José Luis Corcuera

Verdades como piedras

Sentarse junto a José Luis Corcuera, con un magnetófono encendido sobre la mesa, es un ejercicio peligroso. Porque se corre el riesgo de ser súbitamente abducido al incontrolable lugar de una memoria tan viva y tan en pie de guerra, que es prácticamente imposible digerirla a la misma velocidad con la que surge. Evoca su experiencia de Gobierno, como ministro de Interior, como sucesor de Barrionuevo, pero también ejerce, apasionadamente, su condición de «observador» nada neutral de todos los años de Gobierno de Felipe González. Y lo hace como es y como vive —todavía— todo lo sucedido: con el corazón en la cabeza y en la garganta. Arrojando a la cara de los «sinvergüenzas» sus verdades, verdades que suenan como piedras.

José Luis Corcuera no decepciona, no escurre el bulto, no disimula el enorme placer que le proporciona la oportunidad de llamar al pan, pan, y al vino, vino, de una vez por todas. Habla sin complejos, sin ataduras, sin cálculos. Y, aunque parezca mentira, todavía se duele de aquella «encerrona» con la que Felipe González le cazó para ser su segundo ministro de Interior. Él se defendía de aquella propuesta como gato panza arriba, «sencillamente, porque yo no tenía ni zorra idea de todo eso». (Esas duras piedras que arroja sobre su propio tejado no le hacen mella alguna: sabe de sobra que Felipe González siempre ha pensado que él fue un buen ministro de Interior). Es cierto que cuando Barrionuevo le entregó la hoja de ruta a Corcuera, éste no estaba muy seguro de cuál era la puerta por la que se entraba al Ministerio. Porque lo suyo había sido, hasta entonces, la bronca, la pelea a cara de perro con Nicolás Redondo. Aún hoy, cuando lo recuerda, es como si se le encendieran todas las «bajas pasiones» a un tiempo. Cuando habla de Nicolás y de todo lo que le tuvo que aguantar, a José Luis Corcuera se le enciende el rostro, se «encocora». Tiene un gesto indescriptible, a medias bufido, a medias risa sorda, o una expresión perversa de la que se puede deducir cualquier cosa… Y, luego, esa muletilla tan suya, a modo de conclusión impotente, porque no ha logrado expresar el tamaño sin medida de la indignación que siente: «¡Anda, que tiene tela, tiene tela!». Pero, como le ocurre a Felipe González, los rencores verdaderos contra Nicolás se los guarda, no los deja escapar ni muerto, aunque sabe que yo los conozco.

«Es que tienes una profesión, chica… No sé cómo algunos aguantáis ahí». Ha sido necesario soportar el «chorreo» interminable contra los medios de comunicación, en general, y contra «algunos finos analistas», en particular. Pero, superada la furia, Corcuera se aviene a las preguntas más duras, más incómodas, a las que responde de forma clara, exhaustiva, contundente: desde el asunto de las joyas hasta los fondos reservados, desde el fichaje de los independientes hasta la guerra sin cuartel contra Garzón. Sus verdades como piedras vuelven a caer sobre los rostros de quienes fueron sus enemigos, de los jueces y fiscales que lo persiguieron, pero, sobre todo, de los que llegaron los últimos en la lucha contra ETA y «ahora nos quieren dar lecciones». Tiene una peligrosa memoria de elefante para recordar cuándo, cómo y dónde le advirtió Aznar que no excluiría nada, ni siquiera la lucha contra el terrorismo, para poder llegar a La Moncloa.

«¡Ama! ¡A ver qué le das a María Antonia!». Se lo dice a su mujer, a Marga, cada vez que llego a su casa. (Siempre olvido el camino y acabo perdida por Majadahonda… ¡En fin! He ido tantas veces a su casa que sus perros, tan gruñones como inofensivos, me ignoran descaradamente). Un vaso de agua, una cocacola, un café con leche… Siempre nos sentamos José Luis Corcuera y yo en los mismos lugares de la mesa, de la que se levantó la última tarde para pedirle a un vecino la última cinta, porque él había agotado todas las que yo llevaba.

La doble moral, los dobles raseros y el cinismo son sus caballos de batalla. No hay quien lo detenga. Tampoco a la hora de reconocer los errores. Sólo hay un registro en el que Corcuera pierde pie, casi a propósito: cuando hablamos del Partido, de «eso del “guerrismo”… ¡Hay que ver las tonterías que habéis dicho los periodistas!». La lealtad a «los suyos» le puede, incluso cuando se ve obligado a elegir entre Alfonso Guerra y Felipe González… ¡Hay que verlo haciendo equilibrios imposibles! Aunque tiene mucho interés en que quede bien claro que él fue quien salvó a Felipe, in extremis, en aquella última batalla contra Alfonso por el control del Grupo Parlamentario.

Finalmente, no quiero pasar por alto un hecho importante: sólo yo puedo valorar la paciencia y la consideración que me demostró José Luis Corcuera… ¡No me puso de patitas en la calle cuando le espeté la primera pregunta sobre la mantita de joyería!

Él se fió de mí y yo de él. Naturalmente.

Aquellos días, sentado en el banquillo de los acusados, en el juicio de los fondos reservados, no fueron los peores de ese período. Yo tuve muy claro, desde el momento en que se abrió aquella cacería, que el asunto terminaba en un juicio, y por tanto, tenía muy asumido que iba a estar sentado en el banquillo. Pero no fueron los peores días.

Lo pasé mucho peor en los años anteriores; cuando, a partir de 1994, Pedro J. Ramírez, uno de los mayores sinvergüenzas de este país, se dedicó a difamar, a falsear la realidad, a acusar sin prueba alguna —como se ha demostrado— sobre temas patrimoniales, usos indebidos de dinero público, contando o falsedades o medias verdades… Ésos fueron los peores años, porque no me podía defender. En el juicio me he podido defender; poco, pero me he podido defender. Es necesario recordar que, en el juicio, estaba presente el señor fiscal, Fernando Luzón, ese dechado de virtudes que antes del juicio daba por supuestos hechos que no tenían nada que ver con la realidad, imputaciones falsas… ¡un responsable público como él! Llegó un momento en que tuvo que pedir ayuda a su padre —el fiscal del Tribunal Supremo, José María Luzón—, porque creía que se iba a encontrar allí con unos pusilánimes que iban a decir sí o no, y que no le iban a contestar.

Yo me sentí mal sentado en el banquillo, porque la familia se siente mal, los amigos se sienten mal, te ven en televisión…

En el juicio, yo era consciente de que el objetivo de quienes lo habían «montado» era exhibir la imagen de un ministro socialista sentado en el banquillo. Así que sentía, desde la indignación, una especie de afán de revancha; ganas de decir: «Vamos a aclarar todas o, al menos, muchas de las inexactitudes que se han estado diciendo durante años sin que nadie haya defendido la presunción de inocencia de las personas».

SIN PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

En España ocurren cosas curiosísimas. Para todo el mundo existe la presunción de inocencia, excepto para algunos socialistas a los que quisieron crucificar durante unos cuantos años. Para nosotros no había tal presunción de inocencia. A mí se me acusaba de haber hecho unos regalos en Navidad. Naturalmente, ya se encargó el sinvergüenza al que me acabo de referir de hablar de joyas, para dar a entender que eran regalos increíblemente caros. Y yo hice regalos durante todos los años que fui ministro. Algunos de los que me he visto en la obligación de hacer, a alguna personalidad importante, no los he contado porque, primero, eran reservados en función de mi cargo, y en segundo lugar, porque se hicieron para obtener unos mejores resultados en asuntos que tenían que ver con la seguridad de los ciudadanos españoles. Pero como era tal el desmadre que se generó en el país, no había ninguna posibilidad de defenderse. Absolutamente ninguna. Había que esperar al juicio para defenderse o, por lo menos, para intentarlo. Aunque es verdad que nuestro sistema judicial permite escasamente la defensa de un inocente.

La ventaja que tiene un fiscal como el que nos encontramos en este juicio, respecto de los acusados, es de tal naturaleza, que debo decir que, si hubiéramos estado en pie de igualdad, ese fiscal, para los que estábamos sentados en el banquillo, habría sido un entremés. Lo que ocurrió fue que abusó de que llevaba toga. Porque eso fue lo que hizo: abusar. Espero que él y su padre, en fin, su padre ya es mayor…, en algún sitio se tiene que reflejar su actuación incorrecta…; será en una úlcera de estómago, será… Pero algo les tiene que ocurrir.

Nunca pensé que podría ocurrirme algo así, verme sentado en el banquillo; ni como persona ni como ministro. Pero, desde 1994, sí tenía la convicción de que iba a ocurrir. Porque venía rodado el asunto; porque el PP, probablemente, de la forma más irresponsable que se puede recordar en la política española, empujaba en esa dirección; porque todo confluía para castigar, en el Ministerio del Interior, eso que algunos canallas de la información en España han dado en llamar el «felipismo». Y como tenía clara cuál era la situación, tuve que aguantar improperios, desinformaciones, una campaña de desprestigio increíble, calumnias sobre mi patrimonio… Pero llegó un momento en que, después de seis años investigando mi patrimonio, el de mi familia, el de mis hermanos, el de mi madre, el de toda mi gente, resulta que el fiscal, durante el juicio, dijo que no me había enriquecido. Eso, para mí, era fundamental.

Yo fui al juicio —lo puedo asegurar— con una gran tranquilidad de conciencia, porque eso para mí era fundamental. Yo me he podido equivocar, seguro que nos hemos equivocado; pero eso es una cosa y otra es meter la mano en la caja. Y cuando fuimos al juicio y el fiscal dijo que José Luis Corcuera no se había enriquecido, al menos, ya se había aclarado algo; algo que, por supuesto, yo ya sabía.

Tuve una satisfacción increíble cuando me interrogó el fiscal: me lo hubiera comido con patatas fritas. Y no me lo comí con patatas fritas porque aquel señor tenía la ayuda del presidente del Tribunal. Pero a ese individuo, a la luz de aquel interrogatorio, yo lo hubiera enviado a la universidad otra vez, sin ninguna duda, a un cursillo de reciclaje. No he visto más incompetencia en mi vida. Si hubiera sentido común en este país, sentido de la crítica, análisis objetivo… El interrogatorio que el fiscal Luzón hizo a Pepe Barrionuevo y a José Luis Corcuera, de verdad, de verdad, fue demencial: a este hombre habría que enviarlo a cualquier lugar, pero en ningún caso nombrarlo acusador en ningún tribunal. Insisto, que si no hubiera contado con el amparo del Tribunal —de acuerdo con las formas en las que aquí se imparte justicia—, este buen señor lo habría pasado mucho peor de lo que lo pasó. Porque ese hombre no solamente acusó sin pruebas, no solamente pidió condenas sin motivo, sino que no defendió a las personas. Permitió filtraciones falsas del sumario, sin tomar ninguna iniciativa para defender el secreto del sumario… Se publicaban noticias de un sumario declarado secreto, que él tenía que proteger como representante del Ministerio Público, y no lo hizo; pero lo peor de todo es que se filtraban noticias de un sumario secreto que, además, eran falsas, que no existían en el sumario. De tal forma que, sobre todo, ese medio de comunicación, El Mundo, las amplificaba y parecían verdades, aunque procedían de falsedades. Y el Ministerio Público no defendió la presunción de inocencia de las personas. A mí, eso, me parece una corruptela.

PEDRO J.: UN PROBLEMA DE HIGIENE DEMOCRÁTICA

La impotencia frente a los titulares de los medios de comunicación era absoluta. En 1994, cuando El Mundo empezó… cuando se empezó a decir que el exministro Corcuera tenía una casa maravillosa en una urbanización maravillosa de Madrid —siendo rigurosamente falso—, cuando comenzó esa campaña de abuso hasta extremos inconfesables, respecto de la honestidad de las personas, yo sabía que eso terminaba en un juicio; sin duda, yo lo sabía. A mí no me sorprendió. No había narices judiciales para oponerse a una campaña mediática de esa naturaleza. No las había. Y, además, nosotros éramos del PSOE. Si hubiéramos sido de otro partido, tal vez no nos habrían ocurrido estas cosas. Pero éramos del PSOE.

Aquella campaña mediática pretendía relacionar a un ministro socialista con un asunto de dinero. Algunos de mis vecinos creían, hace tres o cuatro años, que ya no vivía donde vivo; pensaban que vivía en Las Lomas, en esa casa de la que hablaba El Mundo… Y yo vivo en la misma casa desde 1985, nunca he dejado de vivir en esa casa. Incluso cuando era ministro, vivía en ella. Yo no he vivido en el Ministerio. Sigo viviendo en mi casa. Entonces, ¿cómo se puede hacer frente a eso? Si no tienes respaldo mediático, de ninguna forma. De ninguna.

Todo aquello me produjo una sensación de infinita tristeza: el hecho de comprobar el grado de insolidaridad al que algunos llegaron durante ese período de tiempo; pero también tengo que expresar aquí infinito agradecimiento por la solidaridad que otros muchos tuvieron durante esos momentos. Así que me refugié en los amigos y en la familia, y a esperar que resplandeciera la verdad.

Recuerdo la tristeza que me producía la actitud de algunas personas que no reaccionaron como yo esperaba… Aunque tengo la impresión de que hay mucha gente llana que, después de toda aquella intoxicación, nunca creyó que yo me hubiera enriquecido. Naturalmente, hay personas a las que se les ha hecho dudar, seguro, porque resistirse a esa presión es, francamente, muy difícil. Tenemos el antecedente de Luis Roldán y, con esos antecedentes es muy difícil sustraerse a tanta presión. Pero no; no soy de los que me siento maltratado en mi vida diaria. Yo salgo, me tomo unos potes por Madrid, y puedo asegurar que jamás he sentido un desaire o desafecto… Más bien al contrario.

Y respecto de algunos miembros del Partido, la verdad: siempre he sentido su aliento y su solidaridad de los que me importan; y de quienes no me importaban antes, no me importan ahora, y no me importarán en el futuro, tampoco he sentido ni su afecto ni su desafecto. Me hubiera gustado sentir su solidaridad, y no la he sentido. Pero ésos son unos mierdas. No voy a decir nombres, pero son unos mierdas, en el sentido de que no prevalece en ellos un sentido solidario de compañeros, ni esperaron a que se aclararan las cosas, ni pensaron si sería cierto o no lo que se dijo. Es más, no me interesa hablar con quienes le hacen confidencias o le cuentan cosas o le dan primicias a Pedro J. Ramírez; no tengo el más mínimo interés en hablar con ellos… ¡pero ninguno! No sé si entre ellos habrá alguno en la actual dirección del PSOE, pero no lo creo.

Cuando la nueva Ejecutiva decidió no seguir pagando a nuestros abogados, sólo hubo un problema: alguien se lo contó a El Mundo. Porque a mí me parece que el PSOE tenía el derecho de hacer lo que hizo; tenía todo su derecho. Como anteriormente ejerció su derecho de pagar a los abogados… Por tanto, si a mí me llaman del Partido y me dicen: «Oye, José Luis, mira, estamos en esta situación, ya sea económica o política, y hemos llegado a esta conclusión…», y me lo dicen a mí, yo no hubiera dicho nada. A mí lo que me indigna es que eso se ofrezca como «material para la guerra» a un amoral como Pedro J. Ramírez. Eso me molesta. Eso sí, eso me molesta, porque eso es dar munición al enemigo. Pero no me molesta que se tome esa decisión; como no me molestaría si se toma la contraria. He estado en la dirección del Partido y sé que hay ocasiones en las que la situación económica no es buena, o en que la política juega esas malas pasadas… Soy capaz de entenderlo, siempre que se me diga a mí. Lo que no acepto es que yo me entere por el periódico y, además, por un panfleto. No sé por qué lo hicieron, ni sé por qué El Mundo accedió a recibir información de la dirección socialista. No lo sé. Tal vez ocurra que los equipos de investigación que tiene El Mundo sean unos fenómenos, que se enteran de todo… De todo lo que les quieren contar…

Yo creo, sinceramente, que Pedro J. Ramírez, por su trayectoria, se ha transformado en un problema de higiene democrática de España, de pura salubridad democrática. Este hombre que ha cambiado tanto, que hoy habla en sus periódicos de ETA —y no se parece en absoluto al que hablaba de ETA hace unos años—, es el mismo que publicó una entrevista de cinco páginas con las declaraciones de los que componían, según él, la «dirección de ETA»; este hombre es el que iba a ver a presos de ETA, diciendo que él iba como periodista, pero luego publicó su libro y nos enteramos que no iba como periodista, sino que iba acompañado de un miembro de la redacción para tratar de favorecer al presunto miembro de ETA… No es un demócrata. Pedro J. Ramírez es un hombre autoritario, con mucho poder, conseguido a la sombra del PP. Pedro J. Ramírez no puede ser feliz. Yo, en los próximos años, con independencia de lo que ocurra —porque me pueden meter en la cárcel—, seré más feliz que él. Porque él no puede ser feliz. ¿Cómo puede ser feliz un hombre que, conscientemente, hace tanto daño, de forma injustificada? Pero algo le pasará… ¡Yo qué sé!… El pelo ya se le está cayendo… ¡A ver si tenemos suerte y se le cae el pito…!

¿Y SI EN VEZ DE JOYAS, HUBIERA REGALADO JAMONES?

Esa imagen tan perversa que se ha pintado de mí, en mi despacho del Ministerio, con la manta de joyería sobre la mesa, eligiendo joyas para las esposas de mis colaboradores, la han utilizado hasta la náusea. La explicación es sencilla, y yo he intentado ofrecerla con contundencia, la he dado… Otra cosa es que eso haya aparecido en los medios de comunicación. ¡Pero yo lo he dicho todo con contundencia!

El Congreso de los Diputados y el Senado en España, y todos los Ministerios, hacen regalos a sus miembros por más valor de lo que yo regalaba a las señoras de quienes trabajaban en el Ministerio del Interior. Pero es muy sencillo. Yo llegué en 1988 al Ministerio. Como tenemos una gran capacidad de olvido, tengo que recordar que cuando ETA mataba en España a mucha gente, cuando estos intelectuales que ahora están, afortunadamente, en contra del terrorismo, entonces no estaban tan claramente en contra del terrorismo, o cuando mataban a un guardia civil, estábamos en la iglesia cuatro y el del tambor. A todos éstos que ahora salen en la radio, en la televisión, en las manifestaciones, yo, entonces, no les veía; no iban a los funerales. Ahora les dan programas de radio, les dan programas de televisión…; naturalmente, algunos o algunas de ellas con sueldos importantísimos, porque, de repente, se han dado cuenta de que en España hay terrorismo.

Pues no: el terrorismo en España existe desde hace muchos años. Y hay personas que no se han distinguido en el pasado por su actitud contra el terrorismo. Por ejemplo, cuando Fernando Savater le dijo a Ernest Lluch que era «tibio», yo me acordé de la madre de Savater; porque Savater no le puede llegar nunca a Lluch a la suela de los zapatos. Porque la lucha contra el terrorismo no es de hace dos años, o de hace tres, o de hace cuatro… Me parece muy bien que Savater haga ahora lo que hace, pero me hubiera gustado haberle visto en la misma actitud hace quince años. Y no le veía entonces en la misma actitud que ahora. ¡Que llame «tibio» a Ernest Lluch, que lo mató ETA! Me indigna, me indigna hasta el extremo de que me acuerdo de su madre.

Entonces, en aquellos tiempos, la gente que estaba en el Ministerio, los gobernadores civiles que estaban en el norte, y los que estaban en algunas otras comunidades de España lo pasaban muy mal. Les «quité» las vacaciones en el mes de agosto, no se fue nadie de vacaciones, e hice volver a algunos colaboradores que ya estaban de vacaciones. Yo sabía que sus familias les empujaban a abandonar esa responsabilidad política y a dedicarse a otra cosa más cómoda. Llegaron las Navidades y me encontré con la necesidad de tener con ellos un detalle de reconocimiento por su esfuerzo… Y podía hacerlo, porque la norma que entonces existía me permitía hacerlo, o yo creía que me permitía hacerlo. Yo les quería hacer un obsequio; no sólo invitarlos a cenar, sino hacerles un obsequio. Y decidí que la mejor forma de seguir contando con su apoyo en el puesto que tenían y, en algunos casos, aligerar la presión familiar, era hacerles un obsequio a sus señoras. Y ésa fue la decisión. Tan sencillo como eso. De la que no me arrepiento en absoluto, por cierto. Y quise hacerlo yo, personalmente, porque era algo muy personal. No quería dar una instrucción y que se gastaran doscientas mil pesetas en cada regalo; quería que costara ochenta o noventa mil pesetas y, por eso, quería hacerlo yo. Y punto. Así de sencillo. Por supuesto: podía haber regalado un neceser de belleza a las mujeres y, a los hombres, un libro. Pero… ¿y si hubiera ido a una jamonería? ¿Y si en vez de haber regalado un artículo de joyería de ochenta mil pesetas hubiera comprado un par de jamones de cinco jotas? ¿Hubiera pasado algo? ¿Y si en vez de comprarle una sortija de ochenta mil pesetas, insisto, les hubiera regalado una caja de plata de un cuarto de kilo? ¿Les hubiera llamado la atención? Pues Federico Trillo, cuando era presidente del Congreso, les regaló a todos los diputados una caja de plata. Por cierto, un regalo muy discutible, porque los diputados son funcionarios públicos y está prohibido hacer regalos a los funcionarios públicos. Las señoras de mis colaboradores no eran funcionarios públicos… Pero, en fin, ésa es otra cuestión. No estoy hablando de la legalidad. Estoy hablando de cómo se cebaron conmigo… Incluso en el supuesto de que hubiera sido un error… Lo que es verdaderamente terrible, sobre todo en estos cristianos de misa diaria, es la falta de caridad cristiana para, digamos, justificar un error. Se puede hacer una crítica, pero actuar con esa saña… Ahora mismo y en las condiciones de aquellos tiempos, yo lo volvería a hacer.

Como se ve, la explicación era muy sencilla. Por eso lo presentaron, poco menos, como que yo era un marchante de joyería. Y la verdad es que me sentí incapaz de contrarrestar esa maledicencia mediática. Pero como ya me había ocurrido en otra ocasión, supe, desde el principio, que era imposible ir contracorriente.

Yo hice una ley que algunos llamaron la «ley de la patada en la puerta», y otros, la «ley Corcuera». Por cierto, fue una ley que se aprobó con el apoyo en el Parlamento de casi todos los grupos, excepto del Partido Popular. El PP, más adelante, promulgó una ley de videocámaras, de vigilancia en la calle… Pero eso, ¡naturalmente!, no atentaba contra la dignidad de la gente… ¡Por supuesto que no! Y se aprobó… Es decir, se ponen las videocámaras en la calle y se puede grabar a cualquiera… ¡pero con control judicial! La llamada «ley Corcuera» sólo contenía una palabra inconstitucional: el Tribunal Constitucional dijo que había que cambiar «constancia» por «evidencia». Pero, por esta modificación, algunos periodistas la transformaron en una «ley inconstitucional». Lo cual es una desfachatez, una falta de ética al deber de informar y al derecho que tienen los ciudadanos a ser informados correctamente. No es verdad que la ley fuera inconstitucional. La ley era plenamente constitucional. Es decir, cuando Federico Trillo presentó cinco motivos de inconstitucionalidad, no acertó en ninguno. No le dieron la razón en ninguno. En cambio, él se pavoneaba por ahí diciendo que había ganado el recurso… Es rigurosamente falso.

Y, entonces, me di cuenta de que es imposible ir contracorriente, porque como se acuñe en los medios de comunicación una expresión, es imposible, imposible, acabar con ella. No importa que sea mentira, que sea media verdad… no importa. El deporte es acuñar expresiones. Y yo sabía que, contra eso, no podía luchar. Era imposible.

¿DÓNDE ESTÁN LOS SOBRESUELDOS?

Aparte del tema de las joyas, se montó contra mí otra campaña sobre los fondos reservados. Si se pagaban sobresueldos, etcétera. Pero, vamos a ver: los fondos reservados, por su naturaleza —por lo menos eso fue lo que me dijeron cuando llegué al Ministerio del Interior—, eran eso: «reservados». Yo tenía una partida, creo recordar que eran… no recuerdo si eran setenta y tantos millones, y me aseguraron que ese dinero era de libre disposición del ministro. Y así era. Como lo son ahora. Ahora también son de libre disposición del ministro, y se da por supuesto que el ministro los utiliza correctamente.

Yo dije una vez en el Parlamento que si un funcionario público francés me ayudara a detener a un comando de ETA, probablemente le haría rico. Y me dijeron de todo menos bonito: «¡Qué dice usted! ¡Eso, además de ser ilegal, es la compra de un funcionario público extranjero!». Aquello lo dije sólo como ejemplo. Pero ocurre que no tiene sentido preguntar acerca de esos fondos. A los servicios de inteligencia o a las fuerzas de seguridad que tienen fondos reservados, en EEUU o en Francia, no les preguntan a qué los dedican. Porque se da por supuesto que los utilizan para cumplir mejor la función que tienen encomendada. Para eso tienen los fondos. Y para eso los utilicé yo. Y nada más. En España se utilizaban para que funcionara bien la seguridad del Estado. Y nada más. La pregunta es: ¿sobresueldos? ¿Dónde están los sobresueldos?

Lo que ocurrió fue que la derecha tuvo que utilizar el tema del dinero porque eso era lo que hacía daño de verdad. Por eso se utilizó, y por eso apareció en los periódicos: «Fulano tiene un patrimonio… Tiene esta casa…». ¿Alguien recuerda el patrimonio que se le atribuyó al general Enrique Rodríguez Galindo? ¿Alguien recuerda la campaña mediática que se desplegó en España para tratar de llevar a la opinión pública la idea de que el general Rodríguez Galindo se había enriquecido con la lucha antiterrorista? Y bien: ¿cuántas líneas se han publicado sobre la falsedad de aquellas imputaciones? Ninguna. ¿Quién sabe que el único patrimonio que tiene el general Rodríguez Galindo es su casa, que está hipotecada y con una situación de embargo? Pero se hizo aquella campaña —todo era mentira— para desacreditarle; porque había que desacreditarle.

Al general Rodríguez Galindo, como hombre dedicado a la lucha contra el terrorismo, no se le podían poner objeciones. Pero había que desacreditarle. Primero, socialmente, y, luego, si era posible, utilizar algunas de las cosas que ocurrieron en España para implicarlo en ellas. Tengo que decir dos cosas: lo primero no es verdad y lo segundo tampoco. Porque, aunque haya una verdad judicial, la sentencia que le condenó no dice la verdad. Y supongo que yo tengo el mismo derecho a decir que esa sentencia no dice la verdad, que otros, desde los medios de comunicación, cuando dicen que otras sentencias, que a ellos no les gustan, no se ajustan a la verdad. Así pues, en el caso del general Rodríguez Galindo y del coronel Ángel Vaquero, la sentencia que dictaron los jueces no se ajusta a la verdad.

NO LES GUSTABA UN OBRERO QUE LLEGA A MINISTRO

Para los que desencadenaron toda esa campaña es posible que yo fuera una pieza especialmente importante, porque yo, además, era electricista, el hijo de un obrero. Pero en ese juego entraron muchos que, teóricamente, son «humildes» representantes de los medios de comunicación, que también son «demócratas de toda la vida» y de extracción «humilde». Algunas veces, cuando les oyes, parecen proletarios de tercera. Lo que ocurre es que en esta sociedad hay un enorme cinismo. ¡Pues claro que hay cinismo! Los que utilizan la demagogia para desacreditar a los demás son ésos que ven que Corcuera, que procede de una extracción obrera, llega a ministro —cosa que no les gustó en absoluto— y que hace un regalo —menos importante, seguro, que los que les hacen a ellos de vez en cuando—. Porque tienen una enorme ventaja: tienen una plataforma para desacreditarme a mí, y yo no tengo ninguna para contar la verdad respecto a ellos. No para desacreditarles, sino para contar la verdad. Y contra eso no se puede luchar. ¿Qué puedo hacer? Pero a mí ésos me la sudan. Me la sudan. Porque yo vivo donde vivía. Tengo un sueldo, que es de lo que vivo. No tengo prebenda alguna, no tengo bienes patrimoniales, como bien ha quedado acreditado después de estar investigando durante más de seis años. La mitad de ellos, la mitad, no aguanta ni la cuarta parte de lo que yo he aguantado.

Estuve seis años sometido al control Parlamentario, con muchas intervenciones en el Parlamento, con muchos debates; y lo que hace falta es ir al Diario de Sesiones, a ver cuándo estos «percebitos» me ganaron un debate. ¿Cuándo algunos de esos catedráticos —no sé dónde les tocó el título— me derrotaron en un debate? ¿Cuándo alguno de esos pseudointelectuales me derrotó en un debate? ¿Cuándo me ganaron un debate en el Parlamento? Eso es lo que les jode.

Todavía recuerdo un debate que tuve con el presidente de la Comunidad de Madrid. Alberto Ruiz-Gallardón, muy educadamente —naturalmente, sin demagogia—, me decía: «Ya sabe usted, ministro, que, en el minuto y medio que ha empleado en su intervención, se han producido 374 delitos en España». (No recuerdo exactamente la cifra que utilizó). Y era verdad. Pero hoy se le podría decir: «Oye, Alberto, ¿te acuerdas lo que le decías al ministro Corcuera en 1993 respecto al número de delitos que se cometían en un minuto y medio? Ahora, ¿qué tendría que decirte a ti, ahora que se cometen el doble? ¿Qué tendrías que decir tú?». Seguro que tendrá alguna explicación. Naturalmente, tendrá alguna explicación «no demagógica».

Ésa es la vida. Ésa es la política… Es así. Yo nunca hubiera hecho lo que hizo él. Nunca. Pero es exactamente lo mismo que cuando, ahora, José María Aznar llama «carroñeros» a los miembros de la oposición, porque ejercen el derecho a la crítica. Y este hombre dice que son «carroñeros»… Y él, ¿qué era cuando utilizaba el terrorismo para ganar cuatro votos? ¿Es que la gente no se acuerda de lo que decía José María Aznar? ¡Es increíble!

«NO TE METAS EN POLÍTICA, HIJO»

No sé si seré muy objetivo, pero creo que mi padre era un hombre admirable. Tenía sus costumbres, su cuadrilla, con la que estaba todos los días… No le gustaba salir de Portugalete y, cuando yo fui ministro, no vino a Madrid. Luego, posteriormente, vino dos veces. Mi padre, supongo, vivió con orgullo mi trayectoria. Tampoco era un hombre que lo exteriorizara demasiado, pero supongo que se sentía orgulloso de que su hijo fuera ministro del Gobierno de España. Él siguió viviendo donde vivía, donde vive todavía mi madre, en una casa de alquiler en Portugalete. Mi padre murió hace dos años y, por tanto, no tuvo la fortuna de ver cómo se resolvió el juicio contra su hijo. En cambio, tuvo que padecer la persecución de algunos, no sólo hacia su hijo, también hacia él mismo, hacia su mujer, hacia mis hermanos… es decir, hacia toda la familia, porque a toda la familia la han mirado… Afortunadamente, a mi padre, a mi madre y a mis hermanos, poco hay que mirarles, porque poco tienen. Sí recuerdo que mi madre, que no entendía estas cosas de la política, cuando se enteró de que era ministro o que iba a serlo, me dijo: «No te metas en política, hijo… ¿Por qué te has metido en política?». Y eso que yo que llevo en política muchísimos años y ella lo sabe, porque me ha visto en la Ejecutiva de la UGT, me ha visto en la Ejecutiva del Partido, me ha visto siendo diputado… Supongo que pensaba que eso no era política…

Y supongo, también, que lo han pasado mal, porque cuando ocurren las cosas que aquí han ocurrido, haces infeliz a muchas personas, y estoy seguro de que mi madre y mis hermanos han sido infelices. Pero, seguramente, más por lo que oían que por lo que yo les contaba; porque saben cómo vivo, saben cómo soy, saben cuál es mi forma de ser y, por tanto, jamás han dudado de mi integridad. Pero ha sido muy duro para ellos…

Exactamente igual que para mi mujer y mis hijas; y exactamente igual que para algunos amigos, que se han visto injustamente involucrados en una cacería sin piedad alguna y sin prevención, con una falta de humanidad… Yo siempre he tenido fama de duro, pero cuando veo actuar a esos canallas, me digo: «¡Esto es increíble! ¿Cómo se puede ser tan malo? No entra en mi esquema mental ser tan malo, ser tan mala persona…». Hay cosas que sólo las malas personas pueden hacer… Más allá de que seas periodista, o político, hay cosas que solamente son capaces de idear, o pensar, aquellos que tienen un fondo corrupto, un fondo de mala persona.

Mis padres nunca pusieron ninguna pega a mi dedicación a la política, o a mi trabajo en el sindicato… Más pegas me han puesto en mi casa. En casa, sí. Por ejemplo, yo nunca he contado con el apoyo de mi familia para mi carrera política; más bien al contrario. Yo vendí la casa que tenía en Portugalete para comprarme la que tengo ahora en Madrid; y la vendí tarde porque mi mujer creía que si yo vendía la casa de Portugalete, no íbamos a volver allí… Y siempre —creo que hasta 1985—, tuvimos la idea de volver a Portugalete, eso es verdad. Pero, bueno, las cosas vinieron rodadas, y en absoluto buscadas.

Yo creo que jamás he buscado un lugar en la política. Es más, yo me he resistido a aceptar cargos en política que me hubieran llenado de orgullo y que sólo su mero ofrecimiento ya me llenaba de orgullo. El presidente del Gobierno me ofreció ser ministro en 1982 y no acepté; más allá de lo que diga Nicolás Redondo —que convendría que sometiera a revisión sus últimos juicios sobre el particular, aunque sólo sea para ajustarlos a la verdad—. Insisto: a mí Felipe me ofreció en 1982 ser ministro de Trabajo y no acepté. No dejé de serlo porque la Comisión Ejecutiva de UGT dijera que ningún miembro de esa Ejecutiva iba a ser ministro, no. Yo rechacé, previamente, el cargo. Porque siempre he tenido un cierto temor de no dar la talla en puestos que jamás imaginé que pudiera ocupar… Es como un temor reverencial. Por tanto, cuando me hicieron ese ofrecimiento, sentí un orgullo tremendo y un miedo escénico —también tremendo—, y prevaleció el miedo sobre el orgullo de ser ministro.

Ocurrió algo semejante cuando me eligieron para ser ministro del Interior: si yo hubiera estado en Madrid, lo más probable es que no hubiera sido ministro. Pero estaba en Canarias… fue una conversación telefónica y no pude regresar a tiempo. Pero si yo hubiera estado en Madrid, y Felipe González me hubiera llamado y me hubiera hecho ese planteamiento, le habría recordado algunas cosas y algunos compromisos a los que habíamos llegado el año anterior y, probablemente, no habría sido ministro del Interior. Pero eso no impide que, cuando te ofrecen ser ministro y, además, de esa cartera, deba considerarse un orgullo. Y yo estoy orgulloso de haber sido ministro del Gobierno de España.

NICOLÁS REDONDO NO TENÍA NI IDEA

Creo que Nicolás Redondo contó a los periodistas que él fue el que puso el veto porque no quería que ningún miembro de la Ejecutiva de UGT estuviera en el Gobierno. Eso no es verdad. Voy a contar, exactamente, cómo ocurrió.

Después de ganar las elecciones en 1982, Felipe González va a ver al Rey, y el jefe del Estado le encarga formar Gobierno A la salida de la entrevista con el Rey, los periodistas le preguntan si le ha comunicado al Rey cuál va a ser el Gobierno, y Felipe les contesta que le ha enseñado una lista escrita a lapicero, dando a entender que aún era necesario ajustar algunos nombres. Al cabo de unas horas, era mediodía, Felipe González me llamó y fui a verle. Me dijo cuál era el Gobierno que había pensado y me comunicó que yo sería ministro de Trabajo. Estuvimos hablando —más que discutiendo, hablando— sobre la conveniencia o inconveniencia de que yo entrara en ese Gobierno; y fui yo el que planteó más problemas que nadie.

Entre otras cosas, Nicolás Redondo no sabía nada de aquella entrevista, no tenía ni idea, dicho sea de paso. El único cambio que hizo Felipe en aquel Gobierno fue el siguiente: Joaquín Almunia, que iba a ser jefe de Gabinete del presidente del Gobierno, pasó a ser ministro de Trabajo.

De la reunión con Felipe, fui a la sede de la UGT; llamé a Nicolás y le dije que quería verle. Y fui yo quien le dijo que Felipe me había ofrecido ser ministro; y fui yo quien le dijo que había rechazado el ofrecimiento; y fui yo también quien le dijo que tenía que reunir a la Comisión Ejecutiva para que ningún miembro de la misma accediera a pertenecer al Gobierno. Porque yo sabía que, si había un acuerdo de la Comisión Ejecutiva, eso me daría más argumentos para rechazar la oferta de Felipe González. Así fue. No como Nicolás lo cuenta.

Lo que contó Nicolás Redondo en la Comisión Ejecutiva fue lo que yo le conté a él. Cuando Nicolás Redondo dijo que Felipe González quería que un miembro de la Comisión Ejecutiva fuera ministro de Trabajo, que no dijo el nombre, fue porque se lo había pedido yo, no porque Felipe se lo encargara a Nicolás. Ésa es la verdad. Pero da igual… Nicolás también ha dicho —eso lo he leído yo en una carta— que todo ocurrió en una reunión en la que estaban presentes Alfonso Guerra, José María Zufiaur, Felipe González, él y yo, y en la que Felipe dijo que era yo el elegido Y es rigurosamente falso. No hubo tal reunión donde eso se dijera. La propuesta me la hizo a mí Felipe González, estando los dos solos. Y debo decir que no me causó mucha extrañeza, porque en la campaña electoral de 1982 se hicieron una serie de fotografías en las que se identificaba a determinadas personas con determinadas áreas de Gobierno. Y en aquellas fotografías, en el área de trabajo, pusieron la mía. En ese momento fue cuando empezaron los problemas con Nicolás Redondo.

UNA «LEVE» CONFUSIÓN

Aunque Nicolás Redondo empezó a tener verdaderas dificultades conmigo, o yo con Nicolás Redondo, cuando se trabajaba en la Ley de Reconversión Industrial. Pero fue fruto de su absoluta incompetencia. Yo pacté con Felipe González la suspensión de los contratos de trabajo, en vez de la rescisión. Lo pacté con él un sábado, en La Moncloa, en plena reconversión industrial, cuando estábamos discutiendo la Ley de Reconversión Industrial.

La UGT no aceptaba, bajo ningún concepto, la rescisión de los contratos. Estuvimos discutiendo con el Gobierno y no había forma de llegar a un acuerdo. Entonces, un sábado —yo solía llamar a Felipe a menudo, o me llamaba él— fui a ver al presidente a La Moncloa y le dije que no había ninguna posibilidad de pactar aquella ley con los sindicatos si no se cambiaba la rescisión de los contratos por la suspensión, y él aceptó el planteamiento. Yo le dije que llamara a Nicolás para arreglarlo con él; porque no era bueno que fuera yo a la Comisión Ejecutiva a decir: «Me ha dicho Felipe que acepta». Era mejor que él hablara con Nicolás y que, entre ambos, lo arreglaran. Y efectivamente, así fue. Felipe González llamó para fijar una cita con él —se verían el lunes—. Creo recordar que esa ocasión fue la primera vez que Nicolás Redondo iba solo a una reunión de esa naturaleza. ¡Y se equivocó de artículo! ¡Nicolás Redondo se equivocó de artículo…! Fue a La Moncloa, le montó una bronca a Felipe y le dijo que era inaceptable un artículo de la ley. Y Felipe, probablemente con muy mala leche, sin duda, le dijo: «Pero, hombre, este artículo que me dices… este artículo es vuestro: lo ha hecho la UGT; si quieres lo cambiamos…». El otro perdió los papeles, no buscó el artículo que se refería a la rescisión y a la suspensión y volvió a la Comisión Ejecutiva diciendo que Felipe no aceptaba.

Dada la situación, yo pedí tiempo, dije que aquello era una barbaridad, que no lo podía entender y que quería hablar de nuevo con Felipe, con el presidente del Gobierno.

Le pregunté: «Pero, ¿qué ha pasado, si estaba arreglado el sábado?». Y me contó lo que había ocurrido: «Pues ha entrado así… ha dicho de todo, se ha equivocado de artículo y yo no lo he querido sacar del error. Entonces, como no sabía de qué artículo se trataba…». Y ésa es la verdad. Esto también lo sabían la difunta Carmen García Bloise, Martínez Cobos y un montón de personas.

Cuando volví a la Comisión Ejecutiva, les dije: «El presidente del Gobierno ha dicho que se quita la rescisión y se pone suspensión». Y entonces… este artista, Nicolás, montó en cólera. Pero todo ocurrió así y ahí empezaron las dificultades.

El asunto llegó hasta tal extremo, que se montó una campaña —concretamente, en El País— diciendo que Corcuera quería desbancar a Nicolás Redondo. Con intención de frenar el bulo, en una reunión de la Comisión Ejecutiva, acordamos que el secretario general enviase una circular desmintiendo esas afirmaciones. Pasaron las semanas, el secretario general no enviaba la circular… y llegué a la conclusión de que, si no la enviaba, era porque no quería enviarla, o porque tenía dudas de mi lealtad hacia él, lo cual es legítimo.

El día de San Isidro —tal vez un día antes o un día después—, iba yo a los toros con mi mujer, la dejé en la plaza, fui a una reunión de la Comisión Ejecutiva —se había convocado a petición mía— y presenté la dimisión.

Porque llegué a la misma conclusión a la que me refería antes: ¿cómo se combate el rumor de que estás tramando una operación contra tu secretario general? Dices que no es verdad. Dices diez veces que no es verdad, pero sigue subiendo la marea. Y, entonces, yo llegué a la conclusión: «Bueno, yo ya he dicho que no. Él no manda la circular desmintiéndolo. Conclusión: esto no va a parar. ¿Cómo puedo yo demostrar que no estoy planeando ninguna operación contra el secretario general?». Y también llegué a la conclusión de que solamente podría demostrarlo de una forma: dimitiendo. Y dimití y me marché. Así dejaba claro que no participaba en ninguna operación.

Pero parece que Nicolás siempre intentó introducir la idea de que yo era el que traicionaba a la UGT, apoyando la estrategia económica de Felipe González; parece que se trataba de afirmar que yo era el sindicalista del «felipismo», algo así como el espía del Gobierno en el sindicato y, por lo tanto, el traidor.

Es curioso que quien se distinguió en tantas ocasiones por pedir ayuda al Partido para poner orden en el sindicato, diga esas cosas… Si las dice, me parecen de chufla. Nicolás Redondo, en estos temas, me aguanta tres segundos. Porque resulta que fue él quien acudió a pedirle ayuda a Felipe González —no ayuda, exactamente, sino a pedirle que el Partido creara grupos sindicales del Partido en el sindicato, como en la República— para poner orden en la organización sindical; fue él quien estuvo a punto de no ser secretario general en el Congreso de Barcelona. (Nadie como yo sabe lo que hubo que hacer para salvar aquel congreso). ¡Que él me diga a mí que yo era el espía del Gobierno…!

¿Quién, con otros, ha contribuido a definir la política sindical de la UGT en mayor grado que él? Porque él, de estas cosas, no tiene ni puta idea. Si, en 1982, yo hubiera aceptado entrar en el Gobierno, y hubiera sido ministro de Trabajo… En 1983 hubo una reunión en el Ministerio de Trabajo, a la que asistieron cinco ministros y dos secretarios de Estado, con Nicolás Redondo, Antón Saracíbar, José María Zufiaur, otro más procedente de la Comisión Ejecutiva de UGT, y yo. Si yo entonces hubiera sido ministro y le hubiera oído decir a Nicolás Redondo lo que dijo en aquella reunión, lo echo a patadas del Ministerio… Nicolás dijo allí las cosas más inconsecuentes, más bordes y más maleducadas… Expulsó a dos personas de la reunión, a los dos secretarios de Estado. Entre otras cosas, dijo que él había ido a reunirse con ministros, y que allí, «salvo que no haya visto el último BOE, aquí veo gente que no son ministros». Y se tuvieron que ir: dos secretarios de Estado. Uno era Pepe Borrell y otro era el secretario de Estado de Administraciones Públicas, creo.

Nicolás actuó con mucha beligerancia contra Felipe González y la política económica de su Gobierno. Yo creo que, al principio, en los años anteriores a 1982, se tenía la impresión de que, en España, el día que ganara las elecciones el PSOE, las relaciones entre el Gobierno y el sindicato podrían ser semejantes a las existentes en Suecia y los otros países nórdicos, donde las organizaciones sindicales tenían una gran presencia en la vida política y económica del país, y el secretario general del sindicato tenía reuniones periódicas con el presidente del Gobierno, en las que se discutían aspectos que, supongo, tenían relación con la sociedad y, fundamentalmente, con los derechos de los trabajadores. No estoy seguro, pero creo que alguien pensó que, aquí, los viernes se reuniría el Consejo de Ministros y, unos días antes, el presidente del Gobierno hablaría con el secretario general del sindicato para dar un repaso al orden del día del Consejo de Ministros y poder discutir aquello que pudiera tener interés. Lo cierto es que eso no se produjo, y causó enfado.

Es verdad que hubo un momento en el que la situación económica era muy complicada y la negociación colectiva fue difícil; nos metimos con la Ley de Reconversión Industrial, que creó muchas tensiones entre el sindicato y el Gobierno… Se creó tensión con la jornada de 44 horas, porque después de acordarla hubo algunas pretensiones de posponer su aplicación al año siguiente. Esas tensiones generaron un deterioro en las relaciones entre la organización sindical y el Gobierno, y también entre quienes representaban ambas organizaciones; yo creo que las relaciones eran más turbias entre quienes las representaban que entre las bases de ambas organizaciones. El clima, en cualquier caso, se fue deteriorando.

Cuando veía el enfrentamiento que mantenía Nicolás Redondo con el Gobierno, yo creía, sinceramente, que Nicolás Redondo tenía menos razones que el Gobierno socialista. Lo creía sinceramente. Y lo sigo creyendo. Creo que el Gobierno socialista tuvo, a veces, una sensibilidad que no era la que tenía que haber tenido; tenía que haber administrado mejor el poder que tenía, tenía que haber hecho más esfuerzos, porque en las negociaciones tiene que haber confianza mutua… En fin, que hay que darle muchas vueltas. Y ahí, probablemente, el Gobierno tuvo más de un fallo. Pero Nicolás Redondo tuvo un comportamiento… Y los hechos actuales lo demuestran: era una deriva.

Yo dejé el sindicato, entre otras cosas, porque no estaba de acuerdo con una organización que hacía cosas que a mí me parecía que no eran correctas. Y creo que Nicolás Redondo empezó a hacer cosas incorrectas. Que Nicolás Redondo le diga a José Luis Corcuera que la UGT tenía que ser como la CFDT en Francia, es decir, absolutamente independiente del Partido… Que Nicolás Redondo me diga eso a mí… ¡Él, que ha defendido toda su vida lo contrario! ¡Anda, que tiene tela!

Yo creo que hay que buscar la independencia, pero lo que no se puede olvidar es que hay raíces comunes, y yo estaba en esa posición. Pero en la UGT empezó a prevalecer la primera: la que propugnaba la absoluta independencia. Es cierto que el Gobierno cometió algunos errores. Ya he dicho que hubo falta de sensibilidad del Gobierno en algunos casos. Por ejemplo, cuando Felipe aceptó cambiar lo de la rescisión por la suspensión, en la Ley de Reconversión Industrial, Carlos Solchaga le presentó la dimisión a Felipe. Volvíamos Antonio Puerta, Nicolás Redondo y yo de Bilbao, donde habíamos tenido una asamblea. (Yo, entre otras cosas, he ido a más fábricas que Nicolás Redondo en toda su vida, porque a las asambleas de las fábricas iba el «menda lerenda»). Cuando llegamos al aeropuerto de Madrid, se acercó una azafata, preguntó por mí y me dijo que llamara a La Moncloa, al presidente del Gobierno. Entonces, le dije a Nicolás: «Me acaban de dar el recado de que llame al presidente del Gobierno». Nicolás se molestó, porque es muy celoso… Y Felipe me llamaba para que fuera a ver a Carlos Solchaga —¡yo, que había combatido contra su postura con todas mis fuerzas durante un año!— y lo convenciera de que no dimitiera. Y allí me fui yo… No sé si lo convencí, pero no dimitió. Supongo que no lo convencería yo, que lo convencería el presidente del Gobierno, pero no dimitió. Yo le dije que íbamos a trabajar juntos, que la Ley iba a salir bien, que estaba de acuerdo: que todos nos habíamos pasado. En fin, las cosas que se dicen cuando somos compañeros… todas esas cosas.

Yo fui durante años el «niño bonito» de Nicolás Redondo. Y dejé de serlo porque me di cuenta de cómo era.

Yo lo tenía idealizado. Pero empecé a darme cuenta, a partir de 1983 —y básicamente a partir de aquella reunión en el Ministerio de Trabajo—, de que me había equivocado. En 1980, entramos Antón Saracíbar y yo en la Comisión Ejecutiva de la UGT; él era el secretario general de Euskadi, y yo el secretario general del Metal. Nicolás Redondo dijo que los dos teníamos que entrar necesariamente en la Ejecutiva, y nosotros no queríamos entrar. Y Manolito Chaves, que era a quien Nicolás había encargado que le fuera hilvanando la Ejecutiva, nos llamaba: «Que ha dicho Nicolás que subáis». Subíamos: «No estamos de acuerdo».

Al final, Nicolás, para convencernos a Saracíbar y a mí de que entráramos en la Comisión Ejecutiva, llamó a Felipe González. ¡Es verdad…! ¡Nicolás llamó a Felipe! Por eso yo, cuando oigo hablar de la separación del sindicato y del Partido, me río a mandíbula batiente…

Yo creía que Nicolás era un hombre más equilibrado, pero, en aquella reunión del Ministerio de Trabajo a la que me refería antes, vi a un hombre con una soberbia fuera de lo común, jugando un papel que no le correspondía… ¿Cómo es posible que el secretario general de la UGT, por muy familia que sea del PSOE, haga lo que hizo allí? ¡Es inconcebible! ¡No puede ser! Decía: «Si tuvieras vergüenza… Ese cuadro se caería de vergüenza…» —había un cuadro de Indalecio Prieto en la sala—.

Y, además, para explicarle a Nicolás Redondo la cláusula de revisión salarial que hicimos con la CEOE, tenía que dedicarle un día entero…

Con Boyer y con Solchaga yo no tuve una relación muy problemática… Vamos a ver: yo he discutido muchísimo con Carlos Solchaga, sobre todo y fundamentalmente cuando trabajábamos en la Ley de Reconversión Industrial. También he discutido mucho con Miguel Boyer; pero con Miguel yo tenía una relación distinta, porque Miguel fue asesor de la Federación del Metal cuando yo era secretario general, en 1976 y 1977, y habíamos tenido mucha relación. De todas formas, con Miguel yo he negociado menos que con Carlos en estas cuestiones.

Con Miguel yo he tenido siempre una relación muy afectiva y muy clara: «No estoy de acuerdo», «Estoy de acuerdo», «Eres un bárbaro; o dejas de ser un bárbaro o…»; pero sin faltarnos. Con Solchaga, en aquella época, teníamos discusiones más subidas de tono. No hace falta insultarse para tratar de llegar a un acuerdo, pero sí eran discusiones con mucha vehemencia.

Con Solchaga había más tensión y, además, Solchaga creía que iba a ganar la pelea y no la ganó. La ganó la UGT. Porque el sindicato planteó que hubiera un Proyecto de Ley de Reconversión, y lo consiguió; planteó la suspensión de los contratos, en lugar de la rescisión, y lo consiguió; planteó cómo se deberían de producir las jubilaciones… En fin, ¡que me presenten un Plan de Reconversión en el mundo mejor que el español!

MINISTRO A LA FUERZA

Yo entré en el Gobierno en julio de 1988. Habíamos tenido una reunión, meses antes… Ese mismo año se había celebrado el congreso del Partido, y yo, entonces, estaba en la Comisión Ejecutiva, era vocal.

Nos llamó Felipe y nos reunimos con él. Creo recordar que asistimos a la reunión Alfonso Guerra, Guillermo Galeote, Txiqui Benegas, Paco Marugán y yo. Estuvimos hablando de la preparación del congreso; dimos nuestras opiniones y yo le dije al presidente que quería dedicarme a otra cosa, pero él me contestó que tenía que continuar en la Comisión Ejecutiva y que, si no continuaba en ella… Dio a entender que tendría que entrar en el Gobierno. Le dije que no, que prefería seguir en la Comisión Ejecutiva.

Se celebró el Congreso y fui nombrado responsable de Política Institucional del Partido. Estando en Canarias, me llamó el presidente del Gobierno, pero yo había cambiado de hotel y no me localizaba. Debieron de avisar al delegado del Gobierno, que me encontró y me dio el recado. Llamé a Felipe —eran probablemente las seis de la tarde, más o menos; después de comer, seguro—. Y Felipe me dijo que iba a hacer un cambio de Gobierno y que yo iba a ser ministro del Interior. Yo le contesté por teléfono que si estaba loco: le recordé la conversación previa al Congreso y le dije que quería discutirlo con él, que estaba en Canarias y que no era una cuestión para discutir por teléfono. Me dijo que volviera a Madrid.

Estuve buscando un avión, no había vuelo; estuvimos, incluso, buscando con el delegado de Gobierno un avión para que me pudiera trasladar a Madrid… Había uno de hélices, pero llegaba muy tarde… En fin, que llamé a unas personas a las que siempre he respetado muchísimo, para contarles mis penas. Uno era Alfonso Guerra, otro, Fernando Abril Martorell, y otro, Ricardo Visedo. Recuerdo que Fernando Abril me dijo: «¡Ah, pues está bien eso, José Luis!»; y le pregunté: «Pero, ¿cómo dices eso?». Hablé con Alfonso, que me dijo más o menos lo mismo… Creo que Alfonso ya conocía el asunto y le parecía bien, eso es lo que yo deduje. Lo cierto es que volví a llamar al presidente del Gobierno para decirle que no tenía posibilidades de salir de Canarias para poder discutir ese tema con él en Madrid… Me dijo que ya sabía que había estado hablando con determinadas personas, lo cual quiere decir que se lo dijo Alfonso, seguro. Le advertí que no podría llegar antes de la mañana siguiente y me dijo: «Bueno, en fin, pues mañana, cuando llegues, te veo, pero quizás se filtre». Y, por la noche, estaba yo inaugurando una Casa del Pueblo en Las Palmas, y un periodista de la Ser —serían las once, más o menos— me dice que ya se había filtrado la composición del Gobierno. Lo había filtrado, naturalmente, Felipe González, seguro.

Al día siguiente, me di cuenta, por primera vez en mi vida, qué era esto del rumor de que uno va a ser ministro: cuando llegué al aeropuerto para coger el avión, me estaban esperando y me trataron de una forma distinta a como me trataron cuando llegué a Canarias.

Cuando llegué a Barajas, llamé a Felipe González; le dije que estaba en Madrid, y me recomendó: «Antes de venir a verme, vete a ver a Barrionuevo y habla con él». Y eso fue lo que hice. Cuando llegué a Madrid, ya era ministro; no había jurado, pero ya estaba la cosa hecha.

Esa noche dormí fatal. Debo decir que si yo hubiera estado en Madrid, dudo que hubiera sido ministro… Si hubiera podido hablar con el presidente del Gobierno, como hice la ocasión anterior, dudo que hubiera sido ministro. Porque en el cara a cara con Felipe tengo muchas posibilidades.

Naturalmente, no soy muy objetivo en el recuerdo… A lo mejor me llama Felipe y me deshago como un azucarillo, pero, tal y como lo recuerdo, tal y como estaba yo de impresionado, sobre todo por aquellos temas del Ministerio del Interior… (No tenía ni zorra idea del asunto…). Pero si yo estoy en Madrid, Felipe las tiene tiesas para convencerme.

Cuando te ofrecen estas cosas, hay dos sentimientos encontrados: uno es de temor y otro, de satisfacción. Yo no creía que se iba a desencadenar todo tan rápido, que el mismo día que Felipe me llamó, ya lo tenía decidido y lo iba a filtrar por la noche… Al final, me dejé nombrar porque tal vez también pensé que tampoco me disgustaba tanto ser ministro… ¡Yo qué sé…! Pero si hubiera estado en Madrid, le habría recordado a Felipe el compromiso al que llegamos en la reunión previa al Congreso. También le habría preguntado qué demonios iba a hacer yo en un Ministerio que no conocía; porque había estado con Barrionuevo sólo en dos o tres ocasiones.

Pero al mismo tiempo, naturalmente, cuando un presidente del Gobierno en el que tú crees, al que admiras, te dice que vas a ser ministro del Interior, que, probablemente, es uno de los puestos de más confianza que hay en el Gobierno, también eso te satisface desde el punto de vista personal… El ego también funciona… No sé.

A Alfonso le pareció muy bien, él estaba de acuerdo. Le dije por teléfono: «Pero ¿estáis locos?». (Porque yo le hablaba en plural, entonces). No recuerdo muy bien el contenido de la conversación con Alfonso, pero tuvo que ser, aproximadamente, de ese tenor. Lo que sí recuerdo es que me dio la impresión de que ya lo sabía y que estaba de acuerdo. Yo creía que Fernando Abril me iba a ayudar a fortalecer mi posición… ¡Y me contestó que eso estaba bien…! Hablé con esas tres personas y con mi mujer, que se puso a llorar. Y el llanto le duró unos días.

Esa noche no dormí. Estaba acojonado, de verdad. Estaba acojonado ante esa responsabilidad. Yo no había tenido relaciones con la Guardia Civil, ni con la Policía… Cuando pensaba en tanta responsabilidad, estaba realmente abrumado… Lo pasé muy mal. Las primeras 48 horas las pasé muy mal, estaba muy tenso.

Cuando fui a ver a Pepe Barrionuevo, él ya sabía que iba a verle, porque el nuevo Gobierno se había dado a conocer la noche anterior y ya lo sabía todo el mundo. Yo había tenido antes un encuentro muy dramático con Pepe Barrionuevo, con motivo del atentado de Hipercor[74]. Pepe Barrionuevo quiso dimitir. Y no solamente él. Barrionuevo quiso irse por muchas razones, entre otras, por el maltrato que sufría por parte de los medios de comunicación. Por supuesto, cuando hoy vemos cómo tratan al Ministerio del Interior y lo comparamos con los modos de entonces… Era tan tremendo el tratamiento que se le daba, desde los distintos «foros», en una época y en la otra, que no me extraña lo que ocurrió. No solamente iba a marcharse Pepe Barrionuevo, sino que todos sus colaboradores estaban dispuestos a irse… Rafael Vera, José María Rodríguez Colorado, Luis Roldán, en fin, el conjunto de la dirección del Ministerio estuvo en un tris de irse cuando sucedió lo de Hipercor. Txiqui Benegas, Paco Marugán y yo fuimos en aquella ocasión a ver a Barrionuevo, para decirle que tenía el respaldo de la Comisión Ejecutiva del PSOE, y, naturalmente, poniendo todo el Partido detrás del Ministro del Interior. Valoramos incluso la conveniencia de hacer un comunicado —creo que lo hicimos—. Fue una reunión tremenda, porque allí se veía el drama del Ministerio del Interior en aquella época: lo veías desde fuera.

Ésa fue la primera vez que tuve yo un contacto directo con lo que sentían de verdad los que sufrían con los atentados de ETA… Fue el primer contacto que tuve con la realidad: cómo se vivía en el Ministerio del Interior un atentado como el de Hipercor. Fue tremendo. Fue una reunión dramática. Estaba todo el Ministerio hecho polvo, pero no sólo porque había habido un atentado, sino porque, en los medios de comunicación, se les estaba dando un trato que no era justo. La soledad que existía entonces en el Ministerio del Interior era proverbial. Todos estos, los Elorza, Savater y todos estos, ¿estaban en primera línea combatiendo a ETA entonces? No estaban; en aquel entonces veían a Herri Batasuna de diferente manera a como la ven ahora, y esto no es una crítica, porque me encanta que hayan cambiado; pero me gustaría que reconocieran que antes no pensaban o no decían lo mismo que ahora piensan o dicen.

Cuando fui a ver a Pepe Barrionuevo, antes de hacerme cargo del Ministerio del Interior, me puso un poco al corriente. A Barrionuevo, en aquellos tiempos le preocupaba básicamente el terrorismo de ETA. Pero no sólo el de ETA. Porque, en aquel entonces, había otros terrorismos en España: funcionaban Terra Lliure, el GRAPO… Lo de aquella época no tiene nada que ver con ésta. Paradójicamente, el Gobierno del PP parece que quiere dar la impresión de que estamos en el peor momento de la ofensiva terrorista, y no es verdad: estamos en el mejor momento… Si a cualquier ministro de los años ochenta —y no sólo a ministros del PSOE, también a otros, como Rodolfo Martín Villa[75]— le plantean que la actividad de ETA en su época hubiera sido como la del 2002, con sus saltos de contento llegarían a la Luna.

Barrionuevo no me habló del GAL ni de nada parecido. No me dijo absolutamente nada. A la semana de haber ocupado el cargo, o a los diez días, metieron en la cárcel a Amedo y a Domínguez[76]. Pero Pepe Barrionuevo no me dijo nada en absoluto en relación con esto. Él me puso al corriente de lo que estaba en su conocimiento, e imagino que no me puso al corriente de lo que no conocía.

Yo llegué al Ministerio formando parte de un Gobierno que venía gobernando desde 1982, y yo era absolutamente corresponsable y partícipe de los Gobiernos de mi Partido. Yo no formé parte de un Gobierno que surgió de la nada, sino de un Gobierno que venía gobernando desde 1982 y, por tanto, todos los acontecimientos posteriores pertenecen al Gobierno de mi Partido. Por eso yo no le he recriminado jamás nada a Pepe Barrionuevo. Estoy seguro de que él me informó de lo que estaba en su conocimiento y nada más. Además, me hacía la siguiente composición de lugar: yo no era una persona que tuviera una relación permanente con el ministro del Interior, no era su amigo; yo conocía muy por encima a las personas que formaban parte del Ministerio del Interior; por tanto, si el nombramiento del nuevo ministro se hubiera hecho para tapar algo, habrían escogido a un amigo, digo yo, ¿no? Pero yo jamás he trazado una línea en ninguna responsabilidad que haya tenido en la vida de mi Partido… Yo no he hecho una línea de separación: «Hasta aquí es el anterior; de aquí en adelante, es mío». No.

¿QUIÉN SALVÓ A SEGUNDO MAREY?

Cuando el Tribunal Supremo condena a Barrionuevo por el secuestro de Segundo Marey, tengo exactamente el mismo derecho que tienen todos los prebostes que en este país han sido y son respetuosos —dicen ellos— con las decisiones de los jueces a manifestar mi desacuerdo con determinadas sentencias del Tribunal Supremo. Y, en concreto, con esa sentencia. Discrepo absolutamente: esa sentencia no hace justicia. Esa sentencia, en lo que se refiere al ministro del Interior, a Pepe Barrionuevo, es rigurosamente injusta.

Cuando uno lleva muchos años en el Ministerio y ve cómo se están fraguando algunas de las cosas que luego han pasado, uno se forma una opinión, que no es la del ciudadano que sólo lee los periódicos, sino la de un ciudadano con mayor acceso a la información. Y tengo elementos suficientes para decir que esa sentencia no debería permitir que durmiera tranquilo ninguno de los que la dictaron. Porque es injusta. Yo estoy convencido, en ese caso, de que el ministro del Interior no estaba al corriente de ese asunto y no participó en él. Y no sólo eso: estoy absolutamente seguro que le salvó la vida al señor Marey. Barrionuevo tendrá que decirlo, pero mi impresión es que le salvó la vida.

Hago estas afirmaciones porque hago un cálculo, probablemente subjetivo, de qué es lo que ocurrió y en qué momento se enteró el ministro de lo que había ocurrido. Pienso que, cuando se enteró —en ese esquema en el que yo imagino lo que ocurrió—, el ministro dijo que se le pusiera en libertad… Cuando se enteró.

Ocurre que quienes aceptan que otros persigan de cualquier forma a los terroristas, y además construyen un discurso que explica por qué eso está bien, llegan a otras conclusiones… Probablemente, lo que le hubieran pedido al ministro de la época es que se hubiera ido al juzgado de guardia para denunciar al gobernador civil, o a no sé quién… Tendría que haber ido a denunciar a unos funcionarios porque no habían hecho lo que tenían que hacer. Eso es probablemente lo que creo que hubiera decidido esa gente que fue tan crítica con Pepe Barrionuevo.

Yo jamás lo he hablado con él, pero la convicción íntima que tengo de esos acontecimientos es que, si en algún momento el ministro del Interior se enteró, sirvió para que ese hombre fuera puesto en libertad. No tengo dudas. Como he dicho, a mí Pepe Barrionuevo en ningún momento me habló para nada del GAL, ni me dijo: «Ten cuidado con esto… Sigue esto de determinada forma…». Por lo tanto, tengo que llegar a la conclusión de que no sabía nada. Entonces ya se había escrito bastante de Amedo y todo aquello, y si Barrionuevo lo hubiera sabido, me habría dado alguna llamada de aviso… Nunca lo hizo. En relación con eso, Pepe Barrionuevo estaba absolutamente tranquilo.

NO ESTABA DISPUESTO A QUE ME ROMPIERAN LA CARA

Cuando llegué al Ministerio —ya he dicho que era un lugar desconocido para mí y que implicaba una responsabilidad tremenda—, me di cuenta de que allí estaría en el ojo del huracán permanentemente. Entonces, tomé la decisión de tratar de conseguir que las personas que había en el Ministerio, que tenían experiencia, continuaran conmigo. Nadie me dijo absolutamente nada en contra. Recuerdo que Pepe Barrionuevo me habló muy bien de todos sus colaboradores. Y no cambié al secretario de Estado, ni al director de la Policía, ni al director de la Guardia Civil. Pero todo lo demás sí lo cambié. Al subsecretario, al secretario general técnico, al director general de Protección Civil y a casi todos los gobernadores civiles de España, poquito a poco… En los aspectos más importantes del Ministerio, sin ninguna duda, aposté por la continuidad.

A mí me gusta pensar que yo he sido un ministro que ha continuado la línea política de un Gobierno que, entre otras cosas, presidía el mismo presidente del Gobierno. En eso no me duelen prendas. Por no cambiar, no cambié ni a mi jefe de Gabinete, que era el mismo que estuvo con Pepe Barrionuevo. Lo hablé con él, le dije lo que yo pretendía, me satisfizo lo que me contestó, y le mantuve. Lo que sí le dije es que íbamos a trabajar de otra forma. Yo no estaba dispuesto a ir al Parlamento a que me rompieran la cara todos los días. Yo me leí, durante el mes de agosto de 1988, todas las intervenciones de Pepe Barrionuevo en el Parlamento, y todas las agresiones —porque no se pueden llamar contestaciones— a Pepe Barrionuevo. Hubo momentos en que la oposición lo maltrató inmisericordemente, y como eso queda reflejado en las actas del Congreso, las leí todas.

Le dije a mi jefe de Gabinete: «A partir de ahora, esto va a cambiar. Esto de ir al Parlamento a poner la cara para que me la partan… en absoluto. A partir de ahora, vamos a ir al Parlamento a contestar lo que nos pregunten, pero no, desde luego, a poner la cara para que nos la partan. El día que la oposición tenga razón, se la daré; y el día que no la tenga, si el otro me muerde la asadurilla, yo se la morderé a él». Si a mí un diputado me trata correctamente y me señala un error, es posible que yo lo reconozca si tiene fundamento; ahora bien, si el trato es barriobajero, utilizando falsedades para poner en dificultades al ministro, yo le trato exactamente igual que él me trata a mí; y si muerde, yo muerdo.

AQUEL TERRORISMO Y AQUELLOS INTELECTUALES

Cuando me hice cargo de Interior, estábamos en una situación muy complicada. ETA mataba cinco, seis o siete veces más que ahora. No hay más que mirar lo que ocurría años atrás. Entonces, cuando se detenía a un comando… ¡Había comandos en los que se detenía a casi ochenta personas! Era una época en la que los comandos —los llamados «comandos operativos»— no actuaban solos: había comandos de información y había una infraestructura concedida por una parte de la sociedad vasca —hoy no se la conceden: eso, afortunadamente, ha ido cambiando con el tiempo—.

Por tanto, la situación de entonces, comparada con la de ahora, era mucho peor; era más difícil combatir a ETA entonces que ahora. Había una opinión pública que no se movilizaba como lo hace ahora; había unos medios de comunicación que no se movilizaban como ahora; había unos intelectuales que no se movilizaban como ahora. Probablemente, porque entonces mataban sólo a guardias civiles y policías, y hoy, en fin, en menor escala, pero hacen menos distingos. Es decir, la situación de entonces, en comparación con la de ahora, no tiene nada que ver, por fortuna. Hubo años —antes de que yo llegara al Ministerio— en los que el ministro tenía que ir cada tres días a un funeral. Y no iba tan acompañado como ahora cuando hay un asesinato de ETA. Nada tienen que ver lo que dicen los creadores de opinión, los intelectuales de ahora, con lo que decían entonces. ¡Nada que ver! Entre otras cosas, ahora, cuando hay un atentado, está muy claro que la responsabilidad, la culpa, la tienen los terroristas. En aquel entonces, era perfectamente posible oír durante días y días, o leer en los periódicos, que llamaban al ministro estúpido, y a la policía, y a la Guardia Civil porque no se encontraba al «comando Madrid». Ahora no; ahora está muy claro dónde reside la responsabilidad y quiénes son los canallas: los que matan.

Recuerdo que la primera vez que Francia entregó a presuntos miembros de ETA por el procedimiento de urgencia —creo recordar que fue en el año 1986, o en 1987—, cuando los enviaron a España en autobuses, expulsados por el procedimiento de urgencia, casi hubo huelga general en Euskadi. El Gobierno vasco estuvo en contra; hubo un debate nacional sobre si eso era correcto o no… «La seguridad jurídica», decían, cuando entregaban a presuntos miembros de ETA.

No nos acordamos, ¿verdad? Como no nos acordamos, ahora que se discute si hay que hablar de ETA o no, ahora que se plantea que no hay que hacer propaganda, que en España ha habido directores de periódicos que le han dado cinco páginas de su periódico a la dirección de ETA para que explicara por qué mataba y asesinaba en España. Eso lo hizo Diario 16, cuando lo dirigía Pedro J. Ramírez. ¿Es posible imaginar hoy un periódico dándole a la dirección de ETA cinco páginas para que se explique? ¡Hoy es impensable! Entonces, no sólo no era impensable: se hacía. Y se hacía porque había que dar a conocer los puntos de vista de «todos». Hoy, este mismo sinvergüenza, Pedro J. Ramírez, puede montar un escándalo si yo voy a comer con Xabier Arzalluz. ¡Tiene tela! Este mismo, que dio cinco páginas a ETA, hoy se rasga las vestiduras si el PSOE habla con el PNV. ¡Así es la vida!

«LA HUELGA NOS PILLÓ EN BRAGAS»

La huelga del 14-D fue la huelga más general que le hicieron los sindicatos al Gobierno socialista. Todos los intentos posteriores no llegaron a alcanzar esa cumbre. ¡Todo ha cambiado tanto…! Ahora oigo a Nicolás Redondo hablar en la COPE, dando doctrina en la cadena de los obispos… Recuerdo que, entonces, cuando se discutía la negociación colectiva, decía: «¿Qué es esto de la previsión de inflación? Los trabajadores tienen que tener garantizada la previsión de inflación y además, más; porque tienen que participar del reparto de la tarta general». Eso era lo que decía. Es decir, los salarios tenían que crecer por encima de la inflación. Durante el Gobierno del PP, hemos tenido unos años en los que el crecimiento de la economía ha sido superior, incluso, al de la inflación, y los salarios no han llegado a crecer lo que crecía la economía. ¡Tiene tela! Estas circunstancias, con un Gobierno socialista, y con Nicolás Redondo, hubieran originado no una huelga, sino doscientas.

Para mí, personalmente, fue un trauma, porque yo procedía del sindicalismo. No estaba de acuerdo con aquella huelga, entre otras cosas porque ya hacía tiempo que no estaba de acuerdo con Nicolás Redondo. Pero tengo que decir que fue una huelga que nos pilló en puñeteras bragas. No hicimos nada para ponerle cortapisas, se paró la televisión, todo, los comercios… Recuerdo que llamé al presidente del Gobierno por la noche para decirle: «Felipe, esto ha sido un desastre, porque la huelga ha tenido tela marinera».

Aquel día me fui a más de cuarenta kilómetros de Madrid, a ver si podía dar con un lugar donde comer un bocadillo. Y no lo encontré. ¡Aquello fue tremendo! Insistí: «Felipe, la huelga ha sido un éxito, pero hay una cosa que nos debe llenar de satisfacción: no ha habido ningún herido». Y me dijo el presidente: «¡Joder, pues sólo hubiera faltado que además de haber hecho lo que les ha salido de las pelotas, hubiéramos tenido algún herido!».

Me tocó lidiar, años después, con otra huelga general, pero ya había aprendido. Llegué a la conclusión de que aquello de la huelga tenía mucho que ver con la imagen: la sensación de que todo está parado. No se produce en las afueras de Madrid, sino en el centro. Por eso, en la segunda, decidí que El Corte Inglés no lo cerraban… (No sé si fue en el año 91…). Entonces, en vez de desperdigar a los policías, los concentré en dos o tres lugares, y zurramos la badana. Les advertí a los sindicatos: «Tened cuidado, que esta vez no va a ser como la otra». Y no lo fue.

Desde luego, la huelga del 14-D fue traumática para todo el Partido. ¡Después de haber trabajado tanto con el sindicato, que unos años antes se confundía con el Partido…! ¡Pues claro que supuso para muchos compañeros un trauma muy importante! Algunos manifestaron la inconveniencia de que eso se produjera, claro que sí, muchos; pero no recuerdo rupturas de personas con relevancia en aquellos momentos. Hubo discusiones sobre si había que ceder más o menos, si concediendo lo que pedía el sindicato, o una parte de lo que se pedía, se podría detener la huelga… Pues claro, esa situación sí que se produjo, en todos los ámbitos del Partido, de la Administración y del Gobierno.

Pero una vez que se produjo la huelga, yo no recuerdo que haya habido personas que hayan traicionado al Partido o al Gobierno. No lo recuerdo. Alfonso vivió aquello tratando de hablar con la UGT hasta los extremos más insospechados: intentando que no se llevara a efecto la huelga. Todo aquello respondía también a una ofensiva política en la que se habían implicado otros sectores de la sociedad. El PSOE llevaba seis años gobernando, había ganado dos elecciones por mayoría absoluta. A veces daba la impresión de que todo parecía poco. En las relaciones de Felipe con Nicolás, no tengo la menor duda de que en el 90 por ciento de las ocasiones tenía bastantes más razones Felipe González que Nicolás Redondo. Pero, entonces, una de las críticas que le hacían a Felipe González desde las plataformas mediáticas venía a decir que no era socialista; y de Nicolás Redondo decían que era un «histórico». ¡Y eso lo decían los liberales!

LOS BUENOS MOMENTOS DURABAN POCO

Me cuesta mucho hablar de mi gestión como ministro del Interior.

Los peores momentos, sin ninguna duda, fueron los atentados. Son momentos terribles. Yo creo que no hay nadie que sienta un atentado más que los responsables del Ministerio del Interior, excepto la familia más cercana. El primero que viví de cerca ocurrió al poco de llegar, en Estella. En aquella época, la Guardia Civil tenía coches semiblindados y los etarras utilizaban un explosivo, el amonal, que producía mucho calor y llevaba aluminio, y se fundían los cristales. Aquel primer atentado fue contra la Guardia Civil. Pero si tuviera que citar algún atentado que me causó especial indignación, fue el de Vic, el de la casa cuartel[77]. Fue tremendo. Al día siguiente, teníamos localizado al comando y hubo un despliegue importantísimo de funcionarios de los Cuerpos de Seguridad, despliegue al que tuvieron acceso los medios de comunicación. Tuve que rogar a una emisora de radio que no diera la noticia, porque los terroristas podían estar oyendo la radio y enterarse de que teníamos rodeada la casa donde se escondían. La respuesta fue indignante… Tuvimos que adelantar la operación para que no nos la reventaran y, en vez de esperar a la noche, a que estuvieran durmiendo, hubo que entrar de día.

Otro momento tremendo, para mí, fue el día en que un presunto etarra se tiró por la ventana de una comisaría de Bilbao y se mató. Al mismo tiempo, una detenida, presunta miembro de ETA, que fue trasladada al cuartel de Tres Cantos, murió aquella noche. Aquello fue tremendo, y al día siguiente tuve que ir al Parlamento a dar explicaciones pormenorizadas de lo que había ocurrido. Algún editorial dijo que la presunta miembro de ETA tenía hematomas en los brazos y daba a entender que había habido malos tratos. Naturalmente, otros medios se hicieron eco inmediatamente, sin tener en cuenta que había estado perfectamente atendida por el forense y que sufría una enfermedad que, cuando se la tocaba, se le quedaban manchas… Y en el momento de meterla en el coche, hubo que cogerla. ¡Aquello fue tremendo!

Buenos momentos, hubo muchos. Lo que ocurría es que duraban poco. A mí me gustaría saber en qué época de la lucha antiterrorista se han detenido a los comandos más importantes de ETA. Que lo digan los que entienden un poco de esto. Que revisen la época que va de 1989 a 1993 y que la comparen con cualquier otra. Ya está: sólo se necesita revisar esa cuestión. Yo sólo sé que hoy se detiene a un «piernas» y el ministro del Interior da una rueda de prensa. Quiero que me digan cuántas ruedas de prensa he dado yo cuando se ha cogido al «comando Eibar» o al «comando Barcelona», o a la cúpula de ETA. En los últimos tiempos, ¿cuántas veces han detenido a la cúpula de ETA? Muchas, ¿no? Pues eso.

Una de mis mayores satisfacciones fue la operación de Bidart. Yo creo que, en la lucha contra ETA, en mi opinión, hay dos operaciones que son las más importantes, por este orden: Sokoa y Bidart. Sokoa, que ocurrió en la época de Barrionuevo, fue importantísima porque proporcionó información de la que nunca habían dispuesto las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado respecto a ETA, sobre su entramado financiero… Muchos años después de aquella operación, se seguía trabajando con la información que se encontró en la fábrica Sokoa. Pero, desde el punto de vista de golpe al «aparato» de ETA, sin duda, la más importante fue Bidart. Fue una operación concienzuda de la Guardia Civil, en colaboración con Francia. Una investigación del general Rodríguez Galindo que, después de muchos meses de trabajo, dio el resultado apetecido. Se consiguió detener a la que de verdad era la dirección de ETA, que era el «grupo Artapalo». Fue una operación muy larga, una operación en la que la Guardia Civil estuvo detrás de los etarras durante muchos meses, consiguiendo mucha información; y, al final, en una de las reuniones que tenían los de Artapalo, los cogieron a todos y se pudo desmantelar la dirección de ETA. Fue muy importante. En esta operación, el papel que jugaron el general Galindo y quienes estaban a sus órdenes, fue absolutamente crucial. La búsqueda de información y los meses y meses que llevó esa operación se trabajaron desde el cuartel de Intxaurrondo, a cuyo frente estaba el general Rodríguez Galindo, que hoy está en la cárcel.

En política no se debe esperar el agradecimiento de nada: el político debe trabajar para hacer las cosas bien y algunas veces le salen regular y otras, mal. Pero a los funcionarios… En esta sociedad, a aquel que cumple con su obligación, y lo hace bien, se le reconocen sus méritos; a un abogado, por ejemplo. Pero, en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, a los que tienen un comportamiento distinguido, a los que trabajan todo lo que sea necesario, a los que no cogen vacaciones, a los que viven o han vivido en unas condiciones extremas, que se les reconozca el mérito… No. Aquí, no. Aquí es imposible. Y tenemos a gente que ha dejado media vida defendiendo la seguridad de sus conciudadanos y está en la cárcel.

Yo creo que la sentencia que condenó al general Rodríguez Galindo y a sus hombres por los asesinatos de Lasa y Zabala es injusta[78]. Porque los hechos que la sentencia dice que son probados, no son ciertos. Antes me preocupaba hacer estas afirmaciones, porque decir que estabas en contra de una sentencia era casi un sacrilegio; o decir que lo que había hecho un juez era una barbaridad constituía un desacato. Pero sólo cuando nos ocurría a nosotros. Ahora bien, cuando le sucede a un periodista o a un gerifalte, todos aquellos que nos acusaban de criticar las sentencias no se privan de criticar las sentencia de los jueces si les conviene. Yo digo que la sentencia que condenó al general Rodríguez Galindo es una sentencia injusta y tengo motivos para decirlo, aunque no sean hechos que hayan ocurrido durante mi época de responsabilidad política en el Ministerio del Interior.

No sé lo que hará el Gobierno. Creo que la petición de indulto está pendiente de informes del Tribunal sentenciador, pero no sé lo que hará el Gobierno. Parece que tienen miedo a eso que llaman la «opinión pública».

ETA NO SE ACABARÁ SI SE VA CONTRA EL PNV

ETA tenía entonces una estructura tal que, si venía un comando a Madrid, previamente venía otro que buscaba información sobre su objetivo. Y cuando tenían la información, venía el comando operativo, que era el que asesinaba. Tenían infraestructura múltiple. Los comandos no se movían alegremente para ir de Madrid a Móstoles: iba uno, hacía el recorrido, volvía y les informaba. Alrededor de los asesinos del comando operativo había una infraestructura de viviendas, de gente que les prestaba su colaboración, que les cedía pisos de seguridad…

Ha habido comandos… por ejemplo, uno importantísimo, que también lo desactivó el general Galindo con sus hombres: el «comando Eibar». Había cometido más de treinta asesinatos. Cuando se desactivó aquel comando —hubo un tiroteo tremendo en la frontera de Irún—, se detuvieron a sesenta colaboradores. Hoy no ocurre eso. Hoy no hay gente dispuesta a darle cobijo a un comando, como había entonces. Por tanto, hemos avanzado; parecerá poco, pero es muchísimo. La gente ya no está dispuesta a dar cobertura a los comandos. Ni siquiera aquellos que pueden justificar hechos violentos se atreven a acoger a los comandos. Todo apunta a que el terrorismo es superable.

Creo firmemente que se vencerá a ETA. El apoyo social a ETA es cada vez menor. El conjunto de la sociedad civil se moviliza cada día más. Hoy es perfectamente posible que el director de un periódico salga de una detención y diga que le han torturado, y el conjunto de los medios de comunicación cierren el asunto diciendo: «Ésa es la técnica de ETA para manchar a los funcionarios». Y es verdad, pero hoy y hace diez años. Sólo que, hace diez años, eso no se decía. En aquella época, había que abrir una investigación. Todos, incluso los filósofos y periodistas, todos han evolucionado en exceso, en mi opinión… Como todos los conversos: se han pasado siete pueblos. No hay nada más que ver hoy un funeral, cuando ETA asesina a una persona, y compararlo con los funerales que había entonces, cuando asesinaban a un guardia civil o a un policía… No me molesta que esto ocurra, al contrario. Pero sucede que los que hoy acuden a funerales y manifestaciones, no pueden decirme nada, a mí, que iba a los funerales cuando ellos no iban.

Y eso no es todo. Yo no sé si me he equivocado o he acertado, pero una de las cosas de las que me siento más satisfecho, en relación con la lucha antiterrorista, es haber fomentado, favorecido, unas relaciones estrechas con el PNV. Porque yo soy de los que opino que ETA y lo que representa, si se va contra el PNV, no se terminará nunca. Yo creo que acabar con ETA, que representa a una parte cada vez más pequeña de la sociedad vasca, requiere una colaboración lo más estrecha posible con el PNV. Y, hoy, se da la paradoja de que, sin ninguna duda, en la relación con ETA, las cosas están mejor, y en cambio, políticamente, estamos peor.

Siempre he tenido una relación muy fluida con Xabier Arzalluz. Ya lo conocía, antes de ser ministro, aunque no había tenido un trato cotidiano… de tomar vinos con él. Pero, desde que llegué al Ministerio, tuve la impresión de que me podía entender con él, y puedo decir que a mí no me ha faltado nunca a la palabra dada. Así de sencillo. Como, además, da la puñetera casualidad de que Xabier Arzalluz es el Presidente del PNV —que, además, es el partido que gobierna en Euskadi, aunque no con mayoría absoluta—; como da la casualidad de que entonces gobernaba con el PSE; como a mí me parece que es un partido que está en contra del terrorismo —lo creo firmemente—; como creo que sería un partido feliz si se acabara ETA; como creo sinceramente que Xabier Arzalluz, el día que se vaya, si ha dejado de existir ETA, será una de las personas más felices; como le conozco como demócrata desde mucho antes que a otros demócratas actuales, que no lo eran entonces; como existen todas estas razones, qué le voy a hacer: me he llevado bien con él, y espero seguir llevándome bien con él. Mi relación con Arzalluz me ha servido para hablar con una mayor transparencia, para conseguir una mutua confianza. Si no se genera un clima de confianza entre las personas, es absolutamente imposible avanzar, creo yo. Tienes que saber que no estás buscando a ningún confidente de nada: simplemente, estás discutiendo la mejor forma de cómo acabar con una lacra como el terrorismo. Si encuentras sintonía en tu interlocutor, si no te miente, si no te sorprende, si no te engaña, aumenta la confianza. Y como a mí Xabier Arzalluz ni me ha mentido, ni me ha sorprendido ni me ha engañado, debo decir que he tenido buenas relaciones con el PNV.

Estoy hablando del PNV que firma el Pacto de Ajuria Enea, con el partido que, junto al resto de los partidos de todo el arco parlamentario, fija en qué condiciones se tiene que producir la desaparición de ETA, qué márgenes tiene la política para encontrar una solución. Yo me encuentro con un PNV que, con todos los partidos, apoya la decisión de abrir el período de conversaciones con ETA en Argel y se hace con el conocimiento de la opinión pública. Podíamos haberlo hecho de forma secreta, pero no; se hizo con el conocimiento de la opinión pública y con el respaldo de todos los partidos. Yo me sentía respaldado por Manuel Fraga, que era entonces el interlocutor del PP, y por Rodolfo Martín Villa, después, y más adelante por Francisco Álvarez Cascos. Aquella fue una operación que se hizo con el consentimiento del conjunto de los firmantes del Pacto de Ajuria Enea, a los que se informaba quincenalmente de la marcha de las conversaciones. En la lucha antiterrorista, a mí me parece que eso es muy bueno y, dicho sea de paso, a eso llamo yo consenso.

Hubo una campaña, no sólo buena, sino inteligente —porque era necesario dar sensación de normalidad, más allá de que existiera la lacra del terrorismo—, una campaña del Gobierno vasco que promocionaba el turismo en Euskadi: «Ven y cuéntalo». Creo recordar un chiste de Mingote, en el que hacía una crítica a aquella campaña; y la titular de esa campaña, Rosa Díez, que entonces era consejera de Turismo del Gobierno vasco, se querelló contra Mingote. En Euskadi había entonces más violencia que ahora. Y a esta misma persona, a Rosa Díez, la oyes hablar hoy y te preguntas: «¿Pero cómo es posible? ¿Qué habrá pasado?». Y lo que ha ocurrido es que se ha producido el Pacto de Lizarra, que añade, a los problemas de terrorismo, un planteamiento político rupturista. Pero ocurre también que, cuando se produce el Pacto de Lizarra, Rosa Díez estaba en el Gobierno vasco, y recuerdo que en el PSE hubo un debate sobre si salir o no salir de ese Gobierno. Y ella no fue precisamente la que más se distinguió por las ganas de romper con el PNV.

Y, entonces, uno no entiende nada, o lo entiende todo. Y como yo soy de los que entiendo todo, tengo para mí que estas personas no me merecen el menor crédito. Ya sé que es complicado, porque dicen que están amenazados… Bueno, pues yo lo puedo decir, porque yo también estoy amenazado, ¡y mucho antes que ellos!

Pero lo políticamente correcto en este momento es no hablar con el PNV, distanciarse cada vez más. A mí eso me parece un error. Yo no estoy de acuerdo con el PNV. Milito en un partido político distinto del PNV, que tiene un proyecto político distinto; pero el PNV es, en este momento, el mayor partido de Euskadi, con el que hay que hablar. Habrá que tratar de llegar a un mínimo común denominador porque, de lo contrario, todo tiende a la separación. Lo que dicen algunos, respecto a la necesidad corregir los desajustes que se producen en la vida política y social del País Vasco, con esos planteamientos, en mi opinión, separa más que une. Y a mí me gustaría hacer una política más transversal.

Yo ya sé que el PNV y Xabier Arzalluz dicen cosas que a mí no me gustan; pero hay muchos que dicen cosas que a mí no me gustan y no por eso les condeno a la hoguera del infierno. En mi época, estas cosas no ocurrían. Yo sólo digo que desde 1988 a 1993, el PNV fue leal al pacto que había suscrito: el Pacto de Ajuria Enea. Debo decir también que el partido menos leal de todos —por lo que yo he conocido— fue el Partido Popular, que, en un momento dado, fue el primer partido que cuestionó algunos de los contenidos del Pacto de Ajuria Enea. Por tanto, que no vengan a reescribir la historia, porque ésta es la verdad.

Yo he tratado de llevarme bien con todos los partidos políticos y, en general, creo que con todos he tenido unas relaciones cordiales; también con el PNV, porque, entre otras cosas, les conozco desde hace tiempo, de mucho tiempo antes de ser ministro, de antes de estar en Madrid, de cuando estaba viviendo en Portugalete; y he tenido con ellos unas relaciones cordiales, en la discrepancia, pero cordiales. Y como creo que la solución de esa tierra es hacer políticas no de confrontación, sino transversales, que no ahonden en la separación de dos comunidades o en dos planteamientos antagónicos; como creo que hay una oportunidad para que se consiga ese denominador común que nos permita vivir en paz y en libertad, me parece que hay que hacer ese esfuerzo.

Yo no tengo la menor duda de que el PNV defiende el final del terrorismo. Pero ocurre que nos encontramos ahora con otra nueva corriente: los que defendían, hace unos años, que Herri Batasuna no tenía nada que ver con ETA, hoy afirman que el PNV es el brazo armado de ETA. Eso es una indecencia intelectual contra la que es muy difícil luchar, porque la propaganda es terrible.

Yo abandoné el Ministerio dejando vivo el Pacto de Ajuria Enea.

LO DE ARGEL NOS SALIÓ BIEN

En la lucha antiterrorista hay épocas en las que se está bien, y en otras se está muy mal. En cuestión de información, sobre todo. El año 1988 fue muy mal año. No es igual contemplar la lucha antiterrorista cuando tienes a mano instrumentos para combatirla, que cuando no tienes apenas instrumentos. Y no puedes ir por las esquinas quejándote; siempre tienes que dar a entender que tienes mucha información.

Dadas las circunstancias, tomamos aquella decisión de negociar con ETA en Argel. Por muchas razones; pero, entre otras, hay una que a mí me parece permanente: creo que, en algún momento de este proceso —no estoy diciendo ninguna barbaridad, porque así se acabó con ETA político-militar—, sería deseable alcanzar una desaparición definitiva de lo que ellos llaman «lucha armada», del terrorismo. Ojalá eso fuera posible. Yo lo buscaría, pero no sólo yo… El señor Aznar es el único presidente del Gobierno al que le oído decir que ha dado autorización para que, en su nombre, se abra un diálogo con el «Movimiento Nacional de Liberación Vasco». Tiene tela marinera… Y allí fueron a hablar, a Suiza, que hasta llevaron a un obispo. No sé para qué, pero lo llevaron…

La reflexión sobre la conveniencia de abordar aquellas negociaciones de Argel la hicimos nosotros solos, no tuvo nada que ver ningún partido. Después, una vez madurada esa decisión, se consulta a los partidos firmantes del Pacto de Ajuria Enea sobre la posibilidad de llevar a cabo esas conversaciones. Y, entonces, encontré comprensión, no sólo en Xabier Arzalluz; también la encontré en CiU —por cierto, éste es un partido que siempre ha estado en la mejor disposición en todo lo relativo a la lucha antiterrorista y con el Ministerio del Interior—.

El caso es que, por la información que teníamos en ese momento, llegamos a la conclusión de que era posible iniciar esas conversaciones con ETA. En el pasado hubo otras épocas en las que no era posible, pero parecía que, en ese momento, del otro lado, del lado de ETA, había cierta disposición. En ese otro lado, en ETA, hablamos con Antxon, con Belén y con Makario[79]. (Los tres fueron extraditados y están ahora en España, cumpliendo condena). Los tres estaban en Argel, después de la muerte de Txomin, en 1987.

Yo fui dos veces a Argel, aunque no a hablar con ellos, porque yo no los conozco ni he estado nunca con ellos. Las dos veces que fui a Argel —que son las dos únicas ocasiones en las que ni María Santísima se ha enterado de adónde he ido— fue para hablar con el Gobierno argelino. Valoré la información que me dieron y el análisis que hicimos nosotros fue que la cosa no estaba madura. Y así se lo dijimos a los partidos. Es decir, cuando yo informo a los partidos, les digo que creo que no va a salir bien, porque creíamos —y teníamos razón— que el asunto no estaba lo suficientemente maduro como para que saliera bien. Pero teníamos un compromiso del Gobierno argelino: si no salía bien, iban a mandar a donde nosotros quisiéramos a los tres etarras; y nos íbamos a quitar de encima el referente que había sido Argel durante muchos años para los movimientos de liberación nacionales de muchos lugares del mundo; entre otros, para ETA.

Argel era un referente, porque allí se entrenaron los comandos terroristas hacía mucho tiempo, y, además, Argel era un país que había hecho su propia liberación nacional.

Ésa fue la operación. Y debo decir que salió como esperábamos, aunque no sin dificultades. La cosa no estaba madura para llegar a un acuerdo con ETA, como se demostró. Para seguir hablando, ponían la condición de que anunciáramos que eran conversaciones políticas. Y no lo aceptamos, porque no se podía. Los tiempos han cambiado… Pero habría dado igual si hubiéramos aceptado, probablemente, porque el tema no estaba maduro… Pero el objetivo de sacar de Argel a los cabecillas de ETA se cumplió plenamente: Antxon, Belén y Makario se fueron a Santo Domingo, donde nosotros dijimos.

Hay quien piensa que las negociaciones de Argel fueron un error. Lo dicen algunos que no tienen ni zorra idea de esto, pero creen que saben mucho. Sobre todo, analistas políticos… Pero no falto a la verdad si digo que el esquema de esas conversaciones, el guión que se pactó con los partidos políticos, fue exactamente lo que se hizo. No se movió ni una coma. Todos los partidos políticos recibieron información sobre cada viaje que se hizo a Argel; incluso el comunicado final se pactó. Se hizo todo en el marco del Pacto de Ajuria Enea.

Recuerdo que, antes de empezar, me reuní con los directores de los periódicos, para decirles lo que íbamos a hacer, lo que esperábamos de ellos… Incluso me adelanté y les dije lo que yo creía que iba a ocurrir. Y cuando les dije que probablemente ocurriría «esto», les rogué, por favor, que si no salía bien —que ojalá saliera—, cuando los de ETA fuesen deportados a otro lugar, que no pusieran encima de la mesa el gas o acuerdos económicos… Que no, que no había nada respecto a intereses económicos con Argel. El compromiso era con el Gobierno argelino, porque ellos creían que se podía avanzar. Y como yo tenía dudas de que eso fuera posible, los argelinos me habían dado garantías de que, si ellos estaban equivocados, se hacía lo que yo dijera. Y así fue, y así se hizo.

No costó poco trabajo que los enviaran a Santo Domingo. Tuvo que ir Rafael Vera a Argel, porque no encontrábamos al responsable que se había comprometido a hacer la deportación de los etarras. Yo tuve 48 horas mi dimisión encima de la mesa. Porque los argelinos no nos los mandaban donde nosotros decíamos que había que mandarlos… No encontrábamos al responsable que se había comprometido… Estaba en un balneario. Y si no los metían en un avión, si no los expulsaban de Argel, yo presentaba la dimisión, inmediatamente. Porque aquello no fue un diseño de Felipe, que era uno de los críticos, aunque lo autorizó… Hay que entender al presidente del Gobierno: cuando hacías un movimiento, él se ponía en lo peor. Y continuamente te estaba tocando los «cataplines» para que no te desviaras. Pero, desde luego, si Felipe no hubiera estado de acuerdo, no lo hubiéramos hecho. En definitiva, aquello no fue un fracaso. Ocurrió lo que era previsible. En el análisis del Ministerio del Interior, esas conversaciones no iban a tener éxito, y así se lo dijimos a los partidos políticos. Y, entonces, si creíamos que no iba a fructificar, ¿por qué lo hicimos? Porque teníamos el compromiso del Gobierno de Argel de que expulsarían de allí a los etarras. Y eso no era poco.

AZNAR PUDO PARAR EL PACTO DE LIZARRA

Respecto a la ruptura del Gobierno de coalición con el PNV, en Euskadi, yo tengo una mezcla de impresiones, de opiniones y de información. Yo creo que hubo un momento en el que el PNV, y su presidente al frente, llegaron a la conclusión de que la inmovilidad que se había producido en la superación de la lucha antiterrorista no conducía a nada bueno. Y tomaron la decisión de moverse en el mundo del nacionalismo radical, con mejor o peor acierto. Tengo información de que ese planteamiento de moverse en el mundo de los violentos, para ver si era posible acabar con la violencia, se le comunicó al presidente del Gobierno de la época: José María Aznar. Se lo dijo el presidente del PNV, Arzalluz, quien trató de averiguar si el Partido Popular estaba dispuesto a que realizaran juntos ese movimiento. Parece que el PP no quiso, y el PNV tomó la decisión de hacerlo en solitario, porque el PSOE no podía tomar parte en ninguna decisión de esa naturaleza si el partido del Gobierno, y el Gobierno en sí, no lo autorizaban. Y como no lo autorizó, el PSOE, leal al Gobierno, se quedó donde se tenía que quedar.

Aquel planteamiento desembocó en las conversaciones que dan origen al acuerdo de Lizarra. Conversaciones que —tengo la seguridad— el presidente del Gobierno conocía. Y, en mi opinión, si las conocía, las pudo parar, con los medios que hoy existen para filtrar reuniones reservadas y este tipo de cosas. En cualquier caso, si no lo sabía, no las frenó porque no lo sabía; si lo sabía y no frenó las conversaciones, fue su decisión. Y eso, a mi modo de ver, condujo a una equivocación. Yo creo que el PNV se equivocó en el Pacto de Lizarra: todo aquello produjo un agudizamiento de las diferencias políticas tremendo. Yo hubiera tratado de reconducir al PNV a las posiciones anteriores. Pero creo que ese intento no lo ha hecho nadie con seriedad: se pretendió hacer un plebiscito, adelantando las elecciones al Parlamento Vasco, y enfrentando al bloque constitucionalista contra el nacionalista. Y ocurrió lo que ocurrió —que es lo que ocurrirá siempre, si nos ponemos en manos de estos estrategas de cuarta que parece que están diseñando el devenir de la política en el País Vasco—: que el PNV ganó con diferencia.

No hay peor cosa que un converso, porque le pueden más otras cosas que la objetividad. Y como aquí hay mucho converso, la cosa no puede ir bien.

Durante mi mandato dediqué especial cuidado y atención al mantenimiento de los criterios y el espíritu del Pacto de Ajuria Enea, al que dediqué muchas energías.

Recuerdo un atentado que se produjo en San Sebastián, donde fueron asesinados dos funcionarios de la Policía. Entonces expresé mi esperanza de que algún día, a los que apoyaban y justificaban el terrorismo, se les correría a gorrazos por las calles de los pueblos de Euskadi. Y me pusieron a parir intelectuales y pseudointelectuales, diciendo que era un bruto y preguntándose cómo podía decir aquellas cosas. Hoy, esos mismos, gritan como energúmenos e insultan descaradamente a sus contrincantes políticos. Y a ésos les ponen la Laureada de San Fernando. ¡Pero así es la vida!

El camino del insulto, de abrir diferencias, de hurgar en las diferencias para hacer una sima de separación entre aquellos que están contra el terrorismo, me parece un profundo error. Hay gente, incluso de mi Partido, que ahora pone en cuestión aquella política de acuerdos que permitió a los socialistas gobernar con el PNV. Pero tal vez resulte que eso lo dicen precisamente quienes estuvieron en aquel Gobierno de coalición con el PNV, lo cual ya es demasiado para el cuerpo… Yo creo que esa política no fue un error. Ojalá fuera posible reproducir ese estado de cosas, porque eso querría decir que no estaríamos en la actual situación de ruptura política, o de ruptura de los elementos básicos de unidad que había entonces.

Cuando algunos dicen que en el tema del terrorismo jamás hemos estado peor que ahora, cometen una falta a la verdad histórica que me produce irritación. Es decir, no puedo compartir el autoritarismo de estas personas que tenían razón cuando defendían que HB era una cosa distinta a ETA y, ahora, que dicen todo lo contrario, también la tienen. Son unos autoritarios. A éstos les das un poco de poder y se hacen unos dictadores de primera; y, además, nunca piden disculpas. Dicen: «Hay mucha gente que hoy se tiene que ir de Euskadi». Y es verdad que hay mucha gente que se siente amenazada, y que ha tenido que abandonar su tierra. Eso no es nuevo: ocurrió a finales de los setenta. Mucho más que ahora. Pero, entonces, había peores condiciones, más atentados, ETA estaba más fuerte, tenía mayores apoyos en la sociedad vasca, muchos más que ahora. Por tanto, quien dice que ahora estamos peor, miente como un bellaco.

¿Qué es lo que está mal, fundamentalmente peor? La política está peor. Porque hoy suceden cosas que no sucedían entonces, justamente cuando había un Gobierno de coalición. Por tanto, la situación política era mejor entonces. Y ahora se pretende arreglar esto enfrentando… Ésta no es la forma de arreglar los problemas.

Me cuesta mucho trabajo aceptar sin levantar la voz que me dé lecciones de algo, o me llame «tibio», quien, de repente, ha descubierto que ETA mata, quien hace un par de años ha empezado a ir a los funerales, una persona a quien yo jamás vi en las decenas y decenas de funerales de víctimas de ETA a los que acudí: ese filósofo amante de los caballos Fernando Savater. Yo estoy encantado de que esté ahora en este bando. Aunque debo decir que está en nuestro bando ahora, pero que antes no estaba. En conclusión: que no acepto que Mikel Azurmendi me dé a mí lecciones de nada.

AZNAR CONVIRTIÓ ETA EN EL MNLV

Cuando en España se habla de que hay temas que, por responsabilidad, no se deben utilizar para conseguir votos, al señor Aznar habría que decirle que, en la historia reciente de la España democrática, si ha habido alguien que ha utilizado el terrorismo para conseguir votos, ha sido él. A costa de cualquier cosa, incluso a costa de romper el consenso o de crear las condiciones para romperlo. Pero, lo que hace la vida… La vida hace que un buen día vea al presidente del Gobierno en televisión, diciendo que autoriza, en su nombre, a que se tengan conversaciones con el «Movimiento Nacional de Liberación Vasco». Aznar transformó la banda terrorista ETA en el MNLV; y no ocurrió nada.

A mí no me asombra nada de lo que haga Aznar, porque creo que lo conozco muy bien. Todavía recuerdo la primera vez que vino a verme, siendo yo ministro del Interior. Vino para decirme que, a partir de ese momento, nada estaba ajeno a la crítica política. Yo le dije: «Como hasta ahora. Hasta ahora, exceptuando la lucha antiterrorista, porque tenemos el Pacto de Ajuria Enea, por el cual las diferencias las discutimos en privado, en todo lo demás, la crítica política se hace todos los días». Y me contestó: «No. No me ha entendido usted: cuando digo que nada habrá ajeno a la crítica política, digo nada». Lo dijo con mucho énfasis, como un hombre sin complejos. Y efectivamente, cumplió su promesa, porque a partir de entonces el Partido Popular utilizó el terrorismo como arma electoral.

Por cierto, recuerdo que, cuando se dieron por finalizadas las conversaciones de Argel, Aznar, recién llegado a la dirección máxima del PP, se permitió hacer una crítica, en un acto público, sobre algunos extremos del comunicado final. Y yo le dije: «Sé lo que es el debate político. Sé que hay ocasiones en que se cometen excesos». Pero es que ese exceso de su parte me había molestado especialmente, porque el párrafo al que se refería su crítica no era mío: lo había propuesto Fraga. Y le dije que, si quería, como tenía el texto de su puño y letra —de Fraga—, podía hacerlo público. Naturalmente, no lo hice, porque soy un poco más responsable que él o, por lo menos, en aquel momento lo fui. Pero podría haberlo hecho.

En aquellos años, los partidos del Pacto de Ajuria Enea nos reuníamos y discutíamos, y lo hacíamos de verdad: llegamos incluso a discutir textos que, en pura teoría, le correspondía redactar al Gobierno. Pero los discutíamos con los partidos de la oposición, porque estábamos en un pacto. Nosotros hacíamos un borrador, llamábamos a los partidos, discutíamos el borrador y se hacían las modificaciones que juzgaban convenientes.

EL PRIMER DESACUERDO

En 1988 creo que se había producido ya una pérdida de confianza mutua entre Felipe y Alfonso. Y pienso que esa desconfianza comenzó en el año 85. Las dificultades —si se pueden llamar así— empezaron con la salida del Gobierno de Miguel Boyer. Creo que, en ese momento, hubo una diferencia de opiniones entre los dos que dejó un poco tocada esa relación.

Es la época en que Felipe intenta hacer varias Vicepresidencias y Alfonso no acepta esa variante. Creo que Felipe González quería hacer una cosa que, a mí, después de estar en el Gobierno, me parece bastante lógica: dejar de ser el paraguas donde se cobijen todos los ministros cuando tienen una dificultad.

En ese momento, como digo, tiende a hacer algo bastante lógico: nombrar dos vicepresidentes. Uno se haría cargo de los temas más políticos, y otro, de los temas económicos. Así, el presidente despacha con los dos vicepresidentes y se queda para él con un par de ministerios o tres: los de Defensa, Exteriores e Interior. Eso es lo que yo creo que quería hacer Felipe en el año 1985. Creo que le trasladó ese planteamiento a Boyer, o Boyer a él, pero creo que eso estaba bastante hecho.

Mi impresión es que, cuando habla con Alfonso y le dice cómo cree él que va a remodelar ese Gobierno, Alfonso le muestra su desacuerdo. No le dice que no lo haga, le dice que no está de acuerdo, y que si lo hace, él deja el Gobierno y se dedicaría sólo al Partido. Felipe entendió que esa actitud era una desautorización a su legítimo derecho para decidir cómo cree que tiene que hacerse el Gobierno. Naturalmente, si hubieran sido amigos de toda la vida, lo más probable es que estas cosas se hubieran hablado; pero como yo creo que no lo han sido, cada uno se queda con la amargura de sentir que uno no le trata bien y que el otro no le deja hacer lo que tiene que hacer.

Fue entonces cuando comenzó a deteriorarse la confianza que tenían y el entendimiento sin necesidad de hablarse. Eso es lo que creo que ocurrió en 1985. Lo viví muy de cerca, estaba al corriente de lo que había ocurrido, porque solía ir a menudo a ver al presidente. Además, yo estaba en la Comisión Ejecutiva del Partido y, por tanto, cuando se reunía la Ejecutiva, también estaba allí el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, que era el vicesecretario general del organismo del Partido.

En fin, yo tenía conocimiento, más o menos, de cómo estaba ese asunto y, en 1988, no me llevé ninguna sorpresa en relación con lo que ocurría. Alfonso me decía en alguna ocasión: «Haces esfuerzos por arreglar estas cosas, pero tu problema es que, al final, cuando llegues al precipicio, tú siempre estarás con Felipe». Y siempre le decía que tenía razón, que igual que él. Hasta anteayer…

LOS PROBLEMAS DE UN GUERRISTA-FELIPISTA

Hay quienes siempre me han etiquetado como «guerrista», a pesar de que era conocida mi admiración por Felipe. En cambio, los «guerristas» siempre me han etiquetado de «felipista», incluso cuando intenté arreglar lo que, probablemente, no tenía arreglo.

La verdad es que yo estaba en una tierra de nadie, y ése es el peor sitio en el que uno puede estar, porque eres sospechoso para los unos y para los otros. Pero a mí eso siempre me ha dado igual. Yo creo que todas estas cosas tienen mucho que ver con la ficción. Por ejemplo, los «renovadores». Pero, vamos a ver: «Si yo te conozco mandando en el Partido hace veinte años… ¿Qué pasa? ¿De qué eres renovador? El primero que te tienes que renovar eres tú». Todo esto de que hay que dejar paso a… Pero, ¿quién lo dice? ¿Por qué el Partido va a tener que tirar por la borda la experiencia de personas que han demostrado con hechos, primero, que son socialistas, y, segundo, que son responsables, que tienen conocimientos y capacidad? A mí me parecería una barbaridad que mi Partido prescindiera de Alfonso Guerra y de Felipe González. Lo que ocurre es que la discrepancia la llevamos a un nivel de dramatismo… El problema surge cuando los discrepantes empiezan a querer tener ejército, porque, entonces, se busca el aval para tenerlo.

Aquello de los «renovadores», que empezó a trastocar los fundamentos del Partido, no era nada que no fuera la impresión de que detrás pudiera estar Felipe González. Porque si Felipe no hubiera avalado aquello, aquello no habría sido nada. O sea, nada con agua, resultado: nada. Lo que entonces se llamaba «guerrismo», en las bases del Partido, era doscientas mil veces más fuerte.

Nos metimos en un fregado de «renovadores». Pero hay que ver ahora dónde están los «renovadores». Y se sigue renovando… pero yo los conozco a todos desde hace veinte, veinticinco o treinta años.

También decían que el «guerrismo» copaba la Ejecutiva del Partido. Pero resulta que las Ejecutivas las hacía Felipe González. Por supuesto que en los congresos ganaba eso que se llamaba «guerrismo»; porque era gente que tenía más respeto a los elementos históricos e identificativos del Partido.

Los «renovadores» decían que había que hacer un Partido más abierto a la sociedad. Había alguno que decía: «Hay que acabar con las Casas del Pueblo, porque el Partido tiene que estar en la sociedad». ¿Cuántos años han pasado? Muchos… ¿Y dónde está el Partido ahora? Por cierto, los que preconizaban aquello, ¿cuándo demonios han estado en la sociedad? ¿En qué pueblo de Euskadi tomaban potes con la gente? ¿Dónde se relacionaban con la sociedad? Resulta que hoy se dice lo mismo; hoy se dice que el Partido está «abierto a la sociedad».

A Alfonso se le atribuyen cosas con las que tuvo poco que ver y otras, con las que tuvo que ver, no se las atribuyen. ¡A ver si ahora también Pepote Rodríguez de la Borbolla va a ser una víctima de Alfonso Guerra! Hay un montón de gente que ha hablado en nombre de Alfonso y otro montón de gente que ha hablado en nombre de Felipe. Yo siempre he estado al lado del presidente del Gobierno, aunque en algunos temas he estado al lado de los «guerristas»; pero he tenido siempre la capacidad de discernir entre aquellas cosas que me gustaban más y las que menos, de uno y otro lado.

Felipe González me encargó la organización del Congreso de 1993, cuando los «renovadores» estaban en auge. Aquel congreso, que, teóricamente, ganaron los «renovadores», fue el más preparado que he vivido en mi Partido. Allí decidimos, incluso, los presidentes de las ponencias; estuvimos preparando, en reuniones previas al congreso, todos los desajustes que se podían producir, quiénes entre los «renovadores» que habían ido más lejos podían decir en la apertura del congreso algún inconveniente, y quién iba a contestar a los «renovadores». El secretario general del Partido me entregó una lista de nombres con los que componer la Comisión Ejecutiva. Debo decir que, excepto dos nombres, todos los que fueron elegidos estaban en la lista. Aquella lista la negociamos Juan Carlos Rodríguez Ibarra y yo, y aquel congreso sirvió para conocer a la gente. Ni Juan Carlos ni yo íbamos a entrar en la Ejecutiva, porque ni podíamos ni queríamos.

EL VALOR DE LA DISCREPANCIA

En 1988, cuando yo entré en el Gobierno, las relaciones entre éste y el Partido eran muy buenas. Incluso cuando había discrepancias, ya fueran personales —las menos—, ya fueran por contenidos políticos distintos, yo creo que el PSOE, en esa época, era un ejemplo en Europa.

Yo miraba alrededor y veía las dificultades que existían en el funcionamiento de un Partido. Las dificultades se derivaban del hecho de que ese Partido hubiera obtenido la mayoría absoluta en tres ocasiones sucesivas. En el Partido se generaban dificultades para estar en la sociedad, porque casi todo el espacio lo ocupaba el Gobierno… En esas circunstancias, a mí me parece que el comportamiento del PSOE, la forma en que apoyó al Gobierno, no tiene parangón en la izquierda europea. Claro que hubo diferencias, que algunas veces incluso se oían fuera del Partido. Eso es normal. El Partido Socialista no debe ser un partido en el que no se produzcan debates, discrepancias, en el que haya unanimidad al cien por cien. No somos clones. Por tanto, incluso con diferencias internas, éste es un partido que ha tenido a gala cerrar filas en los momentos en los que ha tenido que cerrarlas, discrepar cuando ha tenido que discrepar, pero, en lo sustancial, respaldar al Gobierno. Eso es una evidencia. Y Alfonso Guerra no sólo se ha distinguido en ese apoyo; yo creo que, incluso en estos momentos, con el cambio de liderazgo en el Partido, a mí me parece que el Partido ha mantenido un comportamiento bastante honorable en su conjunto.

Seguramente ningún «guerrista» habrá discutido con Felipe más que yo. He discrepado mano a mano con Felipe muchas veces, pero desde la creencia de que era mi obligación. Cuando uno respeta a alguien, como yo respetaba al presidente, lo más coherente es darle tu opinión, aunque sólo sea para que disponga de cuatro opiniones distintas y pueda decidirse por una. Hubo mucha menos lealtad de algunos «renovadores» hacia Alfonso Guerra, que de Alfonso Guerra respecto de algunos «renovadores». Entre otras cosas, porque la campaña que organizó «la renovación» contra él —con lo de su hermano, por ejemplo— fue muy fuerte. Aquella campaña tuvo tela marinera… Yo creo que, en ese momento, se planteó un debate en el seno del Partido, pero se utilizaron procedimientos que no se tenían que haber utilizado. Empezamos a debatir en los medios de comunicación… Siempre se ha discutido en el interior del Partido y, naturalmente, algunas de estas discusiones se han trasladado a la opinión pública, como no puede ser de otra forma. Pero en aquella ocasión se debatía fuera y las consecuencias llegaban al interior del Partido. Aquello no me gustó, en absoluto.

LA RENOVACIÓN NO ERA ALTERNATIVA

A raíz de lo de su hermano, y luego, cuando saltó lo de Filesa, algunos apuntaban a Alfonso como el culpable de todo. Eso de Filesa es otra de las cosas… Yo antes hablaba de impostura. La impostura tiene que ver con la actitud de partidos que utilizaron temas como el de la financiación para atacar al PSOE. Como si los demás partidos fueran vírgenes. El PP era virgen, no recurrió nunca a financiación irregular; ni CiU… ¡No es verdad! En este país ha habido problemas de financiación de los partidos políticos en la transición democrática, y los partidos no siempre se han financiado de forma ortodoxa. Pero el pagano electoral, el que ha recibido electoralmente las mayores críticas y la mayor erosión, ha sido el PSOE. Y aquí, también, al margen de la erosión lógica, cuando ocurren cosas así, se produce una erosión política. Pero el bombardeo mediático al que sometieron al PSOE causó un daño probablemente irreparable, y hubo miembros del PSOE que se hicieron los longuis, como se dice. Se conoce que los mítines que hacían en sus circunscripciones se pagaban con las cuotas de los militantes… Es una gran impostura. Y hacer responsable de eso a Alfonso Guerra, es otra gran impostura. Al final, lo que ocurrió fue que los «renovadores» desencadenaron una ofensiva contra el «guerrismo» para, luego, no ser capaces de ser alternativa. Aquello, «la renovación» no cuajó en nada. En mi opinión, porque no había nada que defender. Lo que ellos decían, lo decíamos todos, los «guerristas» y todos. La pregunta es: ¿qué han hecho? Allí donde mandan los prebostes de esa «renovación» no ha cambiado en nada el funcionamiento del Partido.

LA LEY DE «LA PATADA EN LA PUERTA»

Un momento decisivo de mi etapa en el Ministerio tuvo lugar cuando hicimos la Ley de Seguridad Ciudadana, que se conoció como «ley de la patada en la puerta». Pero formulamos aquella ley porque había multitud de autos de algunos jueces que se expresaban del siguiente tenor: «La policía sospecha de unos individuos. Se cree que se dedican al tráfico de droga. Un buen día, dichos individuos cogen el coche y se van. La policía va detrás. Piensan que los van a perder y que se van a escapar; les paran, registran el coche, y encuentran droga, y les ponen a disposición del juez». Y el juez se despacha con un auto que dice que los pone en libertad porque se les ha negado «un derecho fundamental: el derecho a la libre deambulación». Soy casi textual.

En otra ocasión, había un individuo en búsqueda y captura. Los funcionarios de policía, en previsión de que pudiera visitar cierta casa —que pudiera ser de su propiedad—, se apostaron en las proximidades. Efectivamente, el individuo apareció, y cuando fue a entrar en su casa, le detuvieron. El individuo en cuestión, que ya tenía una cierta práctica legal —porque lo habían detenido varias veces—, sabía que en el calabozo podría hacer frío y, como no llevaba ropa de abrigo, les dijo a los funcionarios que le dejaran coger un jersey… en su casa. Los funcionarios accedieron: entraron en su casa, lo acompañaron para que no se fugara, cogió la ropa de abrigo y lo llevaron ante el juez. Y cuando le contaron lo que había ocurrido, el juez les dijo: «¿Cómo? ¿Han entrado ustedes en su casa sin mandamiento judicial?». Puso en libertad a aquel sujeto y no «empapeló» a los policías de pura casualidad.

Aquella ley fue un intento de adecuar algunos instrumentos legales para ofrecer un mejor servicio a los ciudadanos y para luchar con mayor eficacia contra la inseguridad ciudadana. Se discutió ampliamente con el Defensor del Pueblo. Hubo un debate durante meses en el seno de la sociedad —que era, por otra parte, lo que yo creo que había que hacer—.

Para apreciar a qué límites llegaba la incomprensión de la época, recordaré aquella cuestión del carné de identidad. Decían los medios de comunicación: «Vamos a tener que ir con el carné en la boca. Y si estás en la playa, tienes que llevar al carné en el traje de baño…». Se decían estas tonterías para desacreditar una norma. Porque lo que dice la ley es que, cuando un ciudadano sea requerido, se tendrá que identificar. Y añade: «Por cualquier procedimiento». El recibo de la luz, el carné de identidad, el de conducir… Habrá que identificarle, se tendrá que identificar si ha cometido una falta.

Un individuo de… de la izquierda abertzale se identificó con aquel carné llamado de «identidad euskaldun» —una documentación que inventaron en Herri Batasuna—. Por supuesto, como su identificación se correspondía con la del titular, la juez lo puso en libertad. Los periódicos de Madrid pusieron el grito en el cielo: «Pero ¿cómo es posible? ¿Con el carné de identidad vasco?». ¿Pero no decían que eso era llevar en la boca el carné de identidad?

Lo cierto es que hubo un debate general en los medios de comunicación. Los jueces también opinaban. Se celebró un debate en el Parlamento y se aprobó con bastantes apoyos: CiU apoyó la ley; creo que el PP e IU se quedaron fuera. Había un artículo que decía que la policía, cuando tenga constancia de que en un domicilio se está vendiendo droga, podrá intervenir. ¡Eso fue terrible! ¡Eso era un atentado contra todos los derechos! Un escándalo: ¡la policía podía entrar en cualquier casa…! Tuve que soportar críticas desmesuradas. Y probablemente es la ley más constitucional de las que han llegado al Tribunal Constitucional, porque modificaron sólo una palabra: «constancia» por «evidencia».

Sucede que yo he defendido, durante toda mi vida, ideas distintas a las que me atribuyen. En un debate parlamentario, fue tal la tensión que allí se creó, que dije: «Es tal mi convencimiento de que yo tengo razón y usted no, de que la ley no responde a una política de cercenamiento de las libertades, que si el Tribunal Constitucional declara inconstitucional un solo artículo, yo dimito: me voy. Porque yo estoy defendiendo algo que creo que es constitucional; de lo contrario, no lo defendería».

Se hizo tanta demagogia… Y como me comprometí, hice lo que tenía que hacer. Si no lo llego a hacer… Hubo gente que me dijo: «Ésa no puede ser la razón». Doy mi palabra de honor que no hubo otra razón que no fuera ésa. Si me llego a quedar, los Pradera[80] y compañía me hubieran seguido matando, sin ninguna duda. Si me voy, soy un blandengue, un irresponsable, por cumplir mi palabra; y si no la cumplo, me hubieran seguido matando. Y me dije: «Bueno, ya llevo muchos años de ministro, y no hay nadie imprescindible». Y tomé la decisión de irme.

A Felipe no le sentó muy bien mi dimisión. Estuvimos hablando. Le dije que me iba a ir… Creo que él me conoce muy bien…, y supo que me iba a ir. Porque no le dije: «Presento la dimisión para que tú me digas…». Le presenté la dimisión y estaba presentada. Me dijo que me lo pensara 24 horas, pero creo que fue más bien para que le diera mi opinión sobre quién podría ser el sustituto. Porque él sabía que mi dimisión iba en serio y que me la tenía que aceptar. Comentamos muchas cosas, porque en nuestras conversaciones solemos hablar de distintos temas.

En realidad, ya quise dejar el Ministerio anteriormente, después de las elecciones de 1993. Cuando Felipe González se disponía a formar Gobierno, le dije que pensara en sustituirme y le recordé que yo ya llevaba mucho tiempo. Me pidió que continuara y continué.

Lo que yo no podía imaginar era que, a partir de mi dimisión, se iba a producir la situación que se produjo en el Ministerio del Interior. Porque, cuando yo llegué al Gobierno, llegué a un Gobierno que llevaba en el poder desde 1982 y, por tanto, llegué para continuar con una política: la del Gobierno de mi Partido. Así entiendo yo la política. Pero hay otras personas que la entienden de otra forma, cuidan más su imagen, su presencia pública, filtran más, comen más con periodistas, desayunan, meriendan, cenan, les cuentan los intríngulis de aquello que les perturba y, al final, en mi opinión, terminan en manos, a veces, de desaprensivos.

ASUNCIÓN HIZO LO QUE YO NO HUBIERA HECHO

El día que se analice la gestión de Margarita Robles como secretaria de Estado de Interior, será una cosa tremenda. En mi opinión, ha sido una gestión nefasta, porque lo ha hecho mal. Simplemente, fatal. Yo creo que es una cuestión de actitud. La actitud de un responsable político produce efectos buenos, malos o perniciosos. En cualquier caso, esto es opinable, y yo opino que no hemos tenido un secretario de Estado menos efectivo y responsable que Margarita Robles. Ella y Belloch decían que Barrionuevo y yo les pusimos muchos obstáculos en sus planes para sanear el Ministerio del Interior. Pero cuando un responsable abandona el Ministerio, pinta menos que cualquier cosa… ¿Qué obstáculos? O sea, la incompetencia se justifica diciendo que hay obstáculos. ¿Qué pasa? ¿Que los demás no los teníamos? ¿Pero de qué tenía que purificar el Ministerio? Sí. Llegaron dos jueces: a decir que el Ministerio era la cueva de Alí Babá… Pues, nada: cuando quieran comparamos el patrimonio de los dos, de Margarita y Belloch, con el mío. No tengo ningún problema.

Antes de que aparecieran Belloch y Margarita, estuvo en el Ministerio Toni Asunción. Cuando Felipe insinuó que podría nombrarlo ministro, yo no puse objeciones. Toni Asunción había sido secretario de Estado de Prisiones y mantenía unas relaciones espléndidas con el Ministerio y con el secretario de Estado, Rafael Vera. Los contactos, lógicamente, eran continuos y Asunción ya conocía a muchos funcionarios, y conocía algunos de los problemas que tenía el Ministerio del Interior. De modo que yo creía que podía ser un buen candidato.

Analizar la gestión de Asunción es difícil, porque estuvo muy poco tiempo. Pero él tomó una decisión que yo nunca hubiera tomado. Cuando Garzón se metió en política, yo dije que Garzón no estaría en el Ministerio del Interior mientras yo estuviera; de ahí que se le adscribiera a Asuntos Sociales, me parece recordar. Pero cuando yo dejé el cargo, una de las primeras decisiones que tomó Asunción —él o el Consejo de Ministros; en cualquier caso, sería con su beneplácito— fue llevar a Baltasar Garzón al Ministerio del Interior. Yo me opuse siempre porque conozco muy bien a Garzón, conozco cómo instruye los sumarios, su actuación en la Audiencia Nacional mientras fui titular de Interior; conozco su forma de ser, y, con ese perfil, desde luego, no iba a estar en el Ministerio del Interior siendo yo ministro… ¡Bajo ningún concepto! A mí Garzón siempre me ha merecido un juicio muy negativo porque, en mi opinión, es un protagonista de primera división, o lo era. Ha filtrado lo que no tenía que filtrar, o ha permitido que se filtre. En la «operación Nécora» —entonces era yo ministro del Interior—, hizo cosas incomprensibles. Y por tanto, yo tenía —y tengo— un criterio negativo de Baltasar Garzón. Había discrepado conmigo públicamente, por ejemplo, respecto a Ley de Seguridad Ciudadana. Incluso llegó a redactar artículos. Por eso, yo jamás le hubiese llevado al Ministerio del Interior. Es más, jamás lo hubiera llevado a la política. Pero tiene derecho de pernada social. Un juez puede pasar a la política, y de la política a la judicatura, y actuar incluso contra quienes han sido sus superiores jerárquicos. ¡Y no pasa nada!

Desde luego: fue Felipe González quien llevó a Baltasar Garzón a la política… Yo le dije que era un error. Se lo dije de la forma más vehemente posible. Cuando quisieron que fuera a Interior, me negué a aceptarlo. Y si hubiera recalado en Interior, yo me hubiera marchado. Cuando Felipe me decía, o daba a entender, que Garzón había llevado muchos votos al PSOE, yo le recordaba que habíamos conseguido perder en muchos lugares en los que no habíamos perdido nunca, por ejemplo, en Valdemorillo o en Valdemoro. Porque este juez es un hombre muy «ilustrado», pagado de sí mismo… Yo no lo hubiera hecho. Punto.

Yo recuerdo que, en cierta ocasión, aceptaron la recusación de Javier Gómez de Liaño porque el padre de uno de los que quería imputar había tenido un problema con el juez, o algo semejante. A mí, Gómez de Liaño no me aceptó la recusación que hice de Baltasar Garzón —cuando todo el mundo en España conoce las discrepancias de José Luis Corcuera con Baltasar Garzón— porque era amigo suyo… Por aquel entonces, Gómez de Liaño era amigo de Garzón, y los dos jueces actuaban en comandita. A mí nadie me tiene que decir quién es Baltasar Garzón. Cuando Felipe me dijo que habían hecho ese fichaje, no me lo creía. Creo recordar que le dije a Felipe: «Será un golpetazo». Pero claro, como Garzón era un «intocable»…

Volviendo a la gestión de Asunción: yo creo que no le dio tiempo a hacer casi nada. Quiero pensar que, como él ha dicho, Roldán le engañó. Pero Roldán le engañó en varios asuntos, no sólo cuando se fugó. Cuando yo dejé el Ministerio, se empezó a descubrir el patrimonio de Roldán y las explicaciones de ese patrimonio que los periodistas sacaban a la luz. Luis Roldán —creo— trató de justificarlo con su ministro, diciendo que el dinero se lo habían dado… O sea, que se lo había dado yo. Y Asunción se lo creyó. Pero yo hablaba a menudo con Asunción: él ha estado comiendo en mi casa dos veces, siendo ministro. Y en los meses que Asunción estuvo en el Ministerio no cambió nada allí, absolutamente nada. Durante el período de tiempo en el que estuvo Asunción en el Ministerio, las cosas se seguían haciendo exactamente igual que cuando estaba yo. Por tanto, no debió de descubrir cosas extrañas… Dicen que él intentó cambiar a Rafael Vera y que se quejaba de que Barrionuevo y yo le pusimos dificultades. Pero lo cierto es que Toni Asunción llega al Ministerio en octubre y Rafael Vera se va en enero. O sea, que lo despidió. Si lo hubiera querido cambiar antes, lo habría cambiado: un ministro del Interior se va al Consejo de Ministros, propone un cambio, y si lo propone y lo defiende, no hay la menor duda de que lo consigue. Yo no hice nada para que no quitara a Vera, no hablé con nadie. Pero tengo mi opinión: yo no lo hubiera despedido.

BELLOCH Y MARGARITA: UNA LABOR NEFASTA

Juan Alberto Belloch, aunque lo pareciera, no tenía nada de todopoderoso. Nada, en mi opinión. Belloch no ha tenido más poder que yo, ni cuando tenía dos carteras. Porque eso no depende de cuántas carteras tienes, sino de cuánto mandas, y ambas cuestiones no van siempre al mismo ritmo.

Yo estuve con Belloch muchas veces, me llamó en muchas ocasiones, y siempre le di mi punto de vista. Si él y Margarita Robles han dicho que sanearon la corrupción que había en el Ministerio, si es cierto que dicen eso, deben pensarlo bien… Porque cuando ellos llegaron al Ministerio, el ministro sustituido no era yo, era otro. Si es verdad que dicen eso, que Margarita Robles y Belloch entran en el Ministerio y se encuentran con una situación no justificable, se la encuentran de un ministro que no soy yo, ni Pepe Barrionuevo. Por tanto, quien tendría que contestar es el ministro a quien sustituyen, no yo. Además, si es cierto que afirman tales cosas, Margarita Robles ha tenido muchísimas oportunidades para haberse ido a un juzgado de guardia. Pero Margarita Robles ha declarado en juicios, y no la he oído decir esas cosas que dicen que dice; por tanto, si no lo he oído en lugares en los que hay que decir la verdad, una de dos: o no las dice, o ha faltado a la verdad donde no se puede faltar a la verdad. Por tanto, si hago caso de lo que dicen que dice, mi juicio también es muy negativo; pero si hago caso a sus testimonios en autos judiciales, ese juicio varía…

Mi opinión sobre lo que hicieron Belloch y Margarita Robles guarda relación con el tiempo en el que estuvieron en el Ministerio: que llegó un momento en que se creó en el país un foco de atención sobre el Ministerio del Interior, y sobre las corruptelas, verdaderas o falsas, que decían que había en su seno. Existía una especie de reclamación general para «limpiar» el Ministerio. Entonces, se empieza a actuar en el Ministerio de una forma que nunca me ha gustado: fomentando el chismorreo, el chivateo, trasladando medias verdades o mentiras a los medios de comunicación. Eso a mí me parece una labor nefasta, y quien haga ese tipo de cosas es un irresponsable absoluto.

¡Belloch no lava mejor que yo! En cuanto a la corrupción en el Ministerio, niego la mayor. Y si nos remitimos a los acontecimientos, desde luego, queda claro, en mi opinión, que Belloch no lava mejor que yo. No tengo ningún problema en comparar períodos de gestión. Si se refiere a fondos reservados, debo decir que el Ministerio del Interior tenía fondos reservados y el Ministerio de Justicia, también. Yo sé qué son fondos reservados y no puedo exigirle que explique cómo los empleó; si él tiene ganas, que lo cuente. Me refiero a los fondos reservados del Ministerio de Justicia.

Cuando Belloch y los suyos llegaron a Interior, no sé qué se encontraron. Yo sé lo que dejé, y creo que se encontraron lo mismo que yo dejé. Asunción hizo más o menos las mismas cosas que yo hacía. No he oído a nadie hablar mal de Asunción, así que no encuentro razón por la que tiene que hablar mal de mí y de Barrionuevo. No lo entiendo.

Yo he sido Ministro del Interior en un Gobierno de Felipe González y mí no me ha cesado Felipe González. Yo pedí el cese. Y creo, sinceramente, que, en la consideración de Felipe González, tengo yo bastantes más puntos que Belloch.

Felipe González nombró ministro de Justicia a Belloch; y un bien día se encontró con la dimisión de Antonio Asunción. Creo que optó entonces por el camino más sencillo: unificar Interior y Justicia. Siendo Belloch ministro de Justicia, yo fui quien convenció a Asunción para que fuera nuevamente responsable de Instituciones Penitenciarias, porque Belloch me pidió que lo convenciera. Ya he dicho que existía una magnífica relación entre Justicia e Interior, y más concretamente, con la Dirección de Instituciones Penitenciarias, por razones obvias. Porque, entre otras cosas, el frente de los presos de ETA es algo que Interior tiene que tener siempre en cuenta. Había unas relaciones espléndidas entre Asunción, en Instituciones Penitenciarias, y Rafael Vera en la Secretaría de Estado. Y conmigo también.

Ahora bien, si lo que ha dicho Margarita Robles es que el Ministerio del Interior pagaba con fondos reservados la Comisión Nacional de Policía Judicial, yo tengo que decir que es verdad. Se lo he dicho yo, claro que sí. Entre otras cosas, porque no había dotación presupuestaria para eso. Pero ocurre que en esa comisión estaban el presidente del Tribunal Supremo, el ministro de Justicia, jueces, fiscales y el Ministerio del Interior. Y la sede había que pagarla; y los cursos de policía judicial había que pagarlos. Pero si ella se refería a pagos no justificados, a maletas llenas de dinero que iban y venían, supongo que eso es lo que hacía ella, ¿no? Los fondos reservados cuando los utilizaba Margarita Robles, ¿qué eran?, ¿incoloros? ¿No había sobres para meterlos y dárselos a quien correspondiera? Supongo que, en alguna ocasión, dependiendo de la cantidad, se utilizaría una maleta… Digo yo.

«LE DIJE A MARGARITA QUE SI FUERA UN TÍO LE DABA DOS HOSTIAS»

Yo no sé con qué frecuencia se veían Belloch y Felipe. Supongo que se reunían habitualmente. Pero tengo la impresión de que la señora que dirigía la Secretaría de Estado vería pocas veces a Felipe. Dudo que haya despachado alguna vez con él… Ha habido tanta gente que ha invocado el nombre de Felipe González o de Alfonso Guerra para dar a entender que contaban con el beneplácito del jefe, que pongo en cuestión todas esas habladurías. Si a mí alguien me ha hecho daño desde el Ministerio del Interior —y vive Dios que alguno me lo ha hecho—, estoy seguro que no ha sido con el beneplácito de Felipe González. Estoy seguro. Invoque lo que invoque. Yo no quiero dar mi impresión subjetiva sobre las personas. Pero de los resultados políticos de una gestión sí puedo dar mi opinión, y diré que no he conocido Secretaría de Estado con peores resultados que la que ocupó Margarita Robles. Ésa es mi opinión, fundada en datos, en impresiones, y en el conocimiento del ánimo que existía en las Fuerzas de Seguridad, cuando esta persona las dirigía. Eso no es una opinión sobre su persona, que también la tengo… Mi impresión es que esta mujer, de no haber sido por la cuota, no podría haber llegado jamás a ese puesto. Belloch siempre decía que era una persona de su máxima confianza… Pero, ¿por qué la conocía? ¿Por sus autos? Dicen que tuvo una gestión importante en los juicios rápidos, cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona, y esas cosas. Pero ser bueno en su profesión es una cosa, y otra bien distinta es ser bueno en una profesión que no es la suya. Yo a Felipe le di muchas veces mi opinión sobre esta señora. Le dije lo que pensaba de ella, pero con poco éxito, porque siguió siendo secretaria de Estado.

Si hubiera compartido mi criterio, probablemente, la habría cesado.

En cierta ocasión le dije a Margarita que si fuera un tío le daba dos hostias y la sacaba por la ventana. Belloch estaba presente… La verdad es que me siguió hablando, a pesar de todo.

Lo que sí está claro es que aquella no fue precisamente la mejor etapa del Gobierno socialista y, en concreto, del Ministerio del Interior. Porque estas personas a las que me he referido generaron inseguridad en todo.

Yo tengo la idea de que, cuando uno dirige a un grupo de personas, de cualquier condición, uno tiene que hacerse responsable de lo que hace ese colectivo. Llegado el momento, y en el supuesto de que haya dificultades, tiene que dar la cara, aunque se la partan, por ese colectivo. Sobre todo, debe ser así cuando se lucha contra el terrorismo en unas condiciones tan complicadas. Tus subordinados tienen que saber que, en el supuesto de malos entendidos, de denuncias falsas, uno tiene que dar la cara por ellos: tienen que sentirse arropados en su trabajo. Y cuando los funcionarios y los colaboradores se encuentran con personas no les dan esa sensación de seguridad, los subordinados tienen sensación de soledad.

A mí me parece que se rompieron muchos lazos. Su actitud, en mi opinión, fue muy cobarde, porque iban a salvar su propia posición, con independencia de lo que se rompiera. No estoy de acuerdo con esa forma de proceder.

LA INMORALIDAD DE GARZÓN

Es posible que si Belloch le hubiera concedido algún cargo relevante a Garzón, éste no hubiera reabierto el sumario de los GAL. Pero eso no hay que ponerlo en el debe de Belloch, sino en el debe de Garzón, que actúa de una forma u otra dependiendo del premio que le pueden dar.

Lo que ocurrió después fue una inmoralidad. Que Garzón, después de pasar por la política, después de ser responsable político del Ministerio del Interior, vuelva a la judicatura y reabra un sumario que tiene relación con funcionarios de Interior, es una inmoralidad, una impostura. Lo cual no quiere decir que no lo tuviera que haber abierto otro juez… Pero no él. Porque se puede interpretar que actuaba sin la independencia que se exige a un juez imparcial. Lo de Garzón no tiene nombre.

Yo, que sé lo que ocurrió con Garzón —porque me lo contó Belloch—, creo que es una de las mejores cosas que Belloch ha hecho en su vida. (Además, se da la circunstancia de que, en la antesala de donde ocurrió, había una persona que lo oyó, y también me lo contó). Fue un espectáculo que define perfectamente a Garzón, pero en ese caso el ministro actuó como tal.

Belloch llamó a Garzón, que entonces estaba de secretario de Estado para la lucha contra la droga, aunque aspiraba a más. Y Belloch no estaba dispuesto a concederle más. Entonces, Garzón le dijo, o le dio a entender al ministro, que estaba equivocado, y le preguntó si no había hablado con el presidente del Gobierno… El ministro le aseguró que el presidente del Gobierno no le había dicho nada. Garzón cogió el teléfono y dijo: «Póngame con el presidente del Gobierno, que quiere hablar el señor Garzón con él». Naturalmente, el presidente no se puso al teléfono. Este chico entendía que su interlocutor era el presidente del Gobierno.

No era la primera vez que hacía estas cosas. Yo recuerdo que cuando el señor Garzón estaba en el Ministerio de Asuntos Sociales, solía comunicarse con el Ministerio del Interior y, de vez en cuando, le mandaba cartas al secretario de Estado, en las que le pedía documentación y… cosas. Un día le envió una carta en la que decía que, siguiendo instrucciones del presidente del Gobierno, le pedía… no sé qué, una retahíla de documentos: las operaciones antidroga que se habían producido en los últimos años, las operaciones de lucha contra la droga que estaban en marcha… Quería que la Policía y la Guardia Civil le redactaran informes… Entonces, el secretario de Estado me pasó a mí la carta: «Que venga a verme». Y cuando vino, le dije: «Pues a mí no me ha dicho nada el presidente… Pero tú, ¿para qué quieres saber cuántas operaciones están en marcha? ¿Qué coño te importa eso a ti? No te voy a dar esa información, pero si me la pide el presidente del Gobierno, tampoco se la doy, no vaya a ser que el papel se quede en alguna esquina de alguna mesa y se estropee la operación. Pero… ¿para qué quiere saber el presidente del Gobierno qué operaciones tiene en marcha la policía si ni yo mismo lo pregunto? Eso no es posible. Pero si tuviera esa información, a ti, desde luego, no te la daba. Los estudios no los haces tú, los hago yo, los hace el Ministerio». Y él me decía: «No… es que me has interpretado mal, ministro».

Así que, como yo lo conozco muy bien, debo decir que lo que hizo Belloch es lo que hubiera hecho yo… A mí no se atreve a decirme nada. A mí eso no me hubiera ocurrido, porque jamás hubiera estado en el Ministerio del Interior. A mí Garzón me ha tratado siempre de usted. Siendo yo ministro y él juez o diputado, a mí siempre me ha tratado con mucha prudencia. Y de usted.

La mayor ilusión de Garzón, por ejemplo, era meterme a mí en la cárcel. Incluso filtró a un periodista que me iba a meter un miércoles. Llamó a declarar a Amedo, e intentó que le dijera que yo estaba al tanto de pagos hipotéticos que se habían hecho, o no, al señor Amedo. Toda su ilusión era que Amedo le dijera que yo lo sabía.

En cualquier profesión, si una persona hubiera hecho tantas cosas mal como ha hecho Garzón, dejaría de ser profesional. Si fueran así las cosas, Garzón sería bedel de Justicia. Yo estoy totalmente de acuerdo en no haberle comprado con un cargo. Es probable que, si le hubieran nombrado ministro, el sumario del GAL, que tenía en el cajón, no lo habría sacado; pero no lo sé. A lo peor se le hubiera ocurrido que quería ser vicepresidente. Es un hombre que sabe jugar bien su presencia en el conjunto de la sociedad… Que un juez mande a la cárcel injustamente a una persona, ¿es para elevarlo a los altares? Pues está en los altares, y es una de las cosas más injustas que ocurren en España.

Yo no sé en qué estaría pensando Felipe. No sé lo que tendría en el subconsciente cuando nombró a todas estas personas y colocó a tantos independientes en su último Gobierno. Pero, sin duda, estaba menos fresco que de costumbre. Ésa es mi opinión. Alfonso también lo ha dicho, de otra forma. Yo lo digo a mi manera. Felipe tomó una decisión que, a mi juicio, no fue acertada. Punto. Nada más. Pero yo, en ese Gobierno, pude hacer una política que era muy aceptada en este país. La política del Ministerio del Interior, durante mi mandato, tenía más respaldo social que con Belloch. No tengo la menor duda. Yo siempre he sacado mejor nota que él.