La rebelión contra la Historia
Buscaba, en mi memoria, algo que provocara en Felipe González un gesto de complicidad. Algo que lo situara en los inicios de aquella rebelión contra la Historia que fueron sus años de Gobierno. No fue difícil. Bastó con recuperar unas imágenes y una voz tranquila, que le hablaba a este país, en octubre de 1982, y la de alguien que se dolía, en el siglo XIX, de «los males de la patria». Las imágenes y la voz eran del mismo Felipe poniendo en pie, con todo su vigor, la llamada de aquel doliente escritor: Lucas Mallada. Los miles y miles de ciudadanos que llenaban los mítines no sabían quién era aquel español que había contemplado a la patria con preocupación y con vergüenza. Pero Felipe González les explicó cuáles eran las causas de aquel sentimiento antiguo y de aquella vieja voluntad de ponerle remedio a tanta frustración que se conoció, entonces, como «regeneracionismo». Aquella llamarada incendió este país de punta a punta, y de modo tal, que los socialistas vencieron con apabullante mayoría aquellas elecciones sin que Felipe González prometiera, ni una sola vez, la revolución socialista.
Y no la hizo. Felipe se «conformó» con provocar en este país una rebelión contra su propia Historia. Es lo que argumenta cuando, en su evocación de aquellos primeros años de Gobierno, explica por qué los ciudadanos entendieron el mensaje regeneracionista.
Todas las dificultades, todas las cuestiones pendientes, todas las necesidades de este país pasan por delante de sus ojos en la mañana de nuestra primera conversación. Percibo que quizás no esperaba tantas y tales preguntas, pero las escucha con una tranquilidad no fingida. Nada delata la excitación y la fatiga que debe causarle hablar de la democratización del Ejército, de la renegociación de las bases americanas con el Gobierno de Ronald Reagan y tener que explicar, casi inmediatamente y sin rodeos, las claves de la dimisión de Boyer, la reconversión industrial o la escasa comprensión que siempre sintió desde aquel «corralito»… (En esos términos describe el «guerrismo»).
En contra de cualquiera de mis temores, Felipe González siempre va un paso más allá de lo que espero. Me sorprende en una pregunta, y en la siguiente, hasta que decido apartar un guión plagado de ansiedad. Me doy cuenta de que, por la razón que sea, el expresidente no se está «blindando», apenas se preserva. Al menos, esta vez y durante dos horas largas. Y cuando la conversación termina y nos despedimos hasta la siguiente, tengo la evidencia de que, además de una introspección personal no prevista —sin duda no deseada—, Felipe González acaba de dedicarme un gesto de pura amistad.
Ese gesto se repite en nuestro segundo encuentro, mientras comemos en su despacho de la calle Gobelas. Yo se lo agradezco… más si cabe, porque ahora todo es mucho más difícil y mucho más doloroso. Porque tiene que afrontar preguntas incómodas que le hacen removerse en su silla; preguntas que le producen un sufrimiento que se asoma a una mirada que, en ningún momento, evita la mía. Ni siquiera cuando admite, porque desea vivamente hacerlo, que aquellas acusaciones que le señalaron como la «X» del GAL consiguieron desbordarle de preocupación, al comprobar hasta qué punto neurálgico habían llegado las cosas… Sólo eleva el tono de su voz para defender la inocencia de Barrionuevo. Lo había rebajado, hasta el murmullo, para referirse a esas «otras razones» que explicarían la conducta de Nicolás Redondo contra él y sus Gobiernos. Son razones que, en cualquier caso, se niega rotundamente a desvelar.
Me interrumpe una sola vez, para evitar, cuidadosamente, que yo establezca una relación «equivocada» entre el golpe traumático de la huelga del 14-D y su decisión, siempre truncada por las circunstancias, de renunciar, de marcharse. Y me sorprende que la rudeza que emplea para reconocer la decepción que le causaron algunos de «sus» renovadores se torne contenida expresión a la hora de explicar su distanciamiento irreversible respecto a Alfonso Guerra… Más tarde me vuelve a sorprender cuando, al filo del tiempo, casi agotado, opta por dejar claro, a salvo de cualquier confusión, que aquella distancia tuvo sus motivos concretos y que Alfonso dejó de ser vicepresidente porque él lo cesó… (Atención al sutil sarcasmo con el que describe la resistencia de Guerra).
Estremece la serenidad que hay en su expresión, en su voz y en su gesto a la hora de reconocer que la corrupción le quebró el ánimo, porque le costó demasiado tiempo admitir la evidencia. Pero se defiende desesperadamente de las preguntas que le sugieren el error de aquella operación de los «independientes» o del fichaje de Belloch. Es el único momento en que Felipe González parece sentirse más incómodo que en el sillón del dentista. Es la suya una incomodidad contagiosa que me obliga a compartir —sólo por un momento— su deseo de acabar cuanto antes…
En dos momentos de mi encuentro-reencuentro con Felipe González he podido confirmar algo que ya sabía: que es capaz de prescindir del pudor —uno de los registros de su carácter— cuando realmente lo desea y lo necesita. En la primera ocasión, lo hizo para expresarse en términos de pura afectividad y estima personal hacia José María Maravall, quizás una de las personas que mejor le conoce… Y, una segunda vez, para dejar constancia, para la historia de su Partido, de que en la última campaña electoral estuvo solo y se sintió solo. Es una percepción que Felipe intenta describir asépticamente. Pero en la que no consigue ocultar que le afligió el peso de un reto, el último. Un reto en el que, como él afirma, se dejó la piel.
En 1982 hice una campaña con un mensaje electoral empapado de aquel regeneracionismo que —creo— la gente entendió bastante bien, porque estaba dispuesta a hacer un esfuerzo de ese tipo. La verdad es que era una apuesta de confianza en las posibilidades del propio país. En mi opinión, uno de los problemas históricos de España era que la derecha hegemónica que había estado en el Gobierno —por los votos o por las botas, yo tampoco establecía muchas diferencias— tenía una visión del país envuelta, a veces, en ese discurso imperial de «pecho de lata», pero no disimulaba una desconfianza profunda en las posibilidades del país, en las posibilidades de la ciudadanía. Nunca en España había existido un pacto por la res publica que comprometiera a los ciudadanos entre sí y con las instituciones. La experiencia republicana fue, en ese sentido, una experiencia frustrada —por muchas razones, pero una experiencia frustrada— casi desde el comienzo, porque fracturó la sociedad y no logró crear ese pacto por la res publica. Teníamos esa desventaja respecto de otras naciones.
Lo que yo quería es que pudiéramos recuperar, precisamente, la confianza en nuestras posibilidades como país, y en distintos aspectos. En primer lugar, quería que nos pudiéramos reconciliar con nuestro pasaporte, que era tanto como reconciliarnos con nuestra identidad; dentro de todos los problemas que esa identidad conllevaba históricamente, ése me parecía un elemento absolutamente decisorio. Quería que fuéramos capaces de confiar en que nosotros también podíamos hacer lo que hacían otros. Los ejemplos eran muchos… Las anécdotas se multiplicaban. Si los españoles que emigraban a Alemania era capaces de hacerlo tan bien —o mejor— como los alemanes en su puesto de trabajo, ¿por qué no lo íbamos a hacer aquí? ¿Por qué el Fondo Monetario nos tiene que decir lo que debemos hacer, si nosotros nos bastamos para hacerlo? ¿Por qué no ordenamos nuestra convivencia y le damos un sentido histórico diferente? ¿Por qué no rompemos las barreras del aislamiento? ¿Por qué España no puede ser un país moderno, eficiente, que funcione?
AFLORABA UN PROYECTO DE PAÍS
Estas líneas de reflexión —que eran líneas de recuperación de la confianza en el país— me acompañaban, obviamente, desde mucho tiempo antes de la campaña electoral. Por tanto, no era una campaña impostada para ganar las elecciones: era la interiorización de un proyecto de país, en el sentido profundo del término, mucho más que un programa concreto de cosas. Un proyecto que iba aflorando, y lo hacía con la credibilidad que concede el hecho de que la gente sea capaz de identificarte con lo que dices, no con la agitación y la propaganda, modelo que se percibe ahora constantemente. (Por ejemplo, la credibilidad de fondo que puede tener la gente pensando en Aznar como defensor de la Constitución es bastante reducida). En aquel caso, era exactamente lo contrario. Había una gran credibilidad en la coherencia entre lo que decíamos y lo que estábamos dispuestos a hacer. Aunque también me daba cuenta de que la gente temía que todo lo que queríamos hacer no fuera posible…
Realmente, había miedo, había expectativa y temor de que la experiencia no pudiera resolverse, como otras tantas veces en la Historia. Ése era un poco el clima.
Hace poco, me preguntaban, a la luz de algunos fenómenos que se están viviendo en el mundo: «¿Tu propósito entonces era ganar las elecciones como proyecto histórico o tu proyecto era otro?». «No, no. Para mí, ganar las elecciones tenía un valor instrumental: no se trataba de ganar las elecciones y demostrar —cosa que alguna gente tenía la tentación de creer— que la izquierda podía ganar y que podía estar». Días después de que ganáramos, me decía Clemente Auger: «Lo único que tienes que demostrar es que, durante cuatro años, puede haber un Gobierno de izquierdas. Lo demás… nada. No toques nada, pero dura cuatro años y punto». Recuerdo esa frase, en noviembre de 1982. Pero ése no era mi propósito.
Mi propósito era ganar las elecciones como instrumento para provocar un cambio de orientación histórica en el país. Ese cambio se podía enfocar de muchas maneras, y ahora, con perspectiva, se ve más claramente. Se podía realizar contestando a algunas preguntas: ¿cómo un país emergente puede convertirse en un país central? ¿Cómo un país autoritario y centralista puede ser democrático? ¿Cómo descentralizar el poder —que no centrifugarlo— manteniendo la cohesión? ¿Cómo un país puede romper las fronteras del aislamiento y convertirlas en fronteras de la comunicación y de la integración en el mundo? ¿Y cómo un país sin suficiente cohesión social es capaz de cohesionarse socialmente y responder de su propio destino modernizándose económicamente? Eran cuatro o cinco propósitos de fondo. Se podrían resumir de cualquier manera, pero responden a esas preguntas que estaban en el sustrato de nuestra propia trayectoria política y que llevamos a la práctica durante la acción del Gobierno, en los porcentajes que «las musas permiten trasladar las ideas al teatro». Pero lo hicimos en un número suficiente como para que hoy nadie discuta que en los últimos veinticinco años —de los cuales nosotros protagonizamos casi catorce en el Gobierno, y cooperamos seriamente durante los seis anteriores, en la transición, para que no se desestabilizara el país— España ha cambiado su destino histórico. Eso, hoy, no lo discute nadie. Algunos tratan de borrarlo, de disputarlo o de creer que aquello ocurrió porque tenía que ocurrir… Pero yo creo que, objetivamente, ocurrió porque lo provocamos nosotros.
AQUELLOS MALES DE LA PATRIA
Yo trataba de corregir el desorden de la pesadísima herencia histórica que habíamos recibido. Pero esa corrección se podía enfocar de mil maneras… Se puede podar una viña de dos maneras: con la satisfacción del trabajo bien hecho o cumpliendo con la tarea, y punto. Podar una viña con la conciencia de hacer un trabajo bien hecho añade valor a la viña. Ocurrían cosas extrañas: este país era tan raro que el Gobierno, el Estado, hacía coches, y las empresas privadas construían carreteras y las pocas autovías que teníamos. Era más razonable hacerlo al revés, que cada uno desempeñara su papel.
La mayoría de los ciudadanos entendió bien el mensaje con el que yo denunciaba los «males de la Patria» de los que se dolía Lucas Mallada[141]. Otros estaban esperando lo que la extrema izquierda llamaba la «revolución socialista». También hubo gente que se equivocó, porque se «encantó» con promesas que yo nunca hice. Por eso se produjo, en determinado momento, una sensación de desencanto. Pero yo tenía también plena conciencia de que la demostración de que había una opinión pública que no coincidía en el fondo con esa percepción crítica del desencanto —casi nunca coinciden plenamente— es que mantuvimos la mayoría absoluta una vez, y otra vez, y otra vez. Los ciudadanos sostenían seriamente el discurso de fondo que estaba cambiando al país. Por eso, aquel desencanto ni me inquietaba entonces ni me inquieta ahora, considerándolo con perspectiva histórica. Porque uno de los grandes —grandes, grandes— errores que habíamos cometido en la Historia, digamos, los «progresistas» en general, era pensar que los problemas que teníamos secularmente embalsados se podían solucionar anteayer. Esa terrible impaciencia fue lo que, en primer lugar, propició la imposibilidad de administrar bien los tiempos de la República y la incapacidad de consolidar esa experiencia, esa gran esperanza de democratización y de modernización de aquel tiempo histórico. Por esa razón, yo tenía clara la cuestión de los tiempos.
Algunas personas recordarán aquella gran polémica que se suscitó cuando yo hablé de la necesidad de veinticinco años para llevar a cabo un cambio histórico serio. Y no me estaba refiriendo a veinticinco años de permanencia en el poder. Eso me parecía menos importante que la actuación de cualquier grupo político que fuera capaz de modernizar el país. Yo no aspiraba a estar veinticinco años en el poder; al contrario, cuando llevaba ocho años, es evidente que quería ser sustituido. No me estaba refiriendo a eso; ni siquiera estaba enviando ese mensaje a la opinión pública en general, y mucho menos a la derecha. Se lo estaba enviando a la impaciencia de sectores de la izquierda que creían que el cambio histórico había que hacerlo ya, inmediatamente —cosa que comprendo perfectamente—. Y que había que producirlo «ya», en tiempo pretérito, más que con un ritmo hacia el futuro… Hacia esa gente, hacia ese estado de opinión —que compartía buena parte de mi propio Partido—, era al que yo quería dirigir ese mensaje: es necesario tiempo histórico para hacer cambios históricos. Por tanto, yo tenía mi propio ritmo y mis propias convicciones, que creo que se demostraban en un porcentaje muy alto. Lo importante era el saldo, y el estado de ánimo de la gente, que nunca faltó. Nunca nos falló la gente. La gente creyó, durante muchos años, en lo que estábamos haciendo.
Aquellos males de la Patria, aquellas cuestiones pendientes en la España contemporánea podrían resumirse en cuatro: la cuestión militar, la cuestión territorial, la cuestión religiosa y la cuestión social. Digamos que ésta era la visión práctica; ahora podría reenfocarlo de manera diferente. En la cuestión social, por ejemplo, se avanzó sustancialmente. A pesar de las enormes dificultades que estábamos viviendo desde la crisis del petróleo de 1974, teníamos una base: teníamos una cultura que permitió que nadie ofreciera una gran resistencia a aumentar los elementos de cohesión social, a través de la negociación en cuanto se refiere a los salarios, y a través de las prácticas, ya adquiridas históricamente por la socialdemocracia, de mejorar la igualdad de oportunidades en educación, en salud, en pensiones… Por tanto, yo creo que esa parte del camino era relativamente fácil de recorrer. Teníamos que vencer algunas resistencias que parecían inamovibles, pero yo creo que ésa no era la parte más difícil.
Fue sorprendentemente eficaz la reforma que abordamos para lograr la solución de la llamada «cuestión militar». Es absurdo pensar que se resolvió de una vez; no es verdad. Nos encontramos, como es natural, zonas muy serias de resistencia a ese cambio. Pero, de todas maneras, dos o tres años después de que llegáramos al Gobierno —aunque hubiera todavía mar de fondo— era evidente que, para la gente, para el imaginario colectivo, la cuestión militar había pasado a segundo término. Y poco después, había pasado, definitivamente, a la historia. Nos había acompañado durante dos siglos, y se terminó. Punto.
LA IGLESIA, UN PODER QUE SUPO ESPERAR
Yo sabía lo que ocurría con la cuestión religiosa, y sabía que algunos problemas se habían resuelto en términos de modernización, justamente, porque se produjo un desplazamiento de la Iglesia, desde su vínculo con el autoritarismo a su reubicación en un escenario democrático. Pero también era evidente que en la Iglesia se estaba produciendo una regresión respecto a lo que significaba Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. Y la regresión se hizo patente y evidente cuando la Iglesia —durante los años ochenta— se comprometió muy directamente en la liquidación del comunismo, con el Papa polaco, cuando la Iglesia se asusta por el impacto de la Teología de la Liberación en los países emergentes de América Latina, cuando percibe que la apertura y el relativismo ecumenista de Juan XXIII, que responde a una etapa de descolonización, han ido demasiado lejos y entiende que la Iglesia necesita jerarquía y disciplina en cuestiones de moral y de costumbres —sobre todo, en las relaciones familiares y sexuales—. Podía observarse un claro enfrentamiento entre la oleada hacia la democratización y los retrocesos o regresiones en otras materias. De todas maneras, nuestras relaciones con la Iglesia no fueron excesivamente tensas, salvo en elementos que definían la moral, como la cuestión educativa o la del aborto. En esos temas, hubo momentos, como es natural, de una enorme tensión. Yo creo que una parte de la Iglesia, que entonces estaba tomando el control estratégico del Vaticano y toda aquella visión general, cuyo núcleo básico era el Opus Dei, empezó a preparar, digamos, una cierta estrategia de repuesto y de recuperación.
Al mismo tiempo que nosotros —desde el punto de vista democrático, con los votos— estábamos dominando mayoritariamente la política de reformas, había una estrategia interesante, sostenida, completa en las partes no representativas, o menos representativas, o más indirectamente representativas del funcionamiento de la sociedad, en los tres niveles. La Iglesia se ocupaba de penetrar tanto como le era posible en el mundo financiero, en la cúpula militar, en la Universidad y en la dirección de la Universidad. La Iglesia desplegó en esos sectores una labor callada: era consciente de que Fraga no era el que me iba a desplazar del poder y quiso preparar, con tiempo, una generación nueva que, llegado el momento de desgaste del Gobierno, pudiera acceder al poder. Era algo bastante claro. Y nosotros no sólo no le prestamos ninguna atención, sino que nos pasó bastante desapercibido durante cierto tiempo. En la cuestión religiosa, se ha producido, sin duda, un esfuerzo de recuperación de la influencia y del peso de la Iglesia católica en la sociedad, una influencia mucho más compleja que anteriormente, como la que se intenta ejercer, por ejemplo, en Polonia: vencieron al comunismo, fundamentalmente, con el protagonismo de la Iglesia, pero debe de ser bastante frustrante para el propio Papa, y para el grupo estratégico, que no les hagan caso en temas como el aborto, el divorcio… En definitiva, la cuestión religiosa recorrió esos caminos, y ha vuelto; no era previsible que tuviera un regreso en términos de tanta influencia sobre la estrategia de poder como la que se ha producido. Pero ha sido algo decidido, pensado. Y creo que no es reprochable: la lucha de poder es así. Lo que ocurre es que a uno le puede gustar o no. Y, naturalmente puede combatirlo.
Y la última cuestión, la cuestión territorial, yo creo que se enfocó y dirigió razonablemente bien en la Constitución. (No hablo del tema de la violencia terrorista, que, obviamente, altera parte de esa cuestión). En un sistema de convivencia civilizada, se fue consolidando ese gran pacto por la res publica, por el espacio público compartido entre todos, que respetaba el pluralismo de las ideas y la diversidad de las identidades, sin desgarramiento. Todo el mundo se sintió, durante un tiempo, reconciliado con su pasaporte, con las tensiones civilizadas propias de un Estado que reúne una diversidad de identidades considerable. El proyecto constitucional se mantuvo razonablemente bien, se fue consolidando la manera de hacer y de relacionarse… Se fue consolidando aunque no se resolvió nunca del todo. Pero es lógico… No creo que ése sea uno de los problemas para los que se pueda decir: «Aquí hay una fórmula mágica que lo solucionará». Sin embargo, había un estilo de relación que mantenía la cohesión territorial, una relación no exenta de tensiones, pero de tensiones civilizadas. Excluyo el fenómeno de la violencia. Pero, en fin, en ese tema, es evidente que ahora estamos en una regresión. Es la regresión más difícil de administrar y, probablemente, la cuestión más difícil de recuperar en una gestión de Gobierno. Esta regresión es una evidencia para los ciudadanos. En cualquier estudio de opinión, aparece que la cuestión territorial está ahora peor de lo que estaba.
Éstos eran los cuatro grandes problemas históricos que, además, se enquistaban en un caldo de cultivo particular: el enclaustramiento definido en un eslogan, «España es diferente», o en consignas, «Los enemigos vienen de fuera», o en retahílas, «Europa, el liberalismo, la masonería, el comunismo». En ese enclaustramiento era muy difícil que hubiera una solución definitiva para alguno de esos desafíos históricos. Por eso, para mí, era un factor absolutamente fundamental la ruptura del aislamiento y la integración en una corriente mucho más amplia de institucionalidad democrática, de laicidad, de respeto a la pluralidad e, incluso, a la diversidad: Europa.
Y respecto a Europa, creo que también hemos retrocedido ahora en la vocación de desempeñar un papel relevante, y no un papel regido por un nacionalismo de vía estrecha y arrogante. En América Latina hemos pasado de la retórica histórica a los intereses. La retórica sin intereses es muy peligrosa, porque es hueca y vacía de contenidos. Pero también es muy peligroso que haya intereses sin retórica, es decir, sin capacidad de comprender que una estrategia política de acompañamiento es indispensable, que no tenemos nada que enseñar, sino que debemos compartir, aprender con todos, que tenemos que cooperar y ayudar en serio. Hoy, no hay estrategia política de acompañamiento en América Latina, ni siquiera existe un conocimiento serio del área iberoamericana. Desde el punto de vista político, ahora tenemos intereses y los intereses fragilizan nuestra presencia, en la medida en que no comprendemos las realidades, las identidades o la cultura.
Mi esfuerzo personal para evitar que ganara la derecha trataba, sobre todo, de evitar también esa capacidad demoledora de destruir lo andado. Pero no les ha sido posible frenar una dinámica de un país libre y moderno. Que ha habido una regresión en materia de libertades, me parece evidente. En materia de libertades públicas, que la gente se sienta menos libre es más un problema de élites; el ciudadano de la calle, como tal, lo percibe menos. Entre las élites, entre lo que podríamos llamar «los líderes de opinión», sí ha habido una regresión en materia de libertades, sea de los empresarios, de los sindicatos, incluso entre los políticos y, desde luego, en los medios de comunicación. El problema no es sólo la hegemonía que ha impuesto la derecha en los medios con este oligopolio de ofertas que van de la economía a las finanzas y de las finanzas a los medios, sino los elementos de autocontrol y de autocensura que han impuesto en la vida política. Hay montones de personas que se sentían absolutamente libres para decir lo que quisieran, incluido el disparate, y ahora se sienten absolutamente coartadas para expresarse con un mínimo de libertad, para exigir incluso el derecho al error o a la barbaridad como opinión. Sin duda, ha habido un retroceso en esa materia.
LO QUE NO HAN PODIDO DESTRUIR
Hay otras regresiones que me extrañan menos. Me extraña menos que un Gobierno de la derecha haya hecho una redistribución del ingreso… al revés. Cuando presumen de bajar los impuestos, yo les digo que los dos puntos de incremento de la presión fiscal por habitante, en términos de producto, se han producido, y como «los líderes de opinión» pagamos menos, en cuanto a presión fiscal sobre el producto individual, eso significa que alguien está pagando más. Seguro que no son los bancos. Por tanto, la redistribución de la presión fiscal, en términos de aportación, también se ha producido al revés, con un incremento exponencial menos indirecto de las tasas. No en balde estamos con la inflación disparada en relación con otros países europeos. Pero no me sorprende que la derecha haya hecho una operación de redistribución al revés; no me gusta, pero lo veía venir.
Lo que sí ha sido para mí relativamente sorprendente es la determinación con que esta gente ha hecho una ocupación del poder a través de las privatizaciones según un modelo que, si lo quieren ennoblecer intelectualmente, sería un «modelo canovista», que es el modelo de control. Si el control político no es suficiente, tenemos que interferir y controlar el funcionamiento de la economía. Desde que llegó la democracia, no ha habido nunca en nuestro país un Gobierno más intervencionista que el actual, en el mundo empresarial y en el mercado. El propósito es crear un oligopolio de ofertas de comunicaciones, telecomunicaciones, que pasa después —por la falta de autonomía empresarial española— al control de una parte del poder financiero, esencial en España para cualquier desarrollo económico. Y se completa con el control de los multimedia, y con el ataque a los grupos que se consideran mínimamente independientes, o al que trata de levantar la cabeza. Todo este aspecto me ha sorprendido más, porque es una parte que, en cierta medida, habían consolidado cuando tenían una minoría mayoritaria y tenían que pactar con otros…
Pero es evidente que la derecha no ha podido consolidar un anti-modelo en el tema de la redistribución del ingreso. El sistema de redistribución a través de la asistencia sanitaria, la educación o las pensiones define el modelo socialdemócrata europeo, pero, obviamente, también define el modelo democristiano, porque se forma como el paradigma de la sociedad industrial. Ese sistema es muy resistente al cambio. Cuando un Gobierno, por muy de derechas que sea, trata de desmontar esa redistribución del ingreso —que al final termina siendo una redistribución entre clases medias, clase media-baja, clase media-alta— encuentra resistencias fortísimas. Margaret Thatcher lo intentó con la Sanidad, y pudo llegar a destrozarla, pero no a privatizarla. De hecho, ese proceso ya está de vuelta en Gran Bretaña: han vuelto a poner en manos del Estado los ferrocarriles, por ejemplo. Por tanto, hay una resistencia en el tejido social, acostumbrado a la cohesión, y quien se atreva a romper esa cohesión tiene un problema.
Donde se ha producido una regresión preocupante —yo creía que se podría haber evitado, porque cuentan con una mayoría muy escasa— es en las relaciones con los poderes territoriales, en el diálogo con las autonomías. Y debo decir que, en parte, me siento responsable de haber impulsado la negociación, sobre todo con la minoría catalana, con Jordi Pujol. Lo hablé seriamente con él, porque creía que podía cambiar el destino histórico de la derecha. Pero la derecha que gobierna pasó del «Pujol, enano, habla castellano», a pactarlo todo y continuamente con Pujol. Yo le había dicho a Pujol: «Es la primera ocasión en la que la llamada “derecha castellana” podría entenderse, quizás, con una parte importante del catalanismo político, que expresáis a través del nacionalismo. Es una ocasión histórica para que la derecha española, que nunca ha aceptado la diversidad de España, pacte y se acostumbre a convivir con la diferencia de identidades, aunque sea por un pacto de necesidad y de intereses». En fin, parecía que ese entendimiento empezaba a funcionar, con el PNV también, que formaba coalición con el Gobierno y, entre ambos, llevaban adelante todo lo que fuera contra el PSOE. En realidad, estaban obsesionados con este último detalle. Mantuvieron ese entendimiento con CiU cuando fueron minoría y, de pronto, cuando estaban a punto de celebrarse las elecciones, rompen con el PNV, aunque mantienen, por si acaso, la relación con CiU. Pero cuando obtienen la mayoría, destapan su verdadera cara. Y todavía hoy lo están plasmando en sus discursos contra las identidades, contra los estudiantes, incluso contra lo que ellos mismos representan. Es decir, nos están enseñando cómo hay que ser español, cómo hay que ser vasco… Como les da la gana, por cierto.
AQUEL LIDERAZGO QUE ME DESBORDABA
Yo era consciente —ya durante aquella campaña electoral de 1982— de que en torno a mi persona se estaba acumulando una idea de liderazgo desbordada. Con el tiempo, mis detractores la utilizarían para acusarme de caudillismo. Y no sé si, a estas alturas de mi vida, cuando llevo unos pocos años fuera del poder, y sin pretender ninguna responsabilidad institucional, interna ni externa, estoy ya en condiciones de poder advertir que nunca me ha dominado la pasión por ocupar el poder. Lo que sí es cierto es que uno de los problemas que me ha acompañado siempre —y que no tenía cuando ganamos las elecciones de 1982, incluso las de 1986— era la preocupación por el caudillismo, que es una forma de «fulanismo» en España. Siempre he tenido esa preocupación. Siempre he pensado que uno de «los males de la Patria» era la polarización de la sociedad en torno a una figura simbólica, a favor o en contra. Por carácter —yo no tenía, ni creo que tenga, mal carácter, no le grito a nadie, no soy extremista ni extremoso, en nada—, yo no tendía a la polarización. Sin embargo, la polarización en torno a mi persona fue aumentando; parece que la gente discute poco que yo tenía capacidad de liderazgo. En la primera fase, el índice de rechazo respecto de mi manera de expresarme, de mi estilo de gobierno, de mi estilo de dirigirme a las gentes y de relacionarme, no provocaba rechazo más que en el diez o doce por ciento de la población, lo cual es «homeopático» en cualquier lucha democrática. Sin embargo, terminé provocando rechazo y aceptación en mitades, cuarenta contra cuarenta… Acabé acumulando un rechazo alto al cabo de los trece años de Gobierno.
Y uno de los elementos que me decidió a dejar de participar activamente en la vida política y, sobre todo, en la vida política institucional, en ese sentido del liderazgo, fue mi preocupación por la polarización «fulanista» del país. Es evidente que ese rechazo, digamos, hacia mi personalidad tiene poco que ver con la polarización que se produce con Azaña. Poco que ver, quiero decir, en cuanto a la personalidad, en cuanto al fenómeno histórico. Se produce incluso con Franco o contra Franco, con Azaña o contra Azaña… apasionadamente. Pero es que Azaña era, por su personalidad áspera, más susceptible de provocar ese rechazo. Yo no tenía ese tipo de personalidad, pero, sin embargo, se produjo. Y cuando así fue, tuve bastante claro que yo empezaba a formar parte del problema, y no de la solución. No digo que sea verdad, pero cada uno habla de las percepciones que tiene. Yo no quería polarizar a la sociedad; nunca quise polarizar a la sociedad española en los términos en que se produjo. Porque la inmensa ventaja que nos permitió producir el cambio histórico —que ya está hecho, ahora se trabaja más en los márgenes— no residió sólo en el hecho de que tuviéramos la mayoría que nos sostuviera como gestores de ese cambio, como dirigentes de ese cambio, sino que había una parte importante de la ciudadanía que no nos votaba ni nos votaría, pero que estaba de acuerdo con lo que hacíamos. Ésa era nuestra gran fuerza. Aunque no lo dijeran…
Pero todo esto lo estropearía más adelante la polarización que afectó, por ejemplo, a nuestras relaciones con el mundo empresarial. Los empresarios, más bien, se inclinaban hacia el ministro, pero una prueba de su comportamiento y de su encaje dentro de ese proceso de cambio es el tratamiento que recibieron cuando el Partido Popular llegó al Gobierno. Cuando llegaron estos jóvenes —entonces, porque ahora ya no son jóvenes, Aznar y compañía—, hicieron una limpieza sistemática y mostraron una desconfianza absoluta respecto de los dirigentes empresariales que, siendo como eran de la derecha, no les producían confianza porque les parecían colaboradores del Gobierno socialista. Les parece que fueron tibios con los Gobiernos socialistas: llegan a ese tipo de sectarismo. Pero esa polarización no se produce, por ejemplo, en el mundo empresarial hasta el final. ¿Confianza con el mundo de la empresa? Confianza, confianza… Bueno, con nosotros existía una convivencia bastante armoniosa, y una cierta relación de respeto. Ahora, aquella relación empieza a resultar más interesante, porque yo interfería muchísimo menos —como poder— que lo que está interfiriendo la derecha en las decisiones empresariales y en la propia autonomía de las libertades de empresa. Pero, en un momento determinado, obviamente prefirieron que hubiera un cambio, y se polarizaron. Está claro que se polarizaron. La huelga de 1988 fue una huelga que recibió el apoyo de la Patronal, clarísimamente. No sólo tuvo el acuerdo de la derecha política, también el de la Patronal…
Por tanto, yo tenía, por una parte, conciencia de la fuerza de eso que llaman liderazgo, de la capacidad de convencer y de tener a la gente de nuestra parte. Y, por otra parte, conciencia de que producía, aunque no lo pretendía —bien al contrario—, rechazo. Y fue un rechazo de tal magnitud que se podría haber provocado, por ejemplo, si yo hubiera aprovechado nuestros resultados electorales de 1986 para haber planteado un primer debate sobre la Guerra Civil o sobre los responsables de la Guerra Civil. La gente no veía amenazado su estatus —no digo su privilegio, digo su estatus— y, entre los empresarios, la discusión, hasta hace muy poco tiempo, era: «¿Por qué os quejabais del Gobierno socialista, si nunca fuisteis más empresarios, más potentes, si nunca antes creasteis más empresas, disteis más dinero, expandisteis más vuestra capacidad, aunque se aumentara la presión fiscal y se redistribuyeran ingresos?».
LA ESPERANZA, UNA CARGA PESADA
Aquella campaña electoral de 1982, tantos y tantos mítines multitudinarios, me hacía tomar conciencia de las esperanzas acumuladas en aquellas miles y miles de personas. Y me daba —y me da, todavía hoy— una profunda sensación de vértigo. Me ocurría entonces, y me ocurre ahora. La verdad es que mi compromiso con la gente dependía exactamente de eso, y por esa razón, además, para no estar tan encadenado con el compromiso, yo procuraba estar el menor tiempo posible ligado a ello. Yo nunca he hecho un mitin, hablándoles «a las masas» —como diría el pobre Anguita—. Yo hablaba a seres humanos concretos a los que les veía la cara, y les sigo viendo la cara cuando hablo en público. Por eso, en mis intervenciones, más bien dialogo con la gente concreta, por muchas personas que sean; hablo exactamente igual cuando hay veinte mil personas, o cuando hay cien mil, que cuando estoy en un seminario con cincuenta asistentes. Ese vínculo con los seres humanos concretos era el que más me comprometía. Todavía es el que más me compromete. Aún hoy, cuando alguien, por la calle, me dice cosas como: «¿Por qué te has ido?» —algunos, incluso, lo expresan en términos peculiares: «¿Por qué nos has abandonado?», «¿Qué te hemos hecho?»—, este tipo de cosas me siguen comprometiendo, y comprometiendo en el fondo.
Me agobiaba esa especie de responsabilidad de concentrar tantas esperanzas. Y no sólo por saber que las concentraba; para algunos, yo, o nosotros, representábamos, además, la realización de un sueño, de sus padres, de sus abuelos, de sus tíos, de su familia… Eso era algo más que esperanza. Lo que me decían algunas mujeres mayores en aquel momento: «Cuídate, cuídate, cuídate…». Esas cosas… «Cuídate». Eran viudas de la guerra, y ese «cuídate» era dramático. Porque no pedían nada, lo único que me pedían era que tuviera cuidado, que no fuera a pasarme nada, eso era lo que temían. Eso me abrumaba, pero de verdad.
Cuando me preguntan qué sensación tenía aquel 28 de octubre de 1982, siempre digo que me sentía abrumado. Fundamentalmente, abrumado por la responsabilidad. Sabía que tenía que soportar una carga enorme. Pero estaba absolutamente dispuesto a soportarla, sin que alterara la determinación de hacer lo que debía hacer. Eso explica, en parte, el hecho de que yo no hiciera inauguraciones. Es algo que la gente no puede entender porque no lo relaciona. En parte era reconocerle al Rey su papel. Eso explica que yo nunca presumiera de que no me gustaba salir en la foto. Y explica también que, efectivamente, no saliera en la foto en los momentos, digamos, de gloria. Y explica que, en el Palacio Real, como conmemoración de la firma del Acuerdo del Tratado de Adhesión a la Unión Europea[142], no haya una placa de ésas en la que figure. ¡No figuro ni en la foto! Ni en ésa. Por decisión mía, no por decisión del Rey.
Cuando perdimos las elecciones, yo creo que debería haber sentido una profunda responsabilidad por el fracaso ante la gente que, durante años, me había entregado su apoyo y su entusiasmo. Pero no fue así. Sería feo que tratara de cubrirme. Tengo que reconocer —ya sé que debería decir lo contrario porque es lo que a uno le hace quedar bien— que lo que sentí, en parte, fue una sensación de alivio. No sentí el alivio que yo veía que sentían mis compañeros, para bajar los brazos antes de perder ya, y estar casi deseando perder. Ese tipo de alivio, yo no lo sentí. Yo peleé hasta el último aliento, porque me parecía que era mi responsabilidad y mi obligación con la gente que confiaba en nosotros. Pero, una vez perdidas las elecciones, tuve una clara sensación de alivio. Para entonces, yo ya tenía tomadas todas mis determinaciones, lo que ocurre es que, después, las administré como pude. No las tomé esa noche, porque es cierto que no dije: «Bueno, me voy: que me busquen no sé dónde…». Pero tenía tomadas todas mis determinaciones.
Sin embargo, la imagen de tantos rostros me ha perseguido. Todavía hoy —¡y hay que ver el tiempo que ha pasado!—, a veces, me encuentro con personas que me hablan en términos muy afectuosos. Ahora, además, disfruto con un cambio espectacular: la gente joven vuelve a expresarme su simpatía, se dirige a mí hablándome de sus padres. ¡Han pasado veinte años! Los jóvenes de hoy me hablan de los que eran jóvenes entonces: sus padres.
La corrupción, una de las causas de nuestra derrota, fue también parte de una campaña despiadada. Cuando veo todavía a los que están pagando penas de prisión, y veo la magnitud… ¡No hablo de la prisión en términos cuantitativos sino cualitativos! Todavía se recicla aquello, y se recalienta el guiso, y se vuelve a poner en marcha. Y, por otro lado, salvo que el juez dé un paso más en Gescartera, de Gescartera no hay titulares. La corrupción fue un elemento añadido a una situación de desgaste en el tiempo. Pero a todo ello hay que sumar una política, una campaña muy coordinada. Aunque ahora se arrepienta de haberlo hecho, Luis María Anson la describió bien. Y cito a Anson no porque tenga el mérito de haberla descrito, sino porque era un argumento de autoridad. No era lo que yo decía, sino lo que decían ellos mismos.
Hay partes más dolorosas… Cuando uno tiene —o interioriza— una «responsabilidad del Estado», los elementos más dolorosos no son los personales. Es decir, yo nunca he sentido odio, ni deseo de venganza. Me parece una pérdida de tiempo. Incluso me resisto a hacer reflexiones que pueden parecerse a la memoria de lo que pasó. Entre otras cosas, yo no quiero encerrarme en la memoria de nadie, quiero seguir estando… en la vida. Tengo siempre la tentación de hacer un flash-back para apuntar líneas de futuro, mucho más que para recrearme, en uno o en otro sentido, en el pasado. Pero entonces me preocupaban muchísimo más otras cosas. Por ejemplo, me preocupaba seriamente que destrozaran, que masacraran, de manera consciente, todo el aparato de Inteligencia del país. Eso me preocupaba infinitamente más que los elementos personales, porque sabía que el desmantelamiento de los Servicios de Inteligencia iba a tener un coste infinitamente mayor. Es sólo un ejemplo de lo que me preocupaba más. Me importaba mucho menos el que me envolvieran dentro de ese ataque o que me acusaran de ser un corrupto… Todavía recuerdo las faenas que hacían… Éstos, que parecen tan elegantes de forma… Federico Trillo y…
AQUELLA GENTE CON LA QUE ECHÉ A ANDAR
Aquella foto de la escalinata de La Moncloa, con mi primer Gobierno, la verdad es que aquel momento no provoca en mí un sentimiento especial, quizás porque, mucho antes, ya tenía bastante interiorizado con quién iba a trabajar. Lo que sí pesa en mi recuerdo es la reflexión sobre la gente con la que arrancaba para emprender la tarea.
Yo estaba decidido a formar un equipo en el que mi responsabilidad era designar a los responsables de cada área y de cada Ministerio y, a la vez, ellos eran los responsables de designar a sus equipos de colaboradores. Mi tarea era coordinar ese equipo, dándole sentido de proyecto al trabajo de todos. No tenía intención de puentearlos —no ha sido nunca mi estilo—, intentando colocar en cada Ministerio a personas impuestas por mí. Como método de trabajo, esa técnica no me interesó nunca. Otra parte de mi modo de trabajo consistía en que yo no creía que en la Presidencia del país —que no había existido durante todo el franquismo, el jefe de Gobierno era una institución inexistente en la historia reciente— se pudiera trabajar con «fontaneros». Había que trabajar con un equipo que elaborara, desde la Presidencia del Gobierno y respetando, además, el mandato constitucional, la estrategia del cómputo de gobierno, que reciclara la información procedente de los Ministerios y que fuera capaz de ofrecer orientaciones.
Me sentía satisfecho en ese momento, y absolutamente confiado en que la gente que formaba el equipo, como tal equipo, iba a funcionar. Es verdad que me sentía más próximo a unos que a otros, pero esto es menos relevante. Lo más importante era el convencimiento de que tendríamos capacidad. La mayoría de nosotros no habíamos estado en el aparato del Estado, aunque había algunos funcionarios. Yo no había pertenecido jamás a la función pública; nunca había hecho una oposición para ser inspector de Hacienda, por ejemplo. Yo venía muy desde fuera. Pero venir desde fuera no significaba que fuéramos el contrapunto, lo más lejano a la función pública, o que fuéramos gente con poca experiencia política. Porque, probablemente, teníamos más experiencia política democrática que el resto de los interlocutores, incluso más experiencia que los que habían gobernado en la fase anterior. Lógicamente, la red de relaciones de las que yo disfrutaba, muy intensas y de mucha confianza, era muy potente; por tanto, sabía con qué desafíos nos íbamos a encontrar. Pero también había un componente naïf, cierto desconocimiento que se plasma en algunas de las sorpresas que te llevas cuando llegas y ves, por dentro, las tripas del Estado.
A la hora de formar mi primer Gobierno busqué, en todos los casos, a las personas que podían identificarse mejor con el proyecto: a Solchaga, a Boyer…, a todos. Incluyamos a Fernando Morán, aunque menos quizás, por razones de generación; pero era un experto y, teóricamente, tenía una formación completa, conocía bien el Ministerio, la política exterior, y me pareció que tenía criterio. Cuando trabajaba en la formación del equipo, yo notaba, desde el principio, que había una limitación, la limitación que siempre representa el horizonte generacional. Como el cambio histórico también era un cambio generacional, esa limitación, en parte, me dolía. Pero se daba el caso de que yo no veía fuera de mi horizonte generacional, ni hacia arriba ni hacia abajo. Hacia abajo era muy difícil, porque tenía ministros con 32 años, pero hacia arriba no veía suficientemente… Mis vínculos, como es natural, eran generacionales. Yo tenía 40 años, y la media de edad del primer Gobierno era aproximadamente de un año menos. Cuando abandoné La Moncloa tenía 54 años, y la media de edad del Gobierno era también de un año menos.
En los componentes de aquel equipo no había una predeterminación de cómo iba ser el comportamiento de unos y de otros. En términos generales —lo pienso muchas veces—, digamos que, desde el punto de vista humano, he tenido bastante suerte, porque fueron pocas las personas que reaccionaron mal o fallaron en situaciones complejas. Los equipos permanecieron durante mucho tiempo y fueron pocos —si es que hay alguno— los que salieron del Gobierno con rencores que se expresaran después de otra manera. No he tenido esa experiencia. Para mí, la función de dirección y de liderazgo —o como quiera llamarse— tenía mucho más un componente de libertad que de imposición. El «ordeno y mando» y «aquí se va a enterar la gente», y el «yo lo pongo y lo quito», y «disfruto humillándolo cuando lo nombro, y humillándolo cuando lo quito», y ese tipo de pensamientos, nunca han formado parte de mi manera de hacer las cosas. Mi autoridad era, más bien, una autoridad moral. La gente lo respetaba y yo creo que lo respetó hasta el final.
HABLAR DE ALFONSO…
Hablar de esto me pone en una situación… Yo, en aquel momento, creía realmente que Alfonso tenía una cierta prevención a entrar en el Gobierno y, probablemente, en aquel momento, la tenía. Él decía que no tenía muchos deseos de estar en el Gobierno, que quería hacer otras cosas, y que no sé qué… Siempre lo dijo, siempre mantuvo ese discurso, desde el principio hasta el final. Incluso, a veces, lo expresaba con aquella fórmula: «Yo estoy aquí de oyente». Ese tipo de cosas… Dependía de cada momento. Visto en la perspectiva histórica, yo creo que Alfonso quería estar en el Gobierno. Y creo que, cuando salió, quería seguir en el Gobierno… Esto es lo que yo creo. Otra cosa es que él tenga ese mismo grado de conciencia. Lo creo, pero no lo puedo afirmar rotundamente, es difícil meterse en la piel de otra persona. Es difícil, aunque yo haya tenido con él mucha relación, mucha, y haya creído conocerlo bien. Pero no estoy seguro. A mí me interesa… realmente me apasiona, la condición humana. Alfonso, por ejemplo, llegó a creer, y lo llegó a creer con plena convicción, que mi disponibilidad para abandonar las responsabilidades o la dirección era, en cierto modo, una disponibilidad táctica. (Esa disponibilidad la expresé ya cuando empezábamos a preparar la Constitución, en 1977, en Sigüenza). Y he de recordar que él siempre me acompañó en esas responsabilidades, incluso antes de llegar al Gobierno. En fin, Alfonso pensaba que yo mostraba esta disposición para conseguir más poder, por lo que había pasado en el congreso del Partido, lo del marxismo[143]… Es decir, yo con las resoluciones que se plantearon no iba a ser capaz, desde la minoría en que me había quedado, de representar a la mayoría… Y eso, para mí, era simplemente lineal: una relación de causa-efecto; pero Alfonso, por supuesto, no lo veía así. En el mismo congreso me dijo: «Pero ¿no estarás pensando en serio no presentarte?». «¡Pues claro que lo estoy pensando en serio! No me presento. ¡Ni en broma soy secretario general en esas condiciones, me parece un disparate!». Y cuando planteé, en Sigüenza, que deberíamos hacer un congreso, él me dijo que era una locura. Y tenía toda la razón. Si nosotros hubiéramos organizado un congreso, en 1977, y hubiéramos afirmado que ya habíamos cumplido con lo que nos comprometimos en Suresnes… Políticamente, Alfonso tenía toda la razón; pero, humanamente, aquello era lo que yo quería hacer. Porque yo había cumplido con lo que me había planteado hacer: «Ahora, vamos a intentar renovar el Partido, darle aire y que haya alguien que se encargue…». Alfonso tenía toda la razón. No habría salido, en el caso de que hubiéramos convocado un congreso, y se hubiera producido un cambio en la dirección. Tenía razón.
No me refiero, por tanto, a cuántas veces acertaba o erraba Alfonso, eso importa poco —se puede errar muchas veces, y será una percepción muy subjetiva—, me refiero, sobre todo, a cómo percibía él los acontecimientos. En el congreso en el que dejé la Secretaría General, él creía que, en realidad, yo estaba llevando a cabo una operación de distanciamiento, una estrategia que consistía en decir «no quiero seguir» para, en realidad, poder así dejar fuera a los que quisiera y quedarme con los que quisiera. Esta supuesta intención era lo más lejano, lo más distante, a mi propósito. Y eso, yo creo que Alfonso no lo entendía. Todavía hoy, creo que no lo entiende… Recuerdo a Corcuera, en mi despacho, una semana antes y días antes del congreso, dándome una lata horrorosa: yo tenía mi decisión tomada —Corcuera ni la imaginaba— y ponía sobre la mesa quién tenía que estar, quién no debía salir de la Ejecutiva.
LO QUE NOS SEPARABA
Entre Alfonso y yo había —y creo que, en parte, permanece— una corriente de afecto humano que ha sobrevivido a momentos muy fuertes. Existía eso, más que una corriente de posiciones comunes, que nunca las hubo. Pero la falta de sintonía en ese aspecto no me turbaba. Y me turbaba tanto menos en cuanto que la lealtad de Alfonso permitía que, siempre que llegaba el momento de tomar una decisión, su posición cedía ante la mía. En ese punto, había pocas dudas. Pero las posiciones no eran convergentes, sin duda, sin duda. Algunas veces, incluso, fueron opuestas. Pero, digamos que esto se debía mucho más a un problema de fondo que, como algunos dicen, a un motivo ideológico. Tiene que ver con el temperamento, el carácter, el estilo… elementos que condicionan finalmente todo el proceso de toma de decisiones, el modo de aproximarse a la vida y a los problemas. En todos esos aspectos, Alfonso y yo éramos muy diferentes. Entre los dos había un vínculo afectivo fuerte, pero nuestra manera de aproximarnos a la relación con los demás, a la conformación de un equipo, a la manera de hacer política, al enfoque de los problemas, era muy distinta, siempre fue muy distinta.
Otro tema que nos enfrentó, aunque en etapas posteriores a la formación del primer Gobierno, fue nuestro diferente concepto del Partido y de su función en la sociedad. Yo creo que, incluso antes de arrancar nuestra experiencia de Gobierno, incluso en el congreso en el que surgió el debate en torno al marxismo, Alfonso estaba más identificado con las resoluciones que forzaron mi negativa —aunque, obviamente, se opuso a ellas— que con mis propias posiciones. Yo creo que su estilo, su manera de ser… era más próxima a eso, sin duda alguna. Lo veo retrospectivamente con claridad, independientemente de que le pareciera inoportuno y disparatado que por aquella razón nos fuéramos a jugar una crisis de dirección. Por tanto, ya había esa diferencia, una diferencia muy de fondo. Después, y alguna vez lo hablamos entre nosotros, digamos que él llegó a creer —también lo llegó a creer Txiqui Benegas, y así se recoge en una de aquellas conversaciones telefónicas grabadas desde un coche— que yo no quería al Partido, que no me sentía vinculado a él: una apariencia que se podía afianzar entre alguna gente nuestra. La verdad, la realidad: yo no era partidario de formar «tribus» en el Partido —aunque esa actitud no gustara a algunos—. Digamos que yo no cultivaba el «felipismo» en el Partido, en absoluto. Yo me llevaba exactamente igual con alguien que pudiera aparecer como, digamos, «guerrista», como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que con alguien que, en el imaginario, pudiera aparecer como «felipista», por ejemplo, con Javier Solana. Mi trato humano, de compañero a compañero, no variaba. Yo no premiaba ni castigaba en función de que sintiera proximidad en esos términos, «felipismo» o «no felipismo». El Partido era el Partido.
Y la sensación de distanciamiento… Incluso decían que no me ocupaba de dirigir el Partido. Esta sensación se producía por algo que siempre se administra mal. Es muy complicado. En la actualidad, sigue siendo muy complicado para todos los ciudadanos. La explicación es que, cuando tú te diriges, en función de tu carácter y de tu responsabilidad, al conjunto de la sociedad, con frecuencia es la sociedad la que impacta sobre el partido, para modelar la posición del propio partido. Cuando tienes una concepción de partido, digamos, más instrumental —para entendernos, el modelo más acabado podría ser el modelo comunista—, es el partido el que traslada a la sociedad lo que el líder decide que hay que trasladar a la sociedad; es el centralismo democrático. Frente a esa concepción, yo he tenido una relación infinitamente más fluida. Incluso conversaba con los compañeros como con los ciudadanos; no tenía un «lenguaje de tribu» y un «lenguaje social». Y eso despistaba a mucha gente dentro del Partido. Porque los partidos siempre tienen un «lenguaje de tribu», unas claves de comunicación interna, convenciones comunicativas… Y se entendía muy mal el hecho de que, para mí, fuera exactamente igual un compañero que otro. Y, naturalmente, aquellos que mantenían ese concepto de «tribu» estaban enojadísimos: ni me entendían, ni compartían mi actitud. Sí, se entendió mal que, para mí, un compañero fuera exactamente igual que otro; sobre todo, cuando algunos que se consideraban el núcleo de la «lealtad sin fisuras», en el momento que fuera, creían que ese núcleo tenía que tener, en función de ese tipo de lealtad, premios en la representación o en la función… Pero yo no lo percibía ni lo sentía así.
EL PARTIDO, LA TRIBU Y LA CUEVA DE ALÍ BABÁ
Yo siempre he estado dispuesto —y a día de hoy también lo estoy— a otorgarle responsabilidades a alguien que haya sido crítico conmigo. Siempre le he concedido el derecho a discrepar de lo que siento. Si coordino un equipo, lo importante, al final, es la labor de equipo. Nunca me produjo ningún malestar estar en minoría en la Ejecutiva del Partido; y lo estuve muchas veces. Nadie lo cree, por aquello del «felipismo», del caudillismo, y todas estas tonterías… nunca me produjo malestar estar en minoría. Y cuando estar en minoría podía condicionar el propio carácter de ser responsable de la dirección del Partido —como ocurrió en aquel famoso congreso del marxismo—, simplemente, no aceptaba serlo. Pero ésta es mi manera de ser, no me cuesta ningún trabajo, porque no he tenido nunca la pasión de control del «aparato» de Partido. Nunca. En ese sentido, siempre estuve con un pie en el estribo del tranvía.
Todas estas circunstancias nos separaron a Alfonso y a mí de forma abismal. Su concepto era contrario al mío. Además, no lo discuto. Porque yo no lo podría hacer de otra manera ni él tampoco. De modo que no tiene arreglo.
Alfonso desconcertó a mucha gente con aquella famosa imagen, que tanto le gratificaba, de estar en el Gobierno de «oyente». A él le gustaba esa «cosa teatral». Además, lo hacía muy bien. Lo mismo que cuando aparecía y decía que era «garante». A veces decía que era «oyente» y otras, que era «garante» de que no nos conducíamos por un camino equivocado, y que cuando él ya no estuvo, el camino fue equivocado… Este tipo de cosas. Entonces, decía: «La representación externa la tiene Felipe, pero el que de verdad pone todos los ingredientes del guiso soy yo, el que pone la guinda…». Este tipo de cosas son las que no hay que dejar aflorar, incluso en el caso de que sean verdad, salvo que se quiera aparecer como «dominador». Incluso en el caso de que sea verdad.
A propósito de mi implicación en el Partido, recuerdo que… En realidad, no fue ése el motivo de la conversación, pero sí surgió cuando los compañeros del grupo que podríamos considerar «guerristas» estaban tan preocupados por la situación entre Pepe Borrell y Joaquín Almunia y por todo lo que se venía encima. Vinieron a verme para decirme que nos teníamos que reunir, que el Partido se había quedado sin dirección y que tenía que hacerme cargo de no sé cuántas cosas… En fin, las cosas normales… Estaba presente Txiqui Benegas y yo le dije: «Txiqui, pero si el Partido está sin dirección desde hace muchos años, según tu criterio». «No, no, no, —me decía—, mientras tú has estado al frente del Partido, este Partido ha tenido orientación». «No, no. No era eso lo que decíais —le contesté—. Hagamos una reflexión seria…». «No, no, tú siempre has sido el líder de este Partido —me aseguraba—, siempre has marcado la orientación. La gente ha podido ser crítica o no porque este Partido es así, pero siempre sabía dónde queríamos ir cuando tú estabas. Pero ahora tenemos problemas, no sabemos». Y yo le decía: «No, Txiqui, seamos coherentes: decís que el Partido lleva no sé cuántos años sin liderazgo, parte de ese paquete me lo atribuís a mí por estar dentro del Partido y ahora decís que eso no es…».
Yo creo que nunca fue así, que el Partido tenía una orientación… Pero no importa. Es un problema de estilo, de cómo percibes el que se tenga o no esa orientación. Mi cabeza estaba entrenada para reciclar la información en forma de respuesta, era mi obligación como dirigente. Todavía hoy es de lo que más me cuesta deshacerme. Lo que recibo como información sigo reciclándolo en forma de respuesta y me lo callo, salvo cuando me pide José Luis Rodríguez Zapatero que le diga o le aconseje. (Por cierto, digamos que lo hace, ahora, por fin, sin ningún tipo de complejo ni de condicionamiento, y por eso funciona bien).
Ésas fueron las razones, por eso existía aquella percepción, que se extendió entre los militantes más militantes del Partido: que yo no tenía en cuenta o no hacía caso del Partido. Y era una percepción inevitable porque, en parte, respondía a la verdad de que yo no hacía política de triunfo, yo no hacía política de fieles contra infieles. No la hacía. Nunca la he hecho y nunca la haré. Pero yo, incluso a Antonio García Santesmases, que a veces me producía una cierta irritación intelectual, le agradecía que dijera las cosas como las decía, fueran sensatas o tonterías.
Ya sé que Alfonso ha llegado a decir que la gente afín a mí le quería desplazar, «porque querían quedarse con la llave de la cueva de Alí Babá». A mi juicio, el problema de este comentario, no es que sea o no simplista, es lo que supone de desapego respecto de un período y lo que muchos pueden interpretar como cierta insolidaridad. Me cuesta mucho trabajo responder a este tipo de argumentos. Porque lo que se me ocurre podría resultar igualmente ofensivo y es absurdo. Y no tengo ninguna necesidad. Estoy seguro, además, de que Alfonso, si hubiera reflexionado, no lo habría dicho. Ya sé que lo ha repetido. Pero todo empezó como empezó. Toda la campaña empezó como empezó. No puedo negarlo. Es absurdo.
BOYER, UN PULSO IMPOSIBLE
La política económica era una prioridad del proyecto del primer Gobierno socialista. Y era una prioridad que no había aflorado antes, durante los Gobiernos de Adolfo Suárez y de Leopoldo Calvo Sotelo, porque dominaba la prioridad política: la lucha por la estabilidad. Pero, sin duda, era una prioridad para un país sumido en una crisis económica que en el resto de Europa se había afrontado mucho antes. Aquí, por la priorización necesaria de la política, no había habido ocasión de afrontarla, a pesar de los Pactos de la Moncloa[144]. Por tanto, era una prioridad subyacente que emerge cuando hay un Gobierno con capacidad para responder. No era, ni con mucho, la única.
Al mismo tiempo, se desarrollaba la fase final de la negociación europea que, como siempre —independientemente de los porcentajes que se tuvieran que negociar—, la parte final era el hueso duro de roer. Había varias tareas que convergían, teníamos también la negociación bilateral con Estados Unidos, teníamos el problema del terrorismo y la colaboración de Francia en materia de terrorismo. Con Francia, además, teníamos la dificultad añadida de tratar de levantar el llamado préalable para el ingreso en la Comunidad Europea[145].
Había, en fin, cuatro o cinco líneas que convergían y que eran la preocupación inmediata del Gobierno. Pero, en cualquier caso, era necesario afrontar la crisis económica: la reconversión industrial. Teníamos el foco dirigido hacia el saneamiento de los problemas endémicos de la economía de este país.
Para el ciudadano, el día a día es determinante. La negociación con los americanos era, desde luego, importante, y el ingreso en Europa era una aspiración colectiva, pero, por otro lado, el día a día era la crisis industrial, los grandes problemas económicos, el incremento del paro, la pérdida de capacidad de crecimiento…
Me había decidido por Miguel Boyer como ministro de Economía porque me merecía no sólo confianza desde un punto de vista personal, por su capacidad, sino porque sabía —y me parece que es un factor aún más determinante que el anterior— que él era poco discutible, que proyectaba una imagen, como diría Paco Fernández Ordóñez, de «sabio atómico», de que sabía lo que decía y lo que quería. Esa imagen se proyectaba hacia la ciudadanía, gustara o no gustara lo que decía el ministro. Boyer, en ese sentido, era un factor de confianza poco discutible en aquella coyuntura.
No es exacto que Miguel Boyer y Carlos Solchaga fueran, digamos, mis avales, que me recibieran en Madrid cuando yo era poco conocido. La gente por la que me sentía acogido, desde el punto de vista humano, que es el factor más importante cuando estás descolgado de la familia, de la tribu y de toda esa historia, no figuraba en absoluto en la militancia del Partido. El entorno de acogida humana, la gente por la que me sentí acogido —algunos siguen siendo muy amigos, como José Félix de Rivera—, no pertenecía exactamente al entorno de militancia del Partido. Tampoco tengo la percepción, aunque sé que es un comentario recurrente, de que Boyer y Solchaga fueran, de alguna manera, las personas que me hubieran puesto en contacto o me hubieran introducido en los niveles de los poderes fácticos, de la llamada «aristocracia financiera». Con los poderes fácticos tampoco tuve yo una gran relación. Por lo menos no tengo esa percepción.
Con Boyer dejé de tener relación, es obvio, pero con Solchaga la he mantenido siempre, y no tenía, ni tengo ahora, esa percepción del comienzo de esa etapa. Digamos que yo tenía una relación razonable, pero no intensa, y no desde el principio, con Miguel Boyer. Y aquí, en Madrid, hacíamos una política… En aquel momento, en 1974, cuando me eligieron secretario general del Partido, fui minoritario en la Federación Socialista Madrileña durante mucho tiempo. Más adelante, Boyer confeccionó buena parte del programa del congreso de 1976. Inmediatamente después, y no era la primera vez, se distanció y se unió al grupo de Fernández Ordóñez. Más tarde se distanció de ese grupo y participó con nosotros en la campaña de 1982; volvió al Partido como diputado por Jaén. Y, después, continuó su periplo, en el que está, quizá, desde hace mucho tiempo, desde su salida del Gobierno en 1985.
Yo creo que él, en alguna medida, salió desairado del Gobierno. No asumió plenamente no haber consolidado sus ambiciones, su aspiración de ser vicepresidente. Lo que ocurre es que a mí… Digamos que, en esa crisis, Miguel pensó que podría condicionar mis propias decisiones como responsable del cambio de Gobierno. Y yo creo que cuando comprobó que eso no era posible, cuando comprobó que en el Gobierno quien decidía era yo, obviamente, y que no había más condicionamientos a esa actitud, entonces se produjo ese distanciamiento. No juzgo sus razones: probablemente se trataba de convicciones profundas respecto a lo que había que hacer y a lo que no había que hacer. En todo caso, el distanciamiento después se fue agrandando, agrandando, hasta situarse junto a Aznar.
No puedo decir si esta separación fue reactiva o si, incluso sin que él mismo lo supiera, en el fondo, había sido siempre un conservador. No lo sé, eso es mucho más de confesionario que de… Yo he tratado siempre a Miguel con bastante respeto, diría que con cariño, incluso cuando él ha hecho alguna burrada un poco disparatada.
Le molestó mucho su salida del Gobierno por el problema que ha tenido siempre desde el punto de vista de sus análisis políticos. Desde el punto de vista humano, tengo otra opinión y no estoy dispuesto a darla. Pero, desde el punto de vista político, tenía buena cabeza económica —no sé si la sigue teniendo, pero la tenía— muy brillante, con poder de análisis, incluso brillante en las propuestas, independientemente de que fuera acertado o no acertado —porque algunas propuestas para las elecciones de 1977 eran contradictorias—. Sí, era muy brillante… Pero la verdad es que tenía muy poca capacidad de acierto político. Muy poca capacidad de instinto político o de acertar en el análisis político. En una ocasión, se me ocurrió hacer este comentario —y se me ocurrió cuando él hizo ese desplazamiento hacia el PP de Aznar—, lo hice de una manera respetuosa, pero él se «rebotó» de una manera dura… Me llamó mucho la atención, porque yo no he tenido nunca con él la actitud que él tiene conmigo.
ALFONSO, BOYER Y EL PODER DE DECISIÓN
Miguel ha difundido la versión según la cual yo había aceptado su exigencia de la Vicepresidencia del Gobierno y que aquello «estaba hecho», pero que el veto furibundo de Alfonso Guerra le impidió acceder a ese cargo… Bueno, ésa sería su interpretación de los acontecimientos y me parece razonable. Pero, vamos a ver: yo nunca, en ningún momento, acepté condicionamientos. Es bien cierto que mantenía vínculos afectivos y de confianza muy fuertes con Alfonso —muy fuertes, eso se veía—, pero la demostración de que yo nunca aceptaría condicionamientos estaba a la vista, porque Alfonso, estuviera o no de acuerdo, nunca era un impedimento para la realización de una política concreta.
Ésa era la inmensa ventaja con que yo contaba: un Partido que me daba toda la autonomía y una sociedad que me apoyaba. Nunca acepté condicionamientos que no fueran los míos propios —los que uno se hace a sí mismo— para la formación de equipos de Gobierno. Se entendía mal —especialmente porque contábamos con una abrumadora mayoría, que se repetía— que hubiera miembros del Gobierno que no fueran ni parlamentarios ni miembros del Partido. Y no era un capricho. Expresaba claramente la autonomía de la que yo disfrutaba respecto del Partido —digamos, como regalo que agradezco mucho—. Una autonomía que entendió mal alguna parte de la UGT, y por eso se produjeron algunos problemas. Esa independencia sí se comprendió en el Partido y representaba lo que yo entendía que era el mandato social.
Por tanto, aunque Boyer tenga esa percepción subjetiva, los únicos condicionamientos que había respecto a la formación del Gobierno fueron los que yo tenía. Y lo único que no podía aceptar, y que no acepté nunca, salvo que el razonamiento me convenciera más o menos, es que alguien del equipo de Gobierno que no fuera yo decidiera quién tenía que formar parte de él. No me refiero al segundo nivel; en ese estadio, por el contrario, yo no interfería nunca. Y no digo que fuera acertado, otros tenían obsesión por saber quién iba a ser el secretario o el subsecretario de Estado. En estos casos, la elección me podía gustar más o menos, pero la apuesta de confianza por los que formaban el equipo de Gobierno era plena. Cada uno decidía en su área ministerial. No todos lo interpretaron así, porque pensaban que Alfonso sí se interesaba por saber quién era quién… Pero Alfonso no impidió que yo nombrara vicepresidente a Boyer. La verdad es que, durante esa crisis, yo barajé, entre otras posibilidades, tener tres vicepresidentes, y uno de ellos podría haber sido Miguel Boyer. Al final, no lo hice porque no me pareció oportuno. Todavía conservo las «quinielas», los «desplegables» de la gente que barajaba, y sus distintas funciones, en el primer cambio de Gobierno, y en el segundo. Todavía andan por ahí también esos papeles archivados…
Quizás, en aquel momento, no me pareció justo que Alfonso se sintiera agredido, porque era un colaborador leal, y tampoco deseaba crear tensiones en el interior del Partido. Esa consideración interna, quiero decir, personal, estaba presente en todo el juego. Alfonso se resistía a la opción de contar con tres Vicepresidencias, en vez de una; y Boyer se resistía a ser un vicepresidente y no el vicepresidente. Era obvio. Pero es un juego, además, perfectamente comprensible. Y ahí se me planteó un problema serio que modificó el escenario de la crisis de Gobierno, ya abierta. Como suele ocurrir en situaciones así, yo tuve que resolver otra crisis además de la que ya estaba planteada. Tuve en consideración todas las opciones: tres Vicepresidencias, mantener una sola… Y, probablemente —digo probablemente, porque tampoco estoy situándome en ese momento de la reflexión—, todo lo estropeó el hecho de que, para Boyer, era incompatible ser vicepresidente económico dentro de su proyecto político, o llegó a ser incompatible, o vio que era incompatible con… ¿Por qué eran incompatibles Alfonso y Boyer? Yo creo que, en buena medida, como siempre, se trata de comportamientos: «Que yo esté a la par contigo, o por encima de ti», desde el punto de vista formal, naturalmente… Porque Boyer tenía lo mismo que tuvo Solchaga después, y lo mismo que tuvo Pedro Solbes más adelante: toda la autoridad delegada en el área económica con un mínimo de interferencias, como es natural. En todos los Gobiernos hay quien opina de manera diferente. Pero no tenía ningún problema de gestión económica. Ningún problema. Otra cosa es que todos nosotros tengamos pasiones desde el punto de vista personal y queramos llevar nuestra propia pasión, nuestra propia convicción, o lo que sea, al extremo. Pero, en fin, yo creo que la opción de las tres Vicepresidencias se deshizo porque Boyer dijo que, en tales condiciones, no quería seguir.
Que desde el «guerrismo» se vendió la idea de que, quizás, no me atreví a nombrar vicepresidente del Gobierno a Boyer porque Alfonso me tenía limpio el «patio» del Partido… Ésa puede ser una interpretación y, además, digamos, las gentes pueden verla y percibirla como una interpretación razonable. Por ejemplo, yo no me ocupaba de las listas del Partido. Pero no es que no me ocupara porque no me pareciera importante, sino porque no era mi estilo decirle a una agrupación o a una federación quién podía ser el que figurara en ellas. Y no me parecía que el procedimiento de interferencias fuera más acertado que el de no interferencias. No. Sencillamente, eran estilos distintos. Ahora bien, ¿cómo consigue uno que se considere valioso lo que hace? En el caso de la gente de Alfonso, creyendo que eso era lo que garantizaba el funcionamiento del «aparato» del Partido. Y, seguramente, tenían su parte de razón. No era mi percepción ni mi sensación, pero seguramente llevaban su parte de razón, por cómo lo percibían ellos. Pero éste es un tema que jamás se me ocurre discutir.
Mi relación con Alfonso, desde el punto de vista de la colaboración, era mucho más personal que de valoración operativa. Una de las cosas que yo sabía es que en las situaciones en las que discrepábamos, cuando llegaba el momento de la decisión, el que decidía era yo. Y punto. No había más. Además, yo tenía la seguridad —y se lo agradezco— de que Alfonso cedía en su posición y nunca se empecinaba en decir: «Como yo discrepo de esto, estoy en contra y voy a dar la batalla en contra…». No lo hizo nunca. Después —y lo digo incluso pensando en Boyer, aunque por otras razones—, lo que me sorprendió, y me sorprendió de manera en cierto modo dolorosa, es que, fuera del Gobierno, fuera del ejercicio directo del poder, Alfonso se difuminara tanto y tan rápidamente. Una personalidad que había sido tan fuerte en el Gobierno. Y es un tema al que siempre le doy vueltas. ¿Cuánta autonomía personal significativa tiene uno al margen del sillón en el que se siente? Es algo que siempre me ha obsesionado. A mí me gustaría ser yo —en parte, creo que lo consigo— al margen de que ocupe o no ocupe un sillón de poder, un puesto de poder concreto. Cuando viajo, por España o por el extranjero, cuando estoy en cualquier esquina del mundo, no me siento como la persona que estuvo en el poder y que, cuando se fue, desapareció también su significación, que su autonomía personal desapareció cuando no estuvo en primera línea. Vincular a un sillón lo que uno representa, yo creo que describe mucho más lo que uno es que serlo antes, durante y después de estar en un sillón. Esto es lo que me sorprende… No quiero ser más explícito, pero eso me parece, claramente, que ha ocurrido y que ocurre. ¡No a mí, sin duda!
NUNCA HE DEFENDIDO UN «CORRALITO»
Yo nunca he defendido un «corralito», nunca he sentido la necesidad de tenerlo… no sé si he sentido esa necesidad… nunca. Y, en este momento, me siento extraordinariamente libre, tan libre y autónomo como me sentía para tomar las decisiones de presidente del Gobierno que correspondían a su responsabilidad. Seguí siendo libre en los congresos del Partido, en la formación y en la dirección del Gobierno… Y cuando se pierde el Gobierno, yo no tengo ninguna angustia por saber qué espacio o qué lugar tengo que ocupar. Ninguna. Vivo perfectamente y con una cierta plenitud de realización humana e intelectual. Tomando distancia y dejando todo el espacio que soy capaz de dejar, y ayudando a quienes tienen que ocupar ese espacio, digamos, de la manera más seria y discreta posible. No me preocupa nada. Y sigo yéndome a cualquier sitio del planeta, y los anteriores y los actuales dirigentes políticos… no sé, me tienen la consideración y el respeto que probablemente no merezco. Ésa es la explicación de fondo más seria que puedo dar, sin entrar en otras consideraciones. Sigo sin luchar por un corralito.
Cuando José Luis Rodríguez Zapatero empezó la tarea —no digo cuando se hizo cargo de la tarea Joaquín Almunia, que también—, una de las cosas que le dije seriamente fue: «Puedes prescindir perfectamente de mi escaño en el Congreso, y de la Fundación… no hay ningún problema». Y él me presionaba para… Pero yo le dije claramente: «Yo no quiero ser presidente del Partido, me parece que Manuel Chaves puede hacerlo mejor, no quiero ser presidente de nada». Tengo autonomía personal de sobra para hacer las cosas que quiero hacer. O sea, no necesito que nadie me vea como alguien a quien hay que satisfacerle una pasión. En nada, ni dentro ni fuera.
Ese corralito del «guerrismo», además de defender en algunas ocasiones lo indefendible, se convierte, o se transforma, o lo es desde el principio, en una corriente dentro del Partido, o como quiera llamarse. Algunos lo llamaban una «sensibilidad», o lo que fuera, que a la vez está compuesta de ingredientes que son radicalmente distintos, pero unidos, como requisito mínimo, por un común denominador: la lealtad hacia Alfonso; lealtad que, en la mayor parte de los casos, era perfectamente compatible con una lealtad hacia mí, en los mismos términos de relación que la que mantenían con Alfonso. El exponente máximo es Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Con el presidente de la Junta de Extremadura tengo una relación de lealtad recíproca y de una transparencia tan interesante que nos podemos decir con toda claridad —y con toda brutalidad— en qué estamos de acuerdo y en qué no estamos de acuerdo. Por tanto, esa relación funciona fantásticamente bien. Pero hay otras lealtades que expresan mucho más; además de la lealtad —se sienta o no se sienta—, se produce una relación de dependencia. Y se llega a un cálculo evidente: «Estar aquí es mi espacio de oportunidad y de formar un núcleo de equis por ciento que condiciona al otro equis por ciento». Yo no he estado jamás en el porcentaje: ése es el problema. Algunos compañeros me dicen: «¡Claro, porque no lo has necesitado!». Es algo a lo que no les puedes dar respuesta, porque no se les puede decir: «Pues sí, ésa es la verdad: siempre he pensado que uno trabaja todo lo que quiere trabajar, que tiene el espacio que es capaz de tener, en función de su autonomía personal, de su capacidad de producir cosas, ideas, proyectos, reflexiones…, de ser una oferta para los demás que les añada valor, y por tanto, en ese sentido, que sea relevante». De esa capacidad depende uno mismo, y depende como ser humano que se proyecta socialmente. Yo siempre me he comportado así. En mi trato personal, nunca ha sido un freno para mí el que un compañero se sienta próximo a la tribu «A», «B» o «C», me da exactamente igual. Esto ha supuesto, para algunos que no me conocen, un radical desconcierto.
En aquella campaña en la que hicieron «primarias» para asumir la responsabilidad de la dirección del Partido, yo estuve con ciertas personas y hablé con los que querían hablar conmigo de los cuatro candidatos. Con Pepe Bono hablé más que con ninguno, era al que conocía más. En fin, al que me sentía más próximo desde el punto de vista de las respuestas, de la solución de los problemas. Era evidente. Hablé en serio, por primera vez, con José Luis Rodríguez Zapatero —quiero decir, ya había hablado antes, pero esta vez hablé en serio de política—. Hablamos, por primera vez, en la primavera, y volvimos a charlar las veces que él me lo pidió, dos o tres veces. Pero yo no llamé a nadie, a nadie, no interferí con nadie. Les dije a todos los compañeros lo que pensaba. Recuerdo que Matilde Fernández dijo en público: «Pues a mí no me ha recibido». Me lo contaron los compañeros. Lo dijo en público, yo no respondí en público, pero dije: «Nunca me ha pedido que la reciba». «Está recibiendo a los otros, pero a mí no, por algo será», dijo ella. «Porque los otros, simplemente, me han dicho que quieren verme», argumenté yo.
Ése era el tipo de relación que tenía yo con los compañeros. Lo más representativo de mi reflexión política de fondo es que creo que existe la necesidad seria de formar y entrenar a la gente en su sentimiento de pertenencia a un grupo humano —puede ser un partido político—, pero dentro de una autonomía personal significativa, que establezca las lealtades sin dependencias ni etiquetas.
Algunas veces, algunos compañeros… se sorprenden, incluso les duele… Pero es que yo me siento con libertad para decir algunas cosas que aparecen como brutalidades. Quiero decir, quien sólo sirve para ser diputado es altamente probable que tampoco sirva para eso, y este tipo de «principio» puede aplicarse a lo que se quiera. A eso me refiero cuando hablo de la autonomía personal: si mi destino se decide a cara o cruz en función de un espacio del que no puedo salir porque, entonces, mi destino desaparece, eso significa que no tengo autonomía, puesto que sólo la tengo en tanto esté ligada a ese destino. En ese caso, es perfectamente comprensible que se haga todo lo humanamente posible para que se mantenga ese «corralito» y ese tipo de actitudes.
REHÉN DE LOS «RENOVADORES»
Sé que los «guerristas» me han reprochado que, a raíz de la salida de Alfonso del Gobierno, yo me sentí más cómodo, que me eché en brazos de los «renovadores». Bien, que eso fuera algo que estuviera en la sensación de la gente, puedo aceptarlo. Pero la verdad es que yo no sentí ni más ni menos comodidad. Realmente, no. En 1989 quise haberme ido, y no pude. No pude, realmente, porque no lo hice bien, porque yo sabía que, dada mi relación con el Partido y con la sociedad, o al revés, con la sociedad y con el Partido, y mi manera de ser, la única manera de irme hubiera sido sin decirlo. Porque ni tenía edad ni había sufrido pérdida de potencia suficiente como para que uno de estos dos factores, o los dos combinados, facilitara mi salida.
El caso es que, en 1989, cuando yo me quería ir, se lo dije en una entrevista a Susana Olmo. Me quería ir, pero entonces, la verdad, es que no había ningún espacio para irme. Después, cuando quise hacer una operación de sustitución para no presentarme en la siguiente campaña, también se supo y se me cerró el espacio. Había muy, muy poca gente —entre ellos Luis Yáñez— que no quisiera que yo fuera candidato en 1993. Y entre las pocas gentes que no querían que yo fuera candidato, estaba yo, por eso le agradecí a Luis que se expresara y me echara una mano en esos términos. Pero Luis, inmediatamente, se arrepintió de su posición y volvió a decir que yo no tenía más remedio que ser candidato. Este tipo de cosas. Pero yo estaba más que firme en esa decisión. Entonces, ya sabía que la única manera que tenía de marcharme era sin avisar con tiempo. Incluso en el Partido, en el congreso en el que dejé la dirección, sólo era imaginable hacerlo como lo hice: planteando mi marcha como un hecho consumado, sin avisar a nadie. Yo creo que si lo hubiera intentado hacer de otra manera, aunque hubiera sido con un aviso previo cuarenta y ocho horas antes, no habría salido. Éste ha sido el tema desde siempre.
Por tanto, decir que me sentía más cómodo con los «renovadores» porque hablaban mi lenguaje, porque tenían un concepto de Partido más amplio y más dirigido hacia la sociedad… Diré que en la medida en que eso era un sentimiento real, no se refería a «tribus», sino a personas. Lo diré claramente: había «renovadores», o gente que se apuntaba a la bandera de la renovación, que a mí no me decían absolutamente nada, me parecían absolutamente banales, que defendían una bandera de oportunidad como cualquier otra. Y había otros compañeros con los que me sentía comodísimo e identificado, discrepara o no de sus ideas. Y había «guerristas» —para entendernos, me da lo mismo que los llamen como sea— con los que me sentía muy cómodo, y otros con los que no me sentía nada cómodo. Por ejemplo, yo no me siento nunca cómodo con la gente que no comprende que renovarse es necesario. Es decir, yo no me sentiría cómodo conmigo mismo, repitiendo el discurso de 1982, habiendo dejado pasar un fenómeno sin conmoverme, como han hecho tantísimos dirigentes con el impacto de la globalización, de la revolución tecnológica, del cambio de escenario mundial.
Siempre he vivido en rebeldía conmigo mismo, es decir, no conformándome. Por lo tanto, la gente que se conforma porque se protege o se ampara en eso que llaman la «ideología», sin entender muy bien qué es, pero utilizándola como una coraza que les protege de la falta de ideas, de la falta de capacidad de renovarse, no me seduce. Pero la banalidad de los que creen que han descubierto el mundo porque dicen que hay que renovarse, y sin embargo no ponen ni una sola idea sobre la mesa, me produce el mismo escalofrío. Yo no tengo nada que ver con eso. Algunos compañeros nunca fueron capaces de comprender que yo no valoraba a la gente por adscripciones tribales, sino por lo que me ofrecían, lo que me daban, lo que yo veía de ellos. Por eso repito muchas veces que yo con Juan Carlos Rodríguez Ibarra me llevo muy bien.
TXIQUI, UN LIDERAZGO DILAPIDADO
Txiqui Benegas acuñó aquello de «los renovadores de la nada», y tenía razón porque, en parte, a algunos «renovadores» les pasaba eso, que eran «de la nada». Lo que me producía inquietud —y por eso adelanté las elecciones de 1993— era la progresión en el desgarro interno del Partido, que dificultaba la gobernabilidad, cuando, además, ya había un ataque en tromba y perfectamente organizado de la derecha emergente y con estilos del pasado. Por eso decidí adelantar las elecciones y no soportar una situación de deterioro semejante. Eso me preocupaba más que la frase contra los «renovadores».
A Txiqui Benegas le tengo un afecto entrañable, y nunca tuvo problemas conmigo, ni siquiera cuando aquellas coñas de lo de Dios. Él, incluso, pudo tener temor de que aquello me afectara. Pero, nunca, nunca me molestó. Aquella conversación telefónica suya, grabada y luego difundida… A mí ese comentario me molestó mucho menos que a los demás. Como suele ocurrir —aunque depende también del carácter de cada uno—, les molestó mucho más a otras personas, a las que se sentían, digamos, más vinculadas a mí. Les molestó muchísimo más. Yo diría que algunos hiperreaccionaron; otros se irritaron mucho. Pero yo no, y nunca se lo reproché a Txiqui, porque no sentía ninguna necesidad de hacerle ningún reproche. Tampoco me dio ninguna explicación; no le di la oportunidad, porque no tenía ningún sentido. Digamos que todas las explicaciones hubieran embadurnado más… Me ha escrito varias veces cartas muy interesantes, escritas desde esa parte que tiene él de potencia de liderazgo —que se dilapidó extrañamente— y que se refleja muchas veces en sus capacidades. Pero no, no me sentí mal porque me llamara «Dios»… A pesar de que esta expresión, manejada por alguien tan representativo de mi Partido, fuera utilizada por la derecha para revalidar contra mí la vieja acusación de caudillismo. Lo malo fue que el «sindicato del crimen» se aprovechó de eso, como era natural. Y había una cierta reciprocidad, porque, cuando uno pierde autonomía personal, tiene que acudir a quien le da un espacio, sea quien sea, aunque el espacio te condicione todavía más y te endose hipotecas indeseables. Yo nunca he sentido esa necesidad. Los que me conocen ya saben mi teoría: uno elige a los amigos, sólo elige a los amigos, y lo único que decides es con quién no tomas café. Y digo: «No, con este tipo no tomo café». «¿Por qué?». «Porque no me da la gana». «¡Es que te puede hacer mucho daño!», me advertían. «Soy libre y más daño me puede hacer si me hipoteca», respondía yo.
Txiqui… esas cosas que decía… No, no me preocupaban. Lo que me preocupaba —y me sigue preocupando hoy, al cabo de tantos años— es que, habiendo sido él un valor indiscutible en el País Vasco, en una coyuntura histórica, con una proyección nacional clarísima como horizonte, todo eso se viene abajo en algún momento y desaparece como valor. Cuando yo, seriamente, trato de rescatarlo y meterlo en el Gobierno, porque confiaba en que ese valor subyacente podía volver a emerger. Y él se reúne y luego dice que no. Me produce más tristeza que preocupación. No es que yo considerara que Txiqui era imprescindible para la formación del equipo, sino que consideraba que había que poner en valor a un hombre que podía haber tenido una proyección nacional y que, por las razones que fuera —creo que, en parte, por la falta de autonomía personal significativa—, no tenía esa proyección, y yo quería que la tuviera. Lo interpretaron mal. Digo «lo interpretaron» porque, aunque la decisión le correspondía tomarla a Txiqui —si se hubiera comportado con autonomía personal—, se reunieron algunos, valoraron y dijeron: «No. En estas condiciones, no». ¿Rehén del «guerrismo»? No lo sé. Tampoco estoy seguro. Es una expresión muy fuerte que yo no puedo confirmar. El problema es la autonomía personal. El «creo o no creo» que tengo que hacer algo desde el punto de vista de la autonomía personal y su responsabilidad consigo mismo, con los ciudadanos, con el País Vasco. ¿Que no lo cree? Pues no lo cree. Yo pienso que se equivocó, pero… Jamás se lo he reprochado.
RECONVERSIÓN: UN FRÍO BAÑO DE REALIDAD
Todo el proceso de reconversión fue muy duro. Vamos a ver… Todo el mundo sabía que había que hacer una reconversión industrial a fondo, empezando por los sindicatos, más conscientes de cómo se estaba deteriorando todo el tejido productivo del país. Los sindicatos vivían el problema. Lo vivían también el conjunto de la sociedad, los empresarios… Pero todo el mundo quería que la reconversión empezara por otros, y no por uno mismo. Éste era el gran problema de toda la decisión política, y, sobre todo, el problema de gobernar en la crisis. Pero es que gobernar en la bonanza es como ser empresario con crecimientos del siete por ciento. ¡Eso está chupado! No se sabe cuál es la calidad de un gobernante hasta que no se enfrenta a una crisis. Porque cuando afronta una situación de bonanza y tiene todo el viento a favor… (Por ejemplo, el fracaso del Gobierno de Aznar no es el chapapote, digamos, simbólico; el problema es que, cuando empezaba a tener dificultades reales, teniendo una mayoría muy sólida, simplemente, no ha sabido afrontar las crisis. Punto. Cuando llevaban el viento a favor, en general, parecía que gobernaban, pero, en realidad, lo único que hacían era dejarse llevar y hacer unas cuantas operaciones en las que sí estaban empeñados, de control del poder, en el mejor de los estilos tradicionales autoritarios).
Yo era muy consciente de los aspectos más duros de la situación. Y lo era también del posible elemento simbólico en aquel proceso de toma de decisiones. Por ejemplo, el cierre de una empresa pública en la circunscripción del ministro que tenía que hacerse cargo de la reconversión —el de Industria, que era Solchaga—: no es que Potasas de Navarra significara la prioridad de la reconversión industrial, pero, de alguna manera, tenía cierto poder simbólico.
¿Cómo no iba a entender que la gente de la siderúrgica del Mediterráneo —que llevaba Fernández Ordóñez— se encrespara contra el Gobierno y creyera que desaparecía el tejido industrial? ¿Cómo no iba a comprender que fueran a La Moncloa a manifestarse? Lo entendía y me dolía. Pero era un tema que estaba clarísimo. El problema, como siempre, es que las cosas más impopulares no son las que más apoyo popular tienen. Entonces, la gente comprendía que alguien tenía que hacer la tarea de la reconversión industrial. Nos tocó hacerla a nosotros, era nuestra responsabilidad. Y empezamos la pelea con dos o tres decisiones que, para cualquier Gobierno, eran dramáticas. Incluso, yo le pedí a Calvo Sotelo —y él aceptó— que durante la transición al primer Gobierno socialista actualizara el precio de los carburantes, lo que suponía un impacto inflacionista adicional. Volver a hacer un cambio razonable de la moneda, la devaluación del nueve por ciento, la subida de los carburantes del veinticinco por ciento… ese paquete de medidas que establecimos a las dos horas de llegar a La Moncloa, dos horas después de tomar posesión los ministros, nos correspondía a nosotros. Nos tocaba hacerlo, y lo hicimos. Y yo lo vivía, sin duda, con la preocupación y el dolor que produce tener que tomar decisiones que afectan al bienestar y a los intereses de personas concretas. Todo el mundo estaba de acuerdo. Recuerdo una conversación con Corcuera, cuando él era líder de la UGT del Metal, y me decía: «¿Cómo un Gobierno socialista va a cerrar una empresa pública?» —cuando hablábamos de Potasas de Navarra—. Yo le contestaba: «¿Cómo vamos a mantener una empresa de potasio si no hay potasio? Si me pidieras que hiciéramos una reconversión… ¡Pero mantener una empresa pública cuyo objeto social ha desaparecido…!». «No, pero un Gobierno socialista no puede…», insistía Corcuera con su vehemencia de siempre. «Ya —le respondía yo—; pero es que un Gobierno socialista no tiene por qué ser un Gobierno estúpido; tiene que afrontar la realidad y abrir vías de esperanza, y no se abren vías de esperanza manteniendo una actividad ficticia o artificial».
NICOLÁS REDONDO, CLAVES OSCURAS
Sin embargo, el papel de Corcuera, en ese tema y en tantos otros, fue básico para llegar a entendimientos con la UGT. Todo ello, frente a la actitud de Nicolás Redondo. Pero este grado de entendimiento pudo darse porque Corcuera, incluso cuando me estaba diciendo eso respecto a Potasas, sabía que quien tenía razón era yo. Sin embargo, él tenía una representación, tenía que defender sus intereses, y los defendía a cara de perro, y me parecía bien, era su nivel. Su posición de lealtad al Gobierno desde el sindicato le costó que Nicolás Redondo le considerara un traidor. Pero Corcuera fue leal al Gobierno, porque él era «de verdad». Ésa es la explicación. Otras explicaciones complementarias, sobre Nicolás Redondo, son más dolorosas y no voy a darlas. Yo creo que él tenía contradicciones personales no superadas. A mi juicio, no hay ninguna explicación política válida. ¿Pretendió Nicolás Redondo que la política económica del Gobierno recibiera su bendición? Probablemente, sí. Pero yo creo que eso no era lo que determinaba su comportamiento, ni que tuviera un concepto mesiánico de sí mismo. Visto con perspectiva… Era eso… tenía contradicciones personales no superadas. Esto lo repito, pero no quiero ir más allá, que podría hacerlo.
La ruptura con UGT no perjudicó al proyecto socialista. Sí fue traumática y tuvo un coste, pero, como diría Fernández de los Ríos: «El que tropieza y no cae, adelanta camino». (Cuando se produjo el golpe de las mujeres en la República, un hombre de Huelva avisó: «Nos vamos a tropezar». Y Fernández de los Ríos contestó con la frase citada: «Como dicen los más viejos de mi tierra, el que tropieza y no cae, adelanta camino»).
Uno de los procesos inexorables de la modernización en el funcionamiento del Estado —que todavía tenía costes, y muy duros, en Gran Bretaña y en otros lugares— era la consolidación de la autonomía de la política respecto de cualquier tipo de condicionamientos que se convirtieran en hipotecas, igual que la consolidación de la autonomía sindical. Y esto, visto desde la perspectiva —o desde los intereses— de la derecha, también se refería a la autonomía respecto de las patronales. Es uno de los grandes problemas de Europa y todavía no se ha resuelto del todo. Es una red corporativa de relaciones entre el poder establecido, sea el que sea, de un signo político o de otro, con el poder económico de las grandes empresas, de los grandes grupos financieros de los países y con el poder sindical también. Ese corporativismo, que ha impedido movilidades ascendentes y descendentes desde el propio mundo empresarial, ha trabado mucho la adaptación de Europa y su capacidad de respuesta. Pero yo creo que en la modernización del funcionamiento de la democracia representativa el Gobierno tiene que gobernar para las mayorías sociales, y no tiene que gobernar solo ni, preferentemente, con la hipoteca sindical o empresarial. En España, a pesar de que los sindicatos estaban preteridos, en la tradición histórica existía ese vínculo formal que unía al movimiento sindical con un Gobierno de izquierda. Del mismo modo que había un vínculo, más que formal, material, entre los intereses financieros y el gran mundo industrial con los Gobiernos de la derecha, porque, digamos, imponían los pactos a los ministros de Hacienda y de Industria, convirtiéndose, de ese modo, más bien en servidores de estos intereses. Y, aparte de la modernización del «aparato» del Estado, que inquietaba a la derecha, económica y financiera, que inquietaba a las compañías eléctricas y al mundo financiero, pero que también inquietaba a los sindicatos, había un Gobierno que empezaba a tomar decisiones autónomas, pensando, con acierto o con error, en los intereses generales, y no en las presiones condicionantes de grupos establecidos, fueran los que fueran.
Siempre traté con respeto al movimiento sindical y, en particular, a Nicolás Redondo. Digamos que sólo le perdí ese respeto mucho después… Ni siquiera con la huelga. Le perdí el respeto mucho después. Pero nunca dejé de tener unas relaciones fluidas y razonables con la gente de la UGT. Al igual que con los compañeros del Partido, yo no hacía distinciones. Los compañeros eran compañeros y tenía relaciones fluidas con los que querían. Respecto a los que estaban en una posición arisca y de rechazo, sólo puedo decir que eran ellos quienes impedían que existiera esa relación.
Yo mantenía una relación amistosa con gente como Corcuera, y con la gente de Corcuera, y con los que tenían más miedo a la ruptura, a Nicolás… Quise que Corcuera fuera ministro de Trabajo en el primer Gobierno, pero no lo pude conseguir porque lo rechazó Nicolás, había algunas trabas en ese aspecto. Una vez se me ocurrió comentarlo y Nicolás Redondo dijo después que no era verdad. Lo dijo en una tertulia. Y como era su palabra contra la mía… Fue en un debate en el que Marcelino Camacho habló de este tema. Y Nicolás le decía: «Mientes, Marcelino, y tú lo sabes». En esa ocasión, Marcelino tenía razón, pero quedó como mentiroso y desinformado. Pero tenía razón y estaba diciendo la verdad.
LO QUE UCD NO PUDO HACER
La reconversión había que hacerla porque el país lo necesitaba. No se trataba, como se quejaban algunos, de que nos tocara hacer el trabajo sucio que no había querido afrontar la derecha. Adolfo Suárez, durante su etapa de Gobierno, no podía convertir esa tarea en una prioridad porque tenía frentes abiertos, inmediatos y angustiosos, y no tenía un respaldo potente como para que la reconversión también estuviera dentro del plato que tenía que cocinar. Estaba claro que las relaciones de fuerza de Adolfo frente a los problemas del país no le permitían priorizar un proceso de reconversión industrial. En el caso de Leopoldo Calvo Sotelo, sigue siendo igualmente explicable, por las circunstancias en las que llega al Gobierno y porque el horizonte temporal al que aspiraba era demasiado corto como para meterse en una aventura que exigía mayoría y tiempo político. Ésas son las razones. Tienen aparentemente una justificación muy seria, y de ahí mi comprensión respecto a lo que ocurría con los Gobiernos de la época. No podían haber hecho el discurso contrario. «No hicieron nada, no afrontaron el problema…». Hicieron lo que pudieron y lo que tenían que hacer. Leopoldo no tenía fortaleza, en ningún sentido, para hacer la reconversión. No sé si tenía más o menos interés, porque no puedo aproximarme a su intimidad.
Por tanto, la reconversión tenía que ser nuestro trabajo, y no era un trabajo fácil. El país seguía teniendo un flujo de inversiones negativo, tanto interno como externo, se iban las empresas, no venían otras… Todo el mundo nos felicitaba por lo bien que iba la transición, pero no ponían un duro, aunque era natural. Esperaban a ver si se estabilizaba el país. Hasta 1985 no comenzaron las inversiones; hasta que no se recuperó la confianza.
Todo esto era lógico. Todo esto se puede explicar sectaria o dramáticamente. Éste no es un país de fuga de capitales importante, nunca lo ha sido, pero, en aquel momento, había gente que sacaba capitales al extranjero. Y era lógico, por la situación de incertidumbre y de miedo, de miedo a perder estatus y a quedarse sin una reserva… ¿Y qué van a hacer estos socialistas? En fin, que a nosotros nos tocaba la tarea de afrontar una economía en crisis —ése era uno de los problemas claves— y la de asentar el sistema democrático. La transición, formalmente, se había acabado. Ahora había que consolidarla.
Además, insisto, teníamos que romper el aislamiento e integrarnos en Europa para dar solidez a todas las tareas prioritarias y para desempeñar el papel que nos correspondía. Y, por supuesto, consolidar una estructura de Estado democrático fuerte. Éstos eran retos inexorables, ineludibles. Y cuando empezamos a tener margen —que, entonces, había muy poco—, introdujimos elementos de política social de redistribución del ingreso, incluso elementos simbólicos. Desde el primer momento, aprobamos un tipo de iniciativas que habían desaparecido en la noche de los tiempos. Por ejemplo, la jornada laboral de cuarenta y ocho horas pasó a ser, legalmente, de cuarenta horas. La última vez que había ocurrido algo semejante había sido en tiempos de la República. Pero fue un elemento simbólico.
UN RÍO DE COMPRENSIÓN QUE FLUÍA
La negociación de la reconversión fue muy dura. Pero por encima de aquellas frases de reprobación —«¡Los socialistas, que echan a la gente a la calle!»—, yo percibí un río de comprensión de la ciudadanía. Desde el principio lo entendí así. Y yo era muy poco dado, poquísimo, a manejar sondeos de opinión, y sigo siendo absolutamente negado para eso… Pero, vamos a ver, eso que llaman «liderazgo», ¿en qué consiste? Consiste en la capacidad, o en la sensibilidad, para captar el estado de ánimo de los otros, de la gente; y una vez que tengas esa condición necesaria… una vez que captas el estado de ánimo de la gente, no te resignas a conformarte con ello. Si captas que es un estado de ánimo bueno, lo haces mejor. Si el estado de ánimo es de preocupación, lo compartes y explicas la posibilidad de cambiarlo porque mejora la expectativa.
Pondré un ejemplo dramático de cómo se vive el proceso de maduración de una sociedad. La sociedad española tenía, lógicamente, elementos que había arrastrado del pasado y que no le habían permitido llegar a esa madurez democrática. Pero aprendió muy rápidamente y avanzó muy rápidamente. Cuando nosotros negociamos con los americanos el tema de la relación bilateral, la expectativa de la gente respecto a lo que iba a ocurrir era radicalmente distinta y opuesta a lo que deseaba que ocurriera. Es algo brutal… En la medida en que lo que tú deseas que suceda es exactamente lo contrario de lo que tú esperas que ocurra, vives esquizofrénicamente la realidad. En la medida en que lo que tú deseas que ocurra se aproxima razonablemente a la expectativa de lo que tú crees que va a suceder, estás madurando. Éste es el principal problema de la solidez en el funcionamiento de las sociedades. Nadie lo va a explicar así, porque no entra dentro de las teorías políticas. Los líderes políticos no se lo creen, o no lo piensan así. Entonces, en ese caso paradigmático de la negociación con Estados Unidos, cuando a la gente se le preguntaba: «¿Cree usted que el Gobierno pretende que los americanos se vayan de Torrejón?». Y en caso afirmativo: «¿Usted qué cree que va a ocurrir o qué desea que suceda?». Opciones: «Primero, que los americanos se vayan de España y abandonen todas las instalaciones militares. Segundo, que los americanos se vayan de Torrejón, o de donde pida el Gobierno que se vayan. Tercero, que no se vayan de ninguna parte». Lo que deseaba el 80 por ciento de la gente es que se fueran de todas partes. Muy poca gente deseaba que se quedaran en unas partes y se fueran de otras, Torrejón, por ejemplo. Sólo cuatro cafres pro-gringos incondicionales deseaban que se quedasen los americanos. Por tanto, estaba claro qué era lo que deseaba la gente. Pero, vuelves a repetir la pregunta: «¿Y usted qué cree que va a ocurrir?». Y ese 80 por ciento de gente que decía que deseaban que se fueran, opinaba que, al final, los americanos no se iban a ir de ningún lado y que se iban a quedar donde estaban, porque ellos son los que mandan. Muy poca gente confiaba en que íbamos a conseguir que se fueran de Torrejón.
Y con la reconversión industrial sucedía algo parecido. La gente creía que había que hacer la reconversión industrial y la modernización de este país atrasado y con aparatos productivos obsoletos. Y punto. Pero, cada uno en particular, lo que esperaba es que no les tocara a ellos. «¿Usted qué espera?». «¡Que no me toque a mí!». Aunque comprendiera que a alguien le tenía que tocar. Por tanto, la reconversión no mermó el apoyo, no desgastó al Gobierno. Lo desgastó la torpeza del referéndum de la OTAN, no la reconversión.
SOLCHAGA, MODOS Y MANERAS
Yo creo que Solchaga, el ministro al que le tocó hacer la reconversión —empezando por Aceriales, donde tuvo que aceptar mi criterio—, fue, en general, poco sensible al estado de ánimo de los ciudadanos. Era más sensible a la cifra, a la visión que él tenía de lo que había que hacer. Más tarde, en la crisis de 1988, después de la huelga general del 14-D, yo creo que cedió más de lo que había que ceder, más de lo que yo quería ceder, de lo que yo, personalmente, quería ceder. Y él lo sabía. No sé bien por qué lo hizo. La verdad es que creo que ni siquiera he hablado a fondo con él de ese tema…
En mi primer encuentro con los sindicatos, después de la huelga —obviamente, acepté un encuentro después de la huelga—, me senté con ellos y, puesto que había habido algunas cosas que no me habían gustado, no de la huelga, sino de los comportamientos anteriores y de los argumentos esgrimidos, propuse lo siguiente: «Lo mejor es que nuestras conversaciones sean grabadas, para que lo que decimos cada uno de nosotros signifique lo que queremos decir; para levantar actas precisas de lo que cada uno de nosotros dice». Obviamente, mi propuesta se consideró como una ofensa —y esto creó inmediatamente un bloqueo insuperable de la relación—, cuando era algo que… en cualquier tipo de encuentro y de negociación, lo lógico es que se levante acta de las manifestaciones de las partes… Con más razón, después de lo sucedido y de toda la tensión acumulada.
Yo no estaba en una posición de enrocamiento, de negarme a todo; yo estaba en la posición de que había que hablar, que había que entenderse. Pero la explicación de fondo de la huelga general del 14-D, aparte de las intenciones personales, era que habíamos hecho una política de reconversión industrial y de ajuste del crecimiento negativo. Y, a partir de 1985, el crecimiento empieza a ser más fuerte, realmente empieza a registrarse una enorme cantidad de creación de empleo, la economía empieza a expandirse. Y en el momento en el que se produce esta expansión de la economía, empiezan a redistribuirse rentas —sobre todo, indirectamente— de manera muy consistente, con mejoras en salud, pensiones… con todas esas mejoras que no se evalúan suficientemente. Pero los sindicatos creen que ha llegado el momento de pedir mucho más en el reparto, mucho más, incluso, de lo que era razonable para mantener un ritmo serio de crecimiento y de redistribución del ingreso como el que se estaba haciendo. Y eso es lo que hace estallar, a mi juicio, el conflicto; ésas fueron las causas de la movilización, de la huelga general. Además, actuaron como incentivos el propio interés de la Patronal en que la huelga tuviera éxito, los acuerdos que hizo con los sindicatos para que se recuperaran las horas perdidas —es decir, para la Patronal, era una huelga a coste cero—, o el propio Aznar, que no descontó esa jornada de paro del sueldo de los funcionarios de la Comunidad Autónoma que él presidía para que fueran a la huelga en contra de la legalidad vigente, con un comportamiento tan típico de la derecha…
Pero la razón de fondo de esa huelga general es que, cuando llega la época de bonanza, se produce la generalización de un estado de ánimo que supone que se puede pedir más y que se puede conseguir más. Todo ello alentado por las facilidades que da la Patronal para ir a la huelga, para quebrar la hegemonía del PSOE.
El ministro de Economía, Carlos Solchaga, no se cansó de repetir que no había manera de hacer aquellas concesiones, y es verdad que, después de la huelga, se hicieron. Pero yo creo que si se hubieran hecho antes, también habrían convocado la huelga. Ofrecimos doscientos mil millones para negociar y Saracíbar, como responsable de la UGT, dijo: «Eso es calderilla». Era una desproporción de posiciones. Porque, en realidad, el motivo real de la huelga no era la recuperación del aprendizaje como relación laboral, cosa que, además, me arrepiento de no haber mantenido. Lo que había que hacer era dignificar el aprendizaje y no liquidarlo, que fue lo que ocurrió, como tantas otras cosas… Pero, bueno, son cosas que uno, ahora, haría de otra manera… Como la liquidación de la figura del maestro, que era la figura más noble que teníamos en el sistema educativo. Ahora, ser maestro es casi algo degradante y ser profesor de química es digno. Son ese tipo de cosas que pasan… son procesos culturales que a veces son inevitables.
En fin, Solchaga quiso resolver este tema y, es más, yo creo que se sentía más realizado quedando bien con la derecha y con los sindicatos. Incluso pactó razonablemente…
¿Que el ministro se quiso apuntar el liderazgo de la salida de la crisis cuando la huelga ya nos había conducido a una posición realmente no deseable? Sí, es cierto. Pero era algo humanamente comprensible. Yo creo que no se enteró bien de esa salida de la crisis y el coste se pagó. Pero, pese a todo, ese río de comprensión fluía entre los ciudadanos y nosotros, además, con una enorme consistencia.
Durante el mandato de Boyer y de Solchaga, que garantizaba la continuidad de la política económica, Alfonso Guerra llegó a manejar aquella frase lapidaria: «Esto es un Gobierno de coalición entre el PSOE y el ministro de Economía».
Recuerdo una frase de Olof Palme[146], en la época, que decía: «A los ministros de Economía no hay que darles todo lo que quieren, no hay que darles la razón siempre; sólo en el 90 por ciento de las ocasiones, si tienes confianza en ellos».
En fin, los Ministerios de Economía, en general, lo que hacen es sentarse sobre la «caja» y garantizar la horizontalidad, sin muchos matices, porque si matizan mucho, se les va de las manos. El mismo papel que haría después Pedro Solbes, sólo que éste de una forma mucho más suave. Digamos que los ministros de Economía cumplen un papel absolutamente clave para garantizar razonablemente el equilibrio. Además, no deben tener mucha sensibilidad respecto de las prioridades conjuntas de cada uno de los Departamentos porque, si tienen mucha sensibilidad, se les va de las manos el control del presupuesto. Es un juego de equilibrios, como siempre. Y ese equilibrio yo lo entendía perfectamente desde mi posición de presidente de Gobierno. Alfonso lo aceptaba. Lo demás no era más que una frase. Formaba parte de la necesidad que uno siente, que todo ser humano siente, de quedar bien.
EL DINERO, ESE PODER QUE NUNCA ME SEDUJO
Si Alfonso Guerra y sus próximos acuñaron la idea de que yo actuaba deslumbrado por los poderes fácticos de la economía, por Boyer y por Solchaga, por la aristocracia financiera, en fin… Quizás por eso yo era de los que iba a las industrias alemanas de esta jet society y me relacionaba con ellos; y los que presumían de ser muy de izquierdas no lo hacían. ¡Sería por eso! Sé que ellos me van a entender.
Además, ¿quién iba a los almuerzos de Mona Jiménez[147], por ejemplo? La verdad es que yo estas cosas… yo ni tenía ni tengo relación con ese mundo. Es un mundo que no conozco, ni siquiera lo conocía antes, cuando suponía una ventaja clara el ser aceptado en esos círculos. No lo conocí entonces y no lo conozco ahora. Ese mundo no me llama la atención, no me divierte, no me hace ilusión. Y sigo siendo, personalmente, un desconocido para esa jet, completamente desconocido desde el punto de vista personal. Y lo sigo siendo a día de hoy. Esas relaciones nunca me han gustado. Jamás. Esa caricatura no me hizo daño, no me hizo daño personal, y en cuanto a daño político… es posible, porque es algo muy fácil. Es una caricatura que empezaron a hacer, en esos términos, algunos de los supuestamente más «izquierdosos».
Digamos que el poder sí que ejerce una cierta fascinación como poder, y en mi caso, además, estaba unido a un liderazgo poco discutible. Por tanto, digamos que yo era foco de atención incluso antes de llegar al Gobierno, pero jamás me relacioné con ese mundo. Además, tengo dos o tres amigos de ese segmento de la sociedad que han pagado carísimo el ser amigos míos. Pero nunca, ni personal ni familiarmente… ¿Alguien puede imaginarse a Carmen Romero en ese mundo? ¿O a mis hijos alternando con los muchachitos de la jet? Yo nunca tuve la tentación de relacionarme con esos poderes. Digamos que no me atraía, no me interesaba… Nunca tuve el problema que se esconde detrás de esa apelación y que, probablemente, sí tenían algunos de los que lo decían. Se trata de un problema de desplazamiento, de la necesidad del reconocimiento del estatus en lugares distintos de aquellos a los que tú perteneces por origen. Yo, para nada tenía ese problema. No. Al contrario
MARIANO RUBIO, LAS CLAVES DE LA DECEPCIÓN
Ese tipo de comentarios sobre mi supuesta fascinación por la oligarquía financiera, por los poderes económicos, se intensificó después de que yo optara —después del escándalo de Ibercorp— por mantener en el cargo al gobernador del Banco de España. Era otro enfoque interesado. Porque la verdad es que yo no iba a cenar con Mariano Rubio, no tenía relaciones personales con él. No pertenecía a ese mundo. Con Mariano tuve una relación respetuosa, pero siempre fue una relación distante. Seguramente no comí con él más de cuatro veces en mi vida. Y cuando estalló el caso, no es sólo que me sorprendiera en mi buena fe… porque, más allá de cualquier tipo de condicionamiento, le llamé y hablé con él personalmente. Tengo una nota manuscrita suya, todavía… Yo le llamé y vino a hablar conmigo. Fui muy claro: «Mariano —le dije—, quiero que me digas qué hay de esto, qué temes, si temes algo. Y si no hay nada ni temes nada, ésta es la ocasión de que me lo digas. Si hay algo, me dices lo que hay y tomamos las decisiones correspondientes; si no hay nada, ésta es la ocasión de que tú me digas: “No te preocupes”. ¿Que no hay nada…? ¿Que si el cuñado de tu cuñado…? Quiero que definas exactamente cuál es y dónde está el problema». Tuvimos la conversación en La Moncloa, en el Salón de Columnas, una conversación seria, incluso dramática, en el sentido anglosajón del término. Mariano me contestó: «Puedes estar totalmente tranquilo, no hay nada que sea reprochable en mi comportamiento personal». Y…
La verdad es que yo no tenía relación con Mariano Rubio, insisto. Sí es cierto que mantenía una relación con el ministro de Economía, la de siempre, nunca puenteaba, salvo en los momentos inevitables.
El día que establecimos la paridad monetaria con la «serpiente monetaria europea», nos reunimos para almorzar varias personas. También estaba presente un amigo de Mariano Rubio que, a su vez, era muy amigo mío —y sigue siéndolo—: Plácido Arango. Mariano Rubio estaba invitado, pero no acudió.
Con el que sí tenía una buena relación de amistad era con José Ángel Sánchez Asiaín y no con otros banqueros. Pero buena relación de amistad, quiero decir, de confianza humana, no de amistad en el sentido… nunca me fui, digamos, de excursión con él y con la mujer. No tenía ese tipo de relación, pero sí una relación personal. Y, de todos modos, no era un tipo jet de la jet, para entendernos. También tuve una relación de confianza y de bastante amistad, con Luis Ángel Rojo[148]. Entonces, Mariano Rubio me parecía menos consistente y, sin embargo, me parecía muy consistente su segundo, que era Rojo en aquel momento. Por tanto, no es que yo hiciera una apuesta de confianza en al aire, o gratis, por Mariano Rubio. Fue después de un encuentro en el que su inocencia había quedado diáfana, clara… para mí.
Cuando, dos años después, se destapa la posible ocultación fiscal del patrimonio personal de Mariano Rubio… Me sentí engañado. La verdad es que me sentí engañado. Porque yo le había dado a Mariano Rubio una oportunidad humanamente seria —responsable, con el nivel de responsabilidad que teníamos— de haberme dicho: «No puedo seguir. El fallo es éste». Y punto. Ya. Entonces, yo hubiera tomado una decisión, con el conocimiento de causa que creía que tenía cuando tomé la decisión de seguir adelante, de que él permaneciera en el cargo de gobernador del Banco de España.
Después… Yo creo que él pensó que ordené que lo detuvieran. Él lo creyó hasta que se murió, y recuerdo que armó una… Es una de esas cosas que dicen de la Justicia y que no me gustan: «los valores ejemplificadores de la Justicia». La Justicia no tiene que dar más ejemplo que el de la aplicación de la Ley. Y lo tiene que hacer siempre. La Justicia no tiene que ser ejemplar, tiene que ser Justicia. Yo, por muy enemiga mía que haya sido una persona, por mucho daño que me haya hecho, jamás he mostrado ese tipo de discurso. «Ejemplarizar con no sé qué…». Al contrario. Jamás he aprovechado las caídas para montarme encima y para ser más alto. Ni con quien ha caído por cualquier circunstancia, incluso siendo enemigo. Jamás. No importa quien sea. Incluso Mario Conde. Me da lo mismo. Jamás nadie me habrá oído decir: «Tiene que pagar…». Jamás.
CORRUPCIONES «BUENAS» Y «MALAS»
El tema de Mariano Rubio y de Ibercorp sirvió a algunos para establecer comparaciones entre las corrupciones «malas» y las corrupciones «buenas», como Filesa… La verdad es que éste es un debate que siempre ha estado presente. La gente que, en algún momento, recogía dinero para el Partido y no se lo quedaba formaba parte de algo que no era legal pero ellos no estaban personalmente corrompidos. Yo creo que el ejemplo máximo de ese esquema es Guillermo Galeote, que, para mí, sigue siendo un tipo honrado hasta el final. En buena medida, en gran medida, fue la víctima propiciatoria de tantos… Pero hubo otras personas, y no precisamente socialistas, sino del PP, que se acostumbraron a tener flujos de dinero, digamos, opaco —o de «esto, lo multiplicas por lo que quieras»—.
Se puede hablar de lo que decía Txiqui en el coche, de si Dios y de no sé qué, a pesar de que prohibieran la difusión; y nadie dice nada ni amenazan a nadie con llevarle a la cárcel. Pero si hablas de lo que decía Zaplana en sus conversaciones —que también eran cintas grabadas—, se dice: «¡Esto está claro judicialmente!». Lo que está claro es que el asunto se tapó judicialmente y punto. Pero igual de claro estaba lo que se revelaba en aquella conversación. ¡Clarísimo!
Digamos que había gente que se corrompía personalmente, por las razones que fuera, en dosis casi siempre homeopáticas respecto a lo que ha pasado luego. Porque aquí se han llevado el dinero a espuertas, y con el amparo de siempre: «Esto no es ilegal, esto que hacemos no es ilegal…».
Pero había esa diferencia, por lo menos esa diferencia sí que la había: gente que se enriquecía o que no se enriquecía personalmente; que satisfacía necesidades personales o no las satisfacía. Esa diferencia sí la había. Y ésa es una diferencia no legal, sino moral. Ahora bien, el discurso que sugería «vamos a salvar a éste, porque es un golfo menor, respecto del otro, porque es un golfo más gordo o es un gordo beautiful», no, ese discurso no tiene mucho sentido. Me parece absurdo, me parece entrar en un debate ridículo. En realidad, de la gente que estaba procesada y condenada en Filesa, de los que recuerdo, porque la mayoría de la gente no se sabe, que éste o aquel se enriqueciera, todavía está Navarro…
Los extesoreros del PP siguen, no se sabe cómo, pero siguen viviendo fantásticamente bien.
LA EDUCACIÓN, MARAVALL Y LA REVOLUCIÓN SOCIALDEMÓCRATA
Yo creo que algunos enfrentamientos de los «ministros del gasto» —de aquellos cuyo oficio no era dar sino pedir dinero— con el Ministerio de Hacienda, con Boyer y con Solchaga, fueron innecesarios. Algunos de esos enfrentamientos se produjeron por arrogancias, pero también esto forma parte del paquete de la condición de los seres humanos. Hay muchas maneras de sentarse encima de la «caja» y de decir que no. El que mejor lo hacía era Pedro Solbes, y no era menos duro que los otros. Pero lo decía de una manera completamente diferente; y, en términos de resultados, lo hacía igual o más duramente que cualquiera. No creaba esa fricción innecesaria que a veces humillaba a alguien que se sentía tan miembro del Gobierno como el ministro de Economía de turno, fuera el que fuera.
Uno de los ministros que más padeció esta actitud del ministro de Economía fue José María Maravall, empeñado en una reforma educativa que dio la vuelta a este país. Maravall siempre ha sido un hombre de izquierdas, consistentemente de izquierdas. Es un socialdemócrata de raíz, radical, en el sentido de que creía en lo que hacía y lo hacía con determinación, con una tensión que a veces no podía soportar porque le hacía sufrir, sin ninguna distancia cínica. Es un hombre concreto, y padecía cuando veía que lo que pedía era poco, y que con eso se podían hacer cosas significativas en Educación. Lo pasaba muy mal. Y a veces se abrían algunas brechas… Yo siempre avalé su proyecto.
Para cada ministro, lo que hace es prioritario, es lógico, pero para un Gobierno, en su conjunto, las prioridades tienen que ser pocas. Un Gobierno puede establecer tres líneas de prioridad como excepción a una política de austeridad y de control del gasto y de ajuste. Pero no puede establecer tantas como ministerios tenga, es imposible. A pesar de todo, nosotros animamos mucho, con muy pocos recursos, toda la reforma educativa, que fue muy significativa. Hicimos una tarea importante respecto a la extensión de la escolarización, incremento notorio de nuevos establecimientos educativos y ampliación de la Universidad: cuando llegamos al Gobierno, había 650.000 universitarios; cuando salimos, 1.500.000. Teníamos más becarios de distinto grado universitario que el total de universitarios que había cuando llegamos los socialistas.
El país había cambiado y había argumentos muy significativos. ¿Que no había bastante y que no se priorizaba radicalmente la Educación? Bueno, teníamos también que aprobar pensiones no contributivas para la gente que sobrevivía gracias a esas cuarenta mil pesetas y que no podían contribuir al sistema general… Es muy difícil establecer prioridades en estos casos. Pero a personas como José María Maravall lo que le podía hacer más daño era la arrogancia con que se producían normalmente las respuestas del ministro de Economía… ¡Que el ministro de Economía pensara que no tenía la obligación de recibir a otro ministro! Este tipo de cosas… Porque Solchaga no recibía a todo el mundo.
Es bien cierto que me impliqué en las decisiones más políticas y más arriesgadas, las que suponían enfrentamientos serios con los poderes enclaustrados en la Educación, a través de la Iglesia y de sus elementos más conservadores. Y lo hice porque yo valoro la Educación como un aspecto decisivo. Para mí, había dos formas fundamentales de valorar la Educación, y las dos convivían en mí. La primera, que la Educación era un mecanismo extraordinariamente importante de redistribución del ingreso. La segunda, según yo lo entendía, que teníamos que empezar a quebrar la desigualdad de oportunidades por estratificación social que establecía el sistema educativo vigente. En mi convicción política, esa redistribución del ingreso concedía a la gente con pocos recursos la tranquilidad de que tenía garantizado el acceso al sistema educativo de sus hijos en una razonable igualdad de oportunidades. Me refiero, sobre todo, a la gente que vivía en el campo: de pronto, pudieron ver cómo sus hijos ascendían en la escala educativa; para ellos era la definición del ascenso por excelencia. Del mismo modo sucedió con el logro del acceso a una asistencia sanitaria que evitaba la ruina a una familia que tuviera que despilfarrar los pocos recursos que tenía por una intervención quirúrgica a uno de sus miembros. Estas políticas dieron a la sociedad una cohesión de tal magnitud que no han podido nunca quebrarla. Y estos logros son los que definen a una sociedad democrática, cohesionada y estable. Para mí, junto al desarrollo de esas políticas, era absolutamente prioritaria «la formación de calidad humana», expresión que molestó a José Mari. Este país estaba física y humanamente descapitalizado, y había que darle formación humana. Estas dos determinaciones eran claras y determinantes en el proceso de democratización del país.
TOCAR EL CENTRO NEURÁLGICO
Yo era consciente de que el vuelco que intentábamos dar al sistema educativo de este país tocaba el centro neurálgico de los poderes fácticos, de la Iglesia y de los intereses conservadores. Sin duda, yo me daba cuenta. Pero lo viví desde dos enfoques. Primero, como algo inexorable: había que hacerlo y lo hicimos. En segundo lugar, contemplé esas resistencias al cambio con comprensión, por eso nunca me irritaban las grandes manifestaciones. Aquellas movilizaciones masivas de la Conferencia Episcopal, de la derecha…, nunca me provocaron irritación. A José Mari le producían tensión, a mí no, o no tanto, porque sabía que estábamos tocando algunos de los elementos neurálgicos de una sociedad que veía en la reforma no sólo la pérdida de privilegios sino de estatus. Era el sistema de reproducción de las élites lo que estaba en juego, unas élites que habían sido formadas en un determinado adoctrinamiento. Esto era absolutamente evidente. Por esa razón, me parecía lógico que esa resistencia fuera muy fuerte, muy dura, y había que vencerla sin griterío, con templanza, y, además, sin perder los nervios… José Mari lo sufrió mucho más que yo. Yo lo viví con mayor tranquilidad; ese tipo de manifestaciones me preocupaban, pero no me hacían sufrir.
La Iglesia no temía perder el dinero, o el negocio. Temía perder poder ideológico y de control. Yo hablé con Casarolli[149], que era un tipo admirable desde el punto de vista de la organización de sus análisis, y me planteó tres temas. El primero fue el educativo; el segundo, las desviaciones pornográficas de la televisión pública a altas horas de la madrugada (hoy, sin embargo, los niños pueden ver, en su horario, esa basura que nos sirven todos los días con tanta abundancia, y que entonces no existía, y pocos protestan); y el tercer tema era el problema de las contribuciones a la Iglesia por la enseñanza concertada. Pero, por centrarme en la cuestión del sistema educativo, yo le decía: «Mire, le están informando mal. El sistema de concierto ha favorecido extraordinariamente, desde el punto de vista económico, a la Iglesia católica. No le están dando las cifras de cuánto recibía la Iglesia para Educación cuando yo llegué al Gobierno y de cuánto está recibiendo ahora». Pero en lugar de abrumarlo con cifras, le hablé de la COPE, la emisora de la Iglesia. Le dije que minutos antes de nuestro encuentro yo venía en coche desde el Parlamento y el conductor tenía sintonizada la COPE. Era uno de los días en que, en un programa concreto —hubo varios días en los que se trató el asunto—, se discutía sobre cuántas veces hacían el amor el duque y la duquesa de Alba, un debate sobre… eso. Jesús Aguirre[150] había hecho unas declaraciones al respecto y en la COPE estaban ilustrando «cristianamente» a los ciudadanos sobre las relaciones sexuales de los duques de Alba. «Déjeme que le entregue una copia de cómo la emisora de la Iglesia adoctrina a la gente en la valoración cristiana», le dije en broma a Casarolli.
Y sobre el tema de las aportaciones por el sistema de enseñanza concertada, le dije: «Voy a contestarle de una vez por todas, para que no haya dudas entre nosotros. Si usted conoce, ya que el Estado Vaticano se relaciona con países en todo el mundo, un sistema más favorable para la Iglesia que el nuestro, no importa el país del que se trate, desde ahora se lo ofrezco como modelo para renegociar nuestras relaciones. Ahora, si usted no conoce ningún sistema mejor y, sin embargo, alguien se lo ofrece, dígales a los que le informan que me convenzan».
Creamos una escuela pública capaz de competir con la enseñanza privada. Pero no sólo eso. También el derecho al acceso a los colegios concertados cambió. O sea que, además, había una lógica batalla de fondo: debían respetar el concierto, respetar la participación de unos y de otros en el sistema educativo; pero tratar también de que la educación se fundamentara, básicamente, en una cierta laicidad y en una cierta tolerancia. Si a un niño, por las razones que fuera, le correspondía un colegio concertado, no tenía por qué recibir un adoctrinamiento directo, no tenía por qué ir a misa. Nosotros advertíamos a los responsables del centro: «Si este niño tiene el mismo derecho a ir a este colegio concertado que a otro público pero éste es el que le toca, a éste es al que irá. Usted imparte su educación, pero no le adoctrina».
La complicidad con José María Maravall era total, absoluta. Había un entendimiento de fondo total. El único elemento de diferenciación posible —es una persona con la que he discutido a fondo y con la que he seguido discutiendo después de las etapas de Gobierno— es que, probablemente, yo tenía, y aún tengo, alguna versatilidad más para intuir cambios que se están produciendo en la sociedad y las nuevas líneas de actuación, la renovación del pensamiento socialdemócrata, también en el terreno de la educación. Cosa que todavía hoy discuto, incluso con Rubalcaba, de toda su estrategia…
Después de que José Mari saliera de Educación, yo lo quise recuperar como ministro de Exteriores… Pero él no aceptó. Es posible que hubiera dado la vida por mí… La vida, sí, pero dirigir otro ministerio, no.
BASES USA: RAZONES PARA LA INSUMISIÓN
La renegociación de nuestro acuerdo bilateral con Estados Unidos se desarrolló en un marco muy simple. El escenario era el siguiente: España negociaba con un país, Estados Unidos, acostumbrado a hacer en el nuestro lo que le diera la gana. Era lógico: el régimen de Franco tenía razones para someterse a los deseos de los americanos. Si querían hacer una pista en Torrejón incompatible con la del aeropuerto de Barajas —condicionamiento que nadie había valorado—, simplemente, la hacían. Sin problemas. Si utilizar Torrejón significaba que había que detener la actividad en Barajas, a ellos no les preocupaba. Esa sumisión, durante el régimen de Franco, se explicaba por el aislamiento de la dictadura respecto al mundo occidental y por su alineamiento en la lucha contra el fantasma del comunismo, contra el enemigo de referencia.
Por tanto, era necesario reconstruir, sin sacar «pecho de lata», una especie de autonomía para definir nuestra propia política exterior de acuerdo con nuestros intereses y los principios en los que creyéramos. Esta aspiración tenía varias vertientes, pero una de ellas era condición sine qua non: la recuperación de una relación más razonable y más autónoma con Estados Unidos, y de carácter bilateral. Además, teníamos nuestra prioridad europea —que ahora estamos perdiendo—, nuestra prioridad mediterránea y respecto a Iberoamérica. En cualquier caso, era necesario reequilibrar la relación que nos vinculaba a la superpotencia, simplemente.
De modo que comenzamos la negociación sobre las bases y la renegociación de la relación bilateral. Los norteamericanos trataban de superar sus traumas mediante el orgullo de poder, superar el complejo de Vietnam y superar lo que consideraban la «blandura Carter». Hay que recordar que estábamos en la época Ronald Reagan. Ocurría algo parecido a lo que sucede actualmente: ahora Bush considera blanda la etapa Clinton[151]. En aquellos años, aún vivíamos en la «guerra fría», Mijail Gorbachov todavía no había saltado a la escena política y la gerontocracia soviética dura todavía estaba vigente. En ese momento y en ese escenario, teníamos que renegociar nuestra relación bilateral y las bases con Estados Unidos.
Los americanos creyeron que el embajador que tenían en nuestro país era demasiado amigo mío como para que la negociación fuera fructífera. En primer lugar. Y lo cesaron. Enviaron a un embajador especialista en negociaciones y temas duros: Reginald Bartholomew, un hombre muy eficiente. Cuando llegó, yo le expliqué honradamente —cosa que no sé si en términos de negociación era operativo— que yo sabía en qué quedaría esa negociación; le expliqué que yo, en la primera entrevista, le iba decir cuál sería el final de nuestra negociación. Le indiqué que yo le anticipaba ese final para que él tomara la distancia que fuera necesaria para considerar un éxito su trabajo, pero que si él creía que lo que le iba a explicar respondía a una posición negociadora, entonces íbamos a tener algunas frustraciones muy serias. Porque el objetivo era el siguiente: que nuestro país tenía que recuperar una posición y que esa posición iba a pasar por nuestras posiciones. Se lo dije. Le dije cuál sería el final del acuerdo, no el principio; y, naturalmente, como debe ser, no se lo creyó. Creyó que era una posición negociadora. Así que, tuvimos que pasar por una tortura tremenda.
OTRA FORMA DE ESCRIBIR LA HISTORIA
Los encuentros con George Shultz y con Reagan, que también aparecía —aunque se ocupaba menos de los detalles—, llegaron a ser dramáticos. En el transcurso de una reunión, por ejemplo, se jugó con elementos bien descriptivos del marco en el que nos movíamos. Estábamos en Nueva York, en una de las sesiones de Naciones Unidas, e hicimos una reunión bilateral. En un momento del encuentro, Shultz dijo: «Nosotros no estamos en ningún lugar donde no quieren que estemos, porque no estamos en ningún sitio a la fuerza; por tanto, si el planteamiento es el que estamos viendo, significa que no nos quieren y estamos dispuestos a retirarnos». Yo le respondí, tranquilo: «Pues yo no he trabajado sobre esa hipótesis, pero ya que la pone sobre la mesa, se puede contemplar la retirada total». Obviamente, los permanentes, los subsecretarios, saltaron inmediatamente: «No, no… No lo interprete usted mal, pero es que parece que la posición del Gobierno español es de hostilidad». Yo contesté: «No. No hay ninguna hostilidad, en absoluto. Nosotros queremos que salgan de aquí y de aquí y que haya una reducción de esto más esto». Les dibujé de nuevo el panorama y nuestra propuesta: «Eso es lo que queremos —les dije—. Eso no significa hostilidad, sino redimensionar nuestra relación bilateral».
Recuerdo que Shultz, el secretario de Estado, como estaba muy irritado, no conseguía desacelerar su irritación. Pero yo estaba tranquilo, siempre he visto estas situaciones con tranquilidad, porque sé que estas cosas son así. Inmediatamente, él puso sobre la mesa un tema, como una especie de amenaza a la que creía que yo sería sensible y dijo: «Bueno, quiero advertirle de que, en cualquier caso, los cuatrocientos millones de dólares de línea de crédito no los podemos mantener, no están las cosas para seguir así». Le contesté: «Lo comprendo perfectamente. En ningún momento me habrá oído plantear el problema de la línea de crédito, y no porque dé por supuesto que va a continuar, sino porque para mí no tiene el menor interés mantener esa línea de crédito con Estados Unidos. Es más, si me apuran, yo estoy dispuesto a darles a ustedes los cuatrocientos millones de dólares en las mismas condiciones de reciprocidad». Creyeron que era una chulería mía…, no sé. Y añadí: «No se lo tomen como una chulería, pero si ustedes me compran material de defensa, que es lo que nosotros compramos con los cuatrocientos millones de dólares, con los mismos tipos de interés, con la misma carencia y el mismo período de amortización, yo les vendo el material de defensa que les pueda vender; no tengo ningún problema. Al contrario, creo que sería una operación brillante para España, por tanto, no se lo estoy diciendo en broma. No me importa que ustedes me retiren los cuatrocientos millones de dólares. No me importa, porque seguro que puedo comprar material de defensa, el que quiera y donde quiera, con las mismas condiciones de crédito que las suyas. Por tanto, si están apurados, no les voy a plantear este problema, no hay ningún problema».
Éstos fueron algunos rasgos que explican cómo se desarrollaron aquellas negociaciones, en medio de una opinión pública que, en aquel momento, no había concluido el proceso de maduración de las opiniones públicas en las recuperaciones democráticas. Era lógico, la gente no había hecho el ajuste entre lo que deseaba y lo que espera razonablemente que ocurriera, como ya avancé. En realidad, eso es la madurez democrática, que el deseo y la expectativa de que va a ocurrir algo parecido a tu deseo se aproximen. (Por tanto, si tu deseo es participar, como Aznar, en el proceso de destrucción de las armas de destrucción masiva, en paridad con Bush y con Blair, obviamente, eso sólo puede conducir a la frustración de las expectativas, porque tú haces de «aserejé», mientras los otros actúan con compromisos reales).
En aquellos momentos, cuando analizábamos la opinión pública, comprobábamos que ésta quería, en magnitudes abrumadoramente mayoritarias, que los americanos se fueran de nuestro país. Así, sin más. (Excluyo a los izquierdistas extraparlamentarios y a la derecha de toda la vida, en particular, a la Falange, a la que nunca le habían gustado los gringos). La opinión pública pensaba que lo que iba a ocurrir no era lo que el Gobierno pretendía que ocurriera en la negociación (la recuperación de la soberanía sobre las bases, la reducción, el uso conjunto bajo control español, etcétera). La gente creía que todo iba a quedarse como estaba y que los americanos harían lo que les diera la gana. Esa lucha en dos frentes, el del deseo y el de la expectativa razonable, era bastante dramática, parecida a la que se dio con el tema de la OTAN; era la misma sensación. Un asesor, brillante como pocos, me decía: «¿Quieres ganar el referéndum de la OTAN por el 98 por ciento o el 99 por ciento, como en el “modelo búlgaro”? Entonces, pregúntale a la gente si quiere que España se quede en la OTAN con su voto en contra».
OPINIÓN PÚBLICA: ENTRE LO DIFÍCIL Y LO IMPOSIBLE
Lo que emergía en esa opinión pública no era sumisión al imperio yanqui, era el deseo de liberarse de algo de lo que les parecía imposible liberarse. Porque, realmente, era muy difícil, y entre lo muy difícil y lo imposible, no hay mucha distancia. No es que la gente no comprendiera el proceso. La gente sabía que los americanos habían hecho lo que les había dado la gana durante mucho tiempo, aquí y donde quiera que hubieran estado. ¿Por qué iban a pensar los ciudadanos que sólo un cambio de Gobierno los iba a colocar en una posición distinta? Y no se trataba sólo de la opinión pública, tampoco los americanos entendían nuestra posición. No podían comprender que, mientras en otros países europeos el problema era que no se fueran, que no disminuyeran su presencia, en España el problema era la reducción de su presencia. No podían entenderlo.
Al comienzo de la negociación, los americanos acogieron nuestra actitud muy negativamente, con mucha desconfianza. Más tarde, como ese tema se mezcló con el del referéndum de la OTAN, que les tenía muy preocupados —era un asunto que les aterraba y que creían que podían desmontar, o intentar dar marcha atrás, sin muchas presiones—, y vieron que el Gobierno socialista apostaba por el «sí», empezaron a variar la opinión respecto a nosotros.
En realidad, era una situación en la que se mezclaba todo. Porque la recuperación de la autonomía no afectaba sólo a la relación bilateral: significaba tener criterio propio en América Central, era condenar la invasión de Granada por los norteamericanos… Ellos creían que cualquier país europeo, para hablar de un tema político relacionado con América Latina, tenía que pasar por Washington; por tanto, aceptar una excepción a ese criterio les resultaba muy difícil. Sin embargo, cuando comenzaron a percibir que teníamos una posición seria, que nosotros no estábamos haciendo ni izquierdismo gratuito ni sumisión incondicional, empezaron a considerarnos como interlocutores válidos. Y cuando había que hablar de Centroamérica no se les ocurría consultar con un alemán o un holandés, pero sí con nosotros. Aunque fuera conflictivamente, nos consultaban: «¿Qué cree usted que ocurrirá en Nicaragua si pierde las elecciones Ortega?». Yo les comentaba lo que creía que sucedería, y les preguntaba a mi vez: «¿Y ustedes qué creen que va a pasar si las gana? ¿Cuál va a ser su actitud? ¿Dejarán ustedes de boicotearlo? ¿Lo reconocerán?»[152].
Por tanto, el ámbito de la relación era amplio, incluía el referéndum de la OTAN, las posiciones respecto a América Latina, etcétera. Y comenzó a crearse un clima de confianza de tal magnitud, que la Conferencia de Paz de Oriente Medio se acabó por celebrar en Madrid. Era la primera vez que se intentaba algo parecido. (Parece que, ahora, a Aznar le preocupa, después de considerar a Sharon un hombre de paz, como a Bush…).
OTAN, LOS ORÍGENES DEL ERROR
No me resulta fácil, ni siquiera ahora, explicar los procesos que determinaron nuestra posición, mi aproximación personal en el tema de la OTAN. Pero sí puedo hacer esa aproximación con total honradez.
Cuando Leopoldo Calvo Sotelo provocó el debate para decidir, por una mayoría frágil y no por consenso, la incorporación de España a la OTAN —con un Gobierno puramente de transición entre el Gobierno de Suárez y nuestro triunfo de 1982—, yo, en el Parlamento, llegué a decir, midiéndolo mucho: «Si usted cree que se puede entrar [en la OTAN] por mayoría simple, que es lo que dice la Ley, entonces también se podrá salir por mayoría simple». Pero lo perdimos.
El error que cometemos los políticos es pensar que lo que la gente percibe es lo que nosotros creemos que percibe, y la verdad es que a veces percibe cosas totalmente diferentes. ¿Cómo modulamos nuestra posición? Pensando que podíamos tener una mayoría más que suficiente para revertir la decisión que había adoptado, por una mayoría frágil, el Gobierno de Calvo Sotelo, eludimos llevar a la práctica aquello que yo había comentado durante el debate. Y en el programa electoral de 1982 incluimos nuestro compromiso de celebrar un referéndum sobre la OTAN. Pero incluimos esta decisión sin pronunciamiento sobre cuál iba a ser la posición de los socialistas, aunque era muy… Y, en la percepción pública —ése fue el error—, nuestra posición estaba muy clara: contraria a la OTAN. Así había quedado reflejada nítidamente en aquel debate del Congreso.
Nuestro programa electoral aseguraba que, en esa legislatura, el Gobierno se comprometería a consultar a los ciudadanos sobre si querían o no mantener a España dentro de la OTAN. Pero esta formulación no llevaba explícito ningún pronunciamiento. Por eso yo creo que fue un error proponer un referéndum… Aunque también es cierto que hubiera sido un error mucho mayor haber aprobado una decisión parlamentaria con los votos exclusivos de socialistas y comunistas. Pero que fue un error llevar el tema a referéndum es evidente. Nunca me han creído en este punto. Siempre han creído que era una posición estratégica para quitar a la derecha las posibilidades del poder durante mucho tiempo.
Es verdad, y no lo voy a negar, que a mí la posición que siempre me había interesado más, la que yo había pensado para nuestro país, era el terreno de la neutralidad activa, no el de la neutralidad neutralizada. La neutralidad neutralizada siempre me ha parecido estúpida, o bien el resultado de la historia que no puedes evitar. Por tanto, la neutralidad como opción, que era el caso sueco, me llamaba la atención y me interesaba; me gustaba y creía que ése era un buen destino para España, sobre todo, pensando en los vínculos, que no quería romper, de carácter bilateral, con Estados Unidos. Hasta el punto de que, aunque nadie lo ha querido valorar —no importa, quizá lo hagan los historiadores cuando pase algún tiempo—, como la gente creía que la condición para estar en la Unión Europea era aceptar la permanencia en la OTAN, yo hice un ejercicio de afirmación de autonomía, aunque algún componente de orgullo personal pudo tener. Yo no convoqué el referéndum de la OTAN hasta que no finalizó el proceso de negociación y estábamos ya dentro de la Unión Europea. Por tanto, el argumento del referéndum no podía ser: «Si no estamos en la OTAN, no podemos entrar en la UE», por la sencilla razón de que ya estábamos dentro, ya éramos socios. Y lo hice con ese calendario porque quise, porque creía que había que evitarle a los ciudadanos ese elemento de presión psicológica. No se podía someter al país a un chantaje: «El precio de participar en la Unión Europea es participar en el pacto militar de la OTAN». Evitamos la presión psicológica sobre la ciudadanía, pero aumentaba el riesgo.
Casi desde el principio, casi desde el momento en que formulamos la propuesta del referéndum, supe que la neutralidad que a mí me interesaba no era posible. (No hicimos, no quise hacer la propuesta de salir de la OTAN si ganábamos las elecciones, que, en términos políticos, hubiera sido más correcto decir: «Si gano las elecciones y tengo mayoría, al día siguiente denuncio el acuerdo que acaba de firmarse»). Desde ese momento, yo sabía que la gran contradicción no era entre OTAN y neutralidad, sino entre «No OTAN» y relación bilateral. Es decir, una relación bilateral dentro de la OTAN tiene unas características radicalmente distintas a una relación bilateral sin OTAN. Y todo mi proceso mental estaba relacionado con el proceso de recuperación de la autonomía para definir la política exterior; eso era todo.
Perder el referéndum de la OTAN hubiera tenido un coste enorme para nosotros, como país.
Fraga se desmarcó y pidió la abstención, porque decía: «No, mejor que lo pierdan. Se van a ir y no lo vamos a cumplir, porque el referéndum no es vinculante». Y esto último era verdad.
E inmediatamente después del referéndum, yo dije que había sido un error; a pesar de que todo el mundo me concedía toda la gloria por una convocatoria que había situado a la derecha en su contradicción. Reconocí que fue un error porque había metido al país en una especie de turbina realmente insoportable. Y el país me lo hizo pagar. Los ciudadanos nunca me lo perdonaron, e hicieron bien en no perdonármelo. Los ciudadanos me dieron la mayoría pero no me lo perdonaron. Los políticos creen que la obtención de la mayoría se corresponde con el favor de la gente, y no es verdad. A mí me dieron la mayoría en 1986, pero no me perdonaron que les hubiera sometido a la tortura psicológica de ser ellos los que tuvieran que decidir sobre algo que deben decidir los responsables políticos, y sobre lo cual, después, los votantes piden cuentas y evalúan si tal opción es buena o mala.
ENCUESTAS, SUFRIMIENTO Y DILEMA MORAL
Mi decisión de que, en caso de que perdiéramos el referéndum, yo no iba a gestionar el «no», era algo que yo tenía muy claro, aunque tengo que aceptar que la política se puede ver desde ópticas diferentes. A mí siempre me ha parecido repugnante —lo digo ahora, y a lo mejor alguno se molesta— la cantidad de veces, que no son pocas, que he visto que Gobiernos que se la juegan en referéndum, como los de ratificación en las distintas modificaciones de los Tratados Europeos, se la juegan pidiendo el «sí». Sale el «no» y no se sienten concernidos. Como si nada hubiera ocurrido… No importa que sea Dinamarca, o Irlanda. Si un líder político, un jefe de Gobierno, les dice a los ciudadanos: «Creo que… y les pido que…», y los ciudadanos votan lo contrario, él se tiene que ir. Además, los ciudadanos tienen que saber que ese líder tiene que marcharse; que su salida del Gobierno no sólo no es un chantaje: lo que es un chantaje miserable es que se quede. De hecho, los referendos más inmediatos a los que me refiero obtuvieron resultados contrarios a la propuesta del Gobierno. Y el Gobierno sigue, vuelve a hacer otro referéndum para que cambie la opinión pública, esta vez sí, bajo chantaje. Y tiempo después, como no puede ser de otra manera, pierde las elecciones. Ésta es mi manera de ver la política, yo comprendo que hay otra… Ramón Tamames decía que mi negativa a gestionar el «no» era un chantaje intolerable a la opinión pública. Pero, ¿por qué le parece a usted intolerable?
(Cuando hablaban de la guerra contra Irak, los del Partido Popular decían: «Esto es igual que el referéndum de la OTAN». Y yo les contestaba: «¿Qué? Desde luego, yo no les recomiendo que hagan un referéndum, pero si creen de verdad, respecto de las elecciones, que se trata de algo semejante a lo de la OTAN, consulten a la gente. Y si están ustedes en contra de la opinión mayoritaria, deben irse, en lugar de seguir metiendo la pata». ¿Por qué no lo hicieron? Yo no se lo recomendaba, no quería ser incoherente conmigo mismo; pero si creían que su posición en el conflicto les iba a conceder no sé cuánta ventaja electoral, ¿por qué no hicieron el referéndum?).
A eso me refiero. Y la otra posición, perder y continuar, también es válida, y la gente la esgrime, pero conmigo no vale.
Yo, desde el punto de vista político, si consulto a la gente, tengo una posición. Porque no la puedo consultar sin tener «mi posición». Y si la gente está en contra de la posición que yo creo que es la buena para el país, si los votantes dicen: «No, eso no es bueno para el país»… ¡puerta! Me voy. Ya me ocurrió en aquel congreso del PSOE con el debate sobre el marxismo; dije que creía que esa resolución no era buena para el Partido, y me decían: «No, pero tienes que seguir de secretario general». Y les contesté: «No, un momento, un momento: ¿que yo, no compartiendo la posición mayoritaria, tengo que administrar lo que ustedes dicen que hay que hacer? ¿Y la mayoría se inhibe? No, no; eso lo administra quien gana».
Políticamente, yo no he sufrido más que con aquellas encuestas. Un mes antes de celebrarse el referéndum de la OTAN las encuestas nos daban un «no»; y era un «no» de dos a uno. Y no sufría tanto por el resultado, que me parecía de alto riesgo, pero que nunca me ha obsesionado, cuanto por el hecho de ver que estaba sometiendo a la gente a un proceso de decisión que no era correcto desde el punto de vista de la democracia representativa. Por eso he explicado tantas veces que ésos son los temas que no deben someterse a referéndum. En todo caso, usted disuelve el Parlamento y le dice a la gente: «En mi programa electoral, entre otras cosas, está la rectificación de lo que defendí antes; si quieren me votan, y si no, no me voten; es su libertad». Pero hacer que el país te sustituya en una decisión como ésa… Eso es una traición a la democracia representativa. Por estas razones, yo consideré aquel referéndum, y lo sigo considerando, un error.
¿Y por qué lo hice, entonces? Ésa es otra «pregunta del millón». Porque era una promesa incluida en un programa electoral que, entre otras cosas, se comprometía también, por ejemplo, a crear hasta 800.000 puestos de trabajo. No pudimos hacerlo; creamos 1.200.000 puestos de trabajo cuando no los prometimos, en la siguiente legislatura.
Hay dos tipos de obligaciones que un Gobierno adquiere a través de su programa —su pacto con el electorado—: obligaciones que toman su tiempo y que no sabes en qué porcentaje se cumplen, y obligaciones que sólo dependen de que se firme o no un decreto, y que se cumplen al cien por cien. Y la obligación de hacer un referéndum sólo dependía de que yo firmara un decreto de convocatoria. Si no lo firmaba, cumplimiento cero, y si lo firmaba, cumplimiento cien.
Recuerdo las conversaciones con Andreas Papandreu: había anunciado dos referendos en Grecia, uno sobre la Unión Europea y otro sobre la OTAN, y no hizo ninguno de los dos. ¿Por qué? ¡Esa convocatoria sólo depende de un acto de voluntad! Es decir, no es un compromiso de cumplimiento a lo largo del tiempo. El compromiso con el electorado depende simplemente de una firma en un papel, de un acto de voluntad. ¿Cómo es posible que yo falle en el acto de voluntad? No, no podía fallar. Ése fue el dilema moral.
NOS TOMARON EN SERIO
Yo aparecía, en el ámbito internacional, multiplicando mi potencia de liderazgo a los ojos de los interlocutores. A ningún país europeo, empezando por los griegos —pese a que lo habían prometido—, se le hubiera ocurrido jamás hacer un referéndum sobre la OTAN. Y, de pronto, ven que hay un novato por ahí al que se le ocurre hacerlo… Un novato que llega al Gobierno con 40 años —José Luis Rodríguez Zapatero tiene 42— y se le ocurre hacer un referéndum… y ganarlo. «¡Un momento! Aquí ha pasado algo muy raro». Así como los gringos nunca se atrevieron a decirme que diera «marcha atrás» —o algo parecido—, entre los amigos europeos, sí se despertaban comentarios. Me decían: «¿Tú sabes lo que estás haciendo? Eso tiene un nivel de riesgo enorme y, además, nos puedes meter en un lío a todos los demás: si hay un país que sale de la OTAN por un referéndum, los demás podemos tener un problema de opinión pública muy serio». Pero, como siempre, el resultado importa más que las consideraciones previas, y el resultado les sorprendió. Tanto más cuanto sabían que, un mes antes de celebrarse la consulta, el resultado era radicalmente adverso.
A partir de aquel momento, la posición internacional de España se consolidó muy seriamente, mucho más que cuando una mayoría parlamentaria de un gobierno frágil había aprobado la decisión de estar en la OTAN. Nos tomaron más en serio, sin duda alguna.
INTERIOR: DIAGNÓSTICO DEL 82
El panorama de Interior que nos encontramos era… Tengo que decir que, probablemente, fue de las cosas, en la transferencia del poder por parte de UCD, que respondieron a la imagen de una actitud impecable. O, dicho en otros términos, Juan José Rosón, el responsable de Interior en el Gobierno de Calvo Sotelo, asumió mucho más a fondo y en serio que otros Departamentos su función de explicar a los que le iban a sustituir —especialmente a su sucesor, Pepe Barrionuevo— dónde estábamos y qué problemas teníamos. Por tanto, ahí no había mucha oscuridad; sólo había más o menos experiencia.
En el tema del terrorismo, estábamos en una situación dramática desde el punto de vista de la amenaza. Y en una situación muchísimo menos dramática desde el punto de vista de la conciencia democrática de los partidos: había que enfrentarse al terrorismo. Tuvimos dificultades de entendimiento con el PNV, pero se resolvieron totalmente después, con el Pacto de Ajuria Enea. Por tanto, políticamente, estábamos mucho mejor que hoy, y, desde el punto de vista de la amenaza terrorista, en cuanto a consecuencias sangrientas, mucho peor. También estábamos mucho peor en la relación con Francia. (Me llamó la atención que Aznar dijera —hace un tiempo, cuando visitó el famoso rancho de Bush— que «en España» se habían detenido a peligrosos terroristas etarras. Dijo «en España» para no mencionar Francia, que era donde realmente habían sido detenidos. Me pareció inexplicable. Me pareció vergonzoso no conceder valor al papel de Francia, justo en el tema de la amenaza terrorista, y justo cuando se agudizaba el conflicto que Francia tenía con Estados Unidos por el tema de Irak)[153].
En los primeros años, y en el tema del terrorismo, teníamos una gran dificultad con Francia. Tardamos algún tiempo en superarla. En realidad, con Francia teníamos dos problemas: el del terrorismo y el del préalable, o veto francés, a nuestra incorporación a la Unión Europea. Pero un año después de nuestra llegada al Gobierno, a finales de 1983, llegamos a un acuerdo con François Mitterrand que hacía más evidente la desactivación del veto francés a nuestra incorporación en la UE, y mucho menos evidente lo que iba a ocurrir con el terrorismo.
Francia fue abriendo una dinámica de cambio del funcionamiento de su aparato del Estado, en el cual, hasta ese momento, se consideraba a los terroristas como refugiados, y se dio paso a un sistema de colaboración diferente que se fue perfeccionando a lo largo del tiempo. Pero, ya en 1983, el embajador francés nos ayudó mucho. Pierre Guidoni nos ayudó mucho, fue una pieza clave en el cambio de las actitudes políticas del Ejecutivo francés respecto a España. Naturalmente, este cambio de actitudes tardó en permeabilizar el funcionamiento de un aparato del Estado acostumbrado a actuar de modo distinto en relación con el terrorismo etarra.
Yo me decidí por Pepe Barrionuevo como ministro de Interior, probablemente, porque me pareció la persona más adecuada. No me puedo situar en el contexto de otra manera. Tienes que montar un equipo de gobierno, no teníamos ninguna experiencia… (Ahora le reprochan a José Luis su inexperiencia; se lo reprochan estúpidamente, porque ahora tenemos catorce años de experiencia de gobierno, y veintitantos años de experiencia local y regional. Por tanto, tiene la cantera que quiera, por supuesto, mejor que la del PP, para lo cual no hay que hacer mucho ejercicio).
Yo buscaba personas con cierta experiencia y…, naturalmente, es un criterio subjetivo. Uno ve a gente con capacidad para afrontar ese desafío, y eso fue lo que me inclinó a elegir a Pepe Barrionuevo. No es cierto que Rosón me influyera, para nada, en su nombramiento. Rosón no habló conmigo de eso en ningún momento.
BARRIONUEVO: NADIE ME PREGUNTÓ A MÍ
Años más tarde, yo me vería a las puertas de la cárcel de Guadalajara para despedir a Barrionuevo, que ingresaba en esa prisión. Nunca habría podido imaginarme que la gestión de Interior nos pudiera reportar tantas complicaciones. Pero quiero dejar claro que no sólo no me las podía imaginar, sino que, probablemente, además, fue una gestión bastante correcta dentro del cuadro de dificultades que tuvimos que afrontar. En general, más correcta —ahora ya lo puedo decir— que la que se había hecho anteriormente. Incluso se pagaron algunas cuentas por lo que se había hecho antes en la lucha antiterrorista. Además, Barrionuevo fue condenado injustamente por cosas que no había hecho. En verdad, se procedió contra él en un ambiente que poco tenía que ver con su gestión en el momento de las imputaciones, sino con la cacería montada posteriormente en una conspiración miserable. Ya sé que hay un dato del cual es difícil defenderse, ya sé que hubo una condena firme del Tribunal Supremo. Pero yo no niego la condena; lo que afirmo es que la condena no responde a las responsabilidades de Barrionuevo ni a la verdad. Por eso la califico de injusta. Soy consciente, además, de que esa sentencia nos dejó, en términos de puridad democrática, sin argumentos. Por supuesto, en el funcionamiento de un sistema democrático, por imperfecto que sea, una condena a un miembro del Gobierno… ¡Por eso el fiscal general del Estado, Carlos Granados, tuvo tanto «cuidado» en el momento de actuar! Una condena a un miembro del Gobierno mancha al Gobierno. Es evidente. Lo que sigo diciendo es que no hay ninguna relación entre la verdad de lo que ocurrió y la condena. ¿Eso juzga la intención de los que lo condenaron? Ni siquiera voy a entrar en eso, me da igual. Ése no es el problema. El problema es que Barrionuevo fue condenado por hechos con los que no tenía nada que ver.
Por cierto, yo no conocía a Galindo. Los que lo conocían eran Aznar y Mayor Oreja, que, cuando estaban en la oposición, iban a verlo todas las semanas. Yo no conocía al general Galindo cuando estaba en Intxaurrondo, pero pienso que también está condenado a 80 años por algo que no ha hecho.
Es verdad que hubo dentro del Gobierno y del Partido un debate sobre aquello. Y yo sabía perfectamente que el hecho de ir a la cárcel de Guadalajara a despedir a Pepe Barrionuevo, con una condena firme del Tribunal Supremo, «contaminaba». Pero a mí no me importaba esa «contaminación»; la aceptaba, de una forma plenamente voluntaria, porque estaba expresando con mi presencia mi forma de rechazar una sentencia injusta. Punto. Eso es todo.
¿Que había gente que no quería «contaminarse»? Yo lo entendí perfectamente. La política es así. Yo no reprochaba a nadie que no quisiera «contaminarse». Es más, antes de ir a Guadalajara, yo lo advertí a compañeros del Partido: «Voy a hacerlo. Es mi responsabilidad, la mía. No estoy implicando la responsabilidad de otros; el que no quiera hacerlo que no lo haga». Y si se me volviera a plantear veinte veces la misma situación, veinte veces haría lo mismo. De eso no me cabe ninguna duda.
Lo volvería a hacer, incluso pagando el precio que pagué en aquel momento, que cundiera la idea de que yo iba a Guadalajara porque tenía miedo de que Barrionuevo «tirase de la manta». Me daba y me daría exactamente igual. Además, no tienen razón; sin «tirar de la manta» podían haberme condenado exactamente del mismo modo y por lo mismo por lo que les condenaron a ellos: por no hacer nada. Simplemente, habría bastado con que ellos hubieran dicho que yo también estaba en aquello. Porque a ellos [a José Barrionuevo y a Rafael Vera] los llevó a la cárcel otro coimputado, y ése verdaderamente estaba implicado, y lo reconoció. Sirvió el testimonio de un coimputado. Ésa era la única prueba que tenían. Ni siquiera me dejaron presentar a mí la prueba del telegrama que le había mandado al Rey, informándole de las conversaciones con Mitterrand. Nunca me llamaron. Me zarandearon: me iban a procesar, no me iban a procesar; era responsable, no era responsable… Pero nadie me preguntó si tenía algo que decir en el tema de Barrionuevo.
Si se especuló con una relación de incomodidad entre Barrionuevo y yo, no me importa. La contradicción de ese argumentario está clara, ya lo he explicado. Claro que si Barrionuevo y Rafa Vera llegan a asegurar que yo les di la orden para secuestrar a Marey, por muy mentira que fuera, me hubieran podido condenar, por la misma razón que los condenaron a ellos, en un ambiente con mentiras, con testimonios falsos… Por tanto, ¿por qué me voy a defender de eso? ¡Me parece ridículo!
Mejor, que hablen los que habían pactado ya con Aznar —como Damborenea, o como el que era director general de Seguridad— a cambio de quedarse con su dinero… ¡Pues claro! ¡Si esos testimonios valen, aunque yo no los hubiera visto para nada, me habrían condenado igual!
LA «X» DEL GAL, EL CESID Y EL REY
No voy a ocultar la irritación que me produjo aquella campaña que me identificó —con la ayuda inestimable de Julio Anguita— como la «X» del GAL. Sentí irritación, pero también por el error que cometí; por el error de haber dado respuestas duras o ásperas a esa acusación. Evidentemente, lo configuraron así. Y el propio Anguita colaboró —aunque yo creo que nunca ha estado convencido de que yo tuviera nada que ver con aquello—, y colaboró porque le interesaba. Y hablo de interés en el sentido de «interés, interés»… Anguita estaba interesado en que esa operación contra mí se desarrollara de aquel modo —y lo digo hoy— por las razones que le llevaron a montar la «pinza» con el PP contra nosotros, y por razones de interés personal, que son aún más miserables. De todo ese montaje, de toda aquella campaña de intimidación estúpida e injusta que se me hizo, lo que más me preocupaba era que mancharan al Estado democrático de responsabilidades que no tenía. (Hoy estamos gobernados por aquellos que, incluso desde el Ministerio de Defensa, se ofrecen a cazar al hombre).
Pero, me preocupaba, sobre todo, el destrozo que estaban haciendo en un funcionamiento creíble del Estado democrático. Todavía hoy lo seguimos pagando. Porque si lo paga un Gobierno, está bien: lo paga el Gobierno. Pero el juego sucio llegó hasta… ¡Todavía seguimos pagando las consecuencias!
Emilio Alonso Manglano —al que yo no nombré como responsable del Cesid, sino que lo mantuve— sigue siendo mucho más creíble que todos los que vinieron después para la operatividad de los servicios de Inteligencia, servicios que, ahora, parece que tienen importancia. Ahora, pero antes se los cargaron. Incluso procesaron a Javier Calderón, sucesor de Manglano, por el caso de las escuchas en las sedes de Herri Batasuna. Todavía hoy…
¿Quién se va a fiar de nosotros en Inteligencia, cuando se ha utilizado el Servicio de Inteligencia en la lucha partidista? ¡Y se ha llevado hasta la judicatura! Jurídicamente, es explicable que procesen a quien desarrolló el sistema de escuchas a Herri Batasuna. Pero, políticamente, ¡vete a explicarle al Servicio de Inteligencia americano —que es el que facilita las técnicas de escucha— que han sido procesados los señores que han entregado a la Justicia parte de las pruebas que sirven para afirmar que los «batasunos» son tan responsables del terrorismo como los etarras! ¡Explícale tú que los que consiguen las pruebas y los «batasunos» están igualmente procesados! Naturalmente, te dicen: «¿Pero estamos hablando de un Estado democrático serio, o estamos hablando de una broma?». Estamos hablando de una broma, del «aserejé».
En toda aquella situación, el Rey… Hay algo que deberíamos recordar. Yo tenía una manera de gobernar que no era la habitual; yo elegía a los ministros y les concedía plena responsabilidad en su área. Tenía mi Gabinete de Presidencia para filtrar, ordenar y hacer comprensible la masa inmensa de información que llega de los diferentes Departamentos ministeriales. Y no puenteaba a ningún ministro con ninguno de sus segundos ni terceros, cosa que es muy habitual en todos los gobiernos. No reprocho esa actitud, pero mi estilo de gobierno no era ése. La relación con el Rey —aún hoy, con la distancia— debo seguirla respetando. Sólo debo decir que yo admitía el máximo papel que el jefe del Estado podía tener desde el punto de vista constitucional, y le proporcionaba el máximo de información de la que disponía, incluido el máximo de disponibilidad para que contrastara la información por los distintos cauces que tuviera. Por tanto, el Rey, durante mi mandato, era un jefe de Estado representativo que no sólo tenía el poder que le atribuía la Constitución, sino un poder moral añadido de representación que yo reforzaba, que no ocultaba, porque no competía con él. El Rey tenía toda la información que debe tener el jefe del Estado y toda la libertad para abrir su abanico informativo en todas las direcciones que quisiera, con quien quisiera, ya fuera con Manglano —que siempre fue de su máxima confianza—, ya fuera con la oposición… No sé si el Rey se sintió desconcertado a propósito del montaje de las escuchas del Cesid, al igual que en algún otro caso, teniendo o no razón, que ahora no voy a discutir las razones. Ahora bien, de lo que doy fe es de que el Rey lo pasaba muy mal por esa dinámica de los acontecimientos… No voy a sustituir su capacidad para expresar sus memorias cuando quiera, digo que su estado de ánimo era ése. Y no voy a pasar de ahí.
LA HUELGA. ES FÁCIL HABLAR AHORA
Hablar hoy de la huelga general del 14-D es relativamente fácil, a toro pasado. El motivo desencadenante de la huelga era una gran estupidez, como reconocen todos los líderes sindicales, también a toro pasado. En aquel momento la excusa era, para entendernos, la recuperación del contrato de aprendizaje. La verdad es que me sorprendió enormemente que ese asunto fuera el desencadenante de la huelga.
Pero no era la causa de fondo. En las causas de fondo hay algunas explicaciones. Algunas son puramente subjetivas, y no merece la pena entrar en ellas todavía, aunque en algún momento entraré en las causas subjetivas de algunos de los protagonistas, que son las más dolorosas. Pero las causas objetivas, las que permitieron la movilización a fondo, no sólo de la parte sindical, sino también de la Patronal, eran otras. Aparte, existía una explicación que, en el fondo, también explica el desencuentro. La razón fundamental es la siguiente: hacer una política de liberalización económica y de cohesión social, aprovechando el fruto de una liberalización que hace crecer el producto y, por tanto, que permite aumentar la presión fiscal —tomándosela en serio— y propiciar más educación, más salud y más pensiones, era algo inhabitual en el seno de la izquierda, incluso herético. El gran intelectual de la política Hugh Gaitskell, al que acompañaba alguno de los nuestros, comparaba esta política con la de Margaret Thatcher. No se daba cuenta de que Thatcher había desregularizado, liberalizado, en el sentido fundamentalista del neoliberalismo: había inventado esa doctrina, que además había roto la cohesión social en Gran Bretaña. Recuerdo una conversación posterior con la reina de Inglaterra, que nunca traicioné, hasta que hicieron una biografía suya y apareció la misma tesis. Incluso entonces me reservé aquella fantástica conversación… A mí, los elementos de comparación no me molestaban en absoluto. Yo pensaba que uno de los errores de la izquierda era preocuparse sólo de la redistribución de la riqueza y no de la creación de la riqueza, y creía que había que preocuparse de ello, de aumentar la competencia, de hacer caso del mercado o de regular razonablemente.
Y eso fue lo que hicimos. La riqueza aumentó, efectivamente, después de superar la crisis económica, que fue una época muy mala, y la reconversión industrial. La economía empezó a crecer con fuerza, empezó a aumentar la presión fiscal, se activaron todos los programas de redistribución indirecta del ingreso que producía ese crecimiento de la riqueza… Por tanto, hubo al mismo tiempo más libertad económica, menos barreras arancelarias, menos intervención del Estado y mucha más cohesión social, o un sistema creciente de cohesión social. Ése era el modelo. (La parte del modelo que no entendían algunos era el de la liberalización de la economía; eso lo puedo comprender). Y la impaciencia que al final hace cuajar una huelga —hablo de la parte sindical— era que, recuperado el ritmo de crecimiento de la economía, los sindicatos creían que tenían que participar más intensamente en el reparto; es decir, habiendo participado en los sacrificios, querían mayor participación en el reparto. Por tanto, querían que hubiera una política salarial de fondo distinta: más redistribución del ingreso directo; y apreciaban menos la redistribución que suponía garantizar un buen sistema de pensiones, de pensiones no contributivas, un buen sistema educativo o un buen sistema sanitario. Todo esto también puedo llegar a comprenderlo. No tengo ningún problema de comprensión respecto del fenómeno.
EL DÍA DESPUÉS
A la Patronal, que estaba pasando por uno de los momentos más felices de su existencia —porque ni en el franquismo ni en el «aznarismo» han tenido más libertad para moverse como agentes económicos y para competir que en esta época—, le agobiaba, por un lado, la razón ideológica de un Gobierno socialista; por otro, el incremento de la presión fiscal. Todo ello, a pesar de que los negocios les iban bien, incluso se hablaba de la «cultura del pelotazo», que, en realidad, sólo se puso de manifiesto de manera dramática cuando llegó el PP al Gobierno. Por tanto, toda esa confluencia de factores llevó a una huelga que, sin duda, fue un golpe duro para el Gobierno. No nos impidió volver a ganar las elecciones, pero fue un golpe duro, sin duda alguna.
Yo saqué, inmediatamente, las consecuencias y el significado político de lo que había ocurrido. Registré perfectamente la advertencia y las señales que nos habían lanzado sectores de la sociedad que empezaban a impacientarse con los socialistas… La diferencia respecto de la huelga que hizo retroceder al Gobierno de Aznar, en torno al famoso «decretazo»[154], es que en aquel momento, al día siguiente del 14-D, yo hice dos cosas, en contra de las opiniones de los más próximos. Primero, reconocí que había sido el golpe más duro que había recibido el Gobierno; por tanto, sabía perfectamente lo que significaba; y segundo, convoqué a los sindicatos a una reunión. ¡Al día siguiente! Si eso no es sacar las consecuencias de lo que había ocurrido… Aunque puede que no sean todas las consecuencias. Porque ya he explicado cuáles eran las causas inmediatas, el motivo por el que se convoca la huelga, y las mediatas —me he ahorrado las subjetivas— que explicaban aquel movimiento social que yo percibía clarísimamente.
NUNCA ABANDONÉ EN MEDIO DE LA TORMENTA
Algún tiempo después yo me planteé no volver a ser candidato electoral, pero, pese a lo que algunos han podido interpretar, no me hice ese planteamiento como consecuencia directa de la huelga; no fue algo que yo decidiera súbitamente. Me refiero a que no se trataba de esa actitud impulsiva: «¡Lo dejo!». Lo que me pasaba era lo mismo que me ocurría desde el principio… La primera vez que quise dejarlo fue después de las elecciones de 1977, el 2 de agosto de 1977. Quise que hiciéramos un congreso del Partido y que alguien se hiciera cargo de la continuidad de la Secretaría General después del congreso de Suresnes. Por tanto, es verdad que yo tenía siempre un pie en el estribo para bajar, siempre. En el congreso del Partido, en aquella ocasión, dramático, «el congreso del marxismo», simplemente me bajé. No es que pusiera condiciones, ni que discutiera bajo cuáles aceptaría ser secretario general. Simplemente, cuando se aprobó la resolución, que respeté, me fui. Nunca me he ido en medio de la responsabilidad, he agotado la responsabilidad y cuando he visto que se ha terminado el período, me he sentido con un poco más de margen de libertad para decidir. Y eso me ha acompañado durante toda mi vida política. Incluido el momento del que hablo, en el que ya la gente empieza a creer que no quiero volver. Se lo creyeron incluso los más próximos, que llegaron a creer, durante años, que, en realidad, yo mostraba esa disponibilidad a dejarlo como una táctica, como un instrumento para mantener mejor el control. Esa interpretación de mis intenciones nunca se ha correspondido con la verdad, pero da exactamente igual, porque lo que en política se percibe como verdad, es la verdad. Incluso gente del Partido llegó a percibir como verdad que yo estaba dispuesto a dimitir, pero que sólo se trataba de un gesto para recuperar más control… Nunca fue ésa mi intención. Por tanto, cuando llegaron las elecciones de 1989, anuncié que no quería volver a presentarme. Pero hicieron lo posible y lo imposible para que no apareciera esta información. Y algunas de las periodistas que tenían la información se frustraron porque alguien consiguió convencerlas de que no la sacaran. Porque se entendió, en el Partido, que difundir mis intenciones, desde el punto de vista electoral, era muy negativo.
En ese momento, pensaba: «Éstas son las últimas elecciones a las que me presento». Ésa era mi voluntad, pero todavía no me planteé ningún candidato, ningún nombre concreto, para mi sustitución, porque no había hecho aún, entre los más próximos, un intento para razonar si era posible la sustitución… Y como no tuve ningún espacio, porque un razonamiento previo de esas características no «colaba», digamos que me sometí al reto de afrontar las elecciones y ganarlas. Y las ganamos otra vez, con mayoría absoluta. (Recuerdo que hubo un juez que dijo que, si de él dependiera, nos quitaría la mayoría absoluta. ¿Era ésa su manera de juzgar?).
En aquel momento, simplemente, me planteé dejarlo, no tenía ningún pensamiento de buscar ningún sustituto. Eso ocurriría después, a lo largo del mandato. Entonces, mi idea era la siguiente: «Bueno, una manera ordenada de irse es pensando si alguien me puede sustituir antes de acabar… Como hay unos fastos realmente espectaculares en 1992, probablemente ése sea el momento adecuado —entre 1989 y 1992— para que determinadas personas que tienen ya una experiencia de gestión comiencen a tomar el relevo». La idea era que aparecieran formalmente como en realidad aparecían…, como sustitutos.
Entonces, empecé a analizar y a evaluar quién podría ser. Pensé en Narcís Serra, en aquel momento, porque me parecía una persona sensata, que conocía varias áreas de gobierno, que había estado ejerciendo de vicepresidente y que, probablemente, podía hacerse cargo de la gestión de Gobierno. Mi valoración incluía su imagen de catalán gobernando en Madrid, de catalán que ha llevado a cabo una operación como la de la transformación de las Fuerzas Armadas, la superación de lo que podía ser uno de los grandes peligros históricos… Narcís tenía un «haber» mucho más importante del que él mismo consideraba que tenía; y ése ha sido siempre el problema de Narcís Serra: nunca ha creído que en su tarjeta debiera figurar ese acervo que había acumulado. Sin embargo, a mí me parecía que Narcís había realizado lo que menos se podía esperar de una persona catalanista… Para entendernos, él había ejecutado una tarea que no se correspondía con la imagen que teníamos del catalán. Podía haber hecho una buena política comercial, no sé cuántas otras cosas, pero hizo una buena política de Defensa. Y Solana tampoco pudo ser. Fue la última opción, entre 1993 y 1996, pero se atravesó un hecho histórico que era absolutamente imposible rechazar: la posibilidad de que ocupara una responsabilidad como secretario general de la OTAN, a la que no pudimos decir que no. De lo contrario, hubiera optado por que Javier hubiera cubierto ese espacio. Y lo propuse, formalmente, en el Comité Federal, y tuve apoyos y negativas…
MI SUCESIÓN Y EL PARTIDO
Los intentos de Alfonso de «controlar» mi sucesión, la verdad, no me influyeron… No fue así. Sencillamente, porque esa influencia ya no era decisiva en aquel momento: Narcís ya era vicepresidente. Cuando llegan las elecciones de 1993, lo que influyó no fue la actitud de Alfonso, sino la resistencia a que hubiera una sustitución en ese momento; resistencia que, por otro lado, era ampliamente mayoritaria. Porque yo había cometido el error de empezar a consultar, para entendernos, si podría haber un candidato, y me encontré con esa resistencia en una situación en la que la dificultad para ganar era máxima: todo el mundo daba por seguro que no ganábamos. Y se propagó un sentimiento concreto: «Éste se va en el momento en que ya no se gana». Me podía. ¿Se puede definir como vergüenza torera? Como se quiera, me da exactamente igual, para no darle mucha solemnidad.
Después del funeral del padre del Rey, disuelvo el Parlamento. Pero era un momento crítico para el Partido y, con el acoso que en aquel momento sufríamos, el espacio para mi sustitución se reducía, no tanto por la influencia interna, que también la había, sino por el sentimiento que en mí dominaba la sospecha de que la gente iba a decir que me iba porque todo se había perdido. Y por esa razón no sólo repetí en 1993, sino también en 1996. Por supuesto… tenía muchas más razones… era elemental. Y, además, en aquel momento hice la campaña bastante solo. Digamos que hice la campaña con la base del Partido, pero no con los cuadros de la Dirección del Partido, que querían imponer su propia campaña, que intentaban controlar la situación. La verdad es que me sentí bastante solo.
La verdad, no soy capaz de definir la actitud de Alfonso en cuanto a la relación entre el Partido y el Gobierno. Ni aun hoy. Y sobre la cuestión de si él se arrogó cualquier derecho de veto a cualquier candidato a la sucesión en el que yo pudiera pensar, tengo que decir que no había ningún derecho de veto, que eso no es cierto. Alfonso había cuidado a una parte del Partido seriamente, sin duda, y yo creo que con esa parte lo había hecho bien, con la parte del Partido que estaba con él. Creo que Alfonso tenía el problema de que, cada vez que sentía que alguien discrepaba, lo sacaba del círculo de los que podían contar. Y el círculo se iba estrechando por esa dinámica. Y, al final, ese círculo no era decisivo desde el punto de vista de la conformación de mayorías o minorías, sencillamente. Se trataba de un proceso de exclusión permanente de cualquiera que discrepara respecto de cualquiera de los elementos que Alfonso consideraba importantes, creo yo, aunque tampoco estoy absolutamente seguro. Pero yo sí podía darme cuenta de que su capacidad para conformar una mayoría en el Partido se iba reduciendo. En 1993 se pudo apreciar claramente, y mucho más en 1996…
Yo no sé si eso del «guerrismo» se puede definir o no como mayoría. No lo sé. Porque también se ha hablado del «felipismo» durante tantos años… Lo que sí puedo decir de mí es que jamás he tenido una tribu dentro del Partido. Probablemente, eso, visto con perspectiva, es algo relativamente suicida, aunque a mí me salió bastante bien… Normalmente, un dirigente político quiere saber quiénes son sus gentes de confianza en todos los niveles locales, por si acaso. La verdad es que nunca me ocupé ni me preocupé de eso. Para mí, los interlocutores no tenían tribu dentro del Partido, eran interlocutores del Partido, todos exactamente igual. Quizá la prueba del nueve más evidente de lo que afirmo era mi relación con Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Él lo sabía perfectamente. Pero esa relación no sólo existía con él, también con Corcuera, con cualquiera de ellos… Ellos lo sabían también perfectamente. No digo que yo no tuviera limitaciones psicológicas a la hora de tomar decisiones, pero trataba de superar aquellas limitaciones psicológicas que pudieran condicionar la decisión que yo creía conveniente para el Partido. De eso, doy la absoluta seguridad. Naturalmente, corría el riesgo de quedarme en minoría. No era la primera vez… Ocurría con alguna frecuencia, incluso en la Ejecutiva del Partido, donde podía estar en minoría. Había votaciones en las que yo estaba en minoría. No me parecían sustanciales, pero eso ocurría; nunca tenía una mayoría abrumadora como tuvieron mis sustitutos en la dirección del Partido.
La acusación de Alfonso Guerra, sobre todo en los últimos años, de haberme aliado objetivamente con los llamados «renovadores», o lo que sea, nunca me preocupó especialmente. Ni la «deriva neoliberal» y ese tipo de cosas. Si alguna cosa me preocupaba un poco más, pero más por dolor personal que por cambiar la posición, era cuando, a veces, se decía que a mí no me importaba el Partido, que no lo quería, que no me preocupaba del Partido… Ese tipo de cosas… Lo cierto es que yo he tenido una lealtad al Partido que ha llegado hasta el hecho de que no he publicado nunca nada en la prensa sin darlo antes a conocer a la Dirección. Y creo que no ha ocurrido lo mismo en el Partido. Además, no se estila. Jamás, nadie lo ha hecho. Sólo yo. Y sigo haciéndolo a día de hoy. Considero que ésa es mi responsabilidad, no la responsabilidad de un militante, sino la mía, mi responsabilidad personal. Por tanto, los reproches de que no me importaba el Partido me turbaban más. Creo que eso se aclaró después, cuando vivimos aquella situación dramática, el abandono de Borrell y la proximidad de las elecciones, que el PP gana por mayoría absoluta. Se aclaró en una pequeña reunión con Txiqui Benegas, Paco Fernández Marugán y otros representantes de ese núcleo. Cuando me dijeron: «El Partido está sin orientación, sin dirección», le contesté a Txiqui, en tono de broma y cordialmente: «Esto hace muchos años que está así, según vuestra teoría, porque yo no me he ocupado nunca de dirigir el Partido», y Txiqui me decía —siempre he mantenido una buena relación con él—, de absoluta buena fe: «Siempre que tú has estado en el Partido, sabíamos para dónde íbamos, nos gustara más o menos, pero sabíamos que había una posición y una orientación; pero ahora no sabemos…».
Es verdad que yo no tenía el estilo de dirigir el Partido mediante el control de las voluntades y dependiendo de una clasificación de los que estaban de acuerdo conmigo y los que no lo estaban. ¡Jamás! Por eso ponía antes el ejemplo de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, con el que podía coincidir o no, pero se mantenía la misma relación de lealtad.
NO HABÍA UN ESPACIO PARA DEJARLO
La pretensión de Alfonso de controlar la situación, y mi sucesión, si yo me iba, creo que está perfectamente justificada o explicada, porque él creía —y me imagino que cree— que representa lo que el Partido debe ser. Yo nunca he tenido la pretensión de representar lo que el Partido debe ser. He tenido mi posición y la he defendido y la defiendo sin ninguna limitación; me siento totalmente libre para pensar y decir lo que yo creo que el Partido tiene que tener. Pero no le «cobro» a nadie que no tome esa opinión como determinante, en absoluto; me parece razonable. Distingo, por ejemplo, entre mi posición actual, cuando no dirijo el Partido, y mi posición como dirigente del Partido. Pero incluso como dirigente del Partido, cuando alguien discrepaba, me parecía que tenía perfecto derecho a hacerlo. Y no lo consideraba en la fila de los adversarios que no interpretaban correctamente lo que debía ser el Partido… A mí no me preocupaba esa actitud de Alfonso como un obstáculo a la hora de pensar en mi sucesión. No, no… En ese momento, teniendo la percepción que se tuviera —y la de Alfonso tenía tanto derecho a expresarse como cualquier otra—, yo tengo la seguridad de que ese tipo de percepción esencialista no era mayoritaria en el Partido, incluso entre el grupo de gente que era leal a Alfonso. En términos reales, no hubiera sido un obstáculo pensar en alguna persona. No, no… No lo creo. El obstáculo habría sido que no me hubieran dejado un espacio para irme; eso ya lo había percibido con claridad. Por eso, cuando decidí dejarlo, lo hice el día del congreso, y sin avisar.
ALFONSO, PROCESO HACIA LA DECEPCIÓN
En la relación entre Alfonso y yo hubo un antes y un después del «caso Juan Guerra». Lo hubo, sí. Pero tengo que decir que en el tema del hermano de Alfonso se produjo una situación tremendamente abusiva, porque no era causa suficiente para provocar lo que provocó. Eso era evidente. Pero también es evidente que Alfonso se consideraba, cosa perfectamente comprensible, responsable de verdad de su familia. Y aun siendo abusivo el tema, obviamente, él estableció una línea que marcaba, que separaba a los que aceptaban o no su posición y su papel. Repito, aun siendo abusivo…
Es verdad que yo hice una apuesta de lealtad máxima por Alfonso con aquello de «dos por el precio de uno». Luego, en el proceso, no fue tanto una decepción, aunque también había un componente de decepción. Pero no tanto por el caso en sí mismo, porque la apuesta que yo hice por Alfonso, desde el punto de vista de su honorabilidad personal, era una apuesta absolutamente certera; es decir, a Alfonso, en política, nunca le había movido ni el negocio ni el dinero. Eso me parece poco cuestionable. Si ustedes quieren cuestionar a este señor en ese aspecto… Pero no me refería a su hermano, o al otro… Yo lo hice de absoluta buena fe y, en ese caso, en concreto, no me equivoqué. En algún caso, sí me sorprendió, pero en ése no me equivoqué.
Mi decepción o decepciones se dieron porque yo creía firmemente —lo creía porque mi propia actitud, sin afirmarlo así, se parecía mucho— que cuando Alfonso decía que estaba obligado a estar donde estaba, que no tenía mucho placer ni mucho gusto en hacer lo que hacía, que no le apetecía estar en el equipo del Gobierno…
Siempre lo dijo, desde el principio del mandato, y yo diría que lo estaba diciendo siempre de verdad, sintiéndolo y asumiéndolo. Pero, en el momento en que se planteó la posibilidad de que saliera del Gobierno… me dio la impresión de que no era exactamente así. Creía que él quería quedarse. Si tuviera que definir ese proceso de distancia y las causas de fondo que nos separaron políticamente… No lo sé. Yo creo que, fundamentalmente, es esa percepción de que, en realidad, le daba más importancia a quedarse que a cualquier otra cosa. Pero es una percepción que puede ser equivocada, porque estoy seguro de que Alfonso sigue creyendo que él no tenía interés en estar en el Gobierno… Sé que él siempre ha creído que los «renovadores» pudieron hacer mella en mí, que me llevaron al convencimiento de que él era el responsable de que no hubiera respuesta a Filesa y ese tipo de cosas. Pero, no. Simplemente, yo creí que, en un momento determinado, Alfonso debería ser sustituido en el Gobierno. Eso es lo que creí. Porque ya había pasado la fase aguda del ataque por el «caso Juan Guerra» —cuando él mismo hizo su intervención en el Parlamento—. Había pasado un año. Yo creía que Alfonso era más parte del problema que de la solución a la hora de intentar que el Gobierno recuperara oxígeno… Fue así de simple.
En las elecciones de 1993, elegí a José María Maravall para que dirigiera mi campaña electoral. Lo hice por sintonía personal y política. Pero también porque José María era un hombre que no tenía ningún deseo de tener cuota de poder desde el punto de vista institucional y orgánico, ningún interés. Más bien, lo contrario. Ya había intentado recuperarlo para el Gobierno, y no lo conseguí, pese a que le había mostrado mi mayor interés. Maravall tiene una gran capacidad de análisis y una lealtad no ya personal, que no es lo que más me importa, sino una lealtad política al proyecto que me parecía fuera de toda duda. Con todas esas características, me parecía, y me sigue pareciendo, una persona extraordinariamente adecuada para que estuviera en un Comité de Estrategia en el que, obviamente, José María Maravall no pide absolutamente nada a cambio. No hay ningún componente mercenario en su esfuerzo, eso puedo asegurarlo.
Se dijo que aquella opción por Maravall era una forma de expresar mi deseo de marcar distancias con el Partido: no fue así exactamente. Ésa es una elaboración, como tantas otras, que hacemos a posteriori. Mi decisión partió del convencimiento de que las características de José María Maravall son las que digo: una persona con conocimiento de causa, con experiencia y con buena cabeza, que puede aportar su pensamiento y líneas de acción estratégicas, y del que yo estaba seguro de que no estaba interesado en otras razones que no fueran las que se le encomendaban. José María Maravall es de las personas que, si se equivocan, se equivocan sin nada a cambio; y si aciertan, también. No sé si el Partido lo recibió de uñas, no tuve yo esa percepción en aquel momento. Y, además, sinceramente, tampoco era mi máxima preocupación. Él dice que tenía la percepción, por no decir la certeza, de que, en ese momento, Alfonso Guerra no tenía mucho interés en que yo ganara las elecciones. Yo no lo creo. Yo creo que Alfonso Guerra, independientemente de cómo le fuera a él —que lo podía tener en cuenta—, tenía claro cómo se podían ganar o no las elecciones. Y no lo digo por conversaciones que haya mantenido con él, sino con conocimiento de causa. Y apostaba con su gente porque se intentaran ganar. Eso vale para las elecciones de 1996 y para las de 2000.
En cuanto a la actitud, en cuanto a lo que había que hacer en cada caso, la verdad, nunca había unos criterios muy convergentes entre los de Alfonso y los míos, desde el principio. Incluso antes de estar en el Gobierno. Pero la lealtad de Alfonso, durante muchos años, superaba incluso esa discrepancia, y cuando veía que yo había tomado una decisión, la aceptaba, aunque no estuviera de acuerdo. Yo nunca percibí deslealtad por parte de Alfonso mientras estábamos en el equipo de Gobierno; por tanto, no se acabó. Ni siquiera cuando salió del Gobierno pude percibirla como percibía que había reacciones de la gente que se sentían próximas a él, más críticas, pero no percibía eso como una deslealtad. Claro que, entonces, tenía mucho menos contacto conmigo y, por tanto, mucha menos posibilidad de contrastar opiniones. Pero una vez que se contrastaban opiniones Alfonso siempre reaccionaba diciendo: «… bueno, yo no lo veo, pero… ¡Vayamos!».
MI ÚLTIMO GOBIERNO
Si se percibió que mi último Gobierno estaba en manos de los independientes, tengo que decir que había, más o menos, el mismo número que en mi primer Gobierno. Repito que había el mismo número. Fernando Ledesma no era del Partido; Carlos Romero, tampoco…, por hablar sólo del primer Gobierno.
Pero eso es lo de menos, la percepción sí era correcta.
En cuanto a mi opción, mi apuesta por Juan Alberto Belloch, por su política de saneamiento de Interior… Me pareció que iba a ser oportuno y que era oportuno demostrar que nosotros no teníamos ningún interés —hablo desde el punto de vista subjetivo— por hacer una política como la que se refleja en el Gobierno actual con el fiscal general del Estado, una política de encerramiento, de autodefensa. Otra cosa es que la decisión fuera o no acertada, tanto en el caso de Belloch como en el caso de Baltasar Garzón…
Parece que, después, en algunos casos, no fue acertada. Pero, sin juzgar eso, la verdad es que —en aquel momento— yo creía, y era mi convicción personal, que lo que nosotros podíamos y debíamos hacer era mostrar que no teníamos nada que temer ni que ocultar. Mi decisión estaba motivada por esa razón. ¿En qué errores pudimos incurrir? Todavía hoy no soy capaz de evaluarlos; puede que hubiera algunos errores, pero que la intención no era… Obviamente, ¿cómo se puede imaginar?
Yo tenía vínculos personales que me llevaron a estar en la cárcel de Guadalajara… Por tanto, eso sería contradictorio con todo lo anterior. Y, desde luego, yo nunca prescindí de la lealtad y del afecto que sentía por gente de mi equipo como Pepe Barrionuevo o por José Luis Corcuera ¡De ninguna manera!
Se ha dicho que Belloch entró en Interior como un elefante en una cacharrería… Antes estuvo Antonio Asunción, que había sido director general de Prisiones… En cualquier caso, ésos son juicios de valor, a veces subjetivos, aunque algunos se fundamentan en cosas que han aparecido. Yo no me atrevo, de verdad, a hacer un juicio de valor sobre eso. Yo creo que el comportamiento, en general, era un comportamiento correcto, aunque algunas de las cosas que he oído y he leído de aquella última etapa de Gobierno me han sorprendido y no las he terminado de entender de verdad. Me refiero a comportamientos personales, o declaraciones, o relaciones… Repito, todavía no las he terminado de aclarar. Es cierto que se produjo una reacción, apoyada en la idea de que se hizo más daño que beneficio con aquella gestión, en aquella etapa de Interior… Ése es un juicio de valor que, además, es posible que tenga un reflejo en la realidad práctica: Interior siempre ha funcionado como «bunkerizándose» respecto de sí mismo. Sí… es posible… Pero yo no tenía esa percepción. Incluso cuando he visto esas críticas sobre los daños que se hicieron, o los problemas que se crearon, pienso que son críticas que no me han resultado… Son críticas muy sinceras… pero no me han resultado creíbles. Yo no creía que hubiera mala intención, o una intención deliberada de hacer daño. En absoluto… No lo creía… Incluso, ahora, no lo creo. Creo que había alguna gente que tenía comportamientos compulsivos… He visto algunas cosas que me han sorprendido de gente, no voy a dar los nombres, pero que no me podía esperar, que le daban más importancia en su vida a mandar en la Guardia Civil que a cualquier otra cosa.
Y respecto a Garzón… La verdad es que no estoy seguro de si el error fue no satisfacer su ambición… Desde luego, existía el componente de la ambición. Pero también existía un enfrentamiento entre personas que, en teoría, deberían haber estado dentro del equipo de Gobierno por las mismas razones: la apuesta que habíamos hecho de apertura y de no tener temor a que las cosas funcionaran de otra manera. Es evidente. El choque de Garzón con Belloch era absoluto… No estoy seguro de que fuera un error no haber satisfecho las ambiciones de Garzón. Yo siempre he pensado que gobernar con el mínimo de hipotecas posibles, ya que gobernar siempre es una acción muy compleja, era algo absolutamente necesario. Por tanto, no quería tener la percepción de que gobernaba con hipotecas. Ofrecer algo a cambio de… aceptar una hipoteca, nunca ha entrado dentro de mis cálculos. Y ni siquiera digo que esto sea acertado, simplemente digo que ésta es una de las cosas que, probablemente, me han permitido ser siempre una persona disponible para estar fuera de la responsabilidad institucional. (Cuando pienso en las conversaciones previas del señor Aznar, antes de entrar en el Gobierno —con el señor Damborenea—, me digo, es obvio, que eso a mí no se me hubiera pasado por la cabeza para llegar al poder. No digo que no lo hubiera hecho, sino que ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza. Por tanto, eso define una actitud y un comportamiento).
CORRUPCIÓN: POR QUÉ NO REACCIONÉ
Tengo que admitir que, después de trece años y medio de Gobierno socialista, la campaña denodada para que el tema de la corrupción pesara más en el balance, en términos de imagen, fue eficacísima. A pesar de todo, perdimos por 300.000 votos. Y perdimos porque ellos no se atrevieron a hacer un debate para contrastar lo que decían… ¡Por tantas razones! Además, los cuadros del Partido tenían un sentimiento de derrota… Creo que se conjugaron muchos factores, de un signo absolutamente inhabitual en nuestra historia contemporánea.
El Gobierno socialista, en realidad, cambió el rumbo de la Historia de España, lo encauzó en una dirección diferente, asentó la democracia, las bases del Estado de bienestar, le dio a nuestro país un papel en el mundo… Toda esa literatura se puede resumir, pero a mí me da apuro todavía a estas alturas. Siempre hay una coletilla que señala que hubo escándalos de corrupción, una coletilla que rebaja la tarea del Gobierno de una manera absolutamente desproporcionada y totalmente injusta, a la vista de lo que pasó. Ya sé, Roldán… La peor crítica que le hicieron es que había metido mano incluso en los fondos de un colegio de huérfanos de la Guardia Civil. Son fondos que han terminado en Gescartera muy poco tiempo después, pero parece que ahora eso no significa nada…; y los fondos de la Mutua de la Policía, más no sé cuántas cosas más…
Siempre hay esa coletilla: la corrupción.
Y sé que aparecerá en los diccionarios políticos.
Puede que tengan razón, como todo, a toro pasado, quienes afirman que si yo hubiera puesto «pie en pared» en el tema de la corrupción, no habríamos perdido. Pero no estoy seguro de que esas apreciaciones sean correctas. Por ejemplo, hay algunos casos que me resultan especialmente dolorosos desde el punto de vista personal. Yo siempre he sabido, he tenido conciencia de la absoluta honorabilidad personal de una persona como Guillermo Galeote y, sin embargo, lo destruyó todo ese proceso. Y si en mi mano hubiera estado evitar esa destrucción —algunos creen que sí—, lo habría evitado. Ése es el resumen.
Es cierto que la corrupción me dejó paralizado, desconcertado. Sí, me golpeó mucho. Mi razonamiento era muy simple. A mí me habían acusado personalmente de estar corrompido, de tener propiedades, no sé qué negocios, casi desde que empecé, incluso antes de empezar, con el famoso «caso Flick» y todas esas historias, y cuando me atribuían esos hechos a mí —de quien estaba absolutamente seguro—, mi razonamiento erróneo se limitaba a preguntar por qué iba a creer esas actitudes en otros a los que consideraba que estaban en la misma posición que yo. Por tanto, pueden decir que reaccioné tarde, y es cierto. No me lo creía y, por cierto, no se lo creía casi nadie. El caso del director general de la Guardia Civil no se lo creía prácticamente nadie.
SABER HACIA DÓNDE TENÍA QUE IR ESTE PAÍS
Creo honestamente que mi acierto —si es que puedo atribuírmelo— fue tener claro dónde quería que llegara el país. Desde el principio. Y haber cubierto una parte de las expectativas de lo que quería que fuera la orientación del país, en sus prioridades internas y de política exterior. Internas: modernización, liberalización de la economía, mayor cohesión social, descentralización… Una descentralización que nos permitiera vivir en sintonía con una realidad que era una realidad subyacente, de acuerdo con la propia Constitución, con una Constitución incluyente, y que nos permitiera vivir la descentralización sin pérdida de la cohesión, sin rupturas territoriales. En el exterior: cubrir las expectativas de entrar en la UE, universalizar nuestras relaciones, priorizar América Latina, mejorar las relaciones con el Mediterráneo… Éstos eran, simplificadamente, mis objetivos.
Creo que el país se modernizó, entró en los cauces que tenía que entrar, en términos generales, y creo que el balance se ve, en la distancia, muy positivamente, y cada día aumentará esa percepción. Los errores son los que más aprovecha la oposición. Como el planteamiento de la OTAN, o del referéndum, que fue un éxito, pero que yo considero un error estratégico, una de esas cosas que los gobernantes no tienen que hacer.
Si pienso en qué quedó por hacer, probablemente hubiera hecho, con permiso de Maravall, una política educativa con algunos ingredientes nuevos que no conocía entonces y que ahora los tengo en la cabeza… Una educación menos pasiva desde el punto de vista de la transmisión del conocimiento, mucho más activa…, pero éste es un capítulo enorme… Conseguir que la gente tuviera más conciencia de oferta que de demanda… Son aspectos que constituyen una redistribución interesante y en los que he pensado mucho más seriamente después.
Habría sido magnífico que hubiéramos sido capaces de anticipar con más tiempo lo que anticipé antes de que los demás lo percibieran: que se estaba produciendo un cambio de civilización y que había que cambiar los parámetros del propio mensaje socialdemócrata en términos de políticas incluyentes, de una solidaridad diferente…, que atendiera las viejas fracturas sociales de la sociedad industrial y las que se venían encima, preparando a los ciudadanos para otra cosas… Pero éste sí que es un pensamiento sobrevenido.
Uno ve que las cosas que hizo había que hacerlas, y que, desde el punto de vista conceptual, no era muy difícil hacerlas… Lo difícil era vencer la resistencia en una sociedad que no estaba acostumbrada a que la gente tuviera oportunidad razonable de estudiar o de tener asistencia sanitaria, o de tener segura la vejez. Ésta era la resistencia que había que vencer.
Pero el libreto no era un libreto oscuro. Dependía mucho más de la voluntad de modernizar el país y de darle cohesión que de otras razones. Después, todo fue mucho más complejo. Pero lo que había que hacer en 1982 era relativamente claro, y lo que era difícil era vencer la resistencia. Pero lo que hay que hacer en 2000, en 2002, en 2003, o en 2004 es menos claro y las resistencias serán muy dispersas y plurales.
Ese nuevo tramo de la modernización del país, de afrontar los nuevos desafíos, es el tramo en el que yo creo que deberíamos haber anticipado algunas cosas. Porque este Gobierno de la derecha ha retrocedido, prácticamente, en todo. Ha aprovechado la bonanza económica —que no provocaron ellos—, pero una vez que ha desaparecido la bonanza, ha mostrado la cara de lo que pueden ofrecer…
(Aunque, la verdad, yo tenía una percepción menos negativa de la derecha que Miguel Herrero Rodríguez de Miñón. Y lo digo en su homenaje, porque él me dijo cuando llegaron: «Tú no sabes… podrás hacer el esfuerzo de imaginarlo, pero tú no sabes lo que va a ser esto». Y tardé en darme cuenta de lo que vemos… La derecha va de lo que vemos, con el «decretazo», con el chapapote, con las exhibiciones escurialenses; va de lo que vemos con la liquidación de la política exterior, con el control de la oferta estratégica en el área económica a partir de las privatizaciones, con el control del mundo financiero en la medida en que pueden controlarlo —y pueden en gran medida—, con el control de los medios de comunicación… En fin, va de lo que vemos).
DEJARSE LA PIEL
En mi última campaña, me dejé la piel. Por tanto, no me siento culpable de un resultado, de una derrota que permitió que gobernara esta derecha en la que, por otra parte, nunca he creído. De eso sí que no me siento responsable. Independientemente del estado de ánimo que me puedan atribuir unos y otros, y de la fatiga de muchos años… Más allá del estado de ánimo en el que pudiera estar, yo tuve la conciencia clara, desde el primer día de la campaña, que iba a hacer una campaña solo, con las bases del Partido y con los simpatizantes del Partido, sí, pero sin los cuadros del Partido. Y la hice. Y estuvimos a punto de ganarla. Por un punto de diferencia, en la peor de las situaciones, pero estuvimos a punto. Hay un dato bien elocuente: los especialistas de la campaña de Tony Blair vinieron a ver esa campaña, y una de las apreciaciones que hicieron es que nunca habían visto un cambio de opinión pública de la magnitud que se produjo entre el arranque de la campaña y el momento del voto. La tomaron como objeto de un estudio en el que se reflejaba, fundamentalmente, el éxito de una voluntad de hacer una campaña para ganar; justo la percepción contraria de los que la ven de una manera diferente. Y es evidente que cuando me recuerdan mi estado de ánimo… Pues sí, obviamente, sentía la fatiga de estar muchos años en el Gobierno… Pero lo cierto es que hacía mucho tiempo que me quería haber ido y, sin embargo, di la batalla.
Me agobia ser el referente del socialismo para mucha gente que sabe que no volveré a la política. Si se puede llamar «agobio» a lo que siento a veces. Siento que la gente cree que ya he abandonado, no tiene la percepción de que trabajo. La realidad es que trabajo y mucho, y la idea de trabajar, intentando al mismo tiempo no ocupar espacio, es en política una contradicción. Como la gente tiene, sobre todo, una percepción política respecto de lo que soy, al renunciar a ocupar espacio —como he hecho efectivamente—, la percepción es que he abandonado, que estoy distanciado… Por mucho que no se corresponda con la verdad de mi tarea, la verdad es lo que se percibe. La contradicción es que esa percepción no la tiene la derecha, en la que no todos me odian. Algunos no me odian, sino que les da miedo que vuelva, les da miedo que hable, que haga un pequeño programa, que haga una declaración… Y que no la haga les da miedo también. ¿Por qué? No lo sé, es una buena pregunta para ellos.