Mensajes para nadie
Le tocó lo peor. Lo supo al día siguiente de que «estallara» la última victoria electoral de Felipe González, en junio de 1993. Lo supo mejor todavía —por si alguna duda le quedaba— cuando Aznar empezó a pedir elecciones anticipadas, a los dos meses de haberse celebrado las elecciones. No había tenido tiempo de ponerse ni un solo día al sol. Ya para entonces, él y la derecha eran viejos enemigos, se conocían de antiguo, desde las batallas del Ministerio de Educación. Ya sabía cómo se las gastaban y era cuestión de abrir el paraguas y esperar, pacientemente, a que escampara.
Pero sucedió que no dejó de llover. Es una cosa que nunca sucede, porque siempre escampa, pero… Realmente fue muy singular: aquella lluvia que nunca cesó. En principio, sólo llovía agua. Y él agarró con fuerza el paraguas y se dispuso a cruzar la calle: había al otro lado unas gentes con las que él deseaba hablar y contarles todo lo que iban a hacer los socialistas; a él se lo había contado Felipe, lo de la «renovación» y todo lo que se iba a poner en marcha. Sería el asombro de aquellas gentes cuando lograra cruzar la calle y les tuviera cerca… Pero fue imposible: no dejaba de llover, y los charcos se hacían cada vez más grandes. En realidad, aquellos charcos eran enormes. No había manera de cruzar la calle, que era lo que él quería y lo que estaba intentando. Además, empezaba a preocuparse: le parecía que aquel grupito que estaba al otro lado de la calle comenzaba a impacientarse y a mirar el reloj y a enviarle miradas un tanto turbadoras…
Luego, la cosa empeoró. No sólo no dejaba de llover… agua (eso le preocupaba menos; al fin y al cabo, era físico de profesión y conocía bien el proceso de la condensación de las nubes y…), sino que, de repente, empezó a ocurrir algo que hasta entonces nunca había sucedido —al menos nunca le había sucedido a él, ni a ninguno de los físicos que él conocía—: súbitamente, comenzó a caer del cielo algo que no podía ser agua, ni siquiera granizo… Le rompió el paraguas y a punto estuvo de romperle la cabeza: ¡eran piedras! ¡Puras y duras piedras! Ante aquel insólito fenómeno atmosférico —yo digo que nunca antes se había visto ni sufrido—, él corrió a refugiarse bajo una marquesina de un café en el que solía reunirse con los «renovadores» de su Partido, aunque aquel día, y con aquel temporal, aún no había llegado nadie todavía… Pero era seguro que, al menos, Almunia y Maravall estaban a punto de llegar.
Cuando pudo hacerse con el control visual de la situación, desde su seguro refugio, pudo comprobar dos circunstancias realmente alarmantes: los destrozos que estaban haciendo en el pavimento las piedras, que seguían cayendo del cielo —o del infierno, ya no estaba muy seguro de sus conocimientos de física—, eran como socavones. La segunda cuestión verdaderamente alarmante era que aquel grupito de personas que parecía que habían estado dispuestas a esperarlo, cuando comenzó a llover, había desaparecido. Se preguntó entonces, con angustia, quiénes iban a ser los destinatarios de sus mensajes, de todo lo que le había contado Felipe González, de tantas cosas. Enseguida se respondió a su incómoda pregunta llegando a la conclusión de que, por razones obvias —o sea, las piedras que seguían cayendo y destrozando la calle—, nadie estaba dispuesto a escuchar su mensaje y que era más bien inútil lanzar mensajes a nadie. Cuando acababa de comprender que, además de inútil, aquel esfuerzo suyo era más bien estúpido, comenzó a oír un extraño ruido sobre su cabeza, y comprobó que a la marquesina, debajo de la cual se había refugiado, le estaban saliendo unas preocupantes grietas.
Entonces, decidió refugiarse en el café: por dentro, se parecía mucho al Consejo de Ministros y, en una salita interior, había una tarima y una mesa con fondo azul, muy parecida a la que tenía él en La Moncloa para hacer las ruedas de prensa.
Decidió ocupar su lugar, llamó a un ministro del ramo para que le acompañara y empezó a hablar a los periodistas, como hacía siempre, largo y tendido, de todo lo que había dicho Felipe González. Hasta que se dio cuenta de que los periodistas no estaban, y el ministro del ramo le aclaró que era normal, todos estaban en una rueda de prensa de Aznar, y además, como estaban lloviendo piedras, era comprensible que no se atrevieran a venir.
Fue en ese momento cuando Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro portavoz del último Gobierno de Felipe González, se despertó. Comprobó con alivio que, tras los cristales, volvía a llover sólo agua. Como siempre. Se hizo un café y encendió la radio. Se quedó de piedra.
Era su propia voz anunciando al país que Aznar había ganado las elecciones.
Yo creo que la Educación es, probablemente, uno de los sectores en los que hubo mayor continuidad a lo largo de toda la etapa socialista. A José María Maravall le sustituyó Javier Solana, que formaba parte del mismo núcleo político, del mismo sector del Partido, con el mismo pensamiento; por tanto, fue una herencia natural. Y a Solana le sucedí yo, que trabajé con Maravall y con Solana: además, los tres formábamos parte de la misma «cultura política» del Partido. Los tres éramos universitarios, nos habíamos formado en la vida política durante nuestra etapa universitaria, los tres teníamos una vocación idéntica, vinculada a la educación y la investigación… Estas características permitieron que la política educativa fuera muy coherente; aunque, naturalmente, eso no quiere decir que no hubiera proyectos e ideas cuyo resultado no pasara de regular e, incluso, que hubiera detalles en los que ni siquiera llegamos a pensar. Es decir, que la política fuera coherente no significa que ahora, visto retrospectivamente, yo afirme que el cien por cien de lo que hicimos estuvo bien, porque no es verdad. Pero lo cierto es que, en su conjunto, fue una política coherente.
La coherencia de la que hablo parte de un principio: la educación tiene un valor extraordinario para los socialistas y es probablemente la palanca más importante que tienen un Estado y un Gobierno para garantizar la igualdad de los ciudadanos. Maravall, Solana y yo compartimos el convencimiento de que en la educación, además de conocimientos, se enseñan valores. Y un país como España, que había dejado atrás recientemente una dictadura —con valores muy cutres—, tenía que revisar todos los valores que se transmiten en la escuela. En las sociedades modernas, el conocimiento es el motor del desarrollo y, por tanto, al mismo tiempo que la educación se convertía en un elemento de igualdad, era imprescindible para desarrollar la economía: es decir, cuantos más estudiantes haya y más lejos lleguen, tanto más justa será la sociedad y tanto más capaz de desarrollarse.
En el objetivo de ofrecer más educación a más gente, tal y como nos habíamos propuesto los socialistas, había dos elementos confluyentes: una voluntad igualitaria —en el mejor sentido de la expresión: garantizar la igualdad de oportunidades— y una voluntad de mejorar la capacidad de competir y de desarrollarse de España en un mundo en el que los países compiten por la inteligencia que sean capaces de aportar sus individuos a los procesos productivos y no de acuerdo con las materias primas que posean. Tales ideas están ahí clavadas, en el corazón de la política educativa socialista, que se desarrolló, básicamente, sobre esos ejes.
EL CONSENSO, UN VALOR ROTO
Otra característica de la política educativa socialista —se ha roto en la actualidad— fue el consenso. Esto puede sonar raro, porque la gente recuerda la gran manifestación de la derecha educativa contra la Ley Orgánica del Derecho a la Educación. Sin embargo, si uno comprueba el desarrollo de la LODE y la política educativa después de aquel conflicto, llegará a la conclusión de que, al final, la LODE fue un buen territorio de acuerdo para el consenso y, de hecho, la propia Iglesia católica y sus organizaciones, a partir de 1984 y 1985, comenzaron un proceso de diálogo que culmina con la LOGSE. Ésta fue una ley, cierto, que un sector de la derecha rechazó, pero la LOGSE llevó la firma de numerosas instituciones y colectivos: la Conferencia Episcopal, la Federación Religiosa de la Enseñanza, las Confederaciones de Centros de Alumnos… Es decir, incluso las asociaciones privadas, el sector privado de los sindicatos también firmó aquella ley. En definitiva, toda la educación confesional firmó la LOGSE y, de hecho, una parte de ella aún resiste, y defiende los principios educativos de la LOGSE frente a los ataques de la derecha. Por tanto, yo creo que la historia de la educación de los socialistas y, en buena parte, de UCD —con sus matices— es la historia de la búsqueda de un consenso que resuelva nuestro problema educativo histórico que ha sido, básicamente, el enfrentamiento entre los sectores privados de la educación y la educación pública. Dicho de otra manera: la inexistencia de un Estado que se preocupara de la educación como servicio público, y no se limitara a ser subsidiario del sector privado.
Yo desarrollé una política educativa que puede calificarse como «muy continuista» respecto a la que planteó Javier Solana. De hecho, yo fui el secretario de Estado que, junto con Javier, negocié la LOGSE. Y creo que, cuando abandoné el Ministerio, lo que dejé fue un sistema educativo esencialmente pacificador, un sistema educativo cohesionado por unos principios que todos habíamos aceptado. La extensión de la educación obligatoria hasta los dieciséis años, en condiciones de igualdad, es un principio que todo el sistema educativo acepta. Y, además, yo creo que había un método instalado: el consenso.
Yo entendía que la educación española necesitaba consenso. Primero, porque el Estado autonómico hace ingobernable la educación sin consenso; es decir, es un disparate pretender que el Gobierno legisle sin tener en cuenta quién va a aplicar la legislación —las Comunidades Autónomas— y quién tiene competencias para completar esa legislación —las Comunidades Autónomas—. Pero diré más: la pretensión de que el Gobierno legisle y el profesor haga en el aula lo que el Gobierno dice es otro disparate si no hay un consenso previo. Al final, el proceso educativo se desarrolla entre el profesor y el alumno, y dicho proceso depende mucho más de la actitud del profesor, de las ganas que tenga el alumno, del compromiso que se adopte, del grado de consenso sobre lo que se está haciendo, etcétera, que de lo que indique el BOE. Yo tenía esa percepción, probablemente anclada en mi tradición docente, y peleé denodadamente porque el consenso fuera un instrumento básico de funcionamiento en la educación. Y creo que lo conseguí. De hecho, firmé muchísimos acuerdos en mi época de secretario de Estado y en la de ministro. Por eso, al final, cuando abandoné el Ministerio de Educación, creo que había un consenso en torno a cuatro o cinco objetivos básicos que tenía la educación española por delante. Y eso es lo que, precisamente, se rompió con el Gobierno de la derecha.
La verdad es que yo no fui capaz de intuir que la derecha volvería otra vez a la carga para deshacer lo hecho… Aunque el PP es el único partido del arco parlamentario que no votó la LOGSE. Pero se abstuvo; no fue capaz de votar en contra, no se podía poner en contra de ese consenso. En la primera legislatura, el Partido Popular no contaba con mayoría suficiente para romper la LOGSE, porque ni CiU, ni Coalición Canaria ni el PNV apoyarían esa idea. Sólo cuando consiguió la mayoría absoluta, decidió ponerlo todo patas arriba… Cuando la derecha llegó al Gobierno, vi claramente que percibieron que se había consolidado un sistema en el que los valores de la educación española eran firmes. Nosotros habíamos hecho realidad la pretensión de que los chavales lleguen tan lejos como puedan y habíamos conseguido el objetivo de que la educación tuviera que preocuparse de los que aprenden muy rápidamente pero, sobre todo, de los que tienen dificultades con la educación, desde una perspectiva personal.
Los dirigentes del Partido Popular, además, llegaron a la conclusión de que la educación debería ser el instrumento que estableciera la próxima frontera en la desigualdad. Es decir, es probable que, en un país como el nuestro, la desigualdad entre ricos y pobres dé paso a otra mucho más lacerante: la desigualdad entre los que saben y los que no saben.
Por tanto, preocuparse de la gente que no sabe es un problema político y moral. Ése es el principio que rechaza la derecha. La derecha nos acusó a los socialistas de que el sistema educativo español era un sistema más preocupado por la igualdad que por la competencia, y no es verdad. No es cierto. La LOGSE tiene un título de calidad de la educación. Y es verdad que ese título exige recursos económicos y compromiso del profesorado. Si olvidamos la educación pública y damos la espalda al profesorado —que es lo que ha hecho la derecha durante cuatro años—, es muy fácil derribar el edificio. Así ha preparado el cambio el Partido Popular. El Gobierno del PP ha estado cuatro años desentendiéndose de la educación española, para gritar inmediatamente: «¿Lo veis? ¡El sistema socialista es una basura!». Pero, ¡por favor! ¡Usted lleva cinco años gobernando! ¡Usted no me puede decir, cinco años después de acceder al Gobierno, que la educación pública está muy mal y que la culpa es de la LOGSE! ¿Qué ha hecho usted en cinco años? ¿Es culpa de la LOGSE o es que usted…?
No se han conformado con cambiar aquello que no funcionaba, o introducir algún artículo… No. Han tenido que ponerlo todo patas arriba, desde la Universidad hasta la escuela infantil. Creo que lo han hecho así porque ellos, en su análisis, han considerado que existía un sistema educativo basado en valores progresistas y que la sociedad española les había dado un mandato para cambiar esos valores.
LO QUE MÁS LE MOLESTABA A LA DERECHA
De todo lo que hicimos en materia educativa, lo que más le molestaba a la derecha, básicamente, era la igualdad. Pienso ahora que, para la derecha, la educación debe estar fortalecida por un sistema de vallas, de tal manera que vayan avanzando los más listos, como si se tratara de un sistema de selección permanente, y esa selección se basa en el esfuerzo… Yo estoy de acuerdo en que a los chavales hay que pedirles esfuerzo; el problema es que el Estado, los profesores o las familias también deben esforzarse. El esfuerzo es un valor, pero no puede ser el único. Que los jóvenes tengan capacidad e iniciativa es muy importante, pero no puede ser el único valor. El problema es la concepción de la educación desde una sola perspectiva. Pero creo que hay algo más: creo que hay revanchismo. Cuando José María Aznar habla de «“progres” trasnochados», para referirse a los rectores y a los que defendemos determinados valores, está diciendo, en el fondo, lo que piensa: que el sistema educativo que estos señores han establecido está basado en valores trasnochados y que tenemos que establecer otro sistema basado en nuestros valores —los de la derecha—, basados en el neoliberalismo, que son: «a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga». Ésa es la historia. En el fondo, si uno lo analiza con detenimiento, ve claramente que para Aznar la educación… Ha puesto toda la educación patas arriba, y no la sanidad. Para él, la educación tiene un sentido, porque es verdad que la educación forma a gente y forma en valores, y lo tiene muy claro; y los valores del sistema educativo de la LOGSE —que no son los del PSOE, que son los de todos y que incluso puede decirse que son los valores de la Constitución— a Aznar no le gustan. ¿Por qué hace una revisión de la transición? Porque es parte de lo que él llama la «segunda transición».
Esto tiene una «lógica» política, la de Aznar. Él parte de la idea de que España hizo una transición mal hecha. Y es verdad que fue un «pendulazo»: después de cuarenta años de dictadura, tuvimos que viajar al otro lado. Eso supone, para ellos, que la izquierda tiene un peso que, socialmente, no debe tener y que es fruto de un momento histórico; y cree que hubo que hacer unas concesiones a los nacionalistas que los nacionalistas no tienen por qué tener… En definitiva, Aznar piensa que quien salió beneficiado de la transición fueron la izquierda y los nacionalistas, y que eso configura unos valores que no son los valores reales de la sociedad española; de ahí su necesidad de llevar a cabo la «segunda transición».
En su primera legislatura, Aznar no tiene mayoría y no puede dirigir esa «segunda transición», pero, apenas consigue la mayoría absoluta, interpreta y cree que tiene los votos suficientes para establecerla. Su idea consiste en poner a cada cual en su sitio: a los socialistas, a los nacionalistas, a los sindicatos… Y hacer una sociedad más cercana a lo que él piensa. Cree que sus ideas son las de los españoles. Y, en esa lógica, se inscribe todo lo que ha ocurrido: el rechazo y el enfrentamiento con los nacionalistas, la revisión del Estado de las Autonomías para recentralizar competencias, la reforma laboral para minimizar la capacidad a los sindicatos, el ataque a la educación para cambiar los valores… Incluso el cambio en la política exterior…
Su «segunda transición», como digo, tiene una lógica, y en esa lógica, la educación forma parte de los objetivos del PP. Por eso, cuando él dice «“progres” trasnochados», está diciendo lo que realmente piensa: «Ustedes han hecho un sistema educativo que se basa en los valores del 68. Estos “progres” que mandan en la educación… Lo que tiene que hacer el sistema educativo es preparar tipos para competir, para pegar codazos y para abrirse paso en la selva de la sociedad». Ése es el tema. Por tanto, nada es casual, todo es coherente, y en ese espectro político, han tocado Autonomías, sindicatos, educación, política exterior… Es muy coherente, es la «segunda transición». Es la filosofía de la selección desde el primer momento: el que vale, vale, y el que no… No les importa que cuanto más abajo se establezca la selección, más difícil les resultará salir adelante a los ciudadanos cuyos orígenes sociales sean modestos. La escuela iguala poco a poco las diferencias, pero si la selección comienza a los seis años, ya se sabe lo que va a ocurrir con los jóvenes de doce o quince años. Significa que van a eliminar del sistema educativo a aquellos muchachos que no tienen bibliotecas en su casa, a los muchachos cuyos padres no tienen carrera…
Por eso, nosotros damos la batalla.
Después de todos nuestros esfuerzos, es terrible. Si un niño tiene dificultades en la escuela hasta los doce años, o hasta los catorce o, incluso, hasta los dieciséis años, ¿ello ha de significar que, a esa edad, tenga que ver toda su vida condicionada? Es un disparate de tal naturaleza…
Otro aspecto clave es que han borrado de un plumazo el consenso. Por eso ha estallado todo. Se han cargado el consenso que había sobre la autonomía universitaria —un valor fundamental para la Universidad—; se han cargado el consenso de las Comunidades para gobernar con ellas; se cargaron el consenso sobre la necesidad de ampliar la educación para todos, un consenso sobre participación… Han ido rompiendo los consensos básicos. Había, finalmente, un consenso por el que la escuela privada y la pública trabajaban conjuntamente: el Estado le pagaba a la privada, pero, a cambio, la privada se comprometía a no seleccionar. En estos años, poco a poco, la escuela privada ha ido ganando privilegios y ahora hace lo que le viene en gana. En resumen: me das el dinero y yo educo a quien quiero, y los chavales con problemas… a la pública. Ha desaparecido en la práctica la idea que los socialistas promovimos: si usted quiere llevar a su hijo a un colegio concertado, lo puede hacer, sea cual sea su origen social… Ése era el concierto; es decir, el Estado concede el dinero, pero usted garantiza las reglas del juego. Poco a poco, la derecha ha ido conquistando terreno otra vez, de tal manera que ahora estamos en el peor de los escenarios: «dinero sin compromiso». No para todos. Hay colegios que sí lo mantienen, pero la sensación que tiene la ciudadanía es que, efectivamente, cada uno hace lo que quiere. Si hay un problema con los emigrantes —puesto que hay que ofrecerles educación—, si fracasan, si hay jóvenes que fracasan, todos ésos… a la escuela pública. Y están volviendo a crear una doble red: la privada, para los chavales que van bien, y la pública, para los que van mal. El problema de esa doble red es que hay gente que sólo tiene acceso a la enseñanza pública.
El Gobierno del PP ha ido rompiendo todos los consensos que se habían creado durante 25 años, y eso es lo que a mí más me duele… No se trata ya de que cuestionen tus leyes: se han cargado el consenso. La esencia de la educación es la tarea compartida.
UN RETO ENDIABLADO
Yo, en teoría, paso por ser un hombre de Solana, pero quien me llama al Ministerio de Educación es Maravall. Y lo más importante: quien me convence es él. Yo hacía política universitaria y científica. Entonces fue cuando Maravall, en un momento determinado, me dice que necesita a alguien para preparar la LOGSE; le contesté que yo no sabía nada de educación, salvo los grandes principios. Por no tener, no tenía ni hijos… Quiero decir que, al no tenerlos, no sabía prácticamente lo que era la EGB. Recuerdo que una mañana me llevó al parque madrileño del Retiro a dar un largo paseo, y me convenció; y nunca se lo he agradecido lo suficiente. Porque es verdad que, para un universitario, apreciar el sistema educativo en su conjunto es muy importante. Los universitarios tendemos a creer que lo más importante es la Universidad, y no es verdad; lo más importante es la educación primaria y, si me apuras, la infantil. Para mí fue un aprendizaje maravilloso. Maravall fue el que me inoculó el veneno educativo, porque antes yo me centraba y me ocupaba casi exclusivamente de la política universitaria y de la política de investigación.
Después de las elecciones de 1993, que para mí fueron las más duras, Felipe me ofreció ser ministro de la Presidencia y portavoz del Gobierno. La verdad: fue un reto endiablado, muy difícil. En aquellos momentos… Cuando te hacen una oferta de esa naturaleza siempre tienes dos pensamientos. Por una parte, pensé que aún había mucho que hacer en Educación —se ha convertido en lo que más me gusta en el mundo—. Pero, a la vez… Recuerdo que hablé con Maravall, porque la oferta formal me la hizo Felipe González, pero me la anunció Narcís Serra. Y con el único que hablé de esta propuesta fue con José Mari Maravall, que me dijo: «¡Claro que debes decir que sí! ¡Te llevan al núcleo mismo de la política, al corazón mismo, y eso es un salto muy importante para ti! Después de todo, en política educativa llevas diez años, ya has hecho casi todo lo que tenías que hacer…». Pero lo pasé mal. Felipe me lo comunicó un sábado, y yo acepté. Pero en lugar de volver a casa, desde La Moncloa me fui al Ministerio de Educación y me senté en mi despacho, y estuve allí cuatro horas, mirando los libros… Porque aquella era mi casa. ¡Yo trabajaba quince horas allí…! Era como el Conde de Montecristo: iba por los pasillos a las diez de la noche… por el Ministerio, buscando a algún subdirector al que «darle la vara»… Es verdad: era mi casa… Desayunaba, comía y cenaba allí… Lo pasé mal, sí. Pero aún no sabía lo mal que lo iba a pasar en el otro puesto. Si llego a saber lo que me esperaba… ¡me cuelgo de la lámpara, en la entrada de Alcalá 34!
EL «IMPULSO DEMOCRÁTICO»
Felipe es una persona, que, aparte de ser encantadora, es muy seductora y, además, es capaz de venderte cualquier cosa… Nosotros ganamos las elecciones de 1993 cuando teníamos unas pésimas perspectivas y donde parecía que el resultado iba a ser muy reñido. Felipe echó el resto en aquella ocasión. En esas elecciones se producen dos fenómenos: el primero —muy cierto—, que la gente tenía miedo a la derecha y a lo que suponía. (Sólo ahora podemos ver con perspectiva que ese miedo era razonable; en el 2000, probablemente, la ciudadanía creyó, inocentemente, que tal miedo no existía, o no tenía sentido). Y, en segundo lugar, es verdad que Felipe González conservaba todavía una capacidad política espectacular: era una persona muy querida, con un gran liderazgo, y fue capaz de incluir en su discurso elementos de cambio… Fue la época en la que planteamos el «impulso democrático». Dijimos a los españoles: «De acuerdo, hasta aquí hemos llegado: hemos hecho algunas cosas bien, algunas cosas mal, y empezamos a tener un problema de relación política con nuestros electores, empieza a haber síntomas de desinterés en la gente, empiezan a aparecer algunos casos de corrupción que a los ciudadanos les repelen… Por tanto, vamos a cambiar. E introducimos, para efectuar ese cambio, una pieza nueva en la oferta política: el “impulso democrático”, una revisión de todo el funcionamiento de esta democracia y de las instituciones: limpieza, transparencia, reglas del juego más claras…». Ésa era la oferta electoral más llamativa.
Felipe me llamó a mí, en parte, para desarrollar esa tarea concreta institucional y por eso me ofreció el Ministerio de la Presidencia. Cuando me propuso ese cargo, insistió mucho en esos aspectos y en las relaciones con las Cortes. Me dijo que quería que me ocupara de los que serían, finalmente, nuestros socios parlamentarios, los partidos nacionalistas. Contaba con que yo era alguien con capacidad de diálogo y que había demostrado que tenía cintura y horas de vuelo. Y, por otro lado, había que poner en marcha el «impulso democrático»; esa labor la desarrollaríamos bajo la dirección de Narcís Serra, directamente. (Yo creo que Narcís desempeñó un papel muy importante en mi nombramiento; probablemente, también Javier Solana tuvo algo que ver, pero Narcís, desde luego). En aquel momento, Felipe me dijo que el cargo ministerial implicaba también la portavocía del Gobierno, pero que no tenía que convertirme en un portavoz permanentemente, y que pensara a quién podría tener de segundo. Me habló muy bien de Miguel Gil, de quien yo tenía una buena opinión… Le dije que no lo había pensado, pero que… así, a priori, Miguel Gil podía seguir conmigo. Felipe pensaba que Miguel podía desempeñar, en realidad, la tarea cotidiana de portavoz. De modo que yo abandoné su despacho con la idea de que iba a ser, sobre todo, ministro de Relaciones con las Cortes y que me ocuparía especialmente del «impulso democrático», y menos de la portavocía del Gobierno.
Felipe me dejó claro, en aquel momento, que lo que más le preocupaba, básicamente, era cumplir lo que habíamos prometido en esas elecciones. Cumplir con el discurso por él mismo enunciado: «He entendido el mensaje».
Era un momento difícil desde el punto de vista económico, el mundo no despegaba de la crisis y era verdad que había que dar un impulso, un empujón, en el área económica. Para cumplir con ese objetivo, Felipe lleva al Gobierno a Pedro Solbes. También era necesario impulsar el área política, y para eso nos lleva a Narcís y a mí. Narcís iba a coordinar las dos grandes áreas de economía y desarrollo político, incluido el «impulso democrático». La idea era, básicamente, gobernar sobre dos pilares: en primer lugar, desarrollar un cambio en las reglas del juego, profundizando los usos y métodos democráticos; y, por otra parte, poner en marcha procesos de reforma económica para despegar y aprovechar lo que, con toda seguridad, iba a ser un despegue internacional. Es decir, procesos de liberalización, reformas económicas y políticas. Felipe quería hacer una legislatura reformista, profundamente reformista, manteniendo los ejes de las políticas del Partido en sanidad, en educación y otras áreas decisivas. Pero, la verdad, esa política, finalmente, se truncó.
En cualquier caso, Felipe González, en la oferta de la tarde aquella de sábado, hizo más hincapié en las relaciones con los grupos nacionalistas —se suponía que nos iban a dar apoyo— y en el tema de las reformas políticas, que en mi cometido como portavoz… Finalmente, fue esta tarea la que me ocupó más tiempo y más esfuerzo.
SALIR A DAR LA CARA
Por fin conseguí despegarme de la mesa del Ministerio de Educación y es muy cierto que me encontré con otro ministerio muy bien organizado. En realidad, yo asumí dos ministerios, el Ministerio Portavoz y el Ministerio para las Relaciones con las Cortes, y los dos estaban perfectamente organizados. Uno, el de Relaciones con las Cortes, lo había dirigido Virgilio Zapatero, y el Ministerio Portavoz, Rosa Conde. Estaba todo informatizado…
Por ejemplo, el trabajo en el Consejo de Ministros, que a mí, al principio, me abrumaba —yo era el secretario del Consejo de Ministros—, estaba dispuesto perfectamente. Virgilio dejó un ministerio impecable, y Rosa, exactamente igual. En el Ministerio Portavoz, Rosa tenía muchas líneas de información, líneas de comunicación con los ciudadanos… Por eso yo no modifiqué en nada la estructura: me limité a sumar los dos ministerios. Dejé a Miguel Gil de portavoz, y rescaté a Enrique Guerrero de Educación para diseñar el Ministerio de Relaciones con las Cortes. Pero mantuve al subsecretario de Presidencia, Fernando Sequeira. Por tanto, reuní a los dos equipos, y sólo incluí a Enrique Guerrero, porque se trataba de crear un puesto nuevo, el de Relaciones con las Cortes.
No me costó nada «aterrizar» desde el punto de vista administrativo —siempre es un lío—. No modifiqué nada, porque las dos máquinas funcionaban perfectamente. Tenía un problema: habíamos decidido no nombrar más secretarios de Estado y, por tanto, no conseguí que Miguel Gil acudiera al Consejo de Ministros. Por esa razón, lo que Felipe me había comentado —que yo no iba a salir los viernes a explicar la referencia del Consejo—, se convirtió en algo imposible: el que sale los viernes a la rueda de prensa del Consejo de Ministros tiene que estar sentado en la mesa del Consejo. Así que, aparecí el primer viernes, y ya no pude dejar de aparecer.
Después de aquellas elecciones, tan difícilmente ganadas, el país estaba expectante. Yo creo que había cierta expectación; creo que la gente estaba pensando: «Vamos a ver si son capaces de salir…». Era casi como si nos hubieran dado una última oportunidad. Es verdad que en las elecciones recuperamos oxígeno, porque estábamos muy mal. Las encuestas decían que podíamos perder y el resultado permitió que saliéramos muy reforzados. También es cierto que el PP nunca encajó esa derrota electoral. Y no sólo en la noche aquella en la que Javier Arenas y Alberto Ruiz Gallardón dieron una rueda de prensa cuestionando la legitimidad y el resultado de las urnas… Recuerdo que, en agosto de ese año, dos meses después de tomar posesión el Gobierno, Aznar, en una entrevista —creo que en el ABC—, hablaba ya de elecciones anticipadas… No había ocurrido nada todavía. Es verdad que, más tarde, pudieron pedirlas o no, cuando aparece el tema de Roldán, por ejemplo, pero, en ese momento, aún no había ocurrido nada de eso… Pero Aznar pedía elecciones anticipadas. Es decir, el PP no pone en marcha su estrategia de romper todo e ir a por todas, y no aceptar nada, cuando aparecieron los casos de Roldán u otras corrupciones… No es verdad. Aznar decidió su estrategia la noche de las elecciones: «He perdido por Televisión Española y, por tanto, he perdido por las malas artes del PSOE; luego la victoria del PSOE no es legítima en términos democráticos y voy a por ellos». Ésa es la reflexión de Aznar. Y, a partir de ahí, plantean una legislatura parecida a los bombardeos norteamericanos sobre Bagdad: «Conmoción y pavor»[125]. Ésa fue la estrategia. Y eso implicaba romper todos los puentes de diálogo con el Gobierno, incluida la política antiterrorista.
¡QUÉ DOBLE VARA DE MEDIR!
Cuando Aznar reivindicaba, en plena crisis de la Guerra de Irak, la legitimidad democrática de sus decisiones, me dio pie a recordar cuál fue su actitud cuando Felipe fue abucheado en la Universidad Autónoma de Madrid. Ya entonces, en 1992, Aznar afirmó que aquello era la expresión del rechazo de los españoles al presidente del Gobierno. ¡Qué cosas, qué doble vara de medir! Yo viví el abucheo de la Autónoma como ministro de Educación. Lo de la Autónoma no fue entonces más que un síntoma, no nos engañemos.
Es verdad que en política hay síntomas que, en la medida en que se ponen de manifiesto, al final acaban siendo interpretados como el anuncio de una enfermedad grave… Ocurría que nos habíamos «desenganchado» por completo de los jóvenes, lo cual merece dos reflexiones. Una: que es muy difícil «encandilar» a un joven que no ha visto más que un presidente de Gobierno desde que tiene uso de razón, Felipe González. El PSOE era el «poder» para los jóvenes, era el «régimen». Ahora bien, dicho esto, había errores, no nos engañemos. Esa sensación expresada en la frase «sois el régimen» se puede calificar o cualificar, pero es verdad que habíamos cometido errores… Por eso hicimos todo un programa, una parte nueva: el «impulso democrático». En el fondo, fuimos a las elecciones reconociendo hechos sustanciales: «Nos hemos equivocado y hay que rectificar».
Aquel «impulso democrático» todavía no se ha puesto en marcha; hay muchas de aquellas medidas que, sin duda, serán parte del trabajo del próximo Gobierno socialista… Están ahí, pendientes… Porque nosotros no lo pudimos hacer entre 1993 y 1996, porque el PP no quiso… No quiso hacer un solo acuerdo en toda la legislatura —¡ni uno!— y después, simplemente, se ha desentendido de todo. Por eso: porque fue la legislatura de «conmoción y pavor».
Los primeros meses fueron razonables. Desde luego, fue complicado dar los primeros pasos, sobre todo, porque era la primera legislatura en la que el Partido Socialista gobernaba con CiU, con el PNV y con Coalición Canaria. Cada proyecto de ley exigía su «masaje» y es verdad que hay sectores a los que les cuesta más esa disciplina parlamentaria. El Parlamento, en esas circunstancias, adquiere un peso distinto…
Es decir, todo cambió y, por otro lado, en el Gobierno había bastantes miembros nuevos. Pero el problema comienza cuando surgen los temas más gordos de corrupción… Es cuando… Yo creo que, a partir de la intervención de Banesto, empieza a surgir todo. No quiero decir que todo tenga su origen en Mario Conde… No es verdad, algunas cosas, sí, y otras, no. Pero, a partir de ese momento, primero aparece el escándalo del Banco de España, después Roldán, después el tema de los fondos reservados y acaba en el asunto del GAL. Es una legislatura marcada por los escándalos, ésa es la realidad. Y, naturalmente, en términos de comunicación, hay una noticia, dos, tres…, y ya puedes esmerarte en hacer las mejores leyes… no tendrán ninguna repercusión. Por eso, ahora lo veo… Puedes hacer una ley de sanidad fantástica donde dices que vas a curar todos los cánceres en quince días, pero si ese día aparece en la prensa que Roldán robó el cepillo de la Guardia Civil… estás jodido, sencillamente.
Yo creo que un Gobierno está mal cuando pierde el control de la agenda. Es en ese momento cuando empiezas a dar manotazos de ahogado y es muy difícil mantener el control de la situación. Incluso a este Gobierno [el de José María Aznar], que controla tantos medios de comunicación, no le ha sido fácil. El Gobierno puede tener un control de la «agenda», entre comillas, porque tiene la iniciativa, porque —como les digo siempre a mis compañeros de Partido—, el Gobierno «hace» y la oposición, «dice». El Gobierno puede hacer cosas y la oposición, todo lo más, puede decir cosas. Esta relación permite que siempre sea el Gobierno el que lleve la iniciativa y, por tanto, pueda comunicar algo a los ciudadanos mientras la oposición siempre se mantendrá a expensas de lo que el Gobierno dicte. Si tienes la capacidad de hacer, también tienes la capacidad de decidir la agenda. Salvo que haya acontecimientos que se escapen por completo a tu control, en los cuales tú mismo seas la parte negativa. Y eso fue lo que nos ocurrió a nosotros.
Recuerdo que iba al Consejo de Ministros y salía de allí… Había un aspecto, además, en mi situación, que hacía las ruedas de prensa de los viernes más difíciles: yo heredé una costumbre de Rosa Conde que me parecía muy bien; consistía en aparecer con un ministro que explicara la ley sectorial que se hubiera aprobado en el Consejo de Ministros. Entonces… ¡Puede imaginarse el escenario! Ley de Creación de Espacios Naturales… Aparecía con Luis Atienza; él lo explicaba, y yo me «comía» a Roldán. Era la de Dios. ¡Era terrible…! ¡Y así, dos años!
Creo que había dos elementos en ese sufrimiento político. Uno, la corrupción; y otro, su consecuencia política: la fragilidad del pacto parlamentario.
En la rueda de prensa había como un menú… los asuntos del día… El menú del día, que se lo comía el ministro que estaba a mi lado. Y luego, las secciones fijas: en primer lugar, Convergència, PNV, «Pujol ha dicho…», «Arzalluz no sé qué…», etcétera. Estado de la coalición, vamos a decirlo así. Y en segundo lugar, asuntos varios de golferías. Era muy fuerte. De modo que, realmente, la posibilidad de «colocar» algo, de ofrecer algo positivo, era muy complicada.
Yo trataba de explicar las cosas, porque siempre he sido un docente, y creo que lo más parecido a un profesor es un portavoz. Trataba de no perder la serenidad, cosa que, en muchos casos, estaba muy lejos de sentir; era un ejercicio de autocontrol. El portavoz de Gobierno tiene que dar la sensación de que controla la situación, y había cosas que controlaba y cosas que controlaba menos, pero ése era mi trabajo. Trataba de promover algo que yo creo que un Gobierno tiene que difundir cuando la sociedad vive con una cierta inquietud: serenidad. Los Gobiernos tienen que mostrar serenidad. Yo trataba de dar la imagen de que el Gobierno mantenía la calma, que había cosas que aclarar y que para eso estaba la justicia, pero que nosotros seguíamos actuando en términos de los intereses generales, y añadía que eso era lo que teníamos que hacer…
Es verdad que mi estado de ánimo, a veces, era otro bien distinto… He dicho que mostraba una firmeza y una serenidad que distaban mucho de lo que yo sentía. No es exacto eso. Porque yo, personalmente, lo pasé muy mal, pero creo que, políticamente, lo que tenía que hacer era mostrar serenidad ante los medios de comunicación, y lo conseguí. Felipe daba serenidad al Consejo de Ministros… Y yo nunca perdí la brújula en ese sentido. El Gobierno, frente a lo que surgía, debía actuar con honradez, con transparencia, pero sobre todo, ofrecer y mostrar serenidad. Nosotros seguíamos desarrollando nuestro trabajo y, de hecho, mejoró la economía…
Pero es bien cierto que la agenda iba por otro lado. En todo caso, todo aquello no impedía nuestro trabajo, y mi obligación era la de transmitir a la ciudadanía que, además de actuar en otros temas que estaban surgiendo, seguíamos gobernando. Nunca el Gobierno del 93 perdió la brújula en los temas de la vida cotidiana. Perdimos la agenda, pero no la brújula.
LAS MALAS ARTES Y ESE CANSANCIO DE LAS GENTES
Habíamos ganado las elecciones con una apuesta que la gente entendió: regeneración democrática y apuesta por el cambio, apoyada en la credibilidad de Felipe González sobre todo. Pero llegó un momento en el que percibimos que los ciudadanos que nos habían dado esa última oportunidad estaban agobiados por los casos de corrupción y comenzaban a interpretar que aquella apuesta quizá había sido equivocada. Creo que a mitad de la legislatura es cuando empezamos a percibir ese ambiente político.
Se produjeron dos hechos distintos. Algunos de aquellos casos de corrupción eran fruto de una pinza mediático-política brutal, que mantenía a los medios «dando leña» y a la oposición también… En aquellos momentos, no había forma de llegar a un acuerdo en nada. Absolutamente en nada. Era una actitud deliberada. Y las preguntas son: ¿no ofrecíamos diálogo? ¿No dimos buenos nombres para ocupar cargos que deberían nombrarse por consenso? ¡Qué va! Simplemente, no querían; pretendían colapsarlo todo; era una estrategia según la cual contra el PSOE valía todo. Esa estrategia tenía una base política —el Partido Popular— y una base mediática, que todos conocemos muy bien. Y se retroalimentaban. Salían los fundamentos en los periódicos, la oposición lo estudiaba, repercutía en el Parlamento, al día siguiente, la oposición hacía lo que indicaba la prensa… Es decir, todo estaba perfectamente coordinado. No estoy diciendo que hubiera una mesa… Cuando se habla de la conspiración, la gente tiende a pensar que hay una mesa en la que están sentados unos individuos conspirando. No. Simplemente, había una confluencia objetiva. Es probable que esa mesa de conspiradores llegara a existir, pero yo no la conocí. Fue Anson el que lo contó más tarde, y fue el primero que me ofreció una explicación de lo que estaba ocurriendo, de una forma honesta, en los términos en los que luego los explicó públicamente: «Llegamos a la conclusión de que no podíamos echaros si no era con malas artes». Y a esa misma conclusión llegaron en el Partido Popular, por su parte… Eso me lo contó Anson en 1995 o en 1996, siendo yo ministro. Tardó dos años en contarlo en público, pero a mí me lo había contado mucho antes: «No te engañes, Alfredo, éste es el resultado…». Y yo le decía: «Pero, Luis María, eso tiene sus límites, ¿no?, y los límites son el Estado, las instituciones… Es decir, no os podéis llevar por delante todo, por echar a González… Esto tiene que tener unas reglas políticas, éticas…». Y me decía: «Sí, pero… Ya sabes, si no lo ponemos todo en marcha, González es la leche…».
Es verdad que a José Luis Corcuera ya le había advertido Aznar y le había comunicado cuál era su idea de oposición y lo que pensaba hacer: valía todo, incluso la utilización de la lucha antiterrorista. Y así lo hicieron. Incluyeron la política antiterrorista como objeto de crítica política. Pero, realmente, eso llega al paroxismo en la legislatura de 1993 a 1996, cuando asesinan al general Veguillas[126]. Esa mañana, Aznar, desde El Escorial, pone en cuestión toda la política antiterrorista, empezando por la reinserción. Lo recuerdo perfectamente… A Veguillas lo asesinaron un viernes por la mañana en la plaza de Ramales, cerca de donde vivía; y recuerdo muy bien cómo estaba Narcís, porque la víctima había sido su subdirector general… Nunca he visto a Narcís y a Felipe tan afectados. Recuerdo que, antes de salir a la rueda de prensa del Consejo de Ministros, me pasan las declaraciones de Aznar, que estaba en los cursos de verano de El Escorial. Es en ese momento cuando Aznar, por primera vez, formula una crítica frontal a la política antiterrorista del Gobierno. Y es la primera vez que yo respondo a esa crítica. Aznar había dicho que la política antiterrorista era un desastre, que los terroristas campaban por sus respetos; criticó la reinserción y afirmó que, ante reinserción, dureza y cumplimiento íntegro de las penas… Rompió todo; fue una declaración terrible, de confrontación abierta. Y yo le respondí afirmando que la política antiterrorista debe ser un elemento de consenso, en la línea del Gobierno, que no podía cuestionarse de esa forma… En fin, yo salí a defender la política del Gobierno, no porque nos sintiéramos atacados o criticados —a esas alturas…—, sino porque creíamos que ellos ya iban a por todas y que no les preocupaba en absoluto el daño que podían hacer en temas cruciales, que nos trascendían, en asuntos de Estado.
MARIANO RUBIO, LO QUE FALTABA
Yo era consciente de que aquellas comparecencias de los viernes eran el elemento de credibilidad que le quedaba al Gobierno en aquellos momentos ante la opinión pública. Porque lo cierto es que el Gobierno funcionó muy bien durante toda la legislatura y, de hecho, el pacto con CiU, con el PNV y con CC funcionó milimétricamente. Creo que fue un Gobierno que actuó y la prueba es que Pedro Solbes sentó las bases de la salida de la crisis económica. Eso lo ha reconocido hasta el propio Rodrigo Rato[127]. Nosotros nos encontramos una situación de empleo desastrosa y dejamos una economía creando empleo; en fin, se actuó, y mucho.
Pero ocurría que la agenda política, a partir del año 1994, no era la que el Gobierno trataba de imponer —una agenda de reformas—. La agenda real era, básicamente, una agenda salpicada de escándalos, con una oposición terrible que no cede en nada y que no quiere avanzar en nada. Por tanto, creo que mi política de comunicación era casi una política de «despejar balones». Cada viernes había un Consejo de Ministros donde, realmente, el Gobierno, más que explicar, se explicaba. Ésa es la realidad. Sobre todo a partir de 1994 ese clima se hace permanente, esa especie de opacidad en la cual era imposible, prácticamente, hablar de nada que no fuera el escándalo de la semana o del mes o de los tres meses —algunos duraron mucho—. Pero no recuerdo un Gobierno ni con tensión interna ni con tensiones con el Partido. Existía una buena coordinación con el Partido, a través, básicamente, de Txiqui Benegas y de Cipriá Ciscar; había una coordinación excelente con el equipo parlamentario… De hecho, no hubo prácticamente ningún problema, exceptuando el de Ventura Pérez Mariño y el de Baltasar Garzón. Las relaciones con los socios eran correctas y no hubo tiranteces, aunque es verdad que la agenda que el Gobierno intentaba poner en marcha pasaba muy desapercibida… Por no hablar del impulso democrático, que quedó frenado. Y se frenó, sobre todo, porque se trataba de incluir modificaciones legales que exigían acuerdos parlamentarios amplios, no sólo ceñidos a los pactos con CiU, PNV y CC. Exigían acuerdos con el PP y el Partido Popular se negó en redondo a avanzar en nada. En resumen, y aparte de esto, yo creo que la legislatura quedó completamente oscurecida por los follones.
El primer follón, si no recuerdo mal, fue el de Mariano Rubio, cuando aparecen sus papeles… Aquello colocó a Carlos Solchaga en una posición muy difícil y decidió marcharse. Solchaga era un excelente portavoz del Grupo Parlamentario y yo tenía con él una relación espléndida. Luego, vino Almunia, que también era amigo. En ese aspecto, yo tuve mucha suerte. Como ministro de Relaciones con las Cortes, tuve dos portavoces excepcionales, muy buenos parlamentarios, con mucho predicamento en el grupo. Pero la crisis de Solchaga, además, coincidió con la salida de Corcuera, que se va por la famosa Ley de la «patada en la puerta»… Fueron días realmente insufribles. Tratábamos de asumir aquella sangría de dimisiones en cadena.
La verdad es que a mí no me gustaría hablar mal de Mariano Rubio, porque está muerto y yo apenas lo conocí… Creo que le vi dos o tres veces en mi vida. Tengo la impresión de que él hizo algo que no estaba bien, es evidente. Probablemente hizo algo que empañó una carrera funcionarial impecable… porque él fue funcionario durante mucho tiempo, e incluso recuerdo, cuando se murió, unas declaraciones muy elogiosas de Rodrigo Rato. Pero es verdad que él hizo una chapuza fiscal y lo peor es que no le dijo a Felipe González la verdad. Porque Felipe, según cuenta Carlos Solchaga, le dio la oportunidad de marcharse y Mariano Rubio le prometió solemnemente que no tenía ningún motivo para irse, y Felipe le creyó. Ése fue el problema de Mariano Rubio: que traicionó la confianza de Felipe González. Pero, dicho esto, es una persona que ha fallecido y que, en su vida, cometió ese error.
Sé que el escándalo de Mariano Rubio fue un elemento de tensión en la enconada guerra que había a esas alturas entre dos sectores del Partido que no estaban destinados precisamente a entenderse… Pero también es cierto que en esa época, mientras yo estaba en el Gobierno —entre 1993 y 1996—, más allá de alguna pequeña tensión —más bien de tipo orgánico, en la organización del Partido—, yo no me sentí con falta de apoyo por parte del PSOE. Por ejemplo, mis relaciones con Txiqui Benegas, que era formalmente de la otra «banda», digámoslo así, fueron siempre muy correctas; no tengo nada que reprochar a Txiqui; al contrario, en aquella época, cuando había que echar una mano, Txiqui estaba en primera línea. Y aunque yo era formalmente un «renovador», sin embargo, no tuve nunca en mi acción de Gobierno la sensación —ni tengo ninguna prueba— de que nadie perteneciente al llamado sector «guerrista» me pusiera palos en las ruedas, nunca la tuve. Nunca tuve peleas con Txiqui, que era mi homólogo y con el que hablaba casi todos los días. De hecho, todo el mundo sabe que somos muy amigos y nuestra amistad nació en aquellos días. Es curioso que, probablemente, era tanta la presión externa, que nuestras peleas internas quedaban minimizadas. Otra cosa es que en los congresos volvieran a aparecer otra vez las familias… No voy a negar a estas alturas que el tema de Mariano Rubio fue una especie de espantajo, de elemento de agitación, que el «guerrismo» utilizó, igual que los «renovadores» utilizaron el tema de Juan Guerra… Pero mi trabajo no se vio afectado por ello.
Cuando dimitió Solchaga… Yo recuerdo muy bien aquella tarde, porque Solchaga consultó a mucha gente. A mí, entre otros. Estuvo conmigo en mi despacho. Yo había tratado con él de secretario de Estado a ministro, y nunca coincidí con él cuando ocupé la portavocía. Y siempre tuve con él una relación excelente. Recuerdo que aquella tarde… Yo entendía que Solchaga quisiera dejar la silla vacía, pero le dije: «Hombre, no dejes el escaño, no me parece que…». (Luego se ha visto mucha asunción de responsabilidades políticas… En realidad, muy poca. La mayoría las asumimos todas nosotros, los socialistas. Y, a partir de 1996, es como si hubiéramos asumido las nuestras y las del PP para diez años). Pero recuerdo su discurso de despedida del Grupo Parlamentario, y recuerdo el aplauso que el Grupo tributó a Carlos Solchaga: yo no he oído un aplauso tan largo, tan cerrado, tan unánime… Carlos actuó de un modo muy inteligente y «cosió» muy bien el Grupo Parlamentario; no fue sectario, nombró portavoces de todos los ámbitos y consiguió un comportamiento del Grupo que luego Joaquín Almunia mantuvo. Por eso digo que, curiosamente, yo no noté, en mi actividad política, la tensión existente dentro del Partido. Era tan fuerte el aguacero que la gente cerró filas, en el mejor sentido de la expresión, a la hora de trabajar.
Desde la distancia, la situación interna del Partido en aquellos momentos y la «pelea» entre «renovadores» y «guerristas», ahora que han pasado los años…
EL MITO DE CHAMARTÍN Y LA SUCESIÓN DE FELIPE
Sé que nadie se creerá lo de Chamartín, porque sobre eso se ha elaborado todo un mito. Aquella reunión aparece en el escenario político como la puesta en escena de la familia «renovadora». Yo no sé por qué acudió cada cual allí, pero conozco el origen de aquella convocatoria, porque en aquella historia yo estuve muy presente; como mucha otra gente, por cierto. No sólo estuve yo. Y aquello fue estrictamente un movimiento de un sector de la Federación Socialista de Madrid (FSM) para defender a Joaquín Leguina, que en aquel momento estaba siendo cuestionado por la Ejecutiva Federal del PSOE. No tenía otro sentido. Leguina estaba siendo objeto de un acoso directo y frontal por parte del «guerrismo». (En aquellos momentos, Alfonso dirigía la Ejecutiva).
Aquella escenografía con exministros y con ministros, probablemente, se interpretó como un cierre de filas; no se trataba, en opinión de algunos, de un movimiento de apoyo a Leguina por parte de un sector de la FSM, sino de la puesta en escena de una corriente «renovadora» enfrentada al «guerrismo». Pero no era ésa la intención inicial, ni mucho menos. Aquello se convirtió en algo distinto a lo que era en un principio, y se produjo ese cambio porque había una tensión sucesoria latente.
Es verdad que Felipe había hecho varios amagos de irse y varios intentos de provocar la sucesión… Ahora, viendo las cosas retrospectivamente, pienso que ése fue el elemento desencadenante.
De todos modos, yo no estaba en Ferraz ni conocía esa casa bien y mis relaciones orgánicas eran más bien escasas. No he sido nunca miembro de la Ejecutiva de la FSM. Con eso lo digo todo. Es decir, yo siempre he sido una persona que me he movido en ámbitos relacionados con la Administración y por cargos que he desempeñado… pero nunca en el seno del «aparato» del Partido… Lo que se palpaba entonces era una especie de proceso de sucesión abierto, en el cual los distintos sucesores y las distintas familias tomaban posiciones. Y es verdad que también se notaba cierta insatisfacción respecto a algunas formas de funcionamiento del Partido. En fin, eso estaba ahí, latente. Es seguro que para mucha gente ése era un elemento, digamos, táctico. Algunas personas utilizaron la bandera de la «renovación» interna, de los cambios, de la «democratización» del Partido, entre comillas, del avance en los procesos de democracia interna. Seguro. Desde luego, en mi caso, yo no me sentí nunca afiliado a ninguno de los posibles sucesores de Felipe González, nunca nadie me habló en esos términos.
Es verdad que yo cuestionaba algunos de los sistemas de funcionamiento del Partido, y en el caso de Leguina, sencillamente, me indignó que alguien que lo estaba haciendo bien, que estaba trabajando muy bien en la Comunidad y que contaba con un apoyo razonable en la FSM fuera eliminado por el hecho de haberse enfrentado con el vicesecretario del Partido. Aquello me pareció poco democrático y fue eso lo que me movió. Es decir, mi opción no se expresaba en el sentido de promover un cambio para situar a alguien que sustituyera a Felipe. No. Yo era «felipista», y lo sigo siendo. No tenía expectativas en esa supuesta sucesión —ni yo ni nadie entre mis amigos, nadie me habló jamás de suceder a Felipe González—. Lo que sí es verdad es que había pautas de comportamiento en el PSOE que a mí no me gustaban, y como nunca me he callado nada, pues tampoco me callaba eso. Nunca he tenido ningún problema en levantar la mano en una asamblea de mi Partido y decir lo que pensaba, nunca. Pero supongo que la lectura política pasa por suponer que el Partido mantenía abierto un proceso de sucesión. Supongo que había una toma de posiciones, de cara a ese proceso, que se extendió durante varios años. Y también es verdad que el Partido, en algunos momentos, ha tenido dos almas, y esas dos almas estaban ahí, luchando. La llamada «renovación» tenía un origen madrileño y catalán.
Es posible que, en aquella batalla entre «guerristas» y «renovadores», un aparato de poder quisiera sustituir a otro… Pero también es cierto que el Partido se había ido alejando de la ciudadanía. A partir de determinado momento, cuando empezaron los problemas, en lugar de abrirse, para intentar tomar la iniciativa frente a la sociedad, avanzar y explicarse, se cerró como una almeja. El aguacero que soportábamos contribuyó a ese cierre de filas, pero, sobre todo, tuvieron influencia, en este sentido, algunas formas organizativas incompatibles, seguramente, con el funcionamiento de un partido en una sociedad como la española. Yo lo denuncié en su momento y lo sigo denunciando.
Han cambiado muchas cosas desde entonces. Eso era lo que a mí, en principio, me movía: estábamos cerrándonos, el reclutamiento era paulatinamente más endógeno, cada vez se desconfiaba más de la gente que no pertenecía a la organización…
Por una parte, en la medida en que el Partido perdía poder, lógicamente, el poder se repartía entre menos individuos; pero, al mismo tiempo, era un proceso de cierre de filas lógico en un Partido que se sentía acosado. Ambas circunstancias coincidieron. Pero mis motivaciones para «militar», entre comillas, en eso que se llama «renovación», tenían muy poco que ver con la sustitución de Felipe González, que yo no veía como un paso inmediato ni me preocupaba. Más bien, al contrario. Yo quería que continuara Felipe, fui «felipista» hasta el final. Y lo sigo siendo.
CORRUPCIÓN: CUANDO LA FARMACOPEA SUSTITUYE A LA CIRUGÍA
Hubo también un problema relacionado con la incapacidad de reaccionar frente a determinadas cuestiones. Existía cierto enojo por no haber sabido reaccionar más rápidamente ante temas que estaban sobre la mesa. Había casos de corrupción que probablemente hubieran exigido cirugía y en los cuales nosotros aplicamos farmacopea… Había muchas razones para el enfado. Porque hay gente que…
La gota que colmó el vaso fue el «caso Roldán». A nadie se le podía ocurrir que una persona que había desmantelado la cúpula de ETA fuera un corrupto. Había también algo de auténtica sorpresa. Quiero decir que no sólo nos movíamos por «mala fe», o intentando tapar escándalos, o cerrando filas «hasta que escampe». No, no. Yo no fui el único que se llevó una sorpresa cuando Roldán salió como salió… Yo, de hecho, nunca conocí a Roldán personalmente, pero todo el mundo me hablaba maravillas de él. Nunca le traté; hablé personalmente con él por teléfono, una sola vez en toda mi vida, y fue para pedirme un favor, que no le hice, por cierto. Me pidió algo sobre la selectividad… alguien que quería aprobar sin… Y le dije: «Mira, Luis, lo siento mucho, pero yo he sido el autor de la norma según la cual se accede a la Universidad por nota. Como te puedes imaginar, lo último que voy a hacer es llamar a nadie para decirle que no sé quién, un general de no sé qué…». Al menos no me pidió que le convalidara algún título que no tenía… Yo insistí ante sus presiones: «Mira, Luis, lo siento, pero en la Universidad se entra por estricto baremo de méritos, y si tienes un cinco, entras, y si no, no». Es verdad que él fue muy prudente, y que no me dijo: «Mételo»; sino: «Mira a ver si se puede hacer algo». Le dije que no se podía hacer nada. Ésa es la única vez que he hablado con él en mi vida. Pero sí es verdad que, a tenor de lo que me decía la gente, Roldán era una especie de ídolo. ¿Quién iba a imaginar que este individuo era un golfo?
A veces reaccionamos tarde, es cierto. Los temas de corrupción no se atajaron a tiempo. Unos, porque no nos atrevimos, y otros, porque nos sorprendieron. Es verdad que el Partido perdió reflejos. Seguramente el PSOE no estaba preparado para lo que ocurrió, y puede que, en parte, hubiera mucha ingenuidad. Éramos la ciudad alegre y confiada, pensábamos que por el hecho de que la gente llegara al PSOE y se hiciera un carné, ya era de los nuestros. No nos dimos cuenta de que la estadística es implacable y que cada organización tiene un porcentaje de golfos. A nosotros nos correspondía un porcentaje de aprovechados y, en ese aspecto, es cierto que tuvimos falta de reflejos… en algunos casos.
Probablemente quisimos cerrar los ojos ante una realidad que teníamos delante. Ahora es muy fácil decirlo, pero en aquel entonces resultaba mucho más complicado. Es probable, insisto, que si le hubiéramos cortado la cabeza al primer golfo que apareció por la puerta y la hubiéramos expuesto en la plaza pública, tal vez habría sido todo de otro modo. Aquella situación es algo que no nos podemos volver a permitir. Al final, la máxima debe ser: «Confía en todo el mundo pero desconfía de todo el mundo».
DISTANCIAMIENTO Y NUEVOS NOMBRES
No sabría decir con certeza cuál fue la razón, o las razones, de la ruptura entre Alfonso y Felipe, ni de cómo se fue gestando el enrocamiento del «guerrismo». Porque, cuando yo llegué al Gobierno, la relación ya estaba muy quebrada. Yo entré en el Gobierno en 1992, cuando Alfonso ya no pertenecía al mismo. Es más, en el Partido su posición era ya bastante secundaria. Entre 1993 y 1996 ya no existía esa tensión o, al menos, yo no la viví. Además, la tensión externa era tan fuerte para el Gobierno, que todos los temas internos pasaron, para mí, a un segundo plano. Lo último que me preocupaba era si había tal lío en una federación o en una agrupación… Todo aquello me parecía anecdótico.
No soy capaz de dar con la clave de aquella ruptura entre Felipe y Alfonso. Creo que había un distanciamiento ideológico, básicamente, en la forma de concebir el Partido… Y también en las acciones de gobierno. Creo que convivían dos visiones muy distintas. Pero el distanciamiento personal no tiene nada que ver con el distanciamiento político. Creo que, realmente, había diferencias políticas y creo que ése es el origen de la cuestión.
Yo no conozco su relación actual; ni conozco tampoco cuál era en aquellos años. Felipe nunca me habló de Alfonso ni Alfonso de Felipe. Con Alfonso he tenido una relación muy escasa; he hablado poco con él. Con Felipe he hablado mucho y, siempre que he hablado con Felipe de Alfonso, he sentido que tenía cariño y respeto por él; y siempre que hemos hablado de las diferencias, siempre las ha situado en el terreno de lo político, nunca en el terreno de lo personal. Pero, la verdad, cuando yo llego al Gobierno, este problema no aparece entre las preocupaciones del Ejecutivo.
Cuando Alfonso Guerra se queda sin responsabilidad en el Gobierno, aparte de enrocarse en el Partido, no colaboró en la medida que se esperaba. Y la elección de Carlos Solchaga como portavoz del Grupo Parlamentario es, en parte, el exponente de esa guerra abierta entre Alfonso y Felipe. Porque Alfonso se enfrenta a Felipe apostando por la candidatura de Paco Vázquez. Es verdad que se desató un pulso entre los dos. Pero en ese pulso, al menos como yo lo vivo en el Parlamento, Carlos lo cierra inteligentemente. Carlos tuvo la habilidad de saber que tenía el Grupo Parlamentario con una correlación de fuerzas de setenta a treinta a su favor, pero quería contar también con ese treinta por ciento, que era su «oposición» interna. Y, con el paso del tiempo, las tensiones se diluyeron mucho. Cuando comenzaron los problemas, yo no percibí esos conflictos. Me remito al discurso de despedida de Carlos. Él era una de las bestias negras del «guerrismo» y, sin embargo, logró desactivar las tensiones. Esa tensión disminuyó por dos razones. En primer lugar, por la buena actitud de Carlos, y, además, por los gestos del propio Gobierno. El Gobierno no entró en esa batalla, entre otras cosas porque algunos ministros poco tenían que ver con la batalla interna; Pedro Solbes era ministro de Economía, Ángeles Amador, ministra de Sanidad. Era gente ligada al PSOE, pero no tenía una historia dentro del Partido y sus órganos de gobierno. Y, en segundo lugar, porque todos tratamos de hacer un esfuerzo. Más adelante, cuando comenzaron a surgir los problemas de verdad, aquellos conflictos internos pasaron a segundo plano. Estaban ahí, sí, pero pasan a segundo plano. Recuerdo las reuniones de coordinación, a las que asistían Txiqui y Cipriá, Joaquín Almunia, Narcís y yo, y las recuerdo como reuniones de trabajo normales, donde lo que primaba era la colaboración. Los temas que provocaban tensión se apartaban.
La batalla sucesoria estuvo presente en nuestras peleas internas hasta el final. Y es cierto que, en el Partido, la gente de Alfonso, que era vicesecretario, tuvo la pretensión de convertirse en lo que él llamaba «El Partido». Él, Alfonso, lo identificaba con su propio pensamiento y con su propia posición; y, en teoría, era el grupo llamado a elegir al sucesor de Felipe. Eso sí es cierto. Ese pulso siempre ha estado latente, en medio de todos nuestros problemas. Y eran conflictos que, de verdad, aturdían al último Gobierno de Felipe —un buen Gobierno, en mi opinión—.
Recuerdo que las primeras valoraciones del Gobierno fueron positivas, incluso las de la prensa más conservadora. Era un Gobierno técnicamente capacitado; que tenía gente nueva… Era un Gobierno adecuado para llevar a cabo nuestros objetivos. El problema fue que la agenda la confeccionaron otros. Nuestra acción política pasó a segundo plano porque las circunstancias… Durante el tiempo en que se desenvolvió la investigación de la «comisión Roldán» no se hablaba de otra cosa. Ya podía hacer el Gobierno lo que quisiera… nadie lo supo. Sencillamente, porque las circunstancias políticas no permitieron hacer nada en sentido contrario. Es verdad que no era un Gobierno con una extracción partidaria tan nítida como los anteriores. Felipe apostó por personas que, sin ser ajenas al Partido, no estaban inmersas en la vida partidaria: Pedro Solbes, Ángeles Amador, Carmen Alborch, Juan Alberto Belloch, Cristina Alberdi… Eso es completamente cierto. Ésa era la apuesta de Felipe.
INTERIOR: FATALISMO Y CULPABILIDAD
Se ha hablado mucho del Ministerio del Interior y nos hemos preguntado si nos equivocamos en algunos casos… La verdad es que yo, en ese sentido, soy bastante fatalista. Yo creo que el Gobierno podía hacer muy poco. Al final, Roldán es un golfo; el Gobierno puede hacer lo que sea, pero él es un golfo. Y ni quisimos ni pudimos ocultarlo. Por otro lado, si hubiéramos querido «taparlo», no lo habríamos conseguido. Pero no quisimos. Nosotros votamos la «comisión Roldán» y pusimos a disposición de los parlamentarios todos los documentos de la comisión, todos. Los buenos y los malos. Y, entre otras cosas, no había quien se los leyera, eran cajas de documentos… Aparecieron determinadas acciones de las que el Gobierno no sabía nada. ¿Hubiera podido hacerse otra cosa? Yo creo que es difícil de imaginar…
La actuación de Belloch en el Ministerio del Interior… En fin, hubo algunas declaraciones de Juan Alberto que no gustaron, algunas afirmaciones quizá un tanto desabridas para con algunos de sus antecesores. Aquella etapa estuvo absolutamente judicializada. Más allá de las comisiones de investigación en el Parlamento, fuimos todo lo transparentes que podíamos ser. No podíamos ni debíamos hacer otra cosa…
Una buena parte de los incidentes que surgieron, sobre todo, en los años 1995 y 1996, fueron incidentes judiciales, que poco tenían que ver con la actividad del Gobierno. El Gobierno tiene que cumplir con lo que los jueces le mandan. Desgraciadamente, al final, sobre ese Ministerio llovieron culpas, algunas de las cuales le correspondían, y otras, no.
La judicialización de la vida política de esa etapa correspondió, sobre todo, a la tarea del Ministerio del Interior. Pagaron justos por pecadores, se hicieron acusaciones generales y cayeron sobre determinadas personas algunas acusaciones completamente falsas. Pero algunas de ellas eran ciertas.
El problema de esta historia fue que la golfería de Roldán, una vez que se demostró, permitió «construir» una serie de casos, algunos de los cuales eran completamente inciertos. Por ejemplo, yo recuerdo el «caso Palomino», el «caso del búnker de La Moncloa»… Todo aquello era mentira, de principio a fin. Y, sin embargo, el «caso Roldán» permitió dar una apariencia de credibilidad a cualquier otra cosa. Digamos que, a partir de Roldán —es verdad que fue un caso escandaloso—, todo es creíble. Hubo un tiempo en que todo lo que se decía de nosotros era creíble. Y, en esa situación, pagaron justos por pecadores. En paralelo, se desarrolló una actuación judicial absolutamente inquisitorial en algunos extremos. De hecho, hay procesos judiciales que acabaron en nada. Procesos que dieron portadas y portadas… En definitiva, en aquel caldo de cultivo valía absolutamente todo.
Juan Alberto Belloch y yo íbamos juntos a todas partes. Se decía que éramos una pareja de hecho. ¡Naturalmente! Los problemas estaban ahí, sobre la mesa, y yo tenía que dar la cara todos los viernes por problemas que, a veces, no eran míos. En aquel momento, no tuve la sensación de que Juan Alberto estuviera traicionando al Gobierno o estuviera siendo desleal. Es verdad que luego se han escrito y se han dicho cosas de él a las que nunca ha respondido. Pero, al final, cada protagonista escribe la historia como cree que le va mejor en ella. Es cierto que luego han aparecido sombras de sospecha y libros publicados con historias que yo, personalmente, no conocía y cuya verosimilitud tampoco puedo atestiguar ni afirmar. Yo, en aquel momento, no tuve la sensación de que Belloch actuara tal y como sugieren esos libros y algunos comentarios. Juan Alberto estaba, en muchos momentos, desbordado. Porque Interior era un Ministerio que dependía del auto judicial que le llegara al día siguiente por la mañana. Pero es verdad que se han dicho cosas muy duras de Belloch que han quedado ahí, sin respuesta.
Si pienso en todo aquel asunto de Garzón… Yo lo pasé tan mal que he procurado aislar…
He sacado algunas conclusiones políticas de los tres años de Gobierno, de 1994 y 1995, sobre todo. Guardo un buen recuerdo de las personas que trabajaron junto a mí. Desde luego, tengo un buen recuerdo de mi equipo, que me soportó; de Almunia, que se portó como un caballero; de Solchaga, que se portó como un señor; de Narcís, que siempre me ayudó… Un buen vicepresidente para mí… El resto… La verdad es que no he tenido mucho interés… Fue una época muy convulsa, y muchos comportamientos de aquella época tienen más que ver con individuos saltando en busca del salvavidas que con malvados. Yo creo que di la cara todo lo que tenía que darla, cumplí con mi conciencia y he hecho una especie de paréntesis.
Hay cosas que se me han ido olvidando.
En cuanto al comportamiento de Garzón, hay división de opiniones. Hay gente que, honradamente, piensa que se le maltrató, porque no se cumplieron sus legítimas expectativas de poder; otros dicen que tuvo un comportamiento absolutamente deshonesto que, al final, culminó sacando a la luz un sumario y ejerciendo la venganza. Yo no soy quién… No sé si el sumario estaba o no estaba en aquel cajón. Lo que sí es verdad es que, en su salida del Gobierno, hubo, por su parte, cierto despecho, aunque él nunca me lo comentó explícitamente. Quiso ser ministro de Justicia e Interior, y no es una opinión. Es información pura y dura. Y no estoy seguro de que, satisfaciendo sus exigencias, sus ambiciones, se pudiera haber evitado el problema que generó. Yo tuve una conversación —una conversación concreta— antes de la crisis de Gobierno en la que se nombró a Juan Alberto titular de los dos ministerios. Fue una conversación con Garzón, y se me quedó grabada. Él me vino a decir… No lo expresó con claridad, pero sentí que me estaba trasladando un mensaje respecto a lo que pretendía ser. No era una amenaza, pero sí un mensaje sobre qué deseaba alcanzar.
Tengo grabada la escena de Garzón en una plaza de toros —un festival, en Valencia—: le chillaron, le pitaron. (La gente nos silbaba a los socialistas, no sé de qué problema se trataba entonces…). Recuerdo que aquel día yo estaba viendo la televisión en directo: era el telediario de Antena 3 —no sé con quién estaba, creo que estaba con mi jefe de gabinete, con Javier—, y me acuerdo perfectamente de que, cuando vi la escena y vi que Garzón entraba en la plaza y le silbaban, le dije a Javier: «Baltasar se va». No fue una especie de premonición, sino de apuesta… Y, efectivamente, al poco tiempo se marchó. Yo creo que él no podía soportar según qué cosas…
No sé si él actuó por venganza después. No me atrevería a hacer un juicio que, en definitiva, es moral. Pero lo que sí sé es que él tenía aspiraciones que no vio cumplidas. Y eso lo sé, me consta; de eso estoy seguro. Pero tampoco hay que olvidar que Juan Alberto Belloch y él tenían una relación muy mala. Yo entendí que era muy fuerte, para Juan Alberto, nombrar de número dos en el Ministerio a alguien con quien no se trataba. No sé si lo trató bien o no; a mí Juan Alberto me jura que sí… Hay historias por ahí que dicen que lo trató mal. Lo que sí sé es que la crisis de Gobierno la hizo Felipe y la hizo como mejor le pareció; y la fusión de los dos Ministerios era un intento, entre otras cosas, de colocar la Justicia en Interior para ofrecer un mensaje político de que iba a imponerse la transparencia a ultranza en ese Ministerio. Y ese mensaje político tenía sentido en aquel momento. Así lo pensó Felipe y así me lo explicó… ¿Hasta qué punto eso frustró una expectativa de Baltasar Garzón? Por la conversación que yo tuve con él, poco antes de esa crisis, yo diría que sí, yo diría que él tenía aspiraciones, aunque nunca me sugirió ningún tipo de enfado ni de cabreo. Simplemente, me dijo dos o tres frases inequívocas. Felipe no se oponía a que Garzón tuviera alguna responsabilidad en el Gobierno. De hecho, la tuvo, como secretario de Estado contra la Droga. Yo sé que, cuando se produjo su nombramiento, hubo cierta tensión, porque él quería tener, desde la Secretaría de Estado contra la Droga, mando directo en las Fuerzas de Seguridad. Y al final se le concedió. Quiero decir que él tenía esa pretensión —no sé si alguien se lo había prometido o no, lo ignoro— y, al final, lo consiguió: el Gobierno le otorgó poder sobre la Policía y la Guardia Civil en lo referente a temas de drogas. Ahora bien, yo creo que aspiraba a más. Lo creo sinceramente.
Felipe nunca me comentó nada respecto a la presión o al chantaje de Garzón… En eso, era hermético.
AQUELLOS AÑOS DE PLOMO
En mi relación con Felipe González puedo hablar de dos etapas. Cuando me nombra ministro, no lo conocía. Lo había visto una vez en mi vida. Es verdad que más adelante, en La Moncloa, tuve una relación con él muy cercana. Eran tiempos muy duros y Felipe era una persona bastante hermética, muy poco hablador, una persona que se lo guardaba todo. Bueno, era su forma de ser y, probablemente, gracias a eso, lo aguantaba todo… Tenía una fortaleza enorme. Nunca dejó de presidir los Consejos de Ministros, de tomar decisiones… En ningún momento. Me hace muchísima gracia cuando oigo decir por ahí que Felipe era un vago o… Felipe trabajaba, leía los papeles, conocía los temas… Era un hombre impresionante. A pesar de todo lo que estaba cayendo, nunca, nunca dejó de ejercer su puesto con una híper responsabilidad. Yo lo recuerdo en los Consejos como una persona que leía los dossieres y que sabía de qué hablaba. Cuando yo tenía alguna duda en la rueda de prensa… A veces sabía más que el propio ministro de turno y sabía cómo explicar las cosas. Tenía una cultura política… espectacular. ¿Vago Felipe? ¡Cualquier cosa menos eso! Siempre fue presidente del Gobierno y nunca dejó de serlo mientras permaneció en el cargo. Y, después de salir de La Moncloa, yo he podido llegar al otro Felipe, el Felipe sin cargo: un tipo expansivo, divertido, gracioso, relajado… Con él puedes pasar toda una noche riendo, desde que empieza hasta que acaba. Pero a ese Felipe no lo conocí en La Moncloa.
La corrupción torturó a Felipe; lo llegó a enloquecer. Sobre todo, por la sorpresa. Yo tengo alguna prueba, por ejemplo, cuando salió el tema de Urralburu[128], yo creo que a Felipe casi le da un pasmo. «¡No puede ser! ¡Es imposible lo que nos están contando! ¡No es posible!». Yo vi a Felipe… No podía creérselo… Eso le golpeó mucho.
Le dieron «leña». Felipe ha soportado en este país lo que no está en los libros… ¡Lo que han dicho de Felipe González en las radios, en los periódicos…! ¡Era terrible! En su honor, debo decir que nunca dejó de ejercer su cargo, nunca le vi tirar la toalla, nunca le vi bajar los brazos… Nunca. Lo que sí es verdad es que todo aquello lo convirtió en un hombre más reservado, poco dado a hablar. Era una persona, digamos, que podía soportar mucho más de lo normal.
Era esa etapa de plomo en la que dimitían constantemente los ministros. Incluso Narcís dimitió. Fue un disparate. Creo sinceramente que no había para tanto y que aquellas dimisiones fueron un poco compulsivas. Pero había un factor psicológico que nos llevaba a tomar aquellas decisiones… Ya no teníamos fuerza, no teníamos capacidad para resistir. Además, no contábamos con mayoría parlamentaria y se notaba muchísimo. Teníamos un problema de falta de credibilidad muy fuerte. Y cuando se esfuma la credibilidad política y, además, no se cuenta con una mayoría parlamentaria, la capacidad para resistir es muy pequeña. Al final, sólo resistimos por Felipe. Ésa es la verdad. El Partido nos sustentó, pero también estaba muy golpeado. Haciendo un símil químico o médico, es como cuando un enfermo sale de una operación: está débil y es más susceptible de contraer una infección. Nuestra situación era muy parecida. Cuando se está débil políticamente, cualquier problema es un gran problema. Quizás ahora puedo admitir que aquellas dimisiones en cadena, aparte de ser innecesarias y no solucionar nada, daban la sensación de que quienes nos acosaban tenían razón… Ocurría que tampoco teníamos mucha capacidad de reacción.
El problema al final era que teníamos un socio, CiU, que pedía cabezas. Yo creo que la cabeza de Narcís, la verdad, no la pidió nadie. Y creo que fue el propio Narcís el que llegó a la conclusión de que no podía más… que había que dar un paso atrás. Se fue con mucha dignidad. Fue por aquel debate terrible de las cintas del Cesid… Lo que contaba Narcís era verdad: todo lo relativo al espacio radioeléctrico… Era verdad. Es cierto que aquellas cintas no se destruyeron y alguien —Perote o quien fuera— se las quedó. En ese caso, hubo un fallo en el Cesid, porque aquellas cintas nunca tenían que haberse guardado: tenían que haberse destruido. Era cierto que un «barrido» radioeléctrico permitía recoger todas las conversaciones… en aquel momento… Pero alguien guardó aquellas cintas, probablemente pensando en hacer una jugada con ellas y, finalmente, así fue. No es verdad que el Gobierno espiara, pero es verdad que hubo un fallo en los sistemas de seguridad de los servicios secretos. Alguien, políticamente, era responsable… Yo creo que fue un exceso que llegara al vicepresidente… pero él había sido ministro de Defensa en la época en que se produjeron las grabaciones. Y ése fue el motivo. Dimitió porque dio la cara como exministro de Defensa, no por ser vicepresidente años después. Fue un fallo de Emilio Alonso Manglano. Pero a Manglano lo engañaron… Una guerra entre el número uno y el número dos del Cesid, y el número dos arremetió contra todo. Había una responsabilidad política, pero no una responsabilidad personal.
Si nos arrugábamos tan rápidamente era porque no teníamos fuerza. Porque, políticamente, estábamos muy débiles.
HABLAR PARA LA PARED
Era muy difícil esperar de los medios de comunicación una actitud ecuánime. Porque los escándalos, objetivamente, fueron muy graves. Tuvimos al gobernador del Banco de España metido en un problema de dinero negro y al director de la Guardia Civil metido en un problema de latrocinio… Y eso es muy complicado de neutralizar. A ello hay que sumar los catorce años de un Gobierno, con el agotamiento natural de estos casos y el desgaste de esos cinco lustros… El tiempo en política puede compararse al tiempo de la vida… El tiempo envejece, los años pasan y las marcas te van señalando.
Había una sensación de «fin de época». Yo creo que aquel Gobierno de 1993 tenía un crédito limitado. Durante el primer año, mal que bien, pudo capearse el temporal. (Aunque teníamos unos problemas económicos espantosos: la peseta, la bolsa, los tipos de interés… Todo aquello, recuerdo, era una especie de tortura). Teníamos un crédito político, pero no era el de 1989 ni el de ocasiones anteriores. Habíamos ido gastando crédito y, finalmente, ese crédito se volatilizó entre 1994 y 1995.
En los medios de comunicación se instaló una fortísima sensación de «fin de ciclo». Y a partir de ese momento, cuando los medios vieron a un Gobierno agotando el final de un ciclo, hubo quienes, sencillamente, abandonaron el barco y se instalaron a la sombra del poder que amenazaba con ocupar la dirección del país. El PP aparecía como «los que llegaban» y nosotros como «los que nos íbamos». Al final, todo eso se suma y puede entenderse el resultado.
Yo casi nunca entré en las batallas mediáticas. Traté siempre de ser portavoz del Gobierno. Aunque se dijo que, en el Consejo de Ministros, yo disparaba, no es verdad: yo siempre me defendía… Intenté siempre, en todos los medios, salvar el papel institucional, porque pensaba que, cuando yo hablaba, era el Gobierno de España quien lo hacía, no el Gobierno del PSOE y, desde luego, no el PSOE. Pero es verdad que, a veces, me defendía. Recuerdo perfectamente que, cada viernes, a las doce, Rodrigo Rato hacía su rueda de prensa. Yo salía a las dos de la tarde con un pliego de cargos al que tenía que responder. Nunca atacaba, siempre respondía. Pero, hasta el final, traté de mantener una cierta neutralidad en cuanto a mi relación con los medios de comunicación. Y hablaba prácticamente con todos, y no dejé de ir a la COPE… Iba al programa de Antonio Herrero. Iba, me plantaba allí y me defendía. Daba la cara como un enano. Nunca dejé de ir a ningún lugar ni de dar la cara.
Desde 1994 tuve la sensación de que todo era inútil, de que hablaba para la pared. Mis ruedas de prensa tenían dos partes. En la primera, comentaba las acciones del Gobierno; en la segunda, respondía a todas las acusaciones que nos hacían. Los medios acudían a las ruedas de prensa por la segunda parte, no por la primera. ¡Dedicaba media hora a explicar siete fantásticos proyectos de ley! Y luego llegaban las preguntas…
Durante la primera parte de la legislatura había bloques de preguntas, como en los informativos. Un bloque: «Tensiones con Convergència y con el PNV». Hacían sistemáticamente esa pregunta. Se acaba la rueda de prensa e inmediatamente empezaban los periodistas, que si una votación, que si un acuerdo… El hecho de no tener un pacto de Gobierno nos debilitó extraordinariamente, porque cada votación era una incógnita, una sorpresa. Cada viernes había que construir una teoría sobre la estabilidad del Gobierno. Cada viernes debía responder a un bloque de preguntas que se llamaba «inestabilidad gubernamental»: alguna declaración de Miquel Roca, de Joaquim Molins, de Iñaki Anasagasti… ¡Cada viernes! Y ese bloque fue dando paso a lo que llamaríamos «crónica de sucesos», a partir de 1994 y 1995.
UNA SINIESTRA ACTUACIÓN DE AZNAR
No hubo tampoco muchas cosas gratificantes respecto al terrorismo… Se detuvieron comandos… pero no… En todo caso, en este caso, la memoria me hace trampas: recuerdo mejor los atentados que las detenciones. Por ejemplo, recuerdo con horror el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, de Paco, porque yo tuve que decírselo a su hija, que trabajaba conmigo. Cuando empezaron a salir los teletipos, Ana, que es encantadora, subió a mi despacho sin saberlo… y yo le di la noticia. Era funcionaria de La Moncloa. Me llamó mi secretaria, Pilar, y me dijo: «Aquí está Ana Tomás; quiere verte, está llorando». En ese momento, me llamó Margarita Robles y me dijo que habían matado a Paco Tomás y… Tuve que decírselo yo. Fue terrible. Yo quería mucho a Paco Tomás. De hecho, yo sólo he dado una conferencia en el [Club] Siglo XXI y me presentó él, cuando yo era ministro de Educación. Y para Felipe fue un golpe tremendo… Terrorífico. Recuerdo el entierro, el funeral, en el Tribunal Constitucional… Horroroso. Y no olvidaré nunca la manifestación. No olvidaré nunca que salíamos nosotros, pegados a la Puerta del Sol —teníamos el coche en la calle Arenal—, y estaba Aznar haciendo declaraciones… Fueron las famosas declaraciones en las que nos echaba la culpa. Cuando subimos al coche, las oímos. Pasamos a su lado, estaba rodeado de periodistas y estaba haciendo aquellas terribles declaraciones: «Sí, los madrileños han salido contra ETA, pero también contra este Gobierno, que es incapaz de solucionar el tema del terrorismo». Recuerdo que Felipe se negaba a ir a la manifestación; no le gustaba, consideraba que su obligación no era ésa… Decía que el presidente del Gobierno no se manifiesta. Ésa era su tesis…
Aznar, con aquellas declaraciones tan siniestras y oportunistas, se estaba autoinvistiendo, de forma anticipada, como presidente del Gobierno. Yo creo que él pensó que, por ser Paco Tomás amigo de Felipe, aquella manifestación pudiera dar la sensación de que la gente quisiera arropar al Gobierno, y quiso cortar de raíz esa posibilidad. Su actitud fue malvada; yo tengo la impresión de que fue un malvado… Siempre he pensado que, si en vez de tratarse de Paco Tomás y Valiente, hubiera sido un desconocido, tal vez no habría hecho aquellas declaraciones. Siempre lo he pensado. En definitiva, aquellas declaraciones no tenían que ver sólo con el atentado, sino con el asesinato de un amigo de Felipe González. Siempre lo he pensado. Nunca me lo he podido quitar de la cabeza. Quería neutralizar la mínima sensación existente en la sociedad de conmiseración, de pena, de solidaridad con el Gobierno, y siempre he pensado que él trató de cortar una ola de simpatía que pensó que podría levantarse en la ciudadanía ante el asesinato, no del presidente del Tribunal Constitucional, sino, sobre todo, de un amigo de Felipe González. Felipe estaba muy afectado. Yo creo que es el momento en que más afectado le he visto. Así como vi a Narcís muy afectado cuando mataron al teniente general Veguillas… Recuerdo a Felipe roto. Muy afectado. Mucho, mucho. En el fondo, no puedes evitar pensar que lo han matado por… todo; también porque era amigo suyo… No puedes evitarlo; aunque, probablemente, en la lógica psicopática de ETA, eso tenga una influencia menor o no la tenga. Pero es inevitable pensarlo. Y Felipe lo pensaba.
SOLANA, LO MEJOR QUE TENÍAMOS
Cuando Felipe toma la decisión de volver a ser candidato, sin duda, sufrió otra vez la presión. No es que le obligáramos… El caso tiene una explicación sencilla: el candidato era ya Javier Solana. Nos fuimos de vacaciones; no estaba nominado todavía pero ya había un acuerdo: el próximo candidato sería Javier. Estábamos todos de acuerdo. Ni siquiera Alfonso se oponía. De modo que nos fuimos de vacaciones con Javier de candidato in pectore… Pero Javier se va a la OTAN, y con Javier en la OTAN, no hay forma de improvisar un candidato… No había nadie. Lo inevitable era que volviera a presentarse Felipe… Surge su nombre prácticamente como última solución, y él lo aceptó. Lo aceptó y se hizo la campaña él solito. Y casi volvió a ganar…
Para que se confirmara la candidatura de Javier Solana hubo varias reuniones a las que yo no asistía. Eran reuniones de secretarios generales del PSOE. Yo recuerdo que hubo varias en La Moncloa, al menos dos o tres, en las que salió a relucir el nombre de Javier Solana, creo que por unanimidad. Nadie se opuso a la opción de Javier. No estuve presente en esas ocasiones, pero, a la salida, venía Ramón Jáuregui a mi despacho, o hablaba con José Bono… Tengo la impresión de que aquellas reuniones fueron bastante pacíficas, es decir, todos estaban de acuerdo en que Javier era un buen candidato, era un hombre intachable, con un currículo en el que se apreciaba su voluntad de consenso, no levantaba ampollas en ningún sector ni en la sociedad. Era el mejor candidato que teníamos, exceptuando a Felipe. Y, además, Alfonso Guerra ya no tenía fuerza para oponerse. Ésa es la verdad.
La campaña de 1996 fue muy mortecina. Creo que Aznar, deliberadamente, huyó de los combates cuerpo a cuerpo, huyó de los debates. Ellos creían que ganarían, que estaba todo hecho; y se encontraron con que Felipe dio la batalla. Sus mítines fueron excepcionales y sus comparecencias en televisión, espectaculares. Recuerdo una entrevista en televisión… Se grabó en una mañana y fue espectacular… Sacó fuerzas de… Era un monstruo. No sé de dónde sacó las fuerzas… Felipe es un político de raza: hay uno en la Historia.
En la campaña anterior, Felipe ya había tomado la decisión de realizarla fuera del «aparato» del Partido. Se apoyó en José Mari Maravall, en Joaquín Almunia y en mí, y se diseñó una campaña, sobre todo, basada en Felipe. Ya para entonces el malestar entre Felipe y Alfonso era evidente. Además, la sociedad, los ciudadanos que estaban todavía dispuestos a votar al PSOE, a pesar de todo, votaban a Felipe, no al Partido. Porque Felipe era nuestro activo electoral. Prácticamente, el único activo que nos quedaba era él. Es verdad que el PSOE tenía un «suelo» muy fuerte, pero los cinco o seis puntos que nos permitían competir pertenecían a Felipe González. Y eso ocurrió en 1993 y ocurrió en 1996. De hecho, nadie daba un duro por el PSOE. Y, al final, es verdad que también hubo mucho miedo al PP; eso también nos favorecía. Pero, sin duda, Felipe hizo una campaña espectacular. Felipe mantiene que si el PSOE le hubiera seguido, habríamos ganado. Él sostiene la tesis de que el PSOE bajó los brazos, que los «cuadros» del PSOE ya no querían ganar. Sostiene que sólo quería ganar él, y alguna verdad hay en ese razonamiento.
Creo que Aznar no suscitaba ningún entusiasmo y la derecha seguía dando miedo todavía. Hubo mucha gente que, a pesar de todo, no se arriesgó a cambiar: no se fiaba de la derecha. Y, por esa razón, el resultado de 1996 es un resultado un poco raro, como el de las elecciones de 2000: también es raro, porque en 2000 no competimos: el PSOE estaba en muy malas condiciones. En 1996, como ya he dicho, el PP generaba en determinados sectores sociales mucho miedo, mucho pánico, y esa circunstancia, más el empuje de Felipe, produjo un resultado insólito. Pero en 2000 sucede lo contrario: el PP ha cumplido cuatro años de legislatura en los que no ha tocado ninguno de los elementos claves del Estado de bienestar y ha conseguido acuerdos sociales. Los ciudadanos pierden el miedo, la economía les favorece… Y, además, hay un factor adicional: el PSOE no compite, acudió a las elecciones con las manos a la espalda; Joaquín fue vendido a la campaña electoral. Perdimos entonces, en 1996, por 300.000 votos. Pero si hubiéramos ganado… No sé… Pensando en lo que determinados personajes hicieron en 1993… Hubiera generado una tensión política enorme, peligrosa…
CUANDO LA HISTORIA SE SERENE
Yo creo que, cuando todo se serene y cuando se pueda escribir sin la pasión de lo cercano, seguramente se verá la etapa socialista con muchos más claros que oscuros. Porque esos catorce años fueron años espectaculares para España. Consolidamos la democracia, universalizamos la educación… No había puestos escolares para los niños a los siete años, tuvimos que construir muchos… Había escuelas sin calefacción… Era un desastre… No había sanidad para todos, no había pensiones para todos… Nuestros logros están ahí… Son cuatro elementos claves. También resolvimos el problema con el Ejército…
Yo creo que modernizamos el país espectacularmente. Hicimos una política claramente socialdemócrata. ¡Sin duda! Sólo hay que tomar algunos parámetros: escolarización, población con asistencia sanitaria, población con pensiones… Ahí está la clave… El Estado de bienestar se basa en tres ejes básicamente: pensiones, sanidad y educación. Sin duda. Y si a eso se añade modernización de la economía, el ingreso en Europa, una política exterior que ahora… han dilapidado. Bueno, ciertamente, el balance, en términos generales, es espectacular. Yo creo que la Historia, finalmente, colocará todo en su lugar. Cuando nos alejemos un poco y cuando quienes quieren reescribir la Historia desaparezcan, se comprobará la verdadera dimensión de la etapa socialista. Hay historiadores que quieren inventar la Historia: hay personas que ya están reelaborando la Historia desde 1936 y reelaborando el franquismo, pero cuando esos farsantes desaparezcan, cuando esos escritores a sueldo desaparezcan, cuando aparezcan los verdaderos historiadores, el balance será muy positivo y se recordará como una de las etapas más importantes de España, con independencia de que tuviéramos problemas, que los tuvimos. Y por eso tuvimos que dejar el Gobierno. Ésa es la democracia. Al final, la democracia pone a cada cual en su sitio.