Rosa Conde

Comunicando por encima del ruido

El primer asunto, de verdadera importancia, que tuvo que comunicar Rosa Conde ante todo el país fue que la huelga del 14-D había sido un duro golpe para todo el Gobierno; pero, sobre todo, para Felipe González. Hacía pocos meses que Felipe la había nombrado portavoz de su penúltimo Gobierno y parecía que aquello la iba a hundir. Pero Rosa Conde no se arredró y fue capaz de conducir aquel avispero de preguntas hacia un clima de comunicación transparente, al menos.

Nunca dejó traslucir su desconcierto posterior al conocer que el dinero que no había para detener a los sindicatos y desconvocar la huelga apareció después casi milagrosamente. Recuerda Rosa Conde que se le quedó el cuerpo frío cuando Solchaga anunció que sí se disponía de aquella cantidad. Fue en una reunión improvisada en su despacho de portavoz a la que habían acudido, una tarde después de la huelga, Felipe González y Alfonso Guerra. Rosa, que no tenía mucha experiencia en navegación por los procelosos mares de la política —porque lo suyo siempre habían sido las encuestas de opinión—, no entendió nada.

Desde entonces, Rosa Conde optó por no separarse de Felipe González. Porque lo que sí tenía claro era de quién podía fiarse para que su trabajo fuera eficaz.

Durante media mañana y una tarde, larga y entera, me explicó cómo fue su aprendizaje de la política, tratando de entenderse bien con los ministros, que no era fácil, y escuchando a Felipe González, que jamás le dio una consigna y, mucho menos, una orden. Sólo un consejo: «Me conformo con que sepas decir “No comment” cuando sea necesario».

Fueron tiempos difíciles, en los que Rosa Conde tuvo que afrontar situaciones en las que la comunicación podía arreglarlo todo o estropearlo todo. Por ejemplo, la percepción que tenían los españoles de la Guerra del Golfo, que fue muy negativa al principio y aceptablemente digerida al final. «No sólo porque las circunstancias eran bien distintas —recuerda Rosa con la mirada puesta en aquellos años—, sino porque hicimos una labor de explicación permanente, porque nunca ocultamos nada». Cuando le hago la observación —a micrófono cerrado— de que, afortunadamente, a Felipe le tocó aquella guerra y no ésta[120], Rosa Conde me responde con la misma contundencia de sus reflexiones grabadas: «Mira, estoy segura de que Felipe nunca hubiera hecho las barbaridades que está haciendo Aznar».

—Hablemos, por ejemplo, de los trabajos y los días que rodearon las negociaciones con ETA en Argel…

Ante mi sugerencia, Rosa Conde recuerda, con discreta hilaridad, la insólita pareja que componían ella y el ministro del Interior, José Luis Corcuera, para concluir que, finalmente, se complementaban. Porque Corcuera ponía el «bufido» que todos los periodistas esperaban y ella, la mano izquierda y la suavidad que eran necesarias en aquellas tensas reuniones. Fue una política de puertas abiertas que Rosa Conde recuerda con agradecimiento a los medios de comunicación, porque se manejó información sensible «y todo el mundo respondió con sentido de la responsabilidad; nadie nos hizo una faena».

La verdad es que uno recuerda que en aquellos turbulentos días, llenos de ansiedad, Rosa Conde aguantó bastante bien y sujetó, como pudo, las riendas de los caballos. Siempre tuvo una especial habilidad para pedir algo difícil, como si fuera tan sólo un favor personal.

De los momentos de gloria, Rosa Conde recuerda la campaña de Maastricht y la Conferencia de Paz de Oriente Medio, su orgullo. De los momentos más duros, su distanciamiento, lento pero inexorable, de Alfonso Guerra. Ella no puede ni quiere olvidar que fue Alfonso el que la sacó del CIS para llevarla al Gobierno, para que Felipe González la conociera. Por eso se le hace cuesta arriba responder, y rechaza, con continuos aspavientos, las preguntas sobre las causas de esa ruptura. No se acuerda si lo llamó o no lo llamó por teléfono cuando Alfonso dejó la Vicepresidencia del Gobierno. Además, Rosa no quiere meterse en jardines cuando le preguntan por los cismas del PSOE. De repente, se acuerda de que ella no estaba en el Partido, que ella fue de los independientes que, más tarde, «por coherencia», se afiliaron.

Se rebela contra la situación por la que tuvo que pasar el socialismo en el poder en los momentos más difíciles y acepta, abiertamente, que, además de todo, «no supimos comunicar lo que estaba ocurriendo y permitimos que la derecha nos tapara la boca». Así de simple. Luego, admite que aquello era muy complicado porque había una hipersensibilidad en los medios de comunicación: «Ya en mi época, todo lo que sonara a socialismo, contaminaba; era casi imposible encontrar algún punto de complicidad… Nadie nos quería echar una mano».

De Felipe ha aprendido muchas cosas. Pero reconoce que algunas son imposibles de aprender, «como su capacidad de ver mucho más lejos, con un horizonte distinto al que teníamos los demás».

Entré en el Gobierno, como ministra portavoz, en julio de 1988. Era la primera vez que había mujeres en el Gobierno: estábamos Matilde Fernández y yo. Las dos representábamos perfiles completamente diferentes… Previamente, en el Partido habían tenido lugar distintos debates sobre la cuota del veinticinco por ciento, sobre si era necesaria o no, y debates públicos en los medios de comunicación, con posiciones a favor y en contra de la cuota… Curiosamente, Matilde y yo, días antes del cambio de Gobierno, habíamos participado en un debate en televisión representando posiciones distintas: yo defendía la introducción de la mujer en la política y su entrada en cargos de responsabilidad, pero sin la cuota del veinticinco por ciento, y Matilde defendía la cuota. Las dos mujeres que entramos en el Gobierno representábamos las dos caras de la misma moneda: la necesidad de que las mujeres entremos en política. He de decir que, con el paso del tiempo, yo me «convertí» también a la cuota; ahora soy firme partidaria de la democracia paritaria, quizá por aquello de que es de bien nacidos ser agradecidos… Yo no había militado nunca en el PSOE, pero cuando se me propuso ser diputada por Jaén —en las elecciones de 1989—, acepté, y poco más tarde pedí la entrada en el Partido… Me parecía más congruente mi presencia en el Parlamento si yo era miembro del Partido.

He de reconocer que yo entro en el Gobierno de la mano de Alfonso Guerra. Felipe González no me conocía. Me había visto sólo una vez. Yo había sido directora general del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y la noche electoral de las autonómicas y municipales de mayo de 1987 fui a La Moncloa a darle los últimos datos a Alfonso Guerra. Felipe González entró al despacho de Alfonso Guerra y fue la primera vez que nos vimos. Estuvimos juntos un par de horas, analizando los primeros resultados de las elecciones, y ya no lo volví a ver. Honestamente, creo que fui ministra por Alfonso Guerra.

«NO COMMENT»

Felipe podía haber comentado —según he oído después, no porque él me lo haya dicho— que me había visto en dos debates en TVE. Uno había sido en el programa de Mercedes Milá, De jueves a jueves… Creo que era el día anterior al referéndum de la OTAN… No, el día después; pero me tuve que comprometer con el programa antes de conocer el resultado. Participé en aquel debate… En La Moncloa o en algún sector del Partido, al parecer y desde el punto de vista político, apreciaron mi intervención. Más adelante, participé en el debate sobre la cuota del veinticinco por ciento del que he hablado. Son los dos momentos públicos por los que Felipe González me conoce. Es verdad que me conocía por mi trabajo en el CIS, pero, de hecho, el que me llama, en un primer momento, es Alfonso Guerra. Me llamó a su despacho y me dijo: «Llevas mucho tiempo preguntando —era directora del CIS, como he dicho, y había sido antes subdirectora— y ahora queremos que te pregunten a ti… Quiero que seas ministra y te va a sorprender». Y yo quise saber: «¿Ministra de Defensa?». Si me iba a sorprender, me pareció… Le pedí diez minutos, no más, para pensármelo, salí de su despacho, lo analicé y hablé por teléfono con mi marido para decirle que me habían propuesto ser ministra… En todas las quinielas, el ministrable era mi marido, Álvaro Espina, no yo. Él había sido ministrable en varias ocasiones; yo creo que ser ministro estaba en su trayectoria: era ya secretario de Estado.

Y una vez que le dije «sí» a Alfonso, bajé a ver a Felipe, que me dijo poco. Es curioso… Me dijo: «Lo único que te pido es que en una rueda de prensa seas capaz de decir: “No comment”». Siempre pensé mucho sobre aquello, porque, la verdad, no me dio más instrucciones, ni más indicaciones; tuvimos una conversación personal muy grata.

Recuerdo que había unas fotos encima de su mesa, de él, de Alfonso Guerra, de algunos miembros del Gobierno… y estuvimos comentando cómo, desde 1982 a 1988, habían envejecido todos. Hablamos sobre cómo envejecen los ministros, lo dura que es la tarea de gobierno, y sobre cómo habían cambiado físicamente muchos compañeros, él también, a lo largo de esos años… Fue una conversación muy poco política; creo que él estaba interesado en ver mi reacción en la relación interpersonal, porque políticamente ya me conocía por mi trabajo en el CIS… supongo que ésa era la razón.

Felipe nunca me dijo lo que yo tenía que decir, nunca me dio instrucciones. Pero, pacientemente, ha dedicado muchas horas a hablar conmigo, a analizarme, a decirme, a contarme… Me acostumbré a oírle «pensar» en voz alta. Lo hacía para trasladarme lo que había detrás de la política que estábamos haciendo… (Yo siempre intentaba no sólo ofrecer la información respecto a las decisiones que se tomaban o sobre lo que estuviera ocurriendo, sino explicar en qué contexto se producía, a qué respondía los hechos… es decir, trataba de crear argamasa en torno a la información, darle una unidad lógica).

Desde el primer día… Yo entré en el Gobierno un miércoles. El viernes hice mi primera rueda de prensa y me presenté con lo que había oído en mi primer Consejo de Ministros, sin tener más instrucciones… La verdad es que fui valiente, pero los que me nombraron también lo fueron, porque era un riesgo.

NOS FUIMOS AL PRECIPICIO

Todos los lunes despachaba con el presidente. Felipe veía a las diez al ministro de Exteriores; a las once, al portavoz; y a las doce, al ministro de Defensa. En algún sentido, además de coordinar las tareas de información, yo hacía de correa de transmisión con un conjunto de ministros que tenían menos hilo directo con el presidente. Digamos que también introducía esa cohesión de información dentro del Gobierno.

Siempre recuerdo, como algo muy curioso de aquel momento, mis conversaciones con Claudio Aranzadi[121] —que fue uno de los ministros con los que tuve, y tengo hoy, una relación de amistad—. Analizábamos la suerte que habíamos tenido de entrar en el Gobierno en un momento en el que había una situación económica excepcionalmente buena. Hacía ya dos años que estábamos en la UE y el proceso de integración había sido muy bueno; superada la crisis económica, se habían empezado a realizar ya las tareas de modernización del país, de mejora en el Estado del bienestar… Era un momento, políticamente, muy bueno. No había crisis entre Gobierno y Partido, no había crisis entre Felipe González y Alfonso Guerra, no había dificultades de relación entre Grupo Parlamentario, Partido y Gobierno… Era un momento dulce de la vida política. Pero, pocos meses después, nos encontramos con una huelga general. Y tengo que reconocer que ese contraste me sigue sorprendiendo. ¿Qué ocurrió entre julio de 1988, cuando entro en el Gobierno, en un momento dulce de la vida política, y el 14 de diciembre, en el que sufrimos aquel, como reconoció Felipe, «duro golpe»?

Nunca he analizado muy a fondo el comportamiento de Nicolás Redondo y de la UGT. Me resulta difícil. Pienso que, políticamente, yo me oriento bien; sin embargo, con los sindicatos me cuesta trabajo, a veces, entender sus reacciones, sus comportamientos… Pero creo que… Nicolás Redondo abandonó su escaño en el Parlamento en 1985, cuando se aprobó la Ley de Pensiones. Ese momento generó una confrontación enorme entre Nicolás Redondo y Felipe González. Y, honestamente, creo que no fue responsabilidad de Felipe González, sino de Nicolás Redondo, que siempre creyó que, en los Gobiernos de Felipe González, él iba a dirigir las políticas sociales o iba a tener la última palabra en esas cuestiones… Y Felipe, desde el primer día, entendió que la responsabilidad del Gobierno era sólo suya —ni siquiera del Partido—: era sólo suya.

Felipe trabajó codo con codo con el Partido, pero no podía hacerlo con UGT, sobre todo, porque Nicolás Redondo no se portó de forma leal con Felipe, especialmente en la huelga general. Existía una confrontación larvada desde 1985 y el Plan de Empleo Juvenil fue, realmente, una excusa para la huelga general. No digo que sólo la enemistad de Nicolás Redondo provocara la huelga del 14-D, porque fue algo que fue creciendo con el tiempo. De septiembre a diciembre, los sindicatos trabajaron duro para preparar aquella huelga. Seguramente, estábamos atravesando un momento… Lo veo ahora, con la distancia, y creo que llegó un momento en el que los ciudadanos decidieron que tenían que castigar a su Gobierno… por algo.

Comenzaron a producirse críticas sobre determinados comportamientos, se hablaba del «rodillo socialista», de la prepotencia… Y no supimos reaccionar bien. Así como el día de la huelga reaccionamos muy bien, tengo la sensación de que durante los meses de su gestación, sabiendo lo que se nos avecinaba —porque veíamos que la huelga iba cuajando y que iba a ser importante— no supimos reaccionar bien. Y no digo «reaccionar» en el sentido de conceder a los sindicatos lo que pedían antes de la huelga. Nosotros habíamos hecho lo que teníamos que hacer: mantener nuestra posición, puesto que lo que se lidiaba en aquel momento no era esa reivindicación sino algo mucho más profundo. Era una confrontación a la que había que darle salida. Ante esa situación, no supimos reaccionar bien… (Tendría que buscar en la hemeroteca mis propias declaraciones: no estoy hablando de los demás, sino de mí misma). Hablábamos con demasiada dureza de la huelga, quizá con cierta crispación, con falta de serenidad. Sabíamos que la huelga general iba a tener un fuerte impacto —aunque no tanto como el que tuvo—, pero no hicimos las declaraciones adecuadas. Era caminar hacia el precipicio sin poder evitarlo. Y nos fuimos al precipicio.

EL APAGÓN QUE GANÓ LA HUELGA

Sabíamos lo que iba a ocurrir pero, sobre todo, lo supimos a las doce de la noche en punto —es algo que yo siempre recordaré como algo muy impactante—, cuando se interrumpió la señal de Televisión Española. Pilar Miró era directora de TVE y… fue muy curioso, porque, durante los dos meses de gestación de la huelga, yo hablé en varias ocasiones con Pilar Miró, y ella siempre me dijo: «Cuéntame lo que tú quieras, pero yo siempre haré lo que yo crea». Eso hay que decirlo en su honor, ahora que se reivindica tanto la transparencia informativa, y que se cuestiona tanto lo que hizo la televisión pública en nuestra época. La verdad es que Pilar Miró, durante los dos meses previos a la huelga, defendió siempre la independencia de la televisión pública, y llevó ese principio hasta el final, con el respeto absoluto por mi parte, y por parte del Gobierno. Pero sí recuerdo haber hablado con ella sobre la posibilidad de que se diera un parón informativo en televisión, y ella siempre me aseguró que no ocurriría nada; que, aunque hubiera huelga al 90 por ciento, la televisión seguiría funcionando.

Habíamos celebrado una cena en La Moncloa, con un mandatario internacional europeo, y volví a casa tarde… Llegué, puse la televisión, me iba a dar una ducha para volver al Ministerio… y la emisión se cortó. En ese instante, me llamó Alfonso Guerra, y me dijo: «Rosa, ¿tú no me habías dicho que la televisión no se cortaría?». Le contesté: «Sí, eso es lo que creía, pero se ha cortado». Y Alfonso me dijo: «Yo tengo dos televisiones: una está en negro, y otra da la señal». Le confirmé lo que ocurría en mi casa: «Pues yo la tengo en negro». Llamé a Pilar Miró y me dijo que el «corte» de Televisión Española se había dado desde Navacerrada. Alfonso Guerra llamó a Felipe González, le explicó los datos que me había dado Pilar Miró en esos primeros minutos…

En ese momento, por si no lo sabíamos ya, entendimos que la huelga iba a ser total y absoluta. Hasta el punto de que… Recuerdo que, a las cinco de la mañana —yo ya estaba de vuelta en el Ministerio—, tenía la radio puesta y oigo decir a Miguel Gil, que era subsecretario del Ministerio, que el consumo eléctrico, que es un indicador de actividad, apenas había variado respecto de los días normales, y que era un consumo casi normal. Le llamé y le dije: «Miguel, ¿cómo haces estas declaraciones?». Y me dijo: «Es el análisis que se está haciendo en este momento en el Gabinete de Crisis de La Moncloa». Yo le contesté: «Mira, yo vivo en el centro de Madrid, he venido hasta el Ministerio a las dos de la mañana, y no hay absolutamente nada, no se ve un coche en la carretera de La Coruña, no hay nadie por la calle…». A partir de ese momento, se dejaron de hacer declaraciones de ese tipo.

A pesar de nuestros errores anteriores, el día de la huelga reaccionamos muy bien… La verdad es que si yo hubiera tenido la voluntad política de tener más control sobre Pilar Miró, tendría que haber estado más encima de la situación, y haberla presionado para que ella controlara… Pero, mi forma de hacer política no incluye el control a las personas. Yo entendí que estábamos hablando de un momento difícil para el país, y que Pilar Miró haría lo que ella considerara que tenía que hacer desde su responsabilidad. En cualquier caso, estoy segura de que ni Alfonso Guerra ni nadie me ha responsabilizado a mí del apagón de televisión. Es posible que yo pudiera ser responsable; es verdad que yo no «atornillé» la situación, que sólo hablé con Pilar de la necesidad de que aquello no ocurriera, porque no quise hacer un control férreo.

Creo que la televisión funcionó como tenía que funcionar, y que pasó lo que tenía que pasar. O sea, sucedió algo que, en ese momento, era inevitable; era muy difícil que se pudiera parar aquel golpe.

Estuve todo el día al frente del Ministerio Portavoz para, cada media hora o cada hora, ofrecer la información de lo que estaba ocurriendo. No hicimos declaraciones, pero fuimos dando información de lo que estaba pasando… Había un cierto estupor, porque nosotros no sabíamos que la huelga llegaría a tener la respuesta que tuvo. En aquellos momentos, los ministros tuvimos pocas palabras, porque, la verdad, teníamos mucha responsabilidad. No sabíamos, en ese momento, las consecuencias de lo que estaba sucediendo. Era muy difícil de analizar.

UN DURO GOLPE

El único que lo vio todo perfectamente claro fue Felipe. Ese día habló poco, muy poco. Felipe, cuando los problemas son grandes, tiene un gesto duro y habla poco, pero está analizando la situación. Siempre recordaré —fue algo que me chocó mucho— la reunión de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, que se celebró al día siguiente de la huelga, el jueves. Yo formaba parte de dicha comisión. Estábamos en la reunión y Felipe me llamó, y me dijo: «Vente para acá». Cuando llegué a su despacho, a La Moncloa, me entregó un folio, escrito a mano, que decía: «Ayer hubo una huelga general que fue un duro golpe para el Gobierno». Felipe convocaba a los sindicatos, para el día siguiente, a la mesa de negociación. Eso ocurrió al día siguiente de la huelga, a las doce de la mañana. Guardo todavía el papel con la hora a la que me lo entregó. Con ese papel, yo entregué una nota con la reacción del Gobierno.

Pienso, sinceramente, que nuestros posibles errores de comunicación durante los días previos a la huelga —porque aunque habíamos analizado bien la situación, lo comunicamos mal— se compensaron con la reacción ante el éxito de la huelga. Al día siguiente, Felipe reconoció claramente el éxito de la huelga, recogió velas y convocó a los sindicatos a la negociación.

Felipe tiene —eso lo he aprendido trabajando con él— una gran capacidad para analizar siempre dos pasos por delante de los demás. Yo creo que él sintió que la huelga era desproporcionada, pero real; que había habido una respuesta social contundente contra el Gobierno. El detonante podía haber sido la enemistad con Nicolás, o la falta de sintonía entre el Partido y la UGT, pero lo real era que esa huelga había sido total y absoluta.

Madrid era un páramo. A mí todavía se me ponen los pelos de punta cuando lo pienso, porque, naturalmente, cuando estás en el Gobierno y tienes que responder ante una cuestión semejante…

EL DINERO, SOBRE LA MESA

La única rueda de prensa que yo he retrasado fue, precisamente, la que correspondía a la huelga. La huelga tuvo lugar un miércoles; la reacción del presidente del Gobierno, un jueves; el viernes se celebró el Consejo de Ministros y, por la tarde, había una manifestación en la Puerta del Sol. Yo no ofrecí la rueda de prensa habitual de los viernes: la trasladé al sábado. Necesitaba más tiempo y fue una decisión mía. Felipe, como casi siempre, no me dio ninguna instrucción. Rara es la ocasión en que me haya dicho: «Hay que ir por aquí». Se suponía que las conversaciones que habíamos mantenido a lo largo de la semana me tenían que dar las claves sobre lo que yo debía decir. En este caso concreto, Felipe y yo no hablamos antes de esa rueda de prensa que, políticamente, fue una de las más difíciles para mí. Ya no recuerdo el contenido, pero sí recuerdo que fue muy difícil, porque el golpe había sido muy duro y porque empezábamos un proceso de negociación con los sindicatos. Pero yo no tenía todavía todas las claves para comentar hasta qué punto podíamos ceder o podíamos flexibilizar nuestra postura.

Carlos Solchaga, el ministro de Hacienda, había argumentado, antes de la huelga, que no había manera de ceder, que las pretensiones de los sindicatos no eran asumibles. Pero, inmediatamente después de la huelga, su posición cambió. Si no me flaquea la memoria… cuando Carlos Solchaga dice —por primera vez— que sí hay dinero para satisfacer las demandas de los sindicatos, lo dice en mi despacho.

Las negociaciones con los sindicatos se empezaron a celebrar en una de las salas inferiores del Ministerio Portavoz y, después de la primera sesión, cuando terminaron, a las doce de la noche, subieron a mi despacho Felipe González y Carlos Solchaga —que venían de la reunión— y Alfonso Guerra, que vivía entonces en La Moncloa. Empezamos a analizar aquella reunión, cómo habían ido las conversaciones con los sindicatos… Y Carlos Solchaga, de repente, puso el dinero sobre la mesa. Me llevé una gran sorpresa porque habíamos mantenido la imposibilidad de… Creo que también se sorprendieron el presidente y el vicepresidente del Gobierno, aunque no estoy segura, nunca se lo pregunté.

Aquello fue muy fuerte: eran las doce de la noche, en mi despacho. Recuerdo perfectamente, incluso, dónde estábamos sentados cada uno. La reacción del presidente y del vicepresidente fue muy correcta. Yo diría que no estaban del todo en antecedentes… Pero también es verdad que es misión del ministro de Economía embridar las situaciones y ser flexibles cuando el agua te ahoga.

En ningún caso analizamos la huelga como el resultado de una confrontación entre UGT y el Gobierno. Tampoco se analizó exclusivamente como un conflicto económico. Cuando Felipe dijo: «Ha sido un duro golpe», estaba valorando la protesta en toda su dimensión. El origen de aquel conflicto respondía a una enemistad personal de Nicolás Redondo con Felipe, y de UGT con el PSOE, pero, no hay que engañarse: la sociedad lo secundó. Y lo secundó, porque había algo… porque existía algún malestar con el Gobierno. Y yo creo que lo había, porque estaba empezando a hacer mella…

Las cosas son muy complicadas…

Nosotros, con los medios de comunicación, perdimos la sintonía rápidamente. Quizás porque ellos y nosotros éramos en parte lo mismo. Es decir, la generación que estaba entonces en los medios de comunicación y en el Gobierno era la generación que había luchado contra el franquismo y que había hecho posible la transición. Algunos de los periodistas del «sindicato del crimen» habían sido amigos personales de Felipe González; otros, que no pertenecían al «sindicato del crimen», habían sido amigos nuestros, compañeros, formábamos parte del mismo círculo… Habíamos sido cómplices… Pero cuando estás en el Gobierno, dejas de ser cómplice del que tiene la obligación de observarte, de analizarte y de ser crítico; y tú tienes la obligación de defender tus posiciones. En fin, se crea una distancia muy difícil de salvar. Yo creo que las diferencias, y la falta de sintonía con los medios de comunicación, tienen ese origen: nuestra complicidad con esos profesionales durante la transición.

Por eso se había decidido crear el Ministerio Portavoz, para que hubiera una persona que mediara en ese conflicto. Recuerdo que Javier Moscoso me comentaba que los dos teníamos una tarea imposible, que a los dos —en distintos momentos— nos habían encomendado una tarea imposible: a él, conseguir que la Función Pública funcionara; a mí, llevar a cabo una tarea de transparencia y servir de puente con los medios de comunicación. Y yo siempre supe que mi tarea era imposible. Porque, al margen de las ruedas de prensa, el trabajo del portavoz es un trabajo continuo de relación personal.

Yo pasaba diez, doce o trece horas diarias hablando por teléfono con los periodistas, con los directores de medios… Porque, al final, necesitas recoger y trasladar mucha información, y ésa es una tarea que requiere implicación personal. Pero, durante la huelga, yo sabía que era una causa perdida… Aquello era una avalancha, como una ola: la estás viendo y sabes que, cuando es muy grande, te tienes que tapar la nariz, meterte debajo y que te pase por encima. A mí, la huelga me pareció eso: una ola que se me venía encima… y no me quedó más remedio que taparme la nariz, meterme debajo y esperar a que la ola pasara. Hice todo lo que pude para enfrentarme a ella, pero yo sabía que…

A veces, los problemas políticos parecen la semilla en la tierra. En aquel momento, la pregunta era siempre la misma: ¿por qué? Todos los indicadores objetivos eran positivos. Sin embargo, algo flotaba en el ambiente contra el Gobierno. Quizás fue la prepotencia, la seguridad que mostraba, la mayoría absoluta… La crítica que me trasladaban los directores de los medios y los periodistas con los que yo hablaba se refería a nuestra actitud poco dialogante. Básicamente, cuestionaban nuestra falta de diálogo. O sea, si tengo que decidirme por una causa o un rasgo esencial en aquel caso, por lo que me llegaba a través de los medios de comunicación, sería la falta de diálogo, nuestra actitud prepotente.

«PARAR» A FELIPE

Después de aquello, después de la huelga, Felipe piensa en abandonar, piensa en dimitir… Yo creo —por lo que él me contó— que ya en las elecciones de 1989, le escribió una nota a Alfonso Guerra, diciendo: «Yo ya he cumplido con mi tarea, me puedo ir…».

Felipe González siempre ha pensado que él estaba ahí, hacía el esfuerzo, gobernaba, pero que no iba a quedarse eternamente, porque ésa no era su profesión ni su tarea… Yo no conocía entonces a Felipe, pero pienso que siempre acarició la posibilidad de abandonar el Gobierno en cualquier momento. La huelga acrecentó esa posibilidad, pero creo que sólo fue un elemento más… Él llevaba ya un tiempo —y quizás estas cosas no se deban reconocer— sopesando esa posibilidad: cada vez que hacía una entrevista, a lo largo de la misma, siempre había un momento en que le decía al periodista: «Bueno, yo me iré, en las siguientes elecciones no me presentaré». Y he de reconocer que, aunque no soy muy intervencionista, ante aquella afirmación —que siempre me comentaban los periodistas—, yo los convencía de que aquello no debía aparecer, que era contraproducente. Y la verdad es que, uno detrás de otro, todos me fueron haciendo caso.

Hasta que llegó una periodista, que se llama Susana Olmo —es muy amiga mía; yo le tengo mucho afecto, no sé si ella a mí— y le hizo una entrevista en la campaña de las elecciones de octubre de 1989. Yo llevaba casi un año evitando aquellos avisos… Pero, efectivamente, Felipe González le dijo: «Éstas son las últimas elecciones a las que me presento». ¡En mitad de la campaña electoral! Cuando la periodista me comentó estas declaraciones le dije: «Susana, esto no lo saques». Pero Susana me contestó: «Me lo ha dicho, y yo soy periodista y lo tengo que publicar». Yo insistí: aquella declaración no podía salir a la luz pública. Pero ella habló con el presidente del Gobierno y creo que fue la primera vez que él me llamó muy enfadado —recuerdo que estaba enfermo, con gripe, y me llamó desde la cama— para quejarse y preguntarme por qué censuraba una entrevista suya. Llevaba razón. Yo no tenía por qué censurar esa entrevista. Lo hice porque consideraba que, políticamente, era durísimo que el presidente del Gobierno dijera que abandonaba, después de una huelga general y en medio de una campaña electoral. Fue exceso de celo… Supongo que lo he tenido a lo largo de mi vida. Pero Felipe González me dijo: «Eso es lo que pienso. Lo he dicho y tiene que hacerse público». Efectivamente, yo ya no volví a decir una palabra. Susana Olmo me ganó esa batalla.

Recuerdo que la reacción de Alfonso Guerra a esas declaraciones fue durísima. No entendió cómo yo había permitido que esa entrevista saliera a la luz. Pero yo no podía hacer más; hice más de lo que debería haber hecho…

En cualquier caso, yo creo que la huelga del 14-D no fue determinante en la decisión de abandonar la dirección política —al contrario de lo que mucha gente creyó—. La huelga fue una gota más en una decisión que él venía acariciando desde el mismo día que llegó a La Moncloa. Ello no quiere decir que él no hiciera su trabajo al cien por cien. Siempre se esforzó al máximo, pero, al tiempo, acariciaba la idea de irse y, en aquel momento, pensó honestamente que ésa era su última campaña. Lo pensó y, de hecho, mucho tiempo después, pudimos ver cómo estuvo haciendo gestiones para no presentarse en las elecciones de 1993. Pero Javier Solana le jugó una «mala pasada» —en el buen sentido— y aceptó el cargo de secretario general de la OTAN. Esa circunstancia rompió el esfuerzo de Felipe de buscar un sucesor, de encontrar un consenso en relación con ese sucesor, consenso que, por otra parte, ya existía.

Recuerdo bien aquel día: se había celebrado la reunión de la Ejecutiva en la que se había discutido este tema; él no deseaba presentarse como candidato pero el supuesto sucesor no se hallaba disponible. Supo que tenía que mantenerse como candidato —¡otra vez!— para las elecciones de 1993. Estaba muy impactado, en el sentido de que sabía que había que aceptar aquella situación, que ya no se podía negociar un nuevo consenso en torno a ninguna otra persona.

SERRA, EL SUCESOR FRUSTRADO

En 1989, cuando Felipe González hizo público, por primera vez, su deseo de abandonar la dirección política, cuando lo planteó en el seno del Partido, él pensaba en Narcís Serra como sucesor. Recuerdo que Narcís Serra me comentó un día que Felipe lo había citado para conversar después del Consejo de Ministros. (Esto ocurrió en diciembre del año anterior, en 1988). Cuando Narcís Serra me lo dijo, yo sabía para qué lo había hecho llamar Felipe González. La cuestión era que Narcís tenía un compromiso, una comida, y me comentó que no sabía si decirle al presidente que aplazara aquella conversación. Pero yo le dije: «Tienes que ver a Felipe». Porque sabía qué le iba a plantear. Y creo —me consta— que se lo planteó.

También es cierto que Felipe, con el transcurso del tiempo, cambió de opinión. Lo recuerdo bien… Me sonrío sola cuando lo pienso… Porque creo que Felipe González nunca le dijo a Narcís Serra que había cambiado de opinión. Felipe González le planteó la sucesión a Narcís Serra, pero nunca, posteriormente, le dijo que había cambiado de parecer. Y, además, pienso —pese a lo que se ha dicho y lo a que se pueda creer— que en ese cambio de opinión no influyó en absoluto Alfonso Guerra. Mi sensación es que Felipe tenía, políticamente, más independencia de criterio respecto de Alfonso de lo que se ha dicho. Y cuando se produjo la salida de Alfonso del Gobierno, el presidente demostró que tenía más independencia de criterio y de actuación de lo que se pensaba en el seno del Partido, o de lo que él dejaba que se interpretara.

No sé si Alfonso Guerra llegó a invocar su derecho a intervenir en la sucesión de Felipe, aunque encaja perfectamente dentro de la personalidad de Alfonso que lo hiciera. Además, a Alfonso nunca le gustó Narcís. De todos modos, Felipe pensó en Narcís, en su momento, porque valoraba extraordinariamente el papel que había desempeñado al frente del Ministerio de Defensa: sus primeros momentos al frente de esa responsabilidad, su firmeza en el proceso de toma de decisiones, cómo se enfrentó a una situación difícil, cómo frenó un proceso que podía haber sido traumático para el país o cómo modificó el estamento militar. Quizás Felipe extrapoló esa valoración positiva de Narcís a la posibilidad de que fuera presidente del Gobierno… pero incluso algunos miembros del Gobierno que mantenían una relación buena con Narcís no acababan de comprender qué había visto Felipe González en Narcís Serra. No lo sé…

Narcís fue nombrado vicepresidente en 1991, pero hasta el año 1993 no tuvo poder real como vicepresidente. El período anterior puede considerarse de transición. Narcís tenía sólo un poder relativo… Siempre recuerdo que Rodolfo Martín Villa, en alguna ocasión, me comentó que la peor etapa de su vida política fue cuando era vicepresidente, «porque ser vicepresidente —me decía— es no ser nada: no tienes gestión directa, no tienes responsabilidad». No fue el caso de Narcís: creo que cubrió un hueco con mucha dignidad, pero es verdad que no tenía un papel estelar.

Y Felipe, por la razón que fuera, cambió de opinión respecto a Narcís como sucesor. Pero, insisto, así como afirmo que Felipe tomaba sus decisiones con más independencia de criterio de lo que la leyenda sugería, también creo que Alfonso Guerra decía menos de lo que dicen que decía. Y lo sostengo porque lo he visto durante los años que he compartido labores de gobierno con Felipe y Alfonso —con ambos mantenía buena relación—.

Sí, yo mantenía una buena relación con Alfonso… hasta que él dejó el Gobierno. Se abrió entonces un distanciamiento. Yo creo que él interpretó que yo…

Siempre recordaré que, al poco de llegar yo al Gobierno, Carlos Solchaga —que es un personaje muy curioso— me dijo: «Veo que estás haciendo un esfuerzo por llevarte bien con Alfonso Guerra y con Felipe González, y eso es imposible; en un momento determinado, tendrás que optar». En aquellos años, yo pensaba que eso no podía ser cierto, pero, al cabo del tiempo, me di cuenta de que si tú no elegías, otro elegiría por ti. Pero también creo que Alfonso Guerra era muy respetuoso con Felipe González. Es posible que Alfonso pudiera reivindicar su derecho a intervenir en la sucesión, puede que eso estuviera en el ambiente… pero dudo que, si se lo llegó a plantear a Felipe, lo hiciera de una forma agria o dura. Sin embargo, sí es posible que a Felipe le pudiera llegar claramente el mensaje. Lo cierto es que había cierto rechazo en el Partido, porque Narcís no era un «pata negra». Pero quiero insistir en que Alfonso siempre fue respetuoso con Felipe.

LA CORRUPCIÓN, AQUELLO PARECÍA IMPOSIBLE

Después de la huelga general, yo creo que recuperamos bien nuestra imagen ante la opinión pública.

La auténtica inflexión, el desafecto, en esa relación del Gobierno socialista con los ciudadanos, se produce a partir de los casos de corrupción y de la manipulación que hacen de los mismos el Partido Popular y los medios de comunicación afines.

(Siempre pienso en la diferencia que hay entre el PP y nosotros. Con nosotros, había una unión afectiva: es decir, nuestro votante no sólo nos votaba porque fuéramos eficaces o porque tuviéramos un proyecto, sino porque existía cierta relación afectiva. La gente se sentía identificada personalmente con Felipe, con el proyecto socialista… Con el PP no ocurre lo mismo. A Aznar la gente no lo quiere. Los ciudadanos le dieron sus votos, en parte, porque nosotros teníamos problemas y, en parte, porque se presentaba como un gestor eficaz… Ahora que ya ha dado la imagen de ineficacia —no está sabiendo hacer frente a las situaciones— el desafecto será muy rápido, porque sólo se le apoya por razones prácticas, de eficacia).

El afecto a Felipe y al PSOE era muy fuerte, y en el 14-D se nos dio un capón, duro y fuerte, pero limpio. Digo limpio porque, entre otras cosas, los sindicatos tampoco tenían mucha razón y, además, no supieron gestionar el éxito de la huelga. Si no hubiéramos tenido después los problemas que tuvimos, el desafecto al Gobierno no se habría producido.

Es verdad que los casos de corrupción son muy importantes, pero son lo que son: no explican la totalidad del problema que tuvimos entre 1991 y 1996. La explicación del problema general reside en la manipulación vergonzosa e indigna del PP y en el corifeo de medios de comunicación que lo apoyaron. Sigo pensando que en la resolución del problema de la corrupción, seguramente, nos equivocamos. Porque no lo supimos ver, porque tardamos en verlo. Porque todas las personas —y los políticos también— analizamos por introspección y nos parecía que aquello era imposible.

Lo que ha dicho Felipe González es verdad: a él lo han acusado tantas veces de tener propiedades donde no las tenía, de hacer tantas cosas que no hacía, que, en los primeros momentos, cuando saltaron otros escándalos en los medios, pensó que aquello era más de lo mismo. Y ese análisis lo hicimos muchos de nosotros. Sobre todo, los que habíamos sufrido acusaciones o investigaciones pensábamos que aquellas noticias eran «más de lo mismo».

Mala fortuna: ahora, eran verdad.

Empezamos con el «caso Juan Guerra», y no supimos reaccionar. Pensamos que era un tema menor, que con la intervención de Alfonso estaba zanjado. Los medios de comunicación se cebaron en un tema que yo creo que no era dramático, aunque era erróneo, incorrecto. En ese punto, seguramente, empezamos a no hacer frente a la situación con la firmeza que un Gobierno tiene que responder. Se tardó en reaccionar. El presidente del Gobierno tardó en tomar decisiones; el propio Alfonso Guerra —supongo— tardó demasiado en ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Y perdimos un tiempo vital, estuvimos desorientados, sin ofrecer respuestas, cuando al otro lado teníamos, no a unos adversarios políticos, sino a unos enemigos que estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de acabar con nosotros.

Recuerdo, aunque vagamente, que estuve en una reunión del Grupo Crónica —un plantel de periodistas muy diversos que se reúnen en el Hotel Miguel Ángel— y yo hice, en relación con el «caso Juan Guerra», una defensa cerrada de una situación sobre la que no tenía suficientes elementos de juicio. Pero defendí mi postura honestamente, creyendo que hacía una defensa justa, sin darme cuenta de que, posiblemente, hubiera sido mejor reconocer una parte del problema. Sin embargo, nosotros nos empecinamos en aquellas explicaciones —en mi caso, por respeto a Alfonso—. Yo siempre le he tenido mucho afecto, aunque ahora nos hayamos distanciado, porque conmigo, políticamente, se portó muy bien y la relación era muy cordial. Y pensé que, si él no reaccionaba, no había que reaccionar. Y quizás, unos por otros, otros por unos, por el respeto que nos tenemos mutuamente, por respeto a los espacios de cada uno, no supimos… Ahora bien, también estoy segura de que si hubiéramos cortado de raíz aquello, «ellos» habrían seguido con su estrategia. El deseo del PP de acabar con Felipe González y con el PSOE era tan grande que hubieran sido capaces de todo.

Tal y como se sucedieron los acontecimientos, era inevitable que Alfonso abandonara el Gobierno. En la vida, hay que asumir responsabilidades políticas y creo que Alfonso sabía que tenía que asumirlas por lo que ocurrió con su hermano. Sigo pensando que lo sucedido con Juan Guerra no era un drama. Después de tanto tiempo, sigo pensando que el coste político que tuvo para el Partido no guarda relación con lo que ocurrió. Pero Alfonso tenía que asumirlo porque, entre otras razones, la presión del Gobierno sobre Felipe era muy fuerte, también lo era la presión del Partido, la del Grupo Parlamentario, la de los medios de comunicación… La presión mediática era fortísima. Creo que Felipe concedió a Alfonso el margen que tenía que concederle. Yo viví aquellos momentos. Y eran muy difíciles. Muy difíciles.

EN LA GUERRA DEL GOLFO

Teníamos una gran dificultad para conectar con los medios de comunicación. Ello se debía, precisamente, a la voluntad política del Partido Popular y de una parte de los medios de comunicación de acabar con el Gobierno de Felipe González. También es verdad que, durante ese tiempo, tan tenso y difícil, el Gobierno tomó algunas iniciativas importantes que los medios de comunicación comprendieron, con gran sentido de la responsabilidad por su parte.

Uno de los episodios más difíciles que recuerdo —con afecto y positivamente— fue el esfuerzo que hicimos para conectar con la sociedad, a través de los medios de comunicación, a propósito de las conversaciones de Argel. El presidente del Gobierno decidió, en el momento de iniciarse las conversaciones con ETA, que el ministro de Interior, José Luis Corcuera, y yo habláramos con los sectores más representativos de los medios de información. Y lo hacíamos, prácticamente, cada dos o tres días, a medida que iban evolucionando las conversaciones. Explicábamos a los responsables de los medios de comunicación en qué consistían esas conversaciones, qué estaba ocurriendo, sobre qué se podía informar, qué temas eran reservados o cuáles eran las cuestiones más delicadas. Recuerdo muy positivamente esas reuniones con los periodistas, aunque eran difíciles y duras. También recuerdo aquellos encuentros en el Ministerio del Interior con cierta simpatía, porque la personalidad de Corcuera y la mía —no será necesario que lo explique— son completamente distintas.

Nuestras actitudes, la de José Luis y la mía, eran dispares. Él «reñía» a los representantes de los medios, les exigía… Yo pensaba que si, de alguna manera, estábamos buscando cómplices en los medios de comunicación, en un asunto tan importante para el país, teníamos que ser más comprensivos, más… explicativos. Pero creo que hicimos un tándem que funcionó. No sé cuál será la valoración de José Luis Corcuera —él era el ministro y, por tanto, tenía más datos que yo— sobre las consecuencias de ese esfuerzo de comunicación, pero yo creo que incluso los medios más enfrentados al Gobierno respondieron positivamente y entendieron los límites de la información.

Por eso, yo quiero reivindicar también la voluntad y la decisión de Felipe González de hacer un esfuerzo de comunicación, de buscar un puente con los medios. Él sabía que, en los temas importantes, teníamos la obligación de convencer a la opinión pública, y una vía muy importante para conseguirlo eran los medios de comunicación. Cuando estás en el Gobierno, inevitablemente hay momentos de desencuentro con los medios, pero si haces un esfuerzo de comunicación, los puedes compaginar con ciertos elementos de comprensión.

En este momento —y dado lo ocurrido en Irak— estoy rememorando la posición de España en la Guerra del Golfo de 1991. Cuando se desencadenó el conflicto, teníamos a la opinión pública totalmente en contra, no ya de la guerra, sino de nuestra participación mínima en aquel asunto. Por ejemplo, aún no se sabía si el conflicto podría desembocar en la utilización de la fuerza. Durante esa década, España se había incorporado al mundo y la sociedad española sabía que los conflictos internacionales ya no le eran ajenos. Pero había que hacer un esfuerzo y explicarlo, para que la sociedad pudiera asumir ciertas posiciones del Gobierno. Cuando comenzó el conflicto, con la invasión de Kuwait —el 4 de agosto de 1990—, Felipe González organizó un Gabinete de Crisis del que formaba parte el ministro de Defensa, el ministro de Exteriores y yo, como ministra portavoz. Nos reuníamos diariamente, y mi papel consistía en ofrecer posteriormente esa información a la opinión pública. El 16 de agosto tuvimos que tomar la decisión de enviar los primeros barcos al Golfo, y la opinión pública era completamente contraria a esa expedición. Pero nosotros empezamos a trabajar, no para comprar medios —como hace el Gobierno del PP—, sino para explicar el porqué de nuestra posición: la cooperación internacional, la cohesión internacional, nuestra participación en un conflicto internacional… Y la opinión pública acabó dando un vuelco espectacular. De hecho, cuando, en marzo de 1991, se produce la invasión terrestre para liberar Kuwait, habíamos conseguido un cambio radical en la opinión pública. Y se había conseguido aquella modificación en la opinión general por el esfuerzo del presidente del Gobierno y por el esfuerzo de los ministros, estando presentes y explicando las decisiones: en el mes de septiembre —un mes después de la invasión de Kuwait—, sólo el 20 por ciento de los españoles apoyaba la posición del Gobierno; en enero, esa cifra asciende hasta el 39 por ciento; y en marzo —días antes de la invasión terrestre—, ya alcanzaba el 65 por ciento de los ciudadanos. Las cifras del apoyo y del rechazo a la posición del Gobierno se habían invertido en seis meses.

Felipe González sabía que tenía que liderar la posición del Gobierno, pero tenía que hacerlo con el apoyo de la opinión pública. Y ese apoyo se consiguió con una combinación de presencia en el Parlamento, de traslación de información a los medios de comunicación y de presencia directa en la sociedad. Era el único modo de explicar la presencia de España en ese conflicto.

(Es todo lo contrario de lo que ha hecho el Gobierno del Partido Popular en la nueva crisis de Irak, en 2003. En realidad, Aznar y González tienen dos concepciones distintas de la política. Para el Gobierno del PP, lo mediático es muy importante: todo lo hace en función de los medios de comunicación, pero la opinión pública no le importa nada. Sin embargo, para nosotros, para los Gobiernos socialistas, la opinión pública era muy importante, aunque no determinante. Es decir, si el Gobierno decidía que tenía que hacer algo, lo hacía, pero dirigía su esfuerzo a intentar modificar la opinión pública cuando ésta era contraria. Y yo creo que ésa es la diferencia entre un responsable político que tiene el liderazgo de la sociedad y el que no lo tiene).

Por lo que respecta a mi tarea, yo creo que esa época fue quizás el mejor período de colaboración con los medios de comunicación… Pese a los momentos difíciles, sobre todo con los primeros bombardeos de Bagdad. Desde mi punto de vista y como responsable de la relación con los medios de comunicación, fue un momento muy positivo.

SIN REDUCTOS EN LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Es bien cierto que, en algún momento, tuvimos dificultades o, mejor, incomprensión, por parte de algunos medios de comunicación, en relación con la lucha antiterrorista. Pero, hasta el final, es decir, hasta que el Partido Popular decidió utilizar políticamente el terrorismo, yo creo que todo funcionó razonablemente bien.

Las cosas se torcieron cuando el PP, desesperado por alcanzar el gobierno, utilizó dos elementos: la corrupción, por un lado, y la lucha antiterrorista por otro. Los socialistas no recriminamos esa actitud en su momento, ni lo hacemos ahora, pero creo que deberíamos denunciar ese comportamiento político, porque ha resultado nefasto. Por ejemplo, el general Galindo está en la cárcel porque el señor Federico Trillo se empeñó en que acabara en la cárcel. Y Aznar no dejó de utilizar todos los mecanismos a su alcance para acabar con algo esencial en la lucha antiterrorista: el esfuerzo de los ministros del Interior y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Aznar que, en ese sentido, es una persona de una deslealtad política sin límites, y Pedro J. Ramírez y todos sus secuaces, dispuestos a «cargarse» a Felipe González como fuera, utilizaron todos los medios a su alcance para lograr su objetivo, ante una sociedad que, de pronto, se abrió las venas por asuntos que ahora pasan desapercibidos. Ejemplo: muchas personas que hoy forman el colectivo de Basta Ya —que es un movimiento importante— están haciéndole el juego al PP. Es realmente escandaloso.

Los argumentos del Partido Popular tuvieron mucha fuerza porque pudieron sumar los medios que tenían comprados a cierto desencanto de otros medios en relación al Gobierno. Hasta entonces, en los momentos delicados, los medios habían reaccionado bien. Otra cosa fue cuando el PP empezó a utilizar también el tema del terrorismo… Fue brutal. No se trataba sólo de que no apoyaran la lucha antiterrorista… es que actuaron con una falta de responsabilidad sin precedentes en la Historia de España —sobre todo, tratándose de un partido que pretendía gobernar—.

Respecto a mi relación con los medios de comunicación, yo nunca fui muy optimista. Siempre supe que había núcleos irreductibles, aunque yo seguía reuniéndome con esos núcleos irreductibles. De hecho, cuando Pedro J. Ramírez estaba tratando de levantar su periódico, me invitó a comer con todo su equipo, para hablarme de su periódico, El Mundo. Yo intenté disuadirlo y le decía que aquel periódico no iba a tener espacio. Yo sabía que él era un enemigo —porque no es un adversario—. Él es un enemigo porque él mismo se ha colocado en esa posición, y es irreductible. En definitiva, yo conviví, de alguna manera, con esos núcleos irreductibles, pero seguía viéndome con ellos porque era mi obligación. De todos modos, sabía que aquella relación era imposible.

Y empecé a comprobar que todo era mucho más difícil cuando el PP se alió, al margen de los métodos democráticos de actuación, con el «sindicato del crimen». El objetivo era acabar con Felipe González y con su Gobierno.

Especialmente difícil fue el período comprendido entre 1993 y 1996. Para entonces, apenas nos quedaban reductos en los medios de comunicación y empezamos a tener dificultades. Felipe ha dicho muchas veces que, en esos años, se tomaron decisiones importantes —por ejemplo, el Código Penal de la democracia es de aquella época— y se adoptaron iniciativas importantes, pero todas quedaron absolutamente ensombrecidas por el empeño del PP de acabar, por el medio que fuera, con el Gobierno socialista.

TRABAJAR CON FELIPE

Aquellos ocho años de Gobierno —primero como ministra portavoz y luego como secretaria general de la Presidencia— tienen, para mí, un valor incalculable. Desde el punto de vista personal, fue una época de gran esfuerzo. Para empezar, después de aquel encuentro con Alfonso Guerra y después de que me dijeran que tenía que aprender a decir «No comment», recuerdo que pasé unos meses en los que me dolía el cuerpo por dentro: del miedo que tenía, de la responsabilidad. A veces, tengo que cerrar los ojos cuando me acuerdo de cómo soportaba las críticas que me hacían. Yo he sido uno de los ministros más criticados, y soy consciente de ello. Me criticaban porque decían que me equivocaba mucho y que no hablaba correctamente, pero nunca me hicieron una crítica de fondo.

Quedan algunos malos recuerdos. Pero aquellos años fueron, con diferencia, los más importantes de mi vida. Estaba dispuesta a darlo todo. Y lo di: dediqué a esa tarea las 24 horas del día, durante ocho años.

En la memoria se mezclan los momentos buenos con los malos, pero el conjunto es bueno. Si tuviera que hacer un balance, podría decir que viví momentos muy gratos.

Por ejemplo, con la campaña de Maastricht. Antes de la votación en el Congreso, lanzamos una campaña de información para que la sociedad española conociera el Tratado de Maastricht[122], que tenía una importancia determinante para el futuro de la Unión Europea. No es que hubiera una voluntad de rechazo en la opinión pública, pero sí era un tema complejo. Hicimos la campaña con los humoristas de los distintos medios de comunicación, de una forma muy especial colaboramos con Peridis y Forges. Estábamos de acuerdo con todas las fuerzas políticas parlamentarias. Y obtuvimos la satisfacción de que la sociedad española llegó a tener un nivel muy elevado de conocimiento del Tratado de Maastricht…

Tengo buen recuerdo también de la Expo de Sevilla, en 1992, porque a mí me correspondía la parte «agradecida», la de explicar lo que se estaba haciendo. El trabajo duro era para Virgilio Zapatero, que era el ministro responsable.

Uno de los momentos más gratificantes fue la Conferencia de Paz de Oriente Medio que celebramos en Madrid[123]. Creo que fue uno de los trabajos más importantes de mi Ministerio. La portavocía era en realidad un Ministerio muy pequeño y contábamos con muy pocos colaboradores. Me acuerdo que un día me llamaron Felipe González y Paco Fernández Ordóñez para decirme que se iba a celebrar la Conferencia de Paz —creo recordar que en el plazo de diez días— y yo tenía que organizar un centro de prensa para más de tres mil periodistas. Era la primera vez que se concentraban en España miles de periodistas internacionales y preparamos un centro espectacular… Ahora se hacen habitualmente despliegues parecidos, pero aquella era la primera vez… Y creo que el trabajo de cooperación del Ministerio de Asuntos Exteriores con el de Interior y el de Exteriores conmigo fue muy positivo… El ministro Paco Fernández Ordóñez ya estaba enfermo…

El conjunto de la actividad de un ministro portavoz es muy bonito, porque es verdad que, si uno se empeña, puede conseguir —aunque no siempre— trasladar a la sociedad lo que quiere… Había que salir cada viernes en la rueda de prensa… Personalmente, tuve también momentos muy malos. Por ejemplo, yo acostumbraba a leer muchos periódicos, y muchas veces me encontraba la «negrilla» con mi nombre. Pero, en fin, a veces uno tiene que aprender a trabajar con críticas muy duras… Yo siempre tuve la confianza del presidente del Gobierno y, creo, la confianza del Gobierno, con el que me llevaba razonablemente bien, pero, sobre todo, tenía la seguridad de que estaba haciendo un trabajo importante.

A veces me cuesta distinguir entre el período de ministra portavoz y el período en el que estuve en la Secretaría General de la Presidencia. Porque, durante el tiempo que ocupé el cargo de portavoz, además de ser la cara del Gobierno, realizaba una función que continué realizando después: la colaboración con Felipe González en la tarea de Gobierno, en el análisis de las situaciones o en la elaboración de informes sobre temas determinados; en fin, yo era, podríamos decir, la jefa del Gabinete del presidente del Gobierno. Y esa colaboración es uno de los trabajos más gratificantes, porque, para cualquier político, trabajar mano a mano con el presidente del Gobierno, aprender de él…

Recuerdo algunos acontecimientos internacionales que tuvieron lugar en aquel período. Recuerdo como algo muy positivo la caída del Muro de Berlín, recuerdo haber vivido con el presidente del Gobierno su reacción la noche que vimos todos por televisión, el 28 de noviembre, la caída del Muro. Él estaba muy impactado. Felipe estaba viendo, en sus conversaciones con Gorbachov, que algo importante estaba a punto de suceder en los países del Este, al otro lado del Muro de Berlín. Y, por otra parte, estaba muy identificado con las políticas de Alemania y con la trayectoria de Helmut Kohl. Creo que la primera llamada que hizo, en aquel momento, fue a Helmut Kohl.

En la parte negativa del balance, recuerdo que fueron muy difíciles todos los momentos relacionados con atentados y algunos elementos de la política antiterrorista. También, la huelga del 14-D… por mi poca experiencia para conocer los entresijos de un Gobierno y para obtener toda la información necesaria…

AQUELLA CAMPAÑA DEL 93

Las elecciones de 1993 se convocaron después de la crisis generada por la carta de Txiqui Benegas: «Los renovadores de la nada». La carta se publicó poco antes de la Semana Santa de 1993 y abrió un conflicto en el Partido muy importante. Recuerdo una Semana Santa muy difícil, con una presión de los medios fortísima para conocer la reacción de Felipe, del Gobierno. Yo tuve que interrumpir mis vacaciones para volver y hacer frente a esa presión mediática. No sé si Felipe estuvo muy preocupado en ese momento. No lo sé, porque Felipe suele ser muy reservado; cuando no quiere dar información sobre algo, no la da; incluso su imagen corporal es bastante controlada. Yo creo que fue duro para él, pero no más que en otras ocasiones. Cuando he visto realmente preocupado al presidente del Gobierno ha sido con motivo de asuntos relacionados con el terrorismo. Recuerdo con un dramatismo muy especial el día que asesinaron a Tomás y Valiente. Yo estaba en el Partido, reunida en el Comité Electoral. Me llamó y fui a su despacho. Estuvo tres horas callado. Fue un golpe fortísimo.

En esas elecciones, las de 1993, se formó un Comité Electoral en el Partido, dirigido por Alfonso Guerra y en el que estaba Ramón Jáuregui como portavoz. Recuerdo haber tenido reuniones con él para coordinar desde La Moncloa… Pero, si la memoria no me falla, Jáuregui, asustado por lo que vio, dejó la campaña a la mitad y desapareció… Entonces… había una dirección de campaña en el Partido, pero es verdad que el presidente del Gobierno le pidió la colaboración a Maravall para llevar su campaña personal. De hecho, Maravall acompañó a Felipe en los actos públicos; le ayudaba a formular el discurso de campaña, etcétera. Recuerdo que mi participación y la del Ministerio que yo dirigía fue muy importante también en aquella campaña… Es decir, hubo una dirección de campaña en el Partido, pero, en esta ocasión, no se ocupaba directamente de Felipe González. La campaña de Felipe la llevó personalmente Maravall junto al equipo de La Moncloa, que, en esos años, era yo. Creo que Jáuregui abandonó… Yo diría, por ser discreta, que no había precisamente una coordinación excelente entre los dos núcleos de decisión. Aquello era muy complicado. Felipe González, por otro lado, siempre ha hecho la campaña que él ha querido; es decir, siempre ha sido muy respetuoso con las demandas requeridas por el Partido —incluso en su forma de vestir—, pero el discurso político de campaña siempre lo marcaba el propio Felipe González. Yo interpreto que él decidió que su campaña se organizara desde La Moncloa, con Maravall, porque quiere ganar las elecciones y se da cuenta de que la responsabilidad… En otras ocasiones, él había compartido con todo el Partido la responsabilidad de ganar las elecciones, pero, en ese momento, se da cuenta de que su esfuerzo personal es determinante —y lo fue—. Quería hacer ese esfuerzo, pero también quiso que le resultara lo más cómodo posible. Felipe, para trabajar bien, tiene que trabajar cómodo, por eso siempre confía en alguna persona, y le concede mucha responsabilidad y se apoya mucho en ella. En ese momento, él entendió que tenía mi apoyo desde La Moncloa y que necesitaba un apoyo más, porque hay que decir que yo también tenía que hacer mi propia campaña: yo era todavía diputada por Jaén.

Nuestros datos nunca indicaron que fuéramos a perder las elecciones de 1993. De hecho, yo nunca tuve un momento de duda, aunque era muy difícil… El primer debate televisivo con Aznar fue muy difícil, porque el presidente del Gobierno estaba muy cansado… y perdió ese debate, evidentemente. Y yo tengo mi propia teoría sobre algo de lo que ocurrió. Es una teoría muy simple, pero tiene algo que ver con la verdad… A Felipe González se le recomendó que no mirara a Aznar sino al entrevistador, cosa que, desde el punto de vista mediático, era un gran error. ¿Quién se lo dijo? Es un secreto que yo guardaré siempre —en público y en privado—. Pero aquel debate, que no se ganó por múltiples razones, se perdió, en gran medida, porque se ofreció la imagen del presidente del Gobierno mirando siempre a un lugar donde no tenía que mirar. Mientras hablaba, miraba al moderador, no a Aznar. Aquello no era normal: Felipe González siempre mira de frente, al que le habla. Era una ruptura en su comportamiento habitual, pero lo hizo por disciplina. Maravall, básicamente, preparó los dos debates con Felipe y con un equipo de personas que siempre han preferido permanecer en el anonimato, y yo lo he respetado. A mí me pidió José María Maravall que no hiciera públicos los nombres de las personas con las que había trabajado. Me lo pidió hace muchos años, días después de aquel debate. Lo que yo no puedo recordar es si, de alguna manera, el Comité Electoral intervino en el segundo debate, si hizo alguna recomendación… Si lo dice Alfonso Guerra, así sería, pero, desde luego, el peso de la campaña se llevó desde La Moncloa.

Ganamos las elecciones y dieron comienzo «los años difíciles».

EL “DOSSIER” DEL HERMANO DE ALFONSO

Yo tardé mucho tiempo en ponerme el sombrero de miembro del Gobierno porque, como nunca esperé ser ministra, me costó. De hecho, siempre recuerdo una conversación con Carlos Solchaga en la que yo le dije: «Vosotros, los políticos…». Y él me respondió: «¿Y tú qué eres?». En ese momento, me di cuenta de que yo estaba tardando tiempo en incorporarme a esa —para mí— nueva forma de hacer política.

Poco a poco, me tuve que poner el blindaje para asumir el papel de dar la cara todas las semanas, sabiendo que me iban a preguntar siempre por lo mismo, por los escándalos de corrupción. Fue todo paulatino, todo empezó poco a poco, y casi sin que nos diéramos cuenta.

Recuerdo que, en el caso de Juan Guerra, yo recibí el primer dossier de los problemas del hermano de Alfonso. Antonio Asensio[124], que vino un día a hablar conmigo, me entregó el dossier. Y debo reconocer que, cuando lo empecé a leer, no pude creérmelo. Y lo digo con la distancia del tiempo. Tampoco era para rasgarse las vestiduras… En todo caso, no supe ver, desde el primer momento, la dimensión política que aquello podría tener. De hecho, yo cogí aquella información y, casi sin terminar de leerla, se la envié a Alfonso Guerra. Ni me quedé con copia ni le di mayor importancia. Pero fue creciendo… Creo recordar alguna declaración mía, muy criticada, en la que aseguraba que el tema estaba zanjado. No fui capaz de darme cuenta de que aquel asunto iba a ser utilizado con la saña con que fue utilizado por el «sindicato del crimen» y por el PP. Fue muy difícil.

Yo creo que el fondo del distanciamiento entre Alfonso y yo… Hay distancias que crecen sin palabras. La reacción de Alfonso, cuando yo le entregué el dossier de su hermano, fue el silencio. Y yo lo respeté. Me cuesta mucho trabajo criticar públicamente a Alfonso Guerra, porque le tenía —y le tengo— mucho respeto, y conmigo se portó muy bien, tanto cuando yo era directora del CIS, como en los años de Gobierno. Pero el distanciamiento, creo, nació en aquella época y con el «caso Juan Guerra». No hablar tenía una parte positiva, porque significaba que nos respetábamos mutuamente; pero también tenía una parte negativa: si hay distanciamiento, nunca llega a aclararse. Yo pienso que, en su salida del Gobierno, quizá yo no le di el apoyo que él hubiera necesitado. Creo que ni siquiera lo llamé cuando abandonó el Gobierno, no lo recuerdo… Simplemente, nos fuimos distanciando. Pero lo cierto es que yo no estuve al lado de Alfonso en aquel momento; y no lo hice porque, en ese momento, la dificultad política ya empezaba a ser grande y yo, sin hacerlo voluntariamente, había elegido. Y había optado claramente por Felipe González.

Luego, lo de Luis Roldán… y volvió a ocurrir lo mismo. Cuando Diario 16 empezó a publicar la información, nuestra primera reacción fue la de no creérnoslo, porque él lo negaba, y porque, con anterioridad, había habido muchas otras acusaciones a miembros del Gobierno, y muy especialmente a Felipe González, que no eran ciertas. Por lo tanto, nuestra primera reacción ante los temas de corrupción fue la de no asumirlos como algo real. Y ése fue el primer error que cometimos: no percatarnos, desde el primer momento, de que aquello era cierto, que iba a ser utilizado de forma malsana por el PP y por el «sindicato del crimen», y que iba a tener la dimensión que tuvo.

Hasta 1993 hubo acontecimientos importantes gracias a los cuales el Gobierno podía respirar —en el período inmediatamente anterior comprobamos que la crisis remitía y se celebraron la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Conferencia de Paz sobre Oriente Medio—. El clima se hizo irrespirable a partir de la legislatura de 1993. Yo la viví con mucha intensidad pero fuera del Gobierno, desde la Secretaría General de la Presidencia. Una parte de mi responsabilidad como ministra portavoz había sido la organización de las entrevistas del presidente del Gobierno, es decir, su comunicación con los medios. Y, hasta 1993, ese tipo de relaciones no ofrecía dificultades; a mí, como portavoz, no me era difícil convencer al presidente de la necesidad de conceder entrevistas, de hacer ruedas de prensa, o de aparecer en los medios… Pero los años que van de 1993 a 1996 trajeron más dificultades porque, en un momento determinado, se analiza la situación y se consideran menos convenientes sus comparecencias. Se consideró más conveniente que lo hicieran otros, para no «quemar» al presidente. Y el hecho de que Felipe González no apareciera ante la opinión pública iba siempre en detrimento de la política del Gobierno porque, naturalmente, la capacidad de comunicación de Felipe González era altísima: ése era uno de los elementos de comunicación más potentes que tenía el Gobierno.

Es posible que con la distancia se vean las cosas de otra manera… La presión del PP y de los medios de comunicación tuvo que ver con la corrupción. Pero también con otro tema mucho más delicado, con los GAL. Y con aquel asunto entrábamos en un mundo mucho más complejo: la política contra el terrorismo.

El objetivo era incriminar a Felipe. Pienso que, en términos generales, durante esos años, respondimos bastante bien. Pero era muy difícil. Era una tormenta brutal. Aquello era imparable y acudieron a todo: a la media verdad, a la mentira, al chantaje, a la utilización de todos los medios, sin darse cuenta de que ponían también en peligro la democracia, como Luis María Anson reconoció mucho tiempo después… Creo que la revelación pública que hizo Anson de aquel «contubernio mediático» —del que se erigió en representante cualificado— contra el Gobierno socialista tiene mucho que ver con esa imagen tan potente que él tiene de sí mismo y del papel que ha tenido en la historia reciente de España. Desde que él dirigía la Agencia EFE hasta, por supuesto, toda su época en ABC, él se consideró un elemento crucial de ese proceso: padece esa megalomanía. Creo que eso fue lo que le llevó a hacer aquellas declaraciones; también tendría su parte el hecho de que estaba en un momento bajo. Anson dejó el ABC, ignoraba en qué punto estaban sus relaciones con el Gobierno y, por si acaso, quiso desmarcarse y buscar un nuevo espacio: su salida de ABC lo situaba, aparentemente, sin espacio en los medios de comunicación. Y lo buscó a costa de lo que fuera. Por esa razón, denunció el «contubernio mediático». (Anson no tenía muy buena relación con el Gobierno. Ahora ya es, de nuevo, el periodista del Gobierno, pero entonces no lo era). De no ser por las declaraciones de Anson, uno de sus protagonistas, nunca se hubiera conocido el alcance de aquella operación de «acoso y derribo» al Gobierno socialista. Sin embargo, ahora, el PP procura no hablar de aquel período, porque sabe que Anson ha desvelado una parte importante del papel que jugaron los propios dirigentes del Partido Popular en aquel montaje.

UNA MAREA QUE SE LLEVÓ TODO POR DELANTE

Yo estaba ya al frente de la Secretaría General, pero muy cerca del presidente del Gobierno. Y tengo la seguridad de que, pese a las dificultades, él hacía esfuerzos importantes por mantener el ánimo. Pero, sin duda, el Felipe González de 1993 no es el de 1982. El potencial del Felipe González de los primeros años no es el del último Gobierno, aunque, en honor a la verdad, debo decir que le oído comentar que ese Gobierno —al que se le presentaron muchas dificultades para trasladar a la opinión pública sus logros— fue uno de los Gobiernos que tomó decisiones más importantes. Sin embargo, es verdad que el último Gobierno pudo tener algunos aspectos más flojos, entre otras cosas porque, en aquellos momentos, fue más difícil la cohesión del Partido con el Gobierno y fue más difícil la comunicación con los medios de información. Ese Gobierno estaba lastrado.

Aun así, estoy en absoluto desacuerdo con la tesis que algunos mantienen según la cual hubiera sido mejor que el PSOE perdiera aquellas elecciones de 1993. Creo que mucha gente lo dice porque creen que, perdiendo, nos hubiéramos reconciliado.

El último Gobierno de Felipe González hizo cosas importantes, pero la marea fue tan enorme que se lo llevó todo por delante. La implicación de Felipe quizá fue menor que en Gobiernos anteriores, porque las dificultades, sobre todo, los ataques a su propia responsabilidad, eran mayores. En ese sentido, quizás hubo un repliegue, no en la responsabilidad interna, que la siguió asumiendo, sino de cara al exterior. Hacia el exterior y en políticas que él siempre había llevado muy directamente dejó más margen a sus ministros, al de Interior, al de Exteriores… Porque el ataque personal era tan fuerte que, quizá, él entendió que era más prudente mantenerse en un segundo plano, con una implicación menor.

Sé que el tema de la corrupción le dolió y le preocupó mucho. Pero lo que le afectó de verdad fue esa campaña feroz que lo señalaba como la «X» de los GAL. Le afectó, aunque la fortaleza psicológica de Felipe González es impresionante. Es un hombre con una fortaleza personal que he visto en pocas personas. Sin embargo, yo creo que le preocupaba que ese tema pudiera hacerle daño al Partido, porque era muy difícil luchar contra la presión continua y constante que ejercían los dirigentes del PP y los medios de comunicación que estaban junto a ellos. Era una marea contra la que era muy difícil luchar… Pero tengo la sensación de que siempre podía más su fortaleza personal… En todos los años que trabajé junto a él, sólo le he visto quebrarse con los atentados terroristas. Sólo en esas situaciones, donde se mezclan la política y la humanidad, es donde he visto quebrarse a Felipe González.

La avalancha de casos de corrupción le afectó, tuvo un efecto muy negativo en él. Felipe González no podía imaginarse que aquello pudiera llegar a producirse… En realidad, tampoco fueron tantos casos, aunque eran importantes. El golpe fue fuerte, porque le desconcertó. Él nunca pensó que durante sus Gobiernos… De hecho, podemos hacer un repaso por todos sus Gobiernos y por todos sus ministros, y no hay nadie que se haya aprovechado de una situación de privilegio. De eso, él estaba muy orgulloso… Precisamente, el golpe fue muy fuerte porque la honestidad de Felipe es muy clara, porque no le atrae el dinero y porque él ha considerado siempre a todos los demás socialistas en los mismos términos que él se ha considerado a sí mismo. Pero, de pronto, sucedió algo que no tenía previsto y que le desconcertó, le desarmó. Yo creo que, desde el punto de vista político, reaccionó, y desde el punto de vista personal, sufrió un choque muy fuerte.

FELIPE, UNA VISIÓN DE FUTURO

El mérito esencial de Felipe González durante los trece años y medio de Gobiernos socialistas fue su visión de futuro. Yo destacaría ese aspecto. Señalaría ese rasgo que le permitía siempre ver más allá. Ése fue su gran éxito como gobernante: no sólo supo analizar lo que estaba pasando, sino que siempre anticipaba y reaccionaba ante el futuro. Recuerdo muchas ocasiones en las que, al analizar una situación determinada, él llegaba a una conclusión a la que yo no llegaba… Al principio —cuando discutíamos sobre cualquier situación— yo le rebatía; luego aprendí a esperar y a valorar que el tiempo acaba dándole la razón. He conocido a políticos muy buenos; de hecho, en nuestro propio Gobierno y en nuestras propias filas hay buenos políticos, pero ninguno con esa capacidad de anticipación. Ése es el éxito de Felipe, además de la seguridad que tiene en sí mismo. Por último, yo diría que sus «méritos» son la confluencia de dos factores: una personalidad política muy potente y una personalidad humana muy atractiva. Sin esas cualidades, Felipe González nunca hubiera sido un político de la dimensión que hemos conocido.

La derecha sigue buscando en Felipe el punto de referencia de los ataques al socialismo porque él sigue siendo un elemento central para los socialistas. Es decir, hay una aceptación absoluta del liderazgo de José Luis Rodríguez Zapatero, nadie lo cuestiona, ni se pone en tela de juicio su buen hacer en la cuestión interna del Partido, ni en la respuesta social. Pero Felipe González sigue siendo un elemento sustancial del PSOE. Y sigue habiendo un afecto enorme hacia la figura de Felipe González, un reconocimiento muy grande por lo que ha hecho, un profundo respeto a su personalidad política… Eso queda siempre. Por esas razones, el PP tiene obsesión por Felipe González… Es más, yo diría que Aznar no hubiera hecho la propuesta de irse después de ocho años de Gobierno si no hubiera sido para intentar dejar en mal lugar —y contraponerse— a Felipe González. Pero está siendo víctima de su propia decisión. Todo ese «haber» de Felipe sigue viéndose en el Partido como algo muy positivo. Y la derecha no sabe ver, no sabe distinguir, la capacidad que puede tener un Partido para aceptar a un nuevo líder, una nueva época, una nueva situación, unos nuevos dirigentes y, al mismo tiempo, seguir queriendo y respetando a una persona que ha sido, durante 25 años, su secretario general, y durante casi catorce, presidente del Gobierno.