Julián Campo

(Ministro de Obras Públicas, 1982 - 1985)

Mucho que hacer, mucho que soñar

Fueron tiempos de ilusión y esperanza, y tuve la fortuna, que siempre agradeceré a Felipe González, de formar parte del primer Gobierno socialista. En aquellos momentos, a muchos nos daba igual ser ordenanzas, ministros o desempeñar cualquier otra tarea. Lo importante era participar y trabajar en un proyecto por el que habíamos luchado desde la adolescencia. Creo que ese sentimiento lo compartíamos todos los que nos sentamos en aquel Consejo de Ministros, la mayoría de los cuales nos conocíamos desde nuestra época de estudiantes. Era mucho lo que había que hacer, mucho que cambiar y mucho, acaso demasiado, que soñar.

En aquellos primeros días como ministro, nunca me sentí abrumado o desconcertado. Algunos compañeros de Gabinete me confesaron, semanas más tarde, que cuando tomaron posesión de sus cargos se sintieron inseguros ante lo desconocido. Para muchos que procedían de la enseñanza o pequeños despachos, aquel inmenso mundo de la Administración Pública les desconcertaba y no conocían los límites y posibilidades de su poder. Para aquellos otros que estábamos acostumbrados durante muchos años a ocupar distintos puestos en la Administración, ese mundo nos era sobradamente conocido y sabíamos el trabajo y la lealtad que se podía pedir a los funcionarios y las reglas de respeto y convivencia que regían la función pública. Aunque pueda parecer una boutade, en una administración reglada y antigua, la diferencia entre un jefe de sección y un ministro no es muy grande.

El Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo que encontré era una organización un tanto desarmada. Durante muchos años, no sólo los niveles de inversión habían sido bajos, sino que, lo que era mucho más grave, el Ministerio se había convertido en una organización donde las decisiones de inversión se tomaban, en su mayor parte, por criterios de oportunismo político, por la capacidad de presión de personas o entes locales o, en el mejor de los casos, por aisladas iniciativas de funcionarios diligentes. No existían criterios generales, a largo plazo, de localización de inversiones ni una planificación conjunta de las mismas, con la excepción de un Plan de Vivienda que languidecía por la intrincada administración del sector de la vivienda. Así, era curioso observar que, tratándose de un mismo itinerario de carretera, dependiendo del funcionario responsable o de la provincia por la que discurriera, cambiaban el trazado, las características y la conservación del mismo. O en itinerarios principales: recuerdo el de Madrid a Alicante. Había, de repente, algunos kilómetros abandonados y especialmente llenos de baches desde hacía ya muchos años.

La falta de planificación en un ministerio inversor fue para mí lo más sorprendente, lo más grave y lo que estimé que debía corregirse urgentemente. No se podía improvisar cada año lo que había que hacer el siguiente. Era necesario fijar prioridades y establecer programas plurianuales con criterios objetivos y públicos. Los ciudadanos debían y deben saber con antelación qué se va a hacer y por qué. No sólo era, y es, una obligación democrática, sino que era, y es, también la garantía de la eficacia de la inversión pública. Para ello, una vez analizada la situación organizativa y de gestión del Ministerio, sin detener en ningún momento las inversiones en ejecución, se crearon gabinetes de estudio que tenían la misión de desarrollar planes sectoriales en distintas áreas del Ministerio.

Siempre he pensado que la labor de gobernar debe realizarse con el máximo consenso y el conocimiento y aportaciones de los ciudadanos. Pero, a veces, no es tarea fácil. Aunque ahora parezca absurdo e increíble, en aquellos tiempos, las obras públicas no tenían buena prensa. Un predecesor mío había hecho mucho daño demagógico denominando al régimen de Franco un «Estado de obras». En consecuencia, los medios de comunicación y una parte importante de la opinión pública, la más «progresista», consideraba que hablar o escribir sobre las obras públicas era casi reaccionario y, desde luego, no daba prestigio. Incluso, dentro del propio Consejo de Ministros se compartía, de alguna forma, esta opinión. Es sorprendente, pero ningún periódico de ámbito nacional publicó un editorial sobre el Plan de Carreteras que iba a cambiar las comunicaciones de este país.

Así, hay que entender una anécdota que me ocurrió en Zaragoza, en la presentación del Plan de Carreteras. Una periodista me preguntó si no consideraba que hacer carreteras era una política continuista, a lo que respondí que sí, que, en efecto, los romanos ya las hacían.

Aún más singular: el artículo más extenso que recibió el Plan de Carreteras fue un despliegue informativo a doble página —aún lo conservo—, en el que un periódico de ámbito nacional editado en Madrid explicaba profusamente a sus lectores que el principal objetivo del Plan era facilitar el aterrizaje de los aviones de la OTAN. Es decir, que la planificación sectorial hubo de hacerse en la soledad de los despachos, con muy escasa colaboración de la opinión pública, a pesar del intenso esfuerzo que hicimos para que no fuese así. Y por ello, con sus aciertos y errores, fue un producto exclusivo de los que trabajábamos en el Ministerio.

En aquellos años, las competencias del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo se centraron fundamentalmente en la política de aguas y obras hidráulicas, medio ambiente, carreteras, puertos, costas y playas, y vivienda. En la política de aguas se hacía imprescindible una nueva legislación sobre la materia, debido a la nueva configuración del Estado autonómico y las exigencias de protección medioambiental. Junto a una normativa dispersa de menor rango, la legislación vigente procedía de 1879. El agua, huelga decirlo, es de una importancia suprema, no sólo por razones medioambientales, sino también por razones económicas y de coherencia territorial. La Constitución de 1978 y la nueva distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas exigían una nueva regulación legal que permitiese compatibilizar la unidad de cuenca y gestión de aguas con la competencia de los entes autonómicos. Romper la unidad de cuenca, como pedían algunos, hubiera sido una catástrofe. Por otra parte, la nueva ley permitiría satisfacer una necesidad planteada desde hacía tiempo: extender el dominio público a las aguas subterráneas, lo cual era urgente, dada la sobreexplotación de acuíferos que se había producido recientemente, y la necesidad de mejorar la protección y la gestión de un bien tan necesario. No menos importante era la obligación que establecía la ley de realizar planes de cuenca y, posteriormente, el Plan Hidrológico Nacional. En los tiempos actuales, para valorar lo problemático y conflictivo que fue la elaboración de la nueva Ley de Aguas, sólo hay que recordar los problemas que está planteando el proyecto de Plan Hidrológico Nacional, que, al fin y al cabo, sólo es un apéndice del conjunto de materias que reguló la nueva ley.

En estos aspectos, más que nunca, en una materia tan sensible, quise buscar el consenso y el apoyo de la opinión pública. Era importante, para redactar el texto adecuado, que los ciudadanos tuviesen conciencia de la importancia de la gestión del agua y de los problemas económicos, políticos y sociales que su buen uso implica. Durante más de dos años, todo mi equipo y yo, personalmente, tuvimos reuniones con expertos y con todas las personas y entidades, públicas o privadas, que tuviesen un interés institucional en el agua. Por último, mantuve reuniones personales con los dirigentes de todos los partidos políticos representados en el Congreso, y, no con menos esfuerzo, discusiones interminables con algunos compañeros de Gobierno.

Creo que una de mis mayores satisfacciones fue el consenso social que obtuvo, al final, la Ley de Aguas. Políticamente, los mayores recelos provenían de partidos nacionalistas, que al final fueron superados, y de Alianza Popular, que, aparte de acusarme de rojo, «estatificador», etcétera, por extender el dominio público a las aguas subterráneas, interpuso un recurso de anticonstitucionalidad a la Ley. Conservo una carta de Manuel Fraga en la que afirma que el proyecto no era tolerable por centralista y falta de respeto a los derechos de las Comunidades Autónomas. Obsérvese la idea de Estado que, decían, Fraga tenía «en la cabeza».

No sólo había que actualizar la normativa de aguas. Se puso en ejecución un programa informático de vigilancia de presas y control de avenidas. Se iniciaron obras que aumentaron la capacidad de agua embalsada en más de un treinta por ciento, entre ellas, la mayor presa de España, el embalse de la Serena en el río Zújar, y se dedicó una especial atención a los trabajos de protección, limpieza de cauces y prevención de inundaciones.

Vivíamos años de intensa sequía con el dramático correlato de las inundaciones. No hay que olvidar que, pocos meses antes de la toma de posesión del nuevo Gobierno, se había producido la catástrofe de la presa de Tous y, durante mi mandato, se produjeron las inundaciones del norte, especialmente en Vizcaya.

Por cierto, ahora que recientemente se ha mencionado la presencia de Felipe González y el Gobierno socialista en las catástrofes, yo puedo dar un buen ejemplo de lo que hicimos. Las gravísimas inundaciones del norte se produjeron a finales de agosto. Yo estaba pasando unos días de descanso con mi familia en la provincia de Alicante. Me llamaron del Ministerio alrededor de las diez de la mañana para comunicarme la noticia, hice las consultas pertinentes para confirmarla y, entre las once y las doce, hablé con el presidente. A las dos estaba cogiendo un avión para dirigirme a Madrid. A las cuatro salimos el presidente y yo de Barajas camino de Vitoria, donde cogimos un helicóptero de la Guardia Civil, y entre nubes bajas y tormentas, siguiendo el piloto el trazado de la carretera para poderse orientar, porque aún estaba lloviendo, llegamos a Bilbao, donde aterrizamos a las afueras, en un prado, en Artxanda. Es decir, que, en poco más de seis horas, cuando aún no había terminado de llover, el presidente del Gobierno y el ministro de Obras Públicas estaban en el lugar de la catástrofe. El presidente se volvió a las pocas horas; yo me quedé allí varios días. Algunos deberían aprender y otros, recordar.

La necesidad de una planificación a largo plazo de las inversiones en carreteras parece bastante obvia, pero la realidad era que, en el Ministerio, en las últimas décadas, no existía ninguna planificación de este tipo ni en carreteras ni en otros sectores de la obra pública. Incluso las que se intentaron y se ejecutaron parcialmente con anterioridad habían estado limitadas a una pequeña parte de la red estatal. Había provincias donde las carreteras estaban bien cuidadas, en otras, estaban abandonadas, y todo ello daba lugar a que algunos itinerarios pareciesen auténticos museos de carreteras en donde se podían contemplar todas las tipologías posibles: carreteras con y sin arcén, de distinto ancho, con diferentes firmes, curvas corregidas una y otra vez, etcétera. Era obvia, por tanto, la necesidad de elaborar y poner en ejecución un plan de carreteras que contemplase las actuaciones necesarias en la totalidad de la red estatal, fijando objetivos explícitos, priorizando actuaciones de acuerdo con las necesidades y desarrollando la coordinación de proyectos e inversiones.

El Plan General de Carreteras 1984 - 1991 comprendía cuatro programas: Programa de Autovías, Programa de Acondicionamiento de la Red, Programa de Reparación y Conservación y Programa de Actuaciones en Medio Urbano, Puertos y Aeropuertos. Estaba previsto que su ejecución se realizase en dos fases de cuatro años cada una, iniciándose de forma inmediata en 1984. Pensábamos que era urgente iniciar la ejecución del Plan; en primer lugar, porque había necesidades inmediatas que atender; y, en segundo lugar, porque, una vez iniciado el Plan, viniese quien viniese al Ministerio en un futuro, su desarrollo sería irreversible, como así sucedió. La mejor reválida del Plan ha sido su realización. Por primera vez, una planificación que comprendía la totalidad de la red viaria estatal se ejecutó de acuerdo con lo previsto. El Plan de Carreteras fue un elemento fundamental en el desarrollo y modernización de este país en los años de los Gobiernos socialistas. Por primera vez, se disponía de carreteras modernas y suficientes para soportar el tráfico viario, que era y es alrededor del 90 por ciento de los tráficos totales. De acuerdo con el Plan, se construyeron más de 2.500 kilómetros de autovías, que conectaron los principales grupos de población, y se acondicionó el resto de las carreteras a un nivel que, incluso ahora, es en su mayor parte suficiente para el tráfico que tienen que soportar. Sin extenderme mucho en la política del Departamento respecto a las autopistas de peaje, sí quiero manifestar que, en contra de lo que a veces se ha afirmado, ni en el Partido Socialista ni en el Gobierno en su conjunto existía una idea previa de la política a seguir —como se comprobó con posterioridad a 1985—. Pero yo sí tenía, por mi experiencia en el Ministerio de Hacienda, precisamente a las órdenes de José Barea, una idea precisa del grave despilfarro de recursos que había supuesto la política seguida hasta el momento. No era un prejuicio dogmático, sino fruto de la experiencia. Las autopistas de peaje pueden ser una alternativa útil en algún caso, pero, tal y como se estaban construyendo, no lo eran. Por ello, se tuvo que crear la Empresa Nacional de Autopistas, que se vio obligada a hacerse cargo de tres empresas privadas en bancarrota. Posteriormente, se tuvo la oportunidad de potenciar la Empresa Nacional y convertirla en un ente similar al de otros países europeos. Pero, por presiones del Ministerio de Economía y del Banco de España, se decidió privatizar las autopistas catalanas, en contra de mi firme y razonada posición. La decisión se ejecutó después de mi salida del Ministerio; los ciudadanos perdieron con ella cientos de miles de millones de pesetas; y los ciudadanos catalanes, la posibilidad de disponer de una red de autopistas gratuitas.

En otras áreas del Departamento, la labor de planificación, ejecución y ordenamiento del gasto público fue similar. Se realizó un plan de regeneración de costas y playas, triplicando la inversión existente, que, sin un coste excesivo, ha permitido un sinfín de obras de protección de playas y regeneración de costas degradadas que todo ciudadano que recorra nuestro litoral puede apreciar. En aquel momento, nos pareció, y el tiempo nos ha dado la razón, que ésta era una tarea urgente y fundamental para proteger medioambiental, social y económicamente nuestro litoral. Se empezó a elaborar una nueva Ley de Costas, cuyo anteproyecto estaba realizado cuando dejé el Ministerio, y que fue aprobado posteriormente en tiempos de mi sucesor. No quiero extenderme más, pero se reorganizó toda la administración de los puertos y se racionalizaron las inversiones de acuerdo con un programa centralizado que priorizaba el gasto en función de sus necesidades. En vivienda, se puso en ejecución el Plan Cuatrienal de Vivienda 1984 - 1987, que impulsó la vivienda pública y la de protección oficial a unos porcentajes respecto a la vivienda privada que no se han vuelto a alcanzar.

Una tarea imprescindible que requirió mucho tiempo, problemas y disgustos, fueron las transferencias a las Comunidades Autónomas de las competencias del Ministerio de acuerdo con la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Cuando tomé posesión, solamente se habían transferido algunas competencias, no todas, al País Vasco y Cataluña. Dos años más tarde, se había culminado el proceso previsto de transferencias a las diecisiete Comunidades. La labor fue conflictiva administrativamente, y muy delicada políticamente, pero se realizó, creo, «casi» a plena satisfacción de todos. Para ilustrar la complejidad del problema solamente citaré, como anécdota, que a la salida de una reunión sobre dichas transferencias, el presidente de una Comunidad Autónoma —por cierto, era socialista— me acusó de centralista, franquista y otras lindezas, por no sé qué carretera que, de acuerdo con los criterios generales del Ministerio, no se podía transferir. Esta anécdota es un buen índice del nivel de tensión con que se realizó el proceso.

Un ministro ejerce al menos dos funciones: una, como jefe de un departamento ministerial, y otra, como miembro del Gobierno. Como responsable del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, creo que la labor realizada por todos los que trabajábamos en él fue buena y, en términos comparativos, muy buena. Tuve la suerte de disponer de un excelente equipo que compartimos amistad, ilusión y trabajo. Por el contrario, como miembro del Consejo de Ministros, mis discrepancias con el estilo, nombramientos y proyecto político fueron creciendo con el paso del tiempo, como tuve ocasión de exponer personalmente al presidente pocos meses antes de la crisis. No eran discrepancias administrativas ni de recursos presupuestarios, eran políticas. Al final, llegué a la dolorosa conclusión de que mi persona sobraba en aquel Consejo y la dimisión de Miguel Boyer fue la oportunidad para que, sin escándalos ni alharacas ajenas a mi estilo, decidiese dejar aquel Gobierno en el que tantos esfuerzos e ilusiones había depositado.