Miguel Ángel Fernández Ordóñez

(Secretario de Estado de Economía, 1982 - 1986; Secretaría de Estado de la Comisión de Asuntos Económicos, 1982 - 1986; Secretario de Estado de Comercio, 1986 - 1988)

Reformas para durar en el tiempo

Dentro de cincuenta años, cuando los historiadores describan la política económica de los Gobiernos de la democracia (UCD, PSOE y PP), no apreciarán muchas diferencias entre la orientación de las mismas. Aún más, posiblemente no apreciarán grandes diferencias entre la política económica que se empezó a aplicar en España con el Plan de Estabilización a finales de los años cincuenta y las políticas de los Gobiernos democráticos, porque sus elementos esenciales fueron los mismos: la apertura de la economía española, las reformas estructurales para mejorar el funcionamiento de los mercados y las políticas macroeconómicas ortodoxas. Cuando ahora, tan sólo siete años después de que los socialistas hayan dejado el Gobierno, se nos pide resaltar algunas características de la política económica socialista, hay que sacar la lupa para encontrar algunas diferencias con las políticas de UCD y del PP, lo que sin duda creará algunas deformaciones.

La característica más notable de la política económica socialista fue su vocación preponderantemente —y quizá excesivamente— reformadora. Las reformas de la Seguridad Social son quizá el mejor ejemplo de esta actitud reformista, ya que ni los Gobiernos anteriores ni posteriores hicieron nada en este campo que no fuera aumentar el gasto. La reforma de 1985 fue trascendental porque, con el mecanismo de cálculo de pensiones vigente antes de esa fecha (basado en los dos últimos años de cotización), el sistema de la Seguridad Social estaba abocado a dificultades de financiación crecientes, lo que, de forma incorrecta, denominaba el propio Gobierno como el peligro de «quiebra» del sistema. El Pacto de Toledo, adoptado al final del período de gobierno, continuó en la misma senda de reforma (la extensión del período de cálculo) y permitió al Gobierno del PP aplicar unas medidas cuyo coste político había asumido el Gobierno anterior.

Las reformas del mercado de trabajo, la de 1984 y la de 1994, fueron también trascendentales. La de 1984 puede calificarse de histórica porque, por primera vez desde el franquismo, se introdujo la libertad de despido a través de la llamada contratación temporal. Es evidente que la intensa creación de empleo de los años ochenta y de los años noventa hubiera sido imposible sin esa reforma. La reforma de 1994 supuso un cambio menos radical, pero, al dejar algunos aspectos de las relaciones laborales en manos de la negociación colectiva, debió de ayudar también al crecimiento espectacular del empleo que se produjo después de la misma. No obstante, el ajuste del empleo que se produjo en los años 1992 - 1993 tuvo un efecto extraordinario sobre la moderación salarial que se produjo posteriormente, por lo que es difícil explicar cuál de los dos factores (la reforma o el ajuste) fue el principal responsable del espectacular aumento de empleo que arrancó el mismo año 1994. En efecto, en la segunda mitad de 1994, se inició un proceso intenso de creación de empleo y reducción del paro que continuó durante el primer lustro de Gobierno del PP hasta frenarse a mediados del año 2001, en el que el desempleo volvió a aumentar en España.

En lo que se refiere a la reforma de los mercados financieros, cuyas primeras medidas se empezaron a adoptar al final del franquismo, el período socialista está inundado de reformas de una enorme trascendencia: la creación de los fondos de inversión, la liberalización de los tipos de interés —activos y pasivos—, la desaparición de los coeficientes de inversión, la reforma del mercado de valores, la liberalización de los movimientos exteriores de capital, etcétera. De hecho, una vez acabado el período socialista, no se ha aprobado ninguna reforma en el sistema financiero que sea comparable en importancia a las adoptadas durante ese período.

En lo que se refiere a los mercados de bienes y servicios, durante el período socialista se cuentan también numerosas reformas de enorme importancia, tanto las desarrolladas en los primeros años, como la liberalización de los horarios comerciales o la liberalización de los alquileres —medida que rompió un paréntesis histórico de intervencionismo de más de sesenta años—, como las liberalizaciones tardías —la del transporte aéreo o la de telefonía móvil, por ejemplo—, que han tenido unos resultados positivos espectaculares. Algunas liberalizaciones, como la de las televisiones privadas, fueron muy visibles, pero otras muchas pasaron desapercibidas. Por ejemplo, en 1982, el Gobierno fijaba los precios de más de cien productos (el pan, el aceite de oliva, las bolsitas de azúcar para el café, etcétera). En pocos años, el Gobierno pasó a aprobar sólo las tarifas de unos pocos monopolios, como la electricidad o el gas, lo que, por cierto, se sigue haciendo en 2003.

La diferencia entre las liberalizaciones del período socialista y las liberalizaciones de los Gobiernos posteriores es que estas últimas han tenido un carácter mucho más propagandístico que real. Así, si a la política liberalizadora del PP se la puede calificar de «hipócrita» —dice una cosa, pero hace otra—, a la política de liberalización socialista se la podría calificar de «vergonzante» —hacía una cosa, pero no la decía—. Este mismo estilo vergonzante se puede aplicar a las políticas de privatización, ya que el Gobierno socialista privatizó el doble de empresas de las que privatizó posteriormente el PP, habiendo iniciado la privatización de las mayores empresas públicas —excepto dos de ellas—. En algunos casos, como el de Repsol, por ejemplo, había avanzado la privatización hasta el 90 por ciento del capital, dejando para las privatizaciones posteriores un porcentaje de capital mucho más modesto. Pero hizo todo esto ocultándolo, sin enorgullecerse de haber sido —y lo sigue siendo— el Gobierno más privatizador de la Historia de España.

En lo que se refiere a la política monetaria, el carácter ortodoxo de la misma a lo largo del período es absolutamente incuestionable. Y hay que decir que esta línea se mantuvo con firmeza a pesar de las críticas internas que venían de otras partes del Gobierno socialista, que estaban obsesionadas por relajar la política monetaria y bajar los tipos de interés. Hoy están claros los daños que causó la combinación de una política monetaria restrictiva con una política fiscal expansiva que se aplicó durante el período intermedio, pero habría que pensar en el desastre que hubiera resultado si, además de aquella política fiscal expansiva, la política monetaria socialista hubiera tenido un carácter acomodaticio. Si éste hubiera sido el caso, en vez de haber entregado al Gobierno del PP, en mayo de 1996, una economía con una inflación del 3,6 por ciento, probablemente se habría dejado en herencia una inflación mucho más elevada, dificultando al Gobierno posterior la entrada en el euro.

La política económica socialista no estaba sólo obsesionada con reformar el país, sino que las reformas se aprobaban pensando en sus efectos a largo plazo. Todo se hacía con una ambición de reformar «para siempre» la economía española, sin ninguna concesión a disfrutar de los beneficios económicos a corto plazo. Esta política de «hormiga», frente a la política de «cigarra» que luego le sucedió, fue sin duda un legado muy valioso entregado a sus sucesores, pero probablemente llegó a mostrar excesos en algunos campos. Es evidente que en el campo, por ejemplo, del sistema financiero, pueden ponerse pocas pegas a la obsesión socialista por mejorar a todo trance la solidez del sistema bancario, lo que, seguramente, no fue una orientación ideológica, sino la inevitable reacción ante la crisis bancaria que heredó el Gobierno al tomar posesión y que tuvo que lidiar con la utilización del Fondo de Garantía y la continuada aprobación de medidas encaminadas a reforzar la solvencia de los bancos. Todo esto, sin duda, ha sido enormemente positivo para la economía española, y está permitiendo ahora al sistema financiero español caminar sin ningún riesgo a lo largo de la actual crisis, mientras que otros países, como Alemania, están viendo sufrir a sus bancos. De la misma forma, los duros sacrificios de la reconversión industrial estaban justificados, pues el Gobierno socialista ya no podía aplazar por más tiempo la solución de la crisis industrial alegando, como hicieron sus antecesores, la necesidad de facilitar la transición política.

Pero este espíritu de sacrificio, de pensar exclusivamente a largo plazo, no tuvo justificación económica en otros casos. Por ejemplo, la política de mantener muy reducido el endeudamiento de las empresas tuteladas por el Estado no tuvo, quizá, demasiado sentido. Una mayor deuda podría haber permitido mayores inversiones y mayor crecimiento. Esto es difícil de comprobar ahora, cuando estamos viendo las negativas consecuencias del período alegre del PP, en que alentó a las empresas a aumentar mucho su endeudamiento para entrar en las aventuras latinoamericanas o de telecomunicaciones. Pero entre una Endesa, que en 1996 tenía apenas 2.000 millones de euros de deuda, y la Endesa actual, endeudada en 26.000 millones de euros, y que todos los días desciende un escalón en el rating de las agencias calificadoras, hay probablemente un término medio razonable[155]. El Gobierno socialista, igualmente, cargó sobre sus gobernados peajes altos y tarifas altas para mantener la solidez financiera de las empresas privadas de servicios públicos, obsesionado, quizá, por la frágil situación financiera en que las encontró. En algunos casos, como las eléctricas, en 1982, estaban en situación de quiebra. Pero, sin llegar a la irresponsabilidad que hemos vivido estos años, un mayor desplazamiento de todas esas cargas hacia el futuro hubiera permitido una vida más feliz —precios más bajos, rentas reales más altas— a los ciudadanos bajo el Gobierno socialista.

Esta política extremadamente reformista llevó al Gobierno socialista, con el fin de conseguir sacrificios, a pintar con tintes muy oscuros la situación de la economía española, lo que mantuvo en un ambiente de preocupación a los agentes económicos. El Gobierno posterior demostró que simplemente con decir «España va bien» y repartir un poco los frutos del sacrificio anterior se podía crear una atmósfera favorable a la actuación de los agentes económicos. Otro aspecto negativo del celo reformista fue el enfrentamiento del Gobierno socialista con los empresarios y, sobre todo, con los sindicatos. Una vez más, entre la práctica del Gobierno actual —no aprobar ninguna reforma que no haya sido aceptada por los agentes sociales— y la del Gobierno socialista, que llevó adelante todas las reformas sin importarle los enfrentamientos que pudieran suponerle, hay probablemente algún término medio que habrá que explorar algún día. Seguramente, Ernest Lluch propondría hoy, entre el reformismo a ultranza del Gobierno socialista y el conformismo pasivo del Gobierno popular, una política de reformas templadas.

El principal borrón de la política económica socialista fue, sin duda, la explosión de gasto público que se produjo entre los años 1988 y 1990. Fue, probablemente, la debilidad del Gobierno a partir de la huelga general de 1988 la que explica ese crecimiento exagerado del gasto público durante ese período. No obstante, aunque disparatada desde el punto de vista macroeconómico, hay algunos aspectos de esa política —especialmente el salto inmenso que se dio en infraestructuras de transporte— que han tenido luego efectos muy positivos sobre el crecimiento de la economía española. Pero esto no puede ocultar que el descontrol presupuestario fue, sin duda, la fuente del problema de la pérdida de competitividad que propiciaron la devaluación y el ajuste duro de principios de los noventa.

Sin embargo, hay que decir también que, por doloroso que fuera ese ajuste, fue una pieza clave sin la cual no se puede explicar el crecimiento posterior de la economía española. Es imposible pensar que la moderación salarial hubiera sido tan importante y tan sostenida durante los años posteriores si no se hubiera dado el duro ajuste de los noventa que, con la pérdida de más de un millón de puestos de trabajo, fue una trágica lección que aprendieron los dirigentes sindicales. Y es evidente que las devaluaciones de la peseta, que significaron un gran contratiempo político para el Gobierno socialista, tuvieron el magnífico efecto de dejar a la economía española en condiciones extraordinarias para el crecimiento posterior y para poder entrar en el euro con un tipo de cambio muy competitivo.

Si el error por el lado del gasto fue el más importante de los Gobiernos socialistas, hoy, con la perspectiva de lo que han hecho sus sucesores, se puede decir que la política fiscal socialista tuvo también como defecto un planteamiento poco favorable hacia la clase empresarial y hacia los altos ejecutivos, de modo que no se supo crear un ambiente amigable hacia las élites empresariales e inversoras. Probablemente, su orientación ideológica, su deseo de mejorar la justicia distributiva en España, obligó a subir las pensiones mínimas, a universalizar el sistema sanitario o a hacer un esfuerzo extraordinario en la educación, lo que impidió reducir sustancialmente la carga fiscal de las clases más acomodadas. (En cualquier caso, sí se empezaron a hacer progresos en este sentido).

Finalmente, no se puede acabar sin hacer referencia a un conjunto de medidas económicas que se aplicaron durante el período de Gobierno socialista y que tuvieron una trascendencia muy importante para la transformación de la economía española. Me refiero a las medidas que se aplicaron como consecuencia de la entrada en el Mercado Común, el Acta Única y demás compromisos derivados de nuestra entrada en lo que hoy es la Unión Europea. De la misma forma que cuando ahora algunos populares hacen el ridículo queriéndose poner la medalla de los beneficios que ha traído a España la entrada en el euro, sería también ridículo asignar en exclusiva al Gobierno socialista los beneficios del excepcional proceso de modernización y apertura que sufrió la economía española entre 1985 y 1992 porque, como la entrada en el euro, esta política se debe compartir con los Gobiernos anteriores. Lo que sí es cierto es que, junto a las medidas autónomas que adoptaron los socialistas durante su Gobierno, estas otras medidas, derivadas de nuestra adhesión a la UE, son las principales responsables de la solidez del crecimiento de la segunda mitad de los noventa, cuando los socialistas ya estaban en la oposición.