José Borrell

(Ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, 1993 - 1996)

El equilibrio territorial, un reto progresista

Cuando empieza el fuerte auge y el crecimiento económico, a partir de 1986 y hasta 1992, a España se le queda pequeño el traje y se le revientan las costuras. El crecimiento económico y las demandas de movilidad y comunicación son completamente incompatibles con nuestro stock de capital en infraestructuras. Este desbordamiento se podía comprobar en la congestión aeroportuaria, en las listas de espera para conseguir una línea telefónica, en los enormes problemas de embotellamientos en los accesos de las ciudades o en los cuellos de botella en la red ferroviaria que impedían una comunicación fluida de la costa atlántica y mediterránea sur, sobre todo.

El país estaba en una situación muy inferior respecto a lo que necesitaba, y esa congestión se manifestaba de una forma muy polémica, con la expresión de un sentimiento ciudadano concreto: «Algo hay que hacer, y urgentemente». Los usuarios impedían la circulación de los trenes de cercanías y ocupaban las vías, porque estaban hartos de esperar en los andenes; los usuarios de teléfonos, simplemente, no podían comunicar entre Madrid y Barcelona; las empresas que se instalaban en España tenían un problema tan grave como la comunicación telefónica entre estas dos capitales.

Todo esto, que ocurría desde 1987, obligaba a tomar medidas. Era necesario hacer lo que no se había hecho hasta entonces, porque la prioridad en los años 1986 y 1987 era la reducción del déficit público y la estabilización económica. El PSOE tenía que ganarse la credibilidad frente a los mercados financieros que, entonces, no eran tan poderosos como ahora, pero ya empezaban a serlo, y había que desarrollar una política de ajuste.

Esta política me correspondió, de alguna forma, hacerla a mí, desde la Secretaría de Estado de Hacienda. Afortunadamente, la expansión económica y la puesta en marcha de un sistema de Administración Tributaria permitían que los ingresos crecieran más rápidamente de lo previsto, a partir del ejercicio 1986 - 1987. Esos incrementos de recaudación eran mucho mayores de lo esperado: la economía crecía más y el efecto de la puesta al día de las bases tributarias se dejaba notar. Ello nos permitió conceder más recursos a los ministros de Obras Públicas y desarrollar leyes de créditos extraordinarios para acelerar los planes de infraestructuras —algo realmente inconcebible pocos años después—. Entre 1988 y 1992, dotamos al presupuesto, a lo largo de su ejecución, de más recursos de los inicialmente previstos, porque los había y porque las necesidades eran tan evidentes que la estrategia óptima consistía en forzar la inversión en infraestructuras. Además, llegaron fondos europeos que también contribuyeron a dinamizar una actividad inversora que, por el contrario, desde 1982 hasta 1987, había sido la pagana del ajuste.

Ésta es una muestra de cómo, a veces, las políticas de ajuste presupuestario, que son imprescindibles en un momento dado, tienen efectos muy negativos a medio plazo, porque al cortar la inversión para ajustar presupuesto creamos un déficit de infraestructura que, cuando llega la expansión económica, impide atender las necesidades de comunicación. Entonces, es necesario forzar el ritmo…

Los ministros de Transportes y Obras Públicas de entonces, José Barrionuevo y Javier Sáenz de Cosculluela, hacen planes, pero todo es muy precipitado, porque no se contaba con la posibilidad de invertir en cantidades suficientes. Los acontecimientos de la Expo 92 de Sevilla marcan una serie de prioridades; una de ellas, simbólica, sin duda: el tren de alta velocidad (AVE), que es una opción que no decido yo, porque cuando llego al Ministerio, en 1991, ya está tomada, ya está en una fase avanzada de construcción. Ésa era una respuesta sensata al hecho de que el punto crítico de la red ferroviaria española era la comunicación de la meseta con Andalucía y todos los puertos del Mediterráneo sur a través de una única línea en pésimas condiciones, la de Despeñaperros. Si había que gastar una peseta en mejorar la red ferroviaria, había que gastarla allí, porque era el punto crítico de la red. Más adelante, se incrementó el proceso de modernización con el NAFA (Nuevo Acceso Ferroviario en Andalucía) y el tren de alta velocidad. El proyecto inicial, probablemente, no consideraba ni el ancho europeo ni la alta velocidad, sino, simplemente, ciertas mejoras en un nuevo acceso ferroviario en Andalucía para suplir el gran cuello de botella que se producía en ese punto.

Las mejoras de la red periférica de Barcelona están relacionadas con los Juegos Olímpicos. De esta manera, cuando yo llego al Ministerio, hay planes de inversión en marcha muy importantes: la red de desdoblamiento de autovías, más tarde abandonada por nuevos trazados —uno de los proyectos que yo impulsé—. Los desdoblamientos de las viejas carreteras nacionales en autovías seguían conservando la vieja geometría, eran trazados paralelos a la anterior, y eso ya no se adaptaba a las exigencias del tráfico, tanto en intensidad como en características de los vehículos, de modo que se realizaron trazados completamente nuevos. Así, entre Madrid y Barcelona, por ejemplo, hay trazados que son desdoblamientos y otros que son nuevos. La técnica de los desdoblamientos es pretendidamente barata, se hace para ahorrar dinero, para generar el menor coste posible, aunque luego, en la práctica, no es tan barata, porque la relación calidad-precio no es tan buena como se creía. Ante esas dos opciones, desdoblamiento y trazados nuevos, lancé un ambicioso Plan Director de Infraestructuras, que es una de las características de mi paso por el Ministerio, para intentar programar, a veinte años vista, las actuaciones necesarias, en una óptica de ordenación del territorio.

Las infraestructuras son, básicamente, un instrumento al servicio de la ordenación del territorio y de sus equilibrios, de manera que no haya regiones que se queden descolgadas del crecimiento general. La prioridad que se dio al sur y al oeste, muy criticada, en el fondo respondía a una voluntad política de impedir que apareciera un mezzo giorno, a la italiana, es decir, impedir que el desarrollo del sur estuviera a expensas del desarrollo del norte, de manera que no fueran los últimos en llegar, sino, esta vez, los primeros. Ésa es la explicación por la que se hacen grandes inversiones en Extremadura, que ya no es extrema, afortunadamente: la prioridad en el cuadrante sur occidental.

Lanzamos ambiciosos planes de cercanías ferroviarias —se habla poco de ello, pero es algo de lo que yo estoy muy orgulloso—. El número de pasajeros por kilómetro transportados era, evidentemente, superior. Creo que el gran esfuerzo que se hizo para mejorar las cercanías ferroviarias se reconoció después; fue en esa red en la que pusimos la mayor parte del gasto, en detrimento de ferrocarriles regionales que tenían muchísimo menos tráfico.

Es necesario recordar que construimos —prácticamente nueva— la red aeroportuaria, utilizando un sistema de caja común de todos los aeropuertos, de forma que los más rentables, que tenían mucho tráfico, financiaban el desarrollo de los pequeños. Yo mismo tuve que acudir a numerosas inauguraciones de nuevos aeropuertos en Canarias, en Cataluña, en Asturias, en Málaga… Ciertamente, se trataba de algo desproporcionado en relación con las necesidades de tráfico, pero construimos una red aeroportuaria completamente nueva. Resolvimos el problema del descontrol del tráfico; en mi época al frente del Ministerio se acaba con los retrasos y congestiones en el puente aéreo, gracias a técnicos expertos que dirigieron Aviación Civil: eran compañeros míos de la Escuela de Ingenieros que conocían el oficio. La renovación aérea es otro de los grandes éxitos.

En el desarrollo de las tareas ministeriales, incidieron elementos exógenos. El primero de ellos fue el gran crack económico que sucedió a la reunificación alemana. En 1991, la economía europea se estaba desacelerando; la ruptura del sistema monetario europeo y las tensiones creadas por la reunificación alemana provocaron una gran crisis económica en Europa. A nosotros nos afectó un poco más tarde que a los demás y supuso el fin de las inversiones asociadas a los fastos de 1992. En septiembre de ese año, cerramos la Expo de Sevilla y se intensifica la crisis.

Los criterios de convergencia de Maastricht obligaron, de nuevo, a reducir las inversiones. Esa opción acaba siendo siempre la variable de ajuste, porque puede retrasarse, mientras que los gastos corrientes suelen estar mucho más comprometidos y son mucho más difíciles de aplazar. Y nos encontramos con planes, pero sin la financiación con la que habíamos contado. Hubo un período de planificación intenso que, de pronto, se enfrenta a una coyuntura económica radicalmente distinta.

Carlos Solchaga, desde Hacienda, recorta el gasto y, en particular, el gasto de inversión. Hubo, en ese momento, una enorme tensión: obras que están en marcha, contratos firmados, expectativas y escasos recursos disponibles. De hecho, entre 1992 y 1995, me ocupé preferentemente de recortar mis planes de inversión. Es decir, a pesar de que se hicieron muchas cosas, estábamos por debajo de lo que se había programado hacer, porque la coyuntura cambió radicalmente. Eso me creó no pocos problemas con mis antiguos colegas del Ministerio de Hacienda: Solchaga y Antonio Zabalza, en la Secretaría de Estado.

Solchaga abandonó el Ministerio en 1993 y accedió al cargo Pedro Solbes, una persona con más tacto y más capacidad de diálogo, pero con la misma firmeza. También él mantuvo el rumbo hacia la convergencia económica y monetaria. Por mi parte, tenía que hacer frente a demandas muy justificadas, a programas aprobados que estaban en curso y que había que recortar. Creía que, en ese momento de crisis, la táctica de ajustar la inversión drásticamente, para ajustar nominalmente los presupuestos, no hacía sino profundizar la crisis, precipitarnos aún más a una recesión…

En fin, ésta fue una época muy interesante, especialmente desde el punto de vista intelectual, con discusiones en el seno del Gobierno, entre el gran Ministerio inversor que Felipe me había confiado y los Ministerios económicos.

Cuando abordamos la liberalización de las telecomunicaciones, yo exigí, como paso previo, que todo el país estuviera equipado convenientemente, para que determinadas zonas del territorio, poco rentables, no se quedaran sin cobertura. Planteé entonces que el teléfono es un servicio universal y exigí a Telefónica un plan de telefonía rural, que financiamos a algunas comunidades, de manera que conseguimos una cobertura universal del servicio antes de abrirlo a la competencia, porque la competencia se iba a concentrar en las zonas rentables y con seguridad no iba a querer servir a zonas con poca población y de difícil acceso. Afortunadamente, se propiciaron ayudas al cambio tecnológico y comenzó a aparecer la telefonía móvil, de manera que ya no era necesario tender hilos de cobre atravesando montes y estepas para llegar a los pueblos más alejados: servimos telefonía móvil disfrazada de telefonía fija… Aquel fue uno de los grandes logros de la época: universalización del servicio y final de las listas de espera de teléfonos.

Cuando yo llegué al Ministerio, en 1991, la telefonía era un desastre absoluto: no se podía hablar entre Madrid y Barcelona, y había muchas partes del territorio en las que no existía el teléfono. Para acceder a él, era necesario esperar meses. En 1996 se acabó con las listas de espera. Invertimos muchísimo dinero… El proceso se pudo llevar a cabo concediendo a Telefónica unas tarifas que le permitían financiar el esfuerzo inversor. Negociamos un nuevo contrato entre Telefónica y el Estado —el anterior era de la época franquista: un pacto entre poderes, una gran multinacional y una dictadura militar—. El nuevo acuerdo se establecía entre un Estado democrático y una empresa que gestiona un servicio público.

Desde luego, pusimos condiciones a la liberalización, lo que nos llevó a muchas discusiones con Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que quería forzar la liberalización, mientras yo defendía la táctica de que, antes de liberalizar, hay que universalizar, hay que tener garantías de servicio público. Concedimos la segunda licencia de telefonía móvil y, por supuesto, hubo un gran auge en el sector. Lanzamos el Hispasat y el PP nos acusó entonces de hacer un gran despilfarro. Después, ellos han tenido que continuar… También decía Aznar que el AVE iba a ser el «rapidillo» de Sevilla y que era un despilfarro, que iría vacío después de la Expo… Y ahora están proyectando trenes de alta velocidad en todas partes… Quiero decir, están intentándolo, prometiéndolos…

La estrella, el proyecto más popular, fue el Plan General de Autovías. Creo que he sido el ministro de Obras Públicas que más cortes de cinta ha hecho sobre infraestructuras de carreteras en toda Europa; era la envidia de mis amigos europeos. Lo pude hacer, en buena medida, recogiendo la cosecha sembrada por mis antecesores: siempre es así, el que llega inaugura lo que los demás han empezado y deja sembrado para el que venga después. Pero hubo grandes dificultades de encaje presupuestario, un debate muy animado en torno al Plan Director de Infraestructuras… Recuerdo que, cuando lo presenté, decían: «¡Es un plan faraónico! Borrell aquí ha puesto de todo, ¡esto es intolerable!». Y dije: «Muy bien, estoy dispuesto a discutirlo, cojan ustedes la goma y borren todo lo que crean que sobra. Esto es lo que yo creo que hay que hacer en este país. Si ustedes creen que no hay que hacerlo, es muy fácil: cojan una goma y empiecen a borrar, y vayan diciéndome lo que quieren quitar». Nadie quitó nada, todo el mundo añadió muchísimas cosas más.

Otro hecho tan importante como inevitable fue la sequía. Recuerdo haber hecho un viaje en helicóptero de Madrid a Málaga, en 1995. Sobrevolamos todos los embalses de las cuencas del sur y estaban tan vacíos que si no hubiese llovido en el otoño e invierno de 1995, habríamos tenido enormes problemas para suministrar agua a la población. Fue una sequía espantosa, larga, duradera; todos los embalses estaban vacíos; hubo que hacer deprisa y corriendo muchas obras de urgencia, planes de ahorro, de control y restricción del consumo. Afectó incluso a ciudades como Santander, donde uno no se puede imaginar que falte el agua; en Toledo y en Sevilla hubo que hacer elevaciones de agua del Guadalquivir en zonas donde el agua todavía no estaba contaminada… Tuvimos grandes dificultades para suministrar agua de riego a Murcia desde la cabecera del Tajo, por el problema que hubo en Castilla-La Mancha.

En esa ocasión, yo creo que los socialistas perdimos una oportunidad histórica para demostrar que éramos los artífices de la distribución territorial. Hay una fotografía en la que aparecen los presidentes de las Comunidades Autónomas afectadas, José Bono y Joan Lerma, en La Moncloa, junto a Felipe González. En aquel momento, quedó claro que los socialistas eran capaces de enfrentarse a un problema de escasez de recursos distribuyéndolos de forma eficiente, de manera que se salvase el arbolado de Murcia, con unos trasvases mínimos, desde una cabecera que, ciertamente, tenía problemas, pero no tan graves.

Hubo problemas con Castilla-La Mancha. Creo que Bono prefirió optimizar su propia situación electoral en Castilla-La Mancha, y ganar las elecciones allí a costa de hacérselas perder a los socialistas en las comunidades vecinas, y mejorar su posición como líder territorial en vez de mejorar la capacidad del Gobierno socialista para hacer política en el conjunto del país. Hubo discusiones que zanjó Felipe en un Consejo de Ministros, autorizando trasvases de urgencia. Ésa fue la mayor polémica desde el punto de vista de la política del agua. Entonces fue cuando lanzamos el Plan Hidrológico Nacional, que tenía como objetivo interconectar todas las cuencas entre sí, de manera que, cuando una cuenca tuviese un déficit, pudiese recibir agua de las cuencas vecinas, no sólo desde el Ebro… Yo creo que es un error cargar en el Ebro toda la demanda de las cuencas deficitarias. El Tajo y el Duero también pueden aportar agua. Éste era mi plan, que también fue muy criticado, tachado de faraónico, megalómano… Me acusaban de llenar España de tuberías… El PP lo criticó muchísimo… Afirmaron que nunca se harían trasvases… Ahora son ellos los que quieren hacerlos.

El Plan fue aprobado por el Gobierno, pero no se pudo llevar a cabo, porque no hubo tiempo. Se aprobó el Plan en 1995, pero no teníamos mayoría en las Cortes para sacarlo adelante. Lo sometimos a debate público; no prosperó ni en el Consejo Nacional del Agua ni en el debate con las Comunidades. Estaba todo muy envenenado por las relaciones con Castilla-La Mancha. Insisto, aquel Plan no hacía gravitar sobre el Ebro toda la demanda, sino que demandaba agua también al Duero y al Tajo; por eso Bono aprueba el plan del PP ahora, porque no le pide agua al Tajo, únicamente al Ebro. El PHN es un proyecto que parte de una hipótesis que, probablemente, con el tiempo, también cambie: que el agua trasvasada es más barata que el agua desalada. Esta hipótesis, con el tiempo, puede que cambie, incluso puede que haya cambiado ya; puede que, en este momento, el equilibrio entre trasvasar agua —con el impacto medioambiental que acarrea y los costes de infraestructuras necesarias— y desalarla —cuyo coste energético e impacto ambiental son probablemente menores— permita que quizá los volúmenes de agua que deban trasvasarse no sean los que estimábamos entonces. Pero, en fin, el Plan se hizo y el PP afirmó que no lo iba a apoyar, basándose en una negativa rotunda a los trasvases. Eso hay que recordarlo ahora que ellos presentan un Plan que se centra, fundamentalmente, en un gran trasvase.

La vivienda fue otro de los temas a los hubo que hacer frente. En 1991 estábamos inmersos en una burbuja inmobiliaria. Como estamos ahora. Los precios se habían disparado, debido al crecimiento económico y a la escasez del suelo —que lo había—, porque las infraestructuras eran insuficientes. En 1991 y 1992, en Sevilla, en las primeras jornadas sobre el Plan de Viviendas, dije que si yo tuviera un piso, lo vendería «mejor hoy que mañana», porque aquello iba a explotar. Todo el mundo se me echó encima, pero era verdad, y, de hecho, explotó. Los precios llegaron a un máximo y, junto con el impacto de la crisis, se estabilizaron o bajaron en términos reales. Otro de mis grandes activos políticos, creo yo, es el Plan Quinquenal de Vivienda, pactado por primera vez con las Comunidades Autónomas. Lanzamos una revisión de la vivienda protegida y, de hecho, el precio de la vivienda se estabilizó. Entre 1991 y 1996, el precio de la vivienda baja un poco y, luego, se estabiliza. El esfuerzo que tenían que hacer las familias para acceder a una vivienda disminuyó en términos relativos a su renta, y el plan, todo el mundo lo reconoce, fue un gran éxito. La principal virtud del mismo era la capacidad de acuerdo con todas las Comunidades Autónomas. Se lanzó ese plan, y cuando llegó el PP al Gobierno, afirmó que aquello era un desastre, que había que liberalizarlo todo y que la vivienda iba a bajar… Ya vemos el resultado. Nunca ha habido tanto suelo calificado como urbanizable, en Madrid en particular, y nunca ha sido tan cara la vivienda. En aquel momento, también tuve muchos enfrentamientos con Miguel Ángel Fernández Ordóñez y con Carlos Solchaga, que ya no estaba en el Ministerio, porque su discurso era el mismo que el del PP en esta materia: que había que liberalizar, que todo el suelo debía ser urbanizable, que la culpa la tienen los Ayuntamientos, las normativas urbanísticas, la intervención pública, que el mercado no funcionaba por la intervención pública, que se construyera donde cada uno quisiera y así se abaratarían los costes… A mi juicio, ése es un discurso técnicamente incorrecto. El suelo es un sector del mercado muy imperfecto y solamente la regulación pública permite que haya suelo donde se necesita. La ciudad no es un mercado de suelo, es un espacio políticamente organizado. En aquel momento, se enfrentaron una visión intervencionista, que yo representaba, y una visión desreguladora, que representaba otra gente dentro del PSOE. Yo saqué adelante mi Plan de Vivienda, hice una nueva Ley del Suelo, revisando la anterior, porque la ley de Cosculluela había sido declarada inconstitucional en algunos aspectos.

Desarrollamos una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos —algunas personas decían que no seríamos capaces de hacerlo—, que perdura, buscando un término medio entre el sistema franquista, de protección a ultranza del inquilino, y el sistema impuesto por Boyer y Fernández Ordóñez, en 1982, de desprotección a ultranza del inquilino, sin plazos ni garantía de permanencia. Hicimos una Ley, también consensuada, en colaboración con el Ministerio de Justicia y el de Economía, estableciendo unos plazos no indefinidos, pero sí mínimos, de permanencia garantizada y de actualización de las rentas. A pesar de todo, el mercado del alquiler no despega en nuestro país porque la gente prefiere comprarse una vivienda ante el temor que representa la inestabilidad en la relación contractual. Esa Ley de Arrendamientos Urbanos rompió los nudos heredados del pasado y fue una ley que nos costó mucho trabajo, mucho diálogo y que representó un buen punto de equilibrio entre intereses sociales muy contrapuestos y diferentes circunstancias individuales. Era muy difícil atender a todos y cada uno de los implicados: desde la viuda sin recursos que tenía alquilado un piso a una marquesa por un precio irrisorio hasta personas sin recursos que, si perdían la renta antigua, se encontrarían con gravísimas dificultades. Incluimos cláusulas de salvaguardia y períodos de adaptación; fue una ley con una arquitectura sofisticada y compleja que, creo, también representó una manera progresista de enfrentarse a un problema al que nadie se había atrevido a hincarle el diente.

Fui el primer ministro de Medio Ambiente con este título expreso en el cargo. Colocar un ministro de Medio Ambiente con responsabilidades también en otras áreas suponía establecer en ese ministerio la necesidad de hacer arbitrajes políticos entre la defensa del medio ambiente y las actuaciones que afectan al medio ambiente. Otra solución hubiera sido crear solo un Ministerio de Medio Ambiente, como hizo después el PP, y colocar entonces la necesidad de hacer arbitrajes políticos entre dos ministros en la cúpula del Gobierno, con inevitables conflictos que deberían arbitrarse a un nivel político superior: el del presidente del Gobierno. Los ecologistas criticaron mucho el hecho de que hubiera un ministro de Medio Ambiente… y de todo lo demás, porque querían su propio Ministerio de Medio Ambiente. Pero nuestra solución tenía la ventaja de dejar en ese nivel político los arbitrajes y las relaciones conflictivas entre infraestructuras y protección del medio ambiente. El caso más emblemático fue el de las Hoces del Cabriel, pero hubo muchos más.

En el caso de las Hoces del Cabriel, la autovía de Valencia estaba por terminar. Había que hacerla y no había acuerdo entre las dos Comunidades, la de Valencia y la de Castilla-La Mancha. Tomé las decisiones que me parecieron correctas; después, mis sucesores adoptaron otras, para vencer las resistencias políticas de Castilla-La Mancha. Hubo también una confrontación por el desarrollo del Estado Autonómico entre el poder territorial y el poder central. Llegamos al disparate de que una Comunidad Autónoma declarase Parque Natural la mitad del espacio en cuestión, y la otra Comunidad, que tenía la otra mitad, entendía que no era un espacio que necesitara protección y que la autovía podía pasar por aquel lugar perfectamente. Teníamos un desfiladero: una de las paredes sería Parque Natural y la pared de enfrente no era Parque Natural, porque había dos decisiones distintas de dos Comunidades distintas. El tema se envenenó. Seguramente, se mezcló con los problemas del agua; de alguna forma, se utilizó como moneda de cambio de los conflictos sobre los trasvases de agua a Murcia. Se envenenó y, cuando yo me fui del Ministerio, la cosa estaba en un impasse. Y se resolvió cortando por lo sano, y haciendo un trazado que, en mi opinión, ha sido mucho más costoso y mucho más impactante sobre el medio ambiente que la alternativa que yo propuse. En fin, una batalla perdida sobre la que no creo que haya que focalizar toda la tarea de seis años de inversión pública.

La manera en que se proyectaron en los medios de comunicación estas diferencias hizo que yo apareciera como «el malo» frente a Bono, que era «el bueno». Pero yo he aparecido como «el malo» muchas veces, en muchos temas, desde mi tarea como gestor tributario hasta el momento en el que tuve que recortar la inversión pública porque el Ministerio de Hacienda me recortaba los créditos. Pero creo que eso también es parte de la política, y yo siempre he defendido lo que creía. He tenido siempre mucho respeto al dinero público y nunca he querido comprar mi popularidad haciendo obras que costasen muchísimo más, y he optado por alternativas más razonables. Cada cual administra su quehacer político como sabe, como quiere o como puede.

Tuve también un gran problema con la presa de Itoiz. Otro ejemplo de arbitraje y negociación entre el ministro de Medio Ambiente y el de Infraestructuras: ¿se hace o no se hace? También estaban presentes la oposición local y las demandas de los agricultores de Navarra. Finalmente, se construyó la presa, fue saboteada pero hoy está funcionando.

Tuve grandes problemas dentro de mi propio Ministerio con los responsables de las distintas áreas… Unos estaban a favor, otros en contra… Pero el ministro arbitra, y ésa es la tarea del político, dentro del margen que le dan las leyes y los informes técnicos. Probablemente, Itoiz fue un conflicto mucho más duro que el de las Hoces del Cabriel; no tuvo lugar entre responsables políticos del mismo partido, sino con la ciudadanía y con grupos que llegaron a destruir el sistema de construcción de la presa apoyándose en una descabellada sentencia de la Audiencia Nacional, que dijo que Itoiz era una construcción ilegal porque no había sido objeto de una ley específica que la autorizase. Y digo «descabellada» porque luego el Tribunal Supremo la anuló, diciendo que no hacía falta ninguna ley específica porque la obra estaba incluida en un Plan General, y que con esto sobraba. Pero, naturalmente, apoyándose en esa sentencia, los grupos radicales sabotearon la construcción. Eso animó al Área de Medio Ambiente del Ministerio, que cuestionaba la conveniencia de hacer la presa; las obras estuvieron paradas bastante tiempo y se concluyeron después de mi marcha. Quizá fue un ejemplo más conflictivo y más polémico, aunque menos noticiable, que el de las Hoces del Cabriel.

Podrían ofrecerse muchos más… Por ejemplo, el tramo viario entre Cervera e Igualada, que todavía no está terminado. Todo el mundo se peleaba y defendía trazados distintos. Yo dije que no podíamos seguir así más tiempo y opté por uno. Cuando, en 1993, decidí un trazado, recuerdo que Pujol me dijo: «Bueno, bueno, haga usted lo que quiera. Yo no le criticaré, pero tampoco le apoyaré». De alguna manera, se lavó las manos. Estamos en 2003 y todavía no se ha acabado ese tramo. Es decir, desde que yo me fui del Ministerio, en el 96, han pasado siete años, pasarán otros ocho, y todavía no estará terminado. No debía de ser tan fácil hacerlo.

Algo semejante ocurre con el tren de alta velocidad entre Barcelona y la frontera francesa. Cuando yo era ministro, iba a Barcelona y decía que la fecha de 2002 para acabar esta infraestructura me parecía prematura —probablemente me ha perdido siempre mi condición de ingeniero—. Los ingenieros estamos genéticamente mal preparados para trucar los datos. Siempre decía que eso no era posible, que no iba a poder ser, y recibía críticas que me acusaban de falta de voluntad política; decían que era un ministro que, a pesar de ser catalán, privilegiaba el AVE a Sevilla, que no quería hacer el AVE a Cataluña… Estamos en 2003 y no es que no se haya acabado, es que no se ha empezado. Y al paso que van, pueden suponerse diez años más, con suerte. Lo resalto porque ahora nadie parece criticar tanto esa demora. Cuando yo decía que me parecía difícil que para 2002 estuviera construido el AVE hasta la frontera, que quizá, con suerte, en 2004… Y en 2004 tampoco habrá empezado la obra. Ésas son pequeñas satisfacciones intelectuales: «¡Cuánta razón tenía!». Pero son satisfacciones que no van muy lejos, y que más vale no removerlas en el recuerdo, porque no hacen más que agriarle a uno la memoria.

Tuve suerte, no tuve grandes accidentes aéreos… Invertimos muchísimo dinero en control de seguridad del tráfico aéreo; me parecía que ésa era una prioridad, no se podía seguir manteniendo un crecimiento del tráfico aéreo como el que estaba soportando España con infraestructuras de control anticuadas. Invertimos mucho dinero en el Plan General del Control del Tráfico Aéreo y mejoramos las condiciones retributivas de los controladores. Hubo una época de paz en el tráfico aéreo, que no sé si se recuerda, pero entonces se reconocía.

Mejoramos muchísimo los puertos. Hicimos una política que consistía en abandonar puertos viejos situados en el centro de las ciudades, para devolvérselos a la ciudad y convertirlos en espacios urbanos lúdicos y deportivos. Y, con las plusvalías urbanísticas generadas, pudimos financiar nuevos grandes puertos, ganando terreno al mar, o situándonos fuera del tejido urbano consolidado. Es, por ejemplo, el caso de Barcelona, donde hicimos un puerto nuevo y dejamos el puerto viejo para Maremagnum y todas las instalaciones culturales, comerciales y hoteleras, con muy poca inversión pública y creando espacios para la actividad privada. Lo hicimos en Barcelona y lo hicimos en muchos puertos de España. Separamos las áreas de Puertos y Costas… Toda la tarea de la recuperación de las costas españolas es de esa época y los paseos marítimos construidos en España, puestos uno al lado del otro, ocupaban un espacio similar al que existe entre Santander y Santiago de Compostela. Conté con un gran director general de Puertos, Palau. En realidad, conté con grandes directores generales, técnicos muy buenos…

La Ley de Costas la hizo mi antecesor, tuvo mucho mérito. Cosculluela y Barrionuevo fueron precursores incomprendidos en su tiempo, pero la Ley de Costas es un gran éxito. Palau es uno de sus artífices. Ha sido la norma de protección ambiental más importante que hemos tenido en España, ha salvado espacios naturales como ninguna otra, en algunos casos, incluso, derribando hoteles para recuperar zonas invadidas… Los desmanes cometidos en la época del desarrollo turístico son irreversibles, pero esta ley, al menos, impidió que hubiera más. Como ya he indicado, separamos Puertos de Costas —me parecía que eran dos cosas distintas— y luchamos contra la absurda actitud de evitar el crecimiento de gasto público para ahorrarse un director general —son tres pesetas al año—, para administrar con más eficiencia presupuestos de decenas de miles de millones.

Nosotros éramos muy susceptibles, estábamos muy dominados por el santo temor al qué dirán, al crecimiento de las estructuras administrativas… Recuerdo que Francisco Álvarez Cascos, en un debate televisado, sacó el organigrama de mi Ministerio diciendo que era un despilfarro… Revisando las cuentas y estimando el volumen de inversión que administraban y la tecnoestructura que lo administraba, no era un despilfarro, sino una forma eficiente de controlar recursos públicos que necesitaban un aparato gestor… como el que yo había creado en Hacienda.

Yo había pasado de un ministerio de control económico a uno inversor, pero desde esta nueva responsabilidad también era necesario administrar bien. Había que exigir que los proyectos, aunque se tardara unos meses más, llegasen con garantías de que no serían modificados en el curso de obra; había que pagar los atrasos de expropiaciones, que eran la variable de ajuste, etcétera. Tuve un gran subsecretario, un hombre que procedía de la empresa privada, pero que era funcionario también, Toni Llardent. Él puso orden en el Ministerio: antes de contratar más, se paga lo que se debe…

Creo que se me reconoce haber puesto a cero los contadores. Si no había dinero, no se contrataba, pero se pagaba a la gente que había sido expropiada con las obras que ya estaban hechas. En fin, creo que inyectamos orden y racionalidad. No es que no hubiera orden, sino que, probablemente, los sucesivos cortes y recortes, acelerones y frenazos, habían provocado que la ejecución de algunas obras estuvieran desfasadas respecto a las disponibilidades crediticias.

La tensión entre el Ministerio de Economía y los llamados «ministerios de gasto» es, de alguna forma, inevitable. Yo estuve nueve años en Hacienda, encajando presupuestos que, por definición, son complicados. Es necesario demostrar autoridad. Autoridad que, además, tienes en realidad, porque eres una autoridad presupuestaria desde el Ministerio de Hacienda y se puede hacer antipática a los demás. Como había estado nueve años en esa autoridad presupuestaria, sabía que yo, antes, le había estado haciendo a otros lo que ahora me hacían a mí. No se trataba de maldad ni animosidad, sino de objetivos que había que cumplir, pero que se contrapesaban con otros… Ésa es la riqueza y la belleza de la acción política: cómo administrar objetivos que son contradictorios y que no se pueden conseguir todos a la vez. Creo que eso no me enajenó las amistades ni las simpatías personales de gente como Solchaga, a quien sigo teniendo un aprecio personal, más allá de las diferencias de opinión política que haya podido manifestar sobre lo que había que hacer en algunos sectores determinados. Y eso es lo que había que hacer en los debates políticos de los Consejos de Ministros.

Afortunadamente, cuando la actividad económica desciende, se notan menos las deficiencias en infraestructuras. Esto también concede cierto respiro, pero es un respiro a corto plazo, porque si ahora dejamos de hacer lo que tenemos que hacer, cuando llegue la siguiente oleada de expansión económica, estaremos otra vez con carencias evidentes.

El Ministerio me proporcionó la suerte de poder estar en los Consejos de Ministros europeos, algo que agradezco mucho a la vida: haber sido representante de España, durante diez años seguidos, primero como secretario de Estado de Hacienda y, luego, como ministro, en los Consejos de la Unión Europea de Presupuestos, de Transportes, de Medio Ambiente y de Telecomunicaciones. Creo que ha habido poca gente que haya tenido la suerte de estar durante diez años seguidos, desde 1986 hasta 1996, en esos Consejos de Ministros, no sólo de un área, sino de cuatro. Me tocó presidir, en la segunda Presidencia española, los Consejos de Ministros de Medio Ambiente, Telecomunicaciones y Transportes. Coincidió con la sequía y llevé a los ministros de Medio Ambiente europeos a que viesen la sequía en Sevilla. Recuerdo que, a la salida de la reunión, teníamos en la calle, en una acera, a los manifestantes con pancartas que apoyaban el Plan Hidrológico y pedían trasvases y regadíos; y en la otra acera, los defensores del medio ambiente, con pancartas pidiendo que no se hicieran más regadíos ni más trasvases… «Miren: el conflicto social representado en vivo, como en un sainete de Lope de Vega, como un auto sacramental del Siglo de Oro». Fue bonito, fue hermoso… Ésa es la parte noble de la política: enfrentarte a demandas sociales que son contradictorias y administrarlas de acuerdo con esquemas de valores, con unas prioridades, con un conjunto de restricciones.

Hubo una gran voluntad de preparar al país para ser competitivo y para equilibrarlo territorialmente. Muchas infraestructuras tenían una gran carga política, en defensa de las condiciones de vida de la población o de los sectores más populares de la población. El plan de transportes ferroviarios de cercanías, para mí, fue prioritario, más que ninguna otra cosa, porque sabía el impacto que eso tenía en la calidad de vida de millones de personas que se desplazaban cotidianamente a sus puestos de trabajo. Yo creo que, en general, la obra pública de los Gobiernos socialistas, a pesar del tiempo pasado, y de las borrascosas situaciones que se vivieron después, ha quedado en la memoria de la gente como uno de los logros claros de nuestra etapa.

Pienso, además, que la época socialista se asocia con una mejora clara de la gestión tributaria: se recaudaron más impuestos, no solamente subiéndolos, sino recaudándolos mejor; y se asocia, indiscutiblemente, con una época de equipamiento del país y de recuperación del retraso histórico, secular, enorme, en infraestructuras. Pasamos de ser un país de peón caminero, que andaba por las cunetas echando alquitrán en los baches —la imagen típica y tópica de una España franquista que atisbaban los turistas—, a ser un país con unas infraestructuras que nos colocan en la dimensión europea. Aún queda mucho, pero ya somos la envidia, por los niveles de infraestructuras que tenemos, de muchos países europeos.

La obra pública encajó claramente en el proyecto socialdemócrata. El proyecto socialdemócrata tiene su base en el equilibrio territorial y en las mejoras de las condiciones de vida de los ciudadanos. Dar prioridad al enlace del sur con el crecimiento del este y del norte es una voluntad política que se lleva a cabo porque se es consciente de los desequilibrios que tiene el país y de la necesidad de dar un impulso a un desarrollo en términos de igualdad. Es una política que crea equilibrios desde la perspectiva de la igualdad, con un plan de viviendas o con una política de transporte de cercanías, o de tarifas telefónicas, que repartan mejor los costes.