Juan Alberto Belloch

Relato para conciliar el sueño

Para poder recuperar a Juan Alberto Belloch es preciso llamarle por teléfono a Zaragoza, ciudad por la que pasa su renacida carrera política. A estas horas y tras las elecciones municipales del 25 de mayo de 2003, ya es alcalde. Me gusta imaginar a quien fuera todopoderoso ministro de Justicia e Interior contemplando el discurrir de las caudalosas aguas del Ebro. Me gusta pensar que, sin duda, el rumor del río y la corriente le habrá ayudado a aclarar su memoria, a limpiar sus recuerdos de malas brumas…

La verdad es que, por mi parte, hubiera preferido dar un paseo, largo y apacible, como la complicidad que tuvimos, en vez de someterme a aquel angustioso encierro, en su minúsculo despacho del Senado… Estuve atrapada entre su inagotable y cordial locuacidad, y el humo de los incontables cigarrillos que fumaba sin piedad… (En su disculpa diré que apenas se dio cuenta de cuánto puede molestar el humo). Para la siguiente cita, nos trasladamos a otro espacio donde se podía, al menos, respirar.

Comienza y concluye el relato de Juan Alberto Belloch recuperando al personaje central de su vida política: Felipe González. Parece claro que, si de él dependiera, no hablaría de otra cosa que no fuera Felipe, cuya figura salpica la conversación como si fuera su amuleto, su rehén y su coartada, todo en una pieza. A Juan Alberto Belloch le gusta pensar que Felipe González ya le seguía la pista antes de conocerle personalmente. Precisamente, cuando él era un joven juez que ejercía en el País Vasco y le buscaba las vueltas a Barrionuevo a cuenta de los derechos humanos y las presuntas torturas a los etarras. ¡Cosas de la vida y el destino! Aunque para él nada fue casual… Belloch está convencido de que Felipe ya le seguía de cerca y con interés.

Hacía mucho tiempo que no le veía; hacía mucho tiempo que no charlábamos durante horas, como antes. Quizás por eso no había tenido la ocasión de comprobar lo mucho que ha cambiado. Habla de otra manera, piensa de otra manera. Ahora, Juan Alberto Belloch ya no es independiente, como cuando llegó al Gobierno de Felipe González, cuando a Felipe le llegaba el agua al cuello y Juan Alberto le hizo creer que le iba a echar una mano. Ahora Juan Alberto es militante socialista. Se afilió al Partido Socialista cuando el PSOE perdió las elecciones en 1996. Debe de ser ésa la razón de su fervoroso discurso de «aparato»; el discurso y la organización interna que a él tanto le molestaban cuando era independiente. Debe de ser ésa la razón por la que Juan Alberto me sorprende repitiendo, hasta la saciedad, los argumentos que necesita para explicar su actuación como ministro del Interior. Me sorprenden, tengo que reconocerlo, las reiteradas referencias a la honorabilidad de sus antecesores, Barrionuevo y Corcuera, y la «odiosa obligación» de hacer lo que hizo, «porque no le quedaba otro remedio». Me sorprende su viva preocupación por la opinión que de él se tenga en el interior del Partido, por demostrar, por activa y por pasiva, que él nunca fue un traidor; entre otras cosas, porque él se limitó a hacer lo que le indicaba Felipe González… Felipe. Pobre Felipe, tan manoseado… utilizado incluso para que Juan Alberto pueda darse la oportunidad de desmentir su personal ambición, tan llevada de boca en boca cuando era el poder más visible del Gobierno. En aquel entonces, Belloch se dejaba querer por las lenguas de doble filo que lo señalaban como el autoproclamado sucesor, desaparecido Serra e imposible Solana. Hoy hace acopio de toda su vehemencia para argumentar, con la lógica del más disciplinado militante, que aquello «era una especulación sin fundamento», que él no pertenecía al Partido y que, por lo tanto, no tenía la más mínima posibilidad…

A estas alturas, se me ha fumado encima al menos diez cigarrillos. Y cuando los aplasta contra el cenicero parece como si quisiera hacer desaparecer, de la misma forma, algún testigo incómodo tantas confidencias que realmente parece haber olvidado…

Cumple, al final, con el tributo sincero (por lo menos a mí me lo parece) del reconocimiento a la labor de Felipe González durante más de trece años de Gobierno. Y jura no haber leído ciertos libros donde se dicen ciertas cosas, terribles, sobre su actuación en la última singladura, terrible también, del Gobierno de Felipe. Esto… ya no sé si creérmelo. Porque esos libros contienen relatos incompatibles con un sueño tranquilo. Tengo la impresión de que el relato de Juan Alberto —con el que he vivido, como periodista y como amiga, tantas cosas—, es, sobre todo, un relato para poder conciliar el sueño, sin necesidad de tomar un somnífero.

Yo era vocal en el Consejo General del Poder Judicial. Me había designado el Congreso, pero, realmente, mi nombramiento se debió al empeño enorme del entonces ministro de Justicia, mi amigo Enrique Múgica. Él fue quien, contra viento y marea, se dedicó a promover que yo fuera vocal del CGPJ, apoyado por el Grupo Parlamentario Socialista.

Había un aspecto que hacía de mí un personaje no demasiado grato para algunas personas del PSOE. Concretamente: en la Audiencia de Bilbao, y siendo yo presidente, se vieron los primeros procesos contra miembros de la Guardia Civil en el País Vasco por malos tratos. Las primeras sentencias condenatorias, los primeros procesos, se pusieron en marcha siendo yo presidente de la Audiencia Provincial de Bilbao. Todo ello me había acarreado una relación no particularmente cordial con el ministro de Interior de turno, e incluso, en algunos momentos, junto con la jueza Elisabeth Huertas —que ahora está en el [Tribunal] Supremo—, llegué a protagonizar portadas como si fuéramos los enemigos del Estado, por dedicarnos a hacer nuestro trabajo de jueces con absoluta objetividad e imparcialidad. Pero si se quería hacer una lectura política, la única que se podía hacer, en mi opinión, era que el Estado también era culpable cuando los funcionarios policiales vulneraban las normas y que el Estado se legitimaba precisamente en función de unos jueces que no cerraban los ojos frente a los abusos y los sucesos que pudieran cometer las Fuerzas de Seguridad… Pero, naturalmente, eso pesaba en mi biografía, desde el punto de vista político, bastante más que mi biografía de juez, que es de la que me siento particularmente orgulloso. Simplemente, hice mi trabajo. Y lo volvería a hacer, sin ninguna duda.

Lo cierto es que, para el juego de la política en Madrid, lo que más me lastraba era ser uno de los jueces vascos que no comprendíamos la labor de Estado. La policía tenía que trabajar «con red», se decía en aquellos años, y si los jueces la perseguíamos, resultaría que no podría hacer su trabajo: detener a los terroristas y a los delincuentes. Ésa era la dinámica. Puesto que yo no aceptaba esa «red», mi perfil no era favorable para ser vocal del Consejo. Pese a ello, fui nombrado vocal y, desde mi responsabilidad en el Consejo, yo multipliqué por doce, y más, el esfuerzo presupuestario dedicado a la formación de los jueces. Y eso lo conseguí directamente de Felipe González.

Aquel fue el primer contacto directo y personal que tuve con Felipe González. Aunque, en realidad… La primera vez que nos vimos fue con ocasión de un programa de televisión en el que se hablaba de personas que pertenecían a la década de Felipe… Un poco por los pelos —porque él tendrá ahora, supongo, unos 61, y yo tengo 52—. Pero, en fin, ciertamente encajábamos, más que por edades, por perfiles, sobre todo. Y yo lo vi física y personalmente durante una conversación, ese día, el día que nos encontramos para hacer la foto de rigor en televisión.

Pero el primer contacto político ocurrió cuando yo era vocal del Consejo General del Poder Judicial. Fui elegido vocal en 1991 y allí estuve dos años: en 1993 fui al Gobierno. En aquella primera ocasión le presenté a Felipe mi proyecto para la formación de jueces y él me apoyó presupuestariamente. A partir de ese momento, hubo encuentros esporádicos, pero nada más. A esos encuentros se pudo añadir lo que pudiera saber de mis «hazañas», entre comillas, en el País Vasco, que no sé si… En fin… Por lo visto, no debieron prejuzgar mucho su criterio… Pero, de todos modos, lo curioso es que se celebran las elecciones y las ganamos. Yo, por entonces, no era militante del PSOE; era independiente, y lo fui hasta que perdimos las elecciones en 1996.

LA JUSTICIA TIENE SOLUCIÓN

Fui a ver a Felipe a La Moncloa y lo que recuerdo es que, apenas entré, me dijo: «Bueno, ¿tú no decías siempre que la Justicia tiene solución?». Y, en ese momento, comprendí que Felipe me seguía desde hacía tiempo, porque yo, cuando era más jovencillo, organicé un gran congreso —entre otros muchos, en realidad— de juristas; participaron jueces, abogados, más de mil quinientas personas… Le pusimos un título romántico y optimista: «La Justicia tiene solución». Fue un congreso que organizamos cuando yo tenía treinta años, más o menos… Y, entonces, cuando me dijo esa frase… «¿No dices que la Justicia tiene solución? Pues ¡hala! ¡Adelante!».

Acto seguido, se produjo algo significativo, un hecho curioso: Felipe me indicó: «Bueno, ahora, para formar el equipo, habla con Narcís Serra…». Pero yo le contesté: «No, presidente, el equipo lo propongo yo. Para mí es… —no creo que llegara a decir “condición”, tampoco era una situación en la que pudiera emplear una palabra tan fuerte—, …es, para mí, un ideal necesario, imprescindible, nombrar a mi propio equipo». Y me contestó: «¡Ah, bueno! Pues, nada; pero, simplemente, pasa y lo saludas. Y le dices que lo del equipo ya lo hablarás conmigo».

Entonces, yo salí del despacho y, ya con Narcís, éste me dijo: «Bueno, vamos a ver a qué personas nombramos». Yo creo que ya tenía todos sus nombres preparados, así que le advertí: «No, no… Eso, yo… En fin… Ya he hablado con el presidente y… bueno, ya os propondré los nombres que a mí me parecen adecuados para hacer ese trabajo».

Y, a partir de ese momento, efectivamente, yo tuve la potestad de nombrar al equipo que yo quise, en todos los puntos y en todos los extremos. Felipe González me autorizó a ello. Por lo cual, es obvio que el único responsable de lo que hiciera todo el equipo y yo mismo, soy yo mismo, porque tuve absoluta libertad en el nombramiento de mi equipo. Acudí fundamentalmente a personas que habían sido de mi confianza, con las que había trabajado toda la vida y que era gente muy valiosa. Sobre todo, acudí a Teresa Fernández de la Vega, a la que todo el mundo conoce porque sigue en la política activa —¡y de qué modo!—. Yo creo que es una de las mujeres más valiosas de la esfera política.

TOMÁS Y VALIENTE RECHAZÓ EL CARGO

Recordando aquella época, lo cierto es que yo llego al Ministerio de Justicia, digamos, en una situación extraordinariamente favorable. Es decir, todos los medios de comunicación consideran mi nombramiento de una manera claramente positiva, consideran que hay una persona independiente que va a intentar arreglar las cosas. Recibo apoyo claro y manifiesto de colegios de abogados y de los sectores jurídicos. Y, únicamente, se ponen en guardia —es comprensible— en la Asociación Profesional de la Magistratura, porque yo procedía de Justicia Democrática —cuando era un crío—, y, en esas fechas, pertenecía a Jueces para la Democracia. Pero, salvo una cierta prevención por parte de ese sector, los sectores jurídicos —que me conocían mucho y bien— me reciben de manera positiva.

Además, en esa primera etapa, pude desarrollar el trabajo muy tranquilamente. Fue un período excelente. Solamente aparecen dificultades cuando acumulo Interior. En mis tres años en el Gobierno, hay un año y medio en que se hizo todo de una manera muy positiva y en un clima muy agradable, en el que las situaciones no generaban dificultades. Después, las cosas se complican cuando, primero, dimite José Luis Corcuera, después dimite Toni Antonio Asunción… Yo fui el candidato del presidente para ocupar el Ministerio, eso lo sé, porque Tomás y Valiente rechazó el puesto. Tomás y Valiente, que para mí es mi héroe —mi otro héroe es Vives Antón, vicepresidente del Constitucional; ambos son mis dos modelos jurídicos o mis maestros—, rechazó el cargo, y no porque no le gustara, sino porque, siendo, como era, el presidente del Tribunal Constitucional, consideraba que pasar a ser ministro de Justicia perjudicaba claramente la visión y el carácter institucional del Constitucional. Quien es presidente del Constitucional no puede convertirse en ministro, porque la Constitución está por encima del resto de los poderes. Tomás y Valiente, que era un hombre absolutamente fuera de serie, por puro decoro institucional profundo, rechazó el cargo. Yo creo que fue él quien sugirió mi nombre.

En aquella época comenzamos a desarrollar políticas muy positivas. Empezamos al mismo tiempo varios trabajos: desde el Código Penal, que aprobó el Congreso en 1995, hasta la Ley del Jurado, la Ley de Asistencia Pública, la Ley de Asistencia y Protección a la… Se transforma la Ley Orgánica del Poder Judicial, otorgando muchos más poderes y competencias al Consejo, dotándolo de capacidad de autogobierno… Y, todo, lo podemos hacer sin ningún problema… Eran textos fundamentales y se formularon precisamente en un clima perfecto. En fin, con las dificultades lógicas que implica coordinar este tipo de actuaciones, pero todo el mundo colaboraba y ayudaba en el empeño. Y, de algún modo, nuestro Ministerio estaba al margen de la «melé». Ya empezaba a haber dificultades, pero nuestro Ministerio estaba compuesto por personas que eran algo así como «los buenos de la película», los que no tenían conflictos graves.

Hay que tener en cuenta que, en esos momentos, tras la victoria electoral del PSOE contra todo pronóstico, ya empezaba a haber dificultades. Yo tenía la sensación de que disparaban con pólvora… pero ya era obvia la conspiración que denunció mi buen amigo Luis María Anson. Ya era obvia, ya había manifestaciones de ese tipo por todos lados, y por todas partes había fuego racheado. Y nuestro Ministerio era una especie de tienda de la Cruz Roja en medio de la batalla, lleno de independientes, de gente que no teníamos prácticamente ningún papel dentro del PSOE. Había algún director general que sí pertenecía a la organización política, pero tampoco fueron elegidos precisamente porque fueran militantes, sino por su perfil. Como había magníficos profesionales socialistas, evidentemente, se acudió también a ellos, pero no respondían a ninguna realidad orgánica del Partido, ni eran nombramientos propuestos por unas u otras tendencias, que por entonces ya se dibujaban en el horizonte.

AL MARGEN DE LA BATALLA

Nosotros estábamos al margen de la contienda interna, porque no éramos parte ni miembros relevantes del Partido. Muchos de nosotros ni siquiera éramos miembros del Partido. Y, en la guerra exterior, éramos un poco eso: el hospital de la Cruz Roja que está fuera de tiro. Por tanto, vivíamos aquella situación con la sensación de que a nosotros no nos pegaban cañonazos, que nosotros podíamos seguir haciendo nuestro trabajo, siempre apoyados por Felipe González. De vez en cuando, llegaban indirectamente problemas de cualquier compañero del Consejo de Ministros… Como el ministro de Justicia, de alguna manera, es el abogado del Consejo de Ministros, indirectamente podían llegar consultas técnicas sobre lo que procedía o no procedía. Pero, realmente, nosotros estábamos absolutamente al margen de la batalla.

El problema se empieza a agravar el día en que José Luis Corcuera dimite. Esa dimisión genera muchas complicaciones. Lo primero era resolver el problema de quién sucedía a Corcuera, lo cual no era fácil. Se formularon diversos planteamientos: algunas personas proponían a Vera; otras, a Roldán o a Luis Fernández. El propio José Luis, creo recordar, proponía a esos tres… Había otras personas que, curiosamente, proponían a ese navarro que después resultó… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Urralburu!

Yo, abiertamente, postulé a Antonio Asunción, porque había trabajado conmigo durante dos años. Era un hombre que, desde la Secretaría de Estado de Instituciones Penitenciarias, había hecho un trabajo excelente, que apreciaba el propio Felipe González —me constaba—, porque presentamos juntos los nuevos proyectos de las cárceles y toda la reforma penitenciaria. Y, por una razón fundamental, porque las Instituciones Penitenciarias, entonces, eran parte fundamental y fuente de información permanente en la lucha contra los terroristas —cosa que, desgraciadamente, no ocurre ahora—, lo cual hacía que, de manera habitual, Asunción tuviera que coordinar sus trabajos con el Secretario de Estado de Interior. Quiero decir que Antonio Asunción conocía bien el mundo concreto de Interior y el mundo del terrorismo, elemento clave para cualquier ministro del Interior, y lo conocía perfectamente en una de las dimensiones en que se puede llegar a conocer mejor: desde las prisiones y desde el colectivo de presos etarras. Por tanto, era un hombre sólido, un buen gestor, un buen administrador y un hombre que, además, conocía muy bien el tema del terrorismo. Me pareció que lo podía hacer bien.

Después de la crisis de la fuga de Luis Roldán —que provocó la dimisión de Asunción—, era necesario que se hiciera cargo del Ministerio alguien que tuviera autoridad política objetiva —el vicepresidente— y que debería acumular la cartera de Interior para intentar afrontar lo que, evidentemente, era una crisis. Que el director general de la Guardia Civil fuera un prófugo de la Justicia, objetivamente hablando, era un escándalo sin matices. Era imposible disimular o minimizar el problema. Yo consideré que la autoridad política objetiva para asumir el Ministerio del Interior le correspondía al vicepresidente del Gobierno y consideré que el perfil más adecuado era Narcís Serra. Yo quería continuar, por otro lado, porque aún no estaban consumados todos los trabajos que habíamos iniciado en Justicia. Es difícil saber por qué Felipe no tomó en cuenta la opción de Serra, pero yo creo que, ya por entonces, podían existir motivos políticos. Luis Roldán era un hombre que había tenido una relación, no sé hasta qué punto intensa, pero una relación bastante estable, en cualquier caso, con el vicepresidente del Gobierno y despachaba con él habitualmente. Yo creo que, probablemente, al propio Narcís, sabiendo que había tenido ese contacto con Luis Roldán, no le debió parecer —a él, o al presidente, o a los dos juntos— políticamente adecuado que pasara a ser ministro del Interior una persona que había tenido una relación directa, profesional y política, con Roldán.

Por otra parte, ningún político avisado, y Narcís Serra lo era, podía aceptar el Ministerio del Interior. Para aceptarlo en aquellas circunstancias hacía falta ser menos avisado y tener menos experiencia para atreverse a meterse en aquel berenjenal. Cualquiera sabía que ese cargo no podía deparar más que problemas.

Desde el punto de vista de Felipe, yo siempre pensé que quizá mi propia posición —estar en ese «hospital de la Cruz Roja», respetado por todos los medios de comunicación hasta aquel momento y respetado por el colectivo jurídico— le permitía ofrecer la imagen que él pretendía, imagen que, por otro lado, se corresponde exactamente con lo que él me pidió. El presidente creía que yo era un ministro, no sólo ni siquiera chamuscado, sino claramente en alza. Cualquiera que repase los medios de aquellos tiempos comprobará, claramente, que yo era una persona que no había participado en ninguna guerra, ni dentro ni fuera. En todo caso, Felipe González tal vez pensaba que yo daba el perfil adecuado para intentar lo que era obvio: intentar ver qué ocurría en Interior, qué había pasado en la Guardia Civil, y tratar de hacer lo que por entonces declaré: un razonable ajuste de cuentas con el pasado. (Aquellas declaraciones me acarrearon muchas dificultades, por cierto). Ése era el trabajo que me había encargado Felipe. Entonces, a él se le ocurrió la fórmula de fusionar ambos ministerios. Fórmula que, por cierto, habíamos sostenido Rodolfo Martín Villa[84] y yo: los únicos que habíamos apostado siempre por la necesidad de unir ambas carteras.

FELIPE NO TENÍA ALTERNATIVAS

Hay mucha gente que cree que yo acepté hacerme cargo de ese «Superministerio», con Justicia e Interior, por pura ambición. Los que se queden con esa idea tienen lo que se llama una perspicacia psicológica digna de… en fin… nadie sensato.

Si realmente uno quería hacer carrera política, lo lógico era quedarse en Justicia, continuar con los asuntos de rigor y no entrar en un terreno que sólo podía traer consecuencias desagradables. Yo conocía los problemas existentes, porque Toni Asunción ya había ocupado el Ministerio de Interior y era un buen amigo y compañero. Entrar en Interior con un director de la Guardia Civil fugado, mientras nos acusaban… Un diputado —creo recordar que fue Luis Ramallo[85]— dijo que a Roldán se le había atado a una losa de cemento y que estaba en el fondo del mar, y que aquello había sido un asesinato de Estado para evitar que confesara lo que podía contar contra los socialistas en general, contra Felipe, contra el Gobierno, etcétera.

Yo acepté el Ministerio del Interior, simplemente, porque no tenía más remedio que aceptarlo, porque me lo pidió Felipe González de manera expresa y directa, y porque el presidente no tenía alternativa en ese momento. Así de simple. Y no tenía alternativa por lo que hemos analizado antes. Yo le dije: «Presidente, aquí se trata de acabar con toda forma de corrupción». También la externa, de la que se hablaba menos, pero que era importante: entonces estaban presentes temas como los de Mario Conde, como los de De la Rosa… Parece que se ha olvidado, pero fruto de la actuación de aquel Gobierno fue también desvelar un foco de corrupción absolutamente privada, ajena o externa al aparato del Estado.

Yo siempre defendía la tesis siguiente: «Presidente, si luchamos desde el Gobierno contra la corrupción, tanto la que pueda afectar a nuestra gente como la que pueda afectar al exterior, no sólo hacemos lo que tenemos que hacer, porque es imprescindible, esto no puede continuar así, sino que, además, yo creo que eso lo apreciarán los electores y terminarán diciendo que, por primera vez en la historia, un Gobierno se depura a sí mismo y entra realmente dentro de sus sentinas…». Desgraciadamente, existían. Y Felipe me dijo: «Claro, hay que hacerlo. Tienes razón, por principio, pero por eso perderemos las elecciones generales». Lo cuento porque es significativo hasta qué punto Felipe tenía absolutamente claro que necesitaba hacer ese trabajo y que, para eso, la persona adecuada debía tener prestigio externo y no participar en las peleas internas del Partido. Y, evidentemente, era tan claro que me correspondía, que me metí. Así de simple: porque no tenía salida. ¿Cómo podía decir que no, viniendo las cosas tan mal dadas? Decir que no cuando las cosas vienen bien dadas es muy sencillo, pero cuando las cosas vienen mal dadas… Obviamente, no pude negarme.

Yo era la persona que podía hacer ese trabajo concreto: dirigir el Ministerio del Interior en una situación de crisis, con problemas internos gravísimos, y dejarlo aseado.

DEJAMOS UN MINISTERIO EJEMPLAR

Y así lo dejé… Cuando nosotros nos fuimos del Ministerio del Interior, era ejemplar en todo, absolutamente en todo. Tuvimos que hacer un proceso de transición, cosa que a veces no se valora, del PSOE al PP, sin que nadie se pudiera encontrar debajo de ninguna alfombra ningún tema que no estuviera como la patena. Luego no sólo era realista, era factible. Y lo hicimos. Mi equipo y yo. Margarita Robles, sin duda, desempeñó un papel protagonista en este caso. No quedó ni un solo foco de corrupción, a ningún nivel, dentro del Ministerio del Interior. Pero está claro que no sirvió para detener el conjunto de escándalos existentes; porque, es evidente, nuestra actuación generaba a su vez escándalo. Si se ordena investigar en serio el «caso Lasa y Zabala»[86], ello puede no gustarle a las personas que, directa o indirectamente, puedan sentirse concernidas. Pero había que hacerlo y lo hicimos. Y, así, en todos los casos. Si se detiene a Roldán, con toda clase de dificultades… Muchas personas no querían que se le trajera a España, porque tenían miedo de que Roldán pudiera hacer declaraciones… Eran personas que habían colaborado con él… Me interesa mucho que esto quede claro. Y lo hicimos, sin duda, porque conté desde el primero hasta el último segundo con el apoyo, al cien por cien, de González. Tuve el apoyo político de Felipe, permanentemente, frente a toda clase de problemas y de personas a las que no les gustaba en absoluto que el trabajo fuera dejar como una patena el Ministerio del Interior.

Aquel trabajo me condujo a enfrentarme con personas que antes habían tenido responsabilidades en el Ministerio. El primer atisbo de las dificultades que se avecinaban lo tuve a raíz del «caso Garzón». Creo que aquel fue el origen: cuando Garzón, como consecuencia de no haber obtenido sus deseos reales, vuelve a la Audiencia Nacional y comienzan los procedimientos judiciales. En ese momento, yo percibía en muchos sectores del Partido un modo de acusarme… Los amigos lo hacían directamente, y los enemigos, a escondidas: decían que yo era el responsable de que se hubieran iniciado ese tipo de procedimientos judiciales, por no haber mantenido a Garzón en el Ministerio. ¡No sé cómo! ¿De secretario de Estado del Interior? ¿Hubiera sido mejor? ¿Era lo que quería él? Me miraban como si hubiera puesto una daga en el corazón de Garzón, una persona con la que se había contraído un cierto compromiso y que podría crear muchos problemas.

LE DIJE A GARZÓN QUE NO

Con Garzón nunca he tenido relación personal, ésa es la verdad, porque no pertenecía a Jueces para la Democracia y, por lo tanto, nunca estuvo en nuestro mundo profesional ni tampoco personal. En el primer encuentro que yo tuve con él, me dijo: «Mira, Juan Alberto, yo creo que a ti te van a hacer ministro de Interior. A mí no me pueden hacer ministro de Interior, yo comprendo que acabo de llegar, y que estoy en un Ministerio con menos responsabilidad. Pero creo que te van a hacer a ti ministro del Interior y creo que me deberías apoyar a mí para que yo te suceda en el Ministerio de Justicia».

En ese momento le contesté que no podía apoyar esa pretensión por la sencilla razón de que yo quería continuar en el Ministerio de Justicia y que pensaba, además, que el Ministerio del Interior —tal era mi criterio entonces— debería asumirlo el vicepresidente del Gobierno. Por tanto, concluí, no le podía ayudar a que ocupara el puesto que yo no quería dejar. Me comentó que estaba llamando a Felipe González por teléfono y que no había posibilidad de comunicar con él.

Cuando me nombran ministro de los dos ámbitos, vuelvo a tener una segunda entrevista con él. Me pide, entonces, que, ya que no es ministro, que se le nombre secretario de Estado del Interior. Le volví a decir que no, porque para secretaria de Estado del Interior ya tenía prevista a una persona: Margarita Robles, que era de mi absoluta confianza, porque había trabajado conmigo durante quince años. A él no le conocía de nada. Margarita Robles, además, era mi subsecretaria de Justicia en aquel momento; lo lógico era que pasara a ser secretaria de Estado de Interior. Por tanto, le dije, no podía acceder a su petición. Sí que le dije que podría ser secretario de Estado de Drogas, que estaría encantado de que lo fuera, y que trabajaría conmigo; e incluso le dije que estaba abierto a estudiar la posibilidad, que él había apuntado con anterioridad, de poder reproducir, con alguna variable, el modelo de la «vía norteamericana», para que tuviera un mando efectivo sobre los servicios de seguridad. Eso sí se lo ofrecí, porque consideraba que eso ampliaba su Secretaría de Estado y podría colmar su ambición legítima de continuar en política en un tema en el que era especialista, puesto que había trabajado mucho, en la Audiencia Nacional, en materia de tráfico de drogas. Además, daba un perfil, en muchas ocasiones, más de fiscal o de jefe de policía que de juez. O sea, que encajaba en el perfil y que, por tanto, yo estaba dispuesto a ceder en aquel aspecto y planteárselo al Gobierno para que lo apoyara. Él me dijo que no lo aceptaba y que, por tanto, ya dimitiría cuando considerara oportuno, para él, dimitir. De modo que tuve que plantearle la situación claramente: no podría dimitir cuando más le conviniera; tenía exactamente veinticuatro horas para decidir si aceptaba o no, porque yo tenía que nombrar al equipo. Y, efectivamente, de manera inmediata… No recuerdo exactamente cómo se desarrolló la secuencia concreta: no sé si yo lo llegué a cesar o que él presentó la dimisión antes del cese, pero que fue una cuestión de horas.

En cualquier caso, la historia fue así. Desde mi punto de vista.

Para el que lo quiera oír: a los que me reprochaban que no le hubiera dado una salida a Garzón, les respondía: «Muy bien, pero ¿qué queríais? ¿Que lo nombrara secretario de Estado del Interior? ¿Eso es lo que sería más adecuado?». Naturalmente, ante esa pregunta, preferían no responder.

No, Garzón no era el adecuado secretario de Estado del Interior, por la razón obvia de que la discreción no es la virtud que le acompaña. Seguro que tiene otras muchas virtudes, pero la de la discreción no es la que acompaña al juez Garzón. Y, para ser secretario de Estado del Interior, la discreción es requisito sine qua non. Por tanto, Garzón no daba el perfil de secretario de Estado del Interior…

Lo de ser ministro… Eso ni siquiera se lo trasladé al presidente, porque lo último que se me ocurriría en mi vida es decirle a Felipe que tenía que hacer ministro de Justicia a Garzón. Pero, en cuanto al desarrollo de mis conversaciones con el juez, sí se lo planteé a Felipe González: «Ha pasado esto, esto es lo que pide, yo creo que no puede ser porque no da el perfil, le he ofrecido esto otro y yo creo que, para el trabajo que hay que hacer, ese “ajuste de cuentas con el pasado”, el perfil ideal lo da Margarita Robles, que tiene la misma imagen, y además es de mi confianza…».

Felipe me daba la razón. Simplemente, le pareció bien mi decisión. Pero no me amparo en su opinión. La decisión fue mía. Lo hice, y lo volvería a hacer mil veces, sin vacilación alguna. Por tanto, no me escudo en la opinión del presidente. Simplemente, Felipe dijo, por decir la verdad, que le pareció lógico que no lo hiciera secretario de Estado del Interior. Pero ese apoyo lo verbalizó muy poco. Felipe raramente entraba en esas cosas. Cuando nombraba a un Ministro, normalmente le dejaba mucho margen para actuar conforme a su propio criterio, pero es verdad que si tú sabías que estaba en desacuerdo también te enterabas…

NO PENSÉ EN LO QUE PODÍA HACER GARZÓN

Sinceramente, no pensé que esa negativa a las aspiraciones de Garzón fuera a tener las consecuencias que tuvo. Lo que nunca se me pasó por la cabeza es que el secretario de Estado del Ministerio del Interior pudiera volver a sus labores de juez penal. Eso es lo que a mí no me cabía en la cabeza. Ya no hablo de que sea legal o no. Hablo de sentido común. Yo nunca pensé que quisiera volver a un destino judicial que, antes o después, iba a ver casos relacionados con el Ministerio del Interior. Y no me refiero sólo a temas relacionados con el GAL, sino a los temas con los que él había trabajado en el Ministerio relacionados con el tráfico de drogas. ¿Cómo puede ser que un juez tenga una información privilegiada fuera del sumario en materias que después va a juzgar? Por lo tanto, no es que no lo calculara, es que no me lo imaginé, simplemente, porque no me parece el comportamiento judicial que mantenemos prácticamente todos los jueces. No es normal. Es decir, si te vas, te vas a otro espacio, a otro sitio.

Pero también tengo claro que, aunque hubiera sabido que la consecuencia era que iba a poner en marcha o a acelerar los procesos contra el PSOE, eso no hubiera modificado un ápice mi decisión.

Hay que tener en cuenta una cosa muy clara: a mí no me parece mal, en absoluto, y comprendo que eso es polémico para algunos en mi Partido, que los jueces investiguen a fondo los casos del GAL. Me parece que depurar esas organizaciones que son terrorismo de Estado forma parte necesaria de un Estado democrático sano y civilizado. Por tanto, lo que yo critico a Garzón no es, en modo alguno, que depurara responsabilidades en ese ámbito; y en lo que tuvo que ver con el Ministerio… Yo apoyé desde el Ministerio investigaciones sobre crímenes concretos del GAL. O sea, que no confundamos los temas. Esos procedimientos se tenían que poner en marcha.

Cuando Garzón volvió a la Audiencia Nacional y reabrió el sumario de los GAL, sí pensábamos todos que podía estar movido por la venganza. Pero, en fin… Visto el tiempo transcurrido, y el perfil posterior de Garzón, yo creo que sus motivaciones son bastante más complejas. Yo creo que es el juez mediático por definición, que es un auténtico enamorado de los medios de comunicación, que cuando pasan seis meses sin que aparezca su figura en los medios, consigue llevar a cabo alguna actuación judicial espectacular. Muchas de sus actuaciones son ciertamente notables, como la de Pinochet: la verdad es que fue un asunto espléndidamente bien llevado y un tema muy difícil; otras veces, no lo son tanto; pero lo que es obvio es que no aguanta seis meses sin estar en los medios.

Él estaba decepcionado con Felipe González y supongo que conmigo también. Puede que ésa fuera la razón de sus actos. Pero también pudo actuar movido sólo por su sentido de la justicia. Lo ha demostrado después. Es decir, en la foto fija de entonces, vista su trayectoria, está junto lo bueno y lo malo. El vicio y la virtud.

UNA LIMPIEZA DOLOROSA

Yo sé que algunos dirigentes del Partido pensaron —y piensan— que mi actuación era como una patada en el corazón de los socialistas. Pero yo estoy convencido de que la familia socialista, si se entiende por tal los socialistas y los votantes socialistas, no sólo comprendieron lo que hice sino que me lo han agradecido permanente y establemente. En todas partes me agradecen, de manera permanente, que, sin ser militante del Partido, me dedicara a trabajar de una manera especialmente eficaz para que el Partido recuperara credibilidad. Y eso sí lo percibieron. Hasta el punto de que, después de todos estos acontecimientos, en cualquier encuesta sobre afinidad y simpatía por los distintos ministros, dentro de los socialistas, yo era precisamente uno de los más votados. Precisamente, porque ellos sí entendieron muy bien el trabajo que yo había hecho. Y, a medida que pasan los años, lo entienden cada vez mejor. Ésta es la realidad.

Obviamente, a las personas que tenían la responsabilidad política del Ministerio no les puede «parecer bien» —vamos a decirlo así de suave— que se investiguen hechos que tuvieron lugar mientras ellos eran ministros. Por supuesto: es obvio. Es algo explicable y normal. Yo no me puedo quejar en absoluto de que a José Barrionuevo le parezca muy mal que yo facilitara, cumpliendo mi obligación estricta y en la medida en que los jueces me lo pedían, la instrucción de su sumario… Lo puedo entender. Pero así son las reglas del juego. Comprendo que quien tiene la responsabilidad política preferiría que su ciclo hubiera terminado sin consecuencias personales. Esas consecuencias, probablemente, son injustas, porque tanto él como Corcuera son dos personas honestas, y lo creo sinceramente. Pero no sólo se trata de consecuencias personales: lo que más les dolerá, probablemente, no es tanto su suerte personal, como que su obra, su período de tiempo, las personas que nombraron, les hayan creado dificultades extraordinarias. Por eso es lógico que estén dolidos y lo entiendo perfectamente, y no pretendo evitarlo. Pero es obvio que no se podía hacer el trabajo de otro modo. Había sólo otra opción: dedicar tiempo y actividad a esconderlo. Es obvio que, para ese trabajo, Felipe González no hubiera nombrado a Juan Alberto Belloch ministro del Interior. Ni yo me hubiera dejado nombrar. Para mí fue muy doloroso todo ese proceso, aunque ellos no lo hayan visto así. Pero no había más remedio.

Ya sé que ellos me han tachado de traidor, ya sé que hasta se ha llegado a afirmar que yo me había propuesto que Barrionuevo y Corcuera acabaran en la cárcel… Francamente, pienso que ese pensamiento es propio de psicópatas o de personas a las que el dolor les impide ver la realidad. Sólo cabe una de esas dos visiones. Es absolutamente disparatado.

Es todo más sencillo. ¡Claro que quisimos dejar limpio el Ministerio! Punto. ¿Que eso produzca consecuencias residuales? ¿Que ése era nuestro objetivo? No. Nuestro único objetivo, y el mío, mi objetivo, era muy claro: cumplir un encargo, dejar limpio un Ministerio. Y lo cumplí. ¿Que eso después acarreara consecuencias…? Cuando inicias un procedimiento de ese tipo no puedes ni siquiera medirlas. ¿Que la acusación contra mí es que no lo tapé y propicié la investigación? Bendita sea esta acusación: estaré siempre orgulloso de ella, porque era exactamente lo que tenía que hacer y lo que debía hacer y lo que se me encargó hacer.

FELIPE LO TENÍA CLARO

Yo, desde luego, lo tenía muy claro y Felipe González tenía muy claro quién era Juan Alberto Belloch. Yo no llegaba de la nada; llegaba tras veinte años ejerciendo como juez… Y ya entonces tuve problemas… precisamente, también con Barrionuevo, por hacer juicios contra guardias civiles por malos tratos en el País Vasco.

Yo no creo en la excusa de las «cuestiones de Estado» que obligan a tapar acciones dudosas ni creo en la excusa de que, cuando se trata de terrorismo, hay que aceptar la parte inevitable de corrupción vinculada a la eficacia de la lucha. Felipe González dijo una vez que «al Estado también se le sirve desde las cloacas». Si se pretende hacer de esa frase una interpretación expansiva, según la cual están justificados el crimen o el robo para la «causa mayor» de lo que fuere, tanto en la lucha contra el terrorismo como en cualquier otro objetivo, en ese caso, desde luego, en todo lo que yo sé, Felipe jamás habría hecho esa declaración. Ni por razones éticas ni por razones prácticas. Porque cada atentado del GAL complicaba, dificultaba y retrasaba la colaboración de Francia y de otros servicios de inteligencia y de policía de todo el mundo. No sólo era un crimen detestable: era una estupidez manifiesta, que perjudicaba directamente los intereses de los españoles en la lucha contra el terrorismo. La visión romántica del GAL, como pacificadora, me parece intolerable. Y Felipe la vivió en primera persona, porque él sabía, y eso sí recuerdo haberlo hablado con él, lo que ocurría cada vez que había un atentado de los GAL, lo que ocurría con la relación con Francia y lo que suponía: se cortaba la información, porque los pequeños circuitos de colaboración que se habían creado se volvían a quebrar. Por tanto, en el puro plano de la eficacia contra el terrorismo, el GAL fue un lastre brutal. Fue un dislate que perjudicó la colaboración con Francia, y Felipe lo vivió en primera persona. Por tanto, es el que mejor lo puede saber.

Es cierto que para que funcionen las cloacas —los confidentes de los que se nutren los servicios de información— hay que pagarlas. Naturalmente, para eso están los fondos reservados. De eso no hay ninguna duda, los informantes se pagan. ¿Cómo lo iban a hacer si no? Nadie puede obtener información sin pagar. Es de cajón. ¿Es que alguien cree que yo hubiera podido detener a Luis Roldán sin aplicar fondos reservados? Es absurdo. No hay una sola operación policial, de mínima envergadura, y más si es una operación importante, que no implique tener que pagar a confidentes, a traidores, a desleales, a gente que está necesitada… Si no pagas a los informantes, no tienes información. Pero, por esa parte, a Barrionuevo y a Corcuera nadie les acusa de nada. Por pagar a confidentes no han recibido ninguna sentencia condenatoria. Porque nadie, ningún juez —y eso yo sí que lo sé—, puede condenar por ese tipo de acciones. Eso lo podría decir Barrionuevo, Corcuera o cualquier ministro del PP. ¿Cómo no vas a pagar a los informantes? ¿Cómo vas a suprimir los fondos reservados? ¿O cómo vas a llegar a un grado de transparencia en los fondos reservados que determine el que tengas que decir el nombre de la persona? Yo hice la Ley de Fondos Reservados en mi período al frente del Ministerio y, según esa ley, ningún diputado puede preguntar por esa partida, ni preguntar cuántos confidentes hay, o quiénes son o cómo son… Eso sería una locura, de orates. Pero, que yo sepa, ninguno de los dirigentes ministeriales tuvo problemas con la Justicia en relación con ese tipo de prácticas.

Sus problemas fueron otros. En el tema de los GAL, lo que hicimos mi equipo y yo fue responder. El «caso Lasa y Zabala» sí partió de una investigación nuestra; los otros casos, no. En los demás casos lo que hicimos fue dar a los jueces lo que nos pedían y decirle a la policía que cumpliera con su obligación.

En cuanto a que las sentencias que les condenaron fueran injustas o no, yo, la verdad, no me sé pronunciar. En términos puramente sociales, cuando una sentencia es firme, es la verdad oficial. Que, desgraciadamente, muchas veces la verdad oficial no coincide con la verdad real, es cierto. La verdad oficial es ésa pero la verdad real pudo no ser ésa… De lo que sí estoy convencido es de que tanto Corcuera como Barrionuevo han sido injustamente tratados, en términos sociales. De eso no tengo ninguna duda. Porque, en definitiva, se les ha achacado, con pruebas o sin pruebas, toda clase de desafueros. Se les criminalizó de manera general, se les imputaron responsabilidades de todo tipo no demostradas ni acreditadas, y se les puso al pie de los caballos.

Y es verdad el cinismo de todos aquellos que, mientras el GAL estuvo presente, lo apoyaban de manera sistemática en sus columnas y en sus artículos, o en sus entrevistas… Esos sí que actuaban conforme a la teoría de los secretos de Estado y «cuestión de Estado»: no publicaban ni una línea sobre los GAL y, si publicaban alguna, era más bien para estimular la acción… Esas mismas personas, después, reprocharon a Barrionuevo y a Corcuera, de una manera delirante y desaforada, que no estuvieran suficientemente al tanto para vigilar, porque «algo deberían saber…». Ese discurso es de un cinismo de tal calibre que sufrirlo en primera persona es absolutamente injusto. De eso no me cabe duda.

Por otro lado, tampoco me cabe duda de que ser ministro del Interior, en cualquier época, y más en la de Barrionuevo, que fue especialmente dura, es algo tan terrible que lo menos que se puede tener hacia una persona como él es profundo respeto, en cualquier caso.

CUANDO EL ESTADO ERA LA POLICÍA Y EL PSOE

Ya he dicho que yo tuve problemas con Barrionuevo, por los juicios a policías y guardias civiles en el País Vasco. Pero insisto en que fue una época muy dura. Yo llegué a Bilbao en 1981, cuando el golpe de Tejero. Y, en aquellos años, el Estado no existía en Euskadi. Solamente existía la policía y el PSOE.

Estuve en Bilbao desde 1981 hasta 1991. Por tanto, viví de cerca el tiempo en que Barrionuevo era ministro del Interior. Y lo viví como juez. Es obvio que tampoco había jueces. En aquella época, en Euskadi, los jueces aguantaban un mes. Yo tuve que cambiar la Ley Orgánica unos años después, para que no se pudieran ir de manera inmediata. Pero los jueces aguantaban allí un mes, dejaban a la familia fuera del País Vasco, estaban refugiados en pisos que parecían pisos de sargentos, con seis jueces hacinados, con las maletas en el pasillo…

El primer día que yo llegué a Bilbao, me puse junto a una ventana, y me dijeron que me apartara, que estaba a tiro de no sé quién. Que los jueces estuvieran juntos era, prácticamente, inevitable, porque no había más mecanismos de presencia de España, como Estado, en el País Vasco. Todo lo demás estaba huido, en todos los ámbitos, en todas las profesiones. Cuando asesinaban a alguien, nadie acudía… Aparecían tal vez cuatro miembros del PSOE… había problemas, incluso, para celebrar el funeral, los curas se negaban a oficiarlo… era un clima brutal. Fue una villanía que todo aquello se utilizara después… Porque, realmente, aguantaron como pudieron: había una situación insostenible de desaparición del Estado.

Poco a poco, el Estado ha ido consolidándose en Euskadi y el Estado existe, aunque haya polémica y confrontación. Pero existe. En aquella época, no existía. Lo cual hacía aún más difícil el trabajo. A ello había que añadir la sensación de sentirse y ser realmente acusado.

La situación obligaba, me imagino, a establecer vínculos de solidaridad entre los propios políticos y los policías. Era la solidaridad típica de quien está en un fuerte rodeado de apaches. La inevitable solidaridad que surge de la desgracia compartida y el mantenimiento de un ideal de Estado compartido. El contexto estaba en el fondo de todas las relaciones de afecto y, probablemente, también generó incapacidad, en momentos determinados, para poder pensar que, personas que han estado contigo, luchando codo con codo, puedan ser capaces después de aprovechar la situación para lograr fines espúreos. Yo creo que ese tipo de solidaridad puede llegar a limitar la posibilidad misma de aceptarlo. Tu compañero, el hombre que ha estado contigo en un funeral, o en la jefatura de un comando… pensar que después te va a fallar, y que en realidad, hace otras cosas distintas… Eso es muy complicado y eso puede haber influido en la actitud inmediata de defensa que José Luis Corcuera mantenía. Yo recuerdo que José Luis, cada vez que iba al funeral de cualquier policía, era como si se tratara de su hijo; era incapaz de aceptar un análisis objetivo de la situación. Ese mundo era así. Cualquier análisis de la situación que no parta de ese dato es un análisis absolutamente injusto.

Por eso, cuando Pedro J. y El Mundo acusaban a Rodríguez Galindo de ser un criminal, yo no tuve ninguna duda y lo ascendí a general de la Guardia Civil. Ninguna. Porque había detenido a no sé cuántos comandos terroristas. Porque había sido el «político» más eficaz contra el terrorismo. Y eso no significa que yo tuviera que tratar de impedir que un juez lo condenara por un hecho concreto. Ahora me produce repugnancia ver a Galindo en la cárcel, sin ninguna duda, y me parece una injusticia absurda que no se le haya concedido el indulto. Pero una cosa es que aprecie los valores y la eficacia de alguien, y otra cosa es que diga que eso le excusa, que sea distinto del resto de los ciudadanos en el tratamiento ante los tribunales. Eso sí que es romper el Estado. No se le puede pedir a nadie que utilice un cargo público para intentar impedir que la Administración de Justicia haga su trabajo.

MINISTROS, BANQUEROS, ESPÍAS Y DELINCUENTES

Con Barrionuevo, creo recordar, no tuve ninguna relación mientras fui ministro. José Luis sí que me llamaba, muchas veces. A veces para echarme broncas y, a veces, para lo contrario. Para todo. José Luis cogía el teléfono para todo. Con él sí tuve una relación normal y constante… y tormentosa. Yo creo que él siempre es tormentoso, en general. No creo que conmigo fuera una excepción. Pero yo siempre he tenido… así como con Barrionuevo nunca he tenido una relación personal, a José Luis Corcuera siempre le he profesado afecto, y por eso le aguantaba las broncas… La verdad es que tampoco le hacía mucho caso. Se quejaba de todo lo divino y de lo humano. No lo hacía porque existiera un procedimiento judicial en marcha —él sabía perfectamente que yo, ahí, no podía hacer nada, y, aunque hubiera podido, no lo iba a hacer—. No, no, las broncas eran muy variadas. Me llamaba cada vez que se hacía algo que no se correspondiera con lo que a él le parecía bien, desde una medida de reorganización hasta una actuación policial, o las declaraciones de Margarita, por ejemplo. Margarita Robles hacía algunas declaraciones que le ponían frenético y, entonces, tenía la bronca garantizada. Era muy variado en sus broncas, pero no lo hacía para intentar presionarme o para que yo dejara de aplicar la Ley. Eso jamás lo hizo. Me conoce bien, supongo.

La verdad es que comentarios como que nos estábamos «cargando la estructura de Interior», que habíamos entrado «como un elefante en una cacharrería», esas cosas, las leíamos en la prensa. Pero a mí nadie se atrevió a decirme cosas de ese tipo. Ni desde fuera ni gente del Partido. Entre otras cosas, porque sabían, todos los del Partido, que esas decisiones estaban avaladas por el presidente del Gobierno. Si no hubiera sido así, habría prescindido de mis servicios. Yo las leía en la prensa. Periódicamente leía una declaración… un comentario… o gente que me decía: «Pues van diciendo de ti no sé qué…». Pero a la cara, no. En algún momento sí tuve la sensación de que estábamos yendo más lejos de lo que el propio Felipe González podía prever. En los temas, por ejemplo, del CESID… Es un tema complicado. Pero de esos temas, evidentemente, no puedo hacer comentarios. Pero sí hubo consecuencias no previstas.

Ocurrieron hechos que, realmente, revelaron más de lo que podíamos creer. Por ejemplo, las conexiones que se produjeron, sobre la marcha, entre personas variadas: Mario Conde, o De la Rosa, o el célebre Sancristóbal, que fue director general… De repente, claramente, se veían actuaciones en conjunto, y comunicación permanente de datos, después apoyados por los medios de comunicación…

A estas alturas, hay cosas que todavía me siguen sorprendiendo. A un personaje como Sancristóbal, incluso hoy, sigo sin entenderlo. Lo que ocurrió con él no era previsible. Pero no tuve ninguna duda, nunca, de que todos los que habían sido debidamente controlados y con los cuales se habían tomado medidas iban a hacérnoslo pagar. Felipe tenía menos dudas aún. Él, insisto, lo veía claro. Ninguna de esas medidas nos hacía ninguna gracia. La intervención de Banesto no nos hizo ninguna gracia, pero era obvio que aquello iba a tener consecuencias de todo tipo… El que después aparecieran personajes del CESID dentro del propio… O sea, que la acumulación de todos los temas y la trabazón de todos los temas era imposible de predecir, de preverlo. Esa parte sí que nos sorprendió un poco a todos: que se llegaran a poner de acuerdo tantas personas en tantos temas, para actuar globalmente, y que, además, encontraran apoyo mediático, de una manera tan fuerte y clara. Y apoyo del PP, obviamente.

A mí también me han atribuido conexiones perversas con personajes de pésima catadura, como Francisco Paesa[87], por ejemplo, en relación con la detención de Luis Roldán. Evidentemente, no voy a dar nombres de nadie de los que colaboraron en la detención de Roldán. Pero no hay ninguna contradicción. Naturalmente, para obtener la información que necesitábamos para detener a Roldán, se utilizaron toda clase de informantes, de toda condición y de toda ralea, y además se utilizaron métodos para tratar de equivocar al que buscábamos. Pero tanto es así que yo fui objeto de una querella: se querellaron contra mí, no recuerdo quién fue, no sé si fue el propio Roldán, por detención ilegal y por, precisamente, utilizar los fondos reservados para conseguir información. El Tribunal Supremo lo tuvo muy claro: determinó que mi actuación no solamente era legal, sino que era «manifiestamente justa». Y lo era porque, dentro de lo que dicen no sólo el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, sino el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, queda absolutamente claro que el estándar de garantías que merece un delincuente en Occidente se cumplió. En EEUU está permitido, incluso, emplear la violencia para atrapar a un delincuente y llevarlo al país. Pero, concretamente, la utilización de cualquier técnica policial destinada a confundir a la persona que se persigue, para atraparlo, no sólo es legal, es que es manifiestamente justo, y estaba así amparado por la jurisprudencia de todos los tribunales que existen. Por eso la querella que se presentó contra mí fue desestimada con esa frase que recordaré siempre: «No sólo fue legal, sino que fue manifiestamente justo». Y lo es utilizar informantes de cualquier tipo para detener a un delincuente de esas condiciones y es absolutamente justo no comportarse frente a un delincuente como una rata cursi: «Mire usted, haga usted el favor…».

Se desató una campaña feroz contra mí, pero lo que me preocupaba de verdad era que cualquiera hubiera asesinado a Roldán, en cualquier país de este mundo. Si eso hubiera ocurrido, para siempre habría sido un crimen de Estado. La única preocupación real era que este hombre podía ser asesinado en cualquier lugar del mundo, por una infinidad de motivos. Desde las mismas empresas que se encargan de la protección de este tipo de personas, en las que trabajan exagentes del servicio secreto de determinados países, hasta sus propios enemigos personales. Es decir, en cualquier momento, Roldán podría haber aparecido muerto en cualquier lugar del mundo. Y es evidente que, hubiéramos hecho lo que hubiéramos hecho, hoy se seguiría hablando del crimen de Estado cometido por el Gobierno de Felipe González. Por tanto, sin perjuicio de la utilización posterior que se ha hecho de la detención de Roldán, es una de las cosas que he hecho en toda mi vida de la que me siento más orgulloso. Política y personalmente.

Por cierto, un magistrado del Supremo llegó a decir que, como la detención había sido ilegal, teníamos que devolver a Roldán, dejarle escapar y volverle a buscar. Porque, al pobre, lo habíamos traído engañado.

Se decían dislates de todos los calibres. Se decía que, por descontado, no iba a ser condenado por ningún delito. La tesis favorita de El Mundo sugería o afirmaba que había un pacto, un acuerdo secreto, por el cual no se le podía juzgar ni condenar por ninguno de los delitos de los que se le había acusado. Se le juzgó y se le condenó por la totalidad de los delitos de los que se le había acusado. Se libró de uno en la Audiencia, y fue condenado por él posteriormente. Jamás han pedido disculpas por eso. Y no fue fácil la detención. Como había sido muchos años director general de la Guardia Civil, tenía amigos por todas partes del mundo…

En el caso de Luis Roldán, la verdad, en algún momento pensé en tirar la toalla, porque cometimos errores de comunicación muy evidentes. Es más, yo cometí un error fundamental: nombrar a un determinado jefe de prensa. Años después, todo el mundo sabe que la operación de captura de Luis Roldán fue un éxito, pero, en medio del fregado, el tratamiento ante los medios de comunicación —que nosotros favorecimos por no hacer las cosas bien— era un motivo objetivo para presentar la dimisión. Ésa es la verdad. No por haber detenido a Roldán, sino por no haber sabido explicarlo… Porque, para mí, no era fácil tampoco. No había clima propicio, pero yo estoy convencido de que hubo errores claros en la forma de transmitir la información. Llegué a decirle a Felipe que quería irme y él me dijo que no lo aceptaba, bajo ningún concepto; me preguntó que si estaba loco. Dijo algún taco más, pero tampoco es cosa de repetirlo todo…

Si no encontraba a Luis Roldán, yo me lo «comía» como ministro del Interior, pero Felipe González se lo «comía» como presidente del Gobierno. Y eso afectaba a todos, a todos y a cada uno de los socialistas. Yo solamente habría sido el brazo ejecutor del «crimen», pero quien me lo habría ordenado, habría sido él. Era tal nuestra alegría por haber resuelto el problema que, la verdad, pasamos el mal trago mediático sin más apuros… A uno no le gusta que lo pongan a caldo de una manera particularmente… En fin, el día que se capturó a Roldán pudimos respirar y el resto de los problemas nos parecían infinitamente menores.

¿QUIÉN ES LA «GARGANTA PROFUNDA»?

El jefe de prensa al que me refería anteriormente, después de salir del Ministerio, escribió un libro que pretendía ser un «ajuste de cuentas con el pasado», pero disfrazado de best seller[88]. Yo me negué a leerlo, no lo he leído. Igual que no leo El Mundo. Por lo que yo puedo valorar, por lo que me dicen amigos que lo han leído, ni siquiera se ajusta a la realidad en muchísimos de los temas que apunta. Yo no lo he leído, porque me parecería un deshonor leer semejantes cosas, pero lo que es obvio y estoy en condiciones de juzgar, es que Fernando López Agudín estaba presente en todas las reuniones en las que estábamos sólo cuatro o cinco personas pertenecientes a los niveles altos del Ministerio: era director general —ni siquiera era jefe de prensa— y formaba parte de todos los equipos de las reuniones. Me parece un acto impresentable e inadmisible que utilizara aquella información para, después, hilarla conforme a un discurso que le conviniera. Era información obtenida mientras ejercía como director general de un equipo en el Ministerio del Interior…

López Agudín decía que él no se inventaba nada y que en el Ministerio había «gargantas profundas» que se lo habían dictado, dando a entender que una de ellas era Margarita Robles. Pero yo no la creo capaz de hacer eso. Me parecería una inmoralidad. Además, yo, expresamente, dije que no quería que se publicara nada más. Que no lo iba a hacer yo y no lo iba a hacer nadie. Ese libro, a lo mejor, deberíamos escribirlo las personas que vivimos aquello, dentro de quince años, cuando ya no tenga ninguna trascendencia y no haya nadie que pueda sufrir las consecuencias. Pero no creo que Margarita autorizara la difusión de todo aquello ni que Fernando se pueda amparar en consentimientos ajenos. Otra cosa distinta, que no me extraña, y que me han contado, es que ella aparece en ese libro como la «buena». Digamos que es cierto que, desde el principio, tenía con ella una relación que dejó de ser «homeopática», porque él tenía que haber sido director de Comunicación del Ministerio de Justicia e Interior y, en la práctica, era sólo director de Comunicación de Interior. Estaba permanentemente al lado de Margarita Robles, puesto que era su colaborador inmediato, y tal vez, por esa vía, pudo haber obtenido información. Lo cual convierte su actuación, aún, en algo más terrible. Lo cierto es que había quejas en Justicia, y con razón, porque en este Ministerio no se difundía la parte más bonita y más positiva; las quejas se extendían al hecho de que lo que correspondía estaba más descuidado de cara a los medios de comunicación, y sin embargo, el director de Comunicación estaba todo el santo día tratando los temas de Interior. De modo que es más que probable que tuviera una buena relación con Margarita Robles. Pero de ahí a que ella autorizara o alentara… No…

Me han acusado de traidor. Pero ¿traidor por qué? Eso, realmente, es inconcebible. ¿Cuándo he tenido una conducta contraria a los valores que predicamos o que predican los militantes del PSOE? ¿Podrían citar una sola vez en que haya actuado así? ¿Mi gran error es que no tapé la basura? Si es ése… orgullosísimo estoy de haber cometido ese error.

Y también se ha dicho que yo era la «garganta profunda» del Gobierno para el periódico El Mundo. Eso es un poco de risa. Cualquiera que diga eso, que recoja toda la información y se lea todas las crónicas de El Mundo desde el principio hasta hoy —porque todavía hoy, de vez en cuando, se molestan en darme un «viaje»—. Sería muy extraño que yo fuera la «garganta profunda», dado el tratamiento que los medios de comunicación me otorgan. Si ha habido un medio de comunicación, si ha habido alguien que, de manera constante, me ha puesto a caldo sistemáticamente, ése ha sido El Mundo. Más que ningún otro medio, y por una razón muy clara: precisamente, porque no le quise dar nunca información. Los medios de comunicación siempre te retribuyen en especies, siempre. Es una norma de los periodistas, del mismo modo que la policía necesita informantes.

Yo me he negado a desmentir esa acusación. Lo han intentado un montón de veces, pero me he negado. Lo mismo que no he leído ninguno de esos libros y jamás en la vida se me va a ocurrir entrar a discutir con una persona que, entre otras cosas, yo no considero íntegra. No entro ni en eso ni en nada.

Se han publicado más de veinte libros sobre esta materia, cada cual con afirmaciones más esotéricas, y jamás se desmintió ninguna. Y no las desmiento porque no me divierte hablar de ello. Pero los hechos hablan por sí solos: ¿a qué ministro han tratado peor, o a qué autoridad de Interior han tratado peor, exceptuando los casos de Corcuera y Barrionuevo? A Belloch, que es el ministro contra el cual se han cebado más insistentemente… Me parece una fanfarronada, y las personas de buena voluntad deberían quitarles de la cabeza semejante basura. El que, pese a todo lo dicho, siga queriendo pensar otra cosa, que lo haga. Es su problema.

UN ESFUERZO QUE CONDUCE A LA MELANCOLÍA

Fue un esfuerzo de los que conducen a la melancolía. Hicimos un esfuerzo, durante mi etapa en Interior, para salvar la situación electoral del PSOE. Yo se lo dije así al principio a Felipe, porque al principio lo creía realmente. Pero, después de un año, ni yo mismo pensaba que aquel trabajo serviría para ganar las elecciones generales.

Era una situación de crisis generalizada, estábamos inmersos en un marasmo total: cada vez que tapabas un escándalo, se destapaba otro. Pero creo sinceramente que nuestro trabajo fue muy útil para el Gobierno de Felipe González y para Felipe González. No haber detenido a Roldán o no haber librado al Gobierno español de una lacra que no se podía cuantificar… hubiera sido algo que generaciones enteras habrían sufrido. Por tanto, objetivamente hablando, al margen del sentido de la justicia, políticamente hablando, fue definitivo.

Pero si aquel fue el caso más importante, podemos ir repasando todos los demás. Si cualquiera de aquellos temas no hubiera quedado resuelto y bien resuelto, se habrían convertido en bombas de relojería de utilización inapelable por parte del PP, una vez que llegara al Gobierno. Desde el caso de Mario Conde hasta el caso de De La Rosa, todos los temas de los GAL, todos los temas de Perote… La lista es interminable.

La verdad es que todas esas personas que podían chantajear al Estado se quedaron sin balas en la recámara, se vaciaron, y se anuló cualquier caso que hubiera quedado «vivo» de ese período.

No creo que sin aquella investigación hubiéramos ganado las elecciones. Quien lo crea es que no veía cómo estaba el país en ese momento y cómo venían las cosas. Pero el problema era, además, que la alternativa política habría hecho el trabajo que no hubiéramos hecho nosotros. Y ya no sólo para deslegitimarnos o utilizarlos en contra, no: es que habrían tenido que hacerlo.

No se trataba del Quijote contra molinos de viento. El Quijote o los Quijotes, Felipe y todo el equipo del Ministerio de Justicia e Interior, frenamos las aspas de muchos molinos de viento, y en lugares en los que ya no han vuelto a girar.

FELIPE NO ERA LA «X» DE LOS GAL

El sumario de los GAL, y todo lo que acarreaba, provocó una de las situaciones más difíciles. En un momento dado, había un convencimiento general de que Felipe González podía ser la «X» de los GAL, de que Felipe González era la persona que manejaba y conducía —incluso dirigía— aquella siniestra historia.

Yo estaba y estoy absolutamente persuadido de que Felipe González era absolutamente inocente en términos políticos y en términos jurídicos. Pero no se trataba de un acto de fe, por lealtad a mi presidente y, además, amigo, sino que era una conclusión basada en la información que yo poseía.

Yo era consciente de que Felipe González «se subía por las paredes» con este asunto, porque la persistencia del asunto del GAL perjudicaba de manera directa y notable sus relaciones con Francia. Pero también supe, después siendo ministro, la versión de Francia, incluso de sus dirigentes. A todos les causaba indignación ver cómo estaba siendo juzgado Felipe, a pesar de que intentaban controlar esa situación y atajarla. Cosa que logró, por cierto, mucho más tarde, José Luis Corcuera. Como yo tenía esa convicción, a partir de ahí no tenía ningún problema de conciencia. Si yo hubiese tenido la más mínima sospecha de que Felipe González pudiera estar implicado en esos crímenes, habría presentado la dimisión, por descontado, y no lo habría hecho, como lo han hecho otros, alegando motivos de conciencia, ni con grandes palabras, sino que habría aprovechado cualquiera de las miles de crisis que había en ese momento para presentar discretamente mi dimisión, por algunos de los errores que cometimos y, por tanto, tampoco habría sido llamativa. Pero yo no habría seguido un solo día en el Gobierno si hubiera tenido la más mínima duda de que Felipe González era absolutamente ajeno a los GAL.

Por descontado, había juicios paralelos en los medios de comunicación. Se apoyaban en una lógica aplastante: si aquellos hechos los conocía o alentaba el Ministerio del Interior, cómo no iba a saber nada el máximo dirigente del Gobierno, aplicando el término militar de la «obediencia debida».

Durante aquellos años, el presidente del Gobierno era Felipe González. Ése es un hecho objetivo que, en términos políticos, fue explotado con cinismo y con descaro. Pero no se puede presentar más que ese puro y simple elemento. De ahí que, en términos judiciales, ocurrió lo que tenía que ocurrir, porque no existía ningún indicio, de ninguna naturaleza, para poder proceder contra Felipe González. En aquel clima de dislate permanente en que vivíamos, hasta el más mínimo dato, minúsculo, que pudiera llevar a esa conclusión, hubiera determinado la apertura de su proceso. Naturalmente, en cualquier caso, se hubiera sobreseído, pero la simple apertura del proceso GAL se basaba estrictamente en un acoso político. Se trataba de sacar a Felipe del Gobierno, sin que importaran los medios, porque sabían que era inocente. Claro que lo sabían.

El problema era que los jueces tenían sobre su conciencia una tarea muy complicada: toda la marea iba a favor… «Bueno, abrimos el proceso y después ya lo resolveremos». Podía ser una actitud profundamente cobarde, jurídicamente insostenible, pero socialmente aceptada. Afortunadamente, la mayoría del Tribunal Supremo no quiso entrar al trapo.

¿Los argumentos? Yo creo que el único argumento que utilizaban era el «Pte.»[89]. Discutían si aquella abreviatura significaba «pendiente» o «presidente», cuando es obvio que Felipe González jamás despachaba con Emilio Alonso Manglano, jamás. De modo que aquel «Pte.» solamente se podía utilizar como «presidente» en función de una operación que, hoy en día, es ridícula, pero que, en aquel momento, resultaba muy valiosa.

La sentencia condenatoria de Barrionuevo utilizaba precisamente el argumento de que era imposible que esas cosas se hicieran sin conocimiento del ministro del Interior. Esa lógica también se podría aplicar al presidente del Gobierno. Pero en nada se parece a la realidad, que es muy distinta.

El presidente está, de hecho, al tanto de las cosas y, en su caso, los responsables de los Ministerios. Pero, en muchas ocasiones, el ministro ni siquiera es capaz de controlar todo lo que ocurre. Las cosas no funcionan así y, precisamente, por esa mera especulación abstracta, ningún tribunal hubiera procedido contra Felipe González. En el caso de Barrionuevo, desgraciadamente, existía otro tipo de elementos y de materiales, más o menos viables. Pero, en su caso, no se trataba de la mera responsabilidad ministerial, sino que existía otro tipo de pruebas que hacían posible, en términos jurídicos, la sentencia. Sentencia discutible, sin duda, pero existían mimbres con los que poder tejer el cesto. ¿Injusto? La Historia dirá… Eso es otro tema. Pero existían elementos que permitían que se le imputaran algunos delitos. Jamás existió ningún elemento que permitiera imputar a Felipe González.

Todo aquello lo vivimos juntos Felipe y yo de una manera solidaria, porque era una situación disparatada. Realmente, una de las bases de nuestra confianza es que los dos sabíamos que era falso. Yo diría que, incluso, puede ser que algún socialista lo dudara. Yo, desde luego, no.

El caso de Julio Anguita[90], la verdad, es un caso muy especial. Anguita, cuando dijo que Felipe González era la «X» de los GAL, obró desde la más estricta conciencia de sí mismo, pues hizo probablemente las canalladas más grandes que se han realizado desde 1976. No me refiero sólo a ese hecho, que en sí mismo es una canallada, porque deslegitima a cualquier persona, y más a una persona de izquierdas que crea en los valores y en los derechos constitucionales. Se trata de algo más: llegó a pactar de manera directa con el PP, siguiendo una estrategia determinada que ha hundido a un «glorioso» Partido Comunista de España, que jugó un papel esencial en la transición y que murió en la miseria.

CONSPIRACIÓN CONTRA LAS INSTITUCIONES

Hubo un momento en que tuve la sensación cierta —no puedo fijar el instante preciso— de que Felipe estaba convencido de que perdería el proceso. Daba por supuesto que eso iba a ocurrir. Y, sinceramente, yo le decía que no, que no era posible. Evidentemente, Felipe González sabía que le iban a absolver, porque no había nada de nada, pero sí pensaba que la maniobra terminaría con terribles consecuencias. Por lo que yo hablé con él, puedo asegurar que lo que le preocupaba de verdad era si las personas que estaban dispuestas a organizar semejante locura se detendrían ahí, si no intentarían poner en jaque al resto de las instituciones del Estado, sin ninguna excepción, incluso a la Corona, con tal de concluir esa maniobra.

Yo soy amigo de Luis María Anson. Cuando Anson denunció la conspiración —éste es el único dato objetivo con que contamos—, actuaba en él —en mi opinión— el sentido de lealtad a las instituciones y ese sentido de la lealtad le obligaba a hacerlo. Luis María Anson sí que cree en las instituciones, no sólo en la Monarquía, sino también en los Servicios de Inteligencia, de inteligencia militar, y se dio cuenta de que los organizadores no se detenían, que se cobrarían todas las «piezas» posibles si ello servía a sus fines. Anson creía que esa «cuestión» podría terminar funcionando y podría acabar con todas las Instituciones del Estado.

Felipe González estaba perfectamente convencido de que lo que había hecho —no sólo él, en realidad, sino los socialistas en general— era una aportación a la Historia de España que no habría manera humana de borrar. Y, al margen de cualquier otra consideración, nunca pensó que, al final, en vez de pasar a la Historia como el responsable del cambio y de la modernidad de este país, podría pasar como un delincuente responsable de tramas gravísimas. Nunca tuvo esa percepción. Nunca tuvo miedo de que se olvidaran los años socialistas. Le indignaba que los demás no tuviéramos capacidad para reivindicar lo que habíamos hecho. Le irritaba profundamente que estuviéramos aceptando, tal como lo veía él, la ola de acusaciones y que no tuviéramos la capacidad suficiente para reivindicar y defender lo evidente: que Felipe González y el PSOE consiguieron que España dejara de ser «diferente», que dejáramos de ser ese territorio perdido del Sur y que nos sintiéramos integrados en Europa. Aquella fue la fuerza que le permitió soportar todas aquellas miserias encadenadas.

35.000 RAZONES

No hay nada que compense la tortura permanente que supone el sillón de ministro del Interior. (Sobre todo y en particular, en aquellas circunstancias que vivimos).

Era dificilísimo tratar de tapar todas las vías… desde las que respondían a hechos reales a las que sólo eran fruto de maquinaciones y operaciones para hundir al PSOE… A mí, ese nombramiento no me compensó nunca. Ni siquiera quise ser ministro del Interior. Después de haber visto los resultados de las elecciones de 1996, cogí un puro y dije: «Bueno, se acabó el tiempo…». Lo sentí, porque, efectivamente, habíamos perdido, pero, en términos humanos y personales, fue un descanso… un alivio sin límites. No estuve a gusto en ese Ministerio ni un solo segundo, desde la noche misma que acepté el cargo, hasta el día en que perdimos las elecciones: no fui feliz ni una sola hora. Todos los momentos fueron de extrema tensión y de extrema dificultad.

Pese a todo, es sorprendente todo lo que hicimos. Yo les regalé a todos mis compañeros un libro que debía de tener más de ochocientas páginas, en el que estaban todas las leyes aprobadas durante nuestro período. Se las solté todas, para que fueran conscientes de que habían trabajado y que era un trabajo excelente, y que, en plena crisis, pudimos hacerlo.

Muchas veces me han preguntado cómo podía aguantar Interior y, además, Justicia. Pero era al revés: Justicia era lo que me daba fuerzas para seguir adelante. Siempre dedicaba cuatro o cinco horas a los temas de Justicia. No sólo porque fuera mi obligación como ministro: también era mi necesidad. Yo me desenganchaba de Interior, el día que tenía suerte, durante tres, cuatro, cinco o seis horas. El día que no tenía suerte, no podía dedicarle ese tiempo, pero siempre estaba al tanto del proceso legislativo que, afortunadamente, habíamos estado preparando con un año y medio de antelación. Y, para ser completamente justos, era un proceso legislativo que llevábamos preparando los socialistas desde 1982: el Código Penal de 1995 es un código cuyos primeros trabajos se elaboraron de manera estable y permanente desde aquel año y trabajaron en ellos todos los ministros de Justicia socialistas. Nosotros llegamos cuando las cosas ya estaban «a tiro hecho» y pudimos concluir trabajos que previamente había elaborado toda una generación.

Y quiero subrayar otra cosa que me parece interesante. Tuvimos mayorías absolutas y nunca se nos ocurrió hacer un Código Penal en ellas. Se redactó cuando no teníamos mayorías absolutas, cuando estábamos más equilibrados. No queríamos imponer un Código Penal por mayoría, porque nos parecía un disparate, y lo logramos. Un Código Penal nuevo supone un esfuerzo ímprobo de negociaciones infinitas. Hacer un Código Penal es la labor más prolija: hay en torno a 35.000 cuestiones. Y lo pudimos hacer bien. El día de su promulgación fue, sin duda, el día más feliz de nuestra trayectoria política.

También nos atrevimos con la Ley del Jurado: habían pasado años sin que nadie se atreviera a abordarla, y lo hicimos pese al bloqueo sistemático en medios. El conjunto del medio jurídico, los juristas, se resistía a que lo hiciéramos. Y eso obligaba a cambiar la mentalidad del conjunto del ámbito jurídico, porque muchos jueces no querían cambiar sus hábitos y sus costumbres y consideraban que los ciudadanos no podían juzgar en el caso de un delito. Fue una batalla, sobre todo, contra los juristas, que lo veían como una restricción de sus competencias, de su función, de su rol, de sus privilegios, de sus hábitos…

La Ley de Asistencia de las Víctimas garantizó, por primera vez, la protección de las víctimas. Afortunadamente, no la han recortado «estos señores»: está ahí y funciona. Por primera vez, se incorporó en la Justicia española el concepto de que el Derecho Penal debe orientarse hacia la protección de las víctimas. Ya habíamos hecho todo lo que teníamos que hacer para proteger a los culpables y faltaba proteger a las víctimas. Y lo hicimos sin demagogia para los delitos que podíamos hacerlo.

Hicimos… ¡tantas cosas! Me duele que a los socialistas no se les valore el coraje de hacer un Código Penal que, sustancialmente, respondía a las exigencias de un Código Penal reformista, progresista. Y lo hicimos en medio de aquel sarao.

No todo en Interior era oscuro. Yo lo pasaba mal continuamente, pero no todo era malo. En el tema de seguridad ciudadana, por ejemplo, se hicieron cosas muy interesantes y que han funcionado. Los hechos son muy claros: cuando nosotros estábamos en el Gobierno, se registraban unos índices concretos de delincuencia y, ahora, siete años después, los datos son bien distintos. Ello se debe a los supuestamente eficaces, los que iban a tener fuerza —no como nosotros, que éramos unos «blandos»—. Pues nosotros, los «blandos», mantuvimos unos índices de seguridad envidiados en toda Europa. Ahora no hay nada que envidiar: hemos entrado en un proceso de quiebra.

También nos dijeron que el nuevo Código Penal dejaría libres a 30.000 presos, y dejó libres a 422… Nuestra política en temas de seguridad fue excelente. Aunque, cuando teníamos un repunte de un punto en el incremento de la delincuencia, teníamos que soportar una moción de censura. Con nosotros había menos inseguridad ciudadana, infinitamente menos que la que hay ahora. Y eso lo hacíamos en medio de la crisis. La mayor parte de atribuciones a la policía, que yo incorporé desde el Ministerio, aún se mantienen, pues, a la hora de la verdad, no han podido prescindir de ellas.

Cuando dejamos el Ministerio, teníamos abierta una línea de negociación con ETA, no tiene ningún sentido ocultarlo. Lo cierto es que el Gobierno del PP la cegó. El dato que le había dado yo a Mayor Oreja, entre otros, en la transferencia de poderes, es que había una línea abierta que dirigía personalmente Margarita Robles. Pero era una línea que estaba autorizada por mí y por el presidente del Gobierno. Nosotros pensábamos que era una buena vía.

Ahora ya no sirve para nada. Yo creo que los dirigentes del PP cerraron aquella vía porque, en aquel momento, el Gobierno de Aznar aún seguía empeñado en la utilización partidaria del terrorismo, y seguía actuando, no como Estado, sino como oposición. De entrada, pensaban que todo lo que nosotros habíamos hecho estaba mal. Y todo, porque se habían llegado a creer sus propias mentiras. Pensaban, además, que podrían abrir otras vías a través de la Iglesia. Esperaban abrir otras vías para mantener el contacto.

UN HOMBRE HONESTO Y DOS MUERTOS

La situación de Rodríguez Galindo se debe, también, a un juicio paralelo en la opinión pública.

Lo primero que hay que aclarar es que se trata de un hombre que se encuentra en una situación económica familiar grave, de auténtica necesidad. Entre otras cosas, por si alguien tenía dudas, hay que dejar absolutamente claro que él no estaba implicado en temas de carácter económico, aunque se intentó investigar de cien maneras posibles. Pero no era el caso. Por lo tanto, para restablecer su honor, convendría dejar claro ese aspecto.

En cualquier caso, yo tengo una opinión precisa sobre esa sentencia. Yo creo, sinceramente, que Galindo no fue responsable de aquella operación ni de los crímenes de Lasa y Zabala[91]. Si se quiere, cualquiera puede dudar del general Galindo en otros aspectos, pero no creo que haya nadie que pueda dudar de su inteligencia. Demostró su inteligencia a lo largo de toda su carrera profesional. Entiendo que, para mis compañeros jueces, ese argumento puede no resolver nada y, a lo mejor, como juez, yo llegaría a la misma conclusión, pero, en términos personales, ¿se puede aceptar que si Galindo hubiera tenido algo que ver con esos crímenes, habría dejado que sus cadáveres estuvieran durante años en un depósito? Me parece imposible. Ése es mi criterio. Pero, en un Estado de derecho, hay que atenerse a las reglas del juego y, cuando hay una sentencia, ésa es la verdad oficial.

En ese proceso, los medios de comunicación fueron los tribunales más crueles. Ejercieron de fiscal, de tribunal de Instancia, de tribunal de apelación, de Tribunal Supremo, de Tribunal Constitucional y de Tribunal Europeo; excepto de abogado defensor, ejercieron de casi todo. Aquella declaración de Francisco Álvarez Cascos —«la opinión pública ya ha juzgado»— fue una de las grandes demagogias que se han dicho en este país desde 1978. Su frase determinaba que, en términos de opinión pública, fuera probablemente irreversible modificar el veredicto. Y… bueno, es verdad que los jueces son mucho más independientes respecto de las presiones del poder directo que respecto de los climas de opinión. El proceso contra el general Galindo fue uno de los casos en los cuales, probablemente, había muchos elementos para condenar —de hecho, lo confirmó así el Supremo—, pero también había muchos elementos para absolver. Y, en esas situaciones en las que hay elementos a favor y en contra, un determinado clima de opinión hace muy difícil que los jueces sean independientes y permite que venza la tesis favorable a ese juicio popular ya emitido, aunque, por supuesto, haya que sostenerla jurídicamente ya que, de lo contrario, no se inclinarían por la opinión pública. Ése, desgraciadamente, es el límite más importante que tiene la independencia de los jueces.

Galindo, que es un militar honesto, en todo el sentido de la palabra, cuando estuvo en Intxaurrondo, tuvo que soportar un clima de acoso global que provocó diversas investigaciones por malos tratos. También se dictaron condenas en las que, en algún caso, tuvieron que ver mis compañeros socialistas. Y ocurrió, desgraciadamente, en Bilbao, donde asimismo tuvimos ese tipo de problemas. Pero nunca he pensado que los malos tratos tuvieran como objetivo obtener datos. ETA no necesita en absoluto de ningún maltrato para decir todo lo que sabe y más, e incluso para inventárselo. En los casos en que se demostraron malos tratos por parte de los guardias civiles y, desde luego, en los que yo juzgué, siempre se trataba de una reacción, ante sus mujeres, que los llamaban «calzonazos», ante un clima de horror, de lágrimas, de tristeza, de hijos, de viudas… Los malos tratos tenían su origen en una rabia profunda, que no tenía nada que ver con necesidades de la investigación policial, ni mucho menos.

LA CONFIANZA DEL PRESIDENTE

Cuando Felipe González me preguntaba cuál era el desarrollo previsible del proceso —por los papeles del CESID—, yo le daba mi opinión y, en ese caso, se la daba como juez. Y yo siempre le dije que no había ninguna posibilidad jurídica, de ningún tipo, de que pudiera ser implicado y de que se pudiera abrir un proceso penal contra él. Eso era objetivamente cierto… Pero yo nunca le vendí nada; nunca le dije: «No te preocupes, que yo te lo arreglo». Yo era persona de su confianza, ¡pues claro que sí!, porque llevábamos un montón de temas juntos y la confianza es imprescindible. ¿Cómo no va a ser el ministro del Interior una persona de confianza del presidente? Todos los ministros deben serlo, pero el de Interior…

Y porque tuve mucho margen de libertad, tuve también muchas críticas. (No hay nada peor que alguien piense que eres el chico favorito de la casa… Ya se sabe: el resto de los hermanos reacciona de una manera… es natural. Los ministros no son muy distintos de una familia en este tipo de mecanismos y reacciones).

Insisto: yo sí le aseguré a Felipe que no había ninguna posibilidad jurídica de que se iniciara contra él un procedimiento. Pero decir que yo «utilizaba» esa afirmación es una interpretación perversa. En realidad, me parece una chorrada: la prudencia política, bien al contrario, me hubiera aconsejado decir: «Pues ya veremos», «la cosa está jodida», «está complicado…». Pero la verdad es que yo me negué a actuar así, porque me negaba a tomar muchas precauciones. Eso hubiera sido, políticamente, más adecuado y, sin embargo, en ese tema lo tuve siempre claro: era imposible que lo procesaran, y así se lo dije. Y lo hice porque creía, honradamente, que eso era lo que tenía que hacer. Eso es cierto. Que a partir de ahí, se interprete como que yo lo aprovechaba… me parece completamente absurdo.

La obligación de un ministro de Justicia es asesorar jurídicamente, decir de verdad su dictamen cuando le preguntan. Lo contrario es jugar. Y yo no jugué, dije que no existía ningún riesgo. Quien no se lo creía era precisamente Felipe González, pero yo, desde luego, se lo aseguré siempre. Pensar que eso podía influir en Felipe… Quien dice eso sólo demuestra que tiene una pésima opinión de Felipe González. No ya de mí, que, por descontado, también, sino, sobre todo, de Felipe González.

AMBICIÓN POLÍTICA

Se decía que yo era un posible sucesor de Felipe González, es cierto. Porque cuando dimitió Narcís, Rubalcaba y yo ejercíamos las funciones de aquella vicepresidencia efectiva. Pero, de nuevo, es un asunto absolutamente dislocado. Pensar que alguien que ni siquiera era militante del PSOE pudiera ser el candidato a suceder a Felipe González no se le puede pasar por la cabeza ni a un demente, ni al más autocomplaciente consigo mismo. Nadie puede imaginarse eso como mínimamente verosímil. Ahora llevo cinco años en el PSOE; pero no hace falta estar en el PSOE para comprender que un sucesor necesariamente tiene que pertenecer al PSOE y, además, bragado de militancia en el PSOE. Eso lo puede hacer un Aznar, nombrar de repente a un independiente…

González es un socialista y aunque lo hubiera deseado —cosa que tampoco creo, sinceramente, porque no creo que yo posea las características para ello—, jamás lo hubiera hecho, ni lo hubiera podido hacer, aún en el supuesto de que hubiera querido. Por tanto, mi hipotética sucesión es uno de esos camelos que han ido circulando. Sé que se ha llegado a asegurar que yo interpretaba interesadamente los silencios de Felipe, pero la verdad es que por mi cabeza no pasó ni un solo instante la posibilidad de que yo pudiera ser el sucesor. Y por la cabeza de Felipe, creo, tampoco. Es tan obvio como lo he expresado: ¿cómo es posible concebir que se busque fuera del Partido al nuevo secretario general y, por lo tanto, al candidato? Pero ése era entonces el planteamiento… Es un dislate… Naturalmente, si suponían que yo quería ser presidente, no me extraña nada.

Estar en política, sin ambición, no sirve para nada: ni para la causa que pretende uno defender ni para sí mismo. La ambición es un componente fundamental de la profesión de político y creo que de cualquier profesión seriamente entendida. Por tanto, «ambición» no es un término frente al cual me rebele. Lo que me parece inaudito es que alguien lo utilice como acusación, cuando es un rasgo constitutivo de la clase política. Lo que dije en su momento, simplemente, fue que yo no tenía ambiciones de ser el sucesor de Felipe, entre otras cosas, porque mi inteligencia me decía que carecía de toda opción. Una cosa es ser ambicioso y otra cosa es ser un idiota. Y lo segundo, sinceramente, no lo he sido nunca. En lo que se refiere a la sucesión de Felipe González, la acusación es completamente falsa. A partir de ahí, pues claro que tenía ambiciones.

Quería reformar íntegramente la Justicia y, en algunos aspectos, me quedé en el alero, desgraciadamente. Por ejemplo, en la ampliación de las causas de eximente para el aborto. Se me quedaron en el tintero algunas cosas que quise hacer y no pude. La Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, por ejemplo, que sigue pendiente, y que era una apuesta fundamental desde mi perspectiva. Pero tenía la intención de culminar una serie de procesos que estaban en marcha, y lo conseguí.

En Interior, tenía la ambición de convertir ese Ministerio en un Ministerio absolutamente normal, y logré su normalización. Ésas sí eran ambiciones reales.

A partir de ahí, la ambición de querer ser presidente del Gobierno… no he tenido más que la que he comentado. Y punto.

La segunda ocasión en que me metí en esos berenjenales fue para apoyar a Bono. Evidentemente no se trataba de mí, sino de apoyar a Bono, que me parecía buen candidato. La verdad: la idea de presentarme como candidato no se me ha pasado más que en ese instante concreto en el que dije: «Si no hay candidato, yo me presento». Pero tampoco era tan ingenuo como para pensar que yo podría ganar frente al aparato del PSOE. Eso lo podía hacer Bono o Borrell, e incluso mejor Bono que Borrell, probablemente, en aquel momento. Pero yo, obviamente, sabía que no podría. Al menos quería dejar constancia de que yo, que había propuesto las primarias, no dejaría que se vaciaran de contenido, que se convirtieran en un camelo escrito en un papel y que no tuvieran virtualidad práctica.

Ahora sigo teniendo ambiciones de estar en la primera fila de la política. Lo que ocurre es que mi ambición la he llevado ahora al terreno municipal, probablemente porque es la única administración en la que no he trabajado. He estado en todas las administraciones y, ahora, lo que yo quiero es trabajar como alcalde de la capital de mi tierra[92]. Pero sigo estando en política y sigo teniendo ambición política. Y no veo por qué hay que pedir perdón a nadie por eso.

EL GOBIERNO NAVEGABA EN UNA GALERNA

Sé que en el interior del PSOE mucha gente dice que el último Gobierno socialista, de 1993 a 1996, fue el peor Gobierno de Felipe González. Paradójicamente, él dice que fue el único Gobierno que hizo con las manos libres.

Yo, sinceramente, creo que, como Gobierno, era un buen Gobierno. Y es verdad que Felipe llegó a reivindicar que era un buen Gobierno. El problema no es que fuera bueno o malo, sino en qué circunstancias se gobernaba. Es evidente que, en la placidez de 1982, trabajar con el viento a favor era extraordinariamente sencillo, mientras que en la etapa final era extraordinariamente complejo y difícil.

Creo que era un Gobierno técnicamente impecable, de un altísimo nivel intelectual, en términos generales. Creo, sinceramente, que, con excepciones —que siempre las hay, en un sentido o en otro—, fue el equipo de más alto nivel de preparación que ha pasado por un Gobierno socialista, y gracias a eso pudimos sobrevivir. Porque, sin duda, sobrevivimos a algo que, desde otro punto de vista… No había más referente que el Gobierno. ¿Qué hacía entonces el Partido? Si nos ponemos todos a pensar quién llevó el timón, cuando todo iba como iba… Era el Gobierno el que aguantó la militancia socialista, el que aguantó la reivindicación. Probablemente, como decía Felipe, lo resistimos todo sin ser capaces de transmitir y reivindicar, con toda la fuerza que hubiera sido necesaria, las bondades de aquel Gobierno socialista.

Llevábamos el timón de la nave en medio de una galerna. Los que vivieron en un lago pacífico pueden mirar con complejo de superioridad a aquellos que lo hicieron mejor. En un lago tranquilo, un niño de siete años sabe llevar el barquito, y si hace un poco de brisa, además, lo dirige maravillosamente. Me parece increíble que alguien tenga la cara dura de enjuiciar la actuación de un Gobierno que actuó con galerna, tomando como referencia la actuación en un paisaje con el viento en calma, y más: con el viento a favor. El que, desde la paz del mar, pretende criticar a los que tuvimos que llevar el timón en plena galerna, está cometiendo un acto injusto; incluso me atrevería a decir que está cometiendo, en algún caso, un acto deshonesto.

LA CORRUPCIÓN NO ERA NUESTRA

Y que se vincule la corrupción con nosotros es indignante. Porque la corrupción, precisamente, surgió en épocas en que no gobernaba el equipo de 1993 - 1996. En ese Gobierno tuvimos que liquidar problemas que habían surgido en otros períodos, cuando la mar estaba en calma. Es el colmo.

Me parece obvio y, sobre todo, inevitable, que los ciudadanos enjuicien con total libertad nuestro trabajo, pero que, desde ámbitos relacionados con otras épocas del Gobierno, se permitan la crítica en esas cuestiones, me parece el colmo de la falacia. Fuimos el Gobierno que acabó con la corrupción, no el Gobierno que la hizo. Fuimos el Gobierno que llevó la causa socialista, en plena galerna, a una situación en la que hemos podido recuperarnos en un tiempo relativamente muy corto, precisamente, porque llevamos el barco bien llevado. Por tanto, lecciones, según de quién, ninguna. Sólo de la opinión pública, no de los que tuvieron que hacer el trabajo en condiciones extraordinariamente más sencillas y, pese a todo, no pudieron impedir que surgieran focos de corrupción, cuando las condiciones del Gobierno deberían haber posibilitado más capacidad de control.

Si se hubiera abordado la corrupción en su momento —por ejemplo, el «caso Juan Guerra» en 1990, y sucesivas historias, como Filesa—, si se hubiera abordado con el coraje que nosotros tuvimos, quizá ese último Gobierno no habría padecido las consecuencias y no habría perdido las elecciones. Pues claro. Y si no hubieran existido esos fenómenos en pasados Gobiernos, el Gobierno que nombró Felipe en 1993 habría estado perfectamente capacitado para ganar las elecciones. De eso no hay ninguna duda. Se le vinieron encima asuntos que pertenecían a otros tiempos, no a ese Gobierno, que se limitó a aguantar el chaparrón y a limpiar la mierda.

¿Por qué no se reaccionó a tiempo contra la corrupción? Hay un primer aspecto: la solidaridad mal entendida respecto al terrorismo, cerrar los ojos. Pero hay un segundo aspecto estructural. Creo que los socialistas, si algo habíamos asimilado históricamente, incluso los que no teníamos carné, como yo, era que los socialistas podíamos equivocarnos en todo, excepto en la honestidad. Eso era una convicción profunda, arraigada, al margen de cualquier evaluación. Y, de hecho, no era sólo cosa nuestra. No sólo lo opinábamos los socialistas de nosotros mismos, lo opinaba toda la ciudadanía respecto de los socialistas. La corrupción era lo último que podíamos imaginar en nuestras filas. Por eso el golpe fue tan duro.

Cada vez que aparecía un caso, la mera sospecha de algo irregular generaba objetivamente un escándalo, tanto en el conjunto de la sociedad como en el conjunto de militantes socialistas. No importaba que algún caso fuera objetivamente importante: aunque no lo fuera, provocaba escándalo. Diría más: los militantes socialistas eran los más escandalizados y más cabreados. ¡A ver si se enteran ya algunos dirigentes de nuestro Partido, que nunca lo entendieron, nunca! Los más indignados con la corrupción eran los militantes socialistas: a mí sí que me lo decían cuando me iba pueblo por pueblo. Lo viví y lo palpé, de manera permanente y estable. Y de ese prejuicio global de nuestra honestidad —y lo siento, porque puede parecer una crítica a Felipe—, Felipe es el prototipo: no podía aceptar la posibilidad de que a una persona responsable socialista pudiera interesarle el negocio, el dinero… Eso era algo que no cabía en su cabeza.

Todo se enlazaba: un hombre de la tradición socialista, con esos conceptos prerracionales madurados; una ciudadanía convencida de la honestidad secular de los socialistas; unos escándalos, multiplicados, sin duda, por los medios de comunicación y por unas operaciones conspirativas…

Pero las conspiraciones sólo funcionan cuando hay una base real. Si no hay base real, no funcionan. Echar todas las culpas a las conspiraciones es una forma de defenderse. Aquella conspiración fue posible porque hubo elementos sobre los cuales tejerla, y porque se supieron explotar y aprovechar corrupciones reales. También fue posible por el grado profundo de depresión en el que estaba sumida la inmensa mayoría de los socialistas: cada mañana nos levantábamos y no queríamos ni oír la radio, ni leer el periódico, ni escuchar una tertulia, ni ir al bar a tomar un café. Ese sufrimiento brutal que padeció nuestra gente es el que debería hacer reflexionar a quienes critican el Gobierno de 1993 - 1996; un Gobierno que logró erradicar esa vergüenza para el socialismo, para los militantes socialistas y para la opinión pública. Con costes, pero fue el trabajo duro que hizo ese Gobierno. No lo hizo ningún otro.

Yo creo que no se investigaron los casos de corrupción porque, al principio, Felipe no los creyó. Pensó que eran elementos imposibles en la estructura de nuestro Partido; creyó a sus colaboradores cuando se los desmentían… En ese aspecto, Felipe González es bastante poco desconfiado: cuando tiene un colaborador y le pregunta una cosa y el otro le dice lo que hay, no le he visto jamás una reacción de desconfianza. Para que él empiece a reconsiderar la opinión de uno de sus colaboradores, se lo tienen que decir cien veces y cien personas y tienen que ofrecerle cien datos distintos. Por eso, en el Gobierno de 1993 él dio instrucciones muy claras de lo que había que hacer en todos los temas de corrupción. ¿Tarde? No lo sé. La Historia nos juzgará a todos.

FELIPE LES QUITÓ EL PODER

La derecha tiene tanto miedo a la sombra de Felipe González porque él les arrebató su prenda más preciada: «El poder es siempre de los nuestros». Eso creen… Del mismo modo que la honestidad es el concepto prerracional definitorio de la izquierda, el concepto prerracional de la derecha es que el poder es suyo. Es así de simple. Y Felipe González se lo arrebató. Durante un larguísimo período de tiempo. Tan largo, que llegaron a temer sinceramente que no lo podrían recuperar nunca más… Llegaron al borde del golpismo civil… Todo valía, porque eso era suyo.

Eso hizo Felipe, el autor del gran «delito». Les robó su noción prerracional definitoria: «El poder es mío». Yo creo que ése es el verdadero poder de Felipe. Todo lo demás, son menudencias…