Dos raíces
Euskadi, el Partido, el Partido, Euskadi… Ha vivido siempre Txiqui Benegas de esas dos raíces, alimentadas de una pasión poco común por la política. Una pasión reconocida por todos, admirada, incluso, por aquellos que estaban condenados a ser sus enemigos en el Partido. Pasión reconocida incluso por aquellos a los que Txiqui bautizó, de forma atroz, como «los renovadores de la nada»: «¡Claro, coño! ¡Si aquello era la leche! ¡Todo el mundo se arrimaba a Felipe a ver qué pillaban, cuando lo que había que hacer era cerrar filas! ¡Que los del PP iban a por Felipe…! Pero eso a ellos les daba igual».
Todavía hoy defiende esa tesis con vehemencia, aunque el gesto de Benegas revela que ya está curado de todos los espantos. De aquellos de la insurrección renovadora y de tantos otros que le tocó vivir cabalgando, a lomos de todo riesgo, de Euskadi a Madrid, de Madrid a Euskadi.
No ha perdido, con el paso del tiempo, su capacidad para el análisis contundente, para decir las verdades más insoportables, para desmontar en pocas palabras los recursos del cinismo y la falsificación política. Todo lo contrario. Incluso ha adquirido —quizás porque el tiempo de exilio que vive en el interior de su Partido le ha procurado una distancia apasionada de las cosas— una facilidad mayor para el diagnóstico. Y una piensa, cuando le observa ejercer silenciosamente su condición de diputado de a pie, que anda por ahí una de las mentes más claras de los socialistas españoles y que algunos harían bien en escuchar sus opiniones.
Y no estaría de más, tampoco, que escucharan lo que piensa y lo que dice de todos los años que ha vivido la política, entre Madrid y Bilbao, con engañosos descansos en Donosti, su tierra. Fueron años entre su incombustible fe «guerrista» y su devoción por Felipe González; porque Benegas padece, desde siempre, una peligrosa esquizofrenia, un tener y no tener el corazón —y la cabeza— repartidos entre dos lealtades imposibles de atender a un mismo tiempo. Al final, y como no consigue aclararse en medio de tanta confusión, acabará por llevar su contradicción personal y política a una conclusión delirante, pero que es, cuando menos, su verdad: «Pero… ¡joder! ¡Si es que todos los “guerristas” éramos más “felipistas” que nadie!». Y se queda tan ancho. Además, me doy cuenta de que le importa un bledo que yo no me lo crea. Porque él no lo ha dicho para convencerme a mí, sino para que quede escrito. Y escrito queda.
Su madre, su raíz, es el PSOE. Y su padre, la política en Euskadi, en la que Txiqui Benegas se dejó la piel todos los días, todas las horas, todo el tiempo que fue necesario para poner en pie un proyecto político de cohabitación con los nacionalistas. Éste es, sin duda, su mayor orgullo, su más preciada prenda de vocación socialista, de sacrificios preñados de sentido, de sentido común y sentido del Estado. A evocar esos tiempos y esos afanes se presta Txiqui Benegas con vivo apasionamiento: parece que está dispuesto a volver a empezar una tarea en la que se ha dejado media vida. Y me asegura que no entiende nada de lo que sucede ahora. Pero la lucidez le juega una mala pasada y se nota a la legua que, en realidad, Txiqui Benegas entiende demasiadas cosas.
Se le hace cuesta arriba hablar del Partido, de sus avatares, de sus penosas historias, del final de aquellos penosos días. Percibe, claramente, que su defensa numantina es inútil; porque otros escribieron la historia con un culpable previamente señalado: Alfonso Guerra. A su defensa acude Benegas con un gesto de hastío que no es cansancio, sino evidencia de la dureza del deber que voluntariamente se ha impuesto. Reúne todo el coraje del que es capaz, replica, protesta, ilustra con escenas de todo lo vivido. Y no encuentra las palabras que necesita para describir «toda aquella locura de Barbero, que fue una persecución despiadada». Así que, cuando nos ponemos a desmenuzar el odioso capítulo de la corrupción, le noto, por primera vez, realmente cansado, agotado, aburrido de intentar explicar lo inexplicable. Me doy cuenta de que esa tarde, en la que hemos acabado por mezclar nuestras memorias de todo aquello, hemos acabado, también, percibiéndonos como amigos. Pero no es cierto que la memoria compartida sea más fácil de sobrellevar.
Tuvieron que pasar algunos días, después de aquella primera conversación, para darme cuenta de que Txiqui Benegas se había fabricado una trampa fatal. Fue cuando, en medio de sus reiteradas afirmaciones de devoción hacia Felipe, reconocía el verdadero motivo que le obligó a rechazar un puesto en su penúltimo Gobierno: «Yo era secretario de Organización y no podía dejar el Partido, con la que estaban preparando “los otros”».
La verdad es que me estuve debatiendo entre la carcajada y la ternura cada vez que rebobinaba la cinta y lo volvía a escuchar…
Debería empezar por remontarme a los años 1971 o 1972, cuando se crea el PSOE de Euskadi. Hasta entonces, era la Federación Socialista del País Vasco o, como muchas veces se denominaba, el Comité Central Socialista de Euskadi. A raíz de este cambio, ingresamos en el Partido un grupo de personas jóvenes que habíamos terminado la carrera de Derecho y que habíamos conectado con los jóvenes sindicalistas de la «margen izquierda»[105]. Se inicia la militancia, inicialmente, en la clandestinidad, pero se va produciendo un proceso de extensión e implantación fuerte y seria del PSOE en Euskadi, que culmina con nuestra legalización como Partido en marzo de 1977, como Partido Socialista de Euskadi (PSE). Debo decir, como anécdota, que Enrique Múgica y yo fuimos a inscribir el Partido como Partido Socialista Vasco, y nos encontramos con que ese nombre ya estaba inscrito por un grupo de Mondragón y, por tanto, no podíamos utilizar ese nombre. Así que tuvimos que inscribirlo como Partido Socialista de Euskadi. Se celebró el primer Congreso aquel mismo año de 1977, en Igueldo, en San Sebastián. En ese congreso fui elegido secretario general del Partido. Teníamos militantes muy valiosos en la dirección del Partido y fuimos capaces de marcar la iniciativa en el País Vasco.
Una vez que Suárez había reestablecido la relación con Josep Tarradellas[106], nos planteamos hacer algo similar en el País Vasco, y se nos ocurrió la idea de constituir el Consejo General del País Vasco. Era una especie de preautonomía. Esa opción surgió porque, en Cataluña, Tarradellas no tenía Gobierno, y lo que se hizo entonces fue restablecer la figura de la Presidencia de la Generalitat, pero sin órgano institucional efectivo. Nosotros dimos el paso de crear un órgano preautonómico, que después se extendió en toda España. Fue una propuesta del Partido Socialista de Euskadi y dio buenos resultados. Por eso decidimos optar a la Presidencia del Consejo General del País Vasco. Después de una votación en la que empatamos siete veces, entre Ramón Rubial y Juan Ajuriaguerra, finalmente, el primer lehendakari de esta etapa fue Ramón Rubial. Él fue quien convocó y ordenó a los diputados que elaborásemos con rapidez el Estatuto de Gernika, para presentarlo, una vez aprobada la Constitución, en las Cortes.
Fue una etapa brillante del PSE, entre 1977 y 1979, cuando llevábamos la iniciativa política en el País Vasco. Tuvimos enfrentamientos muy fuertes con el PNV, a cuenta del terrorismo, porque no nos poníamos de acuerdo ni en el diagnóstico ni en la salida que podía tener una posible negociación. Era la época en la que el PNV defendía una negociación directa entre ETA y el Gobierno de España. Empezaron a surgir algunos problemas.
Muchos problemas, en política, tienen carácter personal, pero se revisten con alguna justificación ideológica, política o de posiciones. Empezó a surgir por entonces, dentro del PSE, la reivindicación vizcaína. Era la organización más fuerte del PSE, pero las responsabilidades más importantes las teníamos los guipuzcoanos, fundamentalmente Ramón Jáuregui y yo. Eso creaba una disfunción. El Partido en Vizcaya, que tenía una extracción muy sindicalista, encontró un dirigente capaz de competir o de oponerse a los guipuzcoanos: Ricardo García Damborenea. Es una época de enfrentamientos, pero dentro de una «cultura» de Partido. Los enfrentamientos eran más fuertes en los congresos… Lo que yo representaba y los apoyos que yo tenía ganábamos por muy poco en los congresos; pero, una vez que terminaban, el Partido funcionaba con bastante coherencia, con bastante unidad; con voces plurales, pero dentro de un mismo proyecto político. Así conseguimos ganar las elecciones de 1986.
GANAR LAS ELECCIONES Y PERDER EL PODER
El Pacto de Ajuria Enea es del año 1987 o 1988. Hasta entonces, fueron años de confrontación y discrepancia muy profunda con el PNV por el tema del terrorismo. Yo, entonces, planteé, en una conferencia en el Club Siglo XXI, la necesidad de crear un frente democrático contra ETA. Es decir, planteé la necesidad de ser capaces de trazar una línea divisoria: en una parte, estaríamos los demócratas; y en otra parte, los intolerantes y los violentos. Y a esto siempre se oponía el PNV. Recuerdo que, en cierta ocasión, Carlos Garaicoetxea me dijo, en el Parlamento Vasco, que lo que yo estaba proponiendo era un «coro de plañideras». Era una época en la que el PNV calificó las extradiciones de etarras de «genocidio contra el pueblo vasco».
Damborenea, dentro del Partido, utilizaba el lenguaje más duro y más abrupto contra ese tipo de nacionalismo, pero, en el fondo, estaba de acuerdo en la necesidad del frente democrático. Y cuando conseguimos el Pacto de Ajuria Enea, todo el Partido lo apoyó, incluido el propio Damborenea. Lo que ocurrió es que, más adelante, trasladó sus discrepancias a nivel nacional.
Me nombraron secretario de Organización de la Ejecutiva Federal del PSOE en el año 1984, y en 1985 celebramos un congreso del Partido en Euskadi, en el que, no estando clara mi sustitución, decidimos que yo continuara como secretario general del PSE. Teníamos elecciones autonómicas en 1986 y yo era el candidato a lehendakari. Y ganamos; es decir, tampoco fue una decisión muy desacertada. Damborenea y la gente del PSE de Vizcaya utilizaron un argumento de peso para tratar de cambiar la Secretaría General: no había una incompatibilidad estatutaria, pero sí formal, en el trabajo diario del secretario de Organización del PSOE y el secretario general de Euskadi. Pero perdieron también ese congreso, a pesar de que el argumento era fuerte. Tenían bastante razón.
Cuando ganamos las elecciones autonómicas de 1986, se produce, en mi opinión, un punto de inflexión. Ahora se ha puesto de moda decir que ése fue nuestro mayor error histórico, porque, habiendo ganado las elecciones, cedimos la Presidencia al PNV, como si hubiéramos tenido miedo a gobernar. Y es todo lo contrario. Intentamos, por todos los medios, formar un Gobierno. Pero no había manera de formarlo con nosotros en la Presidencia, porque no lo quería nadie; ni siquiera los de Euskadiko Ezquerra, con los cuales nos fusionamos después. Entre los diecisiete diputados nuestros y los nueve de Euskadiko Ezquerra, hubiéramos tenido veintiséis, y hubiéramos formado un Gobierno, no con una mayoría clara, pero sí con un apoyo suficiente como para gobernar. Pero Euskadiko Ezquerra nos dijo que o el lehendakari era Bandrés o no aceptaban. Yo no podía aceptar que el partido que tenía nueve diputados tuviera la Presidencia. Lo intentamos con Eusko Alkartasuna, con Garaicoetxea, que se sumó a esa negociación con Euskadiko Ezquerra. Para formar Gobierno con nosotros nos exigieron la ruptura de la caja de la Seguridad Social vasca. Además, también decían que el presidente tenía que ser Garaicoetxea. Y yo no podía aceptar, por principios, la ruptura de la caja de la Seguridad Social. Nos quedaba el PNV. Hablamos con ellos y nos dijeron con claridad que si el lehendakari era del PSE, preferían estar en la oposición. Yo ya había agotado el plazo de los tres meses que tenía para formar Gobierno y, si no lo formaba, deberían convocarse, otra vez, elecciones anticipadas. Pudimos haber optado por esa alternativa, por repetir las elecciones. Pero decidimos lo que nos parecía más prudente: formar Gobierno, cediendo la presidencia al PNV. Y, en ese caso, pudimos imponer nuestras condiciones.
Esta actitud negociadora del Partido Socialista de Euskadi chocaba, a nivel interno, con el tremendismo que representaba Ricardo García Damborenea. Ricardo acumulaba los réditos del españolismo que podía representar una derecha que, en aquella época, prácticamente no existía en el País Vasco. Al final, conseguí que se impusiera la visión más moderada y flexible que mantenía nuestra Ejecutiva. Yo intuía que, en ese momento, esa apuesta era más sensata que la confrontación a cara de perro. Pero si pude reconducir al PSE hacia esa línea más abierta, menos fundamentalista, fue porque, al fin y al cabo, las líneas de acción política las marcaba la Ejecutiva del Partido, de la que yo era secretario general, porque nosotros ganábamos democráticamente en los Congresos. Y Ricardo García Damborenea los perdía. Pero, evidentemente, eran momentos dramáticos. Habían asesinado a Enrique Casas, y a Germán González en un pueblo de Guipúzcoa[107]. Empezaban los atentados contra el PSOE…
DISCURSO CLARO Y FINAL OSCURO
Para sostener al Partido en aquellos momentos se necesitaban discursos muy claros, y creo que eso forma parte del mérito de Damborenea. Porque luego, en la política general, imperaba más o menos la idea del acuerdo con el nacionalismo para construir un país plural, y del acuerdo de todos frente a la violencia. Luego, Damborenea trasladó esas diferencias a nivel nacional y mantuvo discrepancias muy fuertes con la Ejecutiva Federal, con Felipe González. Damborenea apoyaba también muchas de las tesis de la UGT —más radical en aquel entonces— y de Nicolás Redondo. Hasta que hizo ciertas manifestaciones que provocaron una apertura de expediente; él mismo, antes de la culminación del expediente, anuncia que va a formar otra formación política y que se va a presentar a las elecciones en Andalucía. De esas manifestaciones, que fueron bastantes, hubo una muy sonada, cuando el Partido convocó en Sevilla un acto de apoyo al Gobierno autónomo, a la Junta de Andalucía, y pidió que acudieran militantes de toda España. Y Damborenea vino a decir algo así como que «ese tipo de concentraciones le recordaban a las concentraciones de Franco en la Plaza de Oriente». Eso fue lo que provocó que lo suspendieran de militancia.
EL PNV SE ACERCÓ A NUESTRAS POSICIONES
En 1986, el PSE se convierte en un referente de lo que puede ser el constitucionalismo para la gente que no se siente independentista ni nacionalista. Porque, efectivamente, el PP tenía entonces una representación muy escasa… No recuerdo exactamente si obtuvo dos diputados en las elecciones de aquel año. Yo recuerdo que el diario ABC, en la jornada de reflexión, publicó en portada una fotografía mía pidiendo el voto para el PSE en Euskadi.
Ya estábamos construyendo la Comunidad Autónoma y yo siempre pensé que había que construirla sin imposiciones, sin actitudes excluyentes, con una voluntad de integración. Para eso había que hacer comprender al nacionalismo vasco que el Estatuto era de todos y que la arquitectura de la Comunidad Autónoma tenía que hacerse mediante acuerdos y pactos. Por otra parte, yo siempre he pensado que la división en la lucha contra ETA era nefasta, y por eso había una necesidad de llevar al PNV a posiciones que dejaran de avalar o justificar indirectamente el terrorismo. Eso se consiguió con claridad en el Pacto de Ajuria Enea. Hay que juzgar la historia por la situación que se daba en aquel entonces en el País Vasco. Y el PNV de entonces también entendía algunas cosas. Por ejemplo, entendía algo tan fundamental como que no cabe una negociación política con una organización terrorista y que cualquier solución y planteamiento de futuro tienen que llevarla a cabo los representantes legítimos del pueblo vasco.
Todo esto lo asumió el PNV después de que nosotros ganáramos las elecciones del 86. Y asumieron también, con claridad, que el futuro de Navarra solamente lo pueden decidir los navarros, y que era necesaria la colaboración internacional —que hasta entonces la rechazaban— y la eficacia policial para acabar con ETA. Es decir, el PNV se acercó a nuestras posiciones en la lucha contra el terrorismo. Hicimos una política penitenciaria pactada en todo con el PNV: la política de dispersión, de acercamiento y de reinserción.
Felipe conocía muy bien la realidad, porque había venido muchas veces al País Vasco, durante la etapa de la dictadura. Hablaba conmigo, hablaba con Ramón Rubial, también con Damborenea hablaba mucho del tema vasco. Pero tenía, además, un conocimiento directo por todas las veces que íbamos a Portugalete a las reuniones de la Ejecutiva, o las veces que iba a la cárcel a visitar a los compañeros detenidos… Iba en calidad de abogado… Él tenía sus fuentes de información y sus amigos, gente de fuera del Partido, que también le informaban de la situación vasca… empresarios…
Felipe tenía muy claro que un problema complejo no se puede simplificar. Y el problema vasco es muy complejo. Había que desarrollar una política integral, en todos los frentes. Felipe tenía muy claro que el poder municipal era fundamental, porque tener alcaldes socialistas, como tenemos hoy, en todo el País Vasco es muy importante. Casi un 60 por ciento de la población vasca tiene alcaldes socialistas. Atraer al PNV a una posición de aceptación del marco constitucional y estatutario era fundamental, y también lo conseguimos. El problema del terrorismo no estaba resuelto, pero sí controlado, dentro de la Constitución y el Estatuto de Autonomía. En la medida en que se normaliza la situación en el País Vasco, cuando los socialistas autonomistas nos pusimos de acuerdo con los comunistas, el Partido Popular empezó a tener unos resultados electorales adecuados a la estructura de un partido de ámbito estatal. Y consigue esos resultados a costa del PSE, que pierde votos.
En aquella época se hizo lo que había que hacer, y funcionó bien, y lo hicieron los Gobiernos de Felipe González. Estuvimos a punto de terminar con el terrorismo, funcionó el Pacto de Ajuria Enea, y José Antonio Ardanza, no al principio, pero sí al final, fue un lehendakari, si no aceptado por todos, por lo menos, no rechazado por una gran parte. Luego todo se rompió y entramos en unos años que son un desastre, cuando se dinamita el pacto de Ajuria Enea y cuando el PNV firma el Pacto de Lizarra[108].
El dato objetivo es que una determinada política ha propiciado que no haya entendimiento ni acuerdo entre dos gobiernos que están cometiendo la irresponsabilidad de discutir sobre la situación del País Vasco como si se tratara de un enfrentamiento personal. Eso es lo que están haciendo el Gobierno vasco y el Gobierno de España en la actualidad.
XABIER ARZALLUZ: UNA PERSONA DIALOGANTE
A mí me tocó negociar todo con Xabier Arzalluz[109]. Él era el máximo dirigente del PNV y yo era el secretario general del Partido. Así que tuvimos que negociar desde el frente autonómico —cuando fuimos juntos a las primeras elecciones para el Senado— hasta la estructura del Consejo General del País Vasco. Después negociamos el Estatuto de Autonomía de Gernika, las principales leyes del País Vasco, etcétera. Es decir, lo negociamos prácticamente todo en aquella época. Incluso los gobiernos de coalición y el Pacto de Ajuria Enea. Las negociaciones con Arzalluz eran duras, pero yo conseguía llegar a acuerdos con él, porque éramos dos personas que sabíamos lo que queríamos. Creo que fue una persona negociadora, durante toda aquella época… No hay más que ver su discurso sobre en el tema de la amnistía, que también la negociamos con él, en octubre de 1977[110]. Fue un político hábil, un orador brillante, como es hoy, y un político pragmático: sabía qué era posible conseguir y hacer en cada momento. Yo me entendí con él con relativa facilidad, aunque también discrepamos en muchas cosas en aquel entonces y tuvimos algunos enfrentamientos duros. Sobre todo, cuando formaron aquel Gobierno que duró nueve meses, el «tripartito», con Eusko Alkartasuna y con Euskadiko Ezquerra. Entonces tuvimos una bronca y unas palabras muy duras.
Yo creo que a Arzalluz le informan mal y piensa que está cerca de conseguirse el final de ETA. Él creía que el final de ETA, después de lo ocurrido en Ermua[111], requería, entre otras cosas, romper los gobiernos de coalición con el PSOE, y romper Ajuria Enea. Creía que ése era un precio que debía pagarse a cambio de la paz definitiva, y decidió pagarlo. También creía que la tregua tenía un carácter de tregua irreversible[112]. Yo creo que lo creía honradamente. Pero también pienso que cometió una enorme equivocación, porque, sin ningún tipo de prueba real, sin ninguna declaración de cese definitivo de la violencia, se firmó el Pacto de Lizarra. Su actitud tuvo un efecto terrible, porque legitimó a ETA y sus objetivos. Y, además, firmó solo, cuando los problemas que se podían plantear, si no había allí un partido de ámbito estatal, no los podría solucionar un frente nacionalista. Eso no ha hecho más que agudizar el enfrentamiento.
El PNV no estuvo en la Comisión Constitucional, pero los nacionalistas colaboraron en la redacción de la Constitución. Aunque luego hicieron campaña contra la Constitución por el tema de la disposición adicional, la de los derechos históricos[113]. Yo soy testigo, con Alfonso Guerra, de que UCD les ofreció tres fórmulas, tres redacciones, para que escogieran una. El PNV dijo que sí a una de esas tres disposiciones, pero luego se consultó con Suárez, y Suárez dijo que no. Imagino que Adolfo Suárez no podía ir hasta dónde quería el PNV. Y, entonces, no aceptaron la Constitución. Nosotros pensábamos que, aceptando esa disposición, hubieran aceptado la Constitución. Pero a Arzalluz se lo preguntaron en una reunión de la Comisión del Estatuto y se negó a aceptarla.
Arzalluz es una persona muy dialogante en el vis a vis. Esto no se corresponde con el radicalismo de muchas de sus intervenciones públicas, también debo decirlo. Hay una etapa en la que uno podía fiarse de lo que negociaba con Arzalluz, porque se cumplían todos los pactos. Y hay otra etapa en la que los pactos se rompen. Se rompen en las elecciones en las que el candidato es Nicolás Redondo[114], las elecciones de 1997, cuando ya no es posible formar ningún Gobierno de coalición. Después de esas elecciones, no hicieron el Gobierno de coalición porque el PNV ya tenía un acuerdo con ETA. Hasta ese momento, sí se cumplieron los pactos que se firmaban con el PNV y con Arzalluz. A partir de ahí, no. A partir de ahí, en realidad, prácticamente no hay ningún acuerdo.
Hay otro momento en el que a mí también me pareció que fueron desleales. Ocurrió cuando, después del primer Gobierno de coalición, Ardanza forma el Gobierno tripartito, con Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra, que dura nueve meses. Se da cuenta del error y rectifica. Ése fue otro momento en el que me pareció que actuaron con bastante deslealtad. Estaba negociando con nosotros y no llegábamos a un acuerdo en algunos temas, fundamentalmente en el asunto de la Seguridad Social. Y, al mismo tiempo que estaba hablando con nosotros, estaba negociando con Eusko Alkartasuna y con Euskadiko Ezquerra.
Cuando se rompió la coalición y Ramón Jáuregui salió del Gobierno vasco, en 1997, hubo quienes plantearon que no solamente el PSE se desprestigiaba, sino que había sido utilizado en ese Gobierno de cohabitación, en el que el PNV se había reservado los elementos claves. En otras palabras, que estábamos allí de acompañantes y que esto avalaba y legitimaba la ruptura. Pero yo creo que las cosas no fueron así, porque fue un momento en que el Gobierno no estaba funcionando. Veíamos que el PNV empezaba a pactar en el Parlamento con Herri Batasuna. Pactó con ellos la Ley del Deporte y también intentó pactar la reforma del Reglamento de la Cámara. Eso nos pareció intolerable: que, existiendo un Gobierno de coalición, no pactara con sus socios, sino con otros. Hubo otros momentos complicados, por algunas declaraciones de Arzalluz… Luego, Ardanza le obligó a rectificar. Por ejemplo, cuando dijo que gobernaba con nosotros tapándose la nariz… Yo creo que Arzalluz no estaba aludiendo al GAL, sino más bien a los problemas de corrupción. El escándalo Roldán, el escándalo de Navarra, Mariano Rubio… vino todo seguido. Estuvimos a punto de irnos del Gobierno cuando Arzalluz dijo aquello, y le exigimos una rectificación. Rectificó Ardanza, y él… más o menos.
POR QUÉ ARZALLUZ SE ENAMORÓ DE AZNAR
Más tarde, cuando nosotros salimos del Gobierno, empezaron a hacer declaraciones tremendistas. El Arzalluz de los últimos dos o tres años no es el Arzalluz de antes. Yo no sé si se radicaliza porque otros lo hacen, o porque está muy aislado, o porque no tiene a nadie que le frene. Hay declaraciones que son inaceptables, como lo del Rh negativo… Él dice que, en realidad, no las dice así, que las dice en euskera… Pero es verdad que, en los años que van de 1993 a 1995, se produce un clima… Tuvo un lapsus de enamoramiento con Aznar, cuando afirmó que en catorce días se había avanzado más que en catorce años… Arzalluz, incluso, intentó cerrar con Aznar el tema de ETA… Entonces fue cuando tuvo lugar la famosa historia de la piscina con agua y sin agua, y toda aquella «movida»[115]. Arzalluz sí que creyó, no sé si ingenua o interesadamente, que Aznar era un demócrata, y sí que creyó que iba a negociar con ETA… Todas estas cosas hacen que el Arzalluz de los últimos años sea una persona bastante contradictoria.
En política, la gente cambia bastante. El Aznar de la primera legislatura tampoco tiene nada que ver con el Aznar de la segunda. El Aznar de la primera, por lo menos, tenía bastante apagado el componente autoritario de su personalidad. También el PNV es un partido cambiante. Precisamente, uno de los problemas del PNV es que tiene un proyecto cambiante, no un proyecto estable y claro. Primero, fueron fueristas, porque en la Comisión Constitucional votaron en contra de la autodeterminación y Arzalluz, en unas declaraciones, dijo que esto de la autodeterminación eran «virguerías trotskistas». Luego, sobre todo Arzalluz, elaboró bastante la idea del «pacto con la Corona». Después, dijeron que el Estatuto de Autonomía había sido el mayor logro histórico para el País Vasco. Ahora, defienden la autodeterminación, la independencia, el Estado libre asociado…
Y, todo, lo hacen sin congresos. Nosotros tenemos un mérito: en la etapa de Gobierno socialista, el proyecto no fue otro más que la Constitución y el Estatuto, y el PNV estaba cómodo en esa etapa… En aquella etapa fue cuando se hizo la declaración del Teatro Arriaga, cuando Arzalluz dijo que, con la independencia, acabaríamos plantando berzas.
Cuando se rompe el Pacto de Lizarra, Arzalluz se sube a una tribuna y dice que ETA miente, que el PNV no había firmado ningún papel en el que los terroristas ofrecieran una alternativa, que el documento existió, pero que lo devolvió sin firmar. Y explica que no lo firmaron porque él consideraba que no tenía ninguna viabilidad la exigencia de ETA de no presentarse a las elecciones generales. Arzalluz, entonces, desacredita el planteamiento, porque dice que ETA les pone exigencias de secta, de locos… Ahora Ibarretxe lo replantea todo. Pero no dice qué va a hacer con Navarra ni dice cómo va a hacer la consulta del Estado libre asociado, ni cómo va a conseguir que la consulta se haga sin violencia… Estamos ante un proyecto que no tiene nada claro, que es unilateral, que no es compartido, que no tiene el apoyo que tuvo el Estatuto de Autonomía, y que está fraccionando por la mitad a la sociedad vasca. Y los proyectos que producen fracturas tan profundas en una sociedad son muy graves. Los frentes fraccionan.
El PNV hizo lo mismo en la República. Se fueron a Estella con todos y es cuando llaman ahora hacer el «Gibraltar vaticanista»[116]. No estuvieron en el Pacto de San Sebastián tampoco, pero lo reclamaron. Se fueron a Estella, hasta que Indalecio Prieto, allá por 1936, consigue llevarlos a la vía del Estatuto de Autonomía. La historia de «llevar» al PNV a asumir la unidad de España y la Constitución es un empeño de los demócratas españoles, y hay que conseguirlo. Estuvimos a punto.
LAS SABIAS ADVERTENCIAS DE RUBIAL
Se ha querido ver mi situación en el Partido como algo esquizofrénico, porque Alfonso tiraba de un brazo y Felipe del otro. La actuación del Partido, como Partido de Gobierno, fue desigual. La historia de los trece años de Gobierno socialista es un proceso desigual. Yo creo que es brillante en los nueve o diez primeros años, muy brillante. Y, desde el punto de vista interno, surgen problemas que creo que, al final, no supimos encauzar adecuadamente. Digo que esos primeros años fueron brillantes porque Ramón Rubial, en la primera ejecutiva del Partido, después del triunfo del 28 de octubre —estábamos brindando con champán, porque el día anterior había sido su cumpleaños—, empieza la Ejecutiva diciendo: «Compañeros, compañeras: menos alegrías, porque esto no va a ser un camino de rosas. Lo intentamos en 1917, en 1934, en 1936… y siempre fracasamos. No conseguimos que la libertad fuera algo consolidado e irreversible en España, dimos con nuestros huesos en las cárceles, en el exilio y en los cementerios. Y esta vez, que es la cuarta oportunidad que tenemos, no podemos volver a fracasar. Tenemos que tener, como primer objetivo, que la libertad sea algo irreversible para España, y hacer de este país un país democrático, europeo, que deje de ser el enfermo de Europa». Pienso que el gran mérito de Felipe González es que él tuvo claro que debía desarrollar un proyecto nacional, y lo diseñó.
Cuando se analizan los planteamientos del Partido en la República, el primer error que se cometió es que no prevaleció la idea de que el primer objetivo era la convivencia y la estabilidad democrática. El Partido Socialista era un partido de resistencia, reivindicativo —como todos los partidos socialistas de entonces—. El primer objetivo eran los trabajadores y la lucha de clases y ese pensamiento primó sobre la idea de la construcción nacional y el asentamiento de las libertades para todos. Y creo que Felipe lo tenía muy claro desde Suresnes, donde empezó a diseñar el proyecto político, con las dosis de moderación que ello requería. Porque no se trataba de diseñar un proyecto de Partido, no era sólo eso. Se trataba, además, de formar un proyecto nacional, para que, cuando gobiernen otros, el proyecto no se desvirtúe. Y Alfonso creo que mantenía, dentro de ese diseño, a ciertos sectores situados más a la izquierda, que podían no entender algunos aspectos de la política nacional. Y también le correspondía mantener un sentido de disciplina de la militancia y una «cultura» de partido. Esta estrategia o división de funciones resultó positiva durante muchos años, aunque con discrepancias, con grandes debates. Y no siempre salía adelante la posición que mantenía la dirección del Partido. El tema de la OTAN provocó un debate enorme, y en la Comisión del Congreso, se ganó por los pelos.
Recuerdo que, en mi etapa de secretario de Organización, no teníamos unas reglas establecidas, pero había algunas cosas claras: el Partido elaboraba el programa, elegía el candidato, y el candidato, si ganaba las elecciones, tenía autonomía y libertad para nombrar su Gobierno. El Gobierno daba cuenta, a través de su secretario general, del desarrollo del programa al Comité Nacional. Esto funcionó así sin que este método estuviera realmente escrito. Todos los partidos socialistas europeos venían a estudiar nuestro modelo de partido. El Partido fue modélico; y hubo momentos de enormes dificultades en los que se demostró. Fuimos un partido muy disciplinado. Al final, hubo enfrentamientos, pero sostuvimos sin fisuras la relación entre Partido y Gobierno los nueve o diez primeros años de Gobierno. Pudimos ser más críticos en algunos aspectos de la gestión económica, pero, hasta el final, se mantuvo la relación.
EL «GUERRISMO» ERA «FELIPISTA»
Por situarnos al principio: había una confrontación muy abierta entre Miguel Boyer y Alfonso Guerra. A partir de esa confrontación, empezó a acuñarse el término «guerrismo» para identificar a un sector del Partido que se oponía a las políticas neoliberales de Solchaga. Ahora bien, sobre el «guerrismo», yo haría algunas matizaciones. La primera es que el «guerrismo» fue, fundamentalmente, «felipista». El candidato del «guerrismo» y por quien siempre luchamos en los congresos como indudable secretario general era Felipe González. Y cuando Felipe quería abandonar, fue el «guerrismo» el que siguió optando por Felipe, porque creía que era el mejor candidato. Siempre se defendió que Felipe era el mejor candidato a presidente de Gobierno y el mejor secretario general.
Pero hay un momento en que, cuando vienen mal dadas… El asunto del hermano de Alfonso, y, luego, surgen asuntos de corrupción muy graves, y salta el tema de la financiación del Partido, el tema de Filesa… En ese punto, a ojos de algunos que no están en el Partido, se empieza a pensar que el Partido puede ser un hándicap para el líder. Y, no sé… Hay un momento en el que algunos dirigentes de la llamada «renovación» comienzan a teorizar… en el sentido de encauzar la organización hacia un modelo de «partido parlamentario». Ellos piensan que un partido no necesita tener unas estructuras tan pesadas, tan amplias, de Casas del Pueblo, de militancias, de agrupaciones locales, sino que un partido necesita un líder y un líder en cada provincia capaz de ganar las elecciones parlamentarias. Entonces, el funcionamiento del Partido se limita al líder y al Grupo Parlamentario. Los «renovadores» opinaban que un modelo semejante es mucho más fácil de financiar y de sostener económicamente y que, además, no se vería contaminado por la corrupción. Algo de esto se habla en la «reunión de Chamartín». Y eso es lo que empieza a dividirnos. Quizá también se cometen errores.
Hubo un congreso que fue un error. Teníamos una Ejecutiva de treinta y un miembros; de ellos, treinta nombres discutidos y pactados. Faltaba uno, y Felipe planteaba que fuera Javier Solana… y no hubo manera de que fuera Solana, porque Alfonso no quiso. Quizá eso también abrió una fractura… Temas relacionados con la televisión… No hubo un entendimiento entre una parte del Partido y Pilar Miró… En fin, todas esas cosas fueron abriendo brechas. Yo estaba en medio, porque siempre me he llevado bien con Alfonso y con Felipe, y he pretendido tener una relación de lealtad con los dos. Visto ahora, con distancia, tengo que confesar que siempre me quedé con la amargura de haber fracasado cada vez que intentaba ver si aproximaba posiciones entre ellos… Son dos personas muy inteligentes, brillantes, y cuando había reuniones a tres bandas, veía que no terminaban de decirse todo lo que cada uno pensaba, porque sabían mantener la cordialidad de una relación de muchos años. Pienso que también pesó, al final, el hecho de que llevábamos muchos años en el Gobierno.
Pero yo creo que no fue una sola cosa lo que les separó de forma definitiva. Por ejemplo, cuando Boyer exige ser vicepresidente económico del Gobierno, Alfonso no sólo se opone, es que le dice a Felipe que si accede a la petición de Miguel Boyer, que no cuente con él; o él es el único vicepresidente o se va. Ésa es la primera vez que se produce un enfrentamiento claro entre los dos.
Por otro lado, los problemas de la corrupción influyeron de forma decisiva en el deterioro de la relación entre Alfonso y Felipe. Fue entonces cuando aparecieron gentes que aprovecharon la situación para plantearle a Felipe que había que cambiar el modelo de Partido… Creo que Felipe siempre ha sido un hombre de Partido y que estas propuestas nunca las veía claras.
Pero había un entorno que… En realidad, pensaban que, para cambiar el modelo de Partido, había que acabar con Alfonso Guerra. Hubo un momento en que yo sentí que no se estaba jugando limpio, y no me refiero en modo alguno a Felipe González, todo lo contrario. Incluso en los momentos más complicados, por ejemplo, cuando me hicieron aquella grabación en la que hablaba de Dios y de[117]… Por razones que no vienen al caso, yo tenía que hablar con Felipe ese día a las nueve de la mañana y, efectivamente, me llamó, y me dijo: «Bueno, yo te llamaba por… —el tema del que habíamos acordado discutir—, pero me he encontrado con esto…». Le contesté: «Mira, Felipe, yo lo siento, yo presento la dimisión, pero esto me parece un terrorismo informativo que no podemos aceptar. Es una conversación privada». Y Felipe me dijo: «Tienes razón, no debemos aceptar que pueda publicarse una conversación privada, nuestra o de cualquier persona de este país. Tienes razón». Y esto lo digo con reconocimiento hacia su persona, porque otro no hubiera reaccionado así.
«LOS RENOVADORES DE LA NADA»
Yo me di cuenta de que en el asunto Filesa, no se estaba… Debo decir, aunque la gente no se lo crea, que yo tuve conocimiento de Filesa porque me llamó Rosa Conde —yo estaba en un Comité Federal— para comentarme la posibilidad de que yo pudiera «parar» una información que iba a salir en El Mundo, relacionada con un chileno que contaba no sé qué historias de la financiación del PSOE. Y dimos la cara. Asumimos la responsabilidad, aguantamos los registros que nos hizo el juez Marino Barbero y todo el ataque que hubo contra el Partido… Dando la cara en un tema que no era estrictamente de Organización, ni de Paquito Marugán, que accede a la Secretaría de Economía como consecuencia de la dimisión de Guillermo Galeote. Entonces, cuando veo que el ataque se eleva de tono, cuando veo que no iba contra Guillermo ni contra mí, sino contra Felipe, y se produce el abucheo en la Universidad, yo empiezo a pensar que quizá haya que asumir responsabilidades. Para que el asunto no llegara hasta Felipe, que, efectivamente, no sabía nada ni se había ocupado de la financiación del Partido. Así que llamé a Felipe y le dije: «Oye, mira, como amigo, porque yo no tengo nada que ver en esta responsabilidad, si hace falta presento la dimisión para parar esto…». Al día siguiente lo vi escrito en el periódico. Felipe estaba con otras personas —me callaré sus nombres— cuando yo le llamé por teléfono. Fue entonces cuando me decidí a escribir aquella carta contra «Los renovadores de la nada». Entonces ya sabía que algunos «renovadores» estaban pidiendo mi dimisión, hablando con los periodistas… Me pareció que no se estaba jugando limpio dentro del Partido y por eso escribí esa carta. Hoy sigo pensando que los «renovadores» no venían a renovar nada, sino a sustituir un poder por otro. El problema es que lo que efectivamente era una lucha por la sustitución en el poder dentro del Partido se plantea como un problema de renovación ideológica. Pero ellos no aportan ninguna idea seria para llevar a cabo esa renovación. No digo que dentro de los «renovadores» no hubiera gente con ideas, pero, como colectivo, no ofrecían ninguna alternativa.
El caso es que, ante esa situación, en el Partido cerramos filas para preservar lo que había que preservar… Sabíamos que, en otros países, los problemas de financiación se habían llevado por delante a los líderes. Y, con esto, no estoy diciendo más que lo que he dicho. En otros países donde hubo problemas de financiación de los partidos —y donde no hubo un partido que mantuviera ciertos principios y una lealtad fuerte— se llevaron por delante a los dirigentes máximos. Eso fue, exactamente, lo que quisimos evitar nosotros, los llamados «guerristas». Precisamente.
Respecto al «caso Juan Guerra», creo que se exageró deliberadamente la dimensión del problema. Desde mi punto de vista, era algo que afectaba sólo a un hermano de Alfonso; las culpabilidades del hermano no tenían por qué trasladarse a alguien que no tenía nada que ver. Y creo que Alfonso lo demostró… Aparte del hecho en sí, también hay que valorar la campaña brutal de desprestigio de Alfonso Guerra, del PSOE y del Gobierno, sobre todo cuando se alían los enemigos del Partido en aquel entonces. Después se comprobó, porque confesaron, que hubo una coordinación para poner en marcha una conspiración.
Cuando Felipe dijo aquello de «dos por uno», yo creo que quiso decir que las pretensiones de implicar a determinados políticos socialistas en asuntos de corrupción no sólo tocaban a Alfonso, sino que se procuraba llegar «más arriba». También con Filesa hubo un intento de ir a por Felipe González. Cuando los periódicos, el ABC, el de Luis María Anson, el de Pedro J. Ramírez, piden la dimisión de Felipe González, quieren que responda como secretario general, y desde el Partido hicimos una defensa férrea. Aparte de que la instrucción del juez Barbero era una locura. Barbero no entendió nunca que los partidos tenemos dos contabilidades, y las tenemos por ley. Pero él no lo entendió nunca, y tampoco lo saben los ciudadanos, porque no tienen por qué saberlo. Pero un juez sí tendría que saber qué es la contabilidad ordinaria del partido y cuál la contabilidad de las campañas electorales, que va al margen.
UN TRATO DIFERENTE CONTRA EL PSOE
Aquí en España no hubo, durante diez años, una Ley de Financiación [de Partidos Políticos]. El propio Tribunal de Cuentas nos dijo que la Ley de Financiación no se iba a aplicar, porque los que habían hecho esa ley se daban cuenta de que era inaplicable y que hacía falta un período de transición en los partidos para ordenar su contabilidad.
El PSOE tiene, aparte de la contabilidad nacional, las diecisiete contabilidades regionales, las cincuenta contabilidades provinciales, y seis mil contabilidades en las organizaciones locales. Cada agrupación local es independiente en su contabilidad y en su gasto. ¿Cómo se controla eso? Y no tuvimos un período de tiempo adecuado para poder ordenar, de verdad, la contabilidad del Partido.
Aparte del problema de la OTAN, que fue un referéndum en el que se gastó mucho dinero y se desequilibró el presupuesto del Partido. A partir del referéndum de la OTAN, se va arrastrando un déficit muy alto… Hay un momento en que nos llegan a embargar la subvención parlamentaria, la subvención de partidos, por impago de la propia deuda.
Lo que sí es cierto y demostrable es que no se trató a todos los partidos de igual manera; no se dio el mismo trato al PSOE que a otros partidos, sobre todo de la derecha. Repito que el presidente del Tribunal de Cuentas nos aseguró que la ley se iba a aplicar con mucha flexibilidad, que no se señalaba un período transitorio, pero que, en la práctica, iba a ser algo parecido a un período transitorio para que nos pudiéramos adaptar. La Ley de Financiación de Partidos es de 1987; es decir, la hicimos los socialistas. Hasta 1987, no había ley y, hasta esa fecha, los partidos se financiaban cada uno como podía, con créditos, con donaciones… Además, tuvimos que realizar un gasto inicial enorme, porque en 1977 no teníamos ni un duro. Tuvimos que pedir créditos para poder presentarnos a las primeras elecciones.
A partir de la puesta en marcha de la Ley de 1987, se empieza a llevar una contabilidad muy rigurosa. Entonces, salta primero aquel asunto del PP de Valencia, el «caso Naseiro», y luego salta Filesa. Más o menos, lo que se nos vino a decir fue que esos dos asuntos se iban a archivar por nulidad, porque la información, en un caso, procedía de un pinchazo ilegal y, en el otro, procedía de documentos robados. Así que estos dos asuntos se iban a archivar y, a partir de ahí, había que llevar con absoluta claridad el asunto de las cuentas de los partidos. Pero en la práctica no fue así. Se archivó el tema del PP y a nosotros no nos archivaron Filesa, sino que el caso se utilizó para hacer una ofensiva muy seria contra el PSOE. En Ferraz se defendió al Partido. Al mismo tiempo, nos estábamos defendiendo de una instrucción caótica, de un juez que no se enteraba de nada y no hacía más que llevarse papeles, y más papeles…, y nunca acababa el asunto. De hecho, el juez Barbero lo tuvo que dejar, porque no se enteraba de que tenemos dos contabilidades por ley.
EL PP NO PODÍA CON FELIPE
Hay, quizás, un momento en el que Felipe asume que la corrupción no es sólo un invento de la derecha. Desde luego, la derecha no se inventó a Roldán. Ni inventó a otros compañeros que protagonizaron casos manifiestos de corrupción. Pero también es cierto que la derecha y los medios de comunicación utilizaron estos hechos tratando de transmitir la imagen de que un Gobierno honesto era un Gobierno corrupto. La verdad es que la inmensa mayoría del Partido tuvo un comportamiento honesto y correcto, y la inmensa mayoría de los militantes del PSOE viven de su salario dignamente.
Se intentó, a través de una conspiración y un ataque brutal, dar la imagen de que éramos una cuadrilla de… nos llegaron a decir que éramos una «panda de salteadores de caminos». Rubial y yo no estábamos dispuestos a soportar aquello y pusimos una querella… ¡Y todo con el objetivo de acabar con González!
Lo que ocurrió en España, en esos años, fue que la derecha se dio cuenta de que a González no le podían ganar las elecciones en una confrontación limpia. En 1993, el Partido Popular se da cuenta de que no puede con González. Ya en ese año, la campaña no fue limpia… Y se dieron cuenta de que, para ganar, tienen que hacer juego sucio contra Felipe y contra el PSOE. ¡Claro! Los compañeros llamados «renovadores» no sabían medir lo que había de corrupción individual… ¡Roldán! Todos habíamos hablado con Roldán y habíamos estado con él, pero éramos incapaces de sospechar nada; ni de él ni de otros compañeros de Navarra, como Gabriel Urralburu. El Partido no es una agencia de policías para detectar esas cosas… Es decir, no hay esa «omisión in vigilando» de la que nos acusaron. Hay compañeros que no acaban de entender que esos hechos, que son reales, no se pueden imputar a la derecha, los hechos en sí mismos…
NUNCA FUI EL REHÉN DE ALFONSO GUERRA
No creo, insisto, que fuera un hecho concreto lo que acabó minando la confianza de Felipe en Alfonso. Fueron una serie de circunstancias que llevaron a Felipe a la conclusión —no entro en la valoración de esa decisión— de que Alfonso en aquel momento, como vicepresidente, tenía dificultades tanto en el propio Gobierno como ante la opinión pública. Y que, por eso, no debía seguir en el Gobierno. Había un evidente deterioro, al final, en las relaciones entre los dos. Pero para mí es muy difícil establecer una relación de culpabilidades en esas discrepancias, porque yo observo lo que ocurre, pero no puedo evaluar los sentimientos de cada persona. Lo que sí puedo decir es que, durante la mayor parte del tiempo que duró el Gobierno socialista, hubo un apoyo clarísimo de todo el Partido a Felipe, incluido el «guerrismo». Ni Alfonso ni el «guerrismo» plantearon nunca un proyecto alternativo al de Felipe González. Y puedo asegurar que el candidato del «guerrismo» siempre fue Felipe. El «guerrismo» fue siempre «felipista», aunque el propio Felipe lo dudase.
¿Qué es el «guerrismo» y qué es el «felipismo»? El primero que dice que no es «guerrista» es Alfonso Guerra. Yo creo que Felipe y Alfonso son dos personalidades muy fuertes, que marcaron irreversiblemente el Partido. Mientras funcionó la colaboración, todo fue perfecto. Y cuando se rompió y la discrepancia entre los dos era manifiesta, la nueva situación tuvo también un reflejo tremendo en el seno del Partido. Porque hay una «cultura de Partido», de disciplina y de una idea de un socialismo al servicio de los más débiles, pero que no es sólo patrimonio de lo que se llama «guerrismo». Hay gente que no se llama «guerrista» y tiene también una «cultura de Partido» muy fuerte, por ejemplo, los hermanos Cobo[118] y otros dirigentes del Partido, que tienen una «cultura de Partido» muy sólida: son incapaces de hacer daño al Partido y tienen sentido de la disciplina. Pero, naturalmente, la disciplina se demuestra cuando uno está en desacuerdo y, sin embargo, acepta lo que dice la mayoría.
Es cierto que Alfonso ejerció el poder de forma clara en el Partido. Pero los «guerristas» éramos mucho más flexibles de lo que se decía entonces. No es verdad que no hubiera «renovadores» en la Ejecutiva ni que no pintaran nada. Los ministros sí podían ser miembros de la Ejecutiva. Es cierto que eran incompatibles con las Secretarías de Áreas, pero eso no era cosa de los «guerristas»; eso fue una decisión que la inmensa mayoría del Partido adoptó en un congreso. Yo estuve personalmente apoyando a José María Maravall hasta el final. Además, los «renovadores» no existieron desde siempre, surgieron al final. Y Solana estuvo durante mucho tiempo en la Ejecutiva, y Joaquín Almunia, y Carlos Solchaga, y Maravall…
Yo nunca he sido un rehén ni de Alfonso ni del «guerrismo». He tenido discrepancias con los «guerristas» en la última etapa, aunque antes tampoco estaba totalmente de acuerdo con lo que hacían en muchas ocasiones. Siempre traté de mantener mi propia autonomía.
Y respecto a Felipe González, cuando no estaba de acuerdo, también se lo decía. Yo no estuve de acuerdo con el nombramiento de Solchaga como portavoz del Grupo Parlamentario, porque pensaba que fraccionaba el Partido y que no había razones serias para relegar a Martín Toval, que era un buen portavoz. Y así se lo dije a Felipe. Supongo que no le gustó, pero no me dijo nada, sólo algo así como «lo lamento». No recuerdo bien qué me dijo.
He estado vinculado tanto a Felipe como a Alfonso, porque yo sentía una profunda admiración por Felipe González, lo mismo que un profundo respeto por Alfonso Guerra. He tratado de portarme con lealtad con los dos mientras se pudo… Pero creo que la visión de Estado, la responsabilidad, el sentido de Estado no se pierde porque uno rechace un cargo público. Se pierde… porque se pierde la visión de Estado. Con mi decisión, no tomé parte por ninguno de los dos. Yo era el secretario de Organización de todo el Partido, no de una fracción. Traté de serlo siempre y eso, para mí, era mucho más importante que ser ministro.
Cuando las cosas se deterioran, repito, no cabe atribuir la responsabilidad a una sola parte. Creo que no fuimos capaces de entendernos con los que querían cambiar el modelo del Partido, con los que decían que lo querían más flexible, más abierto… Yo siempre he criticado la teoría del Partido «abierto a la sociedad». Creo que no se trata de que un Partido esté abierto a la sociedad, sino de que esté en la sociedad, y cuando uno está en la sociedad es cuando se perciben las demandas de esa sociedad. No fuimos capaces de convencer, a los que querían cambiar el modelo del Partido, de que había que buscar una fórmula en la que estuviéramos cómodos todos y en la que nadie valioso se sintiera marginado. Pudo haber gente valiosa que se sintiera marginada, y por eso decían que nuestro modelo del Partido excluía a determinadas personas.
TRES VECES LE DIJE NO A FELIPE
Después de la dimisión de Guerra, hubo una crisis de Gobierno y Felipe me ofreció el Ministerio para las Administraciones Públicas. Yo rechacé el ofrecimiento, fundamentalmente, porque me parecía más importante ser secretario de Organización del Partido y, además, porque no veía clara la crisis tal y como la estaba planteando. Porque la salida de Guerra del Gobierno también se podía haber compensado con la salida de algunas otras personas, de Carlos Solchaga, por ejemplo, y no fue así. Además, ser ministro implicaba dimitir como secretario de Organización de la Ejecutiva Federal y, por tanto, habría que elegir un secretario de Organización nuevo. Alfonso estaba en Australia, en un congreso de la Internacional Socialista, y me llamó para informarse de cómo iba la crisis de Gobierno. Hablé por teléfono con él, y le expliqué el Gobierno que estaba planeando Felipe. Él había tenido también una conversación con Felipe y me pareció que lo que yo le estaba contando no coincidía con lo que él había hablado con Felipe. Así que me preguntó cuáles eran mis planes. Le dije que lo estaba pensando. Alfonso me dijo que tenía absoluta libertad para decidir lo que me pareciera más conveniente. Yo pensé que lo mejor era quedarme en la Secretaría de Organización. No porque no me gustara el Gobierno que estaba configurando Felipe; simplemente, creía que era mejor seguir en la Secretaría de Organización.
Algunos compañeros «guerristas» con los que hablé me dijeron que debía aceptar, que no podía rechazar el ofrecimiento. Otros me dijeron que era más importante continuar en la Secretaría de Organización, porque, de lo contrario, se planteaba un problema muy complicado: mi sustitución en el Partido. Esa sustitución podía abrir una batalla muy fuerte. Entonces, finalmente, yo opté por quedarme en el Partido. Fue, quizá, la decisión que más me ha costado tomar. Porque era muy duro decirle «no» a Felipe, al presidente del Gobierno. Me lo planteó tres veces. Yo tomé aquella decisión porque creí que era lo mejor para el Partido, tal y como estaban las cosas, y no consideré que fuera positivo abrir esa pelea por la Secretaría de Organización. Estamos hablando del año 1993: se empezaba a romper el Partido y empezaba a haber una batalla interna muy fuerte: los «renovadores» habían pasado, claramente, a la ofensiva.
Insisto en que me costó mucho tomar la decisión de no entrar en el Gobierno. Lo pasé muy mal. Tampoco es que pensara mucho en mi situación: sólo que me parecía una decisión muy seria decirle que no al presidente del Gobierno. Ser secretario de Organización, para mí, era muy importante; yo nunca he sido una persona que haya ido por ahí «perdiendo las decencias» por ser miembro del Gobierno, ni por ser ministro. Porque ser secretario de Organización, creo, es lo más importante que he sido en mi trayectoria política, y lo valoro como un gran honor.
En la campaña de las elecciones de 1993… —no recuerdo exactamente— hubo un comité electoral en el que estaba Jáuregui… estaba Maravall, Obiols, Serra…, y Guerra… yo estaba también… No me acuerdo bien… Estaba Rosa Conde… Y Maravall, que acompañaba a Felipe en los viajes…
Algunos interpretaron que Felipe no quería nada con el aparato de Ferraz y que se montó su «película» con Maravall. Pero lo más grave es que, al final, hay gente que dice que Alfonso, en ese momento, jugó a que Felipe perdiera las elecciones. Y eso es una barbaridad.
La campaña la diseñó Guerra, la presentó Guerra al Comité Federal, y creo que también fue Guerra el coordinador. Y, desde luego, en esas elecciones, todos jugamos a ganar. Felipe no quería presentarse y, entre las personas que hablaron con él para hacerle cambiar de opinión, estuvo Alfonso.
Todos nosotros estuvimos diciéndole que no podía renunciar en esos momentos y que la única forma de ganar era con él como candidato… Se hizo todo lo posible por ganar. Lo que ocurrió fue que el ataque… Yo creo que fue un milagro ganar esas elecciones, porque el ataque fue brutal. Yo he oído decir que hubiera sido mejor perder las elecciones de 1993…
ÚLTIMAS FRUSTRACIONES: UNA NEGOCIACIÓN CON ETA
A lo largo de los años 1992 y 1993 se llevó a cabo uno de los intentos más serios para intentar conseguir un cese definitivo de la violencia. El ministro del Interior era José Luis Corcuera. Nuestro objetivo inicial era que ETA abandonara las armas y, a partir de ahí, poder hablar de paz en el País Vasco. Fue un trabajo muy discreto que se alargó durante un año y medio.
Por una parte, Rafael Vera mantenía relaciones con la Fundación Carter y, a partir de ahí, tenía sus vías. Corcuera me dijo que intentara ver cómo se podía llegar hasta ETA a través de alguna otra vía, para ir comprobando los términos de las negociaciones o contactos. Yo utilicé a Jonan Fernández, el responsable de Elkarri, que siempre ha sido una persona seria y que tenía buena información. Analicé todas las negociaciones con ETA, desde la primera, de Rodolfo Martín Villa, en la que también participé, cuando Txomin Iturbe le propuso un viaje a Suiza y Martín Villa, al final, no aceptó. (Con buen criterio, porque Iturbe le planteaba una reunión con fotógrafos).
Me di cuenta de que siempre existió una ausencia de «método». Se realizaron intentos pero nunca se pactó una metodología para resolver el problema. Éste es un tema en el que los principales protagonistas de los acuerdos de paz en Irlanda del Norte insistían mucho. Porque a ellos les costó mucho ponerse de acuerdo en el método, en cómo iban a pactar y a discutir y cuáles eran los términos de la negociación. Les costó más pactar ese aspecto que entrar en los problemas de fondo. Entonces, Jonan y yo, informando siempre a Corcuera y, desde luego, a Felipe González, nos pusimos manos a la obra para diseñar un método. Incluimos la exigencia de períodos claros sin víctimas mortales, la creación de grupos de trabajo secretos y la búsqueda de un escenario que permitiera hablar sin la presión de los periodistas. Como resultado de todas estas conversaciones, Jonan elaboró un papel de metodología, sin discutir ningún otro problema, que Corcuera supervisó. Cambió algunas cosas, y se le dijo a Jonan que fuera a Santo Domingo a ver a Antxon Etxebeste. Ha pasado mucho tiempo y no voy a entrar en muchos detalles, pero Etxebeste dio el visto bueno y nosotros exigimos que hubiera interlocutores por su parte para hablar de la metodología… Antes de nombrar interlocutores, se le exigió a ETA que no hubiera ningún atentado a lo largo de 1992, para ver si lo hablado hasta ese momento iba en serio. Y fue verdad: no hubo ningún atentado durante la Expo ni durante los Juegos Olímpicos. Entonces, Antxon envió un fax a Vera, nombrando tres interlocutores: el exalcalde de Vergara, Elcoro, Josu Saliaga y Carmen Holanda, que nunca fue a las reuniones. Empezamos a reunirnos en secreto, concretamente, en Navarra, y se hizo un diseño de metodología. El plan consistía en lo siguiente: un período prolongado sin atentados; cumplido ese período, se nombrarían interlocutores discretos que conocieran bien el problema, para empezar a reunirse, siempre con discreción; los interlocutores asumirían las responsabilidades, salvo que el Gobierno, después, aceptara lo que allí se hablara. Se pacta el país en el que desarrollar las conversaciones, para evitar publicidad… La idea era que los encuentros tuvieran lugar en EEUU, porque, decían, en alguna ocasión, Etxebeste tendría que acudir a las reuniones. Con todo esto hicimos un paquete de metodología, de cómo empezar a trabajar. Los propios interlocutores dijeron que tenían que consultar, para dar el visto bueno a todo. Entonces se produjo la dimisión de Corcuera y nombraron ministro del Interior a Asunción. Los interlocutores se trasladaron a Santo Domingo y no les permitieron ver a Etxebeste. Y ahí se rompió toda la negociación.
Pero lo que quiero dejar claro es que, en aquella operación, se empezó cumpliendo el Pacto de Ajuria Enea escrupulosamente, en particular el artículo diez, que exigía un cese inequívoco de la violencia. Arzalluz conocía esta operación y estaba de acuerdo, le pareció bien. Todos esos contactos los mantuvimos durante un año y medio, totalmente en secreto, como he dicho. Y estuvimos a punto de conseguirlo… Cuando Asunción y Belloch llegaron al Ministerio y Vera se fue, los de ETA entendieron que esa vía estaba agotada. Después vendría la etapa de Adolfo Pérez Esquivel.
LOS INDEPENDIENTES, UNA ARRIESGADA APUESTA DE FELIPE
Por casualidades de la vida, Felipe nos consultó la «operación Garzón» a Corcuera y a mí, que estábamos con él un sábado o un domingo viendo un partido de fútbol. Nos preguntó: «¿Qué os parecería que Garzón fuera en los primeros puestos de la lista de Madrid?». Por supuesto, nuestra primera reacción fue de sorpresa, y le dijimos: «Pero… ¿es posible?». Yo debo confesar, para ser honesto, que le dije: «Sería una operación magnífica». Y Corcuera también estaba de acuerdo. Ahora bien, la experiencia que hemos tenido con los independientes —y no me refiero sólo a Baltasar Garzón y a Ventura Pérez Mariño— es que lo son tanto, que no se dan cuenta de que a veces no se está de acuerdo con todo lo que ocurre en un Partido, o con todas las decisiones que se toman en él. Pero, precisamente, es en esos casos en los que tendrían que demostrar el compromiso con un proyecto en sus líneas generales y en sus líneas globales. Y, a la hora de la verdad, el independiente entiende mal este aspecto de la acción política.
Los independientes son una opción muy interesante, porque dan una imagen de apertura; pero hay que exigirles un grado de compromiso muy serio, incluso en la discrepancia. En aquel momento, y tal y como estábamos… Yo le pregunté a Felipe si había pensado hasta dónde podía llegar ese compromiso con los independientes, y me contestó que, naturalmente, se daba cuenta de los problemas que se planteaban. Pero la verdad es que le dijimos que era una buena operación, porque, desde el punto de vista político, pensábamos: «Nosotros tenemos encima una acusación permanente de corrupción. La punta de lanza de esa acusación ha sido la judicatura, entre otros, Garzón… Que este nombre aparezca en nuestras listas, acompañándonos en el proyecto, desde el punto de vista político, tiene un efecto enorme». Otra cosa eran los riesgos de la operación. Felipe los veía claramente, como nosotros…
Quizás si Juan Alberto Belloch no hubiera expulsado a Garzón de aquella forma —tan innecesariamente torpe—, no se habría destapado la caja de los truenos. Pero yo no sé qué ocurrió con Garzón, no sé lo que pasó ahí. Yo sé lo que pasó en el Congreso: que hubo una votación en la que no estaban de acuerdo ni Garzón ni Ventura Pérez Mariño, otro juez. Me parece que se trataba de un debate sobre el Estado de la Nación. La votación resolvía si había que crear una comisión de investigación sobre la financiación de los partidos. Ellos dos no estaban de acuerdo con lo que votamos los socialistas y Ventura anunció que dimitía. Lo dijo allí mismo, en el Congreso, en ese momento… La verdad es que provocó una situación explosiva que le sirvió en bandeja al PP el escándalo… Pero, de lo que ocurrió entre Garzón y Belloch, no sé nada… No sé si después Garzón se vengó con el asunto del GAL. No soy capaz de imaginar las intenciones de un juez. Lo que sé es que algunos casos los instruyó muy mal. En mi caso, por ejemplo, me llevaron al Supremo simplemente porque, cuando le preguntaron a Damborenea si el secretario general del Partido en Euskadi —que entonces era yo— estaba enterado de aquellas cosas, Damborenea dijo que sí, y punto. No tenían ninguna otra acusación… Por el tema del GAL nos citaron a Felipe, a Serra, a Barrionuevo y a mí. Y yo estaba en los papeles simplemente por esa declaración de Damborenea: ni siquiera era una acusación, sino una contestación a una pregunta. Y Garzón fue capaz de meterme a mí personalmente en un sumario tan delicado, como para aparecer vinculado al GAL, cuando yo no tenía ningún tipo de vinculación con esos temas. Entre otras cosas, porque puedo demostrar cómo, desde el Partido, hemos condenado muy duramente todos los atentados del GAL.
Algunos medios de comunicación también me han querido relacionar con los fondos reservados, contando que yo andaba metido de patas en el tema del pago a policías… Poco menos que llevando una maleta de acá para allá. Yo hice una rueda de prensa para desmentirlo, porque me parecía una fantasía increíble. Lo había contado Fernando López Agudín en su libro[119]. Llamé a López Agudín y le pregunté: «¿A ti quién te ha contado eso, si es todo mentira?». Y me contestó que es que a él se lo habían dicho… Todo falso, absolutamente falso.
Belloch era el primero que podía decir que todo era falso, porque era él quien, supuestamente, me daba el dinero de los fondos para meterlo en el maletín. Y Belloch ha desmentido con total rotundidad esa historia, que no sé quién la inventó… La inventó alguien para hacer daño, como todas estas cosas, pero es absolutamente falsa. La prueba es que yo, en todo el proceso del GAL, nunca estuve imputado. Ni en temas del GAL ni en temas de financiación. Sólo me llamaron a declarar para un trámite, para ver si se pedía el suplicatorio para unos diputados, que luego el Tribunal Supremo negó.
Hay quienes califican a Belloch de traidor por su gestión en el Ministerio del Interior, pero yo no utilizaría ese calificativo. Yo creo que hubo serias discrepancias —que no traiciones— respecto a la forma de actuar del equipo anterior y, desde luego, no se hizo en la época de Belloch una defensa clara de las etapas anteriores. También había una concepción muy diferente de cómo había que dirigir la lucha antiterrorista y las relaciones con el Gobierno vasco.
Hubo contra nosotros una campaña feroz, aunque es cierto que la «conspiración» se apoyó en hechos aislados de corrupción: Roldán, el gobernador del Banco de España, Juan Guerra… En ese punto, empezamos a perder las elecciones, porque todo aquello nos hizo mucho daño.
LA DERECHA AÚN TEME A FELIPE
Yo creo que el logro más importante de los Gobiernos socialistas fue, sin duda, que cumplimos lo que nos recomendó Rubial en aquella primera reunión, después de ganar las elecciones. Porque logramos que la democracia fuera irreversible y borramos para siempre la idea de que África empezaba en los Pirineos. Creamos el Estado de bienestar y encauzamos de forma definitiva el Estado de las Autonomías. En el País Vasco logramos la mayor etapa de estabilidad política, gobernamos con el PNV y conseguimos la mayor unidad de los demócratas frente al terrorismo.
Yo creo que la derecha todavía tiene miedo a Felipe González, porque nunca tendrá, como él tuvo, sentido de Estado.