Ramón Jáuregui

El «morroi»

Intuyo que él había pensado en liquidar el compromiso que había contraído conmigo en un par de horas. Y que luego se dio cuenta de que tenía que contarme tantas cosas que no sabía ni por dónde empezar. Probablemente se percató entonces de que todo «aquello» había sido mucho más importante de lo que él mismo sabía…

Debió de ser el contraste inevitable con lo que hoy sucede en el País Vasco lo que le hizo caer en la cuenta del peso de la historia, de su historia. Ramón Jáuregui quiso comenzar con su sencilla biografía, para señalar, muy intencionadamente, que fue un obrero que llegó a ser abogado. Desde luego, yo nunca hubiera sospechado que fue alguna vez obrero, porque Ramón Jáuregui tiene aspecto de haber sido abogado desde que era pequeño.

Lo que sí era Ramón Jáuregui, cuando ya no era abogado, sino dirigente de la UGT en aquel Euskadi de 1982, era un «bienmandado». Y él quiere que eso quede bien claro. Porque, de otro modo, ¿cómo se entiende que aceptara, sin rechistar, aquella encerrona que le hizo Felipe González cuando lo envió a las misiones, o sea, cuando lo nombró delegado del Gobierno en el País Vasco?

Del panorama que Ramón Jáuregui se encontró al asumir tamaña responsabilidad… Tal vez sea mejor que el lector lo conozca cuando se adentre en su relato. Sólo diré que Ramón Jáuregui lo cuenta con el mismo estremecimiento con el que lo vivió, y que se le hace «transparente» el pensamiento cuando, inconscientemente, cae en la tentación de comparar «esto de ahora» con «aquello que nos tocó a nosotros». Es entonces cuando se le desata la lengua y cuenta —y no para— aquella durísima historia, en la que, como alguien dijo muy certeramente, «la única presencia del Estado en el País Vasco de entonces era la Policía y el Partido Socialista».

Ramón Jáuregui optó por ser… el Partido Socialista. La voz y la voluntad de Felipe González en aquellos días turbulentos. De ahí saldría, con la decisiva complicidad de Txiqui Benegas, la política de cohabitación con los nacionalistas, el Gobierno de coalición. Y en aquellos días se formuló también el Pacto de Ajuria Enea, sobre una mesa grande que logró algo insólito: atar a una de sus patas al PNV. En otra pata estuvo, durante mucho tiempo, la Constitución.

Ramón Jáuregui fue también, en aquella etapa de cesiones, pactos y concesiones, el «morroi». Y se ríe ante mi desconcierto, mientras me explica sin ningún pudor, con un realismo que me sobrecoge en medio de las risas, lo que significa en euskera la palabra «morroi». Es como una especie de «mozo de cuerda» que… Jáuregui lo explica mejor.

Ramón Jáuregui tiene todavía clavadas en la retina ciertas imágenes representativas de lo que fueron sus primeros días como «vicelehendakari» del Gobierno Ardanza. Son escenas tan humillantes como el «oficio» de «morroi» al que estaban destinados los socialistas. Aunque termina por reconciliarse con aquella historia. Pone todo el énfasis en argumentar que aquel esfuerzo mereció la pena. Cuando le pregunto por qué está tan seguro, me responde de forma contundente: «Porque logramos entre todos que la gente comprobara que podíamos ser dos mayorías enfrentadas, pero que éramos capaces de entendernos y de pactarlo todo. ¿Te parece poco?».

No me parece poco, sino mucho. A la vista de lo que sucede hoy… Pero, sobre todo, me parece singular que alguien tan joven —todavía— como Ramón Jáuregui sepa —y me lo repetirá varias veces— que «la historia del PSOE y del PNV en el País Vasco han sido dos historias paralelas».

No le amarga llegar a la conclusión de que los nacionalistas no le agradecieron nunca el esfuerzo a aquel «morroi», medio engañado, que luego fue un «vicelehendakari» insobornable. Quizás porque, más tarde, en la más que azarosa peripecia del Partido Socialista de Euskadi, encontró al otro lado de la mesa a un Xabier Arzalluz dispuesto a creer en su inocencia cuando estalló lo del GAL. Es el único momento de la entrevista en el que me doy perfecta cuenta de que Ramón Jáuregui desearía que las horas fueran minutos y los minutos segundos. Y acabar de una vez con este encuentro que iba a ser tan corto…

EN 1982, YO tenía 34 años. Era uno de los valores en alza en la UGT; era una especie de niño mimado, porque todavía era un chaval… En realidad, soy un obrero: desde los 14 años trabajé en una fábrica, pero, además, era abogado. De modo que, en el Partido y en la UGT de Euskadi, yo era la imagen de una persona que, procediendo del movimiento obrero y de la margen izquierda, sin embargo, había conseguido ser ingeniero técnico y abogado.

Era abogado de la UGT, trabajaba con Txiqui Benegas y con Enrique Múgica en el despacho; tenía todos los parabienes. Cuando era secretario de la UGT, tenía mucho peso en el Comité Confederal de la UGT, mucho impacto; recuerdo que mis intervenciones eran muy seguidas. Digamos que Nicolás se había fijado en mí para el futuro…

Y, de pronto, cuando llega la victoria del PSOE, en 1982, Felipe me llama y me dice que quiere que sea delegado del Gobierno en el País Vasco, un puesto que, por cierto, casi nadie quería ocupar; recuerdo que tanto Txiqui, como Enrique Casas, como José Antonio Maturana, como otros, lo rechazaron. Pero, al final, supongo que Felipe y Txiqui decidieron que lo ocupara yo. Y Nicolás Redondo nunca me lo perdonó. Probablemente hay un reproche que hacer a los socialistas de toda España de aquellos años ochenta: que abandonamos la UGT. Era un sindicato fuerte, y podía serlo más, pero, de pronto, cuando el PSOE ganó las elecciones, vaciamos la organización sindical, salvo algunas excepciones. El último en salir fue José Luis Corcuera, que pasó del sindicato al Partido también por sus diferencias con Nicolás… Pero, bueno, mi caso fue uno de los más notables, creo yo.

Nicolás nunca colaboró bien con Felipe en nada. Yo creo que Nicolás Redondo —esto no es más que una especulación personal— interpretó que lo que decidimos en Suresnes… Yo estuve allí en 1973, y creo que aquella decisión de volcar en Felipe todo el liderazgo del Partido, en detrimento suyo, seguramente nunca le acabó de parecer bien. Por otro lado, Nicolás siempre se aferró a la ortodoxia del socialismo que, desde el sindicato, le atribuía ese rol, supongo, o se lo atribuía él. Además, ocurrió otro fenómeno nada desdeñable y en el que intervino mucho José María Zufiaur: cuando se produjo la fusión entre USO y UGT, José Mari impulsó una recuperación de la autonomía sindical respecto del Partido y reivindicó una diferencia respecto a la cultura propia de los partidos socialdemócratas en toda Europa: que existiera una correa de transmisión con el Gobierno en el sindicato. Nicolás fue recuperando esa autonomía —por otra parte, comprensible— y la independencia se acentuó desde la toma del poder por parte del PSOE. Lo que ocurre es que se podía haber propiciado la autonomía desde un proceso consensuado, y no a portazos, como lo hizo él, y deslegitimando al PSOE cada vez que podía.

Yo entonces pertenecía a la UGT y, aunque era de San Sebastián, vivía en Bilbao como secretario de la organización sindical. Estábamos viviendo los primeros años, durísimos, de la reconversión industrial, y Felipe me llamó y me cambió la vida. Yo viví los peores años de mi vida, desde el punto de vista político, en la Delegación del Gobierno. Realmente fueron unos años muy dolorosos en todos los sentidos, teníamos una presión terrorista brutal… A mí, la cuestión policial nunca me sedujo y, de hecho, nunca me dediqué a ella. Prácticamente dirigí la Delegación como lo que ahora no se hace y nunca se ha hecho: como una representación política del Gobierno de España en Euskadi, acreditando, representando, legitimando a España en Euskadi. Me volqué con la reconversión industrial, en cosas que más adelante han ido pareciendo normales; pero si había un IPC español, yo daba el IPC vasco, si había un crecimiento del PIB español, yo quería dar el PIB vasco, para hacer natural el engranaje institucional que habíamos establecido entre Autonomía y Estado. Y, por supuesto, me ofrecí como el colaborador máximo del Gobierno central: ése era mi papel.

LA VIOLENCIA LO ENVENENA TODO

Son los años que van de 1983 a 1986. Son los años en los que la acción terrorista es más persistente. Teníamos semanas con tres o cuatro atentados, varios funerales en un mismo día… El asesinato de Enrique Casas, en febrero de 1983… Eso lo recuerdo bien. Estábamos en las vísperas de una campaña electoral. Fui a recibir a Alfonso Guerra al aeropuerto y, cuando veníamos del aeropuerto al Hotel Ercilla —pensábamos charlar un rato antes del mitin que se iba a celebrar en Bilbao esa tarde—, llegó la noticia… Nos encontrábamos en el hotel, en una situación que no olvidaré nunca: Txiqui estaba en un rincón, llorando, y después todos los demás…

Fueron años marcados por el conflicto político en todos los sentidos. Carlos Garaicoetxea[93] no colaboraba, la acción policial estaba profundamente deslegitimada porque ni la sociedad vasca ni el PNV querían aceptar esa acción, porque se cuestionaba todo, al Estado, a la Policía, no digamos a la Guardia Civil… Cualquier detención, cualquier acción policial, estaba sometida a la sospecha de la tortura. No olvidemos que son los años en los que había atentados contra terroristas en el sur de Francia, el GAL actuaba de vez en cuando, había manifestaciones contra las acciones terroristas del GAL en Francia… Son unos años en los que yo me refugié en la acción política de la Delegación de Gobierno. Sin embargo, había tal pasión, la violencia lo envenenaba todo de tal manera, que la política casi no era posible.

Podríamos hablar de cuatro fases que definen lo que nos ha ocurrido en los últimos 25 años en Euskadi. Hay una primera fase de ilusión democrática y autonómica, y de unidad gestada sobre la memoria histórica del PNV y del PSOE, a partir de 1977, cuando las urnas ponen a cada uno en su lugar. Y, en ese sentido, yo recuerdo el «olfato» de Enrique Múgica antes de las primeras elecciones: la mayoría creíamos que toda una panoplia de partidos pequeños, desde la ORT[94] hasta el Movimiento Comunista, iban a tener una alta representación electoral, simplemente porque invadían la calle y porque no sabíamos todavía lo que opinaba el pueblo; pero Enrique siempre decía: «La memoria histórica está ahí, ya veréis cómo PNV y PSOE seremos los grandes partidos de Euskadi». Y, efectivamente, así fue.

Yo creo que el período que va de 1977 a 1980 representó la unidad. Recuerdo que formamos un frente autonómico, el PNV y el PSOE, para ir al Senado juntos. Hicimos el Estatuto; hicimos la Constitución… aunque el PNV, al final, no participó; hicimos el primer Consejo General Vasco, que presidió Ramón Rubial, que quería ser un embrión que conectara el viejo Gobierno vasco del exilio y el futuro Gobierno autonómico. Hicimos un Gobierno de concentración en ese Consejo General Vasco. Hicimos la campaña juntos, conseguimos la legitimación social del país respecto a esa apuesta autonómica; hubo unas primeras elecciones autonómicas —ganó Garaicoetxea—; iniciamos un período de apoyo total a ese Gobierno, yo diría que de enorme generosidad con el PNV, que era el que había ganado las elecciones, y con el Gobierno Vasco, a quien queríamos dar toda la fuerza y toda la potencia para que desarticulara la violencia… No olvidemos que, en 1978, ETA tomó una decisión irreversible y que todavía nos marca: consideró que todo el entramado democrático español era de cartón piedra y que la autonomía vasca que se dibujaba en el Estatuto de Guernica era insuficiente, literalmente, «una mierda», que era una cosa «para las Vascongadas», como decían ellos despectivamente. Ésa fue la decisión de ETA. ¡Después de la amnistía y cuando no había quedado ni un solo preso de ETA en ninguna cárcel! Esa decisión ha marcado la vida del País Vasco en los últimos 25 años y sigue marcando el presente en gran medida.

En esa primera fase, hasta 1980, hubo una apuesta unitaria por construir la democracia en Euskadi, el autogobierno vasco, por acabar con ETA y hacerlo desde la generosidad, desde el desarrollo del autogobierno, desde la amnistía, etcétera. A partir de ese año, hasta 1986, el PNV caminó en solitario e impuso sus marcas, sus símbolos. Euskadi adoptó un nombre que es el que inventó Sabino Arana, asumimos una bandera que inventó Sabino, un himno que Sabino ideó para la Euskadi que él había soñado. El gobierno de UCD se volcó, nosotros también. Y el PNV, para tratar de convencer al ala radical del nacionalismo de que no hacía falta matar y que comenzaba un proceso de autogobierno muy potente, impuso una cultura, un modelo social y político, a los que no éramos nacionalistas. Y todo lo aceptamos. La violencia nos atacaba y vivimos estos años convulsos, tremendos, entre 1980 y 1986. Fue una etapa brutal de deslegitimación del Estado, deslegitimación de la acción policial, contraterrorismo incontrolado, una ETA que mataba a cincuenta personas cada año, un desentendimiento político muy grande… El PNV se rompió[95] y entramos en una tercera fase, que, a mí, personalmente, me marcó mucho, porque representa gran parte de mi vida política y personal.

IMPOSIBLE UN “LEHENDAKARI” SOCIALISTA

Cuando el PNV se rompió, en las elecciones de 1986, el PSE, encabezado por Txiqui Benegas, obtuvo diecinueve diputados; el PNV, diecisiete; y Eusko Alkartasuna, trece. Es conveniente explicar estos comienzos porque han dado lugar a muchas especulaciones: es la etapa en la que el PSE intentó formar un Gobierno tripartito, el llamado «Gobierno de la Seguridad Social», con Eusko Alkartasuna y con Euskadiko Ezkerra. Durante tres meses, Txiqui, Juanma Eguiagaray, Maturana y un grupo de dirigentes del Partido negociaron con Garaicoetxea.

Yo creo que los nacionalistas nunca quisieron aceptar la posibilidad de un lehendakari socialista. Éste es un reproche que yo hago, no a Garaicoetxea, ya que se supone que él quería ser lehendakari y que no aceptaría a ningún otro, pero sí a Euskadiko Ezkerra, que luego acabó siendo socio nuestro y se fusionó con el PSOE en 1991. Pero, en aquella etapa, Euskadiko Ezkerra también tenía la convicción de que el lehendakari no podía ser socialista, que tenía que ser nacionalista. Y, entonces, como no podían oponerse a la fuerza de los números, plantearon una tabla reivindicativa de autogobierno máximo, de exigencias imposibles, y, concretamente, pusieron sobre la mesa el famoso problema de la Seguridad Social, la fractura de la caja única, etcétera. Aquellas exigencias dieron al traste con la negociación.

Tres meses después de una negociación interminable, el propio Txiqui me dijo que explorara un poco al PNV. Ésta es una historia que, más o menos, ya se ha contado, pero a mí me hizo ese encargo porque yo estaba al margen de aquella negociación. Yo todavía era Delegado del Gobierno y, además, en esa etapa, yo mantenía un nivel de relación muy bueno con el PNV y con el Gobierno vasco, porque mi deber era colaborar con ellos. En secreto, cuando todavía no habían concluido las negociaciones con Eusko Alkartasuna y con Euskadiko Ezkerra, yo llamé a Ramón Guevara y ahí se inició la historia… Nos reunimos y le pregunté por las condiciones en que ellos estarían dispuestos a reiniciar negociaciones con el PSOE. El PNV, al haber perdido las elecciones y no poder configurar un Gobierno con sus socios nacionalistas, se había retirado con toda prudencia a sus cuarteles. Pero, en esa reunión con Guevara, supimos que su «condición» era ostentar la Presidencia. Hubo un período de discusión entre los socialistas para decidir la opción que teníamos que asumir. El Partido tenía la responsabilidad de dar un Gobierno a Euskadi, porque había ganado las elecciones, pero no se lo podía dar, porque no podía configurar una alianza con los demás partidos. Y el PNV, sabedor de que habíamos fracasado en las negociaciones del tripartito con EA y EE, nos exigió la Lehendakaritza. Teníamos dos opciones: o reconocer ante el país que no había posibilidad de formar Gobierno y que había que hacer unas nuevas elecciones, tal y como marca nuestra ley, o negociar con el PNV un nuevo marco. Y allí nació una cultura política que presidió la política vasca durante doce o trece años, algún tiempo más incluso que el Gobierno socialista en España. Hasta 1998, aproximadamente.

CONDENADOS A ENTENDERNOS

La historia del PSOE y del PNV durante el siglo XX es una historia paralela. No voy a decir que es dulce, porque, naturalmente, ha habido diez mil conflictos y, además, era conocida la aversión entre socialistas y nacionalistas: la misma que tenía Sabino Arana hacia los maquetos. No hay que olvidar que el socialismo vasco es un socialismo de inmigración, construido sobre las minas vizcaínas y sobre los núcleos industriales guipuzcoanos. Pero, junto a eso, aunque no estuvieron en el Pacto de San Sebastián[96], luego intentamos hacer el Estatuto. Indalecio Prieto[97] estuvo con ellos, construyendo la Autonomía en la República. No coincidimos en el Estatuto de Estella, pero sí más adelante, en el de 1936, y, desde luego, coincidimos en el período republicano, con más o menos tensiones. Durante los cuarenta años de la dictadura franquista, estuvimos juntos en el Gobierno del exilio y lo sostuvimos juntos. Y el período predemocrático, hasta las elecciones de 1977, lo recorrimos con bastante fraternidad… Sí, incluso fraternidad cabría decir, porque había un móvil común: recuperar la libertad y el autogobierno para Euskadi. Y la razón última de ese entendimiento político es que somos dos partidos democráticos, que tenemos una concepción del País Vasco diferente, pero que hay una serie de convergencias. Por ejemplo, la defensa de la identidad que hacemos los socialistas no es igual que la que hacen los nacionalistas, pero defendemos la identidad y nos parece un elemento importante de nuestra realidad. Hay historia común, hay coincidencias democráticas, hay convergencias de valores y hay una relación personal que se ha labrado durante muchos años.

El caso es que, en ese momento, el PNV nos dijo que quería la Presidencia del Gobierno vasco. Y tomamos una decisión en la que coincidíamos absolutamente todos. Yo, desde luego, fui el primero en considerar que, desgraciadamente —y es duro decirlo—, el país no permitía la posibilidad de un lehendakari socialista. No lo permitía matemáticamente, porque no lo permitía. Es así. Y, además, el período histórico, en cierto modo, lo explica: era una carambola que el primer partido de Euskadi fuera el PSOE. La mayoría social y política que se había articulado después del Estatuto de Guernica era nacionalista; sólo un hecho circunstancial —la brutal ruptura interna del PNV— nos permitía ser el primer partido. Pero, ideológicamente, no éramos el partido de la mayoría: éramos una minoría mayoritaria sin apoyos políticos. Y éste era un análisis que compartíamos todos. El propio Felipe González avaló, en ese momento, nuestro acuerdo con el PNV. Años más tarde, sí escuché algún reproche, pero, entonces, yo no recuerdo ninguna valoración contraria a aquella decisión. Felipe lo entendió y lo apoyó. Y, de hecho, yo negocié —no con él, sino con sus ministros— cuál debía ser el modelo de pacto con el PNV, porque este pacto también planteaba problemas respecto a los compromisos que el Gobierno central asumía. Obviamente, no se trataba de las peticiones que nos hacía Garaicoetxea para que se transfiriese la Seguridad Social con caja propia al mes siguiente; no eran ésas, pero eran otras. Yo negocié con Almunia horas y horas el pacto con el PNV, y Joaquín fue, entiendo que por mandato de su presidente, una pieza clave en esa negociación. Joaquín, siendo ministro de Administraciones Públicas, en 1987, se volcó con este pacto, y lo hizo porque el Gobierno español estaba de acuerdo con él. De aquí surgió un acuerdo que implicaba al Gobierno central, lo que prueba que hubo un apoyo explícito de Felipe en aquella historia.

Lo que yo recuerdo es que negocié intensamente en ese marco, porque Txiqui Benegas me lo pidió. Pero yo no hice nada al margen de la negociación. El Partido había hecho este razonamiento: «No podemos presentarnos ante el electorado y decirle que no hemos podido formar un Gobierno, porque eso, si se produjera una nueva convocatoria, podría tener consecuencias en los resultados electorales y nadie sabe muy bien en qué dirección podrían decantarse».

EL PACTO IMPRESCINDIBLE

Sobre todo, comenzamos a vislumbrar las ventajas de un pacto y, en ese momento, se tejió aquel acuerdo que, sustancialmente, tenía varios puntos de apoyo: primero, había un lehendakari nacionalista, pero también había un vicelehendakari socialista. Segundo, en el reparto del poder, el PSE se llevaba todas las áreas de gestión política; el PSOE quería las áreas políticas de gestión, porque sabíamos que el PNV quería quedarse con algunos elementos simbólicos y con los elementos que corresponden al lehendakari, que son la Consejería de la Presidencia, la Consejería de Hacienda, la de Interior —con la Ertzaintza— y la de Cultura. Así que hubo un reparto que coincidía con lo que cada uno buscábamos. El resultado fue que los socialistas nos quedamos con un vicelehendakari y seis consejeros, que gestionaban el 80 por ciento del presupuesto vasco: la Sanidad, la Educación, la Industria, los Transportes, la Vivienda, en fin: las grandes áreas de gestión. Ése fue el acuerdo en cuanto al reparto de poder. Es absolutamente falso que los socialistas nos quedáramos con lo que no le interesaba al PNV. Hicimos una apuesta. Una apuesta en la que, respetando que el presidente del Gobierno vasco tenía que tener un par de áreas claves, en el resto, nosotros, los socialistas, teníamos que resolver la gestión política. Ésta fue la primera experiencia de coalición que se produce en España en toda la etapa democrática, así que allí estábamos gestando una ingeniería de acción política en la que no se conocían los mecanismos.

Es cierto que, más adelante, a la hora de hacer balance, los propios consejeros socialistas que estuvieron en aquel Gobierno lamentaban no haber tenido un poder real. Pero, en mi opinión, no se puede contemplar la política vasca si no es sobre la base del pacto permanente.

Para seguir con el esquema del acuerdo que adoptamos en su momento: otro de los puntos de apoyo de aquella decisión fue el compromiso de establecer un pacto antiterrorista —que Txiqui venía pidiendo desde 1980—. Uno de los grandes elementos de distanciamiento en la segunda fase de las negociaciones con Garaicoetxea consistió en que el PSOE abanderaba en solitario, y reiteradamente, un discurso de «unidad democrática», y no de fractura —que la había— contra el terrorismo. Ése era el tercer elemento básico que apoyaba nuestra política.

Otras bases fundamentales eran la política de entendimiento con Madrid y el respeto al marco jurídico-político. Estos elementos son muy importantes y, ahora que se han perdido, podemos apreciarlo. Pero cada pacto de gobierno con el PNV —se hicieron otros dos más, más adelante— tenía una cláusula muy importante de sometimiento al marco y al ordenamiento jurídico-político establecido por la Constitución. Cosa que ahora es… una nostalgia. Porque ahora se hace la política contraria; no es que ya no se incluya ese precepto, sino que se combate abiertamente.

Así era el pacto: un acuerdo en el que el PNV asumía la Presidencia, se repartía el poder y existía una rivalidad interna para ver quién rentabilizaba los aciertos de la acción política. La rivalidad estaba presente en las reglas implícitas de ese pacto; existía un compromiso por hacer un frente antiterrorista, había un marco de entendimiento con el Gobierno central y había un marco de respeto al ordenamiento jurídico. La gran consecuencia era una apuesta por la pluralidad, por el reconocimiento de la pluralidad. Una apuesta absolutamente clara por establecer la transversalidad como elemento configurador de la «construcción nacional» de Euskadi… Y utilizo una terminología que es propia del nacionalismo vasco, no mía.

Pero parece claro que la «construcción nacional» que el nacionalismo vasco puede hacer de Euskadi es la derivada de un pacto de pluralidad, del reconocimiento del otro, de la aceptación del diferente y de un pacto permanente con la otra identidad, que no es nacionalista, que es una identidad distinta. Puede ser un nacionalismo español anacrónico, o un neonacionalismo español, o tener una concepción federalista, o lo que se quiera, pero hay otra identidad, que no me gusta definirla como «no nacionalista», pero que, claramente, no es nacionalista vasca.

La «construcción nacional», así entendida, produciría sobre la sociedad el efecto de un bálsamo… La política, a veces, es mucho más que una norma, o que una ley, más que un acto político; es simplemente una práctica y una cultura, y un liderazgo en valores, y una filosofía. El pacto PNV-PSE trasladó a la sociedad vasca un bálsamo de tolerancia, de respeto, de reconocimiento del otro y de apuesta por la pluralidad. Y ésta, en mi opinión, es la gran asignatura pendiente del país, sobre todo ahora. En ese aspecto, se ha retrocedido…

EL “MORROI” DEL GOBIERNO

Cuando firmamos el pacto de Gobierno, los socialistas formamos, en primer lugar, un equipo muy potente. Yo me siento muy orgulloso y casi nostálgico de la relación que establecimos un grupo de personas… Éramos una verdadera piña: Milagros García Crespo —entonces consejera de Economía; más tarde estuvo en el Tribunal de Cuentas—, José Ramón Recalde, José Miguel Martínez Lera, José Manuel Freire —que se encargó de Sanidad—, Ricardo González Orús —en Industria—… Se configuró un equipo muy potente, muy capaz. El PNV no lo recibió bien. Todo lo que el nacionalismo había venido haciendo desde que ganó las primeras elecciones autonómicas, desde que ganó Garaicoetxea, era una especie de apropiación de «mi» casa. La imagen de cómo fuimos recibidos los socialistas en aquel Gobierno de coalición se parece a esta figura muy propia del País Vasco, del caserío vasco, que se llama el morroi, que recuerda la emigración vasca de finales del XIX. El morroi era el mozo que se contrataba para trabajar en el caserío cuando la familia no podía atenderlo, generalmente porque los hijos habían abandonado la casa. Al morroi se le dejaba vivir en el desván o en la cuadra, pero no entraba a formar parte de la familia. Algo de esto hubo. Recuerdo, por ejemplo, que, al entrar físicamente en la sede del Gobierno, el primer día, resultó que la Vicelehendakaritza era una figura que no tenía cartera adscrita, y, por lo tanto, yo no tenía despacho. Entonces, me ofrecieron un rincón que estaba en una zona… que no podía ser. Tuve que ponerme firme y pedir el despacho.

El edificio, el Lakua, es un viejo geriátrico que no llegó a utilizarse como tal, y cuando se constituyó el Gobierno vasco, se metieron allí. Las salas eran muy pequeñitas, los váteres tenían barras para apoyarse y no había un despacho grande. Pero había una capilla que se había preparado para unas monjas que iban a dirigir el geriátrico: habían convertido la capilla en despacho y era la sala más grande. Me parece recordar que aquella oficina se le había dado a la Secretaría de Política Lingüística. A mí me pareció que ése era el despacho que dignamente debería ocupar el vicelehendakari, y tuve que pedírselo firmemente al lehendakari. De otro modo, me hubieran «colocado» uno de los despachos que… Es decir, fueron racaneando todo lo que pudieron: la desconfianza era total. Nos mirábamos de reojo a todas horas.

Fueron años de enorme tensión. Yo sufrí mucho con la tensión que implicaba la gestión política: los Consejos de Gobierno, la aprobación de los decretos, el orden de los consejeros, diez mil detalles… En todo, el nacionalismo quería taparnos y dejar claro quién mandaba allí, y nosotros queríamos sacar la cabeza… Era una tensión continua.

Con todo, mi relación personal con el lehendakari se mantuvo siempre dentro de las formas. Con el paso de los años, nos hemos reído de aquellos tiempos, cuando ellos y nosotros éramos tan recelosos… Naturalmente, nos reímos cuando la pelea se resolvió y el PNV volvió a adquirir el control de la situación. Es evidente que el beneficiario inicial de esa primera apuesta fue el PNV, porque en sucesivas elecciones pasó de diecisiete a veintidós diputados. Al igual que en las coaliciones de Gobierno en los Ayuntamientos, el alcalde rentabiliza gran parte de la gestión, en el Gobierno autonómico ocurrió lo mismo: que el lehendakari Ardanza llegó a rentabilizar incluso su apuesta de liderazgo del Pacto de Ajuria Enea, con su discurso moderado, sus aportaciones enormemente positivas contra ETA, cuando reivindicaba no solamente la discrepancia en los medios con los terroristas, sino también respecto a los fines… Era un lehendakari arropado y legitimado por el primer partido del país, que le apoyaba, y eso le proporcionó un buen resultado electoral. Pero ocurría que, al mismo tiempo, estábamos resolviendo el «problema vasco»: estábamos encauzando la política desde una visión estatal.

GRANDES ACUERDOS Y GRANDES RENUNCIAS

En esos años, estamos en 1987, existía un acuerdo para el desarrollo del autogobierno. Para empezar, los grandes pactos autonómicos con Joaquín Almunia fueron fundamentalmente tres. Por una parte, el desarrollo de la Ertzaintza. Ese plan lo llevó a cabo, fundamentalmente, José Luis Corcuera; segundo, la transferencia de la Sanidad: se crea la Osakidetza y la gestionamos nosotros; y tercero, un acuerdo financiero que permitía que el modelo del concierto económico se sostuviera sobre las bases que habían pactado Suárez y Garaicoetxea, a pesar de que sabíamos que ese modelo era extraordinariamente ventajoso para el País Vasco. Tanto Almunia como Solchaga, como Corcuera —por cierto, los tres vascos—, estuvieron en el núcleo de estos acuerdos.

Por supuesto, los grandes acuerdos implicaban muchas renuncias también para nosotros en la política vasca. Recuerdo, hablando de la Ertzaintza, una que me dolió particularmente: en aquellos años, Diario 16 publicó las pruebas de cómo los socialistas habían sido discriminados para acceder a la Ertzaintza… Eran fichas manuscritas de los responsables de la Consejería de Interior, aludiendo a la militancia socialista de los padres de determinados chavales que se habían presentado a las primeras oposiciones… Era un escándalo y, además, nos hería en nuestras propias carnes. Tuvimos durísimas trifulcas en relación con esta materia, y exigimos responsabilidades. Ellos argumentaron que querían hacer una policía en la que no hubiera infiltrados de ETA, y que había muchos informes, de tal y cual… Pero aquellos informes acabaron siendo informes de sectarismo puro, no de seguridad frente a ETA. El argumento general que aportaban era que estaban haciendo una inspección de las familias, de los entornos, que a alguien se le habría escapado hacer aquel apunte… Negarían, supongo… ya no recuerdo en qué términos se desenvolvió la cuestión, pero supongo que negarían esa discriminación. Es verdad que, después, todo aquello acabó. Hoy, la Ertzaintza cuenta con 8.000 policías, y son de su padre y de su madre: todos… salvo algún núcleo más selecto, la cúpula, que sigue siendo, desde luego, de obediencia nacionalista. Pero, en fin, los ertzainas ya no son necesariamente nacionalistas.

Este ejemplo sólo fue uno de los dificilísimos debates internos. El campo educativo fue tremendo y la discusión ideológica en relación con el euskera, tremenda… El Joseba Arregui que conocemos ahora no tiene nada tiene que ver con aquel Joseba Arregui, casi fundamentalista, de aquellos años. Se enzarzaba en peleas constantes con José Ramón Recalde en los debates de aquellos años. No olvidemos que José Ramón Recalde era coportavoz del Gobierno, porque también exigimos un portavoz paralelo.

En fin, fueron unos años dificilísimos. Pero la consecuencia es que el país veía en la cúspide a Ardanza y a Jáuregui, como expresiones de dos mayorías sociales enfrentadas —con riesgo de división interna en el país— que pactaban, que lo pactaban todo, y que guardaban las formas, y que construían un Gobierno y que gobernaban juntos. Yo siempre creí en ese proyecto. El momento más duro fue cuando tuvimos que hacer balance electoral. Y, en 1990, los resultados no fueron buenos.

LA REAPARICIÓN DE LA DERECHA

A medida que progresaba aquella coalición, ocurrió un hecho destacable: la reaparición del espectro político de la derecha. Yo siempre he dicho —ya sé que es un argumento que puede parecer un tanto sutil— que, en gran parte, la emergencia, la reaparición de Jaime Mayor Oreja en el País Vasco, a finales de los ochenta —más bien casi ya en 1990—, es consecuencia, precisamente, del clima de estabilidad, de serenidad y de pluralidad que estableció el Gobierno de coalición.

La derecha estaba literalmente «desaparecida», en parte también por la persecución terrorista de los primeros años ochenta contra UCD. Había estado malamente representada por el PP, con dos diputados, y con Jaime, que se marchó cuando perdieron las elecciones en 1982. (Él mismo me traspasó a mí los papeles, porque fue delegado del Gobierno). Esa derecha, de pronto, empieza a construirse en Euskadi, insisto, porque nosotros instalamos un clima político de pluralismo y de reconocimiento a cualquiera. Porque la coalición PNV-PSOE había establecido el marco que permitía que se creara un modelo de aparición de la derecha española que estaba oculta. No hay que olvidar que, en las elecciones del año 86, cuando Txiqui y el PSOE ganamos las elecciones con diecinueve diputados, el viernes anterior, víspera de las elecciones, la primera página del ABC recomendaba votar a nuestro candidato y el periódico salió a la calle con una portada en la que aparecía una fotografía de Txiqui Benegas… porque no había derecha en Euskadi.

Ese espacio para la derecha empezó a crearse, y se nutrió en buena parte, con el discurso antinacionalista que empieza a darse en el País Vasco. Pero nosotros no participamos en él. Porque el segundo partido a partir de 1990 —el primero hasta entonces—, en vez de disputar la alternancia al Gobierno nacionalista, se coaligó con él y renunció, en cierto modo, a su propia opción política.

Algunos consideran que ese gran esfuerzo fue un error; yo afirmo que en absoluto fue un error. Es cierto que tuvo un resultado negativo para el Partido, pero ello se debió, en gran parte, a que también existía una recomposición de fuerzas. Y mucho voto prestado. De hecho, han pasado ya muchos años y nosotros tampoco hemos conseguido ir mucho más allá, porque los espectros sociales del País Vasco son los que son. Nosotros habíamos obtenido una gran victoria electoral en 1986, en gran parte por la ruptura del nacionalismo vasco, pero, sobre todo, porque no había derecha.

También el PSE tuvo nueve diputados. Ahora tenemos trece[98]; pero también tuvimos diecinueve, dieciséis y doce diputados. A mí no se me puede negar la capacidad de autocrítica cuando reconozco que el resultado electoral de la coalición con los nacionalistas no fue beneficioso. Es evidente. Pero yo siempre creí en esta política. Creí que era la política del país, que era la política de España, de una España que incluía a los nacionalismos, que trataba de hacer un Estado incluyente… Esa política se construía pensando realmente en el objetivo de conseguir la paz y con la idea de que el nacionalismo se sintiera cómodo en España. También se desarrollaba con la intención de componer una sociedad vasca armónica, que no se fracturara.

Éstas eran las bases. Y, desde luego, no había un móvil partidista; porque si hubiera existido, nos habríamos quedado en la oposición en 1990 cuando, con el resultado de las primeras elecciones con un Gobierno de coalición, el PNV nos pegó la primera puñalada. Porque hizo un pacto con Eusko Alkartasuna y con Euskadiko Ezkerra, que fue el llamado «Gobierno tripartito» de 1991. Ese pacto fue una puñalada, aunque ellos digan que el PSE no quiso pactar. Éste es uno de mis reproches más serios a Ardanza y a Juan Ramón Guevara, que fue el que llevó adelante aquella negociación: hacer un pacto con EA y con EE y dejarnos fuera, después de lo que habíamos hecho durante cuatro años. Aquel acuerdo pone en evidencia, en parte, que nunca creyeron, de verdad, en los pactos que nos llevaron al Gobierno de coalición. Y aquí empiezan mis dudas también, que las confieso…

LA TRAICIÓN DE ARDANZA

Aquel Gobierno de nacionalistas fue lo que se llama un «Gobierno sietemesino», porque nació en enero o febrero de 1991 y, en septiembre, Arzalluz nos llamó —a Txiqui y a mí— para preguntarnos qué haríamos por recomponer la coalición. Era la etapa en la que EA había empezado a reivindicar la independencia en los Ayuntamientos y los del PNV vieron que la relación con EA no funcionaba. Entonces, nos propusieron una reedición del pacto.

Nosotros, que habíamos sido expulsados de la coalición siete meses antes, pusimos condiciones y establecimos un nuevo pacto, porque, evidentemente, el PSE recuperó toda la razón.

Ese mismo año de 1991 hicimos un nuevo pacto de coalición, con una pequeña adhesión de EE, que ya estaba incluido, y Fernando Buesa fue nombrado vicelehendakari. En las negociaciones y en la conclusión del pacto me sustituyeron Fernando Buesa, Rosa Díez, Maturana, Paulino Luesma y un grupo de compañeros… Yo me quedé fuera, en gran parte también como respuesta personal a lo que Ardanza nos había hecho. Yo delegué, por así decirlo, mi representación, por mi prurito personal, porque consideraba que no había sido bien tratado por Ardanza… Porque cuando se formalizó el pacto PNVEA-EE, me sentí traicionado, literalmente: me pareció una verdadera marranada. ¿Dónde habían quedado esos cuatro años de una gestión extraordinaria en el país, con la industria, con la sanidad, con todo…? El desarrollo autonómico era inmenso, los acuerdos económicos, excelentes; en fin, habíamos practicado una política solvente y… ¡el resultado electoral que aquella política le había proporcionado al PNV! ¡Y nos dejaron fuera! Yo me sentí, literalmente, maltratado, y mi decisión fue no volver a ese Gobierno. Y me quedé fuera, en parte, también, para desarrollar una política más libre: colocamos a unas personas de «alto standing» —políticamente hablando— en la gestión del Gobierno, pero yo me quedé fuera para poder hacer política con más autonomía.

Más tarde, se empezaron a ver en el PNV algunos movimientos que permitían intuir lo que ocurrió después.

El triángulo, digamos, «intelectual» del PNV sobre el tema del terrorismo está formado por Joseba Eguíbar, Juan María Ollora y Gorka Aguirre. Los tres, ya en los primeros años noventa, formulan un escenario de salida de la violencia basado en propuestas antagónicas a las que se proponían en el Pacto de Ajuria Enea.

El gran conflicto que acaba en el pacto nacionalista de Lizarra[99] se inicia tiempo atrás y no hay que olvidar que está escrito. Porque Ollora escribió un libro —en 1995, me parece recordar— en el que todo lo que se describe es lo que ocurrió después. Yo diría que eso sí que merece un capítulo especial e interesa sistematizar un poco las diferencias.

AJURIA ENEA: LA COMPLICIDAD NACIONALISTA

Toda la política que el Gobierno socialista articuló con el PNV en torno a este período de gobiernos de coalición tenía el objetivo de integrar al nacionalismo vasco en un proyecto de España, sin que fuera necesaria su participación en la gobernabilidad. Toda la política de pactos con el PNV en el Congreso de los Diputados tenía ese objetivo. Ello implicaba también que el nacionalismo vasco liderara la lucha contra ETA, como elemento fundamental de deslegitimación del cordón umbilical nacionalista hacia la violencia; eso quería decir, naturalmente, que había que pactar la estrategia antiterrorista y que había que establecer un nivel de confianza y de complicidad, valga la expresión, entre los dos Gobiernos, el de España y el de Euskadi, acerca de los elementos que articulaban la política antiterrorista, desde un mediador hasta la política penitenciaria… Pero todo se basaba en la confianza que Ardanza mantenía con Felipe González, y que también Arzalluz, implicado en la gestión del PNV, mantenía con su Gobierno, con el Gobierno central y con el PSOE.

Este escenario, más o menos, canalizado a través de los diferentes ministros de Interior, configuraba una estrategia. Cuando Enrique Múgica puso en práctica la política de dispersión, había un corolario, que se llamaba reinserción. La dispersión la llevaba a cabo el Gobierno español, pero la reinserción la hacía el PNV, que estaba sobre el terreno, en el territorio de la sociedad vasca, y sugería, a través de las familias, qué personas querrían volver y a quiénes había que separar de la banda. Porque esa actuación respondía a una política para fracturar el colectivo de presos de ETA. Y era una parte de una estrategia.

Si hubo interlocutores para saber qué ocurría en el interior de la banda terrorista, o se presentaba en la Embajada de España en Buenos Aires el señor Adolfo Pérez Esquivel[100] diciendo que tiene un mensaje de ETA, si, en fin, hubo ese tipo de cosas, que las hubo en todo ese tiempo, ¿por qué negarlo? Todos lo sabíamos. Lo sabía Belloch, en su caso, con Ardanza, y, desde luego, Felipe González. Estas actuaciones implicaban una corresponsabilidad en la estrategia. Eso era el Pacto de Ajuria Enea: un liderazgo del nacionalismo vasco en la lucha contra el terrorismo, con un lehendakari que agrupaba a los partidos políticos… La imagen más gráfica de la corresponsabilidad es la del lehendakari Ardanza en las escalinatas de Ajuria Enea, acompañado de Arzalluz, Mayor Oreja, Jáuregui, Madrazo y Mosquera, diciéndole al país: «Estamos juntos y no toleraremos esta agresión», cuando matan a Miguel Ángel Blanco y en alguna otra ocasión también.

Ése era el liderazgo institucional que provocó grandes movilizaciones en Bilbao, con Gesto por la Paz, con todo el pueblo vasco, contra ETA. Fue un proceso que, acompañado de la eficacia policial que se inició fundamentalmente en Bidart, acabó convirtiendo al terrorismo, a partir de mediados de los años noventa, en un terrorismo prácticamente terminal, con diez o doce muertos al año, parecido al que tenemos ahora. Por tanto, quienes niegan que aquel camino fuera bueno, se equivocan, porque aquel camino cambió la historia vasca en relación con el terrorismo; de 1987 a 1998 fue un camino in crescendo.

El Pacto de Ajuria Enea funcionaba, aseguraba la paz, no en cuatro días, ni en cuatro años, pero ése era el camino. Por decirlo gráficamente: había unidad de la democracia contra ETA; se reiteraba aquel mensaje según el cual el nacionalismo democrático que no podía coincidir ni en medios ni en fines con ETA; se producía un aislamiento político de la violencia, y se mantenía también una oferta de diálogo para cuando se abandonara la violencia; había pluralidad en la política vasca, y un pacto entre las fuerzas políticas vascas; había un buen entendimiento entre Madrid y Vitoria, un marco jurídico-político aceptado y lo que podríamos llamar un proyecto de un Estado incluyente de los nacionalistas, no solamente respecto a los vascos, sino también a los catalanes. Esa política respondía a los grandes parámetros del Estado español de los noventa, y a una de las grandes tareas pendientes del proceso constituyente que se inició en el año 1977.

Yo, ahora, me pregunto si lo que está ocurriendo en este momento en España responde a un horizonte de esa naturaleza o si, por el contrario, no nos encontramos ante unas bases antagónicas, un cuestionamiento muy serio del Estado como un modelo de poder territorial que aglutine, un modelo incluyente. Me pregunto si no se está presentando, con enorme virulencia, una tentación segregadora, o una tensión desarticuladora. Ahora existe una unidad nacionalista para acabar con ETA, pero pagando el precio político que exigen los terroristas: ése es el esquema de Lizarra.

El nacionalismo vasco se ha desplazado, ha abandonado la unidad democrática, ha abrazado la unidad nacionalista y ahora ofrece a ETA un modelo de proceso en el que, dejando la violencia, puede alcanzar sus objetivos. Eso es el «Plan Ibarretxe»: una oferta del nacionalismo gobernante al entorno político de la banda terrorista para que ésta, abandonando la violencia, pueda hacer viables sus objetivos[101]. El problema es que ha surgido de nuevo el enfrentamiento en el seno de la familia nacionalista, porque ETA no quiere depositar en el PNV la gestión de su historia: odia a los jauntzos y a los burukides del PNV casi tanto como a los españoles[102]. Pero lo que importa es que el PNV ha hecho esa oferta y, por tanto, ha roto el modelo anterior de unidad democrática.

Finalmente, lo que frustró aquella política de «cohabitación» fue, en mi opinión, el problema de la gestión en el seno del Pacto de Ajuria Enea. Es ahí donde cristalizaron las diferencias. En el resto de la política, mientras gobernamos en España, mantuvimos la relación con el PNV.

LOS AÑOS DIFÍCILES. LO QUE NUNCA HE CONTADO

Hubo un período particularmente difícil, que fue el período del último Gobierno de coalición, de 1995 a 1998. En ese Gobierno, tras nuestro peor resultado electoral —en octubre de 1994: sólo obtuvimos doce diputados—, en ese Gobierno, digo, se produjo uno de los momentos más deprimentes de mi vida política. Yo llevaba ya casi ocho años en esa apuesta, volvía a ser el candidato y, repito, tuvimos muy malos resultados. En aquel momento, tuve todas las tentaciones del mundo de abandonar, y me siento orgulloso de haber aguantado el tirón. Pero me pareció que se avecinaba un momento tan malo y era tan malo el que estábamos viviendo, que abandonar era un acto de cobardía. (Ya sé que bajo estas palabras grandilocuentes se suelen ocultar sentimientos egoístas o muy personalistas, pero, en mi caso, no es así). Hago esta confesión porque fue un momento delicadísimo en mi vida: en 1994 descubrimos que estábamos con doce diputados —caída libre—. Además, yo era el candidato. Se iba a formar un nuevo Gobierno y la política del PSOE declinaba. Porque hablamos de finales de 1994, cuando ya teníamos todos los escándalos en la puerta, o se estaban produciendo.

Yo me mantuve firme y, además, hablé con Txiqui. Le dije: «No tenemos más remedio que volver a hacer la coalición y, además, yo debo involucrarme otra vez». Él lo veía igual que yo. Consideraba que el marco de referencia de nuestra política, en un momento de declinar de los socialistas, no podía ser más que la de seguir dando pruebas, con nuestra presencia institucional, de nuestra propia fuerza y, desde luego, seguir apostando por una política en la que creemos sinceramente. El partido lo aceptó así y yo entré como Consejero de Justicia y de Trabajo. Pasamos unos años muy difíciles, en los cuales el PNV sostuvo de una manera impertérrita su confianza en los socialistas vascos, y en mí en particular, a pesar de que eran momentos delicados.

Esto no lo he contado nunca, y quizá pueda ser el momento: yo tomé posesión de la cartera de Justicia en enero de 1995, cuando todos los escándalos nos estaban rodeando, con la investigación del GAL en marcha, y los fondos reservados, y todo lo demás… Yo tenía tal confianza en mí mismo que le dije a Ardanza, cuando hicimos esa coalición, que no tuviera ninguna duda de su apuesta por mí. Porque no puedo olvidar que Jaime Mayor Oreja saludó mi presencia en ese Gobierno diciendo que yo era una «bomba de relojería». No me olvidaré de esas palabras… Eso significaba que yo era una persona que no iba a salir bien parada de lo que él suponía que iba a ocurrir, de todas las investigaciones que acompañaron a esa etapa. A mí aquello me dolió inmensamente; no digo que no lo voy a perdonar, pero fue un golpe que no olvidaré. Tanto a Ardanza como al propio Arzalluz, yo les di todas mis garantías personales de que, jamás, nada podría involucrarme en esas investigaciones, porque tenía la certeza de ello, porque nunca estuve mezclado en ninguno de esos asuntos. Pero uno nunca sabe lo que puede pasar en procesos en los que, además, las pretensiones de inculpación eran generalizadas y había intencionalidades políticas muy claras y un deseo de manchar a toda la cúpula socialista. Y yo le aseguré de antemano al lehendakari Ardanza —y eso sólo lo sabemos él y yo— que, si había una mínima implicación de cualquier tipo, en cualquier cosa, tendría mi dimisión en su mano. Y se lo aseguré para que quedara claro que jamás iba a ser una rémora en aquel Gobierno. Ellos confiaron en mí, y me consta que esa decisión también la sabía Arzalluz, porque también hablé con él. Y Arzalluz reaccionó de la misma manera: aceptando esa muestra de confianza que les daba y devolviéndome la misma. Porque, de hecho, ellos hicieron una apuesta por nosotros en un momento muy delicado para el PSOE, e hicimos una coalición para un Gobierno en el que Ibarretxe era el vicelehendakari. Y yo entré en ese Gobierno para seguir haciendo nuestra política.

NUNCA SE HIZO EL CAMBIO EN LA POLICÍA

No sé si a Arzalluz y a Ardanza les pareció extraño que el delegado de Gobierno en Euskadi en aquellos tiempos tan difíciles, cuando el GAL actuaba, no supiera absolutamente nada. Pero lo cierto es que todo aquello formaba parte de un ámbito policial que yo nunca asumí, porque mi trabajo en la Delegación de Gobierno fue profundamente político y porque la cuestión estrictamente policial siempre se llevó al margen de mi actuación y yo nunca intervine. De eso se encargaban otras personas y yo nunca me involucré. Era algo que transcurría fuera de mis ámbitos de competencia e, incluso, fuera de mis ámbitos de actuación. Tampoco creo que eso signifique que había otro sector de mi Partido que hacía una política paralela. Nunca he compartido esa apreciación, por mucho que judicialmente haya dado lugar a determinadas sentencias. Yo siempre he pensado que aquella cuestión se gestó, más bien, en espacios parapoliciales, y no sé qué tipo de apoyo político pudieron tener; pero nunca he creído que el poder político o el Gobierno estuvieran involucrados en esas decisiones. Yo nunca he creído eso y, de hecho, cuando he tenido que aportar mi versión sobre esos asuntos, cuando he ido de testigo a algunos juicios, siempre he dicho lo mismo. Siempre recuerdo una frase de Felipe González, cuando tomamos posesión, que para mí marcó en gran parte su conducta y la mía: «Nosotros somos el Estado: nosotros hacemos las leyes y somos los primeros en cumplirlas». Jamás he abandonado el espíritu y la letra de esa afirmación.

Mi impresión es que el Partido no hizo una transición policial como la que hizo en el aparato militar y que, en ese sentido, fuimos dependientes de las fuerzas policiales. Mi percepción es más bien que un Gobierno democrático, acosado por la violencia como lo fue el Gobierno socialista, era demasiado dependiente, prisionero, de una eficiencia policial que estaba en manos de una policía que no había hecho su transición. Fueron años muy difíciles. Yo creo que el PSOE hizo las cosas cuando pudo hacerlas, probablemente. No puedo juzgar críticamente esa etapa porque, seguramente, no puedo sentir o identificarme con las mismas sensaciones que tuvieron los protagonistas. No sé… Es un poco… Lo mismo que si hablara de la tortura. Seguramente, al principio, la policía no estaba sometida a los mismos controles y a las mismas exigencias que lo está ahora.

Yo creo que son tiempos que marcan la historia. El aparato militar estuvo mucho más disponible y fue más permeable, porque había intentado un golpe de Estado que fracasó y Narcís Serra pudo maniobrar con más facilidad. El aparato policial era demasiado importante para un Gobierno democrático acosado. Tiendo a pensar que el contexto puede hacer más comprensible ese tipo de situaciones, pero no quiero que esto sirva de justificación. Y no tengo ninguna duda de que el aparato político del Partido nunca tuvo que ver con aquello. Otra cosa es que algunas personas hubieran podido tener una mayor relación con los aparatos policiales.

El hecho de que al final del año 1987, cuando yo ya llevaba casi cuatro años de delegado del Gobierno, fuera mi Partido el que me propusiera para vicelehendakari, es la prueba, al menos en parte, de lo que significaba mi presencia en la política vasca. Sin embargo, no dejo de reconocer que ese otro plano político —más político— que representa el haber sido delegado en aquella etapa tiene unas connotaciones que yo asumo y que, en cierto modo, reconozco como una limitación a mi propia trayectoria, a mi propia vida política.

«YO TE LLENO LA PISCINA»

En cualquier caso, lo que interesa ahora es dejar claras las bases de aquel nuevo pacto, en el año 94, que dio lugar a la última apuesta por un Gobierno de coalición.

Paralelamente, el Pacto de Ajuria Enea había entrado, yo diría, en una fase muy tumultuosa, porque se enfrentaron dos vertientes: la del PNV, que creía poco en Ajuria Enea, y la del PP, que estaba ejerciendo su última etapa de oposición al Gobierno socialista —utilizando en buena medida el tema terrorista como baluarte—. El Partido Popular expresaba esa oposición también en Ajuria Enea, porque Jaime Mayor Oreja estaba reivindicando un protagonismo propio, censurando determinadas políticas, ya sea respecto el tratamiento de los presos, ya sea respecto el protagonismo del lehendakari y el nacionalismo vasco en la lucha contra ETA, ya sea contra las «tomas de temperatura»[103], etcétera.

Es decir, en el seno de Ajuria Enea surgieron dos posiciones enfrentadas. Una nacía del nacionalismo: Garaicoetxea reivindicando la autodeterminación; Ollora, Eguíbar y Aguirre reivindicando un método distinto —no en el mismo pacto, sino paralelamente—, porque Ajuria Enea, con el aislamiento político de la violencia, en su opinión, no acababa con la violencia. La segunda posición la representaba el Partido Popular, que venía marcando serias distancias en relación con la estrategia del propio pacto. Esto coincidió en el tiempo con el desentendimiento entre el PNV y el PSOE, el desencuentro entre el Gobierno central y el Gobierno vasco, la ruptura de la complicidad que, durante años, había regido ese pacto.

Todo estalló años más tarde, cuando se firma el Pacto de Lizarra, en 1998.

Cuando el PP llega al poder tras ganar las elecciones, en 1996, se produce, como todo el mundo sabe, un acuerdo entre PNV y PP, que lleva a Arzalluz a fotografiarse debajo de la gaviota, dando un abrazo a José María Aznar. El dirigente nacionalista vino a decir, más o menos, que Aznar había hecho más por el acuerdo con los nacionalistas en diez días que los socialistas en diez años. Lo cierto es que el esquema de ese acuerdo fue parlamentario, desde luego, porque el PP no tenía la mayoría absoluta. Pero de ese esquema, no sé si intencionadamente o no, pero en la práctica así fue, se dejó de lado la estrategia antiterrorista. Y es en este punto donde, en mi opinión, está el detonador de la ruptura de este castillo de naipes. Es decir, en 1996, el Partido Popular y el Partido Nacionalista Vasco firman ese pacto pero no incluyen el tema terrorista. Esgrimieron el Pacto de Lizarra, pero Lizarra es posterior.

Hay un par de frases que siempre salen a relucir cuando se habla aquella conversación que tuvieron en La Moncloa Aznar y Arzalluz. Al parecer, cuando Xabier Arzalluz le pidió al presidente que intentara una salida, que buscara un camino para que el mundo del nacionalismo radical se pudiera integrar, Aznar, que no cree en ello, dijo la famosa frase: «Yo no me tiro a la piscina sin agua». Y Arzalluz le contestó: «Pues yo te la lleno». Y allí nació ese doble papel que uno y otro han estado desempeñando, hasta llegar a un antagonismo feroz. Allí se inició un camino en el que el PP cortó todo tipo de contacto y endureció sus posiciones, mientras el PNV se alejaba a la búsqueda de un acuerdo con otros nacionalistas y con ETA.

En medio de todo, ocurre un hecho importantísimo: el asesinato de Miguel Ángel Blanco y el nacimiento del «espíritu de Ermua»[104].

Se difundió un mensaje antinacionalista, porque la respuesta a la crueldad del asesinato de Miguel Ángel Blanco incluía una doble censura al nacionalismo: una, por no haber acabado con el terrorismo, después de veinte años gobernando en Euskadi; y dos, la protesta tiene una connotación contra el nacionalismo, porque lo mataron en nombre del nacionalismo. La furia que surge del pueblo vasco es, en parte, una censura al nacionalismo, por ese doble motivo. Justo o no, este sentimiento fraguó.

Y, en mi opinión, el PNV se asustó y vio que la situación derivaba hacia el peligro de que la violencia no acabara nunca, se expandiera y provocara una contestación social que arrastrase al propio nacionalismo hacia su fin.

ETA, en esos momentos, se estaba reordenando e, inteligentemente, ofrece al nacionalismo vasco una solución. Y entonces gestan el Pacto de Lizarra. En el medio, Ardanza, que conoce todas las claves, ve que ya no puede sostener más el «chiringuito», e intenta, con el «Documento Ardanza», una salida de transición para llegar hasta las elecciones autonómicas de enero de 1998. En marzo de ese año se rompe el Pacto de Ajuria Enea, cuando el PP se niega a la reinserción de presos de ETA. Éste es, más o menos, el cuadro gráfico que refleja esa ruptura.

CON FELIPE, LIZARRA NO HUBIERA SIDO POSIBLE

Yo no sé si Felipe llegó a desmarcarse formalmente en algún momento de la política de «cohabitación» que mantuvimos los socialistas vascos con el PNV. En alguna ocasión me pareció que hizo algún comentario, como queriendo decir que quizás fue una cesión exagerada o inconveniente. A mí me parece que ese tipo de juicios son razonables. Yo mismo, a veces, me pregunto si el nacionalismo vasco nos lo ha agradecido, y quizás acabo concluyendo que no.

Aunque también entiendo que si el PSOE se hubiera mantenido en el Gobierno vasco o en el Gobierno de España, seguramente no habríamos permitido lo que ha sucedido. Dicho en dos palabras: yo no creo que el Pacto de Lizarra se hubiera podido producir siendo Felipe González presidente del Gobierno, porque el clima de la relación con el PNV no habría permitido a los nacionalistas semejante traición. No se puede juzgar ese tipo de situaciones, pero entiendo que toda nuestra apuesta tenía una lógica y hubiera podido seguir avanzando. Que Felipe, a pesar de eso, pueda decir hoy que cedimos demasiado… No sé si él lo piensa, pero ahora, desgraciadamente, lo piensan muchos compañeros, incluso algunos protagonistas de aquella etapa. Y yo creo que no tienen razón. Quiero decirlo de una manera gráfica y rotunda: nunca estuvimos mejor. Y creo que, cuanto más pasa el tiempo y más se está agudizando el problema vasco, con la unidad nacionalista girando hacia la independencia, con la ruptura del marco jurídico-político, con la ruptura de la convivencia entre dos comunidades, más nostalgia aflora en muchas personas aquel modelo de convivencia que gestamos.

UN VASCO EN MADRID

En la última campaña electoral que ganó el PSOE, en 1993, yo formé parte del Comité de Estrategia Electoral porque Felipe me lo pidió. Sí, al final, Felipe me llamó. Yo fui portavoz del Comité de Estrategia.

Aguanté dos meses, pero me marché porque mi experiencia fue mala. Me encontré con un Partido fracturado. Felipe quería hacer la campaña por su cuenta, con Maravall y con un grupo de gente de su confianza, y me trajo a mí para eso. Pero, finalmente, él dirigía su campaña desde La Moncloa, y quería que yo fuera la cara amable del Partido… Pero a mí no me aceptaban ni Txiqui, ni Alfonso Guerra ni ninguno, porque ellos estaban en la Dirección y… Yo me sentía como un pingüino en un garaje.

No me permitieron hacer aquel trabajo. Me metí en la oficina de la calle Gobelas, donde se había instalado el Comité de Estrategia, y me sumergí en un quehacer que… No sé exactamente cuál era, porque no tenía competencias. Y apenas concluyó la campaña, volví al País Vasco.

Se ganaron las elecciones y se suponía que Felipe me iba a nombrar ministro. Yo le pedí que no lo hiciera y le dije que quería ganar las elecciones en Euskadi. Llamé a Narcís Serra, que entonces estaba coordinando algunas de las conversaciones para la formación del Gobierno, para decirle: «Dile a Felipe que yo no quiero ir a Madrid, que yo no quiero ser ministro, que quiero quedarme en Euskadi». Por entonces, se acababa de firmar la fusión con Euskadiko Ezkerra.

En Euskadi, en 1993, habíamos tenido un magnífico resultado, el mejor de las últimas décadas. Aprendí euskera y dije que quería ser lehendakari en las siguientes elecciones. Y con esa ingenuidad que me caracteriza a veces, me metí en un charco que me llevó a donde me llevó después.

Volví al País Vasco con la impresión de que el Partido estaba mal y que entre Felipe y Alfonso no había ninguna relación. Que Alfonso era el gran cerebro de las campañas y del Partido, pero que se le había marginado; que teníamos que hacer la campaña unos cuantos novatos, y que Felipe la hacía por su cuenta. Era una situación en la que, además, se estaba materializando la ruptura durante una campaña electoral. La marginación de Alfonso era total, Alfonso tenía su plan con Txiqui y compañía, que veían muy mal todas estas decisiones… Yo recuerdo que, en esa etapa, Txiqui estuvo particularmente desagradable conmigo, porque no aceptaban que yo viniese del País Vasco a dirigir la campaña… Fue una experiencia particularmente ingrata, sí.