Doblar el acero
Se hacen lenguas, todavía, de aquella virtud singular de Narcís Serra que maravillaba a todos y de la habilidad con la que manejaba los asuntos más difíciles. Pero no podía suponer que fuera tan cierto el dicho popular según el cual «quien tuvo, retuvo». Porque Narcís Serra sigue siendo habilidoso, listo y escurridizo hasta la desesperación. (En este caso, mi desesperación).
Parapetado tras su ordenador y una montaña de libros, enorme, que crece cada día que acudo a sus citas, Narcís se toma su tiempo. Un tiempo que va y viene, desde mis preguntas hasta sus respuestas, prolongado de silencios y de dudas. Siento que voy a empezar a comerme las uñas por primera vez en mi vida.
Cuando arranca —cada vez que arranca se vuelve a tomar su tiempo y su silencio—, llego a la conclusión de que ése ha sido el secreto de su éxito: el tiempo. El mismo recurso que le permitió, contra tantos y tan oscuros pronósticos, llevar la democracia a los cuarteles, doblar el acero. Una empresa que le encomendó Felipe González, sin duda, porque debió de percatarse de la «pasta» de la que estaba hecho el personaje, capaz de acabar con las resistencias más numantinas de aquellos ejércitos de 1982 sin mover las gafas.
«Exacto, exacto; eso es, eso es…». Así empezamos nuestra larga andadura por los pasillos de los cuarteles, por los antedespachos y despachos del Ministerio de Defensa. Narcís eligió ese enorme edificio (antiguo feudo de Fraga) deliberadamente. Para que los jefes militares tuvieran la evidencia de cuán grande e irreversible era el poder civil del que iban a depender.
En los primeros minutos resulta poco menos que imposible sacarlo del rincón de los monosílabos, liberarlo de su extremada prudencia, de su tendencia, casi inconsciente, a rumiar las respuestas, después de haberse tomado su tiempo —otra vez— para reflexionar, parsimoniosamente, sobre las preguntas y las intenciones de las preguntas.
Me doy cuenta de que, efectivamente, he empezado a comerme una uña, mientras calculo que debe de haber alguna manera de que Narcís Serra se decida a contarme su experiencia como ministro de Defensa y como vicepresidente del Gobierno.
Al fin encuentro el pasadizo, el hueco para colarme en su memoria encorsetada. Es a través de sus conversaciones con Felipe González, en el verano anterior al otoño triunfal. Felipe quería hablar en voz alta de sus preocupaciones sobre la OTAN, del «jardín» en el que se había metido y de cómo salir de él rumbo al sentido común. Y encontró en Narcís un confidente discreto y seguro. Porque Narcís era —ya entonces— un «otanista» convencido. Felipe no tenía que hacer el menor esfuerzo para encontrar la necesaria comprensión.
Es ese tiempo de sigilos compartidos el que le esponja a Narcís la memoria, y le quita años, y le desata la lengua. Todo será fácil a partir de ese momento, todo su relato va a ser fluido y sereno, aunque tengamos que sortear, una y otra vez, los trabajos y los sudores que tuvo que pasar para «doblar» el acero de aquellos sables, apenas envainados un año antes de llegar al Gobierno. Hay que avanzar milímetro a milímetro, casi de forma imperceptible, con la medida de su tiempo. El tiempo de Narcís.
Cuando llega a ser vicepresidente del Gobierno y cuenta cómo fue «todo aquello», percibo que Narcís Serra camina por esos días apoyado en el poder de Felipe… ¡Tan solo! Y es entonces cuando empiezo a entender muchas cosas de las que le sucedieron, incluida su frustrada candidatura a la sucesión de Felipe, vigilado de cerca por un Partido, el de Madrid, que no acaba de verle con buenos ojos. Narcís vuelve a blindarse tras su habilidad retórica, buscando algo en el ordenador, detrás de los cristales de sus gafas… Pero sabe que no tiene otro remedio que rendirse a la evidencia, como se rindieron a él los ejércitos ante la abrumadora perfección democrática de la ley que los situó en Europa, por obra y gracia de aquel ministro de Defensa que nunca tuvo que dar una voz más alta que otra.
Así que se rinde. Y habla de Alfonso Guerra más de lo que le gustaría. Y se refugia fervorosamente en aquel homenaje que los socialistas catalanes le tributaron a su regreso a Barcelona. Ellos sí que le agradecieron, de corazón, los servicios prestados.
Lo demás, largo y doloroso, es el relato de la hecatombe final, de todas las dimisiones en cadena, hasta llegar a la suya propia. Merece la pena asomarse a aquel abismo; merece la pena. Porque entonces, sí. Entonces sí que Narcís Serra eleva la voz, habla claro y explica por qué y quiénes dieron el último empujón a aquel Gobierno convulso de Felipe González.
Yo había conocido a Felipe González cuando yo era alcalde de Barcelona, en torno al año 1979. Dada la situación de penuria de las arcas de mi Ayuntamiento —tenía un Ayuntamiento en quiebra—, traté de movilizar a los alcaldes; y por esa razón entré en contacto, con alguna frecuencia, con Felipe González. En septiembre de 1982, me propuso ser ministro de Defensa de su primer Gobierno. En mi recuerdo, creo que aquella conversación tuvo lugar en la calle Santa Engracia, la sede antigua del Partido en Madrid. Pero llegamos a un acuerdo: buscaría a otra persona. Yo le argumenté que estaba muy empeñado en sacar adelante la obra del Ayuntamiento de Barcelona, que tenía claro el proyecto de ciudad que queríamos, que tenía la candidatura de los Juegos Olímpicos, y que creía que abandonar aquel proyecto, aparte de mis razones personales, era una mala decisión política. Le dije que otros podían asumir la responsabilidad del Ministerio de Defensa mucho mejor que yo. Y lo creía firmemente. Y creo, sinceramente, que Felipe aceptó mis razones.
Pero hubo después un hecho que rompió ese acuerdo. Alrededor de la festividad del Pilar, el Cesid descubrió un nuevo intento de golpe de Estado. Y Felipe González volvió a llamarme: «Tienes que aceptar. No podemos estar así. Tienes que hacerte cargo de esto».
Su argumento era que quería como ministro de Defensa a una persona que tuviera un poco de gimnasia previa en gestión pública y experiencia en responsabilidades de Gobierno. Y que, de entre la gente con la que podía contar, sólo reunían esas cualidades los alcaldes, y que, entre los alcaldes, el que le parecía mejor era yo. Yo acepté a mediados de octubre y me convertí en ministro de Defensa in pectore. Felipe González me preparó una entrevista con Alberto Oliart[129], y empecé a celebrar sesiones de trabajo. La primera, antes de las elecciones; las siguientes, entre las elecciones y la toma de posesión, que tuvo lugar el 3 de diciembre.
«DEJEMOS TODO COMO ESTÁ»
Mi nombramiento como ministro de Defensa se hizo sobre la idea clara de la continuidad de España en la Alianza Atlántica. Yo era uno de los pocos dirigentes del Partido que, ya entonces, me manifestaba a favor de la permanencia en la OTAN. De hecho, desde el primer momento, Felipe González me encargó que pensase en cómo ir resolviendo aquel asunto. Lo del referéndum no fue una idea mía; fue una necesidad, dada la posición electoral del Partido. Pero, en cambio, sí influí en la decisión que hubo que tomar en el primer Consejo de Ministros sobre si el ministro de Asuntos Exteriores acudía o no a la cumbre del Consejo Atlántico. La reunión se celebraba pocos días después y no estábamos preparados para tomar este tipo de decisiones. Pero el primer Consejo de Ministros aprobó las medidas económicas propuestas por Miguel Boyer, y aprobó la participación del ministro de Asuntos Exteriores en el plenario del Consejo Atlántico. La fórmula que encontramos para no amputar posibilidades de futuro, para mantener abierta la solución de este tema, fue la utilización del concepto «congelación», que no es mío… No recuerdo bien cómo salió a relucir aquella palabra. Yo definiría la situación en la que estábamos como un «dejemos todo como está». Pero esa frase era muy larga. Además, la palabra «congelación» era más dura; suponía lo mismo, pero era más dura.
La «congelación» de la posición española en la Alianza Atlántica fue la fórmula que permitiría, después, desarrollar la estrategia que nos llevó al referéndum y a la confirmación de la presencia española en la OTAN. Si no hubiéramos tenido la agilidad de improvisar esa fórmula y esa palabra en el primer Consejo de Ministros, luego las cosas podrían haber sido mucho más difíciles. Fueron difíciles, pero podrían haberlo sido mucho más.
El equilibrio se logró con esa solución: «Congelamos la presencia; no nos retiramos de ningún organismo en el que estemos, pero no seguimos el proceso abierto por el Gobierno anterior de irnos integrando paulatinamente». Ésta fue la solución. A eso, que hubiéramos podido llamar «nos quedamos como estamos», que habría sido una afirmación floja y hasta ridícula, se le buscó una expresión, «congelación», que ligaba más con la posición electoral.
Era evidente que Felipe González siempre supo que no habría plena integración en Europa sin estar integrados en la Alianza Atlántica; ése era un requisito, una condición para la entrada plena de España en la Unión Europea. Yo creo que esta primera decisión del Gobierno —lo digo con modestia— fue hábil, porque nos permitió mantener esa difícil «patata caliente» durante toda la primera legislatura, nos permitió aplazar este tema… Teníamos otras prioridades, incluso en el tema militar. Así, ganamos tiempo hasta noviembre de 1984, cuando el presidente del Gobierno formula, por primera vez en la democracia española, los puntos de una política exterior y de seguridad nacional, el famoso «Decálogo». Cuando el presidente hace públicos estos puntos, ya está decidido qué había que hacer.
Felipe sabía perfectamente que en el tema de Europa no había compartimentos estancos: en Europa, se está o no se está. Y en un mundo bipolar, como era el de 1982, estar en Europa quería decir estar en las instituciones europeas propias y en las instituciones transatlánticas. Felipe y yo compartíamos plenamente esta certeza… pero yo creo que hubiera sido un error que él hiciera pública, en ese momento, su reflexión respecto al tema de la OTAN. Un líder político responsable tiene que ir valorando los tiempos en los que puede ir impulsando transformaciones de opinión, primero, en su propio Partido, después, en su base electoral, y finalmente, en la opinión pública.
Felipe González supo, a veces, anteponer la evolución de la opinión pública respecto a la base electoral, para impulsar después el cambio en el propio Partido. Éste me parece un buen ejercicio político. Yo creo que los partidos son imprescindibles, pero quien tiene la responsabilidad de gobernar, a través de mecanismos democráticos, debe tener la capacidad de dialogar con la opinión pública del país, y tiene que dirigirse a todo el país y a sus electores, y también a su Partido. Y es legítima la necesidad de mostrar cambios de opinión, y hacerlo donde se cree que estos cambios pueden asimilarse, no donde sea más difícil… Entonces, no podíamos presumir de una democracia consolidada, y eso también hay que tenerlo en cuenta.
El presidente y yo no tuvimos que convencernos el uno al otro de la necesidad de la permanencia en la OTAN. Los dos teníamos parte del convencimiento, casi diría, no explícito… Al principio, no éramos muchos en el Gobierno los que compartíamos esa posición; no creo que muchos ministros intuyeran nuestro criterio en aquellos primeros años.
Tengo que decir que el ministro de Exteriores trabajó en la dirección acordada con absoluta lealtad, a pesar de que su posición personal era contraria a la permanencia en la OTAN. Fernando Morán tuvo que desplegar un trabajo arduo entre diplomáticos y miembros de la Defensa europea para ir dibujando con precisión qué quería decir eso de «quedarnos donde estamos», que no era obvio en muchos casos.
Es posible que esa identificación entre el presidente y yo en un tema tan delicado como el de la OTAN, ese poso de confianza profunda que se estableció entre nosotros, y mi labor como ministro de Defensa, hicieran que, pasado el tiempo, él me volviera a llamar, en un momento muy delicado, para ocupar la Vicepresidencia del Gobierno. Yo creo, además, que otra razón habría que buscarla en esa inclinación que tiene Felipe González a buscar gente tranquila, gente que no reaccione de forma nerviosa o precipitada, a ese intento de mantener la serenidad, aunque los momentos sean muy difíciles… La Presidencia del Gobierno era en aquel momento una responsabilidad enormemente angustiosa, y es razonable que en esa situación, el titular de esa responsabilidad busque apoyaturas de serenidad y de enfriamiento de los problemas, no de acaloramiento.
«EL VICEPRESIDENTE ÚTIL»
Felipe González tomó, desde el primer momento, la decisión de nombrar vicepresidente a Alfonso Guerra, con la absoluta convicción de que nombraba a quien convenía nombrar. Y Alfonso Guerra ejerció su cargo, durante las primeras etapas, con verdadero interés. Con el tiempo, el trabajo entre el vicepresidente y el presidente se fue haciendo más difícil, empezaron a aflorar diferencias de posición… Por otro lado, estas diferencias habían existido siempre.
En la estructura de Gobierno en España, y con independencia del Partido que esté en el poder, el vicepresidente «útil» es una persona que debe tener mucha capacidad de gestión, de estudio de papeles… Debe dedicarle muchas horas a los secretarios de Estado y a los subsecretarios, y, por lo tanto, poco tiempo a aparecer en público o a tener una política de presencia exterior y de imagen. Un «vicepresidente útil» es el gestor de temas diarios y el mantenedor de la velocidad media de todo el aparato del Gobierno. Siempre he dicho que el vicepresidente está en la «sala de máquinas»; si el presidente ve un error, está en el puente… Ese trabajo de gestión de la Vicepresidencia, de temas diarios, a veces incómodos, muy distintos, que incluye desde un reglamento de un impuesto a unas contrataciones de obras públicas, ese trabajo, a Alfonso le aburría. Ahora bien, yo creo que esa frase suya según la cual él estaba «de oyente» en el Gobierno era… eso, una frase, más que una realidad.
Durante toda la primera legislatura, la labor de Alfonso como apoyatura política era sin duda más interesante que ese perfil de «vicepresidente útil», perfil que se utilizaría en circunstancias normales. En circunstancias no tan anómalas como la derivada de la primera elección de un Gobierno de izquierdas que se producía en la España democrática. No diré que mi etapa como vicepresidente del Gobierno fuera fácil… pero algunas cosas ya las habíamos consolidado. En mi etapa, sufríamos el acoso al Partido y al Gobierno, pero, desde el punto de vista democrático, todo era mucho más normal… El proceso autonómico estaba funcionando de forma normal, y había sido aceptado por los ciudadanos desde hacía años, el Estado de bienestar estaba apuntalado, España ya estaba en Europa… Los temas políticos de la primera legislatura estaban resueltos.
Yo pienso que la máxima preocupación de Felipe respecto al tema de las Fuerzas Armadas era la misma preocupación que compartíamos todos: «No más golpes de Estado». Y poca cosa más.
El PSOE no tenía elaborada una política militar. Había varias personas, entre ellas Luis Solana, Jorge Semprún, Enrique Múgica, que tenían ideas sobre lo que había que hacer; pero el Partido no tenía un acervo, no tenía una política discutida y asimilada. En cualquier caso, la prioridad en aquel momento era ésa: que no hubiera más golpes de Estado. Además, tampoco teníamos un conocimiento riguroso de lo que había supuesto aquel intento de golpe de Estado que, previsiblemente, tendría lugar el 27 de octubre de 1982, y que me había obligado a aceptar el cargo de ministro de Defensa.
En cualquier caso, era un segundo intento. Por lo que llegamos a conocer más tarde, éste era un golpe más estudiado que el del 23-F, más planeado, con ocupación de emisoras de radio y de televisión, de aeropuertos, estaciones de ferrocarril… Lo que nunca he tenido claro es si detrás de esta planificación, había de verdad conexión con Fuerzas Armadas que pudieran llevar a cabo ese plan. No parecía que se hubiese asegurado el apoyo militar suficiente para ejecutarlo.
LOS MILITARES, ESTÍMULO Y VIGILANCIA
No creo que Felipe llegara a sondear la receptividad de mi nombramiento en el seno de las Fuerzas Armadas. Felipe González era muy consciente de su responsabilidad y el primer equipo de Gobierno lo formó con ideas muy claras de lo que quería, y a quién quería, en cada Departamento. Luego, la realidad modifica las prioridades y genera nuevos problemas, pero Felipe González llegó al Gobierno con una idea precisa de lo que tenía que hacer ese Gobierno socialista.
En el Ministerio, yo empecé a trabajar con un colaborador que traje de Barcelona, José Luis Reverter, que tenía, aproximadamente, los mismos conocimientos que yo de todo el tema militar, y con Lluis Ballvé, que era mi secretario personal.
Por lo demás, obtuve información valiosa de las muy útiles charlas, también sesiones de trabajo, con el exministro Alberto Oliart respecto a Emilio Alonso Manglano, que fue para mí un elemento básico de confianza, en las conversaciones y en la consulta. Y, al cabo de poco tiempo, y por consejo de los militares que conocía —Sáinz de Santamaría y el general Arozamena, que entonces ya era capitán general de Madrid; los conocía porque habían sido capitanes generales de Cataluña, no tenía otra fuente—, nombré director de mi Gabinete a un coronel que acababa de ser ascendido a general de brigada. Era el general Veguillas, al que asesinó ETA en 1994, estando yo en Pekín, como vicepresidente de Gobierno. El general Veguillas fue para mí un elemento muy, muy útil. Aportaba toda la información necesaria en cada momento, me ayudó a crear un Gabinete joven y entusiasta —de tenientes coroneles, de capitanes de fragata— que pensó leyes, elaboró documentos… Fue una enorme suerte contar con ese equipo; también fue una buena decisión que el equipo de Oliart siguiera en sus puestos; y una suerte, porque fueron muy leales. Contar con ese tipo de apoyos personales fue de una gran ayuda.
Alberto Oliart fue ministro de Defensa con UCD durante un breve período de tiempo. Había asumido el cargo después del golpe de Estado del 23-F, en 1981, y acabó su tarea con el cambio de Gobierno surgido de las elecciones de 1982. Sólo estuvo un año y medio, pero durante un período extraordinariamente duro. Oliart tuvo que gestionar el juicio del 23-F, seguir, por la mañana, el día a día del juicio y, por la tarde, plantear si había que tomar alguna decisión para el día siguiente. Es muy difícil pensar que tuviera tiempo para otras cosas. Ahora que yo ya puedo decir que conozco la realidad y los problemas de relación entre las Fuerzas Armadas y sus Gobiernos en muchos países, he aprendido que el factor más importante para poner orden democrático, por decirlo de alguna forma, en esas relaciones es que el Gobierno tenga mucho respaldo popular. Con Gobiernos débiles es muy difícil resolver el problema del control militar. Yo creo que Oliart tenía una idea muy lúcida de la situación, y él proponía una serie de medidas que fueran un estímulo profesional para los militares, pero ejerciendo, al mismo tiempo, una vigilancia intensa respecto de lo que estaba sucediendo en el seno de los tres ejércitos. La actuación de Alberto Oliart fue sumamente inteligente.
EL MINISTRO «INTERINO» QUE DURÓ NUEVE AÑOS
Donde encontramos mayor resistencia al cambio democrático —en las Fuerzas Armadas— fue en su mentalidad. Ahí tropezamos con las mayores desconfianzas: desconfiaban de la gestión del nuevo Gobierno socialista. La adecuación de los ejércitos a una situación democrática en España tiene, al menos, tres ejes. Uno, muy estudiado también en otros países, pasa por restablecer lo que se corresponde con una situación democrática normal: pérdida de privilegios, desaparición de cargos y delimitación del concepto de Justicia Militar. Los ejércitos, normalmente, se resisten a perder esas posiciones de privilegio. Otro eje de actuación es el de la modernización del ejército, ligado a las posiciones socioeconómicas de cada país; en el caso español, este eje estuvo «encarrilado» por el hecho de estar en la OTAN. Y hay un tercer eje, una tercera línea de actuación para adecuar los ejércitos a la situación democrática que incide sobre la mentalidad, sobre el cambio de valores, para acercarlos a los del resto de la sociedad. Éste fue el más difícil, el que necesitó más paciencia. Sólo el paso del tiempo, la incorporación de una nueva generación y la modificación paulatina de la formación en las academias lograron culminar ese proceso. Era difícil que los militares que tenían cierta edad pudieran cambiar mucho… Era difícil que el cambio fuera total. En el cambio de mentalidad teníamos las mayores dificultades porque el Ejército español llevaba muchos años imbuido de una formación de adoctrinamiento ideológico en la que el comunismo era el gran enemigo, y la República y la democracia, contrarias a los valores cristianos. El honor, el valor y el «Todo por la Patria» eran elementos definitorios de la profesión. Pasar de esa situación a la introducción de criterios profesionales —la introducción de conocimientos como algo definitorio de la profesión—, pasar del honor a la lealtad, sustituir el valor por la capacidad profesional y la capacidad de decisión, todo ello supuso para el Ejército, para las Fuerzas Armadas, una ruptura traumática con el pasado, con su papel durante la dictadura.
Para algunos sectores del Ejército, la nueva situación política la estaban gestionando unos «rojos», los socialistas. En aquella época, el ministro era «sobrevenido». Había habido ministros de Defensa —militares, por descontado—, y dos ministros civiles de poca duración, por motivos diversos: uno, Agustín Rodríguez Sahagún, el otro, Oliart. El ministro se consideraba, probablemente… Un ministro amonestó a un bedel en un ascensor, porque fumaba, o porque no estaba en una actitud idónea o adecuada. El bedel se dejó reñir, pero cuando el ministro se dirigía a su despacho, en voz baja y para sí mismo, despectivamente, dijo: «Interino…». Eso mismo creo yo que pensaban de mí algunos militares. Probablemente, algunos lo pensaban de buena fe; otros, de no tan buena fe. Pero todos pensaban que mi responsabilidad en el Ministerio no iba a ser una experiencia muy larga… Por lo tanto, como estaban absolutamente en contra de un ministro socialista, y además catalán, se prepararon para una travesía del desierto que no sería larga. Pero, la vida es dura… y les tocó un ministro que duró casi nueve años. Probablemente sea el período más largo de un ministro de Defensa europeo… de gobierno democrático, se entiende. Este factor, junto con el de la fortaleza del Gobierno socialista, fue importante.
Pero las dificultades nos llegaban desde diversos frentes. Ya se había visto, en el período de Gutiérrez Mellado, que los miembros de la oficialidad más conservadores querían ejercer una especie de presión psicológica sobre los demás compañeros. Y era demasiado fácil acusar a un militar con responsabilidad de «vendido al Gobierno», en vez de considerar que era disciplinadamente obediente al Gobierno. Todo esto se fue resolviendo, más que con acciones, con el paso del tiempo. Para diluir la imagen de mi supuesta interinidad, otorgué mucha importancia —viéndolo con la perspectiva actual— al hecho de que situaran el Ministerio de Defensa en el edificio más grande de la Administración Pública que quedaba disponible en Madrid. Esto ya marcó un hito. Porque estas decisiones que tienen traducción externa condicionan poco a poco, y los militares se fueron percatando de la realidad de la situación.
EL PODER CIVIL POR ENCIMA DEL MILITAR
La primera circunstancia que me hizo percibir que el proceso de democratización de las Fuerzas Armadas ya tenía pilares, que ya era una realidad y que podíamos empezar a respirar tranquilos fue el momento en el que aprobamos la reforma de la Ley de Defensa Nacional, la ley 1/84, e hicimos el primer cambio en la Junta de Jefes de Estado Mayor. Cambiamos la ley, nombramos nuevos jefes de Estado Mayor, y, prácticamente, no se produjo ninguna reacción. La ley de 1984 modificaba la de 1980, que la elaboró el teniente general Gutiérrez Mellado, quien había ido tan lejos como había podido en su Ministerio. En aquella ley de 1980, la Junta de Jefes de Estado Mayor era el órgano de mando colectivo, era el órgano superior en la cadena de mando, no quedaba lugar para el poder civil, ningún papel para el Gobierno. Por el contrario, nuestra ley colocaba al presidente del Gobierno en la cima de esa cadena de mando; por delegación suya actuaba en ese puesto el ministro de Defensa. Además, el órgano de mando colectivo, con la reforma, pasa a ser órgano de asesoramiento del presidente y del ministro. Así, quedaba sentado que las decisiones eran del presidente y del ministro; los mandos militares asesoraban, pero no cerraban la cadena de mando. Esta Ley de la Defensa homologaba, igualaba la legislación española, a grandes rasgos, con la de cualquier país democrático europeo.
Yo creo que, si tenemos en cuenta que hacía menos de dos años que sectores de las Fuerzas Armadas habían planificado un fallido golpe de Estado, la aprobación de una ley que colocaba al poder militar por debajo del civil mostraba una actitud firme del Gobierno. Pero yo fui criticado en esa época porque no actuaba, decían que iba «demasiado lento». Durante el año 1983, tuve algunos problemas en relación con los medios de comunicación, e incluso en mi propio Partido los tuve, porque decían que no se estaba haciendo nada en materia de Defensa. Y es verdad que me tomé un tiempo. Aquí tengo que decir que la sintonía con Felipe González fue un elemento importante para tener tranquilidad. Yo despachaba cada semana con el presidente del Gobierno —casi ningún ministro, excepto el de Asuntos Exteriores, lo hacía— y eso me daba la tranquilidad de que lo que estábamos haciendo era conocido y aprobado por el presidente del Gobierno. Yo decidí tomarme un tiempo, aunque fuese largo, de reflexión; pero también sabíamos que no podíamos estar más de un año sin tomar alguna medida respecto al acomodo de las Fuerzas Armadas en la nueva situación democrática.
Y, desde diciembre de 1982, cuando toma posesión el primer Gobierno socialista, hasta finales de julio del año siguiente, dediqué muchas horas al tema de la reforma. Trabajé con mi Gabinete Técnico Militar y con su director, el general Veguillas. Tomé los datos, los materiales y, después, trabajé yo solo el asunto. Guardo aún las notas. Por primera vez —al menos para mí—, utilicé… Había, en aquellos años, esa especie de subrayadores, no rotuladores, iluminadores de colores… E hice el guión de la reforma con iluminadores diferentes para la primera etapa, para la segunda… Lo despaché con el presidente en la primera semana después de vacaciones, y le dije que, una vez que se conociera, la reforma no podía modificarse. Teníamos que pensarlo bien, porque no se podía ceder después. Entonces, Felipe me dijo: «Haz una tramitación urgente, que a fin de año esté la Ley. Habla con el presidente del Congreso, habla con Alfonso Guerra…».
Alfonso, en este tema, me ayudó mucho. Pedí a nuestro Grupo Parlamentario que la Ley de la Defensa tuviera una tramitación lo más rápida posible, porque tenía la prevención de que el debate político de la ley provocase reacciones en el ámbito militar. Por eso quería aprobarla lo más deprisa posible. Y así se hizo. La prueba es que, a pesar de que en el Congreso, durante el último trimestre del año, los Presupuestos son prioritarios, nosotros entregamos el proyecto a finales de septiembre, la ley se aprobó en diciembre y se publicó el 1 de enero.
En el Congreso, en la primera tramitación, Alianza Popular estuvo totalmente en contra; en el Senado, cambió su posición. Y cuando el proyecto volvió al Congreso para la adecuación definitiva, AP lo aprobó. A pesar de todo, logramos que fuera una ley de consenso, sin retocarla, sin aguarla.
Yo tenía mucho interés en que la ley estuviera publicada para la Pascua Militar. La del 6 de enero de 1984 fue la primera Pascua Militar que se celebró con el Gobierno socialista; la de 1983 se canceló porque el Rey había sufrido un accidente de esquí en Suiza.
LOS REDUCTOS MÁS RESISTENTES
El primer momento de sensación de tranquilidad, respecto al control de la situación, en cuanto a la adaptación de las Fuerzas Armadas a la realidad democrática, lo tuve cuando culminó todo este proceso legislativo e hicimos el primer cambio de jefes de Estado Mayor. Para mí, hacer ese relevo era una papeleta muy difícil. Yo entonces no tenía 40 años y, naturalmente, era muy difícil cesar a tenientes generales… Pero había que cesarlos: estaba claro que el cambio era tan profundo que el antiguo presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor no podía pasar a ser jefe de Estado Mayor de la Defensa. En cualquier caso, las cuestiones de los relevos, durante el proceso de reforma, exigían una voluntad decidida, pero no llegaron a perturbarme seriamente, no me producían especial inquietud. Lo único que me dejaba sin poder dormir, una y otra vez, eran los atentados de ETA.
Respecto a la reforma, yo tenía claro que lo que tenía que «vender» a los militares era que estábamos haciendo lo que era de uso común en Europa. En ese aspecto, me ayudó mucho un ministro francés muy controvertido, Charles Hernu, y el ministro alemán, también controvertido, Manfred Woerner, que luego llegó a ser secretario general de la OTAN. Estos dos ministros se tomaron el tema español como algo que ellos debían tutelar, y venían aquí, o me invitaban a París, para que yo viera la organización del Ministerio, para que yo pudiese preguntar sin testigos cómo se desarrollaban ciertos asuntos o cómo se operaba en el seno de la OTAN. Todo aquello me permitió proponer las reformas no como algo exigido por la democracia, aunque lo fuera, sino como algo muy sencillo: la aplicación al Ejército Español de lo que es común en Europa. Había dos opciones: presentar esa reforma legal como una reforma en nombre de la democracia y del sometimiento de los ejércitos al control civil, o presentarla, simplemente, como un acomodo a lo que son las estructuras legales en este tema en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Italia…, en los países de Europa. Decidimos que este segundo enfoque era el más adecuado.
La Ley de la Defensa de 1984 resolvió, de verdad, el problema del control civil sobre las Fuerzas Armadas españolas, pero nosotros la presentamos como una aspiración de la homologación con Europa. Y yo creo que acertamos, porque los militares se rendían frente al argumento de Europa. Por ejemplo, la Armada Española, que en muchas cuestiones mantiene tradiciones más conservadoras que el resto de los ejércitos, es, sin embargo, absolutamente partidaria, y ya lo era entonces, no sólo de la Alianza Atlántica y de Europa, sino de usar las normas europeas y las modalidades de funcionamiento europeas. El Ejército del Aire era absolutamente partidario de estar en la OTAN. En el Ejército de Tierra fue donde encontré reductos resistentes, pero sólo reductos, que no consideraban positiva la integración en Europa. Muchos alumnos de la academia de Zaragoza habían oído cada día aquello de «África empieza en los Pirineos», y acabaron creyéndoselo.
La nueva cúpula militar fue elegida como resultado de los contactos que yo había ido estableciendo, del conocimiento de los militares con los que había contactado y que me parecían más preparados para la nueva situación. El jefe de Estado Mayor de la Defensa, el primer jefe, porque era un cargo de nueva creación, fue el almirante Ángel Liberal Lucini —que ya había sido subsecretario con el ministro Oliart—; el jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra fue Sáenz de Tejada; en el Aire, Santos Peralba, y en la Marina, el almirante Salas.
Creo, modestamente, que cualquier ministro decidido a impulsar las reformas en la dirección que nosotros lo estábamos haciendo habría nombrado, en el año 1984, a unos jefes de Estado Mayor muy parecidos a los que yo nombré. En esto, no pretendo ser nada original ni imaginativo. Yo había tenido, o me había buscado, la oportunidad de conocer a los jefes militares. Desde que fui nombrado ministro, asistía a los Consejos Superiores, a las reuniones de todos los tenientes generales de Tierra, de Mar o de Aire. También me dediqué a visitar instalaciones, y programaba las visitas de forma que me permitieran ir conociendo a generales, o almirantes… A aquellos que me parecía necesario e interesante ir conociendo. Así, pude decidir quiénes debían estar en la cúpula creada con la Ley de Reforma de la Defensa de 1984.
Al general Sáenz de Tejada lo conocí en algunas de aquellas reuniones. Creo recordar, en este caso concreto, que su antecesor en el puesto, el general Escaño, estuvo de acuerdo con nuestra decisión de nombrarle jefe de Estado Mayor de Tierra. El nombramiento del almirante Salas también era una decisión bastante obvia en aquel momento, y fue una decisión aceptada con serenidad en el Consejo Superior de la Armada. Por lo que respecta al general Santos Peralba, había estado en la OTAN, incluso había sido subsecretario dentro de mi Ministerio, y me parecía una persona de mentalidad abierta y preparada para ser, en aquella situación, el jefe de Estado Mayor del Aire. La labor de estos militares, incluso la de los pertenecientes a la cúpula que heredamos al llegar al Gobierno, fue decisiva. La conciencia de que España tenía que consolidar la democracia y que, por lo tanto, los ejércitos tenían que acomodarse a esa situación, era firme en todos los jefes de Estado Mayor que nombramos durante nuestros Gobiernos. Como yo estuve tantos años en Defensa, pude nombrar o proponer, además de la cúpula de 1984, la de 1986 y la de 1989. Renovamos tres veces el mando del Ejército, y el ministro seguía siendo el mismo. Eso produjo una evidencia de estabilidad que fue muy útil.
UN EJÉRCITO QUE QUERÍA LUCHAR CONTRA ETA
El cambio radical en las Fuerzas Armadas lo acometíamos en paralelo a una embestida brutal del terrorismo de ETA, que mataba militares y provocaba una tensa situación. El general Lagos, que era el comandante de la División Acorazada Brunete, fue asesinado en los días comprendidos entre las elecciones y la toma de posesión del primer Gobierno socialista. Y una de las primeras decisiones que tomamos fue la de ir, el 8 de diciembre, a la División Acorazada. Era un gesto de reconocimiento, en esa unidad de Brunete, al sacrificio de los militares españoles que caían asesinados por ETA.
También quisimos dejar patente que los socialistas íbamos a enfrentarnos a los problemas, que queríamos tratar la cuestión militar en serio. Estando ya en el Gobierno, el primer atentado que sufrimos —y el que a mí me produjo un enorme impacto personal— fue el del capitán Martín Barrios, un atentado en unas circunstancias… Porque la víctima fue secuestrada y luego fue fríamente asesinada. A consecuencia de este asesinato, se produjo una preocupante reacción por parte de sectores del Ejército que reivindicaban su participación en la lucha contra ETA. Pero eso sí que lo teníamos muy claro el presidente, yo y todo el Gobierno: la implicación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra ETA hubiera sido un inmenso error, un error que habría dado argumentos a los etarras, los cuales, precisamente, decían estar en lucha contra el Estado español. Felipe y yo aguantábamos esta situación tan dura —por un lado la reforma, por otro el asesinato de jefes militares— con firmeza y diálogo, con persuasión y paciencia.
En cuanto a nuestra resistencia personal, intentábamos trabajar en otros asuntos. Felipe y yo queríamos evitar que éste fuera el único tema que nos absorbiese.
«POR QUÉ NOS HABÉIS METIDO EN ESTE LÍO»
La actitud que mejor describe la posición de los militares, en relación con el referéndum de la OTAN convocado por el Gobierno socialista, puede resumirse con la siguiente pregunta: «¿Por qué nos habéis metido en este lío?». Ésa era la pregunta. Sectores amplios del Ejército vivieron con gran preocupación los días de campaña del referéndum, y estuvieron muy pendientes del resultado. Se produjo, además, un hecho paradójico: la «fragmentación» —vamos a llamarlo así— de la confianza entre el Ejército y la derecha, en aquel momento representada por Alianza Popular. Los militares no aceptaban que Alianza Popular, que tenía que estar absolutamente a favor de la permanencia de España en la Alianza Atlántica, propusiera el «no» en el referéndum. Y aceptaban de peor grado que su propuesta respondiera al puro partidismo, para ver si así conseguían que cambiara el Gobierno. Ese posicionamiento provocó, a mi modo de ver, una quiebra entre los militares y la formación política más afín a su pensamiento. Esta actitud de la derecha reforzó la autoridad de Felipe González y la mía, porque los militares con responsabilidad sabían que nosotros estábamos por el «sí», por la opción del ingreso en la OTAN.
De cara a ese referéndum, habíamos planteado que España no se integraría en la estructura militar. Era un argumento que parecía imprescindible, pero también es verdad que tenía cierto grado de incongruencia. Era el precio que había que pagar con independencia de su sentido operativo. Daba respuesta a una actitud psicológica que yo creo muy extendida entre la sociedad española del momento: a los españoles no les gustaba que las tropas españolas no pudieran estar al mando de sus destinos. Ese sentimiento era fuerte en España, y sigue estando presente, de otra manera, pero sigue estándolo. Creo que si, en aquellos momentos, nos hubiéramos propuesto la integración militar total en la Alianza, nos habría costado mucho… Imaginemos que el referéndum se gana sin la condición de no pertenecer a la Estructura Militar Integrada, y por lo tanto, hubiera que introducir a España en la Estructura Militar. Habría sido casi imposible conseguirlo, y no sólo por el tema de Gibraltar. Incorporarse a la Estructura Militar Integrada suponía conceder algunos mandos a España, y eso, en aquel momento, era imposible. Había que entrar por la puerta de atrás. Las mayores dificultades para alcanzar el acuerdo de la presencia española en la OTAN provinieron de Portugal, del Reino Unido —por el tema de Gibraltar— y de Francia.
Paradójicamente, esa etapa, de aproximadamente diez años, de integración de España en la OTAN, pero sin pertenecer a la Estructura Militar Integrada, nos permitió ir accediendo a la institución poco a poco. A fin de cuentas, creo que nos ha resultado beneficiosa. Luego, con la transformación de la Unión Soviética y con las transformaciones de la Comunidad Europea era inadecuado, evidentemente, no estar en la Estructura Militar Integrada. Además, en ese momento, ya no había lugar para el debate, ya no era dramático el cambio. Una cosa es entrar en la Estructura Militar Integrada de una Alianza Atlántica pensada para frenar a las tropas soviéticas en el frente de Alemania, y otra cosa es incorporarse a esa estructura en una Alianza Atlántica que proclama que no tiene enemigos en el Este y que, en la reunión de Washington, redefine sus misiones e introduce, por ejemplo, como amenazas el terrorismo o las agresiones al medio ambiente.
En 1988 se resolvió a la vez la forma de estar en la OTAN, el acuerdo con Estados Unidos sobre la reducción de las bases norteamericanas en nuestro país y la entrada en la Comunidad Económica Europea. Los tres temas se resuelven en paralelo. Era obvio que se tenía que conseguir todo a la vez. Porque, no sólo por parte española, sino por parte europea, no se aceptaba la solución si no había garantías.
«ME ESCANDALIZÓ LA DESPROTECCIÓN DEL EJÉRCITO»
Cuando llegué al Ministerio de Defensa me encontré con una Ley de Dotaciones, aprobada en la etapa de Oliart —y votada por los socialistas—, que fue muy criticada. Algunos la consideraban una compensación a las Fuerzas Armadas por el proceso del 23-F, por todas las tensiones creadas por aquel golpe de Estado. Puede ser así, en parte.
Pero la Ley de Dotaciones —creo recordar que fue aprobada en junio de 1982— ha ejercido una influencia muy importante en la modernización de las Fuerzas Armadas. La Ley de Dotaciones obligó a planificar y a programar a medio plazo. Había que discutir los programas… Y contribuyó a distribuir los recursos entre los tres ejércitos. Este aspecto resultó ser de una trascendencia enorme en años posteriores. Porque reforzó el papel del ministro como árbitro civil, como la persona que estudia los casos y decide cuántos recursos van a cada uno de los poderes. Cuando fui nombrado ministro, la Junta de Jefes de Estado Mayor del Ejército llevaba meses sin poder llegar a un acuerdo sobre la distribución de recursos entre los tres ejércitos, y el ministro no tenía capacidad para decidir sobre el tema.
Al comienzo de mi etapa, esa Ley de Dotaciones planifica los recursos para una serie de años. Pero es a partir de la Ley de 1984 cuando el ministro tiene potestad para decidir sobre el reparto… El Ejército del Aire se dotó de nuevos aviones, los F-18; finalmente acabamos teniendo el portaaeronaves y el grupo de combate.
Después vinieron años más difíciles, de recorte presupuestario; pero durante los años inmediatos a la Ley de Dotaciones los Ejércitos tuvieron un presupuesto que no han vuelto a tener nunca.
Una idea convencional muy arraigada establecía que la derecha era la opción política que más había beneficiado económicamente a las Fuerzas Armadas. Sin embargo, la realidad que heredamos demostraba palmariamente que esa idea era falsa. A mí me escandalizó la situación de desprotección en que nos encontramos el Ejército. Esto lo habría descubierto cualquiera que hubiera estado en mi puesto, pero cuando no vives esa realidad, no tienes presente esa situación. Y la realidad es que los militares no pueden tener sindicatos y eso obliga al ministro a tener que asumir un papel especial en relación con el colectivo militar, no sólo en relación con los mandos, para conocer más profundamente cuáles son sus problemas y poder contraer un mayor compromiso de defensa de esos problemas, o de esos intereses o de esas situaciones en relación con el Gobierno. Los demás colectivos tienen mecanismos, los maestros, los médicos, incluso en la Justicia, tienen mecanismos para expresar sus intereses corporativos; los militares, no. Además, en los primeros años de la transición, yo creo que con muy buena intuición, se hizo una ley muy dura que prohibía la participación de los militares en política, la obligación de abandonar el Ejército si se quería hacer carrera política y la imposibilidad de reincorporarse nunca. Gutiérrez Mellado fue el impulsor de que los militares no tuvieran participación en la política ni en actividades económicas de ninguna clase. Esta última y espinosa limitación encontró una solución lógica —pero que, incomprensiblemente, había sido aplazada— gracias a la Ley sobre Retribuciones que, en 1985, sacamos adelante los socialistas. Esta Ley buscaba un punto de conexión entre los salarios militares y los civiles, de manera que si los salarios civiles se incrementaban, no tuviéramos que discutir o negociar el aumento de los salarios militares; lo que se proponía era que la evolución de ambos fuera, más o menos, en paralelo. Y la fórmula que encontramos para hacer esa ligazón fue equiparar a un general de Brigada con un subdirector general; y a partir de ahí, por coeficientes, ir reduciendo los salarios de coronel, teniente coronel, comandante, etcétera.
Yo creo que el problema crónico de que los salarios civiles acabasen siempre distanciándose de los salarios militares se resolvió y se encauzó desde la aprobación de esta Ley de Retribuciones. Se hizo en paralelo a las Leyes de Plantilla, que contemplaban una gran modificación, sobre todo en el Ejército de Tierra, de la estructura de oficialidad. La «venta» de la ley en el seno del Gobierno fue precisamente ésta: «Si vamos a aprobar una Ley de Plantillas que reduce seriamente los Ejércitos, vamos a remunerar correctamente a los que se quedan».
Los militares ocuparon el 40 por ciento de las carteras en los Consejos de Ministros franquistas. Por descontado, los ejércitos estaban situados en una posición de garantía del régimen, y eso les concedía unos privilegios y unas misiones totalmente ajenas a las que deben ser propias de los ejércitos. Pero, en paralelo a esta situación, y con la excepción de algunos generales, hay que decir que Franco no trató bien —desde el punto de vista económico— a los militares. Durante la dictadura, los militares tuvieron salarios relativamente bajos, en relación con el resto de la sociedad. Y la exigencia del régimen de Franco de tener guarniciones en todas las capitales, y tenerlas, además, en cuarteles en el centro de la ciudad —por la obsesión de cubrir la posible amenaza del enemigo anterior—, hizo que se sobredimensionase, sobre todo, el Ejército de Tierra, que se creasen muchos mandos. Pero, desde el punto de vista de sus retribuciones y de sus condiciones de vida, no puede decirse que Franco tratara demasiado bien a sus militares. Aquella situación degradada generó corruptelas, como la existencia de «fondos de reptiles»… La dotación de medios era tan escasa que sólo mandando de permiso a los soldados a casa y ahorrando raciones de comida se podía llegar a fin de mes. Todo eso creó una situación que costó mucho corregir luego, porque había calado en la mentalidad de toda la estructura permanente de mando. La corruptela estaba generalizada, una corruptela que, por definición, no va automáticamente a los bolsillos. Pero se sabía que el coronel podía mantener el regimiento funcionando si concedía tantos días de permiso a todos sus soldados; de lo contrario, los dineros presupuestados serían absolutamente insuficientes. O se sabían suficientes sólo para el rancho y, en cambio, inexistentes para el mantenimiento del edificio, para el pago del combustible… Toda esta situación creó fórmulas de funcionamiento que hacían que la realidad y el presupuesto fueran dos temas muy alejados el uno del otro.
Los ejércitos españoles han tenido que superar, en un período relativamente corto, muchas transformaciones. Tampoco era fácil que asimilaran como óptimas, o simplemente como aceptables, nuestras reformas. Ese proceso de aceptación llevó mucho tiempo. Militares que yo respeto mucho, y que han sido colaboradores incondicionales míos en el proceso de democratización de las Fuerzas Armadas, han valorado que, en alguna medida, me excedí en el intento de controlarlos. Lo cual quiere decir que hay un proceso psicológico que toma su tiempo. Pero, precisamente, ésa tiene que ser la tarea del político: hacer lo posible en cada momento, pero sabiendo que la aceptación psicológica va por detrás, no por delante. ¡Si sólo hiciéramos lo que psicológicamente está aceptado, haríamos muy pocas cosas!
Y, en cuanto a nuestros errores, no supimos prever cómo sería la evolución de la sociedad en el tema del servicio militar obligatorio. Teníamos que haber percibido que la sociedad se abocaba claramente hacia un ejército profesional y a que no hubiera servicios militares. Y contamos con muchos elementos para haber hecho un análisis de la realidad… pero no lo hicimos. En nuestro descargo, podría decir que, por otra parte, también teníamos la convicción de que era muy difícil pagar a un ejército profesional. Pero todo lo que sucedía, apuntaba a lo que vendría después.
La objeción de conciencia nos estaba transmitiendo el convencimiento de que los jóvenes no querían hacer el servicio militar; además, tenían un amparo social para decir que no querían hacerlo. La evolución de las cifras de la objeción de conciencia demostraba que no estábamos ante una «objeción de conciencia», sino ante una actitud social que no aceptaba que fuera obligatorio el servicio militar. Y eso no supimos verlo. Eso, pese a que yo tengo el convencimiento de que la supresión del servicio militar obligatorio y la creación de un ejército profesional puede hacer que sólo algunas regiones concretas del país y determinadas capas sociales suministren soldados a ese ejército profesional. A mi juicio, el tema del servicio militar profesional hay que enfocarlo desde la perspectiva del deseo social, y es un sentimiento tan fuerte que es muy difícil contrarrestarlo. Pero no debe enfocarse el tema desde el punto de vista de que un ejército totalmente profesional sea más útil. Eso me parece totalmente cuestionable.
BASES NORTEAMERICANAS: «HAGAMOS UN MAQUILLAJE»
En la conciencia de la sociedad española, las bases norteamericanas instaladas en nuestro país están ligadas a la dictadura y al franquismo. Esa presencia crea también un malestar en la psicología del Partido Socialista y del Partido Comunista, porque las bases americanas son el precio que paga Franco por tener el reconocimiento norteamericano. En el «Decálogo sobre Seguridad» que formula Felipe González —en el otoño de 1984, creo recordar— queda bastante clara la posición del Gobierno socialista respecto a la presencia norteamericana en nuestro suelo. El problema era qué contenido darle a ese tema. Para nosotros, el asunto fundamental, sobre todo, era Torrejón —no queríamos una base norteamericana a las puertas de la capital del Estado—, pero, para las fuerzas norteamericanas, ése fue el punto más difícil.
Yo creo que, en este sentido, nos ayudó mucho la dimisión del secretario de Estado de Defensa, Caspar Weinberger, y su sustitución por Frank Carlucci que, como había sido embajador norteamericano en Portugal, entendía muy bien el problema psicológico derivado de la identificación bases americanas-franquismo.
Nuestro argumento reiterado era: «Estamos haciendo una democracia civil, no estamos haciendo una democracia técnicomilitar. No me venga con argumentos técnicos porque estamos cumpliendo las condiciones de un referéndum, y esas condiciones son políticas. Por lo tanto, hay que hacer concesiones políticas, no concesiones técnico-militares». A partir de la resolución del problema en Torrejón, lo demás fue más fácil. Además, como las negociaciones se alargaron, a medida que avanzaban, se fueron desarrollando en un clima muy distinto. Aunque las negociaciones se hicieron en 1988 y el Muro de Berlín cae en 1989, es un hecho cierto que, desde el curso 1985 - 1986, el clima de relaciones con la Unión Soviética era absolutamente distinto; desde Gorbachov, ya era diferente.
Por otra parte, los norteamericanos, en aquellos momentos, estaban planteando a los europeos la eterna cuestión que ellos llaman el «reparto de las cargas». Querían reducir su presencia en Europa, y querían que los europeos incrementasen sus presupuestos en Defensa para absorber esa reducción de presencia norteamericana. Así que los americanos también actuaban con una cierta contradicción: predicaban por toda Europa: «Me voy a retirar», mientras a nosotros nos decían que retirar de nuestro país sus bases les resultaba un gran sacrificio.
Pese a que coincidía en el tiempo el interés de España por el desmantelamiento de las bases y la voluntad de Estados Unidos de irse retirando de Europa, lo cierto es que la Administración Reagan acogió con una enorme sorpresa que desde España se le dijera: «Mire usted, vamos a renegociar la cuestión de las bases». Les sorprendió tanto que se produjo un hecho absolutamente inusual: el presidente de Estados Unidos me recibió… a mí, que sólo era un ministro, cuando él, habitualmente, sólo recibe a sus homólogos. Y no me recibió para decirme nada que no me estuviera diciendo Caspar Weinberger, porque repitió exactamente lo que le habían colocado en un folio: los argumentos de Weinberger. Pero aquel posicionamiento del Gobierno español sorprendió tanto que incluso yo viajé a Washington y fui recibido por el presidente. Antes, había habido llamadas de Felipe González a Jimmy Carter, a Ronald Reagan para preguntarles: «¿Ustedes están dispuestos a dar los pasos necesarios para que este referéndum sobre la OTAN se gane?». La negociación sobre las bases era, precisamente, uno de los pasos necesarios.
Paradójicamente, cuando el referéndum se gana, esa tensión crece. El problema más grave fue esa especie de pragmatismo norteamericano, aislado, a veces, de los principios. Una vez ganado el referéndum, ellos decían: «Esas condiciones son un poco… de mentirijillas. Usted ya tiene ganado el referéndum, no nos exija el cumplimiento de esas condiciones. Hagamos un maquillaje, que parezca que hemos cumplido con las condiciones del referéndum. Y no me haga entrar en temas sustantivos. Busquemos soluciones aparentes». Ésa era la propuesta norteamericana.
Para resolver la incompatibilidad entre su actitud pragmática y nuestra cuestión de fondo innegociable —aquí no tratábamos simplemente de salvar la cara—, enviaron a un embajador. Evidentemente, no pudo resolver el contencioso. Finalmente, se resolvió después de las conversaciones mantenidas por mí y por el jefe del Pentágono —Frank Carlucci— en Bruselas. Además, hubo también horas y horas de negociación por temas poco conocidos, por ejemplo, el estatuto jurídico de los militares norteamericanos que quedasen en España. Pero los temas básicos de la reducción de la presencia norteamericana en nuestro país se clarificaron entre nosotros. Costó. Costó. Pero debo decir, modestamente, que junto con el ministro de Exteriores, Fernández Ordóñez, habíamos decidido hacer un buen trato. Lo cual quiere decir que su gente y la mía lo hicieron.
LAS DIFICULTADES DEL TÁNDEM FELIPE- ALFONSO
En febrero de 1991 Alfonso Guerra deja el Gobierno, y Felipe González me llama a la Vicepresidencia. Si me preguntan…, yo creo que la versión más creíble es que, evidentemente, a Alfonso Guerra no le gustó dejar el Gobierno, pero esto no quiere decir que se negase, ni mucho menos; tampoco significa que el resultado de la conversación fuese un cese. Yo pienso que hay mucho margen, aunque no te guste una decisión, para que la adoptes de común acuerdo con la persona con la que has trabajado durante años. Por otra parte, no creo que ése fuera un proceso de tan sólo quince días. Se fue gestando progresivamente. Creo que los dos fueron asumiendo la situación. Felipe reaccionó con aquel «dos por el precio de uno» —en apoyo de Alfonso durante el pleno del Congreso sobre el «caso Juan Guerra»— frente al ataque del PP y la utilización partidista de ese tema. Pero la continuidad de Alfonso Guerra en el Gobierno la decide ante las dificultades anteriores para trabajar conjuntamente. Quiero decir que el relevo de Alfonso en el Gobierno no se debió a la actitud de Alfonso en relación con los problemas de su hermano —aunque es seguro que tuvo alguna influencia—, sino por la dificultad de Felipe y Alfonso para trabajar conjuntamente en los temas de Gobierno.
Ése fue el motivo más importante que determinó la decisión de Felipe de sustituir a Alfonso Guerra, y no tanto la intención de querer modificar la imagen del Partido, aunque, en alguna medida, ambas cuestiones fueran ligadas. Porque es indudable que Felipe quería un Partido más abierto, menos controlado por un «aparato» que ya llevaba muchos años manejándolo todo, un Partido que permitiera que se iniciasen procesos de renovación de personas e ideas —aunque la palabra se ha usado de una forma despectiva—. Felipe apostaba por un Partido más abierto, que se dirige a toda la sociedad y que intenta no renunciar al voto de la mayoría. Esto es lo que se intentó en aquellos momentos. Ésta era la idea que compartían miembros del Gobierno de ese momento, y personas que tenían una gran relación, de amistad o de trabajo, con Felipe González, como José María Maravall, como Javier Solana o como Carlos Solchaga. Aunque, cada uno, con su acento personal. Es decir, era una actitud claramente mayoritaria y muy claramente compartida en el Gobierno. No había que argumentarla demasiado. Y por eso yo creo que fue calando. No fue un tema de quince días.
Felipe podría haber querido, con mi nombramiento como vicepresidente, hacer visible el triunfo de otras ideas que no fueran las del «guerrismo» o proclamar que mi nombramiento significaba el triunfo de los «renovadores» y otra forma de concebir el Partido… Es posible que fuera así. Sin embargo, esa otra forma de concebir el Partido no estaba claramente definida, no había un diseño nítido de lo que tenía que ser este nuevo perfil. Al principio, esta «nueva forma» era un poco reactiva, se tenía más claro qué era lo que no tenía futuro —lo que no se quería—, que el dibujo de lo que debería ser el futuro del socialismo español. Ya no tenía sentido la continuidad del Partido controlado por un «aparato» nacido de situaciones inevitables y ajustado al período en que nació el propio Partido, de clases trabajadoras, de masas…
EN EL PUNTO DE MIRA DEL «GUERRISMO»
Yo creo que este proceso renovador se inicia cuando los socialistas llevábamos ya diez años en el Gobierno. Y, en aquellas circunstancias, era muy difícil hacer una renovación que volviera a proporcionar otros diez años de impulso para permanecer en el poder. En este sentido, el esfuerzo renovador pudo ser tardío. Pero —desde el primer momento— detrás de muchas de las iniciativas propuestas por el propio Felipe González, por el Gobierno y por el Partido estaba el impulso de aquellos que se consideraban «renovadores». Había muchas ideas, de unos y de otros, que han sido reformuladas por los laboristas británicos de Tony Blair, por los socialistas holandeses de la última década o, incluso, por el socialismo francés. No tuvo éxito entonces, entre otras razones, por la enorme dificultad de renovar el socialismo democrático en Europa. Era muy difícil. Nosotros, además, tuvimos la dificultad añadida de todos los escándalos de corrupción que emergieron mientras intentábamos dar un impulso fuerte al proceso renovador.
El escándalo de Filesa —el tema de la financiación irregular del Partido y la responsabilidad última sobre el mismo— se vivió, desde el nuevo Gobierno y desde el «sector renovador», como un problema que no podíamos manejar bien. Porque no habíamos estado en la Dirección del Partido y nos resultaba imposible conocer esos temas a fondo. Y porque la situación podía acarrear consecuencias tremendas para personas concretas, para compañeros del Partido. Para nosotros era un tema de casi imposible gestión, porque no teníamos acceso a los datos para poderlo gestionar. No podíamos intervenir.
Las acusaciones de corrupción fueron escandalosas y la posibilidad de enviar un mensaje sereno se hizo progresivamente más difícil, cualquiera que hubiera sido la dirección en la que pretendiéramos lanzar ese mensaje. En cualquier caso, yo creo mucho más firmemente en los cambios de ideas y en los ajustes que se producen cuando no se está en el poder que en los que se consiguen mientras se está gobernando. Los cambios de ideas y las renovaciones surgidas cuando se está alejado del poder tienen más calado.
Acepté la Vicepresidencia del Gobierno por dos razones que también van ligadas a dos errores. Primero, acepté porque creía que era mi obligación: en aquel momento, no se podía desertar, pero no lo acepté con ilusión, sino porque había que hacerlo. Y con una perspectiva condicionada por las circunstancias tan conflictivas como las que vivíamos, me puse a trabajar para el Gobierno y no para esa renovación del Partido que, paralelamente, habría sido conveniente realizar. Ése fue el primer error. Pensé que tenía que dedicarme a la gestión gubernamental. Pero cuando se está en labores de Gobierno a través de un Partido, hay que dedicarse también al Partido. Y el segundo error político fue que yo no calculé, en absoluto, una reacción tan hostil por parte de lo que se ha denominado «guerrismo». Esas dos actitudes fueron dos errores importantes por mi parte.
Era consciente de que estaba en el punto de mira del «guerrismo», pero lo viví como una dificultad más en una labor de Gobierno que —sobre todo, a partir de las elecciones de 1993— se hizo muy dura y muy difícil. Pude percibir la hostilidad del «guerrismo» hacia mí, sobre todo, por las declaraciones de compañeros del Grupo Parlamentario, mientras fue controlado por los incondicionales de Guerra. Por eso Felipe decidió hacerse con el control del Grupo Parlamentario. Y venció, pero hubo que luchar, y mucho.
La animadversión del «guerrismo» no se enfocaba exclusivamente hacia el vicepresidente, de ahí las dificultades para conseguir que Carlos Solchaga fuera portavoz del Grupo Parlamentario. ¡Con qué enfrentamientos y con qué dureza se tuvieron que realizar esas votaciones! Igual que para sacar adelante otros temas. Por descontado, todo aquello nos debilitó mucho. Pero nuestra gran debilidad ante la sociedad fueron los problemas de corrupción. Esos escándalos estaban ahí. Con una réplica más clara, o más contundente, se podían haber paliado sus efectos, pero nunca anularlos. Los escándalos los teníamos ahí, ante la sociedad. Eso no se podía ocultar.
La animadversión del «guerrismo» no me causaba gran perturbación personal. Cuando estás gobernando no tienes mucho tiempo para pararte y reflexionar, para alejarte de los problemas y para contemplarlos con perspectiva. Tengo que recordar que era el año 1991, había que abordar el 92, el año de la Expo, el de los Juegos Olímpicos… Poco después de ser nombrado vicepresidente, celebramos en Madrid la Conferencia de Paz sobre Oriente Medio, etcétera. Yo estaba preocupado por una dinámica de gestión diaria… y no por temas pequeños. Es verdad que los problemas urgentes ocultan a veces los problemas importantes. Pero hay situaciones en que los problemas urgentes también son importantísimos. Y ese conjunto de problemas, o de actividades ineludibles, anula a veces la capacidad de detenerse y reflexionar sobre lo que está ocurriendo.
CUANDO LA ECONOMÍA NO INTERESABA A NADIE
Cuando Felipe me llamó a la Vicepresidencia no recuerdo que tuviéramos —justo en esos momentos— grandes conversaciones, tampoco eran necesarias. Ya antes de marzo de 1991, era previsible que la decisión del relevo de Alfonso Guerra se produciría. Recuerdo que Felipe me dijo: «Ha pasado lo que tenía que pasar y te toca…». No recuerdo —tampoco creo que ocurriera— que me diera opción ni que me preguntase «si quería», o «si no quería». Simplemente, «me tocaba».
Habíamos tenido dentro del Partido el conflicto por el «caso Juan Guerra», pero aún no había estallado el escándalo de Roldán… Pensábamos que la gran tarea que debíamos afrontar desde el Gobierno estaba relacionada, cumplida ya una etapa, con el diseño de otra nueva que abordaríamos los mismos que habíamos sido capaces de afrontar la anterior. Ese proyecto estaba en la mente de muchos de nosotros. La idea era cómo continuar, después de haber consolidado la democracia, después de haber situado a España en Europa, después de haber empezado la construcción del Estado de bienestar…
En nuestros debates nos planteábamos aspectos de profundización de la democracia, o de mejora de la democracia, o de radicalismo democrático, o la ejecución de políticas de calidad… Ya no se trataba de generalizar la enseñanza obligatoria, sino de mejorar la enseñanza de todos los españoles; ya no se trataba de universalizar la sanidad, sino de mejorarla. Queríamos dibujar un programa que sirviera para otros diez años. Ésta era la situación en 1991.
En el horizonte, teníamos la celebración del V Centenario, la Expo y los Juegos Olímpicos de Barcelona, que eran elementos que, más bien, daban ánimo y reforzaban la idea de España como país que iba colocándose en el mundo. No eran acontecimientos para el desánimo, sino para el impulso. En el 92 comenzó una crisis económica que marcó los últimos meses de la legislatura, y en las elecciones de 1993, contra todo pronóstico, ganamos —por los pelos, pero ganamos— y empezamos a aplicar una política económica muy sensata que dio buenos resultados antes, incluso, de las siguientes elecciones.
Es verdad que nuestro discurso sobre la buena marcha de la economía no interesaba a nadie. La gente preguntaba sobre la corrupción, no calaba el discurso de un futuro económico optimista. Lo que sí detectaron los ciudadanos fue que, en el período de Pedro Solbes, hubo un cambio radical en la política económica respecto a la etapa de Solchaga. En parte, es verdad, pero a cada período corresponde su política económica posible, o coherente. Es difícil controlar el déficit presupuestario en un país que camina a marchas forzadas, que quiere superar el enorme déficit de infraestructuras, o que declara que la enseñanza es obligatoria hasta los 16 años, o que está universalizando la Sanidad… ¡Así es muy difícil controlar el déficit! Y en momentos como ésos, la política económica tenía que equilibrar esa laxitud de la política fiscal y del gasto público con unos tipos de interés muy altos, pero que lastraban la inversión privada de quien quería arriesgar su dinero y ponerlo en negocios de futuro. En esto, Solbes merece reconocimiento: lo tenía muy claro… Lo teníamos muy claro todo el Gobierno, pero él puso una especial tenacidad en invertir los términos: «Vamos a hacer una política fiscal muy rigurosa, vamos a controlar el déficit, no vamos a gastar más de lo que podemos; esto permitirá que los tipos de interés caigan y se aproximen a los de Europa». Esa política explica el éxito en el aspecto económico ya en los últimos meses de la legislatura socialista y en los años posteriores, con Aznar en el Gobierno. Una vez más, pienso que es verdad algo que me contó un alcalde alemán: «Mira, los buenos gobernantes siempre trabajan para el éxito de su sucesor, les guste o no». Y esto, en parte, es cierto en todos los niveles.
Yo creo que Solchaga y yo evitamos la confrontación cuidadosamente. Él, desde su posición de ministro de Hacienda, y yo, como vicepresidente muy interesado —por formación, por vocación y por obligación— en los temas económicos. Por descontado, mientras Solchaga fue ministro, yo no presidí la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, porque me daba cuenta de que era muy importante que este tema lo llevásemos bien. Era posible que él estuviera acostumbrado a ser un poder fáctico dentro del Gobierno y que no me recibiera muy bien… Bueno, quizás porque, de alguna forma, la diferencia entre la labor de Alfonso Guerra y la mía fue la cantidad de horas que yo invertía en temas de gestión de Gobierno. Yo dedicaba muchas horas a conocer, controlar o impulsar los temas de los distintos ministerios. Sin embargo, Alfonso, que decía que él estaba de «oyente» —por descontado, no era cierto—, intervenía sólo en los temas en los que él intuía que había que ayudar a tomar una decisión equilibrada, en los temas que estuvieran conectados con problemas de Estado. Por ejemplo, en todo lo relacionado con la reforma de la Ley de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, en el tema sobre el carácter militar de la Guardia Civil, el papel del Ministerio de Defensa… O sea, Alfonso sólo en determinados casos trabajaba y arbitraba. Yo intenté hacerlo en la mayoría de los casos, no sólo en determinados casos. Éste era el papel que le correspondía al vicepresidente, tal y como lo concebía Felipe González.
ROLDÁN LO CONTAMINÓ TODO
De todos los escándalos que nos salpicaron, quizás el más grave, por desconcertante e inesperado, también por razón del cargo que ocupaba, fue el de Luis Roldán. Es evidente que yo tenía que haberlo intuido, pero también es evidente que no lo intuí. Él era director de la Guardia Civil y, por supuesto, había despachado conmigo —aunque no muchos temas— cuando yo era ministro de Defensa. Como ministro de Defensa, y en relación con la Guardia Civil, yo tenía algunas facultades disciplinarias, tenía que poner firma a los castigos más elevados, participaba en la decisión sobre promoción de coroneles a generales… Pero el día a día de la Guardia Civil lo llevaba el Ministerio del Interior. También diré que, normalmente, donde más coincidía con Roldán —en circunstancias dramáticas— era en situaciones provocadas por los atentados… Y veía a un Roldán entero, dedicado a las familias de las víctimas, con una gran capacidad humana. El día más impactante fue el del atentado contra la Guardia Civil en Zaragoza. Pasó toda la noche consolando a las familias, esperando a que llegasen otras… Recuerdo un caso en que el único familiar que quedó vivo era un abuelo de Extremadura, que hubo que traerlo desde allí… Roldán estaba pendiente de todo eso… No me quiero excusar, porque sí que debí intuir más claramente qué estaba ocurriendo. Pero ver cómo aquel hombre dirigía una institución castigada frecuentemente por ETA creó en mí la imagen de un Roldán sensible, que sabía lo que tenía entre manos. Mi primera reacción al conocer la noticia del gran escándalo de Roldán fue de incredulidad: aquello no podía ser verdad. La evolución de las evidencias me hizo cambiar, y tuve que asimilarlo. Pero, al principio, no me lo podía creer, simplemente, porque tenía otra imagen, clara, de Luis Roldán. No por otra cosa. Fue un golpe muy duro para mí, para todos, pero, sin duda, para mí, lo fue. Yo había conocido a Roldán durante mi etapa municipal. Luego le perdí la pista, pero le había conocido en la etapa que él era teniente de alcalde, o concejal, del Ayuntamiento de Zaragoza.
Cuando se fueron conociendo las cantidades, la trama… La única explicación que le encontrábamos —no sé si ajustada a la realidad— era que Roldán cambió radicalmente de vida cuando se le murió su hijo en un accidente de moto. Se separó de su esposa y empezó una vida distinta que lo condujo a hacer lo que hizo. Ésa era la única explicación que nos servía, un poco, para entender… Y aunque cometimos muchos errores respecto a la corrupción, tuvimos, desde el primer momento, tanto en el caso de Roldán, como en el del gobernador del Banco de España, la certeza de la importancia que tenían estos escándalos para minar al Gobierno socialista.
Yo no conocí nunca a Galindo. No llegué a conocerlo. Son esos temas en los que te preguntas, no tan sólo sobre el funcionamiento de la Justicia como mecanismo, sino de la Justicia como relación de la sociedad con determinadas personas. Estoy seguro de que si no se hubiera hecho ese paquete inmenso, y sobre todo, si no hubiera existido Roldán, todo esto habría tenido un tratamiento mucho más sosegado. Yo creo que el tema de Roldán contaminó todo y fue lo que permitió activar todo un proceso —que combina jueces, periódicos, etcétera— y que alimentó los demás escándalos. Algunos escándalos podían tener bases reales, pero ese proceso combinado de acoso al Gobierno los amplificaba con unos mecanismos mucho más potentes.
Yo estuve en Guadalajara con José Barrionuevo y con Rafael Vera el día que entraron en prisión. También fue Felipe. Estuve por un sentimiento de solidaridad personal y no por otra cosa. Porque soy muy respetuoso, pero eso no quiere decir que coincida con todo lo que se hizo en aquella época.
Luego, Roldán se escapa, se extiende la maledicencia del Partido Popular, incluso de algunos compañeros nuestros, sobre nuestro supuesto interés, y el mío en particular, en que el exdirector de la Guardia Civil no apareciera. Hoy está clarísimo cómo se ocultó. Pero tuve que soportar esa campaña, exactamente igual que cuando difundieron y me acusaron de que yo había pagado el «Informe Crillón», un espionaje a Mario Conde. Más adelante, el Tribunal Supremo dictó que, aunque yo hubiera encargado el informe, estaba dentro de las labores del Gobierno querer conocer las actuaciones de ciudadanos que podían representar un peligro. Pero no era así; la prueba está en cómo se desarrolló todo posteriormente.
Yo era la «mano negra» que impedía que Roldán apareciera —porque, según esa teoría, al parecer yo tenía algo que ocultar—. Era una acusación que no me causó ninguna incomodidad. La incomodidad en política surge más del conocimiento de los propios fallos. Estaba tranquilo, aunque me irritaba mucho, eso sí. En aquel momento, ya se había trazado un plan de desgaste del Gobierno. La estrategia de este plan creo que empezaba por el acoso a Solchaga, y yo tenía que ser una pieza previa al presidente del Gobierno. Eso lo sabíamos. Llegó un momento en que el Partido Popular consiguió que dos o tres diputados —uno de ellos era Ramallo, otro Bahón— me hicieran, en la misma sesión del Congreso, algo así como nueve preguntas sobre el tema de la fuga de Roldán. Como era obvio, salí airoso de esas preguntas. Entonces, mi grupo cambió. Pero es verdad que, antes, creían que alguna connivencia tendría que haber. Pero, sinceramente, no fue un tema que me agobiara demasiado.
FELIPE PENSÓ EN MÍ
En 1990, Felipe me comentó, expresamente, que pensaba en mí como sucesor al frente de la Presidencia del Gobierno. Por eso no me extrañó nada cuando, un año después, me encargó la Vicepresidencia; lo consideró adecuado para mí. Pero cuando me comentó, por primera vez, el tema de su sucesión, Alfonso Guerra era todavía vicepresidente. Y el primero que conoció esa reflexión fue Alfonso. Antes o después de hablar conmigo, me consta que Felipe se lo dijo a Alfonso, antes de la crisis de Juan Guerra. No sé si Alfonso lo vería factible o no. Yo no le di la trascendencia de una propuesta formal, sino de una reflexión, un desahogo y una forma de ir pensando cómo se harían las cosas para relevarle a él.
En ese momento, Felipe González llevaba ocho años como presidente de Gobierno. Su reflexión se produce en un momento en el que, aparte de las dificultades de sincronización con Alfonso, él tiene el sentimiento de que le es más fácil dirigirse a los ciudadanos que a su propio Partido, siente el cansancio de los agotadores años de Gobierno, el peso psicológico de estar encerrado en La Moncloa… Todo eso va sedimentando en Felipe la idea de marcharse, idea que, además, no es la primera vez que surge… Dominaba en Felipe el sentimiento de que ya había cubierto una etapa y de que quisiera tener gente disponible que le pudiera sustituir. Aunque sólo fuera para tener la sensación psicológica de tranquilidad, de que, si lo decidía, era políticamente factible marcharse.
Creo recordar que él me confió su deseo de marcharse… en términos de cansancio personal… las reuniones internacionales, los problemas… y el hartazgo. Me lo comentó en esos términos, no en términos de «tenemos unos problemas políticos que no quiero abordar». Felipe no es de los que tiran la toalla. Se trataba claramente de cansancio político. Por otra parte, Felipe comienza a pensar, como dijo luego tantas veces, que él empezaba a ser más el problema que la solución. En el sentido de que él creía que su papel en el Partido, en relación con la sociedad, era tan notorio que estaba taponando la alternativa. Su reflexión era que él concentraba tanto las decisiones, pero también la representación del Partido frente a la sociedad, que estaba impidiendo que pudieran surgir otras personas capaces de hacerlo. Pienso que también le pesaba un poco su hiperliderazgo, muy halagador en teoría, pero que no dejaba de ser una carga. Creo que él hubiera preferido compartir ese papel, o esa responsabilidad, con un equipo de su confianza. Pero no supo, o no pudo, encontrarlo.
La reflexión de Felipe sobre su retirada, y sobre su sucesión, tardó tiempo en ser conocida. Un año después de que lo comentara conmigo —estamos hablando ya de 1991—, se sabe que Felipe piensa en no presentarse a las elecciones de 1993, y me plantea la posibilidad de que yo fuera el candidato. Y yo le dije que no, que no podía ser. Y nunca más, en los años siguientes, volvimos a hablar de ese tema.
Para los «guerristas», el tema sucesorio estaba siempre sobre la mesa… Y nos llegó, a mí el primero, parte del ruido… Aunque, la verdad, no creo que mi «candidatura» fuera un tema que produjera un debate en el Partido. En absoluto. Para esas fechas, yo ya he sido nombrado vicepresidente y creía que esa situación se extendería hasta el final de la legislatura. La posibilidad de que Felipe González lo dejase, y hubiera pensado en mí para sucederle, era previa a mi elección como vicepresidente. Yo no volví a pensar que fuera seriamente posible que él lo dejase y que me correspondiese a mí relevarle. Estábamos en otra dinámica.
Inmediatamente, nos vimos implicados en la labor de Gobierno del emblemático año 92… Y Felipe toma la decisión de no presentarse a las elecciones siguientes, a las de 1993. Ahora, la pregunta era: «¿Se presentará Felipe González a las próximas elecciones legislativas como candidato?». Yo recuerdo con mucha más preocupación aquella situación que la reflexión de 1991, porque Felipe podía dejarlo y había que buscar a otra persona. En aquel momento, personas como Solana, y como yo mismo, somos importantes para convencer a Felipe de que debe presentarse. La situación era crítica, los escándalos de corrupción, el acoso… Nuestro argumento para convencer a Felipe era: «Que sean los votos los que decidan; que no pueda decirse que no has querido aceptar el veredicto de los españoles». Su candidatura a las elecciones sí que fue tema de discusión… Recuerdo a Felipe paseando conmigo por los jardines de La Moncloa… Y le convencimos. Y creo que fue una decisión acertada. Sí. Otra cosa es que piense que, si las hubiéramos perdido por poco, el panorama político posterior no se habría producido. Y ahora estaríamos en otras circunstancias. Si hubiéramos perdido por poco, como decían las encuestas, nos habríamos evitado los años 1993, 1994 y 1995, nos habríamos ahorrado aquellos años tan terribles en los que, por no haber, no había ni un Grupo Parlamentario unido. Además, probablemente, habríamos iniciado antes un proceso de transformación que nos hubiera permitido afrontar nuestros problemas internos y buscar una salida hacia el futuro.
«NOS EQUIVOCAMOS»
En el Gobierno de 1993 surge una situación nueva: Felipe decide la incorporación de personas independientes. A mí me parecía que esta opción formaba parte de la filosofía de la renovación y modernización del Partido. Además, yo estaba en la tradición del PSC, donde los independientes siempre fueron un elemento muy importante. Y pensé que si Garzón aceptaba ser secretario de Estado contra la Droga, podía rendir buenos frutos, y las cosas podrían acabar funcionando. Pero está claro que nos equivocamos y es evidente que las cosas acabaron mal.
La unificación de los Ministerios de Justicia e Interior también fue, claramente, un error. Yo era aún vicepresidente —me fui en octubre de 1995—, pero hay cosas que, a posteriori, ves claramente que no fueron acertadas. En aquel momento no lo vimos…
El tema de la Justicia es muy delicado, es un tema no resuelto en España: cómo preservar y defender la independencia judicial pero lograr, al mismo tiempo, que los estamentos policiales tengan una vinculación clara con la soberanía nacional, o con el pueblo, tengan que responder de errores y tengan estímulos para trabajar mejor… Eso no lo supimos resolver. Y en esta situación, sumar Justicia e Interior, evidentemente, no es caminar en buena dirección.
En los temas de Interior pretendíamos, en aquel momento, hacer una renovación clara en relación con etapas anteriores. Pero no acertamos. La nueva política que queríamos hacer no pretendía ocultar las políticas anteriores, sino gestionar nuevas políticas de Interior, incluso de reforma policial —no concluida— o de ideas nuevas para gestionar la Guardia Civil. Y todo esto, no logramos hacerlo.
Sobre lo que ocurrió en el Ministerio de Interior…, los hechos son tozudos. La verdad es que teníamos que haber sido todos más conscientes de que había una campaña, sólidamente organizada, que sumaba prensa, mecanismos judiciales, mecanismos policiales y, sobre todo, al PP. Y esa suma, contaba, además, con dinero y apoyo, con información proporcionada por personas como Mario Conde, que la había obtenido de la forma que fuese. Frente a todo eso, teníamos que haber ofrecido una política enormemente coherente, bien pensada y bien coordinada.
¿Por qué no hice nada, siendo yo el vicepresidente del Gobierno, por frenar aquello que estaba ocurriendo en Interior? Probablemente, porque no pude. Porque en la división organizada de tareas, con Interior sucedía exactamente igual que con el Ministerio de Asuntos Exteriores: no eran competencia del vicepresidente… Belloch trabajaba muy directamente con Felipe.
«UN FUSIBLE PARA INTERRUMPIR LA CORRIENTE»
El escándalo de las escuchas del Cesid es el detonante de mi dimisión de la Vicepresidencia del Gobierno. Dimito porque tenía el convencimiento de que el tema de las escuchas estaba claramente insertado en una estrategia, en un objetivo perverso de ir «hacia arriba». Era un material divulgado por personas que lo habían obtenido —los juicios lo han demostrado— de Juan Alberto Perote, colaborador del presidente de Banesto, Mario Conde, que se lo había dado de alguna forma… de una forma insensata, como se ha demostrado. Porque, naturalmente, el Tribunal no podía condenar a nadie más sin empezar por el que había cometido el delito, que era el propio coronel Perote.
Estábamos en una situación muy difícil. Íbamos a presidir la Unión Europea a partir del 1 de julio. Aquel semestre podía haber sido terrorífico. Y no sólo esto, sino que, por lo que sabíamos de aquella perversa estrategia de acoso al Gobierno, si esta pieza no funcionaba bien, estaban decididos a atacar a la siguiente… A mí me pareció que, en aquel momento, la única forma de que el Gobierno pudiera cubrir el semestre de la Presidencia Europea —aunque sólo fuera eso— y convocar elecciones inmediatamente después, era mi dimisión. Pero nunca pensé que mi dimisión fuera necesaria desde un punto de vista de mi responsabilidad personal… El delito lo cometió el coronel Perote, persona a la que yo ni conocía ni había nombrado, porque un ministro nunca nombra a un coronel. No era un cargo de confianza. Pero no me pareció lógico, por razones de lealtad personal, que tuvieran que dimitir el director del Cesid, el general Manglano, y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, y no tuviera que hacerlo yo. Porque, en ese nivel, sí creo que deben prevalecer las lealtades personales: es necesario que exista una solidaridad de actuación. Yo avalé, y sigo avalando, toda la gestión del general Manglano. Pero cuando Felipe y yo hablamos de este tema, éramos conscientes de que lo que intentábamos hacer era una operación que no lesionara la Presidencia Europea.
Intentábamos ganar tiempo, y convocar después elecciones. Mi dimisión no era una respuesta en sí misma a un problema de responsabilidad política. Ni en mi caso ni en el de Julián García Vargas ni, por supuesto, en el caso del general Manglano. Yo creo que el tiempo ha demostrado que mi dimisión —al margen de algunas de las interpretaciones que se hicieron en aquel momento— fue un fusible que impidió que la corriente pasara más arriba. Y como ya estaba claro que después de la Presidencia Europea habría elecciones inmediatas podíamos cubrir con más tranquilidad esos seis meses. Así se acababa el problema.
¿Y EL REY?
El tema de las escuchas del Cesid no creó en la Casa Real —el Rey estaba en la lista de los personajes cuyas conversaciones fueron grabadas— ninguna actitud de desconfianza respecto al Gobierno. Al revés… Ocurría que, por supuesto, en este tema querían implicar al general Manglano, persona de la mayor confianza del Rey. Manglano lo explicó en su momento… En los años en que se realizaron las grabaciones, no habría en Madrid más de quinientos teléfonos móviles; la mayoría pertenecía a miembros de embajadas, no a ciudadanos españoles. Las órdenes que se habían dado eran las de traducir las conversaciones que se hicieran en ruso o en árabe… Pero se incumplieron las órdenes. Perote grabó y guardó cintas que pensó que algún día podrían ser utilizadas, como, de hecho, quedó demostrado que hizo. Al minuto de conocerse el tema de las escuchas del Cesid, el propio general Manglano fue a ver al Rey para explicarle lo ocurrido. No hubo ninguna tensión entre la Casa Real y el Gobierno, todo lo contrario. Además, decidieron difundir este tema de las escuchas en el año 1995, lo «levantaron» cuando les fallaron otras piezas, pero las grabaciones fueron realizadas en los ochenta, no recuerdo exactamente en qué año. Nos constaba que en aquellos años no eran una ni dos, sino varias, las embajadas que escuchaban las conversaciones mantenidas desde los teléfonos móviles que había en Madrid.
Yo considero que el Rey pensaba que este asunto era realmente serio y que podían, incluso, ir a por él, porque Mario Conde lo había declarado más de una vez: su enemigo era, incluso, el Rey de España. Nosotros, Felipe y yo, teníamos una buena comunicación con el Rey. Por eso, el tema de las escuchas no produjo tensión alguna. El Cesid siempre estuvo dirigido por Manglano, y Manglano, en su momento —tres años antes de que estallara todo aquel montaje—, había hablado con el Rey.
No creo, ni puedo pensar, que Alfonso Guerra pensara que todo iba mal porque él ya no estaba en el Gobierno. Además, las cosas iban evolucionando y muchos de los «guerristas», en aquellos momentos, comprendían la situación. La tensión se había prolongado durante un año después de la dimisión de Alfonso Guerra, pero luego fue disminuyendo progresivamente. También los alcaldes querían ganar sus elecciones, así como los presidentes socialistas de las Comunidades Autónomas, y la gente fue adaptándose a la nueva situación.
«LE ADVERTÍ A CONDE DE QUE LO VIGILARÍAMOS»
A los socialistas se nos ha adjudicado, de alguna manera, el padrinazgo del banquero Mario Conde, se ha resaltado su relación, supuestamente cordial, con Alfonso Guerra. Sí, Mario Conde, en un momento determinado, sedujo a Alfonso Guerra: fueron a Moscú, pagó un Congreso o una reunión o algo así… Yo… esto… la verdad, lo vi como estas aventuras de Alfonso y que acabaron tan mal, como las de las televisiones, o la de crear periódicos… ¿Por qué le sedujo Mario Conde? Bueno, y ¿por qué le sedujo Berlusconi? Era una época en la que también —y a mí nunca me pareció un hombre modélico— les gustaba Craxi, y les gustaba Berlusconi, les gustaba Conde…
Por mi parte, el recuerdo que tengo de Mario Conde es el de haberle citado en el Ministerio de Defensa para decirle que al Gobierno no le parecía bien la actividad destinada a comprar empresas de seguridad y desarrollar mecanismos —vamos a llamarlo así— de «actuación informativa privada». La verdad es que le advertí que lo vigilaríamos. O sea, con él no tuve nunca muy buenas relaciones. Insisto: mi primer contacto con Mario Conde fue para advertirle que no permitiríamos que utilizase mecanismos de «empresas de seguridad», entre comillas, para hacer dossieres o para hacer actividades que no… Antes de que el «caso Crillón» me salpicara de lleno, se había producido la intervención de Banesto por el Banco de España, y Mario Conde siempre me atribuyó a mí el impulso de esa decisión respecto a su Banco, cosa absolutamente falsa.
Yo tengo que decir que el Banco de España siempre supo muy bien lo que tenía que hacer, y que nunca se lo anticipó al Gobierno. Ésa es la realidad. Pero, a partir de ahí, empezaron los problemas con Mario Conde. La actuación del Banco de España, que culmina con la intervención de Banesto, fue rigurosa, seria y muy bien llevada. La prueba es que la gestión inspectora y las decisiones de intervención del Banco de España han sido validadas judicialmente. Y el asunto del «caso Crillón», en el que me «descubrían» poniendo en marcha una estrategia de espionaje contra Mario Conde, demuestra cómo se podían montar tinglados escandalosos en aquella época. El clima de acoso generalizado al Gobierno y la imputación sistemática de actividades irregulares permitieron —sobre un tema de escasa entidad— organizar todo un escándalo con el «caso Crillón». Claro que, también, había un periódico detrás… A nivel judicial, el tema llegó hasta el Supremo, porque yo estaba aforado, y el Supremo falló que no había motivo para un juicio penal. Después de este fallo, vinieron las acusaciones de las escuchas del Cesid, acusaciones tan falsas como las del «caso Crillón». ¿Qué relación iban a tener conmigo las escuchas grabadas por Perote en el Cesid en los años ochenta? Pero, en aquel clima y sobre la base de dos hechos tan reales como los escándalos protagonizados por el gobernador del Banco de España y por el director de la Guardia Civil, Luis Roldán, de cualquier asunto menor se llegaba a hacer una montaña…
El «juicio paralelo» funcionaba, y en algún momento consiguieron crearme situaciones de desasosiego a nivel personal. Recuerdo que tuve que aguantar un pleno del Congreso con un griterío que, creo, nunca más se ha producido. Nunca se vio nada igual. No creo que ningún parlamentario haya recibido los insultos que yo tuve que soportar —por parte del Partido Popular— con motivo de mi comparecencia en el Congreso por el tema de las escuchas. Era el año 1995, y yo comparecí después de presentarle mi dimisión a Felipe González, pero no lo habíamos hecho público. El pacto con Felipe era que yo aguantaba en la Vicepresidencia hasta que se llevase al Parlamento el informe sobre las escuchas. Después —a principios de mes— se haría público no sólo que yo había dimitido, sino que también lo habían hecho el ministro de Defensa, García Vargas, y el director del Cesid, el general Manglano.
«SOY UN CATALÁN QUE HA HECHO LA REFORMA MILITAR»
Mi dimisión me aparta de la gestión de Gobierno, responsabilidad en la que había trabajado durante trece años. Me fui de Madrid y volví a Barcelona con el convencimiento de que, probablemente, el tiempo recolocaría las cosas en su lugar. Pero, en aquel momento, mi sentimiento era que yo hacía un sacrificio personal que representaba una injusticia respecto de mi trayectoria. Para amortiguar esta sensación, fue decisivo que, apenas una semana después de dejar el cargo, mis amigos de Barcelona me organizaran una cena de apoyo. Vinieron más de mil personas…
Nunca me sentí como un catalán que fracasa en Madrid. Creo que soy un catalán que ha hecho la reforma militar. Eso no me lo quita nadie, y siempre me ha dado mucha tranquilidad. La gestión en la alcaldía de Barcelona y la gestión en el Ministerio de Defensa me produjeron una satisfacción enorme… La Vicepresidencia del Gobierno fue mucho más complicada. Aunque parezca, y es verdad, que ser vicepresidente conlleva más responsabilidades que ser ministro de Defensa, ser ministro de Defensa significa ser el «uno» en Defensa, y ser vicepresidente es ser el «dos» en la Presidencia. No eres el último en la escala de la toma de decisiones. Mi dimisión no fue precedida por una conversación muy larga, o muy difícil, con Felipe. Después de tantos años de trabajo juntos, no necesitábamos muchas conversaciones. Yo sabía lo que él pensaba y él sabía lo que yo pensaba. No necesitábamos explicárnoslo todo. En cuanto a la confianza, nuestra relación permaneció intacta hasta el final.
A mi juicio, los logros más importantes de la gestión de los Gobiernos socialistas fueron la consolidación democrática, la posición de nuestro país en Europa y la creación del Estado de bienestar. La modernización de las Fuerzas Armadas entra dentro de ese gran bloque de consolidación democrática, igual que las leyes que hizo Fernando Ledesma para el desarrollo de la Constitución y los derechos de las personas.
Y los errores…, quizás pueda considerarse un error la incapacidad de crear un equipo potente que tuviera peso, por sí mismo, para suceder a Felipe, y para mandar, y para crear, dentro del Partido, un poder más reflexivo y que estudiara más la realidad… De alguna manera, estos aspectos están conectados con los errores que cometimos en los temas de corrupción. Quizás con un funcionamiento más transparente, con el poder más dividido en el seno del Partido… habríamos evitado todos esos problemas.