La imposible libertad del exilio
«No han conseguido convertirme en una persona amargada; eso sí que no lo han conseguido».
Es una de las primeras cosas que me dice José Barrionuevo, en la primera mañana en la que vamos a conversar acerca de todo lo pasado y lo vivido. Desde su nombramiento como ministro del Interior del primer Gobierno de Felipe González hasta este mismo día en el que me recibe en su casa, lo pasado y lo vivido se mezclan, se confunden en su memoria, pero se reordenan rápidamente, sin que apenas haya surgido la primera pregunta… Todo está a flor de piel lacerada, sembrada de hieles que no se pueden tragar.
Nadie lo diría. Porque su acogida es cálida y su aspecto tranquilo: «Anda, tómate el café y un trozo de roscón… Ya verás… Es el mejor que se hace en Madrid…». Nadie lo diría, pero este hombre que me espera sentado en un sofá, leyendo bajo una tenue luz indirecta, tiene todavía muchas y singulares cosas que decir a quien quiera escucharle sin prejuicios. Cosas tristes, terribles, cosas que a nadie ha dicho porque nadie se las ha preguntado, porque a nadie interesan, porque la historia oficial ya está escrita con letras de piedra, imposibles de fundir…
Guadalajara. Un esperpento que no podía haber soñado, «porque, para mí, era un horizonte imposible, algo nunca imaginado». Y, luego, Felipe, siempre Felipe: «Aquí estuvo, sentado en este mismo sofá, antes de salir para acompañarme hasta la cárcel; había venido a comer con toda mi familia y, luego, me acompañó. Ya ves… sentado aquí, junto a mí». Guadalajara. Los rituales carcelarios insufribles, las lealtades, sorbidas como agua, los olvidos que no quiere olvidar, las anécdotas, las emociones y las risas. Y los bonsáis que le llevaba Felipe, siempre Felipe… Y, finalmente, la respuesta, seca y tajante, a la pregunta casi imposible: «Nunca pude amenazar a Felipe con “tirar de la manta” porque no había ninguna manta de la que tirar».
José Barrionuevo vive convencido de haber sido, sobre todo, el rehén de la derecha para desprestigiar el proyecto socialista. Y conserva en la memoria —y en el corazón— la secuela de todos los agravios, de todo lo mal pasado y lo malvivido. Desde sus cotidianos viajes al «país de los funerales», donde Juan Alberto Belloch iba a las manifestaciones que convocaba Herri Batasuna, hasta el juicio que dictó una sentencia «injusta y vergonzosa como no ha habido nunca en este país».
Aquella mañana, Esperanza, su mujer, nos dejó solos. Pero, en nuestro segundo encuentro, se quedó con nosotros, y no precisamente como «observadora imparcial»… Es una conversación agotadora, demoledora, que cala hasta los huesos, que se prolonga hasta la madrugada. Y continúa después, de pie, en el pasillo, sin que ninguno veamos el momento de poder, de querer dejarlo ya… Cuando salgo a la calle, me doy cuenta de que son las dos de la mañana, de que no hemos cenado, a pesar de que, a pesar de las horas, me habían ofrecido «algo para picar». No hubiera podido con un solo bocado, después de todo lo que había escuchado. Fueron palabras muy duras, palabras para no olvidar, palabras para entender…
José Barrionuevo no parece tan interesado como yo en valorar lo que hizo como ministro del Interior del primer Gobierno socialista. «¡Qué más da!», me dice. «Eso ya no le interesa a nadie». Pero consigo que lo recuerde. Aunque es imposible que en la memoria de todo lo hecho no se cruce la evidencia de todo lo deshecho. Es implacable, hasta la osadía, con Garzón: «Le dije a Felipe que aquella operación era un grave error, y ahora parece que ya se ha dado cuenta»; con Belloch, demoledor; insultante con Margarita Robles. No se blinda, no se anda con rodeos, acusa, denuncia: «Esa señora espió a Rodríguez Galindo; le tendió una trampa para que fuera a la cárcel». Se puede decir más alto, pero no más claro.
Han perseguido a sus hijos en la Universidad y se ha visto en la necesidad de aceptar una colecta del Partido. Ahora trabaja en unas dependencias municipales, adonde acude todas las mañanas… a leer el periódico. Y no le sirve de nada negarlo, pero la verdad es que está lleno de amargura. Tanto, que sueña con la libertad de un exilio imposible, porque no tiene dinero para rehacer su vida, con su mujer, fuera de España. Yo argumento que la huida es la evidencia de la derrota, pero su respuesta es bien clara y bien desoladora: «Pero… ¡si nos han vencido! ¿No te das cuenta?».
Cuando pienso, ahora, en aquel momento de la entrada en la cárcel de Guadalajara, difícilmente podría evocar lo que se me pasó por la cabeza porque, en aquellas circunstancias, en aquellos instantes, la emoción del momento no me dejaba pensar en muchas más cosas.
Según nos dijeron después, aquella había sido la mayor manifestación popular que se había producido en Guadalajara en todos los tiempos y la mayor concentración de personas habida jamás en la ciudad. Eran, sobre todo, amigos y militantes socialistas. Tuve que intervenir, además, y tuve que sobreponerme a la emoción para dirigir unas palabras a la gente. Y luego, pasar a través de todos para entrar en la cárcel, después de haber afirmado que, como siempre, íbamos a respetar la legalidad, que la sentencia que nos condenaba era injusta, pero que tenía una apariencia de legalidad y que, consecuentemente, la íbamos a acatar, como hicimos. Dentro nos esperaba el director de la prisión, que estaba tan afectado como nosotros. Me imagino que lo habían preparado, pero no sabían muy bien cómo llevar a cabo las prácticas habituales de la cárcel: te toman los datos, la filiación… Todas las formalidades se cumplimentaron, por supuesto, pero la situación apenas te deja pensar en otra cosa. La primera noche que dormí en la cárcel no la recuerdo con precisión. Supongo que pensé, inevitablemente, en todas las circunstancias que nos habían llevado hasta allí.
Debo decir algo sobre lo que he reflexionado mucho a posteriori: que he pasado momentos muy amargos, pero nunca he sido una persona amargada; no han logrado convertirme en ello. Al contrario, podría decir incluso que soy una persona feliz, que no me han defraudado algunos aspectos de mi vida anterior a lo sucedido. Por ejemplo, he sentido el apoyo del entorno familiar, mi mujer y mis hijos, del entorno de amistades más íntimas y de innumerables personas que no conocía y que hacen que nuestra existencia cotidiana sea muy grata.
UNA DESGRACIA INMENSA, ENORME
Que aquello era injusto está acreditado en la mecánica misma de cómo se dicta la sentencia que nos condenó, y en todo lo que rodeó ese juicio. En la sentencia del Tribunal Supremo que nos condenó a Vera y a mí a once años de cárcel por el secuestro de Segundo Marey[47], cuatro de los magistrados, uno de ellos el presidente del Tribunal, hacen un voto particular diciendo que los hechos no han sido como los relata la mayoría que condena. Y que no se nos podía condenar, ni a Rafael Vera ni a mí, porque no había pruebas. Nos condenaron sin pruebas, lo cual, en el fondo y en la forma, es una práctica inadmisible en un Estado de derecho. Por otra parte, teniendo en cuenta cuál había sido nuestra trayectoria, el trato que recibimos fue injusto, en el sentido supralegal del término, en el sentido puramente humano. A mí siempre me ha resultado extraña esa teoría cristiana sobre la salvación según la cual una persona que había sido justa toda su vida y, al final, cometía un pecado, se condenaba; y viceversa, un individuo que toda la vida había sido un malvado, si al final hacía acto de contrición, se salvaba. A mí eso me pareció siempre, y me sigue pareciendo, injusto. Esa estricta interpretación religiosa es la que nos aplicaron a nosotros. Porque nuestra conducta era evidente, nuestra conducta pública era conocida por todo el mundo y era una conducta regular, normal, dentro del cumplimiento de nuestro deber; todo el mundo sabía que había sido una conducta sacrificada y a favor de los ciudadanos. Aun en el supuesto, que no era cierto, de que hubiéramos cometido una incorrección, no era justo que la respuesta de las instituciones de nuestro país, que nosotros habíamos defendido, se basara exclusivamente en esa incorrección y no se tuviera en cuenta todo lo demás. En ese sentido digo que era injusta. Pero, además, era injusta en un sentido legal, porque no había pruebas contra nosotros. Hubo que forzar las interpretaciones y la corriente jurisprudencial que había hasta entonces, violentarla, para poder condenarnos. La única prueba que había contra nosotros era la declaración de un coimputado, Julián Sancristóbal. Eso fue todo.
Entonces había —y sigue habiendo, porque la única excepción ha sido nuestro caso— una corriente jurisprudencial del Tribunal Constitucional que estimaba que, por la mera declaración de un coimputado, si no hay otras pruebas, no se puede condenar. Esto se lo saltaron. Se saltaron también la interpretación tradicional en cuanto a la prescripción. Había una demanda o una querella que se había interpuesto, hacía no sé cuánto tiempo, contra José Amedo y que decía: «Y todos los demás que resultaran implicados…», o algo parecido. Siempre se había dicho que para que se interrumpiera la prescripción, la persona acusada tenía que estar perfectamente identificada y tenía que haberse dirigido una acción legal contra ella. Pero nos procesaron, no sé cuantos años después, por esa denuncia. En cuanto a la calificación del delito, se le dio credibilidad a Sancristóbal en todo lo que nos acusaba, menos en las circunstancias de la retención o del secuestro de Marey; en eso no se le hizo caso, sino que se hizo caso de lo que habían contado en algunos periódicos. A todo eso me refiero. Se violentaron las reglas del Estado de derecho para poder condenarnos. Eso, en cuanto a la legalidad estricta. El tema legal es lo que reflejaron los cuatro magistrados que consideraron que había que absolver, y ahí quedó. Pero, a nivel personal, ir a la cárcel, para cualquier persona, es una desgracia inmensa, enorme. Quizá hay que ponerse un poco en la piel de alguien en cuyo horizonte vital es imposible que nunca se haya planteado una circunstancia semejante, alguien que jamás haya podido pensar que una cosa así le pudiera ocurrir. Es absolutamente increíble, inesperado, insólito.
«NO AMO A ESTA ESPAÑA»
No sólo no estoy amargado, sino que soy feliz. Pero no cabe duda de que esas circunstancias sí me han transformado. Tengo, por ejemplo, un escepticismo total respecto a las élites españolas, a las élites políticas, periodísticas, judiciales, etcétera. Me siento muy defraudado, por la baja calidad de esas élites. Es más, a veces lo llevo al extremo de pensar en algo que va a ser ya imposible, dada mi edad: que me gustaría poder vivir fuera de España. No me siento contento, pero no en el sentido del clásico: «Amo a España porque no me gusta». A mí me pasa lo contrario: no amo a esta España y no me gusta. Es cierto que aquí tengo mis raíces, y más aún, tengo una gran satisfacción personal del contacto con la gente común. Pero me siento muy defraudado por las élites, porque no han tenido el valor cívico de hacer lo que decía Julián Marías: «Correr algún riesgo por defender una causa justa».
En aquella situación, había cosas que teníamos que combatir muy solos, porque quienes habían organizado todo este tomate, que tuvo éxito, naturalmente no iban a quedarse a mitad de camino, no iban a dar su brazo a torcer. Había quien no estaba concernido por el asunto, pero como podía perjudicar a otros, que eran competidores suyos, en el terreno político o en lo que fuera, no se implicaban. Y luego estaban los directamente concernidos, en términos generales, miembros de la dirección del PSOE; algunos de ellos, quiero ser justo en eso y no generalizar, no participaban en el linchamiento, pero tampoco querían ser linchados.
Pero aquella tarde, en Guadalajara, la verdad es que los vi a todos. José Borrell había ganado las elecciones primarias, ya era el candidato y se había consolidado la situación que luego se llamó «bicefalia». Joaquín Almunia, después de un amago previo de dimisión, al haber perdido las primarias, se mantuvo como secretario general del PSOE y Borrell lo aceptó también. Y allí, en Guadalajara, estaban los dos: Almunia, como secretario del Partido, y Borrell, como candidato, como líder, digamos. Entonces tuvimos también el apoyo de una persona que, para mí, era lo más venerable y quien representaba la tradición del Partido: Ramón Rubial. Algún tiempo después fue a visitarnos a la cárcel y nos contó algunas de sus experiencias carcelarias. Y también estuvieron en Guadalajara Felipe González, Alfonso Guerra, Txiqui Benegas, Manuel Chaves, José Bono y otros.
Más tarde supe quién no estuvo allí. Supe que alguno, quizá para hacerse perdonar no sé qué, dijo que él no había ido y que había considerado aquello como un error. Eso lo dijo José Luis Rodríguez Zapatero. A mí me parece que es un error por su parte, porque para mí fue la mayor movilización espontánea que se ha producido en el interior del PSOE para defender una causa justa frente a los poderes en general, luchando con lo único que ha tenido la izquierda siempre, la gente en la calle. Yo creo que hasta el mitin de Vistalegre[48] no ha habido otra movilización semejante. Luego, después de mi estancia en Guadalajara, un poco a regañadientes —yo creo que por hacerle una concesión a Javier Pradera, el prologuista de su libro—, Joaquín Almunia, que ya había perdido las elecciones, dijo que esa movilización había sido un error. Yo, naturalmente, no comparto esa opinión, porque estoy persuadido de que salimos de la cárcel gracias a esa movilización. Porque las cosas cambiaron y el mismo Tribunal Supremo que nos condenó por mayoría, el mismo, los mismos jueces, por unanimidad, propusieron más adelante que nos indultaran, y el Gobierno lo tramitó con una diligencia encomiable.
EL DESASTRE DE INTERIOR
Aquellas imágenes de la cárcel de Guadalajara, vistas por televisión, debieron causar un impacto fuerte. No quiero ser vanidoso, porque, en ese momento, no tuve conciencia de su importancia. Todavía, y han pasado más de cuatro años, me encuentro con personas —algunos me dicen que son de derechas o del PP— que me comentan la impresión que les produjo esa imagen. En cierta ocasión, después de salir de la cárcel, un secretario de Estado del PP —no quiero citar su nombre por no perjudicarlo—, vino con su mujer a saludarnos: «¡Qué alegría verle, ya en la normalidad! No sabe usted el mal rato que pasamos, cómo nos afectó aquello…». Es decir, que sí debió causar un impacto muy grande. Un familiar muy próximo de uno de los magistrados que formaba parte del Tribunal que nos condenó, me dijo que había llorado en casa viendo las escenas. No era sólo nuestra imagen, Vera y yo entrando en la cárcel. Era también la presencia de Felipe González ante aquella puerta verde… Tengo un retrato que me envió un pintor socialista de Cádiz, basándose en esa foto. Es un retrato al óleo en el que aparece Felipe González dándome un abrazo en la puerta de la cárcel, y uno de los personajes que está allí mirando, en el retrato, es Pablo Iglesias. Lo tengo en mi casa de la sierra.
Yo agradecí que Felipe estuviera allí, lo entendí como un testimonio de solidaridad. Estuvo en mi casa aquella misma tarde, antes de ir a la cárcel. La gente de la derecha sectaria —porque hay gente de la derecha que es comprensiva y liberal— siempre tratan de ver ahí una contradicción.
Pero yo lo que creo es que el último Gobierno de Felipe González, en lo que se refiere al área de Interior, fue un desastre. Se lo he dicho a él. Y él, al tener ese equipo de Interior, también fue un desastre. No sé si Felipe acepta esto o no; al menos acepta que yo se lo diga. Pensará que sangro por la herida. Además, yo creo que, en el fondo, admite que aquel último Ministerio del Interior fue un error. Aunque expresamente no lo reconozca, implícitamente sí. Vio que aquello no era como le habían dicho, una cosa controlada —lo que yo llamo la «teoría del acotamiento»—; vio que era falso que hubiera que hacer ciertas cosas pero que a él nunca le iba a llegar, ni a mí tampoco, y que se iba a detener en otros escalones. A mí esa teoría, que sin duda existió, me parece de un cinismo y de una cobardía moral enorme, pero no cabe duda de que, durante algún tiempo, en algunos medios, esa teoría circuló. Después, fue evidente que era un desastre y una equivocación. Felipe adoptó unas actitudes de solidaridad evidentes. Por supuesto que se puso a favor de corriente, pero él también animó esa corriente, y el hecho de que él estuviera en Guadalajara contribuyó a que esa corriente se consolidara y fuera más fuerte, sin duda. Pero Pepe Borrell, que también recibía muchas incitaciones, por ejemplo, desde el diario El Mundo, para que se separara de nosotros, no se separó. Almunia tampoco, al menos en ese momento. Todos mantuvieron la solidaridad y el apoyo a mi familia, en todo. El Grupo Parlamentario Socialista hizo una colecta para sostenernos económicamente, porque, naturalmente, me despojaron de la condición de diputado y mis ingresos ascendían entonces a cero pesetas. Y yo siempre he vivido de mi trabajo. El Grupo Parlamentario organizó aquella colecta voluntaria. Al parecer, alguno se negó a participar… No sé quién fue ni quiero saberlo. Pero la casi totalidad de los diputados decidieron hacer una aportación para que a mi familia se nos mantuvieran los ingresos que yo tenía como diputado. Es decir, que hubo muchos gestos de solidaridad. Hubo también algunas actitudes emocionantes. La persona a la que le compramos los periódicos vino a visitar a Esperanza, a mi mujer, cuando me metieron en la cárcel, para decirle que tenía pocos ahorros pero que tenía algunos, y que estaba a nuestra disposición para lo que necesitáramos. Hubo muchos gestos de ese tipo.
EN LA TRAYECTORIA DEL DISPARO
Recuerdo y aprecio aquellos momentos en los que Felipe me apoyó. Por mi parte, naturalmente, quería que él estuviera presente, y estuvo. Pero no hubo que forzarle. En los últimos momentos, estuvo aquí, en mi casa, comiendo con nosotros, y él mismo preparó el viaje desde mi casa. Salimos de mi casa juntos; fuimos hasta la cárcel en el mismo coche. Felipe también vivió aquello con amargura, e imagino que también con algún complejo de culpa. Pero lo cierto es que él participó y fue con mis hijos para organizar la solidaridad, y estuvo con ellos, e incluso firmó, como abogado, nuestro recurso ante el Tribunal Constitucional. En casos así, sentirse culpable debe de ser habitual; ocurre como con el sentido de la responsabilidad. Si a una persona con la que tú has estado de acuerdo y con la que has trabajado como compañeros en el mismo equipo, le ocurre una cosa como ésa, es lógico el sentimiento de culpabilidad, por el propio sentido de la responsabilidad. Además, el último Gobierno de Felipe González en esta área fue un desastre, como ya he dicho. Y no puedo adentrarme más en la interioridad de una persona. Él no lo va a reconocer explícitamente, pero implícitamente sí. Toda su actuación en el proceso fue así. Él fue a declarar al juicio y su declaración fue impecable. Por supuesto, dijo la verdad y trató de arreglar aquel desaguisado.
Hay quienes han dicho que Felipe nos acompañó a la cárcel de Guadalajara por temor a que yo pudiera, en esa expresión tan borde y tan grosera que se utiliza, «tirar de la manta». Primera cuestión: yo no tengo manta de la que tirar. Segunda cuestión: a Felipe González se le puede acusar de muchas cosas, pero de estúpido, no. Y sabe que yo soy incapaz de cometer una infamia. Él nunca tuvo en ese punto ninguna duda ni pudo tenerla. Aunque, al final, Felipe, en un nivel distinto, ha sido también víctima de esto, de todo este conglomerado, de eso que se ha llamado «la conspiración». A mí, realmente, me pasó lo que me pasó porque estaba en la trayectoria del disparo. Pero el disparo no iba dirigido a mí. El objetivo de ese disparo no era yo, aunque yo sufriera la peor parte. El objetivo del disparo era Felipe. Los que organizaron todo eso, naturalmente, hicieron lo posible para desacreditarle a él, y, de paso, a mí, por supuesto.
PESTIÑOS Y BONSÁIS
Cuando Vera y yo estuvimos en la cárcel, recibimos gran cantidad de testimonios de apoyo. Conservo sacas enteras de cartas. Tratamos de contestar a todas y contestamos a muchas… Pero, además, recibíamos muchas cosas en especie. Recibimos, desde mi tierra, un camión de frutas y de verduras que, naturalmente, no pudo entrar en la cárcel, así que, de acuerdo con el Partido de Guadalajara, se distribuyó aquella mercancía por la ciudad y la provincia. Pero, de vez en cuando, sí nos llegaban algunas cosas que en la cárcel registraban y dejaban pasar. Había una familia —creo que vivía en Ciudad Lineal, en Madrid— que elaboraba unos pestiños dulces, muy ricos, y nos pasaron algunos. El día que salimos de la cárcel, había una muchedumbre allí, en la puerta; había mucha gente que se acercaba como para darnos la mano; estaba la televisión, las cámaras, la policía haciendo un cordón… Y había una mujer mayor que me decía: «¡Barrionuevo, Barrionuevo, acércate, por favor!». Como todo el mundo gritaba, no sabía a quién dirigirme… Y, de pronto, oigo: «¡Barrionuevo, acércate, que yo soy la de los pestiños…!».
Para organizar mi vida en la cárcel, fue de mucha ayuda estar junto a Rafael Vera, que había tenido esa experiencia en solitario y es una persona muy metódica. A Vera lo metió Garzón en la cárcel, a él solo. Hacía poco que había sido secretario de Estado y Garzón había estado con él en el Ministerio del Interior. Fue al final del Gobierno socialista, porque yo recuerdo haber estado en La Moncloa con Alfredo Pérez Rubalcaba y con alguno más la noche que Garzón lo mandó a la cárcel[49]. Lo metieron en la cárcel por el sumario de Marey. Y estuvo varios meses en Alcalá Meco, casi seis meses. Cuando estuvimos juntos en Guadalajara, organizábamos el día de una forma muy metódica. Unos amigos de Coslada nos pagaron una suscripción a El País, que era una suscripción excelente, porque, cuando nos levantábamos por la mañana, estaba el periódico ahí; lo leíamos con el desayuno. Luego nos llevaban la prensa local los compañeros del Partido de Guadalajara, que también habían pagado una suscripción.
Nos levantábamos muy temprano, como todo el mundo. Estábamos en un módulo aparte, los dos solos. Llevaban el café con leche e, inmediatamente, arreglábamos nuestras celdas. Después nos abrían las puertas para salir a un patio que había allí y estábamos toda la mañana haciendo ejercicio. Nos duchábamos, comíamos, echábamos un poquillo de siesta y nos poníamos al trabajo diario de oficina. Pepe Bono nos había regalado un ordenador, y nos lo dejaban utilizar, aunque no podíamos conectarlo a la línea telefónica, no podíamos tener Internet. Pero sí podíamos utilizarlo para escribir y contestar las cartas. Contestamos, creo, más de dos mil cartas. Pasábamos la tarde en ese trabajo de «oficina». Los abogados podían ir libremente y de vez en cuando iban unos u otros. Y teníamos bastantes visitas. Al parecer, desde la dirección de la cárcel, a veces trataban de establecer algunas restricciones, supongo que por el qué dirán. Pero había bastante presión desde fuera. También hicimos un jardín en el patio; cavamos, arreglamos la tierra, nos trajeron, desde fuera, abono y semillas, y organizamos aquel jardín en el patio. Felipe González contribuyó a ello, porque estaba entonces con lo de los bonsáis y nos llevó sabinas y pinsapos para hacer bonsáis. Hicimos dos bosquecillos y Felipe dio el visto bueno. Nos regaló un libro y nos dio algunas instrucciones directas.
Felipe fue a vernos varias veces a la cárcel. Mi hijo le hizo alguna vez una fotografía. Fueron todos los líderes del Partido, todos pasaron a vernos. Pepe Bono fue con frecuencia, seguramente porque, al estar la cárcel en su Comunidad, se sentía más obligado. Y también fueron Borrell, Almunia, que compartió pan y queso con nosotros, y Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Con Felipe, cuando venía, hablábamos de cómo organizar las cosas para que pudiéramos salir de la cárcel, y comentábamos un poco las incidencias.
EL FISCAL GRANADOS, CON LA JAURÍA
Una de las impresiones que he tenido después —por eso hablo de la cobardía moral de las élites de nuestro país— es que se extendió, en algunos de esos ambientes de analistas lúcidos, la idea de que, con nuestro encarcelamiento, se acababa con el terrorismo. Es decir, que nosotros éramos la moneda de cambio. Diez días después de meternos en la cárcel, ETA declaró la tregua[50]. Este hecho reafirmó absolutamente a estos analistas en su teoría, y creo que también al Gobierno, porque luego acudió a las negociaciones con ETA en Suiza. Entonces se presentaba a Arnaldo Otegi como el Gerry Adams vasco[51]… No hay más que acudir a las hemerotecas del momento. Hubo una parte muy considerable de las élites de nuestro país que cometió voluntariamente una injusticia. Muchos de ellos me lo dicen ahora, que fue una injusticia, que cometieron a sabiendas una injusticia pensando que eso iba a tener un rédito político, unos para afianzarse en el poder y desacreditar al adversario, y otros porque pensaban, por cuestión de soberbia personal, que esto era como un intercambio de rehenes, y que ETA se iba a acabar con un intercambio de rehenes. A eso me refiero cuando hablo de la cobardía moral de las élites de este país, judiciales, periodísticas, políticas, etcétera. Algunos lo hicieron a sabiendas, otros se dejaron llevar por la corriente.
Por supuesto, nosotros nos dábamos cuenta de que éramos los rehenes de la derecha, que nos quería utilizar para desprestigiar todo el proyecto socialista. Ahora, cuando oímos declaraciones hablando de «los que van ladrando su rencor por las esquinas» y de «los profesionales del rencor», yo digo: «¡Caramba, qué fuerte!». Si muchos del propio Gobierno del PP —en privado, claro— me dicen: «¡Qué putada lo que pasó, lo que se hizo contigo!». Es más, me consta que se presionó en su momento a los magistrados más afines al PP para que nos condenaran. Y luego también, en el Tribunal Constitucional, para que no se admitieran nuestros recursos. Nunca se pueden obtener pruebas de ello, naturalmente, pero los magistrados que eran más afines a la derecha tenían una consigna y estaban presionados. Eso me parece evidente y yo no tengo la menor duda. Es sintomática también la actuación del fiscal José María Luzón, un señor del Opus Dei, que asciende en el escalafón apenas concluye el juicio. Y uno de los magistrados que nos condenó, Luis Ramón Puerta, pasó a ser presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
No cabe duda de que la derecha maneja muy bien el tema de la Justicia. Y hay que decir, también, que el PSOE, con sus complejos, ha puesto en cargos importantes, dentro del aparato de la Justicia, a personas profundamente desleales e inmorales, que han hecho la pelota todo lo posible para conseguir esos cargos y luego han actuado de una forma desleal, vendiéndose para no tener problemas. En lugar de defender la Justicia o de dar la cara, se han dejado llevar por la corriente, para no tener problemas. La derecha, en ese aspecto, es más inteligente. Cuentan con grandes recursos para organizar el sistema judicial y promocionan a personas leales para con ellos. Por el contrario, nosotros, en la última etapa de Gobierno de Felipe González, nombramos a fiscales generales del Estado que, visto lo visto, lo que hacían era, frente a las evidencias y frente a la justicia, defender lo que proponía la «jauría» contra nosotros. Por ejemplo, Carlos Granados.
LAS TRAMPAS DE MARGARITA
Y la política de Juan Alberto Belloch en aquel tiempo… A mí Belloch me invitaba a comer y a cenar y me decía siempre que lo que estaban haciendo era un ajuste de cuentas con el pasado. Pero resultó que el pasado eran los Gobiernos socialistas anteriores, no era Franco, porque, aquí, ajuste de cuentas con los franquistas no ha habido nunca. Y eso lo llevó hasta sus últimas consecuencias Margarita Robles contra la persona que más se había distinguido en los Cuerpos de Seguridad, en la lucha contra ETA, el general Rodríguez Galindo. Margarita Robles le organizó reuniones con el gobernador civil Juan María Jáuregui —asesinado por ETA[52]— para ver si conseguían que hiciera alguna declaración que pudiera inculparle… Ésta fue una de las actividades de esta señora en aquel Ministerio. Le tendían trampas a un hombre que se había portado bien, a un general de la Guardia Civil, de mentalidad más bien conservadora, pero que se había portado lealmente, un general constitucional, que se había comportado de acuerdo con las leyes y de acuerdo con su Gobierno, aunque fuera socialista. Por eso le odia la derecha.
No llego a tanto como para pensar que, como dicen algunos, el objetivo de los dos ministros que sucedieron a Corcuera, Asunción y Belloch, era meternos en la cárcel a Corcuera y a mí. Asunción estuvo muy poco tiempo; yo tuve buena relación con él… No lo sé. Por cierto, yo conocí a Asunción en el banquete de bodas del segundo matrimonio de Luis Roldán; le conocí como íntimo amigo de Luis Roldán.
A mí me parece que lo que hicieron es fruto de un comportamiento sectario. Hubo muchas personas que, sin ser socialistas, se arrimaron al PSOE y terminaron entrando en el Partido, después de haberse enfrentado a la política del PSOE. Es una política de trepas y hacen lo que consideran que es más conveniente para esa estrategia de trepar. ¿Que el «ajuste de cuentas» con el pasado era lo que defendían unos cuantos medios de comunicación, y eso se jaleaba, y eso daba un cierto aire…? ¡El «ajuste de cuentas» con el pasado se refería sólo a los Gobiernos socialistas anteriores! El grave error de Felipe González consistió en eso: ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza que era posible mejorar la situación metiendo a aquellos jueces, a Ventura Pérez Mariño y a Baltasar Garzón, en las candidaturas? ¿Cómo pudo pensar que eso era posible? Pero eso fue lo que hizo, en lugar de hacer una cerrada defensa de la gente que, dentro del Gobierno y dentro del PSOE, se había comportado correctamente, y siempre de acuerdo con el Partido y con el Gobierno. ¡Siempre! Yo creo que Felipe se equivocó, sencillamente; le equivocaron y se dejó equivocar. Él pensó que con eso iba a arreglar las cosas, pero, evidentemente, no las arregló. Había un sector de la prensa muy importante que estaba en la línea —luego también ha rectificado— del «ajuste de cuentas» con el pasado. Después han visto hasta dónde llegaba: no es que afectara a unas personas y los Gobiernos socialistas se lavaran las manos, no. Ese ajuste de cuentas se llevaba por delante todo.
Yo creo que Felipe se dio cuenta del error cuando vio lo que estaba ocurriendo de verdad. Me parecía una indignidad; que me llevaran a contestar a las declaraciones de Damborenea o de Sancristóbal o de Roldán… Yo no me quería someter a eso. Y también me equivoqué, porque lo acepté. No tenía que haberlo aceptado nunca; nunca debí someterme a un juicio que estaba predeterminado, porque la sentencia estaba dictada antes de empezar. Nunca debí aceptarlo.
Yo siempre pienso que Felipe actuó de buena fe. Se equivocó, pero actuó de buena fe. Él pensó que eso iba a arreglar las cosas. Después se dio cuenta de que poner a aquella gente en Interior había sido un error. El objetivo último de esta gente era trepar. Son unos trepas, como éste que hay ahora, Diego López Garrido, que está en la Ejecutiva del PSOE. Éste era un tigre contra la «ley Corcuera», la Ley de Seguridad Ciudadana, y ahora que el Gobierno de derechas está dictando leyes mucho más duras —lo de Corcuera era agua de anís al lado de las leyes que está haciendo el Gobierno de derechas—, ahora no se le oye decir nada. Pero contra la «ley Corcuera» era un tigre. Este señor es un trepa, no tiene principios. Son personas que no saben lo que es el PSOE, no saben lo que es la lealtad, no saben lo que es comportarse con dignidad, no cometer infamias. De eso no saben. Sólo saben trepar.
EL «CABREO» DE GARZÓN
Antes de nombrar ministro a Belloch, Felipe me llamó. Y le dije que me parecía un error. Me contestó: «No. Estás equivocado, este juez no es como otros jueces en los que tú estás pensando…». Le dije: «Bueno, tú sabrás. Yo lo considero un error». Para empezar, no había hablado con él en su vida. Habló por teléfono: estaba en un acto en Almería y habló con él por teléfono. Pero, personalmente, nunca había hablado con él. Pero yo sí que había seguido la conducta de Belloch, y había seguido en la prensa su actitud, sus formas de comportarse… Estaba en la Audiencia de Bilbao y me combatía porque, según él, la lucha antiterrorista era fatal; había que negociar y había que ser más complaciente con el PNV.
Fue también una equivocación profundísima meter a Garzón, pues Garzón aspiraba a ser ministro, y de Interior, a ser posible. Ahí hubo algún problema interno y, en la recta final, Belloch adelantó a Garzón, con lo cual se produjo un efecto perverso doble: uno, el nombramiento de Belloch como ministro del Interior, que era un nombramiento equivocado en sí mismo. Y dos, el nombramiento, además, cabreaba mucho a Garzón, a quien habían llevado de número dos en la lista de Madrid. Apenas se nombró a Belloch ministro del Interior, lo primero que hizo fue despedir a Garzón con bastantes malos modos. Entonces, Garzón organizó una rueda de prensa en el Congreso y dijo: «Éstos se van a enterar…». ¡Y nos enteramos! Lo cual demuestra que fue un error meter a Garzón ahí. No venía a cuento de nada dejarle creer que iba a ser ministro. Sí parece claro, a la vista de cómo sucedieron las cosas, que Felipe González no le hizo promesa en firme, pero dejó que Garzón se lo creyera. Y cuando, además, se le despide de malos modos, el error se multiplica por dos.
Mi conclusión es que los independientes no añaden nada, y sí quitan algo… Es mentira que añadan votos. En las generales de 1996, el PSOE hizo un pacto con IU; no añadió nada, y quitó mucho… Yo no fui a la presentación de la candidatura de Madrid, y estuve pensando en retirarme. Pero muchos amigos me dijeron: «No, el hombre del Partido eres tú, el advenedizo es ése, faltaría más…». Y me mantuve. Además, cuando Felipe me dijo que Garzón iba en la lista —también le dije que me parecía un error—, lo único que le pedí es que no lo pusiera inmediatamente delante de mí. Me dijo que el problema no era ése; que el problema es que iba de número dos, y lo tenía que poner delante de Javier Solana, que estaba en Nueva York. Y, después de llamarme a mí, tuvo que llamar a Javier Solana para decírselo. No sé si, de haber nombrado ministro a Garzón, no se hubiera reabierto el caso GAL. No lo sé. Yo, en esas especulaciones, no entro, porque en la mentalidad de esas personas soy incapaz de ponerme. Son personas a las que no comprendo, porque yo «circulo en otra onda». Son personas tan virtuosas y tan intachables, que los irregulares y los delincuentes como yo no sabemos juzgarles…
OBJETIVO: LA DESTRUCCIÓN DE FELIPE
Cuando yo llegué al Ministerio del Interior, uno de los primeros trabajos fue cambiar a todos los gobernadores civiles. A todos. Quise conservar alguno de UCD, pero cuando le propuse continuar a uno de ellos, me dijo que continuaría el tiempo necesario para que encontrara a otro, pero que él era de UCD y lo lógico es que nombrara a uno nuevo. Se cambiaron también todos los jefes superiores de Policía. Los cambiamos a todos. La mayor parte de los que yo nombré continuaron con los siguientes Gobiernos; algunos hasta ahora, que se han jubilado por razón de edad. Eran funcionarios que habían estado con el franquismo, no tan comprometidos como algunos magistrados, que, por supuesto, no tuvieron ningún problema. Porque cuando llegamos los socialistas al Gobierno, toda la cúpula militar, todos los militares, habían hecho la guerra con Franco. Luego, por razón de edad, esto ha ido pasando, pero incluso generales que eran muy afectos a la causa democrática, como Aramburu Topete o como el propio Sáenz de Santamaría, habían hecho la guerra en el bando de Franco. Nosotros hicimos la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que sigue en vigor. Hicimos civil a la Policía, pusimos como norma de actuación de las Fuerzas de Seguridad el código deontológico del Consejo de Europa… ¿Qué reforma de esa magnitud se ha hecho antes o después? Yo destituí, aunque luego traté de repescarle, al comisario Ballesteros, que era el que llevaba la lucha antiterrorista con los Gobiernos de UCD. Y le destituí porque tuvo una metedura de pata respecto al Gobierno socialista. Nombré a gente nueva, funcionarios que habían hecho las oposiciones a policías cuando vivía aún Franco, como en todas las otras actividades… Yo también hice la oposición de inspector de trabajo cuando estaba vivo Franco. Los funcionarios de policía que estaban actuando eran policías nuevos y todos ellos demostraron que estaban muy vinculados y muy a favor de la causa democrática. Así que se cambiaron todos los jefes superiores de Policía, y se cambiaron por funcionarios mucho más vinculados a la democracia y al espíritu de lo que debe ser una Policía democrática, muy diferentes de los que tuvo Rosón[53].
A mi antecesor, Rosón, le hicieron ir a declarar a la Audiencia de Bilbao. Mi actitud fue pensar que los ministros de UCD habían actuado correctamente y que, si había alguna incorrección, sería del que la había cometido, pero que no estaba implicado el Gobierno de UCD. Procedí en consecuencia y los defendí y, desde el Ministerio del Interior, pagué la defensa de los funcionarios que estaban afectados. Desde luego, lo que no hice fue desacreditar la lucha antiterrorista que habían llevado los Gobiernos anteriores. A mí me parecía que eso afectaba al fondo de la legitimidad democrática y por eso adopté esa actitud. Alguien pensó después que había que tener una actitud distinta, y trataron hechos que eran semejantes de una forma muy distinta, para implicar al Gobierno socialista. A mí me parece que eso supuso un gran retroceso, aparte del daño personal… Respecto a eso, cada uno asumimos el que nos ha tocado. Pero ha sido un gran retroceso en la lucha antiterrorista. Ahora hay un señor, un profesor vasco, que me ha dedicado un libro diciendo: «Nos equivocamos, pero todavía no queremos reconocerlo…». Y no voy a decir su nombre. Pero es cierto: nuestro proceso fue una injusticia manifiesta. El juicio en el que me condenaron fue una farsa; me condenaron en virtud del testimonio de un señor al que habían prometido que iba a salir muy bien de esto. De hecho, eso fue el juicio: un montaje para deslegitimar al Gobierno socialista. Pero tuvo unas consecuencias que superaron el hecho de la deslegitimación. Querían destruir a Felipe González: ése era el objetivo.
SANCRISTÓBAL SALVÓ SU DINERO
A Sancristóbal le prometieron que no le iba a pasar nada y que iba a salvar su dinero. Éste es un señor que, entre cualquier otra cosa y el dinero, él elige el dinero; comportarse dignamente, ser leal a quien se ha portado bien él, todo eso es secundario al lado del dinero. Lo tiene y es multimillonario… Ahora anda por ahí, en Marbella, haciendo negocios.
José Amedo y Michel Domínguez no eran jefes de nada. Eran policías de base, que habían estado en etapas anteriores también. Yo he insistido mucho con lo del caso GAL. Cuando yo llegué, hice lo que pude, y las consecuencias se extendieron a la época de José Luis Corcuera… el caso de Ballesteros, en el caso aquel del bar Hendayais[54]…
Yo conocí a Amedo cuando estaba ya en la cárcel. Yo he ido muchas veces al País Vasco, a los funerales: me gustaría saber si hay alguna foto en la que esté con Amedo. Nunca había visto su cara hasta que no estalló el lío y estuvo en la cárcel. Yo no sabía nada de ese señor. ¡Si era un policía que estaba en Bilbao…! Parece que presidía las corridas de toros y cosas semejantes. De eso me he enterado después. El testimonio de Amedo no tuvo que ver con mi condena. ¿Cómo iba a ser determinante el testimonio de un policía contra un ministro al que no había visto nunca? El testimonio determinante, y ahí está la sentencia, fue el de Sancristóbal. Los demás decían: «A Sancristóbal le oí una vez…», «Sancristóbal me dijo…». No hay más que Sancristóbal. A Amedo lo «trincaron» porque cometió un fallo: se gastaba el dinero con su tarjeta. Las partidas que le daban de fondos reservados, cuando iba a Portugal o a algún otro sitio, las ingresaba en su cuenta, y luego pagaba a los confidentes o a los mercenarios con su tarjeta. Por eso le engancharon, porque había una prueba física. A Amedo lo convirtieron en un personaje, sobre todo, cuando empezó a hacer denuncias contra el Gobierno socialista y contra sus mandos. Parecía que el agente 007, a su lado, era una zapatilla rusa. Pero Amedo, dentro de todas sus cosas, tuvo su valor… Porque aquí parece que hay algunos espíritus puros… Algunos me decían: «Oye, la lucha contra la criminalidad no es una cosa de espíritus puros…», pero parece que todavía hay algunos espíritus puros. Cuando había que hacer misiones de información en Francia, a mí me hubiera gustado encontrar a gente de la escuela diplomática, pero no había ninguno disponible. Yo le ofrecí a la jueza Manuela Carmena que se viniera conmigo…
Me convertí en un especialista en temas de seguridad porque, cuando se celebraron las primeras elecciones municipales democráticas, en el año 79, yo iba en la candidatura del Ayuntamiento de Madrid y estaba en la comisión que redactó el programa municipal adaptado a Madrid. Yo todavía era subdirector general de Trabajo y por eso era especialista en temas laborales, sindicales y sociales, y también sabía algo respecto al funcionamiento de la Administración. Pero, al distribuirnos los temas para el programa electoral del Ayuntamiento de Madrid, en aquella época había habido bastantes atentados y como había bastante inquietud ciudadana por estos temas de la seguridad, Alonso Puerta, que era el número dos en la lista, detrás de Tierno Galván, dijo que había que hacer algo de temas de seguridad en el programa. Preguntó un par de veces quién se iba a encargar y yo, como era un joven voluntarioso, dije: «Venga, yo haré un par de folios…». Y los hice. En las elecciones, empatamos con UCD, pero llegamos a un acuerdo con los nueve concejales del Partido Comunista, que votaron a Tierno. Entonces hicimos un equipo de Gobierno conjunto. Al distribuir los cargos, yo fui nombrado teniente de alcalde, dado el número en el que iba en la lista. Había un departamento encargado de «seguridad y policía municipal» y, a la hora de distribuir las tareas, Alonso Puerta, que era un poco «coñón», dijo: «¿Quién se va a encargar? Tú, que eres el especialista, el que has hecho la parte del programa electoral de este tema». Así que me ocupé de la policía municipal, y la verdad es que fuimos muy activos y se ve que nos hicimos notar. En esos años mantuve muy buenas relaciones con Juan José Rosón. Primero coincidimos cuando él era gobernador y nosotros estábamos en el Ayuntamiento, y luego seguimos manteniendo buena relación cuando él pasó a ser ministro de Interior. Nos veíamos con cierta periodicidad. A él le gustaba charlar conmigo y yo me llevé siempre bien con él.
UNA PROPUESTA A LA QUE NO SUPE DECIR NO
Cuando el PSOE ganó las elecciones en el 82, yo formaba parte del gabinete de Felipe González. Felipe González quiso hacer una transición, digamos, ejemplar, en la que hubiera buena sintonía y comunicación con los ministros salientes. Él tenía también buena impresión de Juan José Rosón, habló con él, y Rosón le debió de dar mi nombre. Como Felipe ya me conocía, me llamó en noviembre… La dirección del PSOE estaba, entonces, en Santa Engracia y nos gastábamos bromas unos a otros sobre si nos había llamado o no Felipe. Un lunes, estando en mi despacho en el Ayuntamiento, me llamó la secretaria de Felipe González, que era Miriam Solimán, la que luego estuvo con Javier Solana. Yo me lo tomé a broma, pensé que era una broma, y, entonces, se puso Felipe y me dijo que me fuera a tomar un café con él, que quería hablar conmigo de un tema que me podía imaginar. Me lo dijo de sopetón: quería que yo fuera ministro del Interior. Y le dije: «Me impresiona, pero, dada la situación en la que estamos, es una propuesta a la que no se puede decir que no». Enseguida empezamos a hablar de que la experiencia del Gobierno socialista tenía que enlazar con la experiencia histórica de los Gobiernos progresistas de la Segunda República, y que un problema que había ocasionado el desastre en el que terminó la Segunda República había sido el orden público y la seguridad ciudadana. En aquella época, pensábamos, no se habían sabido controlar esos temas y no estábamos dispuestos a que nos ocurriera algo parecido. Ésa era una de las preocupaciones que tenía Felipe González. Me dijo que el problema del terrorismo había que afrontarlo con mucha energía. En principio, acepté el cargo, aunque lo quería consultar en mi casa y con algún amigo. Me pidió que fuera muy discreto. Lo consulté en casa, donde se quedaron muy afectados, y con algunos amigos muy íntimos, con Joaquín Leguina, con Ana Tutor… Y acepté definitivamente.
Enseguida me llamó Rosón y, la verdad, aquellos días estuvimos muy unidos. Fuimos juntos a un acto de entrega de despachos en la Academia de Policía de Ávila; mantuve reuniones con sus colaboradores: con el director general de la Guardia Civil, que era Aramburu Topete; con el jefe de la lucha antiterrorista, que era el comisario Ballesteros; con el director de la Policía, que era Fernández Dopico… y con todos sus colaboradores más próximos.
Rosón me presentó un panorama preocupante. El asunto ETA estaba incontrolado. En el tema de Francia, a pesar de la ayuda que le había prestado Txiqui Benegas, y que él agradecía, no se había conseguido avanzar. En los Cuerpos de Seguridad había problemas; Rosón tuvo que recurrir a convocar promociones numéricamente muy elevadas, para que ingresaran muchos policías; pero eso planteaba otros problemas, porque los agentes se habían incorporado precipitadamente, habían tenido poca formación y, a menudo, no sabían manejar los temas de la calle. También me dejó dos o tres asuntos secretos, que, en su opinión, había que mantener; y los mantuvimos bastante tiempo, aunque algunos resultaban caros…, todo cuesta. Eran relativos a la información contra el terrorismo. Entonces ya le dije a Rosón que yo no tenía más remedio que cesar al director de la lucha contra el terrorismo, que era el comisario Ballesteros. Primero, porque estaba muy significado; y, segundo, porque había hecho unas declaraciones bobas, un poco negativas para el PSOE. Lo que ocurrió fue que algunos sindicalistas disparatados fueron por allí presentándose poco menos como los nuevos propietarios de los despachos y, de alguna forma, les dio crédito. Yo le dije a Ballesteros que le tenía que cesar, aunque iba a estar protegido e íbamos a tener atenciones con él. Pero también le dije que a mí me defraudaba que el jefe de los Servicios de Información de este país estuviera tan mal informado sobre quiénes éramos. Por eso lo cesamos.
Al único alto cargo que mantuve del equipo de Rosón fue al director general de la Guardia Civil porque, dada la singularidad de este cuerpo, el director tenía que ser un teniente general en activo del Ejército de Tierra, según la normativa vigente entonces. El director era José Luis Aramburu Topete, un hombre muy competente, bien formado, ilustrado, del Cuerpo de Ingenieros y había tenido un buen comportamiento en lo del 23-F. Los demás altos cargos, todos cambiaron. Nombramos director de la Policía al que había sido el número uno de su promoción, que era entonces jefe superior de Policía de Barcelona, y cambiamos a todos los jefes de Policía de toda España y a todos los gobernadores. En algunos lugares, como el País Vasco, la verdad, atendimos a los criterios que nos dio el Partido Socialista de Euskadi, porque pensamos que era una zona en la que había que tener el máximo cuidado. Nombramos, en Guipúzcoa, a Julen Elgorriaga, que había sido alcalde de Irún; en Vizcaya, a Julián Sancristóbal, que había sido alcalde de Ermua; y, en Álava, nombramos a un compañero mío de la Inspección de Trabajo.
SEIS BANDAS TERRORISTAS Y CINCUENTA ASESINATOS
La situación en aquellos años podría resumirse así: poquísima información; cincuenta asesinatos al año, de media; colocación de bombas, a diario, en sucursales bancarias y en centros públicos, en el País Vasco y en otros lugares; había seis o siete bandas terroristas actuando; sólo en el País Vasco había cuatro bandas: ETA-militar, ETA político-militar, Iraultza y los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Rosón había tomado una decisión audaz, que nosotros apoyamos inicialmente: un acuerdo con Mario Onaindía y con Juan María Bandrés[55] que conduciría a la desaparición de ETA políticomilitar. Pero, hasta ese momento, sólo se había hablado, y apenas se había iniciado el proceso de reinserción. Aquel plan suponía indultar a bastantes terroristas que estaban en la cárcel y examinar muchos casos de implicados que estaban en Francia, para asegurarse de que no tuvieran delitos de sangre, y todo eso era complicado. Entonces, antes de tomar posesión en el Ministerio, hicimos una reunión en casa de Joaquín Leguina, que había conocido en la Universidad de Bilbao a Mario Onaindía. Cenamos en casa de Leguina, con Bandrés también. Yo allí me enteré un poco del tema y les dije que iba a asumir ese acuerdo, que íbamos a ir hacia delante. Pero aún había cuatro bandas actuando en el País Vasco, aún tenía fuerza el GRAPO, había derivaciones del FRAP[56], había grupos terroristas internacionales, integristas o de extremistas árabes, y además, grupos raros… Por ejemplo, al periodista José Antonio Gurriarán le puso una bomba el Ejército Armenio de Liberación… Y había terroristas en Cataluña y en Galicia. Ése era el panorama.
Desde nuestra posición, existía una cierta inseguridad respecto a las Fuerzas de Seguridad. No sabíamos bien cómo responderían. Hay que tener en cuenta que la Policía Nacional estaba militarizada y la dirigía un general del Ejército de Tierra. La Guardia Civil, por supuesto, también era un organismo militar. Y todos los generales que estaban al mando cuando llegamos habían hecho la guerra en el lado de Franco. Algunos, que sabíamos que habían asumido la democracia plenamente, también habían combatido en el ejército de Franco. Teníamos la legislación que teníamos. Y, como detalle, cuando nosotros llegamos, no se había enviado nunca una comisión rogatoria a Francia, es decir, una petición de ayuda judicial a los jueces franceses; ni siquiera había impresos, no se sabía cómo hacerlo.
Así que una de las cosas que teníamos que hacer era conseguir acuerdos con Francia; acuerdos políticos tan amplios como fuera posible. Otra tarea pendiente era dar eficacia, dentro de la ley y de las prácticas democráticas, a los Cuerpos de Seguridad. En esas líneas tratamos de avanzar.
«LO QUE NOS CUENTA ESTE ESPAÑOL NO ES POSIBLE»
El ministro del Interior francés era entonces Gaston Deferre[57], que era un político de mucho prestigio. Cuando me entrevisté por primera vez con él, no ocultó que le complacía que yo supiera hablar francés; pero me veía como si fuera su hijo, como un chaval, ¡qué le iba yo a contar! Recuerdo que, en cierta ocasión, me invitó a almorzar con sus colaboradores. Yo iba con mis folletos, mis papeles, y me preguntó: «Oiga, ¿es verdad que hay un Parlamento en el País Vasco?». Le contesté: «Pues sí, hay un Parlamento, y hay partidos independentistas; pero no sólo eso: en el País Vasco hay una Policía que depende del Gobierno vasco, que se está desarrollando, y también cobran sus propios impuestos. Mira, aquí traigo un folleto del Estatuto Vasco». Y se lo di. Estaba en español y en euskera, no en francés. Lo miró por encima y observé que hablaba con su secretario de Estado en un patois —él era de Marsella— que no entendí bien, no era un francés académico. Aproximadamente, venía a decir: «El español este ha venido a quedarse con nosotros; esto que nos está contando no es posible…». Con el tiempo, Deferre y yo llegamos a ser amigos. Yo le admiraba y lo sentí mucho cuando murió. Creo que la buena relación que tuvimos fue fruto, prácticamente, del primer encuentro; fue a partir de ese primer encuentro cuando él empezó a tener una cierta predisposición favorable hacia nuestros problemas con el terrorismo. Deferre tenía muchas fotos en las que aparecía saludando a jefes de Estado, y me fijé en una foto concreta: estaba con Salvador Allende en su despacho. Le pregunté si le había conocido y me dijo que sí, que había hablado alguna vez con él; me preguntó, a su vez, si yo sabía algo de Allende. Yo conocía bastante bien la situación en Chile y cómo se desarrolló el golpe de Estado contra Allende, porque aquello, como a casi todos los de mi generación, me afectó mucho. Hablamos de ello. Creo que le sorprendió un poco, porque puede decirse que yo tenía más información que él. Y así se anudó una buena relación. Terminamos firmando los «Acuerdos de la Castellana» en los que, entre otras cosas, la parte francesa decía que nunca más considerarían a un terrorista como un refugiado político. Aquellas negociaciones se formalizaron en 1984, creo recordar[58]. Es verdad que aquellos acuerdos se establecieron sobre una base: Felipe González, cada vez que se entrevistaba con Mitterrand, sacaba el tema. Él ha contado la anécdota de que cuando le llevaba a Mitterrand la cifra de policías y de guardias civiles asesinados, en una ocasión, el presidente francés le dijo que no sabía si sus propios cuerpos de seguridad habrían podido aguantar esto sin hacer una revuelta o sin plantear un problema.
FUNERALES, A ESCONDIDAS
En aquella época, en el País Vasco, la única representación que había del Estado era la policía y el PSOE. Bueno, y las oficinas de Correos y los Paradores de Turismo. Y poco más. Gregorio Peces Barba me contó que una vez fue a Bilbao, a un funeral, en época de UCD, y que fue al Gobierno Civil de Vizcaya: tuvo la sensación de estar en un fuerte; estaban allí, rodeados. Porque era el único lugar donde podían estar. Yo, por eso, desde el primer momento, de acuerdo con los dirigentes del PSOE, traté de hacer actos públicos. Había habido muchas críticas, quejas por la falta de atención a las víctimas y porque los funerales se hacían poco menos que a escondidas. Incluso en la época de UCD, con ocasión de un atentado en Basauri, fue Leopoldo Calvo Sotelo, cuando era presidente del Gobierno, como para instaurar una etapa distinta, en la que se les iba a dar a las víctimas la máxima dignidad. Era tal la inquietud y el miedo, que hubo una especie de motín en el cuartel de Basauri, y los policías retuvieron al presidente del Gobierno allí, en el cuartel; estuvo varias horas retenido, sin que le dejaran salir. Y quizá por eso, esa buena intención no se repitió. Pero yo, desde el primer momento, con el apoyo impagable de los compañeros del Partido Socialista de Euskadi, decidí formalizar un acto de homenaje cada vez que había un atentado. El primero que hicimos fue a mediados de diciembre de 1982.
Yo tomé posesión el día 2, y el día 3 la policía mató en un tiroteo a Martín Luna, uno de los jefes del GRAPO, en Barcelona[59]. Entonces tomé una decisión que, en la Policía, no sentó bien… En la información que me presentaron, me dijeron que Martín Luna tenía un hijo, que vivía con su madre en Barcelona, y que la policía mantenía una vigilancia constante sobre su domicilio, porque pensaba que algún día Martín Luna iría a verle. Efectivamente, así ocurrió y la policía, no sé si al entrar o al salir de la casa, le dio el alto; él disparó y la policía disparó y lo mataron. A mí se me ocurrió, con una ingenuidad juvenil, que, dentro de la tragedia y teniendo en cuenta que se trataba de un jefe de una banda terrorista, había ahí una criatura que era inocente, y que había algo emotivo, porque este hombre, que era un terrorista, quería a su hijo, se había jugado la vida y la había perdido por ir a verlo. Entonces les dije a los policías que tenían que ir a visitar a la familia y ofrecerle ayuda, que nos podíamos encargar de la educación del niño, de pagarla, porque queríamos que su hijo se incorporara plenamente a la sociedad, que no fuera un proscrito. Los policías se resistieron mucho, dijeron que aquel no era su papel, pero lo hicieron. Me consta que esto provocó una sorpresa enorme en la familia; debieron de pensar que era una especie de trampa y, por otra parte, estaba muy caliente lo sucedido: su marido y el padre de su hijo había muerto a tiros de la policía, y no aceptaron la ayuda. Pero no creo que fueran virulentos en el rechazo.
A mitad de diciembre de 1982, los etarras tirotearon a dos guardias civiles en la estación de Irún y los mataron. Uno cayó sobre las vías y otro, creo recordar, en el andén. En aquella época, estaba todavía secuestrado el empresario Orbegozo[60], que llevaba por lo menos un mes en manos de los «poli-milis» (lo habían secuestrado en la época de Rosón). Tras el atentado de Irún, me desplacé a Guipúzcoa, para hacer un homenaje a las víctimas. Los cuerpos los habían llevado al Gobierno Civil de San Sebastián y allí hicimos un acto fúnebre. Pero luego decidí que se hiciera la ceremonia religiosa en una iglesia, no en el Gobierno Civil. Tuve algunos problemas con Setién[61], por el tema de las banderas: nos exigió que quitáramos la bandera de España que cubría los féretros para entrar en la iglesia. Eso me ocasionaba también algunos problemas con las Fuerzas de Seguridad, pero les dije que aquéllas eran las condiciones que ponía el obispo, que a mí me parecía lamentable, pero que las cumplía porque yo quería que tuvieran un funeral en una iglesia. Setién argumentaba que la Iglesia tenía que ser neutral, y que si se enterrara a un etarra, tampoco iba a dejar que hubiera símbolos; lo cual no era verdad, porque, cuando eso ocurría en un pueblo de Guipúzcoa, no había quien quitara la ikurriña.
A los funerales íbamos muy pocos. En Guipúzcoa había tal opresión que la gente de derecha que iba a estos actos era muy poca. Iba muy poca gente. Íbamos los compañeros del muerto, las familias, dirigentes del PSOE… Debo decir que era muy frecuente la presencia de Jaime Mayor Oreja en esas ocasiones. Cuando yo llegué al Ministerio, él era el delegado del Gobierno, y estuvo todavía más de un mes conmigo, siendo también mi delegado del Gobierno en el País Vasco; porque el delegado que queríamos nombrar, que era Jáuregui, era el secretario general de la UGT en Euskadi y Nicolás Redondo ponía pegas, y se tardó en convencer a Redondo para que Jáuregui accediera a la Delegación del Gobierno.
De todas formas, y haciendo referencia a los problemas que encontrábamos los políticos en Euskadi, debo decir que, a mí, en Guipúzcoa, me abucheaban muy poco. Donde más problemas tenía era en Navarra, muchos problemas. Me daba rabia, porque veía a veces a los propios guardias atemorizados. La situación era mucho mejor en Guipúzcoa, quizá porque allí hubo dos mandos excelentes de las fuerzas de seguridad: en la Guardia Civil, Enrique Rodríguez Galindo, y en la Policía Nacional, que todavía estaba militarizada, Paulino García —creo recordar—, que era comandante del Ejército y un mando muy eficaz. Entre los dos lo organizaban todo muy bien, con gran dignidad. Había más problemas en Vizcaya. Allí acudían individuos de extrema derecha y gritaban contra el Gobierno y contra mí, porque les molestaba mucho que yo hubiera instaurado la costumbre de finalizar los actos fúnebres dirigiendo unas palabras a los asistentes, y terminar diciendo: «¡Viva la Constitución!», «¡Viva la Guardia Civil!» o «¡Viva la Policía Nacional!», «¡Viva el pueblo vasco!». La extrema derecha decía que era la Constitución la causante de todo aquello. Teníamos dos problemas: por una parte, esa extrema derecha que no aceptaba la Constitución, que según ellos era el origen de aquella situación, y, por otra, los «súper progres», que, cuando yo daba esos gritos, decían que recordaba la época del fascismo. Ahora veo a algunos de ésos, sujetando pancartas, y ahora todo les parece poco contra el PNV y en defensa de la Constitución. No hay más que acudir a las hemerotecas…
UN SARGENTO POR ENCIMA DEL REY
Esa costumbre, hablar ante los medios y animar a las víctimas, comenzó tras ese primer atentado de mi mandato al frente del Ministerio del Interior, el atentado de Irún. Al final de la ceremonia religiosa, muy emocionado, dirigí unas palabras a la gente, glosando las figuras de los asesinados, abracé a las familias, que se comportaban siempre de una manera ejemplar, sufriendo calladamente… Incluso algunos de los familiares más cercanos de los asesinados trataban de animarme a mí. Cuando concluyó el acto religioso, decidimos desplazarnos a la estación de ferrocarril de Irún, donde los habían asesinado, para depositar unas flores y realizar un acto de homenaje. Me había puesto de acuerdo con Enrique Casas, porque me dijo que la gente del Partido iba a acudir. Y, cuando estaba todavía en el despacho del gobernador civil, me llamó el gobernador civil de Navarra, Francisco Javier Ansuátegui —ahora es delegado del Gobierno en Madrid—; me dijo que la Guardia Civil había dado con el lugar donde tenían secuestrado a Orbegozo y lo había liberado. Luego supe cómo había sido. Y había sido un sargento, el sargento Guerrero, un guardia civil concienzudo, clásico, hasta con el bigote clásico, con sus guardias de puesto. Había decidido cuadricular todo el territorio que tenía a su cargo e ir haciendo registros sistemáticos, y aquel día habían llegado a una borda, una pequeña cabaña que usan los cazadores, y les pareció que había alguien dentro. Llamaron a la puerta y no les abrieron. Entonces uno de los guardias se encaramó para quitar alguna teja y asomarse desde arriba, para ver si había alguien, y vio que Orbegozo estaba allí… Fue una intervención limpia, por parte de guardias civiles de un puesto común. Esto no lo supe con tanto detalle entonces. Luego, pasado el tiempo, le dije a la Junta de Generales de la Guardia Civil que había que darle la Medalla de Oro al sargento Guerrero, y hubo una cierta resistencia, porque esa condecoración sólo se le había dado al Rey y a algún ministro. Yo afirmé que este sargento, el sargento Guerrero, se la merecía más que el Rey y que los ministros, y que había que dársela. Y se la dieron. Es una de las satisfacciones de mi paso por la política.
Con esa información, sabiendo que habían liberado a Orbegozo, fui a la estación de Irún. Me señalaron las vías donde habían asesinado a los guardias; bajamos a las vías, depositamos unas flores y, desde allí, rodeado de gente, improvisé un discurso y comenté la liberación de Orbegozo. Dije que, en un momento en que estaban al mismo tiempo velando a sus muertos y organizando un acto fúnebre, los guardias civiles no habían dejado su trabajo y habían conseguido liberar a Orbegozo; que éstos eran los funcionarios que nosotros queríamos. Lo dije muy emocionado. Y, como estaban metiéndome encima los micrófonos de las radios, salió en las emisoras un tono de voz muy fuerte; pero yo sólo hablaba para dirigirme a los asistentes, a pulmón, no había megafonía… Pero, en fin, en la radio salió un tono de voz excesivamente fuerte. También por eso hubo críticas de los que no habían votado la Constitución: porque había hablado muy fuerte. Decían que era una brutalidad: ¡un discurso gritando…! Después me llevaron al cuartel de la Guardia Civil en Irún y allí me ofrecieron una cerveza. Había un montón de oficiales de los grupos antiterroristas, de la Guardia Civil de tráfico y de otras secciones. Un oficial me dijo: «Le quería decir una cosa en nombre de mis compañeros, señor ministro. Se ha producido un cambio de Gobierno, y nosotros, como es normal, teníamos una cierta incertidumbre sobre quién iba a venir o cómo iba a reaccionar el Gobierno ante estos temas, o ante nuestros compañeros o ante las víctimas del terrorismo; y, al oírle a usted en la estación de Irún, queremos decirle que nos ha emocionado y hemos visto que usted también lo estaba, y esas dudas que teníamos, ya no las tenemos». A partir de entonces decidí ir a todos los funerales de personal del Ministerio del Interior, de policías o de guardias civiles. Y tuve que asistir a muchos… En algo más de cinco años, al menos la mitad de los que morían entonces eran miembros de los Cuerpos de Seguridad, a un promedio de sesenta muertos al año. Puede calcularse entonces: treinta muertos por cinco años, ciento cincuenta funerales. A veces, cuando se producía alguna discusión dentro del Gobierno, Narcís Serra decía, para valorar las actitudes ante el fenómeno del terrorismo: «Hay que hacer una distinción entre los ministros que vamos a funerales y los que no vais a funerales».
ENTRE LA DERECHA Y LOS «PROGRES» DE SALÓN
Si hubo críticas dentro del Gobierno por mi labor, jamás fueron en público. Por el contrario, cuando nos reuníamos varios compañeros, con nuestras mujeres, yo podía sentir que demostraban un afecto especial y solidaridad para conmigo. Las críticas, en esa época, procedían sobre todo de un ambiente nacido en la oposición a la dictadura, en el que consideraban que hablar bien o defender a los Cuerpos de Seguridad era negativo, era ser facha. La prensa de derechas, como estaba en el poder un Gobierno socialista, «daba mucha caña» e insistía en que no lo hacíamos bien. Y la prensa menos de derechas —porque prensa de izquierdas nunca ha habido— adoptaba la actitud de los «progres» de salón, para los que defender la Constitución o el Estatuto era sospechoso: ellos decían entonces que había que negociar con ETA. Sufrí una presión constante. Recuerdo un debate que tuve en el Congreso con Santiago Carrillo, con el que luego siempre me he llevado bien. Santiago decía que ETA había luchado contra el franquismo, y que los antifranquistas se lo teníamos que reconocer. Y yo le contesté: «Mire: lucharon contra el franquismo por un accidente. Los etarras, en su propia documentación, dicen que, realmente, contra lo que luchaban era contra España; que, en ese momento, gobernaba Franco y le tocó a él, pero para ellos no hay distinción». Hoy puede entenderse que la motivación terrorista era exactamente ésa, pero, entonces, cuando le dije eso a Carrillo, no lo quería admitir; le llegué a decir incluso que esas ideas las expresaban los mismos terroristas y que estaban en los documentos de ETA. Ese apoyo «pseudoprogre» a las tesis etarras, lo mantuvieron entonces personas como Fernando Savater. Debo decir que siempre se ha querido interpretar a ETA más allá de lo que la propia banda pensaba, y se le concedían unos objetivos o unas facultades de análisis que no coincidían con lo que ETA había explicado. Yo decía a veces: «Los etarras son crueles, son fanáticos, pero no son mentirosos; dicen la verdad respecto a sus objetivos, dicen lo que pretenden. Cuando, en un panfleto, dicen que quieren una Euskadi reunificada, no es que digan que quieran negociar un Estatuto, sino que quieren establecer una dictadura, y en eso es en lo que creen».
Yo tuve un problema enorme con un atentado, el famoso «caso Linaza»[62], que también prueba cómo se portó el PSOE con sus antecesores, y el trato que recibimos nosotros de nuestros sucesores. El «caso Linaza» viene de la época de UCD, siendo ministro Juan José Rosón. Hubo un atentado muy sangriento en Ispaster, con un tiroteo en el que murieron cinco o seis guardias civiles y dos o tres etarras; parecía ya una guerra de guerrillas en toda regla. Entonces, la Guardia Civil supo que el jefe del comando que había hecho ese atentado, que se escapó, era Tomás Linaza. Su padre vivía en Ispaster. Le detuvieron y, según parece, le golpearon para que diera información sobre su hijo. Esto se transformó en un caso judicial, que protagonizó una jueza, Elisabeth Huertas. La jueza dijo que la Guardia Civil no colaboraba con ella en la investigación de estos supuestos malos tratos al padre de Tomás Linaza. Abrió una investigación y citó, en una ocasión, a más de cien guardias civiles, para que comparecieran a declarar en su juzgado. A mí me pareció que esto era un despropósito total y que había que hacer algo para atajarlo. Me opuse y me resistí legalmente a que las cosas se hicieran de esa manera, y recibí unas críticas tremebundas de los comentaristas «pseudoprogres» y de las asociaciones de jueces. Debo recordar que este caso no me afectaba a mí, ya que, cuando sucedieron los hechos, no gobernaba el PSOE; todo había sucedido en la época de UCD.
Otro caso: Zabalza —no recuerdo su nombre[63]—. Lo detuvo la Guardia Civil y apareció esposado y muerto en el río Bidasoa, después de algún atentado. Pedí información y la Guardia Civil me informó que se había escapado, que lo habían perseguido y que se había tirado al Bidasoa. En realidad, estos detalles se conocieron después, porque se había escapado y tardaron en encontrarlo. Creo recordar que lo encontraron unos pescadores, aguas abajo. Se formó una polémica que, al parecer, todavía se mantiene. Se le hicieron tres autopsias. Además de los forenses oficiales, vino una forense de Dinamarca, de una asociación contra la tortura, designada por Herri Batasuna. Yo dije a la Guardia Civil: «Yo confío en la versión que me habéis dado; si es mentira y se demuestra, presento la dimisión». Nosotros, entonces, vivíamos en el Ministerio, y estuve hablando con Esperanza, mi mujer: estaba muy preocupado con este asunto, porque era sospechoso. Pensaba: «Como me hayan engañado, me voy». Estuvimos toda la noche esperando. Me parece recordar que fue Andrés Casinello, que era jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, quien me llamó. Me dijo que Zabalza se había ahogado en el río; que lo probaban exámenes del Instituto de Toxicología español y de otros organismos extranjeros. Era elemental: si lo habían tirado al río ya muerto, no tendría agua en los pulmones; pero si se había tirado y había caído vivo, al tratar de respirar le habría entrado agua en los pulmones. Zabalza tenía agua en los pulmones y, además, resultó que el día y a la hora a la que dijo la Guardia Civil que se les había escapado y le habían perdido la pista, se había producido una denuncia: una fábrica, aguas arriba, había arrojado un vertido al Bidasoa de un material que se emplea para los tornos y las fresadoras, que se llama «taladrina», un material contaminante. Y Zabalza tenía rastros de taladrina en los pulmones. Todo coincidía. Pero aquello fue como lo del tiro en la nuca de Lucía Urigoitia[64]. El País, en un momento dado, quiso echar un pulso y demostrar que ellos podían cargarse al ministro del Interior. Felipe González me lo contó. Yo he ido a declarar por el caso Zabalza, y por supuesto, también Vera y Galindo, y creo que aún no se ha cerrado. Lleva veinte años abierto.
La relación con los jueces en el País Vasco no siempre era complicada; con unos jueces sí y con otros no. Hay que establecer una comparación. Cuando Mayor Oreja era ministro[65], un etarra que se llama Geresta aparece, creo que en Rentería, con un tiro en la sien derecha, y tenía la pistola en el lado izquierdo; le habían arrancado muelas después de muerto, tenía una mano en el bolsillo, la pistola en el lado contrario del que tenía el tiro. No hubo ninguna investigación. Fue un suicidio. Todo legal. Confirmado[66]. Caso Lucía Urigoitia: entró la Guardia Civil en el piso donde estaba el comando del que ella era la jefa; hubo un guardia herido, con un tiro en el pecho, que no le mató porque llevaba chaleco antibalas; este guardia declara que, en el tiroteo, ella cayó y, cuando estaba en el suelo, le disparó; entonces él también disparó, en defensa propia. Yo he ido a declarar por este caso.
POLI-MILIS, EL ÚNICO CAMINO
Entre las reformas legales que llevamos a cabo, yo derogué la Ley Antiterrorista; llevé al Congreso la legislación vigente en la actualidad y traté de que se asimilara a la legislación común, que los crímenes terroristas fueran considerados como los demás; reduje a cinco los diez días que se podía retener a las personas con autorización de los jueces, y desaparecieron todas las especialidades existentes hasta entonces.
Hubo algunas sorpresas. Por ejemplo: el PNV y Euskadiko Ezquerra (con Juan María Bandrés), que no habían recurrido la Ley Antiterrorista que autorizaba detenciones de diez días, recurrieron la nueva ley ante el Tribunal Constitucional. El PNV me aseguró que no la iban a recurrir, en un acuerdo que logré con ellos en el Senado. Belloch era, en ese momento, juez en la Audiencia de Bilbao. Y, siendo juez, iba a las manifestaciones contra el Ministerio del Interior que organizaba Herri Batasuna. Es fácil imaginar lo que yo pensaba cuando le veía ahí. Por eso le dije a Felipe que era un error que nombrara a este señor. En aquella época, toda la «progresía» hablaba mal de la Audiencia Nacional: decían que era un Tribunal de Excepción que había que eliminar y que había que darles las competencias a los jueces del País Vasco. Yo defendí precisamente esa postura: ceder la jurisdicción a los jueces vascos. Y lo hice cuando se preparaba la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. El ministro de Justicia, que era entonces Fernando Ledesma[67] se negó a tal cesión: dijo que era imposible que los jueces del País Vasco asumieran esas competencias. Como yo defendía la posición contraria, Belloch se sumó a la postura del Ministerio de Justicia. Se puede comprobar en las hemerotecas, la reforma es del año 86. Curiosamente, ahora que la Audiencia Nacional está siempre en todos los procedimientos que tienen gran repercusión mediática, no hay protestas para que desaparezca un Tribunal de Excepción, como es la Audiencia Nacional, y sus competencias pasen a los jueces territoriales normales. Yo sigo pensando que eso sería lo mejor.
Hicimos la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que hoy está en vigor. Conseguimos el Pacto de Ajuria Enea: lo firmaron todos los partidos; los partidos de ámbito nacional firmaron el llamado Pacto de Madrid; y más tarde se firmó otro en Navarra también. Los tres pactos tenían contenidos similares. Llegamos a acuerdos con Francia; cambió la actitud del Gobierno francés con la presidencia de Mitterrand, eso se lo tendremos que agradecer siempre, y empezó a entregarnos terroristas, mediante extradiciones. Cuando yo llegué al Ministerio, había cuatro bandas terroristas en el País Vasco y, cuando dejé el cargo, sólo quedaba ETA militar. En mi época, mantuvimos los acuerdos con Onaindía —que me parece más leal que Bandrés, que no se comportó como una persona leal— para la desaparición de ETA político-militar. El fiscal jefe de la Audiencia Nacional era un señor que se comportó excepcionalmente bien; se llamaba Melitino García Carrero, y había sido un jefazo de la organización sindical del franquismo. Se llegó a un acuerdo con él para que los «poli-milis» que se entregaran a la policía, si confesaban la verdad, firmarían una declaración en la Audiencia Nacional —en la que quedara sentado que aceptaban las vías democráticas y dejaban las armas— y se les eliminarían todas sus causas pendientes. Era necesario que dijeran toda la verdad, puesto que si ocultaban algún delito, siempre se les podría abrir otra causa y devolverlos a la cárcel. Además, en la declaración de la Audiencia Nacional, se había evitado escrupulosamente hablar de arrepentimiento: sólo se hablaba de aceptar el juego democrático y el abandono del camino armado. Todo aquello lo organizó el fiscal Melitino García Carrero, y todos los jueces lo aceptaron. Muchos etarras de la organización político-militar se reintegraron a la vida normal con este procedimiento.
INTXAURRONDO: REALIDAD Y LEYENDA
Uno de los asuntos que sigue coleando es Intxaurrondo. Intxaurrondo fue un acuartelamiento que se empezó a edificar en la época de UCD, y se continuó en nuestra época. Queríamos tener a los guardias civiles de Guipúzcoa, que era la zona más delicada, en un lugar seguro, porque vivían con sus familias. Intxaurrondo es un barrio de San Sebastián en donde vive gente de todo tipo; pero el acuartelamiento de la Guardia Civil está formado sólo por unas casas de vecinos encuadradas en un perímetro de protección. Hay una leyenda negra: parece que en aquel lugar hay mazmorras, que es un castillo donde hay verdugos encapuchados que utilizan cadenas y grilletes… Había gente interesada en crear esa imagen, porque era un enclave donde los guardias civiles podían vivir con una cierta seguridad, y había que «cargárselo». Intxaurrondo no es más que un grupo de casas dotadas de un sistema de seguridad para que las familias puedan vivir tranquilas. En realidad, las dependencias oficiales de la Guardia Civil están en San Sebastián. La leyenda negra no es más que una fantasía alimentada por el «que se vayan» y por esta campaña en la que cayó, lamentablemente, el equipo del último Gobierno de Felipe González, que fue un desastre en todos los aspectos: político, en la lucha antiterrorista y en el terreno humano y en lo personal.
No creo ciertas informaciones según las cuales los guardias civiles de Intxaurrondo recibieran mal a Margarita Robles, cuando ésta era secretaria de Estado de Interior y fue a visitar el acuartelamiento. La Guardia Civil es un cuerpo muy disciplinado. Es imposible que se atrevieran a decirle nada, sino todo lo contrario. Es más, durante mucho tiempo, la persona en la que más se apoyó Margarita Robles fue el general Rodríguez Galindo. Naturalmente, porque producía éxitos. Hubo asesinatos terribles como el de Francisco Tomás y Valiente cuando estaba Margarita Robles en el Ministerio. Y uno de los pocos a los que tenían para agarrarse, para ofrecer éxitos, era el general Rodríguez Galindo. Lo que sucede es que, en un momento dado, empiezan a aparecer informaciones tendenciosas en El Mundo, continuando con la leyenda negra y los mismos ataques. Algo parecido a lo que ocurre, en otro nivel, conmigo. Es decir, de lo que se trataba era de desacreditar al Gobierno socialista, y Rodríguez Galindo, un símbolo en la institución, era un general de la Guardia Civil más bien conservador, pero se comportaba lealmente con el Gobierno socialista. Para la derecha ha sido un símbolo de aquello a lo que hay que dar un escarmiento. Es decir: los «nuestros» no pueden colaborar con los socialistas, con los rojos, y el que se sale de esa norma, recibe un escarmiento, aunque sea un héroe de la lucha antiterrorista.
«YO EN ESE CARRO NO ME SUBO»
Fue en ese momento cuando se puso en marcha esa especie de «ajuste de cuentas con el pasado», que era un absurdo y un disparate. Porque ese ajuste de cuentas se hizo sólo para con los Gobiernos socialistas anteriores, como he repetido tantas veces. El último Gobierno que presidía Felipe González trataba de ajustar cuentas con otros Gobiernos que también había presidido Felipe González. ¡Éste es el disparate! No sé si Felipe se dejó seducir por esos planes pero, efectivamente, eso es lo que ocurrió. ¿Lo apoyó con entusiasmo? ¿Con voluntad? Creo sinceramente que no, pero es evidente que eso fue lo que ocurrió. Yo creo que Felipe, en esa etapa, estaba muy acosado por problemas de todo tipo. Había sucedido lo de Roldán, que fue catastrófico. Pero hubo más. Hubo un momento en que me llamó Felipe preguntándome si yo iba a dimitir «también». Ese mismo día metieron en la cárcel a Mariano Rubio[68]; dimitió el ministro de Agricultura[69], porque había hecho una inversión en unos fondos opacos —era legal, no muy «bonita», pero legal, y se trataba de una pequeña cantidad—; dimitió Carlos Solchaga, que ya no era ministro, pero era el jefe del Grupo Parlamentario; Solchaga dimitió porque Mariano Rubio había sido alto cargo, presidente del Banco de España cuando él era ministro de Economía. Yo hablé con él y le dije: «Oye, Carlos, ¿no es una pasada que dimitas también de diputado?». Y me contestó: «Sí, es una pasada, pero he visto una nota de La Moncloa en la que dan por hecho que voy a dimitir». Yo le aseguré: «Pues a mí me ha llamado Felipe González y me ha preguntado que si voy a dimitir, que Corcuera dimitía…». También había ocurrido lo de Roldán… Yo era diputado, y le había dicho antes a Felipe que tenía una oferta de trabajo de una empresa privada y que estaba pensando si dimitir de diputado e irme. Entonces, Felipe González me llamó y me dijo: «Mira, van a meter en la cárcel a Mariano Rubio, dimite el ministro de Justicia, Solchaga, Corcuera se va también…». Yo le respondí: «¿Cómo? ¿Cómo? Felipe, todos éstos van en un carro que pone “Corrupción”, y yo en ese carro no me subo». Ésa era la actitud y el estado de nervios en que estaba el presidente. Y Corcuera, que ya había dimitido como ministro, dimite también de diputado. No sé por qué. Le llamé y le dije: «Bueno, ¿pero esto qué es?». Me contestó que lo hacía por lo de Roldán… «Pero bueno», le pregunté, «¿qué culpa tienes tú? También Roldán estuvo conmigo, aunque menos y antes…».
ROLDÁN, UN HOMENAJE INSÓLITO
Roldán estuvo a punto de ser ministro. Me lo dijo el propio Felipe González. Y cuando estaba valorando la posibilidad de hacer ministro a Roldán, José María Irujo publicó en el Diario 16 dos páginas con todas las fincas que tenía Luis Roldán, con el número del registro y dónde estaban situadas. Conseguir esos datos era dificilísimo entonces, porque había que ir registro por registro por toda España… A mí nadie me ha dicho de dónde salió esa información, pero sigo sospechando que salió del propio Servicio de Información de la Guardia Civil. Era una información demasiado exacta. Una cosa es que recibas un soplo, y otra es que tengas todas las inscripciones registrales de todas las fincas, lo de París, lo de la Isla Guadalupe…
Recuerdo que, cuando yo estaba en la cárcel, una diputada de Zaragoza, Carmen Solano, que fue de UCD y luego del PSOE, iba a vernos a la cárcel y un día me contó una anécdota. En el currículo que usaba Roldán aparecía que era economista e ingeniero industrial; ese mismo currículo lo había entregado a la hora de presentarse a las elecciones municipales, porque era concejal de Hacienda del Ayuntamiento de Zaragoza. Él se presentó en su tierra, en su ciudad, con ese currículo y nadie dijo nada; no era economista ni ingeniero industrial, pero lo ponía en su currículo y tenía tarjetas. Cuando se le nombró director general de la Guardia Civil, el Colegio de Ingenieros Industriales de Zaragoza, encantado de que uno de su profesión fuera director de la Guardia Civil, le organizó una cena de homenaje con todos los colegiados, porque un compañero suyo era director de la Guardia Civil. ¿A quién se le ha ocurrido examinar alguna vez el currículo de algún cargo público? ¿A quién se le ocurre comprobar si son ciertos o no los datos? A nadie, jamás. Porque no hay que tener título universitario, ni para ser director de la Guardia Civil ni para ser ministro.
Roldán era teniente de alcalde y concejal de Hacienda en el Ayuntamiento de Zaragoza, con el alcalde Ramón Sáinz de Baranda. Nosotros, para los cambios de gobernadores civiles, teníamos muy en cuenta los informes de las delegaciones locales del PSOE y, salvo en el País Vasco y en parte en Cataluña, Alfonso Guerra, que era vicepresidente del Gobierno, tenía empeño en algo que parecía elemental: que no se nombraran gobernadores a personas que hubieran nacido en la misma ciudad en la que iban a desempeñar ese cargo, para que no estuvieran conchabados y no tuvieran intereses en asuntos locales.
El subsecretario de Interior era Carlos Sanjuán, y él se encargaba de ir haciendo entrevistas a los candidatos a gobernador; luego me entregaba los informes y yo, una vez tomada la decisión, despachaba primero con Alfonso Guerra y luego llevaba la propuesta al Consejo de Ministros. Pero antes de llevarla al Consejo de Ministros, yo tomaba la precaución de tener una entrevista personal con el candidato elegido, para verle la cara, además de contar con los informes que me daba Sanjuán. Entonces, se decide nombrar delegado del Gobierno en Navarra a un señor de Zaragoza. Un miércoles —el Consejo de Ministros era el viernes—, este señor se fue a Pamplona para hablar con Ansuátegui, al que iba a sustituir. Y Ansuátegui le presentó un panorama tremendo. Es verdad que había habido un bombazo un tiempo antes, y aún no se había arreglado un trozo de muro del Gobierno Civil. Aún estaba protegido con sacos terreros. Y Ansuátegui le decía: «Mira cómo estamos, aquí no puedes salir, hay atentados por todas partes, esto es peligrosísimo…». En fin, el hombre aquel se acobardó, volvió a Zaragoza y convocó a la prensa, el tío merluzo, y dijo que le iban a nombrar gobernador civil de Navarra, pero que había decidido renunciar, antes de que lo nombráramos. Los del Partido en Zaragoza me llamaron desolados. Esto ocurrió el jueves, y al día siguiente tenía que llevar el nombramiento al Consejo de Ministros. Así que decidí no llevarlo. Entonces, me llamó el alcalde de Zaragoza, Sáinz de Baranda, y me dijo: «Oye, hay un follón en Zaragoza inimaginable con esto; hasta tal punto estamos avergonzados todos los aragoneses y todos los zaragozanos, que te quiero pedir por favor: que me nombres a mí gobernador de Navarra, por el buen nombre de Aragón…». Yo conocía a Sáinz de Baranda, porque habíamos coincidido cuando yo era representante en el Ayuntamiento de Madrid, y le contesté: «No, hombre, ¿cómo vamos a quitar al alcalde de Zaragoza, para nombrarlo…? Es desnudar a un santo para vestir a otro. No puede ser. Sinceramente, pienso que es más importante ser alcalde de Zaragoza». Nueva llamada de Sáinz de Baranda: «Bueno, si yo no puedo ser, entonces que lo sea mi mano derecha, el primer teniente de alcalde, Luis Roldán…». Yo conocía también a Luis Roldán, de las reuniones municipales. Lo consulto y me dicen que vale. Y así fue como nombramos a Luis Roldán gobernador de Navarra, por este suceso, de un día para otro. En este caso, no tuve la entrevista previa con él, dada la precipitación del caso, aunque, como digo, lo conocía.
«ESE ROLDÁN NO ERA EL QUE YO CONOCÍA»
Luego llegó el nombramiento de director general de la Guardia Civil. Había habido siempre mucha presión para que el director de la Guardia Civil no fuera un militar. Habíamos prolongado más de lo que era reglamentario el nombramiento del general Sáenz de Santamaría, y ya estaba en vigor la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, que reformaba la Guardia Civil y facilitaba que el director pudiera ser un nombramiento político, no un mando del Ejército. En el Gobierno nos planteamos nombrar a un civil y, tras estudiar las candidaturas, se hizo una terna. Tenía que ser un nombramiento conjunto, de Defensa y de Interior: Interior proponía una terna y Defensa elegía entre esos tres. En la terna que yo presenté estaban: Eligio Hernández, que era mi favorito; el gobernador civil de Barcelona, que luego sustituyó a Roldán en la Guardia Civil, Ferrán Cardenal; y Roldán, que era el tercero. Narcís Serra, que era entonces el ministro de Defensa, al parecer no se llevaba bien con Ferrán Cardenal; a Eligio parece que no le conocía; y sí conocía bien a Roldán, de su etapa municipalista, cuando fue alcalde de Barcelona. Además, Roldán había sido hábil y trataba con la gente del Gobierno. Así que, de la terna que yo propuse, Defensa eligió a Roldán.
Luego, cuando se supo todo lo que había robado Roldán, yo dije la verdad de lo que fue mi relación con él. Dije que ese Roldán que estaba viendo no era el que yo había conocido; que el que yo conocí era otra persona. Yo creo que la ascensión de Roldán fue posible porque él tenía buena relación con Defensa, y Serra tenía una buena impresión de él. Cuando Corcuera dimitió de Interior, dejó a Felipe un poco fuera de juego; no quería que dimitiera, porque era un buen ministro. Entonces, todo el mundo tenía una buena impresión de Roldán: la prensa, los medios de comunicación, todo el mundo. También estaba Antonio Asunción, que tenía un buen cartel como director de Prisiones y que había tenido muy buena relación con el Ministerio de Interior en la etapa de Corcuera; y yo creo que Corcuera propuso a alguien más. Pero creo que las bolas estaban rodando a favor de Roldán —eso lo ha contado Felipe— y se daba como nuevo ministro de Interior. Entonces fue cuando se publicó esa información de Irujo en el Diario 16. A partir de ahí todo se precipita, Roldán queda desechado y se nombra a Toni Asunción.
Cuando yo dejé Interior y me sustituyó Corcuera, en mi cuenta de resultados estaba apuntado, por ejemplo, que había un promedio de cincuenta asesinatos al año, y esa cifra se redujo a veinte; no teníamos legislación, y se reformaron la Policía y la Guardia Civil; no teníamos relaciones con Francia, y dejamos unas relaciones muy buenas, con un buen nivel de cooperación y la concesión de las primeras extradiciones; la formación de la Policía, que consistía en un curso de un mes en el que se enseñaban movimientos con el mosquetón y a desfilar, pasó a ser un curso completo, donde se les enseñaban prácticas policiales, criminalistas, Derecho administrativo, político y constitucional; en la Guardia Civil establecimos cursos para todos: para guardias, oficiales, suboficiales, las unidades y los cuerpos especiales; y se articularon planes de emergencia, que antes no existían, y de protección civil. Esto es grosso modo, el balance de mi gestión. Y, además, estaba funcionando el Acuerdo de Ajuria Enea, donde estaban representadas todas las fuerzas políticas vascas; y el Acuerdo de Madrid, donde estaban todas las fuerzas parlamentarias nacionales. Las leyes que hicimos siguen en vigor; los acuerdos con Francia, por supuesto, se han mantenido.
UN HOMBRE MUY ACTIVO
Muchos de los problemas que aparecieron más adelante surgieron a raíz de los nombramientos de delegaciones gubernamentales. Es el caso de Roldán, y también de otros, como se verá: para el nombramiento de los gobernadores civiles, como se dijo, se tenían en cuenta, sobre todo, los nombres que proponía el Partido. En el caso del País Vasco fue especial y aceptamos directamente los nombramientos que nos propuso el Partido en Euskadi; los guipuzcoanos propusieron a Julen Elorriaga, que había sido alcalde de Irún; el Partido de Vizcaya propuso a Julián Sancristóbal, que era alcalde de Ermua, y se le nombró. En estos casos, debo decir que, antes de su nombramiento, no conocía a ninguno de los dos; después tuve mucha relación con ellos, como es obvio, porque yo iba mucho al País Vasco, a los funerales, y también celebrábamos muchas reuniones para tratar el tema de la lucha antiterrorista.
En el verano del 83 hubo unas inundaciones en Vizcaya. Entonces, por decisión de Felipe González, se acordó que el lehendakari, que entonces era Garaicoetxea[70], asumiera el mando total de todos los efectivos, para que lo coordinara todo. Pero, sinceramente, no sé dónde se metió: no se ocupó mucho del asunto. Y, sin embargo, el gobernador de Vizcaya, que era Sancristóbal, desarrolló un dinamismo espectacular… Estuvo en todas partes, dando la cara, presentando, ayudando… Es más, Felipe González fue con un helicóptero a comprobar el desastre; no pudo aterrizar en muchos sitios, porque había tormentas con peligro, y finalmente logró aterrizar en Bilbao. Allí le atendió el gobernador civil. Garaicoetxea apareció por el aeropuerto, pero cuando Felipe le pidió información, el propio Garaicoetxea miraba a Julián Sancristóbal para que éste ofreciera la información disponible, porque era el que sabía qué estaba ocurriendo. Cuando volvió a Madrid, el presidente del Gobierno dijo: «Pues hay un gobernador estupendo en Vizcaya, ha funcionado de miedo…».
En 1984 yo había nombrado director de la Seguridad del Estado a Rafael Vera, y se había aprobado en el Parlamento una ley endureciendo las incompatibilidades. Entonces, el subsecretario de Interior era Carlos Sanjuán, que también era diputado. En el tiempo que trabajamos juntos, no tuvimos mala relación, pero hubo siempre un problema: que él consideraba que el ministro tenía que haber sido él. El caso es que vino a verme y me dijo que, como tenía que optar entre ser subsecretario o ser diputado, que se lo había pensado mucho y que prefería ser diputado y dimitir de subsecretario. Esto provocó una crisis interna con la que no contaba. Entonces hablé con algunas personas, entre otros, con Sancristóbal, para ofrecerles el cargo de subsecretario. Y Sancristóbal me dijo que él quería seguir en la lucha contra ETA, y que el puesto de subsecretario tenía aspecto de centrarse más bien en temas administrativos; así que me lo agradecía, pero no; añadió que si la oferta fuera para encargarse de la Dirección de la Seguridad del Estado, que en aquel momento tenía la misma categoría que la Subsecretaría, entonces estaría dispuesto a aceptar. El caso era que ninguna de las personas de mi confianza quería ir a Interior. Se lo ofrecí a Manuela Carmena, una jueza, y tampoco quiso aceptar. Con tantos problemas, quería cerrar esa crisis cuanto antes. Entonces hablé con Vera, que era la persona con la que más confianza tenía, y le dije que le iba a pasar a él a subsecretario y que iba a poner de director de la Seguridad del Estado a Sancristóbal, dejando claro que la segunda persona del Ministerio era el subsecretario. También le aseguré que él iba a seguir asistiendo a las reuniones de la mesa antiterrorista y que iba a seguir siendo el viceministro. También le dije que tenía que hacer ese cambio porque no tenía a nadie para la Subsecretaría. Rafa Vera se cabreó como una mona, pero lo nombré subsecretario y nombré director de la Seguridad del Estado a Sancristóbal, que estuvo año y medio en ese puesto. Lo cesé en el 86, cuando hice una reordenación en el Ministerio, porque no estaba muy conforme con él. A Rafa nunca le cayó bien y eso provocó una disfunción en el Ministerio. Rafa y Sancristóbal se llevaban mal, querían estar los dos en el mismo sitio, y yo era más amigo de Rafa y me fiaba más de Rafa. Así que aproveché que tenía que hacer una remodelación en la que, desdichadamente, salió Sáenz de Santamaría y se nombró a Roldán como primer director civil de la Guardia Civil. Entonces salió Sancristóbal y nombré a Vera, otra vez, director de la Seguridad del Estado, esta vez ya con categoría de subsecretario de Estado; pasé a la Subsecretaría a Martín Palacín, que era el director de Tráfico, y cambié también al director general de la Policía: este puesto estaba ocupado por un policía, y puse a un hombre del Partido, Rodríguez Colorado[71].
Cuando cesé a Sancristóbal, le ayudé para que reorganizase su vida, y él hizo la operación de Marconi. Los franceses que tenían la propiedad de Marconi me llamaron a mí, porque era ministro, y me contaron que una persona estaba interesada en su negocio. Me preguntaron que si era hombre de confianza. Les dije que sí. Y le cedieron Marconi por una peseta…
A Sancristóbal le sentó mal que le cesara. Se lo tomó muy mal. Pero no creo que a partir de ahí se convirtiera en mi enemigo… Sé que no le gustó, pero no creo que lo que hizo después fuese una especie de venganza. Lo de Marey empezó mucho después, y ahí pasaron cosas que él entonces no podía saber ni hasta entonces sabía, por ejemplo, todo el episodio de Garzón.
Yo creo que todo empezó con un despecho de Garzón, y eso ocurrió mucho después de que Sancristóbal abandonara el Ministerio. Sancristóbal me incriminó porque le convenció Garzón. Su propio abogado, Stampa Braun, cuenta que Garzón, en una entrevista, le dijo: «Su cliente se está equivocando y está llevando una defensa muy mala. Ahí hay dos puertas: una va a la cárcel, y saldrá por esa puerta si mantiene la actitud que está manteniendo hasta ahora; pero si tira hacia arriba, por el camino recto, entonces saldrá por esa otra puerta, que va a la calle». Entonces, sucedieron varias cosas. Sancristóbal estaba muy preocupado por su dinero, se había metido en Marconi, se había metido en otros muchos negocios, que eran estafas, diciendo que era amigo mío, y había hecho mucho dinero. Entonces estaba en la cárcel con Miguel Planchuelo, que había sido jefe de Policía en Vizcaya cuando él estaba de gobernador. La Audiencia Nacional ordenó que pusieran en libertad a Planchuelo, y Garzón sabía que Planchuelo estaba a punto de hacer lo que él quisiera, porque era un hombre de carácter débil. Así que, cuando la Audiencia Nacional le puso en libertad, Garzón abrió otro sumario de los que tenía en el cajón, volvió a citar a Planchuelo y le colocó en la misma alternativa: «O tira usted hacia arriba, o va a la cárcel». Entonces Planchuelo mantuvo la misma declaración, y fue a la cárcel. (Por cierto, este segundo sumario que abrió Garzón, por el que Planchuelo fue a la cárcel, luego fue archivado y no hubo ninguna acusación ni nada de nada contra nadie). En la cárcel, Planchuelo estaba otra vez con Sancristóbal. La explicación que da Sancristóbal a su traición es ésta, aunque hubiera otras cosas: su versión es que Planchuelo se hunde y le dice que va a declarar lo que quiera Garzón que declare; Sancristóbal se escuda en eso y trata de justificarse diciendo que él no empezó, sino que el asunto ya no tenía remedio, porque Planchuelo iba a ceder a la presión de Garzón. Y como él también estaba en la cárcel y le habían dicho que, si hacía lo propio, también salía, pues, efectivamente, lo hizo. Durante un tiempo, cubrieron las apariencias, poco después salió en libertad. Luego, cuando nos condenaron, él entró en la cárcel después que Rafael Vera y yo. Le dejaron salir de España para que fuera arreglando sus cuentas. Roldán hizo lo mismo, a través de intermediarios. Así que él salvó su dinero, que era lo que le interesaba.
En el juicio, cuando oía a Sancristóbal decir aquellas cosas sobre mí, me venían a la cabeza dos citas. La primera es del Marqués de Sade, que dice: «No hay buena acción que no reciba su justo castigo». La segunda dice así: «Hay gente que no perdona nunca que le hayas hecho favores». La sentencia del juicio por el caso Marey recoge lo que Sancristóbal declaró contra mí. Dice que me llamó la noche del secuestro, que me contó que se habían equivocado de persona y que yo le dije que siguiera adelante. Así lo explicó, más o menos, con todos sus adornos. Pero en el juicio se puso de manifiesto que no pudo ser así, que no pudo tratarse de una sola conversación. De modo que él dijo entonces que efectivamente no fue así, que hubo dos conversaciones. Y cuando mi abogado planteó algunas preguntas para que precisara aquella situación, Sancristóbal acabó diciendo que había habido muchas conversaciones y que, esa noche, como había muchos nervios, nos llamábamos constantemente. ¡Es mentira! Yo no he dicho nunca, y tampoco lo diré ahora, cuál fue mi intervención en ese caso, pero, desde luego, no fue en el secuestro, en el que no tuve absolutamente ninguna participación ni conocimiento. Pero sí tengo que decir que yo no le hice ningún daño al señor Marey. Yo he mantenido en este asunto siempre una misma actitud y es la que voy a mantener en adelante. Simplemente digo que lo que dice Sancristóbal es falso, es mentira: no existió esa conversación telefónica, una conversación telefónica que, por otra parte, es la única prueba que tuvo en cuenta el Tribunal para condenarme, frente al criterio generalizado de la jurisprudencia y de la doctrina y de la práctica española, según la cual, con la sola declaración de un coimputado, no se puede condenar. No hubo otro testimonio. Sancristóbal, además, contó aquello de una forma inverosímil. Dijo que estaba en un despacho con Damborenea, Planchuelo, Amedo… Lo cual es absolutamente inverosímil. Es increíble que un gobernador civil decida llamar al ministro para contarle algo muy confidencial y esté hablando delante de tantas personas. Es simplemente imposible. Sancristóbal era, por otra parte, la «criatura política» de Damborenea y estuvieron muy vinculados durante algún tiempo.
COCES CONTRA EL AGUIJÓN
Damborenea fue el secretario general del PSOE de Vizcaya. Era una persona muy apreciable. Cuando le conocí, le admiré durante un tiempo, como muchos españoles… Por otro lado, Jáuregui me ha confesado que la persona que más daño le ha hecho en la vida ha sido Ricardo García Damborenea, hasta por razones familiares. No obstante, el propio Jáuregui reconoce que, cuando se produjo el asesinato de Enrique Casas[72], fue Ricardo García Damborenea quien consiguió que el Partido en Euskadi no se hundiera: fue agrupación por agrupación, animando a la gente, y dando la cara y apareciendo en las manifestaciones. Ricardo García Damborenea tuvo una actitud muy valiente y mucho coraje personal durante bastante tiempo.
Y ahora se están haciendo discursos políticos que él nunca llegó siquiera a plantear. Por ejemplo, señalar que Álava era el punto débil del nacionalismo vasco, o que había que mantener una buena relación con el PNV pero, al mismo tiempo, no permitirles determinadas actitudes prepotentes o abusivas. Esos diseños ya los hizo Ricardo García Damborenea, pero entonces estaba en minoría. En la actualidad, la actitud de distintas organizaciones contra la violencia de ETA y la política que sigue el Gobierno del PP van mucho más allá que lo que defendió en su día Damborenea.
Él tenía la ambición de ser el secretario general del Partido Socialista de Euskadi (PSE), pero la dirección del Partido en Madrid apoyaba a Benegas, que es también una persona muy estimable. Ahora bien, hay que decir que el apoyo de la dirección de Madrid a Benegas, frente a Damborenea, llegó en algunos casos a extremos en los que se violentaron las aspiraciones de los militantes. Si no hubiera habido presiones de la dirección de Madrid, muy posiblemente Damborenea habría obtenido la mayoría cuando se enfrentó con Benegas, porque se quedó a muy pocos votos… Yo creo que la imposibilidad de acceder a Secretaría General del PSE ocasionó en él una frustración y un rencor que se fueron acentuando con el tiempo y, frente a una actitud quizá no del todo democrática de la dirección de Madrid, él comenzó a «dar coces contra el aguijón». Cada vez que intentaba algo, se enfrentaba más a la dirección de Madrid. Porque, durante un tiempo, Damborenea fue también el presidente del Comité Federal. Es decir, era un personaje de bastante importancia en el Partido. Esa actitud suya, radicalizándose paulatinamente, en contra de Txiqui Benegas —que, insisto, es una persona estimable— y en contra de la dirección de Madrid, porque le habían hecho una faena, propició que se fuera quedando cada vez más aislado. Poco a poco, iba teniendo menos partidarios en Guipúzcoa; en Álava, le ocurría otro tanto; incluso en Vizcaya le fallaban los apoyos. Y llegó un momento —no sé cuál fue el pretexto— en el que abandonó el Partido y fundó otro que se llamaba Democracia Socialista. A la vista de cómo se fueron desarrollando las cosas después, está claro que la dirección de Madrid apoyaba a Benegas porque era una persona más razonable y más adecuada para aquel momento político del País Vasco.
MENTIRAS, INCOMPETENCIAS Y SOSPECHAS
Al final, nosotros nos «comimos» el tema del GAL. Nosotros, que lo habíamos sufrido en nuestras propias carnes. Y el Gobierno socialista pagó un precio político muy alto. El daño que se hizo aún duele. Yo creo que el daño no se ha reparado, ni en lo personal ni en lo político. Lo que sucede es que ha pasado el tiempo y, naturalmente, aquel encarnizamiento se ha disipado. Pero el daño se hizo y no se ha reparado; ni siquiera nos han pedido disculpas. Yo sigo teniendo que ir a la cárcel dos veces por semana, no puedo salir de Madrid sin permiso, no puedo tener un cargo público, no puedo votar, no puedo salir al extranjero. Me quedan todavía ocho años —la condena por inhabilitación se extendió hasta los trece años, y se estableció en 1998—. En las vacaciones de verano, tengo que venir a firmar a la cárcel.
No, no se ha pasado. El otro día fui a firmar a las nueve de la mañana —no acudo los mismos días ni a las mismas horas, por razones de seguridad— y entró el director de la cárcel en ese momento. Como para hacerse el amiguete, me dijo: «Ten paciencia, que ya te queda poco». Me volví hacia él y le contesté: «¿Cómo poco? Si quieres decir que me queda menos, claro que sí».
Me condenaron por el secuestro de Segundo Marey y por malversación de fondos públicos: Sancristóbal también dijo que se le había entregado dinero para pagar el secuestro. Nadie había visto ese dinero; se comprobó que no había habido salida de fondos reservados por esas fechas, pero no importó: le dieron credibilidad a él. Y, como el delito de malversación de fondos públicos requiere, según el Código Penal, provecho personal, dicen en la sentencia que mi provecho personal, aunque fuera una equivocación, era obtener el reconocimiento de que la lucha antiterrorista funcionaba bien. Consideran que eso es equiparable a meterte el dinero en el bolsillo. Yo confío en que no se repita nunca esa interpretación excepcional que se ha hecho de las leyes y de la jurisprudencia en mi caso, porque quiero que mi país sea un Estado de derecho. Si se utilizara ese criterio con carácter general, no lo sería.
Cada uno se cree lo que se quiere creer. Ya he hablado del clima político y mediático que existía en aquellos años. Yo no tengo «manta» de la que tirar: siempre he dicho la verdad; todo lo que he dicho es verdad. He dejado de decir algunas cosas porque me parece que, por mi propio ejercicio de la responsabilidad, no debería decirlas, porque yo adquirí unos compromisos cuando me dediqué al servicio del Estado, y voy a ser leal con esos compromisos.
Felipe González pudo haber adoptado otras actitudes políticas, evidentemente. Pero yo no comparto en absoluto la teoría que se ha venido postulando, sobre todo desde la derecha. Aseguran que si Felipe hubiera hecho una especie de autoinculpación, esto se habría salvado. Si Felipe hace una cosa semejante, le procesan y se lo llevan por delante. Porque la tradición de nuestra Justicia no es democrática, es inquisitorial; los procesos políticos están muy influidos por el ambiente y por los poderes. Pero sí creo que, políticamente, Felipe pudo haber adoptado otras actitudes. Ya me he referido a su último Gobierno, que fue el peor Gobierno, con diferencia. El primero fue muy bueno; en lo que se refiere a Interior, mi sucesión fue muy buena: José Luis Corcuera mejoró mi gestión, y las cosas mejoraron. Pero, después, las actitudes que adoptó Felipe fueron una equivocación. Fue una equivocación haberse dejado intimidar en este y en otros temas.
LAS COORDENADAS DE LA SOSPECHA
De Antonio Asunción yo tengo un buen concepto. Primero, como director de Prisiones y, visto lo visto, dado que el otro candidato era Luis Roldán, fue un acierto que lo nombraran ministro del Interior. Estuvo muy poco tiempo al frente del Ministerio[73], pero en ese corto período tuvo siempre un trato deferente para conmigo; continuó la práctica que se había mantenido hasta entonces: establecer una buena relación personal entre los ministros entrantes y salientes en Interior. También la perpetuó Belloch y ha continuado hasta el gobierno del PP. Pero Asunción tuvo una mala relación con Vera. Rafael Vera fue el primero que empezó a pensar que se estaban produciendo grandes desastres.
En la siguiente gestión, a cargo de Juan Alberto Belloch, sí se sucedieron hechos que me parecen tremendamente negativos. Más que imputárselos a él personalmente, los desastres son atribuibles a Margarita Robles, que estaba equivocada y era una incompetente total, tramposa y mala persona además. Belloch era el ministro y lo consintió, o no pudo volverse atrás. Por ejemplo Margarita Robles llevó una política vengativa hacia los anteriores responsables de Interior absolutamente injustificada y, desde luego, disparatada y el general Rodríguez Galindo fue, sin duda, el principal perjudicado por esa política. Además, fue una incompetente, por ejemplo, en los nombramientos. Nombró gobernador civil de Guipúzcoa a Juan María Jáuregui —que luego fue asesinado por ETA—: fue un verdadero dislate, un desastre, porque era un enemigo de las Fuerzas de Seguridad y de la actuación policial. Jáuregui quería entenderse con ETA y consideraba que la actuación de la policía era poco menos que un gesto fascista. Y eso lo alentaba una señora como Margarita Robles. Eso y otros disparates. Se entregó dinero de los fondos reservados a indeseables, a delincuentes profesionales, a contrabandistas, y el dinero lo entregó ella. Lo que pretendían era deslegitimar la actuación de un Gobierno democrático que había avanzado mucho, en todos los terrenos: en el orden legal, en el orden de las relaciones internacionales, de la actuación de la Policía, siempre dentro de unas coordenadas absolutamente democráticas. No eran, desde luego, las mismas coordenadas que se siguieron después: las coordenadas de la sospecha, de la maledicencia, de pagar a delincuentes para que hicieran declaraciones falsas… Son actitudes que nada tienen que ver con la justicia, ni con la práctica democrática ni con la lucha antiterrorista.
«RENOVADORES» Y «GUERRISTAS», LAS MISMAS PRÁCTICAS
No sé qué ocurrió exactamente entre Felipe y Alfonso, no lo sé. Tengo algunos indicios… Debo decir que soy amigo de los dos. Les quiero a los dos, he tratado de mantener una buena relación con los dos y creo que lo he conseguido. Me parece que el distanciamiento entre ambos fue un desastre para el Gobierno y para el PSOE, porque, en la época en la que trabajaron de común acuerdo —aunque no eran tan amigos como se afirmaba—, cuando se respetaban y actuaban coordinadamente, fue la mejor etapa del Gobierno y del PSOE. En las motivaciones personales no se puede entrar. Lo lamento mucho, porque los dos me parecen personas muy estimables y de primer orden en el aspecto político, los dos son figuras de máximo nivel.
Seguramente salí del Gobierno, no lo sé con precisión, por indicación de Alfonso Guerra, por haber participado en una defensa de Joaquín Leguina, al que gentes que se proclamaban como «guerristas» pretendían descartar como candidato a la Comunidad Autónoma de Madrid. A mí me pareció que ese intento no era adecuado ni justo, y defendí a Leguina, que era mi amigo y al que, además, consideraba el mejor candidato. Creo que aquel gesto sentó mal en ambientes «guerristas», y salí del Gobierno cuando era ministro de Transportes.
Aquel movimiento se organizó más tarde en la corriente que llamaron de los «renovadores». Primero, no eran renovadores, y, segundo, algunos de ellos —que luego llegaron a tener cargos o influencias importantes en el Partido— fueron muy virulentos con los seguidores de Guerra, más incluso de lo que, dicen, habían sido los «guerristas» con ellos. Esta actitud me pareció mal y, en muchos casos, se ha visto que ese movimiento tenía como finalidad, sencillamente, sustituir a Guerra y a la gente más próxima a él. Los «renovadores» criticaban prácticas de los «guerristas» que les parecían incorrectas. Pero ellos utilizaron después esas mismas prácticas, incluso a mayor escala: dieron paso al sectarismo y alejaron de determinados puestos a personas que eran de esta u otra corriente.
JUAN GUERRA: UNA DESMESURA PARA LIQUIDAR A ALFONSO
El «caso Juan Guerra» fue, en parte, el desencadenante de todo lo que ocurrió después, porque fue el primer asunto… Aquello me pareció desproporcionado y, aunque las de Juan Guerra no fueran unas prácticas correctas, la verdad es que eran insignificancias. Se montó una polvareda y una algarabía que no tenía nada que ver con los hechos en sí, sino con el objetivo de tratar de liquidar políticamente a Alfonso Guerra. A mí todo aquello me pareció una desmesura, a la vista de la insignificancia de las acusaciones que, como se vio después, no eran ni delitos.
Con Juan Guerra se siguió un procedimiento absolutamente inconcebible en un Estado de derecho: se señaló primero al culpable y luego se investigó su vida, por delante, por detrás, por arriba y por abajo, a ver qué había de irregular. Yo creo, a la vista de lo que ocurrió después, que, entre los grandes casos que hubo, el de Juan Guerra era nada; no era más que una persona que utilizó la importancia de su hermano para hacer cosas… no presentables, pero no delitos. Aquello fue una desmesura absoluta, destinada a liquidar políticamente a su hermano, pero sin base delictiva.
En el «caso Filesa» ocurrió que se le dio todo el crédito a un señor que hizo un chantaje, que pidió dinero amenazando con que, si no se le daba, iba a empezar una campaña de denuncias. Entonces se le despidió, él hizo esa campaña y se le concedió todo el crédito. Porque, cuando se trata de acusar a socialistas, los que acusan tienen todo el crédito del mundo; y si tratas de oponerte a esa corriente de opinión, parece que eres un vendido, un entregado.
Sobre todo, hubo personas del PSOE que lo utilizaron a nivel interno. Es verdad que la derecha, en este punto, ha demostrado siempre una mayor cohesión y ha cerrado filas; y cuando se trata de asuntos que les afectan, los jueces encuentran que todo es legal o ha prescrito. Ya lo hemos visto. Ha habido financiaciones irregulares de todos los partidos políticos, pero se han tratado de diferente manera: cuando se examinan las cuentas del PP, donde hay incluso grabaciones en las que dicen que se afilian a ese partido para enriquecerse y que se cobran cuotas o que hay otras prebendas, resulta que el delito ha prescrito. Y cuando se examinan las cuentas del PSOE, aparecen las «grandes historias».
Ha existido financiación irregular en todos los partidos, pero a los únicos a los que se ha condenado ha sido a los socialistas. Los únicos que han ido a la cárcel por este motivo son la gente de izquierdas. La financiación irregular de los partidos de derechas es mucho más importante, pero nunca ocurre nada…
… Y los fondos reservados… tras examinar por arriba, por abajo y en todos los lugares imaginables, nos absolvieron a los miembros del Gobierno y se dejó bien claro que no hubo el menor indicio de enriquecimiento o de ingresos irregulares de los ministros. Se condenó a un secretario de Estado porque su suegro era rico; la sentencia dice que no había pruebas, pero luego da un salto y dice que el patrimonio de su suegro tiene que ser necesariamente suyo… Su suegro tiene otros dos hijos más, que también son herederos de ese patrimonio.
Bueno… Roldán sí actuó delictivamente. Pero ha ido a la cárcel.
DEJARON DE CONTAR CONMIGO
Inmediatamente después de salir de la cárcel, cuando estaba muy caliente todavía la movilización de los amigos frente a la cárcel de Guadalajara, tuvieron lugar las elecciones municipales, en las que el PSOE prácticamente empató con el PP. Creo que no hubo más de 100.000 votos de diferencia. Yo participé en esas elecciones, estuve en dos pueblos, y no parece que mi presencia tuviera un efecto negativo. Participé en la campaña electoral de mi pueblo y de Coslada: en Coslada ganamos las elecciones por primera vez y, en mi pueblo, que siempre habíamos obtenido mayoría absoluta, conseguimos un concejal más. Después, se celebraron las elecciones generales, con el liderazgo de Almunia, que dijo que se había equivocado. Almunia tomó algunas decisiones con respecto a las municipales. Una fue el acuerdo con IU; y otra, despegarse de «esto», decir que no nos iban a favorecer más, que la concentración de la cárcel había sido un error… Sí, «romper con el pasado»; lo que le aconsejaban Pedro J. Ramírez y Javier Pradera. Pradera siempre tiene que tener un líder indiscutible; primero fue don Carlos Marx, luego fue Stalin y ahora es Baltasar Garzón. Bueno, aquélla fue la mayor derrota del PSOE durante la etapa democrática.
Salí de la cárcel el último día del año 1998, y las municipales fueron en la primavera de 1999. Hasta que comenzó la campaña de las elecciones municipales, yo pasé una temporada en la que iba por los pueblos recibiendo homenajes… Recuerdo que fui a Ciudad Rodrigo, fui a Andújar, y a cuatro o cinco ciudades más.
Cuando llegó el momento de trabajar en la campaña de las elecciones municipales, en el Partido no debatieron si era conveniente o no mi participación. El debate no se produjo hasta la siguiente campaña, la de las elecciones generales, que fueron inmediatamente después. Me llamaron de algunos pueblos, y yo mismo les preguntaba si habían consultado con el Comité Electoral. Y me decían: «No, no. No importa: aquí hemos acordado que vengas…». Yo insistía y les sugería que consultaran con la dirección del Partido; finalmente, el Comité Electoral decidió que no debía desplazarme ni hacer campaña. No argumentaron nada. Les dieron explicaciones a los del pueblo, a quienes habían solicitado mi presencia allí. Pero a mí no me dieron ninguna explicación. Simplemente, no iba. Y ya está.
DESEO UN EXILIO IMPOSIBLE
Los trece años de Gobierno socialista significaron la modernización y la transformación de este país en muchos aspectos, no sólo económicamente, también en las costumbres; fue una revolución social —que ya estaba iniciada— en distintos ámbitos: en la educación o en el papel de la mujer, entre otros. Hubo una transformación social enorme, un esfuerzo de modernización para constituir una sociedad democrática en todos los aspectos. Salvo en uno, que es un gran fracaso: la Justicia. En España sigue existiendo una Justicia no democrática, con una práctica inquisitorial, con una connivencia de acusaciones y de jueces. En la mayor parte de los casos habituales, la Justicia funciona de una forma razonable, por sentido común; la mayor parte de los jueces y de los magistrados son personas razonables, que actúan con criterios de razón. Pero hay una minoría que no es así y, en algunos casos, cuando dichos jueces tienen proyección pública, estas prácticas inquisitoriales que perviven en nuestra Justicia se ponen plenamente de manifiesto. Entonces es cuando esa minoría de jueces actúa como los jueces de horca y cuchillo tradicionales. Ahí es donde está, en mi opinión, la carencia fundamental de nuestra democracia. Además, esta verdad aparece en todas las encuestas: cuando se les pregunta a los ciudadanos por el funcionamiento de la Justicia, éstos tienen una opinión muy negativa, fruto de la experiencia; es decir, no hay ningún sector de la Administración donde se trate tan mal a los ciudadanos, con tan poco respeto, donde los asuntos se resuelvan con tanta lentitud. Y es así hasta el punto de que todos los abogados razonables aconsejan a sus clientes que no se metan en pleitos, que lleguen a los arreglos que puedan, pero que no se les ocurra presentar demandas ni hacer denuncias, porque sería mucho peor.
De los ministros de Justicia que yo conocí, yo creo que el mejor, o el menos malo, fue Enrique Múgica. Pero el interés corporativo predomina sobre cualquier otra consideración y es imposible avanzar en la democratización, en mejorar el trato al ciudadano, en que se funcione como un servicio público normal, donde los expedientes entren, no se pierdan, se resuelvan en un plazo razonable, se les dé a los ciudadanos respuestas coherentes cuando van a interesarse por sus temas, se les trate razonablemente bien y no se les insulte y se les tenga sentados, ahí, como delincuentes…
Aunque duela o moleste oírlo, a mí, al final, no me ha compensado todo lo que he hecho. Yo creo que, en las circunstancias en las que estuve y cómo actué, con los datos que tenía en ese momento, no hubiera podido hacerlo de otra manera. Creo que he trabajado correctamente por este país y por esta sociedad, y pienso que los ciudadanos con los que me relaciono así lo ven, porque me tratan afectuosamente y me hacen la vida muy agradable. Pero no me siento cómodo en este país. Creo que las instituciones se han portado mal conmigo, que he tenido un mal pago y una mala respuesta. Consecuencia: me alegro mucho de que mis hijos no tengan la menor intención de dedicarse a la política, que, como decía Lincoln, «no es una profesión para gente honorable»; lo que no quiere decir que no haya personas honorables en la política, que las hay. Pero tal y como están las cosas, no es una profesión para gente honorable. Por otra parte, como ya señalé, siento una gran decepción respecto a las élites políticas, económicas, judiciales o periodísticas. Y esa decepción me conduce a un deseo que sé que nunca podré realizar porque no tengo dinero para convertirlo en realidad: desarrollar mi vida fuera de este país.