De pensamiento, palabra y obra
El de omisión es el único pecado de los registrados en el catecismo del padre Ripalda que no habrá cometido Joaquín Leguina durante el tiempo en que formó parte del poder socialista. Pero los otros, todos, sin privarse de ninguno. Sobre todo, cometió pecados de pensamiento, porque Joaquín Leguina ha convertido eso de pensar en un ejercicio vicioso.
Repasando su singular recorrido por los vericuetos del socialismo español, se llega a la conclusión de que todo lo que le ha sucedido ha sido, más que nada, por pensar. En sus ideas surgen las palabras inconvenientes que más tarde conducirán, inexorablemente, a las «malas conductas»; o lo que es lo mismo, a esos pecados de obra que son tan difíciles de perdonar. Especialmente, si uno no muestra el necesario arrepentimiento.
Aunque en eso del arrepentimiento, nunca se sabe… Cuando menos, Joaquín Leguina habrá sentido, alguna vez, la tentación de volver al lugar del crimen, a desandar lo andado, a decirle a alguien lo que en su momento no supo o no pudo decir. Por ejemplo, a Felipe González. Probablemente le hubiera gustado decirle cuatro cosas, después de aquella encerrona con cámaras de televisión incluidas, a cuenta del lío aquel del tres por ciento… Felipe le hizo ir a La Moncloa asegurándole que era para hablar de otras cosas…
Aunque, ahora que lo pienso, no estoy muy segura de que el catecismo Ripalda y el «señormíojesucristo» se refieran a ese tipo de arrepentimiento.
El caso es que esos malos pensamientos han sido lo peor en Joaquín Leguina. Porque el primer día en que decidió pensar en serio sobre su futuro, en la política, fue cuando determinó saltar de Convergencia Socialista al PSOE. Y aunque no lo recibieron demasiado mal, lo cierto es que Leguina creó un gran problema de reubicaciones, asientos y reasientos. Menos mal que Alfonso Guerra puso orden en todo aquello… (Téngase muy en cuenta el desenfado y sentido del humor con que Leguina narra las escenas. ¡Con lo fácil que le hubiera sido hacerle un traje a Alfonso, que es lo que se podía esperar de un renovador masacrado como él!).
En otra ocasión le dio por pensar —él pasa el día pensando, o escribiendo, que es peor—, cogió la chaqueta y se fue a ver a Felipe para decirle que, precisamente, se lo había «pensado» muy bien y que quería ser presidente de la Comunidad de Madrid. Era lo que le faltaba por oír a Felipe González. (En este escenario hay que añadir lo que Alfonso Guerra pensaba, por su cuenta, de las autonomías, en general, y de la de Madrid, en particular). Pero Joaquín Leguina ya había pecado de pensamiento; así que se dispuso a pecar de palabra, más que nada, por coherencia.
Y ya puede imaginarse que el tiempo que empleó en consumar el pecado de obra fue lo que tardó en ganar las elecciones autonómicas. Por eso vino lo del pecado del tres por ciento…
Además, no contento con eso, Joaquín Leguina se hizo amigo de Alberto Ruiz-Gallardón… Ahora caigo: el flamante presidente madrileño también cometió ese pecado de omisión que yo no encontraba al principio. Es evidente lo que no hizo: envenenar sin piedad a su enemigo Alberto, como era, sin duda, su obligación, en términos de lógica política.
Bromas aparte, tengo que reconocer que mis encuentros con Joaquín Leguina no me han conducido por la ruta del pecado —no era eso de lo que se trataba—, pero sí me han mostrado ideas peligrosas y transgresoras: pensar contracorriente, desmontar el pensamiento previsible, atreverse a hablar bien del enemigo. Charlar con Joaquín Leguina es una aventura intelectual que oxigena el cerebro. Su opción por el relativismo de las cosas, por el buceo permanente y tranquilo en la condición humana, hace trizas todos los clichés, todos los «ismos» que se han incrustado en la historia del poder socialista. Un poder nacido aquella noche de 1982 y que Leguina recuerda junto a sus viejos amigos del PCE, entre otros.
Gracias a esa condición suya de vivir en libertad, incluso dentro de un Partido, es por lo que Joaquín Leguina es capaz de desarrollar, sin esfuerzo, la contrahistoria del PSOE que gobernó este país.
En su interior, Leguina —al que persiguieron los «guerristas» de Madrid porque lo hacía bien y no podía ser— es libre para hacer el elogio de Alfonso Guerra y decir que lo de Juan Guerra fue una broma al lado de lo que vino después; y es libre para «echarle un cable» a Barrionuevo. Y para afirmar que Belloch y Margarita Robles fueron «dos alacranes» y quedarse tan tranquilo. Así que, cuando llegamos a la conspiración de la derecha y la corrupción, Leguina se supera a sí mismo, cargado de razón.
Lo que ocurre es que Joaquín Leguina es un pecador sin la más mínima intención de arrepentirse.
Cuando, en la primavera de 1995 y en plena «roldanada», perdimos las elecciones en la Comunidad de Madrid, me hice el propósito de pasar una larga temporada dedicado a olvidar o, mejor dicho, a dejar reposar mis recuerdos de doce años, necesariamente preñados de la institución que yo había presidido. Pensé y sigo pensando que en la vida (y la política es una parte de la vida) ni la añoranza ni la nostalgia son buenas compañeras. La añoranza, porque es «echar de menos» y la nostalgia (literalmente, «el dolor del regreso»), porque no hay vuelta atrás posible: en cierto modo, vivimos sobre una bicicleta, artilugio que no permite apearse ni tiene marcha atrás. Pasados más de siete años desde que se colocaron aquellas urnas que nos fueron contrarias, creo estar en condiciones de mirar atrás sin ira y sin dulzura, y sí con objetividad subjetiva, valga la —sólo aparente— contradicción.
MADRID, UN CHIRINGUITO MÁS
Las relaciones entre el Gobierno de la Nación y el de una Comunidad Autónoma, sobre todo si están regidos por miembros del mismo partido político, son fuentes de morboso interés. Entre otras cosas, porque las diferencias tienden a ocultarse; y no hay en el mundo asunto que excite más a los periodistas que desvelar secretos. En mi caso, como presidente de una Comunidad, tengo la sensación de que fueron «secretos a voces», pero, aunque así fuera, quizá pueda tener algún interés mi visión de algún desencuentro, que los hubo, y también de los acuerdos que condujeron a la realización de proyectos notables. Por ejemplo, las miles de viviendas públicas de la operación «barrios en remodelación» que construimos en Madrid durante aquellos años con el decidido apoyo del Gobierno central y, muy especialmente, con el de quienes dirigieron el Ministerio de Obras Públicas (Julián Campo y Baltasar Aymerich) en el primer Gobierno socialista.
Tras las elecciones de 1987, que ganó Juan Barranco en el Ayuntamiento de Madrid, Felipe González sugirió que el alcalde y yo le invitáramos a cenar. Barranco se encargó de recibirnos en su casa, que había trasladado a las dependencias municipales, en el número 69 de la calle Mayor. (Él vivía desde tiempo atrás en Alcorcón). González nos presentó allí las líneas básicas de un proyecto de mejora para el transporte público en Madrid que, una vez puesto en marcha, fue denominado «Plan Felipe». Aquellos cambios que convirtieron, por ejemplo, a Cercanías de Renfe en una pieza relevante del transporte metropolitano se llevaron a cabo con el impulso y la iniciativa del entonces presidente del Gobierno. La línea circular (la número 6) del metro se cerró también en esa operación. Conviene recordar al respecto que más del 75 por ciento de las inversiones en el metro madrileño las pagó entonces el Estado, cosa que no ha vuelto a repetirse. La ampliación de las autopistas radiales, también la M-40, y tantas otras inversiones en infraestructuras, completaron el plan. Si se habla de apoyos gubernamentales a Madrid, desde luego, aquel fue uno de los más relevantes y eficaces que nunca se han hecho en la capital y su entorno.
Hubo tres momentos en los que comprobé la mucha verdad que encierra la sentencia militar según la cual «del jefe y del mulo, cuanto más lejos más seguro». En otras ocasiones, sin embargo, pude hacer mía una frase campesina, aquella que dice: «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija».
Llegamos a la Comunidad de Madrid con mucha fe y algo de ciencia, la que habíamos adquirido en los ayuntamientos a partir de 1979. Concretamente, yo había sido concejal de Hacienda en el Ayuntamiento de la capital, teniendo como alcalde a Enrique Tierno Galván. Poner a funcionar una institución es, en todo caso, una experiencia que tiene sus ventajas. Al fin y al cabo, se trata de una creación y por ello es algo que enseña, exige y emociona. Desde la bandera, felizmente instalada, al himno, tan olvidado por tirios y troyanos. Pero un proceso fundacional tiene también serios inconvenientes y abundantes dificultades. Hacerse oír y sentir, levantar el vuelo, nunca son cosas fáciles y esas dificultades tienen su más clara expresión en el desconocimiento y en la incomprensión. «¿Qué pintan éstos?» o «Un chiringuito más» fueron frases aplicadas al caso. La realidad fue que los medios de comunicación, especialmente aquel que entonces marcaba agenda y estrategias, es decir, El País, mostraron su voluntad de ninguneo con una constancia digna de mejor causa. El País, durante mucho tiempo, pensó que aquel asunto del «café para todos», de las autonomías a gogó, era un error de las Cortes Constituyentes y de los partidos, que convenía corregir. Para los mandamases de El País sólo existían el País Vasco y Cataluña y, con benevolencia, Galicia y algo de Andalucía. Las demás autonomías debían tratarse como se merecían: con menosprecio… Por si acaso, en una revuelta del camino, aprovechando alguna crisis —como ocurrió con el 23 de febrero de 1981—, se daba un giro y un cambio constitucional volvía a dejar las cosas en su sitio. La Ley Orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) se convirtió en la Ley del Proceso Autonómico (LPA), porque el Tribunal Constitucional anuló catorce artículos de la antigua ley en agosto de 1983.
AQUEL MALDITO TRES POR CIENTO
La virulencia y el cabreo del periódico se me mostró en todo su esplendor en el invierno de 1983, con ocasión de un recargo del tres por ciento en la cuota del IRPF que explicaré con brevedad.
Los recargos autonómicos en los impuestos estatales estaban —y están— autorizados en la LOFCA[41], base de todo el sistema de financiación autonómica; pero, respecto al IRPF, quienes aplicaron recargos en primer lugar fueron los municipios, llegándose a crear en aquel tiempo una dispersión fiscal llamativa y confusa. Así las cosas, se nos ocurrió una idea: que los Ayuntamientos madrileños renunciaran a cualquier recargo y que éste —un tres por ciento— lo asumiera la Comunidad, para crear un fondo que se repartiría entre todos los municipios de la región madrileña. Todas las instituciones parecieron estar de acuerdo: los municipios del PSOE y los otros, y, sobre todo, la dirección del Partido Socialista, comprometida entonces con un discurso en pro de la corresponsabilidad fiscal. Por convencimiento, es cierto, pero también por meter el dedo en el ojo a Jordi Pujol, a quien se consideraba un pedigüeño profesional que gastaba dinero sin apechugar con el inconveniente de recaudarlo.
Para la Comunidad de Madrid, disponer de un fondo municipal podía representar —eso pensamos— un elemento de poder real con una doble finalidad: la primera, plantear y dirigir los planes de inversiones; y la segunda, tener asegurada cierta complicidad de los Ayuntamientos, incluido, claro está, el de la capital. Puesto en funcionamiento el nuevo mecanismo, es decir el recargo, mediante ley de la Asamblea de Madrid, empezó el calvario y no por los ataques de Alianza Popular, que fueron más bien folclóricos, sino por el bombardeo tipo Dresde —por no decir Hiroshima— que lanzó El País. Seis editoriales, seis, me dedicaron, llamándome de todo menos guapo. Y de aquella corrida no había de salir vivo. Les era necesario dejar claro que un «invento» como la Comunidad de Madrid no podía prevalecer sobre la «opinión pública» ni sobre el Gobierno de la Nación, al que en crónicas y editoriales llamaban a capítulo.
El PSOE no podía dejarnos con el culo al aire, pues para ello tenía que contradecir su discurso fiscal, y el Gobierno se encontraba en parecida tesitura. Así que nuestros jefes, convencidos de que no convenía enfrentarse a El País y deseosos de mostrar su poder, idearon una estrategia quizá no original, pero sí habilidosa: metieron en danza al Defensor del Pueblo y en lugar de recurrir, ellos mismos, la Ley del Recargo ante el Tribunal Constitucional —lo cual hubiera paralizado dicha ley—, consiguieron que la recurriera el Defensor, a la sazón, Joaquín Ruiz-Giménez. Alguien del Gobierno —y me malicio quién— le llevó el recado a Ruiz-Giménez y éste se avino. Lo que el Gobierno no sabía era que días antes habíamos celebrado una comida el Defensor y yo, junto a seis o siete comensales más, y había surgido en la conversación el asunto del recargo. Todos allí pudieron oír a Ruiz-Giménez elogiar la Ley como justa y redistributiva. Su cambio de posición y su recurso ante el Tribunal Constitucional, que no paralizaba la ley, pero sí la hería de muerte, son hechos que ya están en ese basurero que se conoce como «cosas de la política».
LA ENCERRONA DE FELIPE
En cuanto me enteré de que el sedicente Defensor del Pueblo había presentado el recurso, llamé al presidente del Gobierno —y secretario general de mi Partido— para comunicarle que me disponía a congelar la Ley sine die, como en efecto hicimos, y la Asamblea, con nuestra mayoría absoluta, lo aprobó de urgencia. González me pidió que fuera a La Moncloa para que charláramos. Era por la mañana y me fui para allá de inmediato. En el despacho estaba el presidente con Miguel Boyer, entonces ministro de Economía y Hacienda. No decidimos nada, pues la cosa ya estaba decidida, pero sí que charlamos y pude percibir, o quizá comprobar, algunas cosas acerca de las relaciones entre ambos personajes. Al despedirnos, Felipe González me propuso que volviera por La Moncloa a primera hora de la tarde para dar explicaciones a la prensa. Reconozco que no tuve reflejos y tampoco pensé que me estaba invitando a una encerrona. Así que, después de comer, volví al palacete, lugar donde en los amargos días de noviembre de 1936 el general Kléber instaló su cuartel general para impedir que los franquistas entraran en Madrid. Los cámaras de las televisiones revoloteaban por el bien nutrido jardín que rodea la casa y nosotros, bajo un sol impropio del invierno, paseamos por aquellos pagos, hablando de la mar y de los peces, pero no del recargo, cuya muerte ya estaba perpetrada. Aquel «paseo bajo los olmos» resultó ser, a través de los medios, la demostración irrefutable de quién mandaba y quién obedecía. Los del Gobierno debieron de descansar y, por qué no decirlo, yo también, aunque mi descanso se pareciera más al de aquel que, sufriendo un fuerte dolor en una muela, se la sacan sin anestesia. Pero descanso, sí que fue.
Años más tarde, cuando ya Ruiz-Giménez había dejado de ser el Defensor del Pueblo y AP se había refundado, es decir, había cambiado la A por una segunda P, el Tribunal Constitucional dictó sentencia, dándole toda la razón a la Comunidad de Madrid, es decir, rechazando de plano y en todos sus términos el recurso interpuesto por el mentado Defensor y por el puñado de diputados y senadores de AP que, tan «autonomistas» ellos, habían recurrido también la Ley. El Constitucional dejó en evidencia la chapuza jurídica que contenían los recursos, pero nadie se dio por aludido. Todos callaron como putas… y yo, aunque sonriendo para mis adentros, también.
UNA NOCHE DE EMOCIÓN Y PRUDENCIA
La victoria socialista de octubre de 1982, con un resultado tan abrumador, fue una alegría; éramos una generación nueva que llegábamos al poder y que nos tocaba mojarnos, por primera vez en nuestra historia personal, colocándonos en el Gobierno. Yo conocía a Felipe González, sabía cómo estaba este país, y pensé, como cualquiera, que podíamos fracasar, pero nunca por un golpe de Estado. Yo creo que, precisamente, el golpe de Estado de 1981, que liquidó a UCD y puso al PSOE en el Gobierno, desempeñó un papel parecido al de una vacuna. El miedo a fracasar siempre se tiene, y se considera. Pero nunca tuve miedo a que esa victoria acabara con un golpe de Estado. Entre otras cosas, porque en España había entonces una clase dirigente que estaba dispuesta a pactar; el nuevo empresariado español estaba más interesado en que nos preparásemos para entrar en Europa. Los golpes militares siempre se producen con éxito cuando hay una quiebra social, es decir, cuando las clases sociales no pueden entenderse o la clase dirigente se ve postergada y teme su propia desaparición. No era el caso.
Aquella noche del 28 de octubre asistí muy poco a las celebraciones; estuve un momento en la del Palace, pero había tanta gente que, a pesar de la alegría, no era agradable físicamente, hacía un calor tremendo y me fui muy pronto a mi casa. Estuvimos allí con muchos amigos, viendo la televisión, que era la mejor forma de verlo. Me emocionó mucho ver algunas entrevistas que hizo la televisión —entonces sólo había una— a gente en la calle. Por ejemplo, a una chica que conocía, y que conozco, que es de Vallecas. Estaba en la sede del PSOE, que estaba llena de gente; aquella chica dijo una frase que me emocionó mucho: «¡Qué pena que mi abuelo no haya podido ver esto!». Yo creo que esa frase resume bastante bien una muy buena parte de las ilusiones que estaban allí contenidas: recuperar al PSOE como partido gobernante, cosa que nunca había logrado en época de paz, en la Historia de España. Fue muy emocionante aquello, me dejó muy emocionado.
Pienso que la dirección del PSOE había estudiado lo que podía suponer una explosión de alegría popular en la calle, y decidió, yo creo que con buen criterio, no animar demasiado al personal, digamos, para no asustar. No sé si esa prudencia de los primeros momentos pretendía no provocar a los poderes fácticos, pero, en todo caso, pretendía no provocar a quienes no nos habían votado, que eran muchos. Creo que fue prudente y estuvo bien hecho. Porque el PSOE sabía que tenía que tomar inmediatamente medidas que no eran, precisamente, revolucionarias. Y en efecto, esas medidas se tomaron inmediatamente: el primer día que se gobernó, devaluaron la peseta, y eso no es muy popular. Se hizo una reforma, que yo creo fundamental, básica, espectacular y silenciosa —todo a la vez—: la reforma militar. Y otra medida fue la reconversión industrial. Esas dos reformas concretas no se podían llevar a cabo con apoyo popular, quiero decir, a base de apoyos masivos y manifestaciones y mítines; se tenía que hacer con el Boletín Oficial del Estado.
Cada país tiene su historia. Y yo creo que fue el inicio de esos cambios bastantes profundos que se produjeron en el área militar lo que dio, digamos, la imagen simbólica del presente que se avecinaba.
Para aquellas elecciones de 1982 yo trabajé bastante con un grupo de economistas. Lo que hacíamos era un puro reformismo: seguíamos un modelo socialdemócrata tradicional, no había demasiada originalidad intelectual ni aventurera. Hay un hecho previo que yo creo que predetermina lo que se hizo después: la victoria de Mitterrand en Francia. El proyecto de Mitterrand era un proyecto que se demostró rápidamente inviable, así que la vacuna la habíamos tomado de nuestros vecinos. Otra cosa es cómo se hiciera la política económica, quién la llevó a cabo… Pero, en líneas generales, yo creo que el equipo que hizo el programa electoral, que coordinó Joaquín Almunia, y en el que participó muchísima gente, lo hizo francamente bien. No sólo por los textos, sino por la movilización intelectual y política que consiguió. Era un programa socialdemócrata optimista, no había ni una sola nacionalización.
¿POR QUÉ LLORABAN LOS COMUNISTAS?
En el entorno socialista había entonces también gente del Partido Comunista, y muchos estaban a punto de saltar al PSOE. Las discusiones con mis amigos del PCE venían de lejos, desde antes de la muerte de Franco. Los que entramos en el PSOE rápidamente sosteníamos que había un espacio político que, claramente, podía ser ocupado por un partido como el socialista, mientras que ellos, los comunistas, negaban la mayor, como era lógico. Como la lucha contra Franco fue más potente desde el lado comunista, ellos pensaban —y seguramente Carrillo también— que ese espacio lo podía ocupar el PCE. Y, estando en esas discusiones, llegó el 28 de octubre de 1982. Aquellos eran comunistas españoles, que se habían afiliado al Partido Comunista no porque tuvieran una fuerte ideología leninista, sino por cuestiones de acción y de pensamiento; pensaban que el PCE era el partido de la «reconciliación nacional», con una fuerte implantación, que se había reafirmado con la operación de la Junta Democrática y que estaba en el buen camino. Pero yo, entonces, pensé que aquel no era el caballo ganador y empezaron las discusiones. Pero eran unas discusiones muy amigables, muy de compañeros, muy de haber peleado juntos en miles de batallas.
Describiré el trauma que supuso para el PCE el resultado del 28 de octubre de 1982 con una escena de aquella noche. Yo, como candidato en Madrid, tenía que pasear a la hora del recuento de votos por los colegios electorales. Fui a un colegio de enseñanza media en el barrio de Chamberí, y estuve hablando con uno de los interventores del PCE, al que conocía de la universidad. El recuento ya estaba muy avanzado. (En ese colegio ganó Alianza Popular). Entonces, aparecieron dos chicas y un chico y reconocieron al interventor del Partido Comunista; las chicas venían llorando y se dirigieron a él, a mí no me conocían de nada, creyeron que yo era un camarada más. Les preguntó: «¿Por qué lloráis?». Y contestaron: «Venimos de Vallecas… ¡La derrota, la derrota! ¡Se han puesto a votar como locos al PSOE!». Yo creo que es bastante significativo.
Recuerdo también unas frases de Simón Sánchez Montero esa noche, en la sede del PCE, que reprodujo algún medio de comunicación. Dijo lo siguiente: «Algo nos pasa cuando la gente está contenta y nosotros no». Yo creo que, esa noche, el PCE perdió realmente las posibilidades. El pozo de votos de aluvión que había augurado Carrillo no se compadecía con la realidad. Es decir, el PCE como alternativa política de gobierno desapareció aquella noche.
NOMBRES, HERENCIAS, IDEAS Y PRAGMATISMO
Yo tenía una formación marxista, de análisis marxista, del nuevo marxismo, no sólo de Marx —al que he dedicado más horas de las que probablemente he dedicado a cualquier otro autor en mi vida—. Pero, desde el punto de vista político, a mí Marx nunca me cayó demasiado bien, como político. Porque yo creo que era un maniobrero y no me gusta nada esa actitud. Ese estilo agresivo que luego heredaron Lenin y compañeros mártires… no me gustaba; eso de los bakuninistas en acción no me caía nada bien, desde el punto de vista político. Desde el punto de vista intelectual, sigo pensando que Marx es una de las cabezas más potentes que ha habido en la Historia. Pero, a esas alturas, cuando el PSOE ganó las elecciones, yo creía en un proyecto socialdemócrata, en avanzar poco a poco, bascular los poderes reales en la sociedad a favor de otras clases que no fueran las de siempre. Creía y sigo creyendo en eso. Y en cierto modo, pese a todos los pesares, los cambios producidos desde el Gobierno de González iban en esa dirección; no sólo en la dirección de dar más bienestar a los más pobres, a los de abajo —que también—, sino también de bascular, de equilibrar el poder social. Yo creo que en la etapa de González, a pesar de los traumas del final, el poder de los intelectuales era mayor que antes y el poder de las capas medias, de los trabajadores, también, tenían más poder social, más influencia social. Eso demuestra que no es lo mismo un gobierno de derechas que un gobierno de izquierdas.
El modelo social europeo lo construyen, en buena parte, los partidos socialdemócratas. Y el PSOE estaba en esa línea. El desencanto que luego muchos dijeron sentir por la forma de gobernar de los socialistas era un desencanto sobre sus propias expectativas, no sobre las expectativas que hubiera predicado, en este caso, González o el PSOE. A lo mejor mucha gente pensó: «Ahora es la mía». Pero no puede «ser la mía» al mismo tiempo que es «la de todos». El autor que no había publicado decía: «Ahora es la mía», pero no por eso publicaron su obra; o el obrero que decía: «Ahora es la mía» y «Ahora voy a ganar mucho dinero y a trabajar menos»… Evidentemente, eso crea frustraciones. Pero no porque alguien les hubiera dicho: «Ahora es la vuestra»; eso no es verdad. Nadie se lo dijo. Pero todo el mundo tiene derecho a ilusionarse, es un derecho que uno puede usar. Yo no recomiendo que se use, pero se puede usar. Y cuando uno se sienta en un mitin a escuchar a González, por ejemplo, o a cualquier otro líder que sea de verdad, que tiene lo que llaman «carisma», ese líder también tiene la capacidad de transmitir cosas que no son las que se desean transmitir, pero la transmite incluso con el gesto. Entonces, los ciudadanos interpretan cosas que no están en el texto. Es normal y ocurre con todos los líderes que ha habido y habrá.
Todo partido que está en el poder intenta sobrevivir, mantenerse en el poder; pero las cosas no se ven del mismo modo cuando se mira desde abajo que cuando se observa desde arriba. Generalmente, se ven más claras desde arriba.
Antes de llegar el PSOE al Gobierno, antes de ganar las elecciones, había habido aquí un entierro, uno de los mayores que ha habido, que era el traslado de los restos de Largo Caballero. Fue un entierro en todo el amplio sentido de la palabra «entierro», porque Largo Caballero había sido, de toda la vieja guardia socialista de antes y durante la guerra, el más significativo defensor de la revolución. Aquí, el PSOE no enterró el marxismo, enterró a Largo Caballero. Yo creo que el pragmatismo es una virtud y, en ese sentido, los socialistas tenían que ponerse a gobernar, porque era su obligación y su necesidad; y se pusieron a gobernar e hicieron algunas cosas muy importantes. Voy a poner un ejemplo de pragmatismo: Rumasa. Cualquier otro gobierno, sobre todo de los anteriores, hubiera alargado el asunto cambalacheando, como lo habían hecho ya. El Gobierno del PSOE, muy acojonado, me consta, pensó que todo el sistema financiero se podía venir abajo con la quiebra de las empresas de Rumasa y tomó una decisión arriesgada y drástica; una buena decisión. Yo creo que fue un acto de responsabilidad… Ahora se critica, que si se hizo mal… Había que hacerlo en horas y se hizo en horas, pensando que se podía venir abajo el sistema financiero, que no tenía la estabilidad actual; entonces estaba muy delicado, muy enfermizo.
Siempre he pensado, y el tiempo me ha dado la razón, que el PSOE desarrolló ese pragmatismo por instinto de gobierno y de poder, por la voluntad de ejercer el poder legítimamente adquirido; y, también, hay un dato que quizás haya que tener en cuenta: el PSOE estaba gobernando antes de 1982 en muchos Ayuntamientos y algunos de los líderes que estaban en la política municipal pasaron al Gobierno. Ese sí que fue un baño de pragmatismo, porque un Ayuntamiento es lo más pegado al suelo que un político pueda imaginar. Y estos socialistas lo habían hecho bien; muchos de ellos, muy bien.
UN NEÓFITO ENTRE TANTOS SACERDOTES
Cuando recuerdo aquellos primeros años de neófito… Creo que es necesario ilustrar aquello.
La verdad es que el PSOE era un partido nuevo en buena parte, sobre todo, porque habían entrado muchos socialistas que procedían de su padre y de su madre. El nuevo PSOE había nacido de un núcleo relativamente pequeño, cohesionado, de amigos, y de entrega mutua de confianza, a los que se fueron uniendo partidos y grupos de distinto origen.
Yo entré en el PSOE procedente de un grupo que se llamaba Convergencia Socialista, que tenía muy poco de pensamiento social cristiano. Y tengo que decir que no nos trataron nada mal. No sé qué pensarían de nosotros. Posiblemente hubiera algo de desconfianza por parte de los «pata negra». Al fin y al cabo, los que llegaron de fuera, sobre todo si venían diciendo cosas poco acordes con la marcha militar, desafinaban un poco. Pero no puedo decir, sin faltar a la verdad, que a mí, particularmente, me trataran mal; todo lo contrario: me trataban muy bien, políticamente hablando, es decir, me dieron responsabilidades bastante altas. En ese sentido, no me puedo sentir maltratado. La entrada del PSOE en el Gobierno fue como la entrada en el horno donde se iba a cocer esa masa.
Yo ya había hecho con el PSOE la campaña electoral de 1977. Siguiendo el modelo que se utilizaba entonces, al menos en Madrid, nos metieron en un grupo a tres personas: un viejo de la República, un joven del PSOE y un parvenu (un recién llegado al Partido). El viejo, en nuestro equipo, se llamaba Cipriano García, la joven era Carmen García Bloise y el parvenu era yo. Evidentemente, yo tenía mucho más que ver con Carmen García Bloise: los dos habíamos vivido en París, conocía su historia, ella conocía la mía y acabamos siendo muy buenos amigos, amigos personales y amigos políticos.
Sin embargo, yo notaba en Carmen una cierta… no diría desconfianza personal, no sé como describirlo… la sensación de que yo era un advenedizo… A lo mejor, porque no estuve en Suresnes… En fin, tiene muy poca importancia. Es una sensación que está bien para desmenuzar en una novela, pero que no tiene ningún interés político, y a las obras me remito. Lo cierto es que ella siempre confió en mí, y yo en ella, por supuesto: era una persona excelente. Y cuando, más tarde, hubo problemas, como ocurre en la vida, siempre nos pudimos entender. A eso me refiero… Es un matiz que está bien para una novela, pero que en una historia práctica no tiene ningún interés.
Creo que todos los Gobiernos socialistas tuvieron una impronta «felipina» muy clara. Por supuesto, hubo piezas sugeridas o recomendadas por Alfonso Guerra o por Miguel Boyer en su momento, o por Carlos Solchaga después, pero yo creo que tenían una impronta muy «felipina».
Si repasamos el primer Gobierno, la impronta de la que hablo es clarísima: había gente muy variopinta, no formaban un bloque homogéneo. Había personas, incluso, cuya pertenencia al PSOE era dudosa, como Carlos Romero, Fernando Ledesma, Julián Campo, José María Maravall. Eran personas, ante todo, «muy de Felipe González». Hubo una persona que estuvo en todos los Gobiernos de Felipe González, del primero al último: Javier Solana. Solana no hizo ningún papel despreciable: tuvo tres carteras, y llevó con éxito las tres. Y era bueno… No se pudo hacer una foto de la última cena sin San Juan. Yo creo que Javier no fue el sucesor porque, en un momento dado, al final de la legislatura 1993 - 1996, se le ofreció una oportunidad muy relevante: ser secretario general de la OTAN. En esas circunstancias, quedarse para suceder a Felipe hubiera sido una operación doméstica inaceptable, como lo hubiera sido haber impedido su traslado para quedarse aquí como «sucesor». Yo creo que González decidió apoyar esa candidatura, que no se hubiera producido con George Bush, pero sí con Bill Clinton. Apoyó esa candidatura por muchas razones: sobre todo, porque interesaba tener a un socialista español en ese puesto, después de toda la batalla con el referéndum, que fue uno de los momentos más críticos y difíciles que había pasado el Gobierno. Y eso eliminaba de la carrera sucesoria a Javier Solana. Si no hubiera sido por esa circunstancia, supongo que habría podido ser el sucesor que hubiera preferido Felipe González. Javier Solana, en un momento dado, en lo que yo considero que fue un error notable de Alfonso Guerra, salió de la Ejecutiva Federal del Partido, y con él salieron Almunia y algún otro. Eso fue en el Congreso Federal. Al poco tiempo se celebró el Congreso de Madrid y los que abandonaron la Ejecutiva Federal entraron en la Ejecutiva de la Federación Socialista de Madrid (FSM). Javier Solana, aparte de ser de Madrid, de ser socio fundador del nuevo PSOE, tenía una actividad muy importante en la Universidad, era diputado por Madrid, el número dos, tradicionalmente, detrás de Felipe González. Naturalmente, era el que pintaba; y ahora podría pintar mucho, si quisiera… Javier Solana, lógicamente, era un hombre que tenía, tiene y tendrá un gran prestigio entre nuestros compañeros, sin duda.
UN CANDIDATO SIN BENDICIÓN
Cuando se formó el primer Gobierno de Felipe González, yo era concejal del Ayuntamiento de Madrid. Hubo un cierto vaciado de personal del Ayuntamiento de Madrid, porque algunos se fueron al Gobierno, de ministros o a ocupar otros cargos. Yo me quedé ahí como palo del pajar, en buena medida, sosteniendo lo que era el grupo municipal. Nunca quise ser teniente de alcalde, nunca quise ascender en aquel escalafón, quería seguir en el puesto en el que estaba, que era muy importante desde el principio: concejal de Hacienda.
En un momento dado, cuando se hizo el Estatuto de Autonomía de Madrid —que lo redacté yo, entre otros—, se consiguió el consenso con UCD y con Alianza Popular… En fin, parecía lógico que yo me postulara para la nueva institución autonómica. Por entonces, yo era diputado y concejal, y estuve en esa situación durante varios meses, viajando de la plaza de la Villa a la plaza de las Cortes. Además, tenía un cargo importante en el Congreso de los Diputados: era portavoz en la Comisión de Economía. Así conocí también a Boyer, porque era su portavoz.
Al primero que consulté fue al alcalde de Madrid, a Enrique Tierno. Le expliqué cómo estaban las cosas —la posibilidad de presentarme a las elecciones autonómicas— y me contestó: «Bueno, todo esto está muy bien y yo lo apruebo, no se preocupe. Pero no me deje usted solo aquí. Tiene que buscar gente fuera del Ayuntamiento, porque vamos a ganar las elecciones y del equipo original se nos han ido todos. El único que queda es usted. Así que usted, que es el secretario de esto de la FSM, me arregla la lista». Y me dispuse a hacerlo.
Luego fui a hablar con González. Ésa fue un entrevista curiosa. Yo lo veía con cierta frecuencia, pero aquel día fui a plantearle mi candidatura: «Ya está aprobado el Estatuto de la Autonomía de Madrid y he pensado que podría ser yo el candidato a la Presidencia, si a ti te parece bien». Todavía estoy esperando su respuesta, no me dijo ni que sí ni que no. Seguramente si se lo pregunto a él ahora, dirá: «Hombre, no lo dije porque se daba por supuesto». Pero no me dijo: «Sí, me parece bien». Eso no me lo dijo.
El caso es que se hizo una lista bastante buena, creo yo, para el Ayuntamiento de Madrid. Tierno siempre estuvo contento con la gente que tuvo allí, en especial, con Juan Barranco, al que no conocía de nada pero con el que enseguida se llevó muy bien. Yo dejé el Ayuntamiento y ahí empezó otra vida para mí.
«CAFÉ PARA TODOS»
Como presidente de la Comunidad, tuve problemas dentro del Partido, mejor dicho, con el Gobierno. Por ejemplo, con el asunto del tres por ciento que ya he comentado… Se portaron bastante mal. Pero digamos que, en general, no creo que tuviera yo más problemas que José Bono o que Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Además, Bono e Ibarra tenían la ventaja de estar más lejos de los centros de poder y, por tanto, más seguros.
Es verdad que muchos dirigentes del PSOE, cuando llegaron al Gobierno, no veían claro el encaje del Estado de las Autonomías; de ahí la frase que se le atribuye a González: «¿Dónde está el Estado?». Pues el Estado está distribuido, por eso hemos hecho esta Constitución, ¿no?
Hubo experiencias bastantes chuscas. Por ejemplo, el asunto de la Televisión Autonómica preocupaba mucho, quizás con razón. Es decir, les preocupaba que, en los informativos de la televisión de Andalucía, de Madrid o de Castilla-La Mancha —ahora ya tiene también televisión—, apareciera como político principal el presidente de la Comunidad; decían que las referencias respecto al Gobierno de la Nación se iban a perder. Pues así es, efectivamente, no se equivocaban: aparecen primero los presidentes autonómicos y, luego, el Gobierno de la Nación. Pero en un periódico de provincias ocurre lo mismo. Eso es así, pero claro, eso está en la Constitución, y luego en los Estatutos de Autonomía.
Los estatutos de Castilla-La Mancha, de Extremadura, de Madrid, o de Castilla y León, que también fue gobernada por el PSOE, fueron redactados después de la LOAPA, pero se vio en seguida que aquello saltaba. Antes de que el Tribunal Constitucional desautorizara la LOAPA, se veía que aquellas rejas de la jaula en que habían querido meter a las autonomías no resistirían, saltarían por los aires.
Por ejemplo, los primeros Estatutos decían que el Parlamento Autonómico se reuniría dos meses al año. Eso era imposible, porque sólo el debate sobre los presupuestos ocupa un mes y medio. Así que saltó por los aires en la práctica. Luego llegó la sentencia del Constitucional, suprimió la LOAPA y…
Cuando todavía estaba yo gobernando, fue el PSOE quien dio un impulso y acordó con el PP una serie de reformas que cedían a las Autonomías competencias que no estaban en los Estatutos, en Sanidad, en Educación… En esa época, Juan Manuel Eguiagaray era ministro de Administraciones Públicas. No he hablado con él de este asunto, pero supongo que, como casi todos, vio que aquello no se sostenía y que era mejor extender un cierto nivel igualitario… «café para todos». Al principio, era café corto de todo y, después, un café largo.
MI CRÓNICA DE LA HUELGA GENERAL
Había desde el principio, dentro del Gobierno, dos concepciones de la política: una, la de Alfonso Guerra, y otra, la de Boyer y toda la compaña. De todas formas, desde el primer Gobierno, también había allí otra gente que no estaba en ninguna tribu.
Desde el punto de vista político, yo creo que hasta la huelga general del 14-D, la política económica y todo lo que conlleva la dirigía el grupo de Boyer, estuviera o no estuviera él. Lo cual debía de ser bastante incómodo para Alfonso Guerra. Algunas frases que dijo: «Estoy de oyente», y otras… Pero dentro del Partido, como tal, Alfonso Guerra nunca perdió pie, más bien al contrario. Esa situación se mantuvo sin demasiados chirridos, hasta que surgió el problema de la FSM, y el Congreso Federal posterior. El día que se inaugura el Congreso, aparecen unas declaraciones de Almunia en El País, en las que decía: «El “guerrismo” es un barco sin piloto y sin rumbo». Ese congreso fue un desastre, a mi modo de ver, porque en lugar de equilibrar la Ejecutiva, lo que se consigue es que se haga una Ejecutiva muy sesgada; salen de la Ejecutiva personas como Almunia, Solana, muy claramente adscritos al presidente del Gobierno y que jugaban un papel de equilibrio, y se configura una Ejecutiva muy vinculada a los «guerristas». Yo creo que ese momento fue el principio de la batalla, que ya había tenido su prolegómeno en Madrid.
Hay otro cambio, de cara al exterior, más significativo: la huelga general, que creo que rompe… cambia a la UGT. Es decir, previamente a la huelga general, en el cambio de Gobierno que hace Felipe González, en el verano de 1987, entran a formar parte del Gobierno Matilde Fernández y José Luis Corcuera, que habían sido dos importantes sindicalistas en dos de las grandes federaciones, concretamente, Matilde en la de Químicas y Corcuera en la del Metal. Aunque Corcuera y Matilde ya estaban en la Ejecutiva de Nicolás Redondo, eran los padres, por decirlo de alguna manera, de esas federaciones y lo seguían siendo. Eso ya anuncia cómo se las traían González y Nicolás Redondo. La huelga tenía componentes objetivos y subjetivos, especialmente por la actitud de la UGT. Nicolás Redondo y compañía hicieron una «limpieza étnica» dentro de la propia UGT y defenestraron a varios secretarios de federaciones, concretamente, al que había sustituido a Corcuera en Metal y a otros. Aquello dejó a la gente del Partido muy trastornada. Las cosas estaban muy complicadas.
Mucho antes del 14 de diciembre de 1988, los sindicatos anunciaron para ese día su intención de convocar una huelga general contra la política social del Gobierno. Fue un largo tiempo de zozobra, como la que se produce en el ánimo de quien contempla a dos trenes moviéndose a toda velocidad sobre las mismas vías, pero en sentido opuesto. Las reuniones del Comité Federal del PSOE o del confederal de UGT tomaron aires de leva general y aunque algunos ingenuos, de uno y otro lado, intentamos que se produjera un acuerdo para evitar el choque, fracasamos como estaba mandado.
Todas las mañanas, a la hora de la ducha, con una tenacidad estajanovista, Apolinar Rodríguez (UGT) y Agustín Moreno (CCOO) soltaban por las distintas emisoras de radio sus encendidas soflamas, apabullando al personal. Notables dirigentes de UGT que se opusieron a la huelga fueron eliminados de sus cargos sin más trámites, en un ejercicio de limpieza de la retaguardia propio de la más añosa práctica castrense. La cosa, pienso yo, venía de atrás, y el último chispazo está fechado en el verano anterior, cuando Felipe González nombró ministros a José Luis Corcuera y a Matilde Fernández, ya distanciados de Nicolás Redondo, de quien habían sido relevantes puntales.
Hubo que fijar los servicios mínimos y en el campo del transporte público se produjo el acuerdo, lo cual debió traer consigo algún inconveniente en el seno del Gobierno, pues no todos estuvieron conformes con que, entre otros, el ministro de Transportes (José Barrionuevo), responsable de Renfe, propiciara el acuerdo con los sindicatos en este punto relevante.
DORMIR EN LA PUERTA DEL SOL
La noche del 13 al 14 de diciembre me fui a dormir a la Puerta del Sol y, muy temprano, por la mañana, ya sabíamos que, al menos en Madrid, la huelga era un éxito. Un éxito corroborado por numerosos cierres patronales, pues algunos empresarios veían con buenos ojos que los sindicatos le metieran una notable tarascada al Gobierno del PSOE.
Como todo el mundo sabe, en Madrid, al inicio de la calle Preciados, en la Puerta del Sol, se encuentra una de las tiendas más visitadas de El Corte Inglés, que abrió sus puertas. Y las mantuvo abiertas, aunque no creo que aquel día vendiera mucho género, pues desde primera hora se agolpó allí un nada despreciable número de sindicalistas intentando «informar a los trabajadores» mediante diversos y reiterados gritos, entre los cuales el más suave era: «¡Esquiroles!». Seguí desde mi ventana las evoluciones de los manifestantes y la presencia de la policía con creciente aprensión, pensando que si los ánimos se calentaban —lo cual era más que previsible— acabaría por surgir un chispazo y la consiguiente tragedia. Pedí a Interior y reiteré la petición de que se retirara de allí la policía y que indicaran a El Corte Inglés que cerrara sus puertas. Se me dijo que era necesario asegurar el ejercicio del «derecho al trabajo», tan constitucional como el de huelga. Pues bien, en una de ésas, un nutrido grupo de sindicalistas decidió cambiar de acera y se vino junto a la fachada de la antigua Dirección General de Seguridad, que ya era sede de la Comunidad de Madrid… y me vieron asomado a la ventana. Comenzaron los gritos, atemperados por la fiesta y un cierto cachondeo. Pronto se impuso una consigna: «Si tienes cojones, baja». Agapito Ramos, que estaba allí conmigo y había pasado la mayor parte de su vida siendo abogado laboralista, ligado a los sindicatos, me dijo: «¿Qué? ¿Bajamos?». A lo que contesté: «¿Por qué no?». Y bajamos. Se abrió el viejo portón de madera y ocurrió lo peor: fuimos recibidos con aplausos y vivas, llenándonos además las solapas de pegatinas sindicales. Por suerte, no había periodistas por allí, pero sí un fotógrafo, que dejó constancia del evento, por otro lado, poco relevante.
No estuve a favor de la huelga, que representó una ruptura entre el sindicato y el Partido que ya no tuvo arreglo. Pero nunca me sentí militante antisindical y, más, teniendo en cuenta el apoyo que el Gobierno de la Comunidad de Madrid, entonces en minoría parlamentaria, estaba recibiendo de CCOO y de UGT. Tengo algo más que una sospecha de que aquella foto en la puerta de la sede de la Comunidad me trajo, algún tiempo después, algunos disgustos cuando «alguien» la tomó como pretexto para decidir que yo sobraba al frente de las listas del PSOE en la Comunidad de Madrid. Pero ésa es otra historia.
Sin embargo, la huelga general tuvo otro efecto público: cambió las políticas económico-sociales del Gobierno; digamos que forzó el cambio, y hubo giros muy positivos, en términos de cobertura de desempleo, de gasto social, etcétera, que se desarrollaron de modo importante, aunque probablemente no estaban en el guión. Cuando ahora se exhiben los avances en ese cambio, se olvida que ese impulso lo dio la huelga, sin duda alguna. No hubo cambios de personas en el Gobierno, pero sí de políticas.
PSV: VOLUNTAD E INCOMPETENCIA
Otro episodio, más largo y más doloroso, que quiero recordar, tuvo que ver también con los sindicatos, concretamente, con la UGT. Me refiero a la quiebra de la cooperativa de viviendas PSV.
En el segundo quinquenio de los años ochenta se produjo un crecimiento notable de la economía española, al que se sumaron muy fuertes inversiones públicas en infraestructuras (carreteras, autopistas, ferrocarriles AVE, Juegos Olímpicos de Barcelona, Exposición Universal de Sevilla, etcétera). Se produjeron, naturalmente, efectos beneficiosos, pero también alguno perverso, como el aumento de los precios de las viviendas, que comenzaron a subir a partir de 1986. Las constructoras vieron aumentar su cartera de pedidos y, lógicamente, acudieron con menos entusiasmo a cubrir los concursos para la edificación de viviendas protegidas en sus diversas variantes. Era un buen momento para impulsar el sistema de cooperativas, y así lo hizo la Comunidad de Madrid, facilitando, por ejemplo, suelo a bajo precio. El movimiento cooperativista tomó fuerza y a él se unieron UGT y CCOO. El primero de estos sindicatos quiso aprovechar ese impulso para construir un sistema sindical de servicios, tal y como lo habían hecho, por ejemplo, los sindicatos alemanes en épocas pasadas. La perspectiva de encontrar viviendas de calidad, baratas y bien comunicadas —en Valdebernardo, por ejemplo— atrajo al proyecto a muchos miles de nuevos cooperativistas. Siempre tuve miedo de que la bola de nieve, que se incrementaba día a día, acabara por arrollar el proyecto de UGT, al no poder deglutir aquella demanda creciente, y así se lo hice ver en diversas ocasiones a los dirigentes del sindicato y, por supuesto, a los gestores de las cooperativas (PSV).
En el sistema cooperativo, los cooperativistas van pagando a cuenta una mensualidad, pero esas entregas no bastan para levantar los edificios. Se precisa un crédito hipotecario para comenzar a poner ladrillos y terminar la obra. Los créditos hipotecarios, negociados con las entidades financieras por los gestores de las cooperativas, los suscriben individualmente cada uno de los cooperativistas. Para facilitar esa decisiva gestión financiera, llamé a mi despacho al presidente de Caja Madrid y a los gestores de PSV. El presidente de la Caja se comprometió a asumir buena parte de las hipotecas, que son, en general, un negocio seguro, siempre que las distintas promociones estuvieran convenientemente separadas, como era lógico y, además, exigible por ley. Los gestores de PSV prometieron presentar los documentos requeridos durante la semana siguiente… y hasta hoy. No fueron capaces de presentarlos. ¿Qué ocurrió?
En apenas cuatro años desde su nacimiento, la cartera de suelo y viviendas en ejecución había adquirido el mayor volumen en el ámbito inmobiliario español de aquellos años. La estructura de gestión, necesariamente inmadura, no fue capaz soportar las exigencias de un proceso cuya dimensión no dejaba de crecer. Aunque el diseño de la actividad inmobiliaria era esencialmente correcto, su expansión a otros ámbitos de actuación, no siempre directamente conectados con la promoción de viviendas, careció de soporte y planificación financiera adecuados. Tengo la convicción moral de que los gestores de PSV no cometieron desfalco alguno, pero sí la tengo de que, arriesgadamente, abarcaron más de lo que podían apretar. De suerte que siguieron adquiriendo suelo sin ponerse, pasito a pasito, a edificar las viviendas, creando así una confusión de propiedades y un lío en la madeja que luego les fue imposible desenredar.
AMARGO RECUERDO
Comenzó entonces una etapa de la que tengo amargo recuerdo, pues los cooperativistas, como era lógico, pensaron que PSV los había engañado. Cundió la desconfianza y, sin poder suscribir las hipotecas, todo el tinglado se vino al suelo. Sin tener responsabilidad directa alguna, nos vimos envueltos en la vorágine y, naturalmente, recurrimos al Gobierno, cosa que también hizo la UGT.
Algunos líderes del sindicato, escabulléndose de sus responsabilidades —que eran muchas—, decidieron «politizar» el asunto y, sin razón alguna, propalaron la mentira de que el fracaso de PSV se debía al Gobierno, que no quería ayudar, y argumentaban que esa supuesta acción gubernamental tenía como fin vengarse de los sindicatos por la pasada huelga general.
Ésta es una versión interesada y absolutamente falsa de lo que sucedió. Si algo pudo achacársele al Gobierno, fue su excesiva paciencia: no intervino las cooperativas, intentando así resolver el problema con el menor daño para la UGT. Narcís Serra, entonces vicepresidente del Gobierno, y su jefe de Gabinete, Antonio Zabalza, dedicaron todo tipo de esfuerzos personales y políticos para resolver el problema. Y el ministro de Trabajo, José Antonio Griñán, también.
Finalmente, este último consiguió que una persona de su confianza, Valeriano Gómez, se hiciera cargo de la gerencia de PSV y salvara la situación. No sé con qué argumentos convenció Griñán a Gómez para que se hiciera cargo de aquel avispero, pero he de decir que Valeriano Gómez lo hizo todo bien… Y ahí están las casas, edificadas y habitadas, para demostrarlo. Si los miembros del Gobierno actuaron con buena voluntad y con eficacia, como lo hicieron, es obvio que fue con el conocimiento y el apoyo de su presidente y eso debe quedar bien claro.
La actuación del Gobierno de la Nación y del Gobierno de la Comunidad Autónoma posibilitó la construcción final de más de quince mil viviendas de protección oficial, a unos precios que nunca sobrepasaron los módulos oficiales entonces vigentes (ninguna vivienda adjudicada superó los 14,5 millones de pesetas); precios, hay que decir, que para sí quisieran los actuales demandantes de vivienda en los PAU madrileños[42]…
Con toda probabilidad, además, las acciones gubernamentales impidieron que las consecuencias de la crisis de PSV acabaran con la propia UGT. También debo decir que Alberto Ruiz-Gallardón, entonces jefe de la oposición, nunca hizo sangre a propósito de aquel fiasco, y pudo haberlo hecho. Al contrario: se comprometió, si ganaba las elecciones, a ser uno más para resolver el problema, cosa que hizo cuando fue presidente de la Comunidad de Madrid, en la primavera de 1995.
FELIPE-ALFONSO, UN MISTERIO SIN RESOLVER
No sé qué ocurrió entre Felipe y Alfonso a raíz del asunto de Juan Guerra… No lo sé. Pasar de una amistad personal y política de muchos años a un distanciamiento semejante… No se puede explicar desde fuera. Lo tienen que explicar los protagonistas y, de esa explicación, sacar alguna cosa en claro. Puedo explicar mi posición. Yo no estuve muy de acuerdo con las políticas económicas que hacía el Gobierno, ni tampoco con Alfonso Guerra, pero no con las ideas que él expresaba sino, sobre todo, con las actitudes internas respecto al Partido, que me parecieron siempre rechazables; este espíritu de «los nuestros» y «los otros»… Por supuesto, comparado con lo que está ocurriendo ahora, aquello me parece propio de las hermanitas de la caridad… Entre otras cosas, Alfonso Guerra fue quien me pidió que fuera a hablar con Luis Gómez Llorente para que éste aceptara ser presidente del Congreso de los Diputados, en vísperas de las elecciones del 82… Mensaje que transmití sin ningún éxito, pero que resulta bastante demostrativo del trato que se daba entonces a los disidentes. Es decir, a los críticos no se les daba una patada en el culo, sino más bien al contrario: el Partido se mostraba bastante generoso con ellos. Pero, dentro del Partido, estas diferencias entre «los nuestros» y «los otros» siempre me parecieron y me siguen pareciendo horribles. No en cuanto a las ideas, sino, quizá, en la forma de expresarlas. Pero, naturalmente, cada uno tiene su forma de expresión y su forma de llegar al público.
Pienso que el fondo de la divergencia entre Felipe y Alfonso no radica en que tuvieran dos formas diferentes de entender el Partido en relación con la sociedad o con el Gobierno. Porque cuando uno delega de tal suerte en otra persona, como Felipe delegaba en Alfonso, será porque tiene confianza en ella. Felipe se podía haber plantado en ese Congreso al que he hecho referencia antes, donde sacaron de la Ejecutiva a dos de sus peones más importantes. Yo creo que el fondo es una separación personal… Dice González que ha sufrido una decepción… habrá que saber por qué. En el fondo, insisto, creo que late, más que otra cosa, una cuestión personal. Es verdad que había divergencias, pero las había desde hacía mucho tiempo. Tampoco creo que Felipe apoyara la cacería contra Alfonso que se desató a raíz del asunto de su hermano. El «caso Juan Guerra» fue un asunto desgraciado, y no creo que nadie en el PSOE lo avalara y echara más leña al fuego. No quiero pensarlo… Lo que está claro es que aquello fue una caza mediática de una trascendencia enorme… Claro que, previamente, había ocurrido lo de Pilar Miró, que también tiene un polvo…
LA PIRA INQUISITORIAL
Pilar Miró y compañía echaban la culpa a los «guerristas» de aquello… y todo el lío era por un vestido. Pilar Miró estaba convencida de que había sido gente próxima a Alfonso. Yo, a día de hoy, no estoy nada convencido de que fuera así. Ahora bien, lo que sí se puede demostrar es que el «caso» de Pilar Miró —que era un vestido— ocupó tantas primeras páginas y páginas en conjunto de periódicos en España como las que ocupó el asesinato o el suicidio —que nunca se supo lo que fue— del financiero Alexander Stavinsky. Me refiero a aquel gran escándalo de los años treinta en Francia, antes de la guerra… Lo de Juan Guerra se multiplicó por cuatro… Por tanto, es evidente que había un interés clarísimo en encender la pira en la plaza de la Signoria para quemar a Savonarola, está clarísimo.
Tanto un caso como el otro me parecen socialmente injustos y personalmente deplorables. No es verdad que Alfonso Guerra estuviera implicado en nada, y en los juicios contra Juan Guerra no se ha demostrado nada jamás, y los jueces, al final, dijeron que no había pruebas de nada de Juan Guerra… ¡Oiga, pues devuélvame el rosario de mi madre…! ¿Quién repone ahora, no sólo el honor, sino todos los daños y perjuicios? Eso va gratis, y con Pilar Miró, igual. El proceso judicial fue semejante.
Lo que se dio en llamar la corrupción del Partido a través del tema de Filesa… Yo creo que Felipe, de esto, no tenía idea, o poca idea, y parecía decir: «Mire usted, déjeme en paz; no me meta usted en este lío…».
Yo creo que él pensaba en alguna dimisión, que no se produjo, en el seno de la Ejecutiva. Creo que pensaba que Alfonso dimitiría… Por supuesto, esto sólo es una percepción. Pero la salida de Alfonso del Gobierno no tuvo que ver con Filesa. Una cosa es el cese de vicepresidente de Gobierno y otra cosa es lo de Filesa, que es posterior, puesto que saltó a la luz en la etapa terminal del Gobierno, cuando Alfonso ya no era vicepresidente.
EL CHISTE MALO DE JUAN GUERRA Y EL MAGMA DE LA RENOVACIÓN
El asunto desgraciado del hermano de Alfonso Guerra, que, como se ha visto a largo plazo, era absolutamente un chiste malo, removió las fuerzas internas dentro del Partido, en mi opinión. Finalmente, produjo la dimisión del propio Alfonso Guerra. Una serie de personas que habían estado con él a partir un piñón, se pasan al otro lado, y se crea entonces ese magma de «la renovación».
En Madrid, se convierten en «renovadores» todos los «guerristas», desde Alejandro Cercas, que era diputado, hasta Teófilo Serrano, que era el secretario general de la Federación Socialista Madrileña —lo cual crea otra segunda crisis en la federación—, y otros muchos. Los que se llamaban «fontaneros», muchos de ellos, también se pasan al otro lado. Con lo cual, lo verdaderamente admirable del «guerrismo» fue que se mantuvieran unidos y aguantaran el tirón, un tirón muy fuerte.
En la Federación Socialista Madrileña, de la que yo fui secretario general durante once años —me parece… o nueve; en cualquier caso, muchísimos—, los «guerristas» eran pocos, eran muy pocos y estaban metidos en la Ejecutiva, tocando los pies de vez en cuando. Fueron los primeros que abandonaron a Alfonso Guerra en cuanto éste perdió el poder. O sea, que parece que eran más «felipistas» que «guerristas». Mi experiencia como secretario general fue muy mala en la etapa final, por las maniobras de los «guerristas», pero no creo que fueran directamente contra mi persona. Yo creo que sólo querían controlar una federación socialista.
Pero los «renovadores» no tenían suficiente fuerza política: el PSOE perdió las elecciones generales y Felipe González abandona la cabeza del Partido. Se creó entonces la nueva Ejecutiva, que dirige Joaquín Almunia, a la que yo pertenecí. Fue una Ejecutiva que, en fin, creo que, aparte de las controversias internas existentes, tomó decisiones estratégicas lamentables; por ejemplo, convocó las elecciones primarias. El día que Almunia, por su soberana voluntad, convoca las primarias, deshace definitivamente la posibilidad de una «renovación» del Partido según las viejas claves. Perdió las primarias, perdió todo crédito y, además, ese día, se perdieron las elecciones generales.
La virtud de los «guerristas» es que siguieron apoyando con pasión a Alfonso Guerra cuando éste ya no tenía poder que repartir. Eso es algo que les honra. Por tanto, hay que deducir que había una adscripción a ese liderazgo en función de unas ideas o de una ideología. Ellos pensaban —porque yo entonces hablaba frecuentemente con ellos, y más ahora— que había dos formas de entender la política social, básicamente. Quiero decir que algo más que pasteles se repartían allí. La divergencia política o ideológica de fondo entre el «guerrismo» y los «renovadores» estaba en su diferente visión de las políticas sociales. Pongo un ejemplo que no es trivial: la Ley del Suelo que hizo el PSOE, una ley progresista —si aún estuviera en vigor, habría evitado lo que está ocurriendo con el suelo en la actualidad—. Esa ley la hizo Javier Saénz de Cosculluela, en contra, clarísimamente, de las decisiones que Boyer y Miguel Ángel Fernández Ordóñez estaban tomando sobre este tema. Por tanto, sí había diferencias. Y quien lo niegue, niega la realidad.
La «renovación» era un magma bastante más complicado. Pero que había diferencias ideológicas dentro del seno del Gobierno, el ejemplo que he puesto lo demuestra, y hay muchísimos más. Otra cosa es que, como he dicho antes, muchos de los que no participábamos de las ideas que podían mantener Boyer, Solchaga, Miguel Ángel Fernández Ordóñez y otros muchos, estuviéramos en la «renovación» porque pensábamos que el Partido necesitaba otros métodos de gestión. O sea, se mezclaban varias cosas. Y, a algunos, como es mi caso, que no estaba ni estoy en las posiciones que se pueden adscribir a lo que los «guerristas» llamaban liberalismo —que no está mal definido—, tampoco nos gustaba la otra opción. Eso es lo que convierte a la «renovación» en un magma.
CULTURA DE APARATO
Las posiciones, digamos, oficiales del Partido, eran: «El Partido apoya al Gobierno y está ahí para transmitir a la sociedad los logros del Gobierno». Bueno, es una posición muy cómoda, pero un Partido es algo más que eso. También debiera de ser una fábrica de ideas… Yo creo que, en ese sentido, la llegada al Gobierno del PSOE dejó a la organización, que era muy joven, en una situación de la que no se ha recuperado. Y además crea una «cultura de aparato», que bueno, bueno, bueno… Yo creo que, en parte, muchos «renovadores» luchaban precisamente contra esa «cultura de aparato», que tenía, como elemento más pernicioso, la endogamia. Y el hecho, por ejemplo, de intentar las primarias, creo que, fatalmente, fue un intento de evitar la endogamia. O el hecho de que las votaciones, que antes eran colectivas, sean individuales ahora… Todo ello forma parte de esos cambios en contra de la endogamia que —hay que decirlo todo— han fracasado rotundamente. Porque ahora el Partido es más endogámico, bastante más, que cuando estaba Alfonso Guerra…
La división que identificaba al «guerrismo» con la izquierda y a los «renovadores» con la derecha liberal no es exacta, pero es una parte de la verdad. Es una parte pequeña de la verdad, pero parte de ella. Y la otra parte es que había mucha gente que quería cambiar los métodos internos de funcionamiento y las formas —incluso externas— de expresión del Partido.
Los «renovadores» apostaron por un modelo de Partido menos endogámico, más abierto, pero nunca fueron capaces de desarrollar una alternativa al «guerrismo». Yo creo que la Ejecutiva de Almunia, de la que formé parte, cometió el gran error de tirar muy pronto por la ventana el liderazgo con que contábamos. En año y medio no se pueden hacer esas cosas, ni bien ni mal. Es decir, los cambios que pregonaban no pudieron cuajar. El problema es que la «renovación» siempre se colgó de la figura de González… Y yo creo que Felipe González siempre ha dado mucho más crédito a los motejados de liberales que a los «renovadores»… Quizá por eso fracasaron.
Las ideas, en política, aunque se pretendan sustituir por la publicidad, la imagen y otras zarandajas, son importantes. Lo quieran o no lo quieran los actores políticos, las ideas políticas son importantes. En el «sector renovador» no faltaban ideas; lo que faltó fue sentarse a estructurar esas ideas. Y nadie se quiso sentar a hacerlo por miedo a ofender al «jefe». Eso es lo que yo pienso. Ahora, pasados los años, creo que lo menos que se puede y se debe hacer es mirar las cosas con objetividad, e intentar olvidar viejos agravios, porque no tienen ningún sentido para la vida individual ni colectiva.
FRUSTRACIÓN DE LO QUE PUDO SER
Ahora bien, los «renovadores» tienen la frustración de lo que pudo ser. Porque la «renovación» pudo cambiar el Partido. No se consumó porque nadie quiso sentarse seriamente a elaborar un documento que nos colocara, no en manos de donde decían los «guerristas» que estábamos, sino en manos de un proyecto renovado. Y no se hizo porque los que estaban más cerca de González creo que siempre temieron… no la reacción del «jefe», sino que no se adscribiera a un proyecto, negro sobre blanco. Seguramente lo conocían mucho más de lo que lo puedo conocer yo y debían de saber que las ideas de política concreta que tenía Felipe González estaban más cerca de otros que de nosotros mismos… Estaba más cerca de lo que se llamó la beautiful… Estoy convencido de que ha sido y es así. Y no hay más que ver las posiciones que tienen ahora los nuevos dirigentes del Partido respecto a la política económica y quiénes son sus asesores de política económica. Porque Solchaga, de alguna manera, está detrás de la iniciativa que cuajó con la candidatura de Zapatero. Poco antes del Congreso último, el que ganó Zapatero por nueve votos —gracias a Alfonso, que le prestó, no nueve, muchos más de nueve votos—, coincidí con Solchaga en una fiesta y me dijo: «No seas tonto, tú vente con mis chicos». A lo cual le contesté: «Como tú eres mucho más listo que yo, siempre vas tres pueblos por delante. Así que, la próxima vez, me avisas con tiempo». En broma.
UNA VÍCTIMA AGRADECIDA
Dicen que yo fui una de las víctimas del «guerrismo». Pero, si es así, ya me gustaría ser siempre esa víctima… Entonces lo viví como una agresión.
En un momento dado, me dicen que me vaya, así, crudamente. José Acosta me lo dijo… por sinceridad… Las razones que se me dieron… Fue la huelga general la que me trajo estos achaques, porque, durante la huelga general, traté de mantener una posición equilibrada, aún con el riesgo de que me dieran de hostias por un lado y por el otro. Así ocurrió en mi caso: primero, las recibí de gente del PSOE y, luego, de la UGT. Después de aquella huelga, en los meses siguientes —concretamente, antes del verano siguiente—, en una comida, me lo dijo Acosta, así, directamente: «Mira, que te vayas». Y me dijo que me fuera porque no comulgaba con el Partido, por haber sido rebelde. ¿Por qué me dijo aquello? Lo tendría que decir Acosta. En cualquier caso, yo le contesté: «Eso tiene un trámite». Y, después del verano, me puse a defenderme y no pudieron conmigo.
No sé si Alfonso Guerra estaba detrás de esa ofensiva… Creo que no. Creo que el origen de la ofensiva, la idea maravillosa de echarme, no viene de él. Yo creo que viene de la propia FSM. Hay que tener en cuenta que Acosta estaba entonces en la Ejecutiva Federal… Naturalmente, cuando pasó lo que pasó, los «guerristas» que estaban en Madrid y, luego, todos los «renovadores», se subieron a ese carro… victoriosos. Una vez puesta en marcha la dinámica, se subieron, eso es evidente. De hecho, quien me sustituyó al frente de la Secretaría General —no me consiguieron echar, pero, naturalmente, dejé de ser secretario general— no fue uno de Acosta, fue Teófilo Serrano, que era de los «renovadores». Pero una cosa es que Alfonso conociera toda la operación que se había montado contra mí —como era lógico que lo supiera—, y otra cosa es que fuera él el impulsor, cosa de la que tengo algo más que dudas. En realidad, tiendo a pensar que no.
DOS ALACRANES EN EL BIDÉ
La última etapa de Gobierno socialista, es decir, de 1993 a 1996, la recuerdo con horror. Porque cada vez que llegaba a casa, ya de noche, y me sentaba a ver un poco la televisión, y veía lo que pasaba, juro que tenía la sensación de que aquello era un mal sueño, que me metería en la cama y, al día siguiente, habría desparecido aquello. Imagino que si esa sensación la tenía yo, que no estaba en el Gobierno, más agudizada la tendrían quienes estaban en el Gobierno, aguantando todos los chaparrones durante todos los días del año. Fue horrible.
Y en esa etapa horrible se desató una corriente que me recordó mucho lo que viví en los últimos meses en el Chile de Allende. La prensa había perdido absolutamente cualquier cualidad de objetividad en la información: todo era un puro derroche de ataque y de descalificación. Daba miedo. Yo hubiera preferido que hubiéramos perdido las elecciones en 1993. Nos hubiera ido mejor.
Fue terrible: cada día salía una cosa más. Recuerdo que, un verano, estaba comiendo en mi pueblo, con mi padre y unos parientes; tenían puesta la televisión en el comedor y apareció Gabriel Urralburu[43]… Yo no me lo podía creer… Era una tortura para los que no estábamos en el Gobierno; me imagino lo que debía de ser para los que estaban en el Gobierno, para el presidente del Gobierno… Una cosa aterradora.
Además, algunos de los que entraron en ese último Gobierno socialista no contribuyeron precisamente a que aquello fuera menos terrible. En 1993, el número dos en la lista de Madrid era el juez Baltasar Garzón, gran fichaje. ¡Por favor! ¡Si lo llevan de número dos, le tienen que dar un Ministerio! (Si se gana…).
Ya lo decía Churchill: «No se puede engañar a todos todo el tiempo…». Yo creo que en ese punto empieza el lío. Ese «maltrato», entre comillas, que recibe Garzón, iba a tener unas consecuencias terribles para el PSOE.
Pero, además, se nombra ministro de Justicia a Juan Alberto Belloch —e inmediatamente después de la huida de Roldán, también se le da la cartera de Interior—. Belloch… ¡Bueno, bueno, bueno! Hay un cuento que se llama El aprendiz de brujo, al que puso música un compositor que se llamaba Paul Dukas[44] y al que puso imágenes Walt Disney. En esa versión del cuento —la película se llama Fantasía[45]—, el aprendiz de brujo es el ratón Mickey. Y eso es lo que pasó. La de Belloch fue una actitud de aprendiz de brujo: el agua subía y subía y no sé si nadie sacaba en calderos el agua que inundaba el edificio.
Felipe metió a un par de alacranes en el bidé: Belloch y Margarita Robles, de la que no hay más que oír sus opiniones. Son las del PNV, ni más ni menos. Tendrá mucho derecho a tener esas opiniones, desde luego, pero no dentro del PSOE. Y la persecución que se hizo de los anteriores responsables que habían pasado por aquel Ministerio… Ahí está la lista. Me parece una falta de solidaridad y un desprecio absoluto, no sólo por las personas, sino también por los resultados políticos que aquello generaba. No entenderé nunca esta selección de personal. ¡No se puede meter al zorro en el gallinero, hombre! Si había cosas que arreglar, se tenía que haber encargado a gente de dentro, capaz de renovar aquello, pero no a aquellos personajes que, después, no sé si por error o con mala intención, crearon muchos problemas. Todo aquello estaba planeado para conseguir —no nos engañemos—, la cabeza de Felipe González. Y la campaña se apoyó con filtraciones desde el propio Gobierno… ¿Cómo es posible que ocurrieran esas cosas? No sé cómo Felipe puso a Belloch allí, en Interior, sabiendo de dónde venía. No sé. A lo mejor le gustó poner a la zorra a cuidar de las gallinas. Eso, que lo cuente él. Pero aquello parecía como la película de Berlanga: Todos a la cárcel[46].
Yo creo que, a pesar de lo que diga la sentencia del Tribunal Supremo, a José Barrionuevo y a Rafael Vera los condenaron sin pruebas. Los condenaron los periódicos. «¿Cómo se van a ir de rositas, después de este escándalo?». Esto es lo que decían Pedro J. Ramírez y compañeros mártires… También lo dijo muy bien Francisco Álvarez Cascos: «Diga lo que diga el Tribunal, éstos son culpables».
Pues así estuvo la cosa. Y otro tanto ocurrió con el general Rodríguez Galindo, ¡con todos los comandos que detuvieron siendo él jefe de la comandancia de San Sebastián! Y también lo condenaron, a él y a sus hombres. Sin pruebas. Todo eran convicciones morales… ¡Las convicciones morales se las guarda usted en su bolsillo! Es un escándalo que un general de la Guardia Civil como Rodríguez Galindo esté en la cárcel…
Por lo poco que yo sé, Belloch aseguraba que esto lo iba a controlar él enseguida. Claro que también decía que iban a hacer «limpieza» en el Ministerio del Interior. Pero… ¿había corrupción en Interior? La respuesta es «no». Porque, si la hubiera habido, habría salido.
Y la broma de los regalos de Corcuera… es una broma… una broma. Por tanto, no había corrupción. ¿Que había lados oscuros…? ¿Y en qué Ministerio del Interior del «mundo mundial» no los hay? No tengo más que decir.
ASESINATO CIVIL, MUERTE CIVIL
Yo, entonces, no escuché esa historia de que Belloch aspiraba a suceder a Felipe. Estaba ya más ocupado en lamerme las heridas que en oír esas cosas. Sólo diré que oí a una jueza una frase que me dejó impactado: «Belloch es la peor persona que he conocido en mi vida». Lo cual me llevó a defender a Belloch, a quien no conocía, con armas y bagajes. Y ella me dijo: «Ya te irás enterando». (No digo el nombre de la jueza).
En esos momentos, en 1993, yo había vuelto a ser elegido presidente de la Comunidad y esta última legislatura fue bastante cómoda, bastante tranquila para mí. Porque, contando con el apoyo externo parlamentario de IU, todo fue bastante pacífico. Por tanto, las heridas que tenía que lamerme no eran heridas personales, o de mi trabajo. Lo que me dolía era ver a personas a las que yo conocía —era amigo de muchas de ellas, como Barrionuevo o como Vicente Albero—, y en todo caso compañeros de Partido, en aquella situación: ver todo el camino que se estaba recorriendo y cómo iba acabando… Eran, algunas, personas a las que veía casi todos los días y veía cómo lo estaban pasando. No era precisamente agradable. Y otras personas con las que tenía menos relaciones, como Corcuera… Lo que hicieron con él me sigue pareciendo un auténtico asesinato civil, una muerte civil. Antonio Asunción, por ejemplo. No está entre mis amigos íntimos, pero ¿qué pasó con este hombre? Es un tipo valioso y fue una injusticia tremenda que tuviera que dimitir porque el otro sinvergüenza, Roldán, se marchara. Lo de Julián García Vargas y Narcís Serra, con los cuales tenía mucha más relación que con otros… Era una cosa tan injusta, tan disparatada…
Me parece tremendo. ¿Cómo no iba a estar dolido? No sé si tanto como ellos, pero en esa línea, porque la solidaridad es ponerse en el lugar del otro. Esto no hay que olvidarlo. Hay que pasar página pero no olvidarlo.
LA GRAN FRUSTRACIÓN
Yo creo que la gran frustración de toda la etapa socialista es el final de la película. Y algunas cosas se podrían haber evitado; por ejemplo, comprobando el currículum de Roldán, cosa bastante fácil de hacer. Eso para empezar. Y creo que la traca final sí se pudo evitar, evitando algunas de las causas y evitando también que se montara un «carajal mediático».
Creo que el ataque final tenía financiación y se llamaba Mario Conde. ¿No se podría haber evitado? A pesar de todo, en 1996 perdimos por poco más de 300.000 votos. Los que entonces estaban en la oposición no tenían crédito. Aznar no levantaba ningún entusiasmo. Y mucha gente, ante ese ataque tan visible, por tierra mar y aire, contra los socialistas, debieron pensar: «Bueno, si atacan así desde la oposición, ¿qué nos harán desde el Gobierno?». Es una reflexión que seguramente hicieron muchos ciudadanos.
Pero, en líneas generales, yo creo que el PSOE administró bastante bien el triunfo de 1982. Y aunque sufrió el desgaste que produce estar en el Gobierno, los españoles le permitieron estar más de trece años y cambiar y desarrollar muchas cosas. Desde la entrada en Europa, hasta la modernización de las Fuerzas Armadas —aspecto fundamental para el futuro de la democracia en España—. También aportó mucho en el campo más duro, en el terrorismo.
Creo que cuando los socialistas llegaron al Gobierno en 1982, las cosas estaban mucho peor que cuando salieron. Así de claro. Y también está claro el avance en la consolidación de una España moderna, desde el punto de vista social, cultural, de las infraestructuras… Los Gobiernos socialistas construyeron más infraestructuras que cualquiera de los Gobiernos anteriores, desde Recaredo. Me parece que la herencia fue muy buena y defendible. Ahí deberían estar los historiadores y los periodistas, para recordarlo…