por gente verdaderamente muy sólida, en la medida en que lo permitía el desconocimiento de una realidad que, desafortunadamente, el franquismo nos había impedido observar: el contexto internacional.
Fue también un empeño personal de Felipe González, un empeño absolutamente descomunal —porque le gustaba—, y contamos con un apoyo fortísimo del Rey, muy fuerte. También tuvimos el apoyo de Ferrer Salat y de Cuevas…, muy importante. Absolutamente. La CEOE hizo muy buen trabajo: reunía a los distintos sectores, permitió que habláramos. Fueron muy importantes los trabajos de las cámaras de comercio, con Figueras, en Cataluña, y con Piera, presidente de la Cámara de Comercio de Madrid. Estas personas trabajaron muy bien. Y los sindicatos, tanto Marcelino Camacho —luego, Antonio Gutiérrez—, como Nicolás Redondo. Era un diálogo muy fluido. La verdad es que todos comprendieron la naturaleza de aquella apuesta. Fue un tema de Estado, de consenso, que nos ayudó enormemente; y cuando eres capaz de recrear esa estructura de trabajo, y cuando se está en esta situación de trabajo, siempre es mucho más fácil. Verdaderamente, no hubo grandes zancadillas; y las Autonomías, que empezaban a pesar, sobre todo las históricas, en esa parte, no plantearon ningún problema, al contrario, con Jordi Pujol y, por supuesto, con José Antonio Ardanza hubo perfecta sintonía.
Nos incorporamos. Las relaciones con Abel Matutes fueron excelentes, y también con Marcelino Oreja[160]. Entre otras cosas, porque nuestro aterrizaje fue muy complicado, porque estar presente en las instituciones no fue fácil, porque cada silla que ocupábamos nosotros había que desocuparla previamente. Porque, en el acuerdo que se toma sobre las perspectivas financieras, en Fontainebleau, se decide congelar el gasto, y, como lo congelan, la ocupación del contingente de 1.400 españoles y portugueses que llegan allí se tiene que hacer sobre la base de jubilaciones anticipadas o jubilaciones a secas de los 1.500 que ya estaban allí. Es como funciona este sistema. Cuando se ofrece un hueco a los que llegan sobre la base de jubilaciones anticipadas, los que ocupan determinadas sillas se tienen que ir: directores generales, jefes de división, o pura tropa, personal administrativo. Todo el mundo se resistía a abandonar su puesto para que subiera la prima de la jubilación. Y aquello fue una batalla emprendida con Abel Matutes absolutamente épica: nuestro objetivo era llegar al 90 por ciento de ocupación institucional, porque se nos echaba encima la Presidencia, en 1992. Fue un trabajo muy ingrato. Nos creamos cierta reputación de gente arisca e inflexible, porque teníamos que forzar situaciones que eran muy ingratas.
En aquella época, nadie se atrevía a atacar el consenso. Era la necesidad de autolimitación porque había otro interés superior. Porque era la expresión de nuestra calidad como país…, la transición, el consenso, el sentido del límite. En ese caso, se modificó la seña de identidad: el exceso. Nos admiraban y nos querían por eso: «Es increíble cómo estos españoles, con una historia de extremismos y de excesos, son una generación formada por viejos y menos viejos que han sido capaces de concitar un proyecto colectivo y, además, lo expresan con respeto, se apoyan, se entienden y se autolimitan». Ese gran valor, estaba, en aquella época, en su pleno apogeo, y eso permitía trabajar, frente al exterior, con la tranquilidad enorme de que tus conciudadanos te están comprendiendo. El problema llegó cuando ese gran valor de la transición, el consenso, el sentido del límite, lo trascendental, se destroza.
Finalmente, el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad sirvió sólo para tres años. Porque se firmó el Acta Única; con la introducción del mercado interior cambiaron las reglas; y nosotros estábamos en un período transitorio de ajuste, con la liberalización en el mercado interior. Esos aspectos cambiaron un poco la lógica. Se eliminaron las aduanas, se impuso la libertad de circulación… En fin, todo lo que supuso el mercado interior, sobre todo, lo que permitió pasar del «europesimismo» al «eurooptimismo»… Porque las cosas iban muy bien hasta la crisis de la Guerra del Golfo, la recesión financiera, la guerra de Yugoslavia…
Después se desató aquella ofensiva del Partido Popular tachándonos de «pedigüeños». Yo ya estaba en Bruselas, como comisario europeo, y aquellas acusaciones se produjeron cuando se iba a desarrollar el mercado interior sin fronteras. Aquellas ayudas eran la compensación que se establecía para los países que no estaban suficientemente preparados: la Política de Cohesión y de Fondos Estructurales. Es un elemento de referencia y nosotros dimos la batalla, porque era el elemento que permitiría a los países más retrasados poder incorporarse al futuro y, la verdad, le vino muy bien a España. Toda la modernización de comunicaciones e infraestructuras se hizo gracias al dinero procedente de Europa: un uno por ciento del PIB, todos los años.
La verdad es que aquella campaña del PP no nos hizo daño, porque en aquella época Aznar no era un líder de referencia en Europa. Acababa de llegar, prácticamente no se le conocía y el prestigio y la solidez de Felipe González, como líder europeo, eran muy fuertes.
Todo estaba encajado en un sistema de trabajo en el que había una enorme complicidad entre los jefes de Gobierno; porque los ocho o diez años en los que se desarrolla la «gran galopada de construcción europea» generaron una situación muy particular: es el Consejo Europeo más estable que ha existido en la historia de la UE: Helmut Kohl, François Mitterrand, Antonio Cavaco, Rud Lüdders, Margaret Thatcher, Giulio Andreotti, el viejo Andreas Papandreu, Paul Schlutter, el danés Wilfred Martens… Todos eran primeros ministros que llevaban en el Gobierno, por lo menos, dos o tres legislaturas, con lo cual es un Consejo Europeo muy estable, porque no cambian los personajes. Eso generaba mucha estabilidad y mucha complicidad. Se conocían mucho y se respetaban. Incluso el factor externo de Margaret Thatcher, que siempre frenaba las iniciativas. Eran personas que se veían muy a menudo, y de una manera muy estable. El Consejo estaba formado por políticos que habían vivido referencias históricas que tenían mucho que ver con su vida personal, porque era gente nacida antes de la Guerra Mundial, o la habían vivido siendo muy jóvenes. Todos y cada uno de ellos comprendían muy bien la necesidad de construir la unidad europea como elemento de consolidación interna en un contexto de guerra fría, de miedo a lo que pudiera venir de los soviéticos. El paisaje internacional, por tanto, también contribuía a la estabilidad del entorno político, donde nunca se produjeron las peleas como las que estamos viendo en la actualidad.
Pero aquella estrategia del PP podía haber provocado —o utilizado— un sentimiento antieuropeo de nuestro país. Sin embargo, aquello fracasó, porque no tuvo la menor credibilidad y el menor recorrido; la verdad es que no tuvo importancia. Lo cierto es que la derecha en España, por lo menos en la época hasta que llegó al poder en 1996, estaba perpleja ante la acción socialista. Y, de hecho, cuando la derecha llegó al poder en 1996, su mayor preocupación fue borrar la historia. El último episodio ha sido pretender hacer del franquismo una anécdota…
¡Que sea el presidente del Gobierno español el que pone en circulación una carta poniendo de manifiesto el desagradecimiento de algunos «viejos europeos» que no comprenden que Estados Unidos nos liberaron del fascismo y el nazismo…! Eso es verdad para un inglés, para un francés, para un holandés o un belga, o para un alemán vencido, que tuvieron el Plan Marshall. Pero, en España, el principal soporte del franquismo fue Estados Unidos. Por eso, yo le dije en la Cámara al vicepresidente Mariano Rajoy: «Mire usted al techo, fíjese en los agujeros. Cuando ocurrió eso, Margaret Thatcher dijo que era un ataque terrorista; Kohl, Mitterrand y Andreotti dijeron que era inaceptable y que no lo iban a tolerar; y el secretario de Estado norteamericano dijo que eso era “un asunto interno”».
La convocatoria del referéndum de la OTAN nos granjeó mucho respeto internacional porque todo el mundo sabía que se trataba de una situación interna muy difícil. Se resolvió, además, con una fórmula muy democrática: el referéndum. Existía un empeño muy grande por parte del Gobierno y se sabía que en ello «se perdían plumas» haciendo algo que no quería una gran parte de la sociedad española. Y eso acrecentaba el respeto que se sentía hacia España: «Esta gente va comprendiendo las cosas lentamente, porque vienen con una carga ideológica muy fuerte, pero se están sabiendo adaptar a la realidad, con dificultades, pero de una manera muy seria y cierta, son fiables, son creíbles, son predecibles». Esto permitió, en una organización internacional, trabajar correctamente, «pintar».
Creo que el Gobierno de José María Aznar intentó inmediatamente revisar lo que habíamos hecho. En la primera fase, menos, porque estaba presente un gran europeísta que frenaba sus intenciones: Pujol. Aznar, seguramente, pensó: «Voy a hacer una agenda mucho más intergubernamental; los socialistas son unos románticos, unos angelitos de Europa. Yo voy a demostrar cómo se hace…». Aznar pasó dos o tres años muy malos. Era como si la sombra de Felipe le persiguiera… Ese fantasma le condujo a aquella obsesión de la pelea de los fondos estructurales, porque no podía hacer menos que lo que habían hecho los anteriores. Realmente, es un Gobierno que no ha aportado nada a la construcción europea. Exceptuando la culminación de la tercera fase del euro, que sí es muy importante. Ellos, de todos modos, no reconocen que, antes de la tercera fase de la moneda única, hubo otra segunda y, antes, una primera, que fue tomar la decisión de hacer la moneda; y después de hacer la moneda, en un Consejo Europeo de Madrid, presidido por Felipe González, hacer el proceso irreversible, porque la palabra «euro» se decide en un Consejo Europeo… Ese proceso no lo cuentan nunca. Pero hicieron un buen trabajo y culminaron la implantación del euro, como el resto de los países europeos, excepto Grecia. Es un buen trabajo que ha hecho el PP y Aznar. Pero, quitando esto, en estas dos legislaturas, ¿qué dato significativo puede ofrecer este Gobierno como impulso de la construcción europea? ¿El Consejo de Lisboa? [161]. Aznar y Blair, los dos padres del Consejo de Lisboa, lo imaginaron como la posibilidad esencial de llevar a cabo el gran desarrollo tecnológico, la sociedad de la información, la liberalización, la privatización, la flexibilidad laboral… ¿En qué ha quedado el Consejo de Lisboa? Ha desaparecido del vocabulario del PP.
Pero, finalmente, el tiempo pasa, y ¿qué pueden hacer? Ellos han cambiado claramente los ejes de su política exterior. El eje fundamental y casi único de la política exterior española, ahora, es Estados Unidos. Europa ya es secundario. Tienen una visión europea desde el «atlantismo». Es una mirada lógica en un británico, pero en un español es extravagante.
El tiempo los juzgará.