El «papel» más difícil
«Siempre creí que el PSOE necesitaba un líder, un rostro. Felipe representó para todos ese rostro y esa voz, y lo hizo magníficamente bien». Contra todo pronóstico, contra todos los clichés, es Alfonso Guerra el que habla… después de haber hablado y actuado en los últimos tiempos en términos bien diferentes.
Su despacho de la Fundación Pablo Iglesias, pequeño, sencillo, se ha impregnado de su «sello» inconfundible, del ambiente buscado, de la escenografía recoleta en la que habita el personaje que me espera. Siempre me dedica un tiempo medido, pero siempre acaba por convencerme de que, en realidad, tiene todo el tiempo del mundo para mí. Nada de lo que dice es improvisado, aunque es seguro que no ha pensado en la conversación hasta el momento preciso en el que comienza. No lo necesita. Porque transmite la evidencia de que vive amasando sus pensamientos, en los que ha encontrado un refugio seguro contra la adversidad. Es fácil percibir que no está dispuesto a salirse del guión…
Le pregunto por peras y él me habla de manzanas. Mis deseos, mal ocultados, de que sean los sentimientos los protagonistas de la primera escena, en la que le imagino, se estrellan con el papel que Alfonso Guerra ha elegido. Por eso, aquella imagen en el Palace, sujetando en alto la mano de Felipe González, apenas provoca en él un leve asentimiento («Sí, sí…»). Pero nada más. Está más cómodo evocando aquella noche de aciertos plenarios sobre resultados desbordados, insólitos, que él ya conocía, por supuesto…
Sólo los trabajos y las emociones de la hermosa Exposición que él ha dirigido sobre el exilio de la Guerra Civil, le permiten conmoverse para reflexionar sobre la inutilidad del sufrimiento humano, cuando se cierra el círculo inexorable libertad-dictadura-libertad.
Sabe que va a generar desconcierto cuando afirme que él nunca tuvo problemas con Boyer, sino, más bien, al contrario… Y es cierto que las pretensiones de quien fuera todopoderoso ministro de Economía saltaron por los aires cuando se empeñó en un pulso imposible con el mismísimo Felipe González. El reto del propio Alfonso Guerra, el que Felipe percibió con tanta claridad como para renunciar a arrancarle parte de su poder, no parece tal si uno se atiene a la forma distante, certera, magistral con que Alfonso lo describe. Pero la distancia y la ausencia de pasión que utiliza, deliberadamente, para evocar «aquello» resultará del todo inútil. Porque dejará bien sentado que ése fue el momento en el que comenzó la gran separación, la gran distancia con Felipe González… Y sabe que, por eso, va a resultar imposible que sea creíble su «desapego» del poder. Es una actitud que Alfonso mantendrá a todo trance, como el «ritornello» de una pieza lírica destinado a perdurar en la memoria de la gente.
Se desborda cuando anticipa y exhibe su legítimo protagonismo en tantas cosas y le regocija mirarse con aquel disfraz de «ateo feroz» que lograba acuerdos con la Iglesia, para desconcierto de la izquierda y desesperación de la derecha.
La derecha y la ambición de poder en el interior de su propio Partido. Según Alfonso Guerra, ésas son las claves para entenderlo todo, desde «lo» de su hermano, hasta Filesa («¡Nunca tuve nada que ver con eso!») o la máquina de poder denominada «guerrismo». A duras penas se contiene al expresar su convencimiento de que fueron los «renovadores» quienes terminaron de cortar su cordón umbilical con Felipe. Y no importa que, al final, no acierte a dejar claro si fue él quien dimitió o fue Felipe quien lo cesó. Porque, a la hora de las quejas y los reproches, Alfonso no renuncia a colocar sobre las espaldas de Felipe la carga: «No fui yo quien se separó, precisamente…». Claro que, para entonces, ya había descubierto que «no todo en Felipe eran virtudes», como él se encarga de demostrar…
Ni siquiera en la ráfaga de cólera que altera el tono de su voz para responder a las imposibles preguntas sobre Filesa ha perdido Alfonso Guerra el control de la situación. En todo momento ha sido fiel al papel estudiado.
Sólo hay unos minutos en los que está a punto de concederse un descanso, un respiro. Ocurre cuando habla de su hermano Juan y tiene que reflexionar acerca de todo lo sucedido; se muestra atrapado ante la evidencia de que su asumida responsabilidad de padre de familia, de su modesta familia sevillana, le obligara a mantener aquella defensa numantina. No me mira, no hace falta. Porque es fácil «sentir» el brillo de sus ojos mientras recupera, súbitamente, la memoria de tanto atropello de aquellos días de las «requisas» del juez Barbero: «Mira: ¡si se llevaron hasta una cartilla de “puntos” que yo había reunido cuando era chiquito en Sevilla! Cada cupón era de 25 céntimos y habíamos conseguido juntar hasta doce con cincuenta pesetas».
Es en ese momento cuando emerge una dimensión de Alfonso Guerra que reivindica toda su biografía de forma transversal, desde la raíz. Es verdad que él ha optado por recubrirlo todo con un velo de pudor. Pero no es menos cierto que no percibir eso, para comprenderlo todo, sólo es propio de mentes estúpidas. O cargadas de miseria y de mala fe.
La noche de nuestra victoria electoral, en octubre del 82, yo tuve, evidentemente, un momento de alegría, pero sobre todo muchos momentos de reflexión, de no dejarme engañar por lo que sucedía. Aquella imagen, tantas y tantas veces repetida, Felipe y yo asomados al balcón del Hotel Palace, con las manos en alto entrelazadas, contrastaba con mi actitud serena, porque lo cierto es que el triunfo socialista me sumió en un espíritu reflexivo. Precisamente, cuando nos asomamos al balcón, me hice una reflexión un poco contrapuesta con aquel momento de festividad: «Bueno, es verdad que aquí hay mucha gente, pero ¿cuánta gente hay? ¿Cuarenta, cincuenta, sesenta mil personas…? En Madrid hay cuatro millones». Estaba en la idea de que, cuando se moviliza un número importante de personas, siempre creen que representan al mundo… Y sí: había mucha gente, muy alegre, muy feliz, pero había poca respecto a la población que podría reunirse allí. Eso fue lo que pensé. Desconfío mucho de las apariencias de las movilizaciones; es importante una concentración donde hay quinientas mil personas, pero cuando, en vez de quinientas mil, podría haber cinco millones… ya no es tanto.
En cualquier caso, mi espíritu —digamos, contenido— también tenía algo que ver con que yo estaba seguro de que íbamos a obtener aquellos magníficos resultados. Cuando hablábamos en la Dirección del Partido, y yo daba mi opinión de lo que iba a ocurrir, no se lo creían; yo había dicho mucho antes lo que iba a ocurrir el día de las elecciones pero no se lo creían. Por eso, yo estaba quizás un poco mejor preparado para nuestro triunfo, por eso lo acogí con un poco más de serenidad que otros.
UNA HISTORIA CIRCULAR
Otra reflexión que me hacía los días anteriores y en la propia noche electoral era sobre lo inútil que son las acciones de los seres humanos en política, que rompen una legalidad normalizada para que luego, al cabo del tiempo, se vuelva a reproducir lo anterior. Pensaba en la inutilidad de hacer pasar a España por una Guerra Civil, por un exilio, por una dictadura larguísima para que, finalmente, se volviera al punto de partida, con aquel terrible desgaste en valores humanos, en vidas, en falta de libertad. ¡Se hace tan inútil…! Lo más grave de todas las dictaduras es que son inútiles; además del sufrimiento y del dolor que causan, no sirven, la gente enlaza su pensamiento histórico con lo anterior a las dictaduras… Entonces, cabe preguntarse: ¿para qué todo aquello? Los ciudadanos vuelven a apostar por el sistema anterior a la dictadura: la República. El triunfo de los socialistas no podía equipararse absolutamente a un regreso a los tiempos de la República, naturalmente. Pero se vuelve otra vez a negar lo que habían significado esos cuarenta años. ¿Para qué, entonces, se había vivido todo aquello, con tanto dolor, y tanta pena y tanta sangre…? Ésa era la reflexión que dominaba en mí aquella noche… ¿Cuándo la gente más reacia a la democracia va a entender que las dictaduras no sirven de nada, que no rompen el curso de la historia? El curso de la historia avanza, no retrocede. Y los dictadores se tienen que convencer que lo que ellos protagonizan es sólo un paréntesis: nunca cambian el curso del río definitivamente; hacen un meandro, pero el río vuelve a su cauce.
Por supuesto, esa noche tuve también brotes de emoción personal y comprendí, por ejemplo, que el mito de David y Goliat es real. Porque nosotros no sólo ganamos las elecciones, además, pudimos sentir lo que significaba que el aparato del Estado —que lo veíamos tan lejos, porque no éramos nadie—. El todopoderoso aparato del Estado-Goliat llama por teléfono al pequeño David para decirle: «Oye, que no tengo ningún dato. ¿Me podéis dar los datos?». ¿Cómo es posible? Yo tenía un pequeño ordenador 486 —ya ni se vende, es una antigualla— y, con él, era capaz de tener los datos electorales a las nueve menos cuarto de la noche: todo el aparato del Estado no los podía tener hasta las diez de la noche.
En fin, me pidieron los datos. Yo les dije: «Bueno… Sí, te los doy, pero ten en cuenta lo que supone que yo te pase unos datos, que tú los des como oficiales y que luego estén equivocados… Lo que puede caer sobre mí después… —se lo estaba advirtiendo al primer ministro—. Yo te los paso, pero primero los doy yo, para que quede bajo mi responsabilidad».
Así que primero ofrecí yo aquellos datos, luego se los hice llegar a ellos, y ellos dieron como oficiales mis propios datos, los que yo tenía. Por supuesto, me producía emoción pensar: «¿Cómo es posible que nosotros, con cuatro instrumentos de nada, podamos ganarle, no ya en votos, sino incluso en operatividad a todo un aparato del Estado?». Y, en paralelo, la reflexión: «Bueno, en realidad, el aparato del Estado no es tan fuerte, hay que reforzarlo; no está consolidado, es muy vulnerable. Hay una tarea por delante muy importante…».
Cuando estaba adelantando los resultados electorales, era bastante consciente de la importancia del momento. Por eso estaba también pendiente de las reacciones que suscitaba. Cuando anuncié: «PSOE, 202 diputados», no hubo aplausos en la sala, no hubo gritos… Con el paso del tiempo, entendí que aquella reacción —tan aparentemente serena— se debía al enorme tamaño de la sorpresa. Lo normal, cuando se ofrece un resultado como ése, es que la sala reviente… Hubo un gran silencio porque la gente no se «tragó» los resultados: no podían aceptarlo. «Esto no puede ser, esto es demasiado».
Después, cuando se ofreció el recuento inicial, nos dieron un diputado menos: 201. Algunos compañeros me daban con el codo, de broma: «¡Ah!, te has equivocado…». A los cinco días, cuando se hizo el recuento definitivo de votos, nos dieron 202 diputados. O sea, yo creo que lo tenía bien amarrado. A las nueve menos cuarto, yo ya contaba con los 202 diputados. Ya sabía que habíamos ganado de una manera arrolladora… ¡Y sólo había contado el 7 por ciento de las cincuenta primeras papeletas en 1.350 mesas electorales!
«USTEDES NO VAN A GANAR»
Esas cosas no ocurren por casualidad. Le habíamos echado muchas horas… En 1972, yo había creado un Instituto de Técnicas Electorales, que fue la chufla de todo el mundo. Todos decían que yo estaba loco… No había llegado ni la flebitis del caudillo. «Un Comité Electoral, ahora que estamos todos». Es verdad que estábamos en malas condiciones, pero a mí ese Instituto me sirvió para poner un grupo a estudiar, a visitar los centros electorales de todos los Partidos Socialistas europeos y para asistir a todos los procesos electorales en Europa, en Estados Unidos, en Centroamérica y en Suramérica. Toda aquella actividad nos proporcionó un bagaje muy superior al que pudiera tener cualquier otra organización. De ahí mi serenidad: no se trataba de mostrar que yo era mejor que otros, mi tranquilidad se debía a que yo me había dedicado a ello desde el 72 hasta el 82: diez años. Diez años en los que, en este terreno, España era un desierto, no había nada.
Recuerdo que, cuando preparábamos las elecciones del 82, en Estados Unidos perciben que es muy probable que gane el PSOE. Entonces, se interesan en nuestro proceso electoral y envían a un especialista, uno de los más importantes directores de campañas. (Aquel experto, entre otros logros, había conseguido que Reagan ganara las elecciones contra todo pronóstico). Vino a hacer un seguimiento de la campaña y me pidió que le explicara nuestro sistema. Apenas comencé a esbozar nuestra campaña, me dijo: «No podéis ganar, es imposible».
Por supuesto: que un experto, el mejor, dijera que no podíamos ganar… A mi equipo le entraban unos temblores horribles. Yo lo discutí: «Estoy seguro de que vamos a ganar». Y él decía: «Una campaña basada en tres palabras, de las cuales dos son partículas que no tienen contenido y sólo una tiene significado… Con eso, ustedes no pueden ganar». El eslogan era «POR EL CAMBIO».
«Bueno, pues vamos a ganar», le respondí.
LA NOCHE DE LOS PERDEDORES
Viví la noche electoral con una mezcla de sentimiento y razón, todo mezclado. Recuerdo que llamé por teléfono a la gente más cercana para compartir aquel momento excepcional.
Me hubiera gustado hablar con una persona… pero ya había muerto. Era Alfonso Fernández Torres, un diputado de los años treinta con el que yo empecé a aprender qué era aquello del socialismo, qué era la izquierda, qué fue la República… Estuvo en la cárcel, condenado a muerte; precisamente, por la condena que le impusieron, no podía ejercer su profesión y trabajaba de vigilante en un garaje. Y, en aquella casetilla del garaje, yo pasaba muchas horas aprendiendo qué era aquello de las izquierdas, el socialismo, la República… La verdad es que me hubiera gustado mucho hablar en ese momento con él, y con muchos otros a los que conocí a través de él.
En mi juventud, yo tuve muchísimo contacto con los vencidos: gente que había pasado por las cárceles, muchos habían sido condenados a la pena de muerte. Todos hablaban de aquello como si se tratara de una historia de perdedores. Me contaban muchas anécdotas, cosas que sucedían en las cárceles… Era una gente verdaderamente perdedora, y con una gran convicción de que su vida era perder. Y esa noche pensé en ellos. Me decía: «Ellos también han ganado. Esta noche estarán vibrando, porque, por fin, ven que han ganado». Cuando yo era joven les había oído repetir: «Yo no quiero morirme sin que muera antes el dictador». Esa idea fue, para muchos de ellos, un reto personal. Y también decían: «No quiero morirme sin ver que gana la izquierda». Pensé mucho esa noche en aquellos perdedores, con caras, con nombres y apellidos…
Tuvimos también horas y horas para la alegría. El latiguillo que repetíamos mil veces, cada vez que llegaba alguien, era: «Por fin lo hemos logrado. Ahora podemos construir otro país».
EL COCINERO, EL “MAÎTRE” Y LOS COMENSALES
Yo le decía a Felipe: «Gracias a ti, gracias a ti…». Lo expresé así porque era verdad… y sigo pensando lo mismo. Yo creo que Felipe representaba la recuperación del socialismo en España, sin ninguna duda.
En 1977, en el seno del Partido, se planteó una discusión larga y abrupta sobre si el PSOE debería hacer el esfuerzo de ponerlo todo en una cara y una voz, aun a costa de correr el peligro de caer en una apuesta por un líder sobre una peana, y provocar una adoración… Hubo muchísima discusión y yo fui claramente partidario de la tesis de que el Partido necesitaba un rostro y una voz. Se dijera lo que se dijera, el PSOE necesitaba un líder. Felipe representó ese rostro y esa voz y lo hizo magníficamente bien.
Felipe tiene muchas virtudes… Ahora ya sabemos que no todo son virtudes, pero una de sus grandes virtudes es que transmite seduciendo. Los discursos de Felipe son maravillosos cuando lo oyes hablar, y ya no te gustan tanto cuando lees, en el papel, lo que ha dicho. No gustan tanto porque lo más importante no está en las palabras sino en cómo seduce con su manera de decirlas.
Por tanto, yo creo que una parte importantísima de aquella recuperación meteórica del Partido se debió a Felipe González, y esa noche yo se lo expresé así: «Gracias a ti, gracias a ti». Porque era verdad, y sigo sosteniendo que es verdad. Y sus respuestas, generalmente, eran: «Bueno, si no hubiera habido un equipo…». En esa idea del «equipo» insistió una vez un periodista italiano —comentario que a Felipe le molestó mucho—: dijo que a mí me gustaba más «el trabajo de las máquinas» y a él más «el puesto de mando». Añadía que Felipe González estaba más preparado para eso. Fue el mismo periodista que me adjudicó aquella afirmación de que yo hacía los guisos y Felipe los servía.
Para mí, el liderazgo carismático de Felipe fue incuestionable. Tiene además otras virtudes… aunque, como acabo de recordar, no todo son virtudes. Desde el punto de vista del trabajo, yo diría que Felipe es… asistemático, es algo menos organizado de lo que a mí me gusta. A mí me gusta una sistemática muy concreta, muy clara. Yo creo que la sistemática mantenida da muchos frutos, y la asistemática hace perder algunos frutos.
Felipe llevó a cabo, durante muchos años, una acción importante en el Partido: atrajo un aluvión de personas hacia el PSOE. En 1977, cuando el Partido es legalizado, había pocos militantes, y en poquísimo tiempo —del 77 al 79— hicimos unas listas en las que había sesenta mil personas que optaban a cargos públicos. ¡En menos de dos años!
Felipe González, durante muchísimo tiempo, mantuvo una posición que era muy importante para el Partido: nos llegó un gran aluvión de personas —por tanto existían distintas tendencias— y Felipe supo ir, perfectamente, por el medio de la calle. Y esto lo hizo muy bien, hasta que dejó de hacerlo, al final del primer Gobierno. Ahí comenzaron los grandes problemas que, todavía hoy, no se han resuelto.
UN CÓCTEL DEMASIADO FUERTE
En la acción del gobierno había claramente dos enfoques diferentes. Uno de ellos me pareció a mí, digamos, poco socialista. En el otro espacio —en el que estaba yo—, creíamos que era necesario emplearse más a fondo en transformaciones importantes para la sociedad. El presidente del Gobierno seguía caminando entre las dos posiciones. Hasta que se creó un esquema político —con expresión, como sucedió en el famoso caso de Chamartín— en el que una parte del Partido se oponía a otra. Ese esquema de oposiciones no habría tenido mucha eficacia si una de las partes no hubiera estado en una cierta connivencia con sectores ajenos al Partido, con la beautiful people, por ejemplo. Llegó un momento en que arrastraron al presidente del Gobierno a esas posiciones. Arrastraron al secretario general del Partido a espacios que eran tan legítimos como otros cualquiera —no digo yo que actitudes más conservadoras no sean legítimas—, pero, si estás en el timón, tienes que saber llevar el rumbo sin escorarte hacia un lado o hacia otro. Y ahí empezó una serie de ataques internos, dentro del Partido, que degeneraron en una batalla horrorosa…
Alguien ha dicho que Felipe ha comentado que el último Gobierno fue el único que pudo hacer con las «manos libres», sin el peso de mi influencia… Yo no creo que eso lo haya dicho él; por lo menos, no creo que lo dijera así. De haberlo dicho, estaría hablando realmente de una especie de monstruo mítico. Yo creo que mi influencia, la poca o mucha que yo tuviera en el Gobierno, en ningún caso limitaba o ataba las manos del Gobierno. Y, naturalmente, si se lee así, entonces mi influencia debía de ser muy benéfica, porque el último Gobierno fue un desastre, una ruina, y nos condujo a una situación horrible. El último Gobierno, en definitiva, lo único que quería era «ajustar cuentas» con los Gobiernos anteriores. Eso es de locos… Mantener este argumento, más allá de las ideas que se sostengan, es de locos, verdaderamente. Que el Gobierno se dedique a «ajustar cuentas» con los Gobiernos de su propio Partido… Así nos llevó adonde nos llevó… a la ruina.
Si se ha llegado a decir que el objetivo de los ministros de Interior de aquel Gobierno era meter en la cárcel a los anteriores ministros de Interior, yo, realmente, no creo que ésa fuera la intención… no lo creo. Pero el resultado del «ajuste fino» fue que un Gobierno o un ministro y una secretaria de Estado de un Gobierno socialista persiguieron a los ministros de Interior de las etapas anteriores. ¡Eso es horrible! Me llevaría muchísimo tiempo hablar de eso, porque hay trampas freudianas, se han hecho declaraciones, hay escritos… y se ve claramente que no se está diciendo la verdad. Por tanto, objetivamente, eso fue lo que ocurrió. Luego, podemos entrar en si hay testigos que fueron impulsados con ciertos acicates para que dijeran cosas contra los otros, mezclando fuentes de información, mezclando algunos elementos de la magistratura… El cóctel fue demasiado fuerte.
Yo tengo la impresión de que, cuando las cosas empiezan a ponerse turbias, Felipe González quiere escapar, quiere mantener limpia la bandera de la gente del Gobierno. Y, probablemente, pese a tener esa intención, no se toman las decisiones para conseguirlo, sino, más bien, al contrario. Porque presentar a un juez como una estrella gloriosa y hacerlo casi casi sucesor… La verdad es que, bien él, bien los que él había nombrado, tomaron decisiones erróneas.
FELIPE, UNA ESPONJA
Yo creo que Felipe, en aquella época de sus primeros Gobiernos, era una persona de talante progresista, incluso en materia económica. Naturalmente, era muy cauteloso. A él le habían recomendado —y lo ha repetido en varias ocasiones— que al ministro de Economía había que concederle un margen de confianza muy grande, fuera como fuera; de otro modo, la inflación se dispararía y no habría quien la controlara. Él siempre tuvo una gran confianza en las acciones del ministro de Economía de turno, pero su intención, su convicción, era profundamente progresista. Otra cosa es que, después, el trato diario con las personas lo fuera llevando a una posición en la que no se daba cuenta de que estaba cambiando algunos elementos: al final del proceso, esos cambios lo colocaron en otro lugar. Pero yo no creo que ese cambio, hacia posiciones más, digamos, pragmáticas, fuera una decisión consciente de Felipe. Aunque él parecía sentirse muy cómodo…
Felipe es una persona con una gran capacidad de absorción. Tiene una extraordinaria virtud: incluso en temas en los que no está especialmente formado, en un momento determinado, se convierte en un experto. Toma de aquí y de allá, lo absorbe como una esponja y lo devuelve muchísimo mejor elaborado. Puede ser, entonces, que, en algún aspecto, él aparentara sentirse mucho más cómodo de lo que en realidad estaba. Porque Felipe no es una persona simple; lo piensa todo mucho, le da muchas vueltas a los conceptos y los manosea, los amasa… Pero yo creo que su convicción, al menos durante todo el tiempo que yo he estado estrechamente vinculado a Felipe, era una convicción progresista.
Yo no quiero atribuirme el mérito de modificar la política económica del país sólo con mi presencia en el Gobierno. Pero seguro que algunos «elementos» se sintieron mucho más cómodos cuando yo dejé el Gobierno. Se sentían mejor sin mi presencia, eso es un hecho. Carlos Solchaga, por ejemplo, el equipo económico en general, y algunos otros añadidos, como el ministro de Cultura, Jorge Semprún, y otras personas que no estaban en el equipo, pero que se sentían muy vinculados al mismo y que no hablaban más que cuando había que defender a ese equipo económico.
Yo siempre he manejado, y he llevado al Consejo de Ministros, informes muy detallados en los que se explicaba cuándo nuestra intervención, la intervención del Gobierno, podía utilizarse para que determinados grupos tuvieran privilegios. Eso, a veces, molestaba, y seguro que a ciertas personas mi ausencia les reportaba una gran comodidad. No creo que eso ocurriera con Felipe, porque Felipe ha sido una persona muy íntegra. Teníamos grandes discusiones… Cada uno pensaba de una manera, pero reconociendo —y esto es muy importante, nadie puede decir lo contrario— que quien tenía la investidura de la Cámara era Felipe González. Por lo tanto, él podía más. Al fin y al cabo, tenemos que reconocer que la autoridad es de quien ha pasado la investidura. Éste es un elemento muy importante: en el colectivo del Gobierno se discute todo lo que haga falta, pero si el que tiene la investidura decide que se tiene que ir por aquí, se tiene que ir por aquí. Los demás estamos nombrados por quien tiene la investidura. Respecto a eso, yo he sido… he mantenido una lealtad que nadie puede poner en duda.
LA LEALTAD: UNA CONDICIÓN MAL CONSIDERADA
Por esa razón, me tocó, lógicamente, perder no pocas batallas en las discusiones de Gobierno. Pero no sentía ninguna frustración, ninguna. Yo tengo una consideración de mí mismo menor que la que tiene mi peor enemigo. Mi peor enemigo piensa que soy mucho mejor de lo que soy, con lo cual no tengo más que plácet, porque todo el mundo piensa que soy más inteligente, más trabajador, más organizado, todo «mucho más» de lo que en realidad soy. Hasta el que peor me trata dice de mí cosas mejores de las que yo diría de mí mismo. Por tanto, nunca me producía frustración que las posiciones que yo defendía no salieran adelante.
Debería incidir ahora en una cuestión muy importante. La vida moderna ha desgastado principios que, para mí, son fundamentales: uno de ellos es la lealtad. Hoy día se habla mal de una persona leal. Un «leal» es una persona socialmente mal considerada: «Pero si ése es un leal, o un fiel; pero si sólo habla con los fieles…». Sí. Pero la fidelidad y la lealtad deberían ser virtudes de primera magnitud en la vida ordinaria, y en la vida política también. Yo creo en la lealtad a las personas, a los principios… ¡Hay que ser leales! Pero la lealtad se considera, hoy, una cualidad negativa. Para algunos, ser leal es ser sumiso… No, no… Ser leal es mantener la coherencia respecto a aquellas personas y respecto a aquellos principios con los que se convive. A mí eso me parecía fundamental. Por lo tanto, la lealtad no ha producido en mí ninguna frustración, sino todo lo contrario: satisfacciones.
Es cierto que algunas de mis posiciones en temas de política económica no prosperaron, pero otras sí. El balance está ahí. Hay muchas propuestas que he logrado sacar adelante pese a la oposición de algunos sectores del Partido o del Gobierno. Y, sobre todo, hay otras muchas cosas que mi intervención ha conseguido evitar. Incluso, diría, estoy más orgulloso de lo que he evitado que de lo que he logrado. Por ejemplo, yo planteaba: «Esto tiene una lectura positiva, pero por debajo existe esta otra lectura negativa, porque con esta medida lo que hacemos es facilitar privilegios, y yo no estoy dispuesto a que facilitemos privilegios». Y he descrito cómo y quiénes se iban a beneficiar de aquellos privilegios, y he tumbado la decisión y me he sentido tan contento. Hubo, en alguna ocasión… ¡qué sé yo!, intentos de subvencionar determinadas actividades de personajes que a mí me parecían turbios —en aquel momento no eran turbios para nadie, pero yo tenía datos…— y evité esas subvenciones. Repetidamente, tuve experiencias en el Consejo de Ministros respecto a propuestas para subvencionar actividades de personajes muy extraños, y me negué, y gané. Esa partida la gané. No conseguí nada, pero evité algún error y, al final, la historia casi siempre me ha dado la razón. Pero aún no me lo han reconocido.
UN PAÍS PARALIZADO
Cuando llegamos al Gobierno nos encontramos un país muy complicado y, en términos de modernidad, un país por hacer. A la derecha española hay que concederle el mérito que tiene. A la derecha que procede de la dictadura, que decide claramente contribuir, por primera vez en la historia, a recuperar la libertad y no a acabar con ella, hay que concederle el mérito que tiene.
Hasta el año 1977 lo hicieron muy bien, fue perfecto. Adolfo Suárez había sido capaz de desmontar el aparato de la dictadura pero, cuando gana las elecciones democráticamente, no sabe construir otro nuevo. La Ley de Reforma Política[130], con la que nosotros estuvimos de acuerdo, fue un mecanismo perfecto para el desmontaje del aparato anterior. Y, hasta 1977, Suárez conduce muy bien la apertura del sistema. A partir ese año, cuando ya no es un hombre impuesto por un régimen autoritario, sino por los votos, no sabe muy bien qué hacer: primero, tiene dudas sobre la Constitución y se intenta que distintos técnicos redacten la Constitución, fuera del Parlamento. Y gana las elecciones del 79[131] utilizando argumentos que contradicen lo que él mismo había estado construyendo; asusta a la gente diciendo que viene la «horda marxista», y luego no se quiere someter siquiera al debate de investidura. Yo creo que ése fue el error, la piedra de toque de la caída de UCD: desmontaron un aparato autoritario, empezaron a construir un aparato democrático y, cuando llega la piedra de toque, un debate de investidura, se negaron a asumirla: «No, no, por aquí no pasamos: nosotros somos de los anteriores, no hay que hacer investidura». ¡Por favor: está usted desdiciéndose de todo lo que ha hecho en los últimos años!
En 1980 se produjo la dimisión de Adolfo Suárez; el intento de golpe de Estado, en 1981; otro intento de golpe de Estado, en 1982… Y llegamos nosotros, con una legitimidad muy fuerte. Los que entonces se llamaban «poderes fácticos» se amarran los machos, porque «éstos vienen con mucho apoyo». Ése fue un valor fundamental. Si en vez de conseguir 202 diputados, hubiéramos obtenido 176 —que es mayoría, pero no son 202 diputados—, ni funcionarios, ni jueces, ni militares ni medios de comunicación habrían cedido como lo hicieron. Habría existido muchísima más resistencia al cambio.
Además, teníamos una situación económica muy mala. Y una situación internacional complicada también, porque no se había dado el paso de la OTAN ni el paso de la integración en la Comunidad Europea… Teníamos demasiados frentes abiertos. Desde otra perspectiva, ahora que ha pasado el tiempo, me parece que nosotros cometimos el error de abrir todos los frentes a la vez. Si uno revisa una lista de doce o quince grandes logros de los Gobiernos socialistas —doce, digamos doce—, podrá observarse que cada uno de ellos justifica la acción de un Gobierno de la Historia. Y resulta que no fueron varios gobiernos los que afrontaron esas realizaciones: fue el mismo Gobierno de los socialistas el que las llevó a cabo. Fue una saturación de toma de decisiones.
A menudo, cuando hablo con líderes extranjeros, me preguntan: «¿Cuál fue de verdad el trabajo del Gobierno socialista en España?». «Fue un Gobierno que llegó y decidió», contesto. «De entrada, cuando en España el ordenamiento legal imponía que los trabajadores trabajaran 48 horas a la semana, en el primer procedimiento, el primer día, nosotros establecimos las 40 horas semanales». Y me dicen: «De acuerdo, no sigas: el Gobierno habrá pasado a la Historia como el Gobierno que aprobó las 40 horas…». «No, no», continúo, «resulta que otro Gobierno, después de dos siglos de aspiraciones de pertenencia a Europa, consigue que España ingrese en igualdad de condiciones en la Comunidad». Y admiten: «Es que ese Gobierno habrá pasado a la Historia: lo único que se recordará será eso…». «No, no», insisto: «Hay otro Gobierno que se encuentra con una situación en la que hay un millón y medio de niños que no tienen puestos escolares, y lo resuelve en dos años». «¡No me cuentes más!», me dicen, «ese Gobierno es…». Y, así, voy ofreciendo datos, y uno, y otro, y otro, y, cuando acabo, digo: «Todo eso lo ha hecho el mismo Gobierno». Suelen decirme: «Entonces, ustedes tendrán un récord de reconocimientos…». Y les contesto: «No. Aquí sólo se recuerda la corrupción, el despilfarro…».
Si en cada etapa se hubiera tomado sólo una de esas decisiones y hubiéramos hecho ver que ésta era una decisión trascendental, si en cada legislatura se hubiera tomado sólo una decisión, seguramente el resultado final habría sido mejor, el balance habría sido mejor.
Ahora bien, la urgencia de rellenar esos agujeros era enorme… Había tres millones de personas que no tenían pensiones y había seis millones que no tenían Seguridad Social… Naturalmente, todo era prioritario. Podría haber sido una obra de cien años, no una obra de ocho o diez años. ¡Se hizo todo en ocho o diez años! Quizás acudimos demasiado urgentemente a demasiados temas, y eso impidió poder explicar bien la importancia de lo que estábamos haciendo.
Pero no quedaba otro remedio. Éste era un país paralizado, un país que no estaba en marcha. Yo considero que los liderazgos políticos tienen mucha importancia, pero a los que ponemos el país en marcha siempre nos llaman políticos de consigna. Aquí había un país que estaba parado, que había perdido la ilusión, que había llegado al desencanto, que tuvo ilusión en el 77 y que, en los años 80 y 81 —el miedo al golpe de Estado—, ya no la tenía. Y había que poner en marcha este país ilusionándolo con iniciativas. Por eso hicimos muchas cosas a la vez, para motivar a un país que, económicamente, estaba en una situación escandalosa: los gastos monetarios del Gobierno eran tremendos, había una deuda externa desproporcionada… Yo era muy consciente de que había que atajar el gasto público, aunque tardamos un poco en reorganizar las arcas públicas…
POR LA PUERTA DE ATRÁS
Siempre se decía que la oposición más fuerte la íbamos a encontrar en la Iglesia y en el Ejército. Curiosamente, no fue así. El Ejército se encontró con algo que ellos no habían vivido: la vertebración social, la integración del Ejército en la sociedad democrática. A mí me llegaron a decir, en aquella época: «Al menos, cuando hablamos con usted, sabemos qué es lo que usted quiere que hagamos; en otras épocas no sabíamos a qué atenernos: todo era un “parece”, un “opinamos”, un “deberíamos”…».
Hubo un momento muy importante. El primer atentado contra un militar, contra un general —en Madrid[132]—, marcó el rumbo de cómo debían conducirse las relaciones con el Ejército. Fue un hecho que casi nos vino dado. Preguntamos qué acto se iba a celebrar con motivo de la muerte del general. Nos dijeron: «Siempre se hacen en la sede de los tres Ejércitos, en el Cuartel General del Ejército. Cuando se acaba el acto, se saca el féretro por la calle de atrás, donde está la ONCE». «Y eso, ¿por qué?», preguntamos. «Para evitar que la extrema derecha… y para evitar que el Gobierno tenga problemas, para que no lo insulten…». En ese momento, lo tuvimos claro y dijimos: «Ni hablar, el féretro lo sacamos por la puerta principal». «Es que la extrema derecha se va a congregar, y el Gobierno allí…», nos decían. «No pasa nada», fue nuestra contestación.
Aquella decisión fue clave, en alguna medida, para facilitar nuestra relación con el Ejército. Yo estaba con los generales, allí, en la sede, en Cibeles, y llegó Agustín Rodríguez Sahagún, el anterior ministro de Defensa con UCD, vio el ambiente que se respiraba, me apartó y me dijo: «Pero ¿por qué…? Cuando yo venía a estos entierros, me insultaban, me zarandeaban…». Se lo expliqué: «Es muy sencillo: tú sacabas a los muertos por detrás y hay que sacarlos por delante». «Sí», admitía Rodríguez Sahagún, «pero es que la extrema derecha…». «No pasa nada». Y, efectivamente, allí estaba la extrema derecha, enfrente. El Gobierno estuvo presente, nos dijeron de todo, pero no ocurrió nada.
Los militares debieron de pensar: «Bueno, aquí hay una gente clara…». Esa actitud fue, en mi opinión, absolutamente determinante: instrucciones claras y consideración por las personas que… Recuerdo muy bien que, en el País Vasco, los mandos de la Guardia Civil nos decían: «Es que ustedes se meten en el fango con nosotros, ustedes vienen a trabajar, y se remangan, y se meten… Antes estábamos prácticamente aislados». Así se venció totalmente la resistencia del Ejército.
HABLAR CON LA IGLESIA
Con la Iglesia, el órgano de encuentro o de negociación era una comisión Estado-Iglesia que estaba formada por tres miembros del Gobierno y tres miembros de la Conferencia Episcopal. Y a mí me tocó presidir esa comisión. Recuerdo muy bien que el cardenal Tarancón me dijo, con muchísima gracia: «Han nombrado presidente de la comisión a Alfonso Guerra: es como si a mí se me estropea un grifo y me mandan un carpintero para arreglarlo». La verdad es que, gracias a que estaba yo, funcionó.
Presidí aquella comisión manteniendo una magnífica relación personal con los señores de la Conferencia Episcopal. Llegué a entablar amistad con el secretario de la Conferencia, con otros obispos, con el obispo Echaren de Canarias… Tuve buenas relaciones con todos ellos. La verdad es que aquello funcionó porque creo que yo introducía un elemento de la racionalidad. «¿Por qué discutir si hay que dar más o hay que dar menos? Vamos a ser racionales: Esto, ¿a quién conviene? Conviene a los estudiantes, conviene a la Iglesia…». Realmente, llegamos a acuerdos muy claros. Por supuesto, cuando alguna declaración de un obispo ponía en tela de juicio lo que estábamos haciendo, yo respondía con una dureza semejante a la que él había empleado, porque me parecía que había que defender no sólo el contenido, sino el fuero.
En aquellas reuniones, yo mantenía que no podíamos amparar un Estado confesional, y a partir de que aceptaran eso, «lo que ustedes quieran». Y no tuve ningún problema en aquella comisión… Bueno, algunas violencias verbales sí que se produjeron en esas reuniones, a veces, porque se decían o se hacían cosas que no estaban dentro del espíritu de nuestros acuerdos. Pero se arreglaba. A ellos nunca les interesó romper.
A algunas personas les sorprendía que, pese a mi imagen de ateo militante y visceral, no me llevara mal con la Iglesia. Pero el entendimiento se produjo porque yo comprendía que la Iglesia es una institución que tiene sus seguidores —para algunos serán más, para otros, menos— y que son bastantes los ciudadanos que, en España, se declaran católicos. Se declaran católicos prácticamente todos, aunque, de hecho, no lo sean todos. Y esa institución tiene derecho a esgrimir sus propios planteamientos; otra cosa es que haya que darle la razón en todo lo que pretendan. Pero yo, insisto, lo que hice fue introducir un elemento de racionalidad. «Aquí no vengan con quejas», les decía. «Ustedes me dan los datos: cómo estábamos, cómo estamos, lo que ustedes quieren, para qué sirve, a quién beneficia… Y sepan, desde el principio, que el Estado no puede ser confesional, nosotros no amparamos el Estado confesional sino todo lo contrario. Si ustedes me dicen que las monjas de clausura no tienen Seguridad Social, yo lo estudio, porque son personas, y yo llego a un acuerdo con ustedes sobre la manera de que sean atendidas si están enfermas. ¿Que pertenecen a la Iglesia? ¡Como si pertenecen a una secta o a un club de campo! ¡Yo qué sé! En definitiva: son señoras que están enfermas y hay que atenderlas». Yo he llegado a acuerdos de ese tipo. Ahora bien, cuando querían capillas por todas partes… «Oiga, no, esto no puede ser. Esto no tiene sentido: ya tienen ustedes iglesias, que vayan a las iglesias». Ahí sí hubo muchos choques.
De todos modos, el Gobierno socialista ha sido el que más dinero ha dado a la Iglesia a través de los conciertos en Educación, si bien es cierto que lo hicimos por dar cumplimiento a nuestro objetivo de igualdad de oportunidades. Nosotros éramos partidarios de que la enseñanza fuera gratuita para todos. El que quisiera dar a sus hijos una educación en escuelas donde hubiese doma de potros y caballerizas… tenía que pagarla. Ahora bien, había muchos colegios, regentados por órdenes religiosas, a los que iban alumnos de familias muy humildes, y esas familias pagaban esos estudios con muchos esfuerzos, otras ni siquiera podían pagarlos. Entonces, nosotros dijimos: «De acuerdo: nosotros lo pagamos, siempre que en el centro escolar se mantenga un ideario no confesional, que ustedes respeten una inspección y unas normas. Lo pagamos porque queremos que sea gratuito para los estudiantes, no porque queramos que ustedes tengan más dinero para la Iglesia. Establezcamos unos baremos para valorar cuánto cuesta ese tipo de enseñanza, y nosotros la pagamos: sólo para que la enseñanza sea gratuita».
En este sentido, no teníamos ningún tipo de escrúpulo de ideario ni de otra clase, siempre que se respetasen las condiciones pactadas. Naturalmente, ahí tropezamos con algún escollo: cómo se enseñaba la religión o la obligatoriedad de la asignatura. El tema del ideario, el de la enseñanza de la religión, no se resolvió bien, y todavía hoy se arrastra este tema. Se me puede plantear si no hubiera sido mejor ir al fondo de la cuestión: denunciar los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. ¡Sólo nos faltaba romper el Concordato Iglesia-Estado, abrir el frente con los católicos! ¡Y otra vez la rememoración de Azaña, de la España no católica!
Yo creo que, durante nuestra etapa de Gobierno, arrastramos una situación no suficientemente clarificada por la primera interpretación que hace la Iglesia de los acuerdos del 79, pero teníamos demasiados problemas como para plantearnos esa cuestión. Pese a todo, nosotros nos desenvolvimos, en esa cuestión, con bastante habilidad. Y no creo que la Conferencia Episcopal lograra imponer —como algunos han afirmado— una especie de Estado confesional encubierto.
EN LA POSICIÓN DEL OTRO
Yo siempre intento hacer un ejercicio que, a mí, me da muchísimo fruto: me coloco en la posición del otro. Y el otro, la Iglesia en este caso, en el transcurso de los últimos treinta o cuarenta años, ¿ha ganado poder o lo ha perdido? La verdad: ha perdido mucho poder. Nosotros logramos, sobre todo, la libertad de conciencia para los ciudadanos, que no se sintieran «aconsejados» por la Iglesia, que la Iglesia no les condujera en sus costumbres personales, ya no en las sociales… —antes la Iglesia llevaba a los ciudadanos como cogidos de la mano—. Por lo tanto, yo entiendo que el hecho de que alguna parte de la jerarquía de la Iglesia se sintiera «perseguida» significaba que ellos perdían poder. Cuando hablaban, por ejemplo, de «la descristianización de la televisión», desde su punto de vista, naturalmente, tenían razón. Se había pasado de una televisión totalmente eclesial a una televisión en la que aparecían desnudos y se decía lo que se quería… llevaban razón. No es que yo les dé la razón, pero, desde su punto de vista, lo que sentían era la pérdida de la influencia poderosísima que tenían en la sociedad española. Y, en ese sentido, sus quejas, digamos, eran legítimas, aunque yo no esté dispuesto a apoyarlas o a darles la razón.
La Iglesia culpaba al PSOE de la descristianización de la sociedad, lo cual no tenía sentido. «Mire usted», contestábamos, «la libertad de las personas, a mí, en principio, me parece muy bien. Pero no me puede usted cargar a mí la responsabilidad de que eso o aquello suceda. Me parece muy bien que suceda pero no soy yo quien está haciendo eso». Además… yo tenía un arma poderosísima: la Iglesia era la titular de la emisora COPE, un medio de comunicación que descristianizaba más que los otros. Yo les decía: «¿Pero ustedes oyen su emisora? ¿La oyen ustedes? Porque su radio descristianiza más que la televisión…». Y la verdad es que, ante estos comentarios, se pegaban contra la pared y trataban de justificarse: «No, es que estamos cambiando los estatutos… Usted no sabe lo difícil que es…». O sea, me daban la razón de una manera indirecta y quedábamos, claramente, en tablas.
Creo que podemos hacer el siguiente balance: durante la etapa de Gobierno de los socialistas, la Iglesia perdió influencia social. Había tenido una influencia absoluta, por eso no están lejos de la verdad cuando reclaman… De alguna forma, su campo de actuación se ha ido reduciendo notablemente.
ADVERSARIOS LEALES: LA CONSTITUCIÓN
Para mí, lo he dicho en muchas ocasiones, la lealtad es un valor fundamental. Yo siempre he sido muy leal con el Partido y con el Gobierno. También he sido leal desde la oposición, cuando gobernaba UCD, y con la oposición, cuando nosotros gobernábamos. Esta filosofía podría desmontar muchas de las tonterías que se han dicho sobre mí… Nadie puede argumentar ni una sola circunstancia en la que yo no haya sido leal al proyecto político de mi Partido. Mi supuesta deslealtad, mi supuesta política «alternativa» dentro del Gobierno y dentro del Partido, mis supuestas confrontaciones con Felipe fueron instrumentos que utilizaron algunos —desde el propio Partido, desde fuera del Partido y desde los medios de comunicación— para atacarme a mí, porque tenían la idea obsesiva de que yo era la piedra que les impedía mover al Partido hacia la derecha. Y no creo que yo lo fuera. Bien es verdad que, visto históricamente, alguno puede pensar que tenían más razón de lo que yo mismo pensaba. Ese punto de vista se elaboró como una teoría completamente ficticia, pero no cuajó en ningún ámbito.
Por desgracia, porque me duele negarme, tengo que estar todos los días diciendo «no» a decenas y decenas de peticiones —cada mes, unas cincuenta o sesenta—; se trata de personas que quieren que vaya a hablarles sobre política, sobre socialismo, sobre el Partido… Creo que si hubiera cuajado lo que decían mis detractores, la gente no seguiría considerando —como lo hace, aunque con mucha generosidad por su parte— que yo represento una referencia política para ellos.
Mi sentido de la lealtad y del compromiso —también en el sentido de que lo pactado es lo pactado— ha estado también siempre vivo en mis tratos con la oposición. Eso permitió que lográramos alcanzar, en algunos momentos históricos, acuerdos muy importantes para este país. Recuerdo que, desde 1975, antes incluso de reunirse la Cámara, el presidente, don Antonio Hernández Gil[133], nos convocaba a uno o dos representantes de cada partido para preparar las primeras leyes de la transición, los primeros reglamentos. En aquellos momentos, comenzamos a establecer determinados criterios que yo respeté escrupulosamente. A mi entender, los acuerdos eran para cumplirlos.
El debate para consensuar la Constitución fue largo. Fueron dos meses de trabajo y muchísimas horas de negociación. Pero, cuando pactábamos un tema, ese tema no se removía más. Yo había dado mi palabra en nombre del Partido, y lo acordado quedaba definitivamente comprometido. Mis oponentes políticos siempre me lo decían: «Contigo, peleamos mucho, chocamos mucho, pero sabemos que si, al final, llegamos a un acuerdo, ese acuerdo es definitivo». Y eso, para mí, tiene un gran valor. Es muy importante contar con la confianza de un adversario. El adversario político no es un enemigo al que hay que complacer; es un enemigo político al que hay que enfrentarse y con el que hay que alcanzar grados de renuncia para llegar a un acuerdo. Recuerdo que este espíritu estuvo presente en muchísimos momentos: durante la elaboración de la Constitución, en asuntos relacionados con la conformación de la Cámara, la constitución de la Mesa del Parlamento… Se llegaba a un acuerdo y, aunque viniera otro que quisiera modificarlo, no se cambiaba nada: ya habíamos empeñado nuestra palabra.
LA PIEDRA DE LA CUEVA DE ALÍ BABÁ
Yo me vi, durante un período prolongado de tiempo, involucrado en una acción de Gobierno a la que, de entrada, me había resistido. Tuve serias dudas a la hora de entrar en el primer Gobierno, porque yo no era un político vocacional. En la época de la dictadura, era, evidentemente, un opositor al régimen, pero mi forma de oponerme era más artística que práctica: hacía revistas de poesía… y sólo el muro de incomprensión del régimen, que no me dejaba hacer nada, me llevó a la acción política directa, que no era, insisto, mi actividad vocacional. Cuando el dictador enferma, en 1974, mi actividad política se incrementó muchísimo, pero tenía la idea de que, al llegar la democracia, yo dejaría esa actividad para dedicarme a la vida literaria, o teatral. Por eso no había venido a vivir a Madrid; seguía viviendo en Sevilla, allí daba mis clases… Y, luego, mi actividad de fines de semana: iba a Francia, pasaba a Francia muchísimas veces… no sé cuántas, no las tengo contadas… Tengo contadas las de Portugal: en el 74 pasé clandestinamente 63 veces.
Llegado el año 1977, en la dirección del Partido se dice que vamos a sacar diez o doce diputados. Y yo digo que vamos a tener más de cien. Todo el mundo se ríe… Sacamos cien y yo digo: «Me voy». «No, ahora es imposible», me dicen. «Después del esfuerzo moral de oponerse a una dictadura, ahora que tenemos la democracia… No se le puede dar ahora un corte de mangas a la gente que nos ha seguido». Me convencieron para quedarme y tuve que presentarme a diputado. Lo hice a regañadientes y siempre estaba esperando un momento oportuno para abandonar, en el sentido de dedicarme a lo mismo, pero desde otro ámbito.
Pero llegó 1982 y obtuvimos los 202 diputados… Me dije: «Éste es el momento cumbre. Como el torero que hace la gran faena de su vida, ahora, me corto la coleta». Y va Felipe y, para colmo, me dice que debo entrar en el Gobierno. Yo le comenté: «Muy bien: mi idea era retirarme de la política, y tú, ahora, no sólo no me dices que no siga, sino que pretendes que continúe y que me meta en el Gobierno. No puedo».
Pasamos ahí todo un mes de noviembre con la prensa pendiente: a ver qué pasaba finalmente. Y ocurrió que llegó un momento en el que acepté. Conservo una nota que yo mismo redacté en Bravo Murillo, en una reunión entre Felipe y yo: Felipe González decidió que me integrara en el Gobierno y yo acepté… Y acepté, la verdad, porque me parecía que ya estábamos haciendo el ridículo. Me sentía incomodísimo con las especulaciones diarias de la prensa: que si yo iba a estar en el Gobierno, que si no iba a estar… Y no podíamos empezar con un Gobierno lastrado por esa especie de comedia. No quería que el Gobierno entrara tocado del ala con una polémica sobre si yo había querido estar o no había querido estar… En primer lugar, la verdad es que no tenía muchos deseos. Ya sé que se han difundido distintas versiones sobre aquella actitud mía. Parece que también Felipe González ha dicho, recientemente, que no tiene conciencia de que yo mostrara esa resistencia a entrar en el Gobierno. Probablemente, la memoria le ha hecho un mal servicio; es difícil de entender que Felipe no recuerde esa situación. Pero, por supuesto, cuando alguien me vuelve a preguntar sobre este tema, le digo: «Mire, en lugar de contestarle yo, le invito a que vea cualquier portada de periódico, de cualquier día de noviembre de aquel año: ahí tiene usted la respuesta». No tengo yo que recordarle nada a nadie, porque todos los periódicos están llenos con esa polémica que a mí me resultó un poquito negativa. Y si Felipe ha dicho eso… me inclino a pensar que se le ha olvidado… ¡Son tantas cosas…! En la vida, a uno se le olvidan cosas… Me parece tan poco lógico: yo no puedo entender qué se pretende decir en realidad cuando se afirma que yo no me resistí a entrar en el Gobierno. ¡Si lo sabe toda España!
Otros interpretaban que mi negativa era una especie de pose estética de «desapego al poder». Pero yo no soy muy partidario de atender a ese tipo de comentarios de la gente. Otra cosa son las críticas razonadas. Estos comentarios sobre una pretendida «pose estética» son posicionamientos políticos frente a mi propio posicionamiento político. Yo sé que esos comentarios proceden, sobre todo, de gente a la que no me daba: eran pocas personas, pero pesaron mucho. Son gentes de poder y tenían una idea fija. Ellos decían: «Este Partido es un Partido demasiado radical. Tenemos que traerlo a una zona más tibia, menos caliente. ¿Dónde está el obstáculo? El obstáculo se llama Alfonso Guerra».
A mí me parecía que no tenía nada que perder. Ya lo he dicho gráficamente, con un poco de sorna: «Creían que yo era la piedra que estaba en la puerta de la cueva de Alí Babá. Ellos querían entrar en la cueva y había un tío ahí que no les dejaba pasar». Pensaban que era yo quien les cerraba el paso, cuando, la verdad, yo no tenía tanta fuerza. Pero ellos me la daban y, por tanto, reforzaban mi posición.
¿CUÁNTO VALE UN ATARDECER?
Yo comprendo que hay personas a las que yo no les soy simpático. Ha habido gente, incluso dentro de mi propio Partido, que ha dicho: «Lo mejor es que le caiga una teja al pasar por debajo de un edificio». Eso lo han dicho en comidas de «felipistas» y… yo lo comprendo. En algunos aspectos, yo tengo que ser muy incómodo, porque tengo algunos rasgos del carácter… unos son positivos y otros, no tanto.
Respecto a esto último, en primer lugar, yo siempre he utilizado el mismo lenguaje que utilizo ahora: no hablo como los políticos, hablo como la gente, y eso hace daño a los que sólo saben hablar como políticos. Segundo, resulta que yo tengo otra «afición»: digo lo que pienso; no me lo guardo y, como la mayoría de la gente no dice lo que piensa sino que dice lo que cree que conviene que los otros oigan, ahí surge otro elemento fastidioso, porque a veces digo cosas que dejan desnuda a alguna gente. Y tercero, yo no tengo ambiciones y hay muchos políticos que tienen ambiciones. He dicho muchas veces que si surge una pugna entre otro y yo, si el otro tiene ambiciones, yo no las tengo, y por eso estoy dispuesto a ir hasta el precipicio; desde mi punto de vista, si nos caemos los dos, pues nos caemos los dos; el otro, no, el otro se agarrará como sea al árbol antes de caerse, porque tiene ambiciones.
Yo no tengo ambiciones y comprendo que eso, en política, es una desventaja. Pero a mí no me ha ido tan mal. No falta quien me diga: «Usted, si volvieran a ganar, querría estar otra vez en el Gobierno». No se me pasa ni por la mente. No tengo ningún deseo de ser miembro del Gobierno. Hay mucha gente que está loca por conseguirlo: no viven pensando en ello, están pendientes sólo de eso. A mí me ocurre lo contrario…
Cada persona tiene una formación, un clima en su infancia, en su adolescencia, que le lleva a aspirar a unas cosas o a otras. Yo soy una persona con aspiraciones muy modestas; soy muy austero. A mí no me gusta el lujo —y lo sé porque lo tengo muy racionalizado—, no me gustan los coches ostentosos u otras cosas semejantes. No caben en el féretro. En la tumba no caben. Y si no caben, ¿para qué toda la vida dedicado a conseguir ese tipo de cosas, si después te vas a morir, si no te lo puedes llevar, si se lo queda otro? Esas cosas no me ilusionan: no me ilusiona el oropel, el aparentar más que el ser, el tener más que ser. Actualmente, se poseen muchos artefactos, muchos, y la mayoría de ellos no se tiene ocasión de disfrutarlos. Yo procuro no tener artefactos. A veces me regalan cosas que no sé dónde meter, porque no tengo sitio donde guardarlas, y no quiero usarlas. Si me regalan libros o discos, bien. Eso me encanta.
También disfruto de un paseo por el campo. A mí me gusta… no sé, un atardecer. En cierta ocasión, viajaba en el AVE de Sevilla a Madrid; estaba leyendo un libro precioso; estaba leyendo un párrafo que no se me olvidará —página 130—, maravilloso; llegábamos a Madrid y, entonces, levanté la vista del libro, encantado de lo que estaba leyendo, y… ¡había un panorama de una belleza tan extraordinaria! Había una luz crepuscular; era casi de noche, y había una columna vertical del comienzo del arco iris —sólo un espacio vertical—, con un rosa a la izquierda y verde a la derecha; del lado rosa, estaba el horizonte ennegrecido, y del verde, un horizonte luminoso. Y era algo maravilloso… En peso, si se pudiera valorar, ¿cuánto vale esa imagen en años de Gobierno? Yo creo que ese placer vale mucho más que estar treinta años en un Gobierno. Tener la sensibilidad para apreciar ese momento y disfrutarlo no puede compararse con «estar en el Gobierno». No todo el mundo tiene esa sensibilidad, lamentablemente para ellos… Para mí, ése fue un momento mágico, y prefiero ese tipo de placeres a otros muchos. Ir a un cóctel al que asisten los reyes de Suecia —si es que en Suecia hay reyes, creo que sí[134]—, con doscientas personas de la sociedad española, los doscientos elegidos… «Que no me interesa, oiga, que yo no tengo ningún interés». Si alguna vez he tenido que ir por obligación a alguno de esos actos, para mí ha sido un tormento; para otros es un placer. ¡Qué le vamos a hacer! ¡El mundo se reparte así…! Yo no desprecio nada; lo que ocurre es que hay cosas que para mí son aspiraciones de belleza y otras que no son aspiraciones de belleza.
Las élites han buscado esos latiguillos, como esa imagen de apego al poder, para atacarme, pero no es verdad. Tampoco es cierto —y también se ha dicho— que yo he dirigido el Partido con mano de hierro. No tiene ni punto de comparación con lo que ocurrió después, cuando yo dejé de estar en la dirección del Partido. Hubo muchísima más mano de hierro, muchísima más, aplicada precisamente por los que decían que yo usaba mano de hierro. No hay más que hacer estadísticas. En el tiempo que yo he estado en la dirección del PSOE, ¿cuántas agrupaciones se han disuelto? ¿Y después? ¿Cuántas se han disuelto? No hay comparación. La inmensa mayoría de la gente sabe muy bien que yo soy muy desapegado del poder, sabe que yo soy una persona modesta, humilde, de planteamientos nada excesivos, que no tengo ningún placer en mandar. Hay mucha gente que me tiene un enorme cariño y que no piensa como mis detractores, que yo sé que los tengo, ¡y muchos!
QUÉ COSA ERA ESTAR DE «OYENTE»
Sobre mi manera de actuar y sobre mis expresiones se han elaborado muchas tergiversaciones, no sé si interesadas o no. Recuerdo ahora aquella que me atribuía haber dicho que yo estaba de «oyente» en el Gobierno. Fue una expresión que se utilizó mucho, y fue una de las muchas tergiversaciones periodísticas relacionadas conmigo. Esa expresión fue pronunciada, pero de otra manera, en una comida con periodistas en el Ritz. Yo conté cómo, a veces, yo llamaba por teléfono a un director general para que me informara de algún tema que a mí me interesaba: yo quería oír algo más que lo que se decía en la reunión del Consejo de Ministros… Yo estaba de «oyente» porque quería oír a la gente. También conté, durante ese desayuno, que habíamos abierto una «línea caliente» a través de la cual recibíamos miles de cartas. Cada sábado, elegía entre esas cartas las que consideraba más interesantes y llamaba por teléfono a las personas que las habían enviado, porque yo quería oírlos, yo quería ser «oyente». Y todo eso fue tergiversado, hasta asegurar que yo había dicho que estaba de «oyente» en el Gobierno. Lo que quisieron vender es que yo no me implicaba, que no suscribía las medidas adoptadas por el Gobierno si me parecía que me podían comprometer. ¡Eran chorradas! La opinión pública pensaba, precisamente, que yo tenía el control, que tomaba todas las decisiones de poder. Por supuesto, la idea del «oyente» que no se implica no tuvo el menor éxito, porque, si algo tenía claro la opinión pública, aunque yo siempre he dicho que no era así, ni mucho menos, era que yo tenía el poder y, sobre todo, la información. Éste es otro de los grandes mitos que se ha creado sobre mí: que tenía más información que nadie. Tenía la que podía, pero no tanta.
Sí disponía, en cambio, de un mecanismo que me permitía tener bastante influencia en las decisiones gubernamentales. La Presidencia tenía un Gabinete, formado por gente del Ministerio, que elaboraba informes sobre todo lo que pasaba por subsecretarios[135]. Ese informe, que siempre llegaba al vicepresidente y al presidente, a veces era demoledor y generaba graves dificultades para tomar una decisión concreta. De aquellos informes se desprendía claramente si la decisión debía o no tomarse. Ante todas las decisiones que debían plantearse, incluso en las más pequeñas, yo llevaba un informe redactado previamente. Nuestro sistema de decisión se basaba en los informes que explicaban si existía alguna oposición, si se planteaban dudas o se daba cuenta de lo que estábamos revisando. Lo presentábamos así, y a veces tuve éxito; en otras ocasiones, no.
Recuerdo, por ejemplo, que yo me opuse duramente contra la decisión de entregar unas fichas bancarias que estaban «muertas»… No tuve éxito, aquello salió adelante. Respecto a las entidades financieras, el Gobierno tiene que autorizar que el Banco de España ponga en circulación unas fichas bancarias… Había tres que estaban «dormidas». Una de ellas se entregó al Grupo Ibercorp. Y después resultó lo que resultó[136].
Sin embargo, yo siempre entendí que los proyectos de los ministros eran asuntos importantes, especialmente si el ministro no contaba con las simpatías de algún sector del Gobierno. En esos casos, me empleaba muy a fondo y apoyaba sus proyectos. Fue el caso de Justicia, con Fernando Ledesma; también en Sanidad, recuerdo que estuvimos estudiando el proyecto de Ernest Lluch.
Cuando había oposición, que generalmente procedía de los sectores económicos, bien por cuestiones presupuestarias, bien por cuestiones ideológicas, yo me empeñaba y apoyé, no sólo a esos ministros, también a otros. Apoyé mucho, por ejemplo, al ministro de Educación, a José María Maravall. En aquellos tiempos tan difíciles, al principio, yo le ayudé mucho para sacar adelante la LODE. En el tema de la LODE, evidentemente, había un problema económico, en el capítulo de inversiones, en el que, de alguna manera, se enfrentaban dos modelos de proyecto de Gobierno. Pero también existía una reacción muy dura de lo que la gente llama «sociedad civil»: Carmen Alvear, las Asociaciones de Padres del sector más conservador… Hubo reacciones durísimas. Hicieron una carta espantosa y se la entregaron a los hijos de los ministros. A Fernando Ledesma siempre le llamaban «juez asesino», por el tema del aborto… Esos momentos son de una dureza terrible. En aquellos días, mostrar en privado —y sobre todo en público— un apoyo muy fuerte al proyecto que los detractores pretenden eclipsar, en mi opinión, tenía una gran importancia. Y yo lo hacía, sin ninguna duda. O sea que, de «oyente», en el sentido que algunos han querido darle, nada. Yo siempre estuve muy comprometido con el Gobierno.
NADIE ME PONE DE RODILLAS
Los retos, para mí, son importantes. Yo me crezco con las dificultades y me estimulaba mucho la pelea por sacar nuestros proyectos adelante. Pero la gobernación, en sí, no me producía sensaciones placenteras. Hay mucha «literatura» sobre mi pretendida obsesión por el ejercicio del poder; a mí, el ejercicio del poder, más bien, me ha producido un poco de aburrimiento… Llega un momento en que se convierte en una rutina; tras algún tiempo, uno conoce todas las claves y todo es repetir y repetir, y hay poca creatividad. Yo intentaba siempre insuflar un poco de creatividad, para no aburrirme… Respecto al «placer de mandar», no lo he descubierto. Por ejemplo, nunca he echado una bronca a las personas que han dependido de mí en su trabajo. Uno puede tener una cierta autoridad natural —a mí no me parece mal utilizar mi autoridad moral, si es que la tengo—, pero eso no es «mandar» exactamente. «El placer del mando»… no, no lo he encontrado. Ya sé que hay mucha gente que se vuelve loca, no por el «placer del mando», sino por el placer de pertenecer a la clase que manda, es decir, por aparentar, por aparecer mandando, por aparecer en los círculos poderosos… Pero «la erótica del poder», ¿dónde está? Ya me hubiera gustado a mí encontrar un poquito de erótica en el poder; yo no la he encontrado.
Lo que sí es verdad —sigue siendo verdad— es que yo, en las dificultades, me crezco: si alguien me viene en plan arrogante, me crezco y, desde luego, lo doblo, porque me crezco de una manera tremenda. Y no me pone de rodillas nadie. Porque no me da la gana. Ahora bien, una persona que viene en plan humilde, me saca lo que quiera. Yo tengo dos principios: no me pone de rodillas nadie y no me mete amargura en el corazón nadie. Porque no quiero. A mí las peores cosas, las amarguras, me duran poquísimo. Amarguras, ni hablar: el corazón, siempre limpio.
Yo era consciente de que pisaba muchos callos, muchos, a la derecha y a los llamados «poderes fácticos». Pero como yo, en principio, he sido una persona modesta en el tratamiento, mis relaciones con gente que tiene otros tipos de creencias no han sido malas. Recuerdo que, durante la elaboración de la primera Legislación Militar —estábamos en la oposición—, tuvimos miles de discusiones interesantes en las que yo era «el ogro que quería acabar con la estructura militar» o algo semejante. Finalmente, llegaba el máximo representante de los militares, el general Gutiérrez Mellado, y me ponía de acuerdo con él en dos minutos. Sin ningún problema. Porque yo no soy ningún maleducado que entre «echando la baba» a la gente ni nada parecido. He vivido muchas situaciones en las que he visto cómo me recibían… y he sentido… «Bueno, después de saludarme, ahora están ustedes sorprendidos de que yo no les insulto, ven que podemos hablar…». Eso me ocurría con relativa frecuencia. Yo soy consciente, porque me lo dicen, que hay personas que sienten un poco de temor ante mi forma de ser, o ante mis planteamientos, pero son personas que no han tenido relación conmigo. Hace muy pocos días, una persona que ha tenido relación conmigo me recordaba la noche que nos reunimos en el restaurante José Luis para acordar hacer la Constitución por consenso. Y me recordaba que uno de los participantes en la reunión le había contado que, en un momento determinado, cuando comenzaron a hablar unos y otros, yo empecé a dar golpes en la mesa, diciendo: «Aquí se dicen muchas tonterías, eso no es importante». Tras relatar esta anécdota, me preguntó: «¿Es que estabas enfadado?». «No, no, no», le dije. «Es que me daba cuenta de que allí había que poner orden, y había que dejar claro que, entre Fernando Abril y yo, íbamos a llevar el mando de esa negociación. Había que dejar sentado dónde estaba la autoridad, de una forma pensada, meditada… Yo no tenía ningún enfado». Y me aseguró: «Pues mi amigo estaba atemorizado…». Entonces, aquél manifestaba que sintió temor, pero, después, en larguísimas negociaciones, durante meses, hasta la madrugada, no existía ningún temor y la relación era absolutamente fluida.
SOCIALISTAS Y «BOYERISTAS»
Creo que algunas de las confrontaciones políticas en el seno del Gobierno, aparte de las derivadas del tema económico, se debían, en alguna medida, a la dificultad que tenían algunos para romper moldes. Eso ocurría, especialmente, al principio. En este sentido, hay un aspecto crucial: en 1982, un sector importante del Gobierno tenía la idea de que era necesario ganarse una consideración social, y yo creo que esta idea era una locura. Es decir, según una parte del Gobierno, había que tener en cuenta a todos. Teníamos el fervor de los diez millones de españoles que habían votado al PSOE —o, al menos, una parte importante de esos diez millones; otros se habían agarrado a los socialistas como a un clavo ardiendo al ver que la derecha se hundía—, pero, según la teoría de la «consideración social», teníamos que tener también en cuenta a los sectores que no nos habían apoyado y que no apoyarían nunca al Partido Socialista. Y, según esa teoría, necesitábamos que también nos reconocieran los que no nos habían votado, sectores con cierto predicamento en la sociedad; necesitábamos, al parecer, que nos dieran un aval social, que constataran que había un Gobierno conciliador y competente en la nación.
Entonces, había un sector del Gobierno y del Partido muy atontado. Estaban obsesionados en esa lucha por conseguir que otros nos pusieran el cuño, que nos dijeran: «Esto vale». No era descabellada esa aspiración, pero a mí empezó a parecerme un poco excesiva a partir de 1985, cuando cometen el gran error de no apoyar el «sí» en el referéndum de la OTAN. Si nosotros conseguimos superar el referéndum y ganar las elecciones, tal vez era ya el momento de decir: «Ahora tenemos un aval superior incluso al que podría darnos la derecha». Es decir, si usted busca que le aplaudan los sectores conservadores potentes —el Ejército, la banca, la Iglesia, el dinero o los empresarios—, en aquel momento, tendrían que estar aplaudiéndonos a rabiar. ¡Con lo que ha hecho ahora la derecha! Yo creo que aquel fue el momento de haber soltado amarras. Pero Felipe no lo creyó así. A mi juicio, en 1982 era bastante razonable la cautela, pero en 1986, no.
Frente a los sectores poderosos del dinero hay dos tipos de actitudes. Una, la actitud de quien se siente acunado por el abrazo aristocrático del mundo económico y empresarial. Por otro lado, hubo quien, con cierta ingenuidad, pensaba: «No, es que yo creí que, como comía con los banqueros, les había…». Pero, ¿qué dices? ¿Qué me estás diciendo? Yo creo que, desde la más absoluta ingenuidad, algunos ministros —no necesariamente los del área económica— creyeron que el hecho de que los «banqueros» les echaran flores en las comidas significaba que estaban de acuerdo con nuestra política. Lo que ocurre es que la derecha lo sabe hacer muy bien. Punto. Pero sus posiciones y las nuestras eran bastante diferentes. ¡No vengamos con historias! A usted, al de la derecha, le gustaría que hubiera otro aquí, en el Gobierno. «Tragan» porque no les queda más remedio; yo también, pero eso nada tiene que ver con que estemos «encantados». Muchos han reconocido que esta situación, tal y como se ha descrito, era así.
No tengo la menor conciencia de haber estado enfrentado al ministro de Economía Miguel Boyer. Lo que sí es verdad es que yo defendí muchas veces posiciones muy diferentes, y a veces contradictorias, a las que mantenía el ministro de Economía. Pero yo no he tenido ningún enfrentamiento personal con ningún ministro. Ésa es otra muestra de la teatralidad que le da la prensa a los hechos. Yo siempre hablé con el ministro con total libertad, y expuse mi posición, que a veces no era coincidente con la del ministro de Economía, pero no tuve ningún enfrentamiento con él. Yo tengo una determinada concepción de la vida política y, en ocasiones, cuando se llevaban proyectos concretos a la mesa del Consejo de Ministros, yo mantenía una opinión distinta o creía que no era así como deberían hacerse las cosas. Por ejemplo, había subvenciones a determinadas empresas o… Y yo pensaba de otra manera: «Yo creo que ésta no debe darse…». Y discutíamos. Pero eso me parece lo razonable, que cada uno defienda su punto de vista. Y yo he dado mi opinión siempre.
También se ha esgrimido que yo dije —en los primeros años— que teníamos un «Gobierno de coalición» compuesto por los socialistas y el área económica. Pero el sentido de la expresión era… Vamos a ver: el Gobierno tiene la legitimidad del presidente del Gobierno y eso, para mí, quedó clarísimo desde el primer día. Pero no estaba tan claro para otros. El presidente de Gobierno es el que ha sido investido por el Congreso de los Diputados; los demás están nombrados por el presidente del Gobierno. Por tanto, en definitiva, la última palabra la debe tener el presidente del Gobierno. Eso lo he defendido desde el primero hasta el último día que estuve en el Gobierno. No todos lo defendieron. La legitimidad la tiene el presidente del Gobierno, y su responsabilidad histórica, lamentablemente, es la última: no hay más. Aquí se discute lo que se quiera pero la última palabra la tiene el presidente.
Lo que sí ocurría, en el seno del primer Gobierno, es que había dos proyectos: el de los socialistas y el de los «boyeristas». Eran dos enfoques que, si no irreconciliables, en lo concreto, en el proyecto de cada día, chocaban a veces. Pero el proyecto general del Gobierno era único. El Gobierno tenía tres o cuatro grandísimas prioridades… Más adelante, en vez de tres o cuatro, fueron cincuenta y, repito, creo que eso fue, quizás, en lo que no acertamos demasiado: nos metimos a arreglar demasiados conflictos.
La economía, por ejemplo, era un desastre y había que estabilizarla. Sólo estabilizarla. Yo lo decía con mucha claridad, cuando algunos, los sindicatos sobre todo, nos acusaban: «El problema es que ustedes se han encontrado el patio sucio, y ahora lo limpian, para que llegue la derecha y se lo encuentre limpio». ¡Es que no había más remedio que hacerlo! Los ciudadanos no tienen por qué soportar el patio sucio. ¿Quién se beneficia de la solvencia económica? ¡Ya veremos! Pero, de ahí, pasamos a lo concreto: «¿Por qué al tomar una decisión beneficiamos más a unos que a otros?». Ahí es donde desempeñan un papel importante los distintos enfoques políticos. Ahora está de moda, incluso para la izquierda, bajar impuestos. Pero bajar impuestos, así, en términos generales, no significa nada. Dígame usted a quién se los baja. O se dice: «No tenemos más remedio que subir la energía». Bueno, pero ¿a quién se la sube usted más? ¿A los empresarios o a la señora que compra la bombona de butano para la casa? ¡A ver cómo lo arreglamos! En esos aspectos concretos de la gestión es donde podían colisionar los dos enfoques políticos de aquel Gobierno.
LA CAPACIDAD DE DECIDIR
Con los ministros del área económica, Felipe González llevó a la práctica las recomendaciones del primer ministro sueco Olof Palme[137]. Decía Olof Palme que, en materia económica, lo que debe hacerse es dar confianza al ministro de Economía. No se trata de delegar el poder, sino de darle confianza: tienes que creer en él, porque si crees en varios a la vez, la economía se te escapa de las manos. Seguramente, en materia económica, llevaba razón Palme cuando expuso ese criterio. Yo pensaba que al ministro de Economía no se le debía conceder la capacidad de decidir. Los técnicos son importantísimos y las valoraciones técnicas son importantísimas, pero el político tiene que añadir la valoración política. Yo siempre discutía este aspecto cuando el equipo económico ponía sobre la mesa, por ejemplo, el tema de Hunosa[138]. Les decía: «Entonces, ustedes, ¿qué quieren? ¿Cerrar Hunosa? ¿Me están ustedes diciendo que es más barato cerrarla y pagar los salarios que mantenerla abierta? ¿Ustedes saben que ahí hay dieciséis mil trabajadores, dieciséis mil familias, que se quedan en la calle? ¿Qué hacemos? ¿Los tiramos al mar? ¿O cómo lo arreglamos?». La cuenta de resultados es objetiva: aquí, en la calculadora, me sale que se pierde tanto y que no se puede perder tanto. De acuerdo: todos esos aspectos los considero con atención, le doy toda mi confianza al técnico que me facilita esa cuenta de resultados. Pero la decisión la tomo yo. Me parece estupendo que el presidente del Gobierno le dé confianza plena al ministro de Economía, pero es el presidente el que, introduciendo elementos que no son «técnicos», debe tomar la decisión definitiva.
Yo tuve muy poca comunicación con Miguel Boyer porque su estilo personal era un poco arrogante. Probablemente, por ese estilo arrogante, podría haber una confusión sobre el poder que podía ejercer. Y la realidad es que él estaba «enganchado» al presidente del Gobierno. El poder del que disponía, grande o pequeño, lo tenía en tanto el presidente del Gobierno le daba la posibilidad de tenerlo. Y cuando, en un momento determinado, aquello no funcionó, decidió marcharse. Para mi gusto, Miguel Boyer se portó un poco groseramente con el presidente. Quiso echar un pulso imposible: «Yo soy imprescindible: o me nombras vicepresidente o me voy».
AQUELLA DECISIVA CONVERSACIÓN CON FELIPE
No estuve presente en aquella operación de la salida de Boyer del Gobierno. Pero sí recuerdo que, muy poco antes de su marcha, se había celebrado una reunión en Santander —en la que yo no estaba, pero algunos que sí estaban me lo contaron—; durante una comida, el ministro de Economía presumió de tener una capacidad de influencia muy grande ante una crisis que se avecinaba. Presumió de esa supuesta capacidad. Yo no hablé con Boyer de este tema, pero sí lo hablé con el presidente del Gobierno. Por esas fechas, Felipe me habló de la posibilidad de hacer tres vicepresidencias, para organizar mejor las relaciones con las distintas áreas del Gobierno. Y a mí me pareció bien. Le dije a Felipe, con claridad, que él era el presidente del Gobierno, el que tenía la legitimidad: si creía que necesitaba esa nueva estructura, yo estaba de acuerdo. Lo que ocurría era que, naturalmente, quien ha estado en la anterior estructura, no debería estar en la nueva. Le dije que llevara a cabo la nueva estructuración, pero que no contara conmigo para seguir como uno de los vicepresidentes. «Si tú quieres establecer otro esquema, con tres Vicepresidencias asignadas por áreas —le dije cuando me lo planteó—, no parece lógico que quien ha tenido la Vicepresidencia única, la posibilidad del conjunto, tenga ahora sólo un área». No parecía razonable; no podía contar conmigo para ese esquema. Y yo creo que él valoró todos los contras de la decisión de crear tres Vicepresidencias en el Gobierno y el saldo no le debió de resultar favorable. Probablemente, pensó: «Bueno, si ahora va a haber tres vicepresidentes, pero no está el actual vicepresidente, la relación interna en el Gobierno puede cambiar, la relación Gobierno-Partido puede cambiar…». O sea, todo eso, sumado, ¿es mejor o peor que lo que hay? Y aparcó esa iniciativa, aun a costa de correr el riesgo de que Miguel Boyer, el ministro de Economía, decidiera marcharse, como efectivamente sucedió.
Yo creo que durante esa crisis de Gobierno, en 1985, se abre entre el presidente y yo una cierta brecha. Yo creo que aquello, para Felipe, fue algo así como decir: «Tengo que hacer esto porque creo que es lo mejor que puedo hacer, pero me hubiera gustado hacer otras cosas». Probablemente se abrió algún tipo de fisura; tal vez Felipe pensaría: «Tengo algunos compromisos. Si no los tuviera, actuaría con más libertad»; o quizás: «Me gustaría estar más libre de compromisos políticos». Después, se ampliaron las distancias, se abrieron más brechas. Pero ésa fue la primera.
Yo siempre he tenido conversaciones muy sinceras con Felipe. Durante la larguísima discusión que tuvimos para ver si yo entraba o no en el Gobierno, en 1982, ya hablamos de muchas cosas que, parece, ahora ha olvidado. Yo siempre he hablado muy claro, siempre me he expresado de una forma muy sincera con toda la gente. Insisto, vuelvo al escenario de 1985: ante aquella crisis, yo apoyé la nueva estructura propuesta por el presidente; pero no podía contar conmigo. Y repito: mi negativa a participar me parecía bastante razonable. A él le correspondía tomar una decisión; yo ya le había dicho un montón de veces: «No tires por ninguna acera, ponte en medio de la calle; no te pongas en ninguna acera, ni en la mía ni en la de nadie; ve por el medio…».
Yo creo que Boyer, con la exigencia de una Vicepresidencia de Gobierno, buscaba su propio encumbramiento, no que yo pudiera resultar lesionado en mis intereses, o descolgado. El ser humano está lleno de sorpresas, porque siempre creemos que somos más importantes de lo que en realidad somos. La condición humana es pequeña, reducida… Nos parecemos todos muchísimo, desde el más listo al más tonto, desde el más generoso al más egoísta. Somos menos cosa de lo que creemos. En la vida política, hay personas que han sido secretarios de Estado, ministros, presidentes de Autonomías o alcaldes, y dicen: «Yo he estado siempre marginado, a mí no me han dado…». Pero ¿qué es esto? ¡El ser humano… cómo es! Y ser ministro de Economía, y tener necesidad de ser nombrado vicepresidente… No lo entiendo. Desde mi perspectiva humanista, no lo entiendo. Esa aspiración provoca en mí desconcierto, nada más. Sin embargo, el proyecto de Felipe González de darle una Vicepresidencia al señor Boyer sólo me mereció respeto. Y no tuve, como se ha dicho, ninguna reacción airada cuando me lo comunicó. ¡Ni hablar! Me lo dijo en el contexto de una comida agradable, estábamos vestidos deportivamente, al lado de la piscina… O sea, todo aquello de mi reacción, de mi enfado… un cuento, un bulo.
Pero, a partir de ahí, se abrió una brecha, sin que yo tenga muy claro qué es lo que empezó a separarnos. Yo siempre estuve en la misma dirección. Pero creo que en las dos direcciones por las que circulábamos —la suya y la mía— no había confianza. El problema no era que una organización política llegara a convencerse de que su dirigente no era válido; el problema era que el dirigente, Felipe González, pensó que la organización política a la que representaba ya era menos válida. Por eso ha habido tantas crisis en la última etapa del Partido.
EL PARTIDO COMO RAZÓN DE SER
Durante unos años, Felipe se había dedicado con energía a la reorganización del PSOE; él y yo hacíamos kilómetros y kilómetros cada mes, visitábamos las agrupaciones, nos peleábamos en las asambleas… Dedicamos mucho esfuerzo a la reorganización del Partido. Más tarde, se distancia. Y lo hace porque algunos miembros del Partido piensan que a los líderes políticos les basta con tener una opinión pública favorable, un buen equipo de técnicos en el Parlamento, y nada más. Esta teoría se elabora y se divulga en Italia, es la teoría del Partido Parlamentario según la cual el líder ya no necesita al Partido. Salvadas las distancias, es el ejemplo del Partido Demócrata norteamericano, aunque allí este sistema se ha fraguado sobre una sociedad más homogénea. En la medida en que la sociedad norteamericana se va haciendo más heterogénea, se amplían, de manera extraordinaria, las diferencias entre los partidos Demócrata y Republicano. Y aquí prendió esa idea de que los Partidos tienen que ser, digamos, el remo del navío y que, por tanto, los dirigentes deben permanecer separados de él. Al amparo de esa teoría, se llevaría a cabo más tarde la práctica de contar con algunas figuras notables —que nada tienen que ver con las ideas de izquierdas— para ocupar cargos en el Gobierno.
Frente a esa idea de Partido alejado del dirigente, dicen que yo intentaba implantar un modelo leninista de Partido. Pero eso fue un bulo interesado: interesaba divulgar ese tipo de cosas. Desde que yo dejé la dirección del Partido, se han multiplicado por diez, por veinte, por treinta, no sé por cuánto, las anulaciones de votaciones, las exclusiones… ¡Es justo al revés! No ha vuelto a haber en el Partido la permisividad que había cuando lo dirigía yo, o cuando Txiqui Benegas era el secretario de Organización. Jamás ha habido después esa libertad dentro del Partido, jamás.
Yo siempre he creído que un partido tiene que ser muy permisivo, muy permeable, pero muy disciplinado. Si se toma una decisión sobre un tema importante, esa decisión es firme. Ahora bien, permeabilidad, toda la que se desee: todo el mundo es libre para opinar o para rectificar. Pero las decisiones, una vez que se toman de manera democrática, se acatan. Y, evidentemente, para contrarrestar —o para atacar— esos principios, propusieron las elecciones «primarias» para elegir al candidato del Partido: «Cada hombre, un voto. Primarias para todos». En realidad, no querían «primarias»; ninguno de los que las inventaron las querían, ninguno. Fue un puro ardid para quitar a uno y poner a otro. ¡Fue de locos! Ese nuevo modelo de Partido era el que apoyaban algunos de los que hoy ya no quieren saber nada de esas cosas.
«TE HAS EQUIVOCADO DE TRINCHERA»
Yo creo que el trasfondo de la oposición frontal de Nicolás Redondo a la política económica del Gobierno socialista tuvo que ver con su personalidad. Nicolás es un personaje que ha cambiado muchísimo. Cuando yo lo conocí, hace muchísimos años ya, a principios de los sesenta, era una persona que se valoraba menos de lo que valía, se infravaloraba muchísimo. Y, pasado el tiempo, yo creo que fue sensible a las adulaciones de los que tenía alrededor, le doraron demasiado la píldora. Estas actitudes adulonas hacen mella hasta en el más listo. Hacen daño, y eso le pasó a Nicolás Redondo. Fue corrigiendo su nivel de autoestima, dejó de infravalorarse y pasó a sentirse buen conocedor de todo, y con capacidad para decidir en todo. Esta actitud de Nicolás se puso de manifiesto al formarse el primer Gobierno socialista.
Aquella primera confrontación no tuvo nada que ver con las cuestiones de Economía, sino con su desafío al presidente del Gobierno. Nicolás le vino a decir a Felipe González: «Si usted quiere contar con la UGT, no diga usted quién tiene que ser el representante de la UGT en el Gobierno. Usted no puede elegir a una persona de mi equipo, porque, si lo decido yo, no va nadie».
Y, efectivamente: nadie de UGT entró en el primer Gobierno socialista. Y ése fue el primer conflicto con Nicolás. Más adelante, se averiaron y se averiaron más las relaciones.
(Pobre Carlos Marx, un hombre que aportó tantos elementos que ya pertenecen a la Historia —ya no se debe acusar a nadie de ser marxista, porque marxistas somos todos, como todos somos galileanos—, sin embargo, cometió, en algunas cuestiones, gravísimos errores. Por ejemplo, suponer que lo subjetivo no es importante en la toma de decisiones, y que sólo los datos objetivos cuentan. Eso es una tontería).
Desde el punto de vista subjetivo, entre Nicolás Redondo y Felipe González, se estableció una corriente eléctrica de altísima tensión, una confrontación que, me consta, Nicolás Redondo no ha abandonado. Entonces, yo creí, y durante un tiempo funcionó, que a mí me correspondía hacer de puente entre el Gobierno y la UGT. Lo intenté, pero me quemaron los pilares desde la UGT. Me los quemaron un par de dirigentes del sindicato que no actuaron noblemente y rompieron la posibilidad, que estaba ejerciéndose, de que yo hiciera de puente entre Nicolás Redondo y el Gobierno.
Desde finales de 1986 o principios de 1987, ya pude percibir que las diferencias entre Nicolás Redondo y el Gobierno, en relación con la política económica, habían entrado en un camino de no retorno. Por esas fechas, en una reunión, hice una propuesta concreta. Les dije: «Os doy un folio en blanco y redactáis vosotros las condiciones de la relación entre UGT y el Gobierno. Y yo lo firmo. ¿Apoyáis la política del Gobierno?». «No», contestaron. «Entonces, ¿qué hacemos? Os estoy diciendo que redactéis vosotros las condiciones, y no las redactáis. Poco hay que hacer aquí. Hay poco que rascar».
Esa ruptura, que ya se había plasmado durante la aprobación de la Ley de Pensiones, y que se radicalizaría en la huelga general del 14-D, hizo mucho daño a los Gobiernos socialistas. Porque los sindicatos tienen una legitimidad ilimitada en la sociedad contemporánea debido a su gran capacidad para deslegitimar a otros. Los sindicatos no tienen una gran legitimidad, pero si se oponen a un Gobierno de una manera clara, lo deslegitiman de forma rotunda. Son cuestiones simbólicas. No se cree mucho en los sindicatos, pero si los sindicatos se oponen… Representan a los trabajadores; son los trabajadores.
Una de las situaciones en las que se proyectó con más fuerza el error innecesario del discurso liberal del Gobierno fue durante la dura y necesaria tarea de la reconversión industrial. El mensaje, el discurso, era de corte mucho más liberal que la propia acción, que, podríamos decir, era más socialdemócrata. El Gobierno, en conjunto, hacía una política socialdemócrata, como nunca antes se había hecho, pero algunos miembros del Gobierno, que eran puramente liberales, hacían públicos una serie de discursos que negaban con palabras lo que se estaba haciendo. Todo ello, mientras afrontábamos un momento muy duro. La reconversión, el comienzo de la crisis en Sagunto[139]. Fue una cosa durísima, durísima.
Y, finalmente, los ajustes que se hacen en ese proceso, para corregir sus aspectos de corte más liberal, no se deben a Nicolás, ni al ministro de Industria[140], que se resistía a introducir estas modificaciones. Se celebró una reunión entre el Gobierno y los sindicatos. Yo fui quien dominó la escena. Y la verdad es que creo que, al final, se hizo muy bien. Además, intenté eliminar los factores de crispación de los trabajadores. Siempre decía: «Pero, ¿por qué somos tan torpes? ¡Por favor!». Yo pensaba que el que tenía que tomar esa decisión debía decir: «Mire usted: me tiembla la mano, me tiemblan las piernas, me tiembla todo, pero, para beneficiarles a ustedes, no tengo más remedio que hacer esto». ¿Por qué soliviantar a la gente, si ya estaba bastante soliviantada? Vamos a hacerlo al revés, tenemos que repetir: «Haremos todo lo que esté en nuestra mano, vamos a hacer todo lo que podamos».
SAGUNTO Y SOLCHAGA
La reconversión de Sagunto era irrenunciable. En Sagunto se vendía más barato que lo que costaba la producción. Era elemental que había que hacer una reconversión. Pero los sindicatos de los trabajadores no lo entendieron. Todos los días se colocaban frente al balcón de mi despacho: «¡Sagunto no se cierra! ¡Felipe, Guerra, Sagunto no se cierra!». Cuando pasa un mes, uno casi acaba por insensibilizarse, pero, al principio, era tremendo. Porque sentías que tropezabas con una enorme incomprensión: aquellos puestos de trabajo eran completamente inestables, estaban condenados a desaparecer si seguíamos así. En poco tiempo, transformamos la situación: puestos de trabajo más seguros, con garantías de estabilidad… Sagunto fue un tirón muy duro para el Gobierno, pero teníamos la convicción clara de que teníamos que actuar ante una población que pedía respuestas desde muchos ámbitos. La verdad es que, a veces, se cometían errores o se abordaban los temas con arrogancia. Otros miembros del Gobierno adoptábamos una actitud diferente. La reconversión era un tema tan trascendente que nos hizo recapacitar, y por eso se modificaron algunos aspectos del proyecto; no se volvió la mano, pero se cambiaron algunos contenidos. Carlos Solchaga, el ministro de Industria, no lo aceptó, y dimitió. Entonces, hubo personas que le aconsejaron que se retractase de esa decisión, tengo conciencia de que hubo influencias… Creo que yo le convencí, y retiró la dimisión.
Yo había tenido mis diferencias con Carlos Solchaga. Por ejemplo, cuando el ministro dijo públicamente que el compromiso electoral del PSOE de creación de 800.000 puestos de trabajo era inviable. Aquel compromiso, de todos modos, no era mío: lo había defendido el Gobierno al completo, lo había defendido el Partido al completo, y supongo que los economistas aportarían los datos de las previsiones económicas para la primera Legislatura.
La cuestión más grave del asunto no está en que los 800.000 puestos de trabajo no tuvieran nada que ver conmigo. El problema es que el ministro suelta esa advertencia un día antes de la apertura de un congreso de la UGT en el que yo tengo que intervenir. Y, además, las previsiones económicas que conducen a incluir ese elemento en el programa electoral no las hice yo.
De todos modos, aquel compromiso se cumplió: se crearon dos millones y medio de puestos de trabajo en la etapa socialista… Es verdad que esas cifras se extienden a varios Gobiernos, y no sólo a los primeros cuatro años, como se había estimado. Pero lo que no puede ser es que un miembro del Gobierno venga a decir: «No, lo que el programa decía que era nuestro compromiso, ya no lo es». ¿Y qué se le dice a la sociedad entonces? Porque los ciudadanos prevén una situación de acuerdo con lo que has dicho que vas a hacer. Y el ministro, simplemente, dice: «No, es que ya no lo vamos a hacer». ¡Y, además, en vísperas de un congreso de la UGT! Hubo que ir allí a calmar un poco los ánimos…
Ocurrió exactamente lo mismo —muy posteriormente— cuando en el programa electoral del Partido se recoge que se va a ejecutar una política de construcción de 500.000 viviendas. Y, a renglón seguido, sale el ministro de Economía Carlos Solchaga diciendo que eso no se va a hacer.
El Partido elabora un programa, establece las directrices políticas, y nadie tiene derecho a anular lo que el Partido al que pertenece —bien por militancia o bien como miembro del Gobierno— ha decidido.
Yo creo que esa actitud responde a la teoría de los técnicos: «En la fase de los proyectos, usted dirá lo que quiera, pero yo tengo la “maquinita” y la “maquinita” dice que no». Pero, naturalmente, un pueblo se pone en marcha independientemente de lo que diga la «maquinita». Lo que no se puede hacer es renunciar a lo que se contempla en un proyecto. Eso es, en alguna medida, contrario a la democracia. Yo me comprometo, acato un contrato con la sociedad, y a continuación, digo: «Oiga, lo que acabo de prometerle… que no». Y el que dice «no», dice «no» a un proyecto del Partido. ¿O es que el programa electoral que incluía la propuesta de creación de 800.000 puestos de trabajo lo hice yo en contra del Partido? ¿No lo vio nadie? Si se llamaba a alguien al Gobierno era para que tomara parte en el desarrollo de aquel programa…
En aquella situación, tuvo lugar el debate televisivo entre el ministro de Industria y el secretario general de la UGT. Recuerdo perfectamente que Nicolás Redondo verbalizó el estado de cosas diciendo aquello tan duro: «Carlos, te has equivocado de trinchera, tu problema son los trabajadores». Yo vi el debate en televisión y, cuando oí lo de la «trinchera», me pareció de una dureza tremenda. Carlos Solchaga dice que yo le llamé antes del debate, para tranquilizarle y darle ánimos. Es muy probable que le llamara —aunque no lo recuerdo—, porque yo estaba muy pendiente de estas cosas. Pero de lo que estoy seguro es de que yo no tenía ni idea de que Nicolás le iba a meter el «viaje» que le metió. Me pareció una actitud durísima por parte de Nicolás. Esas cosas se pueden decir en una reunión privada, pero decirle eso en la televisión a un ministro del Gobierno… ¿A qué venía eso de la «trinchera»? Quizás si hubiera dicho: «Te has equivocado de lugar…». Pero debe argumentarse. Naturalmente, se puede decir: «Si en España no hubiera habido dictadura, Solchaga y Boyer habrían sido líderes de la derecha». Sí, lógicamente. Y a Ramón Tamames también se le puede decir. La dictadura los echaba a todos a la izquierda. Si se argumenta, tal vez se tenga algo de razón… Pero lo de la «trinchera»…, la guerra…
El problema de Solchaga era que, a veces, su filosofía coincidía mucho con la de los grandes empresarios y la de los banqueros. Eso es verdad. En cualquier caso, lo que ocurría entre Redondo y Solchaga es que los dos se retroalimentaban. Cuando Solchaga tenía un problema dentro del Gobierno, acusaba a Redondo de cualquier cosa, y cuando Nicolás Redondo tenía un problema con la UGT, acusaba a Solchaga de cualquier cosa. Eso lo hicieron continuamente. Se retroalimentaban, continuamente. Eran sus mejores beneficiarios: uno del otro y el otro del uno.
AUTONOMÍAS: LAS COSAS EN LAS QUE NO CREO
Yo presidía la Comisión Delegada de Asuntos Autonómicos y tuve la oportunidad de seguir los problemas que surgían con la construcción del Estado de las Autonomías. Yo cerré el traspaso de competencias con todas ellas. Al principio, incluso asistí a la toma de posesión de todos los delegados de las Comunidades. Es decir, tuve bastante contacto con todo lo relacionado con las Comunidades Autónomas.
Este país había tomado la decisión de descentralizar el Estado y oponerse a esa decisión era absurdo. Yo me mostraba exigente, cierto, en el control de los tiempos, porque no se podía hacer todo en veinticuatro horas. Pero era evidente que había que hacerlo. A veces, se producían algunos roces, en algún tema concreto; yo intervenía para limar tensiones y para vencer algunas resistencias a transferir competencias. Y durante aquellas negociaciones yo tuve una buena relación con las Comunidades Autónomas; eso también fue muy interesante y dio sus frutos en distintos acuerdos.
La Ley Electoral, que negocié con los grupos parlamentarios, no tuvo ni un solo voto en contra. Recuerdo las conversaciones con Miquel Roca, con el Partido Comunista, con Gerardo Iglesias, con el Partido Popular… Sí, me siento muy orgulloso de la Ley Electoral, cuya negociación llevé yo directamente y que nadie votó en contra.
La construcción de ese Estado descentralizado tuvo repercusiones, no poco importantes, en el seno de los partidos políticos. El problema consistía en que, al realizarse la transformación institucional del Estado en organizaciones regionales y de nacionalidad, se daba una especie de extrapolación en los partidos. En el seno de las organizaciones políticas se planteaba lo siguiente: «Si el Estado se organiza de manera que cede competencias exclusivas a Cataluña, a Asturias o a Andalucía, en los partidos debe ocurrir lo mismo. De manera que, en una Comunidad Autónoma, la organización política debe tener competencias exclusivas y el conjunto del Partido no tiene nada que decir sobre lo que yo decida en mi ámbito». Yo creo que ésa fue una mímesis mecánica muy poco aceptable. Eso ha disgregado, en cierta medida, al conjunto de los Partidos. Ahora cada organización regional quiere tener una especie de competencia exclusiva dentro de su Partido, de manera que no exista el conjunto. El dilema es: o un partido con competencias propias en las regiones, pero un solo partido, o una federación de distintos partidos. Yo soy partidario —sea cual sea la estructura del Estado— de un partido de corte federal, como funciona el PSOE. Algunos han pretendido, o pretenden, que el Partido Socialista sea una federación de partidos. Yo no creo en ese modelo.
La realidad autonómica y la transferencia de recursos económicos habría servido —según algunas interpretaciones— para hacer aflorar la capacidad de los poderes regionales; tal hecho habría servido, entonces, para otorgar a las comunidades la capacidad de «desobedecer» a los dirigentes estatales de su Partido.
MENTIRAS, LEYENDAS Y CALUMNIAS
Según algunas leyendas —que ahora conozco— el presidente de la Comunidad Autónoma de Valencia, Joan Lerma, habría desafiado alguna de mis indicaciones, actitud rebelde a la que yo habría contestado con una amenaza de cese. Pero esa historia… A veces me pregunto: ¿quién estaba debajo de la mesa? Porque yo no recuerdo esa conversación en absoluto. ¿Se metió alguien en un cajón de mi despacho para oírla y escribirla? ¡Por favor! ¡Eso no es verdad! Como la estupidez de decir que yo había sido el que había logrado sacar de la Presidencia de la Junta de Andalucía a Rafael Escuredo. Él mismo y yo estamos hartos de decir que es al revés: que él estuvo en mi despacho hasta altas horas de la noche y yo estuve convenciéndolo de que no abandonara el cargo… Pero ¡da igual! Hay alguien que escribe lo contrario… y a copiar todo el mundo. Pero, ¿por qué lo cuentan así? ¡Si fue al revés! ¡Esa historia es falsa! Tampoco tuve nada que ver en la salida de Rodríguez de la Borbolla de la Presidencia de la Junta de Andalucía. Al revés, y lo he dicho muchas veces. Yo estuve frenando al secretario general del Partido, entonces Carlos Sanjuán, y le advertía: «Os metéis en un lío: las instituciones son muy importantes; hay que respetar las instituciones…». Yo sabía que aquella operación tendría consecuencias complicadas para el Partido. Soy muy «institucionista»: es cierto que a mí me interesa el Partido más allá de las instituciones, pero las instituciones hay que respetarlas al máximo. No se puede jugar con ellas, porque hoy la diriges tú, pero mañana viene otro, y si tú has jugado mal con las instituciones, el que llega tiene la legitimidad para hacer lo que tú hiciste. Y estuve, durante mucho tiempo, frenando esa iniciativa, hasta que fue imposible… Se hicieron cosas muy mal hechas. Y vuelvo a decir: no tuve nada que ver con el final político de Rodríguez de la Borbolla. La verdad es que yo estuve, durante dos años, amortiguando la disociación, que se había hecho durísima, entre el Partido y el presidente de la Junta de Andalucía. Pero, en fin, esas cosas son normales, esas cosas no se agradecen.
De todos modos, no se van a creer las versiones sobre la implicación de mi mano en cualquier movimiento. Imaginaban que yo tenía poder para todo. ¡Se escribía que yo tenía aparatos para escuchar las conversaciones de los políticos de la oposición! ¡Se han dicho todas las tonterías posibles! Ha habido quien, dentro del mundo periodístico, creía todo lo que se decía. Y parece que basta que lo escriba uno para que el otro lo repita… Es una técnica del periodismo… Sería distinto si las informaciones se contrastaran con los protagonistas, pero como no se contrastan… ahí queda. Y los demás, ¿cómo van a pensar que es mentira? Piensan que, si está publicado, será verdad. Yo pienso que lo correcto sería contrastar la información. Hay que llamar y hay que contrastar la información, al menos.
UN LÍDER DISTANCIADO
Las señales de alarma para el Gobierno empezaron en 1985, con la Ley de Pensiones. Ése fue el primer aviso.
Hubo un enfrentamiento que algo tuvo que ver, no todo —porque las interpretaciones personalistas siempre son muy dudosas—, pero algo tuvo que ver con el enfrentamiento personal entre el secretario general de UGT y el presidente del Gobierno. Sí, algo tuvo que ver… En 1985 comenzó una deslegitimación que no logró mucha fuerza en aquel año, porque a los trabajadores se les dio la posibilidad de acogerse a la ley nueva o a la antigua. Los trabajadores, en general, se acogían a la nueva, con lo cual quedó un poco «tocada» la argumentación del sindicato.
En la huelga de 1988, la fuerza deslegitimadora fue mucho más fuerte, mucho más importante. Ocurrió, además, que hubo alguna connivencia también… El apagón de la televisión a las doce de la noche, a las 00:00 horas del 14-D, representó el 80 por ciento del éxito de la huelga, de eso no me cabe duda. Y eso se pudo haber evitado y no se quiso evitar. O no se pensó en evitarlo. Hubiera bastado con que el que iba a «desconectar» no estuviera allí, y que estuviera en su lugar alguien que no fuera a «desconectar». No digo que la actuación de los responsables de TVE fuera deliberada, lo que digo es que no se puso el interés y la fuerza que hay que poner en esos asuntos. Esa desconexión de Televisión Española fue muy importante para el éxito de la huelga. Pero, sin duda, el 14-D tuvo una capacidad deslegitimadora muy fuerte. Y golpeó, sobre todo golpeó psicológicamente, al presidente del Gobierno.
Y el Partido, quizás, no reaccionó suficientemente… Pero el Gobierno no quería que el Partido tuviera voz propia. Yo siempre he luchado por dar su valor al Partido: «Mañana estaremos en la oposición: no puedes cortar la voz al Partido, el Partido tiene que tener su vida propia para que, después, la estructura esté intacta…». Había sectores del Gobierno que no querían que el Partido tuviera voz propia, actuaban para acallarlo. Y, ante la huelga general del 14 de diciembre, el Partido tuvo menos participación de la que debería haber tenido porque, entre otras cosas, el Gobierno no se lo permitía. Aquel hecho, además, provocó, sin duda, uno de los puntos más importantes de inflexión del Partido cuando, como consecuencia de la huelga, en 1989, el presidente del Gobierno anuncia que se va. Eso desencadena una pelea interna… y externa.
Tuve una muy larga conversación con Felipe. Yo no era partidario, primero, de que anunciara que se iba, y segundo, de que lo hiciera. Él aseguró que algún día lo anunciaría y le dije: «Mira, estas cosas, aunque se vayan a hacer, no se deben decir. A éste, al Aznar, le da igual… Pero si te pronuncias, dentro de tu Partido organizas un lío».
Esa situación de inestabilidad duró bastante tiempo, hasta 1991 o 1992; continuamente anunciando «que no, que no, que no…». Yo era partidario de que no lo dejara. Porque mi teoría es que las crisis de los dirigentes de los Partidos se generan cuando un Partido ya no quiere a su líder. Pero no era el caso. El Partido quería que siguiera el líder; era el líder el que se sentía distanciado. Yo era partidario de que siguiera. Además, yo no tenía ninguna ambición, que era lo que la lógica política hubiera sugerido: «Si el “uno” no quiere continuar, el “dos” es el sucesor». El «dos» era yo, pero yo no tenía ambición, sino todo lo contrario. Tampoco pretendía controlar la sucesión como tantas veces se ha repetido. Lo que quería era, por supuesto, no controlar la sucesión, pero sí tener voz en ese proceso. ¡Yo era el vicesecretario general del Partido! Quería tener voz cuando se planteara la sucesión, que no se llegó a plantear nunca. Y, por supuesto, nunca tuve ocasión de oponerme a que «el señalado» fuera Narcís Serra, ni hice fracasar su teórica candidatura a la sucesión. Una y otra decisión debieron de ser tomadas por aquel al que correspondía tomarlas. Pero, desde luego, una y otra no tuvieron nada que ver conmigo. Ahora bien, como vicesecretario general del Partido, algo tendría que decir yo, me parece legítimo. Pero no se llegó a plantear…
Serra tenía relación con el Partido Socialista de Cataluña, pero no con el Partido a nivel federal. Además, en aquellos años, los «renovadores» y gentes afines a Narcís optaron por una fórmula que a mí me pareció un gravísimo error táctico —aparte de no estar de acuerdo con el fondo—: insistían en que la vida política ya no exigía ideólogos, ni políticos, sino gestores, simplemente. En la Escuela de Verano del Partido, en 1992, se hablaba de que ya no había ideologías, de que la izquierda y la derecha eran lo mismo… En fin, fue un error estratégico de primera magnitud. Por tanto, no hubo, digamos, coincidencia o «pegamento» entre Serra y el Partido. No hubo empatía.
Yo, hasta el final —muchos me criticaron y me critican por ingenuo— mantuve la tesis de que, sí, Felipe quería irse, pero no debería irse. Algunos me critican por haber creído que se quería ir y otros me critican porque yo pensara que no debería irse. Pero yo, hasta el final, tuve ambas certezas. Por lo tanto, no tuve que barajar ningún nombre ni ningún perfil del sucesor. Sólo en una ocasión se barajó la posibilidad de un sucesor. En cierta ocasión, alguien me dijo: «Oye, en el caso de que…», y señalaron a Manolo Chaves. Y parece ser —no lo he comprobado— que Chaves decía que estaban queriendo que él fuese el sucesor. Yo comenté este hecho porque me preguntaban: «¿En el caso, en el caso, en el caso…?». Alguien difundió este comentario y parece que eso sirvió para denunciar que había gente conspirando contra Chaves… En realidad, nunca hubo la menor intención de grupo para decir: «Que Felipe no siga», sino al contrario: «Que Felipe siga».
BALANCE DESAPASIONADO
Haciendo un balance desapasionado, Felipe ha sido el mejor presidente de Gobierno que ha tenido la Historia de España. Así de rotundo.
No fue fácil. Para nosotros nada fue fácil. Yo dije una frase, que todavía se recuerda: «A este país no lo va a reconocer ni la madre que lo parió», y me parece que la Historia me da la razón. Pero para el Gobierno no fue fácil, desde luego que no. Pasamos muy malos ratos, en todas las esferas… Si añadimos, además, el tema del terrorismo… fue muy difícil. Lo que hicimos fue capear al Ejército, que tenía su propia autonomía. Y capear eso con un terrorismo que mata militares… Tuvimos que hacer muchos encajes de bolillos, muchísimos, y dedicar muchas horas a cosas que, teóricamente, en lo particular, no daban fruto, pero que eran necesarias para obtener fruto en lo general. Atenciones personales a determinadas personas, por ejemplo. Algunas situaciones, algunas anécdotas, demuestran claramente cómo, a veces, por olvidar lo accesorio, no se consigue lo fundamental. Recuerdo ahora la famosa visita a Brunete, que sólo tuvo un elemento… no diría que negativo, pero sí de «no acierto»: allí estaban las esposas de todos los oficiales y la esposa del presidente del Gobierno no estaba. Eso lo observé inmediatamente después, y dije: «Esto lo tenemos que arreglar». Y lo arreglamos dirigiendo las invitaciones a los jefes militares con sus esposas, para que estuvieran también las esposas de los del Gobierno. Las cosas funcionan así: uno no decide cómo funcionan los grupos. El grupo militar funciona así, la presencia de las esposas obligaba a la presencia de la esposa del presidente del Gobierno, pero nosotros no nos dimos cuenta; lo aprendimos enseguida y ya no se nos olvidó. Eran pequeños detalles que nos facilitaban la labor en aspectos sustantivos, y lo sustantivo tal vez podría no conseguirse si no se dedicaba a lo accesorio la atención que merecía. Y eso fue muy difícil, nos exigió un esfuerzo ingente.
Creo que cumplimos con amplitud y con notable éxito en nuestra aspiración de implantar el Estado del bienestar. Nos encontramos con tres «agujeros» enormes: la educación no era universal, las pensiones no eran universales y la Seguridad Social, la Sanidad, no era universal. Era necesario dedicar todo nuestro esfuerzo a esos asuntos. Y se lograron superar las tres carencias, que eran importantísimas y que se abordaron al mismo tiempo. Cuando uno lo piensa, al cabo del tiempo, lo único que te viene a la cabeza es el vértigo: «No sé ni cómo lo hicimos, porque realmente era muy complicado». Universalizar esos servicios era complicadísimo; había millones de personas sin atender, en Educación, en pensiones y en la Sanidad. Y un país que quiere ser moderno, no puede tener seis millones de personas por aquí, cinco millones por ahí, tres millones por allí… millones de ciudadanos sin cobertura, sin prestaciones que son absolutamente básicas. Pasar de una sociedad asistencial a una sociedad de derechos, y todo a la vez, fue un trabajo abrumador. Aún me pregunto cómo logramos hacerlo, y hacerlo en muy poco tiempo.
En infraestructuras dimos también un salto absolutamente gigantesco, que colocó a España… en el mapa. Muchas personas, extranjeros, nos decían: «Ustedes han colocado a España en el mapa; España no estaba en el mapa y ustedes la han puesto en él». Yo creo que todo ese conjunto de ambiciosas iniciativas, esa modernización global, dio juego, ha dado fruto. El salto histórico ya no se puede volver a deshacer, es imposible.
La acción de Gobierno, en ocasiones, era muy dura; pero la capacidad para poder transformar la sociedad y saber que beneficiábamos a una serie de personas nos dio también grandes satisfacciones.
Por ejemplo, la reconversión industrial. Hubo una confrontación muy dura con parte del sindicato UGT. Pero cuando logramos vencer las dificultades, colocar a la gente en puestos de trabajo seguros y bien remunerados… nos dio muchas satisfacciones.
Y, entretanto, lo que golpeaba con una dureza implacable era la noticia de un nuevo atentado terrorista. Era muy difícil de sobrellevar; había que tener mucha templanza para sobrellevarlo. Yo he visto a mucha gente llorar y hundirse… Cuando oías: «Hoy ETA ha puesto una bomba en Hipercor…». ¡Era tremendo! Todo lo que tenías bien armado, prácticamente, se derrumbaba. Sólo algunas personas conseguían mantener la serenidad y la templanza…
LA DECEPCIÓN DEL FINAL
Ahora bien, aunque repito que Felipe González ha sido el mejor presidente de Gobierno en la Historia de España, es verdad que la etapa final no está en consonancia, para nada, con aquel primer presidente… Porque de 1993 a 1996 todo fue una catástrofe, se hizo todo al revés. ¿Eso quita que, de 1982 a 1993, Felipe haya sido el mejor presidente del Gobierno que ha tenido España? No. No me cabe ninguna duda. Es un hombre con una capacidad de fascinación popular extraordinaria.
En esa última etapa, yo ya no estaba en el Gobierno. Me fui después de que estallara el llamado «caso Juan Guerra». Yo viví todo aquello como lo que era: una operación montada en la que participó mucha gente, desde partidos políticos, medios de comunicación, sectores bancarios, y algún sector diplomático también. Yo era perfectamente consciente de que era una operación montada. No dejé de estar seguro de lo que representaba: todo era una gran mentira fabricada. Del caso no quedó nada absolutamente, pero, por supuesto, me permitió sacar a relucir lo peor de la derecha española, financiera, política y mediática. Dentro del Partido también, lógicamente, se empezaron a mover algunas aguas contra mí… Hubo gente… Nunca se da una batalla fuerte si dentro de la colectividad no hay gente que hace el espectáculo de circo… Eso está claro.
Afortunadamente, tuve una gran fuerza psicológica, porque sabía que todo era una operación montada. Incluso he tenido que resistir y aguantar las acusaciones: «Usted se atrincheró, usted negó la evidencia». ¿Qué evidencia? ¿Dónde está la evidencia? ¡No ha habido ninguna acusación a nadie, no se ha condenado a nadie por nada! Ha habido dieciocho procesos, ¡dieciocho! —la Causa General de la Inquisición—, y ni una sola condena.
Mi actitud era la que me correspondía: uno debe sentir responsabilidad por los familiares y amigos, incluso aunque se hable de actos verídicos, que aquí no lo eran. No me sentí abrumado en ningún momento; era perfectamente consciente de la técnica sucia que se estaba empleando. Yo, de pequeño, cuando tenía seis o siete años, tenía una cartilla de ahorro en la que se pegaban unos sellos que se compraban por 25 céntimos. Me parece que logré reunir, en total, doce con cincuenta pesetas. ¡Esa cartilla fue investigada por el juez! ¡Vamos, hombre! ¿De qué estamos hablando? Estamos hablando de una panda de gente sin moral. ¡Hombre! ¡No me van a engañar! Y ese sector del Partido, los llamados «renovadores», aprovechó este montaje para combatirme, porque vieron que, políticamente, no tenían manera de hacerlo. Y dijeron: «Vamos a utilizar esta canallada que viene de fuera…» —aunque hubo alguna colaboración del Partido—. Pensaron: «Bueno, esta canallada, que sabemos que es una canallada, nos viene bien para el combate político…».
Cuando Felipe comprometió su futuro con el mío con aquella frase, «dos por el precio de uno», yo le reconocí una actitud personal y política muy decente. Aunque cuando le vi, inmediatamente después, le dije: «Felipe, muchas gracias por lo que has dicho, pero te has equivocado. Porque, políticamente, el presidente del Gobierno es el primer responsable, y todos los demás estamos nombrados por el presidente, por tanto, no tiene sentido, aunque sea generoso, vincular a uno que yo nombro con quien tiene la legitimidad de la soberanía popular. Yo creo que eso es un error». Y acerté, porque fue tal el error, que después, no con las palabras, pero sí con los hechos, se modificó la tesis. No sé si Felipe se arrepintió pero, desde luego, fue un error… muy generoso. Yo se lo agradecí, pero le dije que no estaba de acuerdo.
Durante el mes anterior a mi comparecencia en el Congreso yo ya le había dicho que estaba viendo venir la cacería que se estaba organizando, y le dije: «Es el momento de dejarlo». Me contestó: «¡Ni hablar, ni hablar!».
Después, él experimentó una evolución, un arrepentimiento, quizás una decepción, respecto a la apuesta que había hecho de ligar su futuro político con el mío. Yo creo que en él pudo influir la gente del entorno, que utilizó el «caso Juan Guerra» como un asunto político, cuando no lo era: era una cuestión de dignidad. Era una cuestión de dignidad, incluso, aunque hubiera algo de verdad, cuanto más siendo falso como era.
La gente del entorno de Felipe insistió, insistió e insistió, y supongo que, hasta en el más inteligente y el más generoso, hacen efecto esas influencias. Siempre digo que cuando tú tienes un entorno en el que únicamente oyes una voz que asegura que eres «la más bella de todas las mujeres del mundo», si alguien te contradice lo más mínimo, simplemente, no te lo crees. No es que lo rechaces, es que no te lo puedes creer. A Felipe le decía su entorno —no voy a citar nombres— que era un «felipista» heterodoxo y que tenía que hacerse un «felipista» ortodoxo. Era heterodoxo porque todavía trataba a su Partido como «su Partido», y a su Partido, según sus consejeros, lo tenía que tratar como al resto de los partidos, como un soberano trata al conjunto de los partidos. Y tenía que ser ortodoxo. Ése fue un argumento que se utilizó machaconamente. Permanentemente.
FILESA: «¿POR QUÉ A MÍ?»
Filesa. ¿Por qué tienen que señalarme a mí? ¿Por qué no señalan a Felipe González, o al otro, o al otro? ¿Por qué a mí? Los «renovadores» machacaban a Felipe siempre con el mismo argumento: «Alfonso no está haciendo nada por la erradicación de la corrupción interna, sobre todo en el tema de Filesa». ¿Por qué se suponía que yo controlaba todo lo que ocurría en el Partido? Mi respuesta es clara: en estos temas no se puede suponer. En estos temas hay que tener datos: ¡estamos en terreno penal! ¿Qué clase de Estado de derecho es éste? Usted no tiene que suponer nada: me tiene que demostrar los hechos.
¡No tuve nada que ver con Filesa! ¡Nada, absolutamente! No conocía nada.
La amistad política entre Felipe y yo sufre una deriva importante después del acto de Chamartín. Aquel fue un momento importante. En aquel acto intervinieron ministros del Gobierno con la clara intencionalidad de atacar al vicepresidente del Gobierno. Y el presidente del Gobierno lo sabía. No sé si Felipe lo avalaba o no, pero no lo combatió. Esta actitud era contraria a la recomendación que yo, una y otra vez, le repetía: «No vayas por una acera ni por la otra, ve por en medio… Si te colocas en una acera, estás perdido».
Felipe hizo, en ese momento, una apuesta por los llamados «renovadores», que son los que defenderían un Partido «abierto» frente al que, supuestamente, yo defiendo, que ellos consideran un Partido «cerrado». Yo sólo tengo que decir, en este sentido, que la etapa en la que yo fui vicesecretario general y Txiqui Benegas secretario de Organización ha sido la etapa más democrática del Partido, sin lugar a dudas, incluyendo la actual.
«Éste es el candidato a alcalde, y si no lo aceptáis, disuelvo la agrupación…». ¡Esto se ha dicho públicamente! En Galicia, hace poco. Eso era imposible antes. El Partido que yo dirigí no tenía nada que ver con el leninismo. No digo que ahora lo tenga, ni en la etapa de Almunia, pero desde luego, ahora está mucho más próximo al leninismo que en la etapa en que yo tomaba esas decisiones. Pero, en fin, ésas son grandes mentiras que se inventan, para hacer daño. Luego, lo escriben, se lo copian unos a otros y queda escrito.
Mi dimisión no fue una dimisión improvisada. Yo ya se lo había planteado a Felipe en dos ocasiones anteriormente. En la tercera, él me decía: «No sé si llevas razón, aunque, si tú quieres seguir, no hay ningún problema, en absoluto… Pero, si tú lo planteas ya…».
Tuvimos una conversación larga, muy larga —el 8 de enero de 1991— en la que mantuve mi voluntad de dimisión de manera irrebatible. Después, alguno de los «renovadores» ha llegado a escribir, en libros, que fue un cese. ¡Tiene tela! Yo conservo muchas cartas de Felipe, y en ninguna carta dice que me cesa. Tengo muchas cartas y las conservo. Conservo todas las cartas, también las de Pepe Bono. Tengo unas cartas muy sustanciosas de aquella época.
Lo que sí creo es que Felipe, al margen de su gratitud política y del valor que siempre ha otorgado a mi lealtad —esto me consta—, llegó un momento en que, sin ninguna duda, se sentía más cómodo sin mí. Porque yo era la piedrecita en el zapato. Había mucha gente que lo halagaba y lo halagaba, y todo era magnífico. Mientras que yo le decía: «¡Esto no lo veo, esto no lo veo!». Llega un momento en que hay tanto halago que te conviertes, sin quererlo, un poco en el Pepito Grillo, en la conciencia, y eso no le gusta a nadie. Tener a alguien así al lado es incomodísimo. Yo no lo quiero para mí, desde luego. Finalmente, decir que él se sentía «incómodo conmigo», quizás, sea muy fuerte, pero que se sentía «más cómodo sin mí», yo creo que sí puede decirse.
En 1993 surgen otras diferencias en el Partido con motivo de la campaña electoral. Felipe conformó un Comité de Estrategia para afrontar las elecciones. El comité lo dirigía, en principio, Ramón Jáuregui. Pero yo estaba también en él. Yo era el director de la campaña. Celebramos una reunión: cada uno de los miembros de ese comité —no tenían mucha idea de estos temas— dice lo que cree conveniente y, después, hablé yo. Y, naturalmente, Ramón Jáuregui, que era el responsable, dijo: «Bueno, mira, esto se ha acabado: éste se encarga de la campaña y nosotros nos vamos». Pero es que era evidente que los demás no tenían conocimiento de estos temas y yo tenía todo el conocimiento y mucha experiencia. Y ahí se acabó la colaboración de Jáuregui en la campaña.
Luego llegaría a ese comité José María Maravall, pero la campaña la dirigí yo. Es verdad que Maravall estuvo asesorando a Felipe en el primer debate televisivo con Aznar. Sí, estuvo asesorando, y fue un desastre rotundo. En el segundo, lo asesoré yo, y salió bien, ésa es la verdad.
UNA IDEA ABERRANTE
Dirigí esa campaña con muchos problemas. «Ya no dirijo más», me dije, porque se pretendía hacer una campaña desligando a los líderes de la organización. Y yo no estaba dispuesto a hacerlo. Yo creo que Felipe se fijó en Maravall para que, en alguna medida, lo asesorara… Algunos dirigentes del Partido tenían la idea de que en las campañas había que ir por separado, o sea, que no se confundieran Partido y dirigentes. Que ésa sea una decisión de los dirigentes del Partido me parece completamente aberrante. ¡Felipe era el secretario general del Partido Socialista! ¡Parecía que era otra cosa! No es que Felipe González fuera militante —que ya sería bastante, porque sería miembro de un partido que atraviesa una mala situación—, sino que era el máximo dirigente. ¿Cómo se puede hacer esa distinción?
En contra de lo que se dijo entonces, que fue sólo Felipe el que salvó las elecciones, yo creo que fue la sociedad la que salvó al PSOE, incluso creo que fue el PSOE el que salvó las elecciones.
Pero, considerándolo desde la perspectiva actual, de verdad, no sé si a España no le hubiera convenido otra cosa… Porque, después de lo que tuvimos que ver, de cómo la derecha se envalentona y se dedica a la política rastrera —desde el 93 hasta el 96—, de otro lado, después de los errores del propio Gobierno, porque la verdad es que hubo muchos errores… Y si Maravall dice que yo quería que Felipe perdiera las elecciones, simplemente respondo que yo dirigí la campaña y la ganamos. O sea, que le tapo la boca, ¡vamos, a lo grande!
Pero mi reflexión quiere detenerse en el período que va de 1993 a 1996. Y pienso que fue una catástrofe para España que la derecha volviera a mostrarse como una derecha troglodita. Recuerdo, claramente, que yo advertí del riesgo de fichar independientes para ganar aquellas elecciones. Por eso dije, a raíz del «fichaje» de Garzón: «Como operación de imagen, un diez; como resultado político, ya veremos…».
Yo desconfiaba de aquella fascinación por los independientes. Me parece muy bien que los independientes estén en las listas del Partido. Ahora bien, que no tener compromiso político sea un valor añadido… ¡De ninguna de las maneras! Que sea social y políticamente más considerado no haber dado el paso de comprometerse políticamente que haberlo dado… ¡No, no!
Estoy convencido de que, si al juez Garzón le hubieran dado lo que él quería, no habría destapado el sumario del GAL. Y la verdad es que, después del fichaje que se hizo con él, que se le negara… no sé si eran dos helicópteros lo que quería o algo así… Vaya, en principio, él quería ser ministro del Interior, ¡naturalmente! ¡Y algo se le insinuó! Pero la pelea viene después, cuando ya se había conformado con la Secretaría de Estado y pidió no sé qué cosas y se las negaron. La verdad es que no era coherente llevarlo de número dos en la lista y luego negarle un helicóptero.
Desde luego, hubo personas que desde el Ministerio del Interior facilitaron la incriminación de Barrionuevo y de Corcuera. Eso se sabe: hubo gente o individuos que recibieron dinero para que declararan contra los exministros y el secretario de Estado. Eso se sabe. Es un hecho. No se puede negar. Por lo menos, hubo facilidades. Que Margarita Robles estuvo intentando que las cosas funcionaran como Garzón quería que funcionaran, contra Barrionuevo y Corcuera, de eso no cabe ninguna duda. ¿Y Belloch? ¡Robles era su secretaria de Estado! Tenía que tener, al menos, algún conocimiento de lo que se estaba haciendo.
NO PUEDE LLAMARSE DECEPCIÓN
¿Qué nos ha separado a Felipe y a mí? Para ser justo, tendría que decir que algo le ha separado a él de mí, porque yo no he hecho ningún movimiento frente a Felipe. ¡Jamás! ¡Contra Felipe, jamás! No podemos decir exactamente lo mismo de él. Porque él entró en la operación de los «renovadores».
Yo no he hecho «guerrismo», por más que se empeñen. Jamás he jaleado a nadie contra Felipe. Y, entonces, ¿cómo evoluciona esta situación entre los dos? Hacia la distancia. Se establece una distancia, mucha menos frecuencia en los contactos… Crece la distancia.
No nos ha separado sólo un concepto político irreconciliable respecto al Partido. El problema, además, es que yo creo que Felipe ha evolucionado ideológicamente hacia el lado más tibio del socialismo.
Pero, bueno, la vida es así… No tengo ninguna amargura, ni por la ruptura con Felipe ni por nada. Ésa es una vacuna que tendré siempre en la vida. Yo tengo una gran memoria para todo, salvo para el rencor. Me ocurre a veces que me dicen: «Pero, ¿cómo tratas a éste así, con tanta amabilidad, si éste fue el que te dijo…?». Y, a mí, se me ha olvidado… No quiero estar mentalmente de rodillas. Quiero sobrevivir psicológicamente limpio, no quiero que nadie me esté metiendo dentro rencores. Tengo buena memoria, pero para el rencor soy una catástrofe. Y creo que me va estupendamente bien, porque no me amargo… La vida es hermosa, muy hermosa, y la política no agota la vida, como cree la mayoría de la gente: sólo es un trozo de la vida.
Y, respecto a Felipe, yo no creo que se pueda llamar decepción… Es… observación de la vida, observación de los seres humanos. Los seres humanos, todos, todos, somos en realidad muy pequeños. Muy pequeños. Nos damos mucho pisto creyéndonos mayores y mejores, pero no es verdad. Nuestra condición es pequeña, pequeña…
Honradamente, creo, y eso es lo más importante, que los trece años de Gobierno socialista permitieron que este país cambiara, en una década, como no había cambiado nunca. Jamás. No hay, en la Historia de España, una década con un cambio tan potente y tan positivo como el que se da entre los años 1982 y 1993. Sobre todo, en esos años. Es una década dorada en la Historia de España. Lo que tenemos que lamentar es que, después, eso se tiró por la borda, no se sabe bien por qué… Se tiró por la borda en los últimos años… Al final… Se perdieron las elecciones de mala manera.