Historia viva
Cuando comienza a hablar, lo primero que uno piensa es que con Manuel Chaves hay que hablar mucho. Porque el presidente de la Junta de Andalucía es, además, o sobre todo, una buena parte de la historia viva del PSOE. Fue uno de los primeros en unirse a Felipe en Sevilla, allá por los años de «la foto de la tortilla», y ha visto y vivido tantas cosas que a veces le cuesta ordenarlas. Porque todas se le agolpan en la memoria y se pelean por salir. Es la sencillez y la bondad en una pieza y posee el don de la serenidad. Además, Manuel Chaves, que ha sido testigo y protagonista de tantas cosas, tiene una condición singular, que va tan unida a él como su estatura o su suave acento andaluz: la credibilidad. Chaves tiene una ventaja sobre otros dirigentes del PSOE, que le hace fuerte: nunca ha tenido la necesaria pasión por el poder para crearse enemigos, salvo los que tal vez intentaran, sin resultado alguno, romper su lealtad con Felipe.
Nos encontramos en Madrid, en su despacho de la sede del PSOE. Chaves ejerce de presidente del Partido. A nadie, nunca, se le pudo ocurrir mejor idea, porque esa responsabilidad le viene como un guante a medida; y al Partido también, empezando por su secretaria, que está encantada, «porque ya sabes cómo es Manolo, que se cae de bueno». Todas las semanas viene a Madrid para trabajar con Zapatero y con Rubalcaba y con… Pero las llamadas de Sevilla no le dejan un instante de sosiego, y tiene que salir y entrar y dejar el hilo atado en cualquier lugar de la conversación. No importa. Chaves desata el hilo atado con tanta facilidad que ni se nota: «Lo habíamos dejado en la Facultad de Derecho, y te digo, de verdad, que yo nunca pude imaginar, cuando conspirábamos y esas cosas, que nosotros, los socialistas de entonces, podríamos llegar a gobernar algún día este país». Tendremos que volver a retomar el hilo de la conversación muchas veces, cada vez que nos vemos en su despacho de Ferraz. Pero él está tan cómodamente sentado en el sillón de su memoria que ya no la va a perder hasta el final, por mucho que lo llamen y lo reclamen. Da toda la impresión de que Manolo Chaves lleva pensando en la reciente historia del Partido y de los Gobiernos de Felipe González mucho, mucho tiempo, y que sólo estaba esperando que alguien le propusiera decir en voz alta todo lo que había estado pensando.
No es que Chaves ejerza la memoria selectiva para contar algunas cosas y olvidar otras; él habla de todo, lo recuerda todo. Algunos hechos le preocuparon mucho, como la huelga del 14-D; otros le dolieron mucho, como la «madrugá» a la que lo sometió Carlos Solchaga en la negociación con los sindicatos el día después. Manolo Chaves lo cuenta todo por debajo de las historias que parece que está contando; como si él y su memoria fueran, en realidad, dos almas separadas.
Narra «su aterrizaje forzoso» en aquella Andalucía minada por el «caso Juan Guerra» y recuerda, con la amargura justa, cómo se le quedó el cuerpo cuando Alfonso Guerra ya se le había adelantado en la celebración del triunfo… Lo singular es oírle hablar con su serenidad más verdadera: parece que fueran cosas que le hubieran ocurrido a otro; se ríe y se delata: quisiera mostrar un encono que no va con su talante.
Se traiciona una sola vez; intenta mantener la misma calma y no puede. Trata entonces de explicar su experiencia cuando comprendió, claramente, que Alfonso le obligaba a elegir entre él y Felipe González. «Pero yo siempre he tenido claro que mis referencias y mi opción siempre han estado del lado de Felipe. Incluso cuando organizaron aquella operación para que yo fuera el sucesor, enseguida le pregunté a Felipe que si él sabía algo… Y resulta que ni él ni yo teníamos ni puta idea».
Durante todo el tiempo y en todo momento, me quiere convencer —y lo consigue— de que, en realidad, todas las batallas entre los socialistas le venían «chicas», que ninguna le quitó el sueño más allá de lo razonable. Quizás por eso todos le han mirado y requerido cuando los oleajes vinieron demasiado fuertes, para que pusiera calma en medio de la tempestad. Por eso gobierna Andalucía, porque es una tierra donde la izquierda es mayoría y donde él se siente como pez en el agua. Aunque todavía no se le ha quitado el susto —lo repite una y otra vez— de verse siendo candidato en Sevilla. Porque se lo debía a Alfonso. Pero, sobre todo, porque Felipe no le echó un cable…
Hoy, todo eso no es agua pasada. Porque el molino, de vez en cuando, gira. Como ahora.
Mi primer contacto con el Partido Socialista fue en la Universidad de Sevilla. Allí conocí a Guillermo Galeote y a Luis Yáñez, que estaban en la Facultad de Medicina, a Felipe González, que estaba en la Facultad de Derecho y que me llegó a dar algunas clases de Derecho del Trabajo, y también a Alfonso Guerra, que trabajaba como profesor en la Escuela Técnica de Arquitectura, de donde procedían los que entonces llamaban aparejadores. Éstas fueron las primeras personas que yo conocí pertenecientes al Partido.
Yo era un dirigente estudiantil durante la dictadura, y creo que, lógicamente, los partidos políticos estaban «a la caza», por decirlo de alguna manera, de personas que destacaran políticamente o que tuvieran algún papel relevante dentro de la Universidad. Creo que la influencia del Partido Socialista en aquellos años, su influencia cualitativa o intelectual, era muy superior a su fuerza cuantitativa, a su fuerza numérica. Yo creo que contaban con muy pocos afiliados. En la Universidad, incluso fuera de la Universidad, la fuerza mayoritaria era el Partido Comunista. Y, en el campo sindical, la organización más fuerte era Comisiones Obreras. Yo conocía a muy poca gente fuera del ámbito universitario que perteneciera al Partido Socialista. Cuando terminé la carrera, empecé a colaborar, aunque yo me dediqué a la enseñanza universitaria en la cátedra de Derecho del Trabajo. Tuve muchos contactos con el bufete en el que trabajaban Ana María Ruiz Tagle, Rafael Escuredo, Antonio Gutiérrez y Felipe González. Más tarde se incorporó Manuel del Valle.
Yo creo que ahí estuvo el germen; en ese ámbito fue donde el Partido, y también la UGT, entra en contacto con las fábricas, con los obreros, con los líderes sindicales y, en mi opinión, en esos años se fraguó un núcleo socialista muy importante, muy activo: desde luego, fue el núcleo más importante desde el punto de vista de su influencia intelectual e ideológica y por su preparación teórica, más que por su presencia física. La influencia que este grupo tuvo en el conjunto del Partido, sobre todo en las reuniones que se tenían fuera de España, en Toulouse, en París o en Pau, se deben fundamentalmente a esa preparación intelectual. Sobre todo, dicha influencia se debe a una persona: Felipe González.
El liderazgo de Felipe González se fraguó de una forma muy natural, porque era el mejor. Porque era el hombre que tenía más capacidad de análisis, mucha más capacidad de convencimiento, de convencer dialécticamente, y yo creo que también era una persona con una gran preparación. Ésas fueron las razones que lo convirtieron en líder del grupo y que después lo convirtieron también en el líder en el cual puso sus miras la gente del «interior» cuando se planteó en el Partido la discrepancia o el enfrentamiento entre el exterior y el «interior», entre Llopis y el «interior»[38]. Yo creo que la capacidad de liderazgo de Felipe era natural.
El Partido Socialista surgía entonces de una forma casi embrionaria, y sin embargo, luego y a lo largo de los años, se convirtió en el referente político y social. Pero es necesario repetir que la fuerza del Partido Socialista o la fuerza de UGT en relación con Comisiones Obreras o con sus equivalentes en el campo sindical y político no era comparable, ni en organización ni en número de militantes, ni en penetración en el tejido social o en la Universidad. Era, desde luego, mucho menor. Nuestra influencia era mucho más cualitativa.
LO QUE PENSABAN FELIPE Y ALFONSO
El éxito del Partido Socialista, en mi opinión, se basa en tres elementos. El primero, Felipe González. Sus condiciones innatas de liderazgo —que ya había demostrado dentro del Partido— se trasladan lógicamente al conjunto de la sociedad cuando salimos a la luz pública. Eso se pudo apreciar claramente cuando se comenzaron a tolerar algunos mítines: en encuentros como el famoso acto público de la Facultad de Derecho, cuando Felipe se dio a conocer como Isidoro, su liderazgo se hizo patente. Yo creo que la opinión pública española percibe esas capacidades. En segundo lugar, la memoria histórica. Grandes sectores de la población española mantenían viva la memoria histórica, y no solamente pervivía en los que habían participado en la Guerra Civil y en la posguerra inmediata. La memoria histórica se transmitió también de padres a hijos y recordaba al Partido Socialista y lo que había representado el Partido Socialista como partido protagonista y hegemónico en la izquierda. Y, la tercera razón del éxito democrático del PSOE, a mi juicio, es Europa: fue decisivo el hecho de que el Partido Socialista español fuera el homólogo del Partido Socialdemócrata alemán, del Partido Laborista inglés, del Partido Socialista francés, etcétera, que eran partidos de gobierno, que eran partidos que no asustaban, que eran partidos democráticos, que eran partidos que no expropiaban, que no le habían arrebatado las cosas a la gente. Porque yo recuerdo que, algunas veces, ese temor, esa reserva, pervivía en muchos ciudadanos. Yo creo que eso también le otorgó al Partido una dimensión importante cuando se presentó a las elecciones. Debo señalar, de todos modos, que estos tres fundamentos del éxito no están ordenados aquí por orden de importancia.
Yo tengo la impresión de que, ya en aquella época, personas como Felipe González o Alfonso Guerra pensaban que, alguna vez, podrían llegar a gobernar este país. Ellos entendían que el franquismo, la dictadura, en algún momento, tenía que acabar. Tengo que decir que a mí nunca se me ocurrió pensar que el Partido Socialista pudiera ser un partido de gobierno, que pudiera gobernar ganando unas elecciones. Nunca se me había pasado por la cabeza. Y, sin embargo, habíamos formulado muchos análisis teóricos de cómo tenía que ser un gobierno socialista, pero simplemente en una dimensión teórica. Nunca vi al Partido Socialista en La Moncloa, nunca vi al Partido Socialista como grupo mayoritario en la Carrera de San Jerónimo. Nunca he hablado de este tema con Felipe, pero creo que Felipe sí lo pensaba. Porque Felipe González tiene una ventaja sobre los demás: en su análisis llega mucho más lejos que el resto, por los menos, más lejos que yo.
Pienso ahora que, entonces, las diferencias de talante, de pensamiento y de actitud política entre Felipe González y Alfonso Guerra, si las había, eran tan difíciles de detectar que prácticamente uno llegaba a la conclusión de que esas diferencias no existían. En aquel grupo sevillano, incluso cuando el grupo sevillano extendió su influencia sobre el resto del Partido, en los Congresos de Toulouse o de Suresnes, era muy difícil apreciar que pudiera haber diferencias entre Alfonso Guerra y Felipe González. Era difícil, entre otras cosas, porque era Felipe González quien hacía los análisis, quien marcaba los objetivos, quien determinaba la estrategia que se había de seguir. Alfonso Guerra, como todos los demás, se dedicaba a complementar o a completar las directrices generales. Pero era Felipe González el que marcaba el camino, el que tenía el liderazgo —y no solamente un liderazgo carismático, sino un liderazgo que se presentaba como una mejor capacitad de análisis, un mejor desarrollo de estrategias y de tácticas políticas—.
Pero Felipe y Alfonso, vitalmente, eran dos personas distintas. Fuera del ámbito de la política, del grupo político, los amigos eran distintos y las aficiones también eran distintas. Yo tengo la impresión de que, excepto en los contactos políticos y en las reuniones políticas, y a pesar de que Felipe González y Alfonso Guerra mostraban una relación estrecha, fuera de ese ámbito no se veían ni tenían contacto, ni tenían aficiones comunes, ni actividades privadas compartidas. Yo creo que Alfonso era una persona mucho más rígida que Felipe. Felipe era una persona mucho más abierta. Alfonso Guerra siempre quería dar la impresión —no digo que no respondiera también a su carácter— de tener una vida monacal, de cartujano; quería aparentar siempre gran austeridad. Y Felipe era muy distinto: era mucho más vitalista, mucho más alegre, contaba muchos chistes… Antes contaba muchos chistes, ahora ha vuelto a contarlos también, cuando se ha quitado «el manto».
LA FOTO DE LA TORTILLA
Respecto a aquella mítica foto de Sevilla, «la foto de la tortilla», la verdad, nunca hemos podido llegar a la conclusión de que, efectivamente, comiéramos tortilla. Cuando lo hemos discutido entre nosotros, nunca nos hemos puesto de acuerdo sobre si efectivamente estuvimos comiendo tortilla. En la foto simplemente se nos ve… creo que a Felipe se le ve mondando una naranja. Se hizo después de una asamblea de la UGT que, curiosamente, habíamos perdido frente a otros grupos de la UGT de Sevilla.
Aquella foto se hizo al lado de Puebla del Río, pero nunca hemos podido localizar el lugar exacto. Algunos de los que estábamos en la foto, concretamente Pablo Juliá, Josele, Juan Antonio Barragán y yo, dimos un paseo por allí —hace ya ocho o nueve años— y no fuimos capaces de localizar el lugar. En la foto, que yo recuerde, aparece mi mujer —empezaré por mi familia—, que estaba embarazada de mi hijo mayor; aparecen también Alfonso Guerra, Luis Yáñez, Felipe González, Carmen Romero, Carmeli Hermosín, la hija de Máximo —creo que se llamaba Rosa—, Josele Amores, que ahora está en la Caja San Fernando, Juan Antonio Barragán, que trabaja en la Cartuja… No recuerdo exactamente quién más aparece en esa foto. Tendría que volver a ella; no sé si estaba Curro Rodríguez y su mujer Mari… Se intentó recomponer esa fotografía hace unos cuantos años, en un lugar distinto; trataron de hacer una foto con los mismos que aparecíamos en la antigua… Pero el «ambiente» no era muy adecuado y al final no se hizo la foto, porque las diferencias fundamentales, las diferencias entre Felipe y Alfonso, ya habían empezado a aparecer. Creo también que se intentó hacer nuevamente esa foto para tratar de cerrar las diferencias y de arreglar un poco la situación, pero todo resultaba ficticio. Aquello quedó simplemente en una comida a mediodía, en un restaurante, en la Venta Real de Antequera.
FELIPE APOSTÓ MUY FUERTE POR ALFONSO
Es difícil explicar qué ocurrió en el interior del Partido, qué nos enfrentó. Cuando el Partido Socialista gana las elecciones en el 82, recuerdo que hubo una rueda de prensa de la Ejecutiva en la que, al parecer, Alfonso Guerra había dicho que no quería estar en el Gobierno. Al menos, eso he oído.
Después, en la Ejecutiva, intervinieron dos o tres personas, entre ellas, yo. Guillermo Galeote le dijo a Alfonso que tenía que entrar en el Gobierno, que no podía quedarse fuera del Gobierno, de eso estoy seguro. Pero yo no creo que ahí estuviera el germen de las diferencias, de la separación entre Felipe González y él.
En mi opinión, llega un momento —tal vez a partir de las segundas elecciones, a partir del 86— en el que Felipe González se da cuenta de que hay que renovar el Partido. Y también creo que todos los «temas» del hermano, de Juan Guerra, también influyeron mucho. Felipe se da cuenta de que había apostado demasiado fuerte por Alfonso Guerra. Y no sólo en el asunto del hermano. Todo guardaba relación con la posición o la imagen política que Alfonso Guerra trasladaba del Gobierno hacia la opinión pública. Junto a este último aspecto, hay un sector dentro del Partido —incluyo a Javier Solana, a Narcís Serra, o al propio Carlos Solchaga, por citar a algunas de las personas emblemáticas de aquel entonces— que también influye, lógicamente, y que pretende introducir cambios importantes que no se podían producir con Alfonso Guerra dentro del Gobierno y con él organizando el Partido. Aquella teoría de que nadie se «moviera» dentro del Partido, el hecho de que fuera poco condescendiente —por ejemplo, cuando Carlos Solchaga intentó entrar dentro de la Comisión Ejecutiva—, todas esas cosas fueron decisivas y fueron las que marcaron la separación entre Alfonso y Felipe.
Yo era muy amigo de Felipe y de Alfonso, pero yo había entrado en el Partido con un punto de referencia muy claro: Felipe González. Eso lo tenía muy claro; pero también era importante Alfonso Guerra. Para mí, el tándem Felipe González-Alfonso Guerra era el éxito del Partido, como organización y de cara a la opinión pública y al electorado. Al menos, eso era lo que yo pensaba entonces. Yo hablaba mucho con Felipe, pero siempre que le hablaba era para tratar de arreglar la situación entre él y Alfonso, siempre… En algún momento, hubo quien me llamó «guerrista». La verdad era que yo procedía de Andalucía y Alfonso Guerra tenía una gran influencia en Andalucía: prácticamente controlaba la situación. Por tanto, yo no estaba en la misma línea de Solana o de Leguina, de Maravall o de Serra, que eran quienes hablaban conmigo para convencerme de la necesidad de esa renovación del Partido.
Respecto a mi ruptura con Alfonso… Hubo algo que me molestó muchísimo: cuando fui a Andalucía en el año 90, se dijo que Felipe me envió allí. No es verdad. Voy a revelar algo que nunca he dicho: Felipe nunca me ordenó que me trasladara a Andalucía. De hecho, Felipe no quería que yo fuera a Andalucía, no lo quería, ésa es la verdad. Porque, en realidad, no había ninguna razón objetiva para que yo abandonara el Gobierno. Fue un empeño de Alfonso Guerra. Todo el mundo piensa que Felipe González me había enviado a Andalucía, pero no es cierto. Felipe González respetó la decisión que yo tomé, pero políticamente no la vio con buenos ojos.
UN LARGO DETERIORO…
La ruptura entre Felipe y Alfonso supuso un verdadero trauma en el Partido. La fecha formal, desde mi punto de vista, en la que se pone sobre el papel la ruptura, fue la reunión de la Comisión Ejecutiva Federal donde se elige a Carlos Solchaga como portavoz del Grupo Parlamentario. En esa Comisión Ejecutiva Alfonso propone que siga como portavoz Eduardo Martín Toval, mientras que la propuesta de Felipe era Carlos Solchaga, y en esa reunión fui yo quien decidió: el voto decisivo fue el mío. Entonces, muchos «guerristas» pensaban que yo estaba con Alfonso y que la propuesta de Felipe no podía ser. En ese momento, desde un punto de vista formal, tuvo lugar la fractura, la ruptura entre Alfonso y Felipe. Recuerdo que, inmediatamente después, se celebró un Comité Federal —porque la propuesta tenía que trasladarse desde la Comisión Ejecutiva Federal al Comité Federal— y la propuesta que se presentaba anunciaba a Carlos Solchaga como portavoz. Alfonso Guerra nunca aceptó que yo votara a Carlos Solchaga.
Pero ya antes había habido un proceso largo de deterioro en esa relación. Lo que les separó fue un conjunto de cosas; no se puede decir que fue una sola idea o una sola actitud. Yo lo que creo es que, efectivamente, Felipe se dio cuenta, en primer lugar, de los problemas que existían dentro del Partido. Fueron problemas que yo viví como ministro de Trabajo, enfrentamientos entre Carlos Solchaga y Alfonso Guerra, y con buena parte del Gobierno… Y también creo que, lógicamente, Alfonso Guerra quería tener su ámbito de influencia y su «ámbito de actuación», controlar de algún modo una parte del Gobierno.
Algo de eso hubo, y, sobre todo, Felipe se dio cuenta, en un momento dado, de que había que renovar el Partido, de que el Partido estaba muy cerrado en sí mismo, de que no se renovaba personalmente, ni ideológicamente, porque el control que tenía Alfonso Guerra era un control absoluto. Cuando Carlos Solchaga quiso entrar en la Ejecutiva, Felipe entendió que no podía hacerlo. En ese momento, Felipe González se dio cuenta de que Alfonso Guerra controlaba el Partido y los congresos hasta tal punto que no existía ninguna posibilidad de acción.
Yo creo que todos esos problemas fueron los que acabaron separándolos.
Y, luego, el «tema» de Juan Guerra… Felipe tenía bastante confianza en Alfonso Guerra en aquellos momentos. Después de tantos años con Alfonso Guerra, lógicamente, era difícil creer que aquello se había dado, que aquello era cierto. Para mí también lo era: yo nunca lo creí… hasta que la cosa fue evidente. La posición de Alfonso estaba marcada por el hecho de preservar la honorabilidad y la honradez de su familia o por salvar su responsabilidad política, no lo sé. Al final él reconoció que, efectivamente, su hermano había estado utilizando el despacho que el vicepresidente del Gobierno tenía en la Delegación del Gobierno en Sevilla: en ese caso, se podría haber averiguado inmediatamente su responsabilidad. Yo creo que eso fue lo que no quiso aceptar nunca. Ni ha aceptado nunca, evidentemente.
ALFONSO JUGABA «A LA CONTRA»
Felipe tenía que tomar todos los días decisiones de Gobierno, y, a veces, Alfonso se las desmontaba. Parecía que jugaba «a la contra». El responsable de la política económica era Carlos Solchaga, era el ministro de Economía, y, naturalmente, la política económica del Gobierno, en aquellos momentos, trataba de ser más flexible y de adaptarse a Europa, a las necesidades europeas. Recuerdo una situación significativa: Felipe González estaba en Bruselas, «peleando» con los problemas de nuestra integración en Europa, y a Alfonso no se le ocurrió mejor cosa que proponer una «Ley de Hierro de los Beneficios» contra los empresarios. ¿Por qué lo hizo? Porque yo creo que Alfonso Guerra es un esteta de la política. Aunque siempre ha querido aparecer como el malo, como el hombre duro, nunca ha querido asumir una decisión política que conllevara un coste electoral y, sobre todo, un coste personal. Él era el duro de la película, un papel muy atractivo a la vista de mucha gente dentro del Partido Socialista, y funcionaba muy bien. Porque era el que aparecía delante de la opinión pública como el hombre que mantenía las «esencias», el que mantenía la unidad del Partido. Lógicamente, cuando el Gobierno tenía que tomar una decisión política dura, él no estaba de acuerdo, porque ahí no quería aparecer.
Hay distintas opiniones sobre si Alfonso Guerra dimitió o fue Felipe quién provocó esa dimisión. Yo solamente puedo dar mi opinión: estoy convencido de que llegó un momento en que la separación parecía inminente. La falta de comunicación entre uno y otro era tan grande que todos veíamos venir la ruptura. ¿Cómo? No sabíamos cómo iba a ser. Mi opinión personal es que fue una decisión de Felipe. Recuerdo que Alfonso Guerra me llamó para decírmelo y me dijo que Felipe le había escrito una carta. Me presentó el asunto diciéndome que no había sido cesado. Alfonso no utilizó la palabra «cesar» en ningún momento. Yo creo que Alfonso Guerra había llegado a un acuerdo con Felipe González: su salida del Gobierno la anunciaría el propio Alfonso Guerra, y, efectivamente, lo anunció como una dimisión y lo anunció en Extremadura, en un mitin, en Mérida.
FELIPE QUISO IRSE VARIAS VECES
Los «renovadores», la gente que no estaba de acuerdo con la postura del «guerrismo», finalmente, ganaron la batalla, al menos formalmente. Felipe González, que seguía esa forma de pensar, apoyó aquella alternativa. Y, sin embargo, los renovadores no lograron hacerse con lo que se llama el «aparato» del Partido. Yo pienso que ese fracaso se produjo porque la «renovación» nunca fue completa. Alfonso Guerra siguió siendo vicesecretario del Partido y yo recuerdo que, hasta el congreso de 1994, tuvimos que pactar con Alfonso Guerra, porque todavía tenía un respaldo muy importante y condicionaba el congreso. Y, además, hay otro elemento, otro factor que lo explica: estábamos en pleno declive; el GAL, Juan Guerra y la corrupción ya nos habían contaminado del todo. La renovación llegó tarde y no fue capaz de remontar esa situación. Primero, porque no tuvo la fuerza suficiente, porque todavía no controlaba el Partido; y, en segundo lugar, porque los escándalos habían adquirido tal fuerza ante la opinión pública que fue imposible remontarlo. Además, tampoco encauzamos correctamente la sucesión al frente del Partido.
Para ser justo, hay que entender que Felipe quiso dejar la primera línea de actuación política. Quiso dejarlo cuando aún estaba en el Gobierno. Estas cosas son fáciles decirlas a posteriori. Pero, en aquel momento, era mucho más difícil. Es decir, lo lógico es que la sucesión, con todas las dificultades que conlleva una sucesión, se hubiera desarrollado estando en el poder. Si la sucesión se hubiera hecho estando en el poder, antes de perder unas elecciones, seguramente el trauma que sufrió el Partido habría sido bastante más reducido. Formalizar una sucesión una vez perdidas las elecciones, en plena falta de credibilidad y falta de generación de confianza hacia el electorado fue, efectivamente, un error, un error…
Yo sé, con toda seguridad, que Felipe se quiso ir en 1990 y no sé si antes, en 1988, con la huelga del 14 de diciembre. Pero estoy convencido de que, en el 92, Felipe quiso dejar de ser la cabeza visible del PSOE. Yo creo que él pensó en Narcís Serra como sucesor, de cara a los acontecimientos del 92. Alfonso Guerra quería que fuera yo el sucesor, o «conspiró» un poco para ello. Es decir, cuando se rumorea que Felipe se quiere ir y que está pensando en Narcís Serra como presidente, Alfonso Guerra, que era contrario a los renovadores, intenta actuar. Yo tenía entonces muy buena relación con Alfonso Guerra y acababa de ganar unas elecciones en Andalucía, en el 90. Fue así.
Recuerdo que hubo una reunión al respecto. Creo que en aquella reunión estaban también Txiqui Benegas y Carlos Sanjuán. Los tres me hablaron de la necesidad de que, ante una eventual sucesión, yo estuviera en primera línea. Lo primero que pregunté fue si Felipe estaba al tanto. Pero Felipe no tenía ni idea. Entonces fui a ver a Felipe González, tuve una comida con él, en una finca, y le conté lo que estaba ocurriendo; le aseguré, además, que de «aquellas cosas» yo no quería saber absolutamente nada. Él no sabía nada, no tenía ni idea. Yo creo que, a partir de ahí, se rompe, se frustra una operación posible porque, entre otras cosas, los propios renovadores no permitieron que Felipe abandonara el Gobierno. Felipe González proporcionaba mucha seguridad, mucha confianza.
Seguramente Felipe tenía razón cuando quiso retirarse, porque si el Partido tenía una posibilidad de renovarse realmente y dar un salto cualitativo y recuperar la credibilidad, todo pasaba por hacer algo parecido —salvando las distancias— a lo que ocurrió en el XXXV Congreso: la elección una persona nueva que tuviera la capacidad suficiente para cambiar el Partido. Es una hipótesis… Pero tenía que haberse hecho mientras el PSOE estaba en el poder.
FELIPE SIEMPRE HA SIDO EL MISMO
Yo conozco a Felipe desde que estábamos en la Universidad. Pero mi trato con Felipe, y el suyo conmigo, cambió cuando fui ministro. Efectivamente, la relación de ministro a presidente y de presidente a ministro condiciona mucho la relación personal, al menos en mi caso. Existe una cierta distancia… Es difícil de explicar: digamos que, en esos momentos, se establece una especie de relación jerárquica. Que te llame el «presidente» y que el «presidente» te llame «ministro», cuando hemos estado toda la vida llamándonos Felipe y Manolo… Eso marca la diferencia. Entonces, ya no se tiene la confianza para decirle determinadas cosas. Quizás era más problema mío que suyo…
Felipe siempre ha sido el mismo. Yo no creo en aquello del «síndrome de La Moncloa». No, en esas cosas no he creído. Felipe es una persona a la que le gusta mucho el aislamiento; es una persona que tiene una gran capacidad para estar solo desarrollando sus aficiones; la tenía antes de ser presidente, la tuvo como presidente, y la tiene ahora. No es una persona a la que le guste ir a bailar, no es una persona a la que le guste ir al cine, no es una persona a la que le guste ir al fútbol, no es una persona a la que le guste pasear —pasear por la calle—. No. Pero eso era antes y después. A Felipe le gusta mucho leer, y le gusta quizás ver la televisión, le gusta pasear por el campo y le gusta estar en su casa con los amigos. La verdad: no di crédito a aquellas teorías del encerramiento y del enclaustramiento de Felipe como consecuencia de estar en La Moncloa.
Soy muy amigo de Felipe y nunca he ido al cine con él. Y nunca he entrado en una discoteca con Felipe… Creo recordar que una sola vez en mi vida he estado en una discoteca con él, en Sevilla, hace ya muchísimos años —probablemente ni siquiera se había restaurado la democracia—. Pasear por una avenida de Sevilla, por la calle Sierpes… eso nunca. Nunca le ha gustado ese tipo de cosas.
Felipe nunca inauguró nada. Y yo alabo esa actitud. Yo, que tengo que acudir a muchas inauguraciones y que no me atrevo a decir que no. Felipe, por el contrario, solamente inauguró la autovía, el desdoblamiento de Despeñaperros. Y fue a la apertura de la Expo 92 de Sevilla. Pero inaugurar carreteras, o embalses, o algún centro cultural… No, de eso nada. Felipe nunca inauguró nada. Estoy convencido de que si alguien decide investigar en la hemeroteca la presencia de Felipe en inauguraciones, no encuentra más de uno o dos actos semejantes. Entre otras cosas, porque Felipe tiene pavor a las lápidas.
«MANOLO, TE VOY A HACER MINISTRO»
En el 82, cuando Felipe González formó el primer Gobierno socialista, yo no estaba en aquella fotografía de la escalinata. Estaba en la ejecutiva de la UGT y en la del PSOE, en las dos. Porque yo desarrollaba mi trabajo en la ejecutiva de UGT. Entonces se tomó una decisión en la comisión ejecutiva de UGT: ningún miembro de la comisión ejecutiva podía estar en el Gobierno. Aquella fue una decisión que yo apoyé —voy a ser muy sincero— aunque creía firmemente que tenía posibilidades de entrar en el Gobierno. Pero apoyé aquella posición de UGT porque, en realidad, me aterraba la posibilidad de estar en el Gobierno. Creía que Felipe me iba a llamar y yo consideraba con bastante respeto —bastante temor— la posibilidad de ser ministro. Uno siempre se plantea: «¿Estaré a la altura? ¿Estaré suficientemente preparado para ser ministro?». En realidad, Felipe nunca pensó en mí en un primer momento, en quien pensó fue en José Luis Corcuera. Pero Nicolás Redondo dijo no y ni siquiera se lo llegó a proponer.
Sin embargo, tengo que reconocer que cuando Felipe me nombró ministro en el 86, no me lo esperaba[39]. (Soy un exagerado: siempre piensas que puedes estar en la lista). Sin embargo, en el 86 no lo esperaba. Yo creí que iba a continuar Joaquín Almunia, porque yo consideraba que lo estaba haciendo bastante bien.
Recuerdo que me llamó Felipe y me dijo: «Manolo, te voy a hacer ministro y…». Yo nunca he sido ambicioso. En este Partido, he tenido tanta suerte —o tal vez sea que he hecho las cosas bien—, que, al final, no he tenido que luchar por los cargos, simplemente han llegado. Nunca he tenido que dar codazos, nunca he tenido que hablar a escondidas ni intrigar. Entonces, sí le pedí alguna explicación a Felipe: «¿Por qué? ¿Qué razones tienes para hacerme ministro? Creía que Joaquín Almunia lo estaba haciendo bien…». Me dijo: «Es que a Joaquín Almunia lo quiero pasar a…». «Bueno, tú verás qué es lo que haces», le contesté.
Es posible que Felipe González pudiera pensar que yo podía recuperar las relaciones con UGT, y así lo hice. Y también es probable que pensara que Joaquín Almunia, en ese sentido, estaba quemado. A lo mejor pensó que… Yo creo que Felipe le dio mucha importancia entonces a la reforma de la Administración Pública, y pensó que Joaquín Almunia, desde el Ministerio para las Administraciones Públicas, podía afrontar esos temas.
En 1985, Joaquín Almunia había tenido que sacar adelante la Ley de Pensiones, que marcó la ruptura con UGT. Aunque yo creo que la ruptura con UGT se remontaba a varios años antes, mucho antes del 86. En mi opinión, esa quiebra se plasma justamente en 1982. Hubo dos factores fundamentales: uno fue la ley de las cuarenta horas, que era en realidad un compromiso electoral del Partido Socialista. Se estableció aquella ley de las cuarenta horas, pero hubo algunas enmiendas que se añadieron finalmente y que no gustaron a la UGT. Ésa fue una razón que empezó a marcar el distanciamiento. Y, en segundo lugar, creo que Nicolás Redondo quería «mandar» en el Gobierno. Es decir, él no quería tener a un ugetista como ministro de Trabajo porque lo que quería era «mandar» en el Gobierno. Él consideraba que podía ser un presidente del Gobierno bis o algo similar; creía que podría decir: «Oye, ponme estos ministros». Sobre todo, yo creo que quería que el Gobierno respondiera a criterios que él pudiera marcar.
Aquella fue una buena etapa desde el punto de vista económico. Efectivamente, de todos los años de la transición democrática, incluidos los años de Gobierno de José María Aznar, el 87 y el 89 fueron los dos años de mayor creación de empleo. Lo que ocurrió fue que también creció mucho la población activa y el paro no se redujo tanto como se está reduciendo ahora. Yo no recuerdo exactamente cuántos empleos se crearon, pero fueron muchísimos. Y también fue un período, al menos durante mi presencia en el Gobierno, en el que aumentó mucho el gasto social. Se promulgó la Ley de Pensiones No Contributivas, se mejoraron notablemente las pensiones… En términos generales, creo que, en la medida en que se pudo repartir más, se repartió más. Se ampliaron también las partidas para el seguro de desempleo, las pensiones contributivas, se aumentaron las ayudas familiares, los puntos por ayudas familiares por hijos.
Yo creo que los problemas entre UGT y el Gobierno no estaban ahí. Solchaga dijo aquella frase que hacía referencia a «la cultura del pelotazo», dijo aquello cuando, efectivamente, había mucho dinero. Entonces fue cuando los sindicatos elaboraron la teoría de la «deuda social», en el sentido de que se estaba enriqueciendo el empresariado, había un boom económico y, sin embargo, los sindicatos, los trabajadores, no estaban recibiendo lo que les correspondía, a pesar de que hubo un aumento considerable de gasto social en aquella época. Si a eso se unen todas las cuestiones psicológicas que existían en la relación entre Felipe González y Nicolás Redondo, la ruptura entre UGT y el Partido Socialista desde muchos años antes, y también el hecho de que los sindicatos necesitaran una autoafirmación importante, entonces es fácil explicar la convocatoria de la huelga de 1988. Y yo creo que hubo una decisión predeterminada de ir a la huelga. Es decir: «O nos dais todo lo que pedimos o vamos a la huelga».
Se negociaron cuatro o cinco puntos durante todo ese trimestre, antes de la huelga general. El plan de empleo juvenil… Quizás nos «pasamos» un poco en el plan de empleo juvenil, o yo me pasé, si debo asumir toda responsabilidad. Creo que me pasé de una manera importante cuando planteamos el plan de empleo juvenil: era un contrato que facilitaba mucho la contratación de los trabajadores jóvenes, pero esa contratación favorecía a los empresarios. Pero yo no creo que fueran contratos basura… Eran contratos de seis meses para jóvenes mayores de 18 años… El contrato basura fue posterior… Pero, efectivamente, no era un contrato que respondiera a la estabilidad que entonces pedían los sindicatos.
Probablemente los sindicatos tenían razón en pedir más y probablemente el Gobierno tenía que haber concedido más. Y tal vez pudieron tener razones de fondo para romper una negociación, pero a mí nadie me puede negar que hubo una decisión preconcebida de llegar a la huelga. Yo no quiero dejar de reconocer que los sindicatos pudieran tener razones, es posible que las tuvieran en muchos terrenos, quizá incluso se podía haber cedido más. Pero creo que los sindicatos buscaron el pulso con el Gobierno porque les interesaba, desde el punto de vista sindical, decir «aquí estamos, en estos momentos», en una época en la que se hablaba de especulación, de «pelotazos», de «enseñar los dientes». Y yo creo que también nos tenían ganas…
SOLCHAGA NO QUERÍA NEGOCIAR
Como ministro de Trabajo, durante los cuatro años, tuve bastantes encontronazos con Carlos Solchaga. Concretamente, recuerdo cuando Solchaga presentó aquellas 27 medidas sobre la flexibilidad laboral. Tuve una bronca tremenda con Carlos. También recuerdo algunas subidas de salario mínimo… Algunas batallas di y prefería ganarlas antes que respaldar a un ministro de Economía. Era una época en la que, evidentemente, había un boom económico, pero los ajustes todavía no se habían terminado. Aunque la economía gozara de buena salud en aquel momento, no podías tirar la casa por la ventana, porque la crisis que comenzó en 1992 y 1993 se podía haber adelantado en nuestro país.
De todas maneras, Carlos Solchaga no era una persona que tuviera el más mínimo interés por la negociación. La prueba está en que, cuando se comienza después del verano la negociación, en el último trimestre de 1988, yo sabía que no iba a haber ningún acuerdo, y así se lo dije a Felipe. Los sindicatos utilizaron de una manera inteligente el tema del contrato juvenil y fueron a la huelga. Inmediatamente después de la huelga, se abrió un proceso de negociación, en el primer semestre del 89. Ese primer proceso de negociación fracasó totalmente porque la posición de los sindicatos fue tan maximalista que no hubo acuerdo. Esa negociación me la «tragué» yo, entera, enterita, sin ninguna implicación de Felipe, que ni siquiera habló con Solchaga.
Después sacamos adelante un decreto que recogía, prácticamente, las posiciones que nosotros manteníamos. Pero llegó un momento en que la relación del Gobierno con los sindicatos era tan mala —estoy hablando de septiembre del 89— que el propio Carlos Solchaga tuvo que hablar con Felipe; le dijo que había que arreglar la situación con los sindicatos. El presidente, entonces, convocó una mesa y se llegó a ciertos acuerdos. Él se ocupó de las pensiones, arregló el asunto —o lo arreglamos— y después Felipe se quitó de en medio. Aquel acuerdo fue posible, sobre todo, porque Felipe González todavía podía aguantar a Nicolás Redondo por entonces. Pero Carlos Solchaga y Nicolás Redondo ni se hablaban. Entre Felipe González y Nicolás Redondo no había ninguna comunicación, pero había respeto. Entre Carlos Solchaga y Nicolás Redondo no había ni siquiera respeto, por las posiciones chulescas que mantenía el primero respecto al segundo. Y no sólo ocurría con Nicolás. Yo he visto a Carlos Solchaga echarle algunos pulsos al propio Felipe González.
Recuerdo, por ejemplo, que Nicolás Redondo, en las negociaciones con Carlos Solchaga, se puso de acuerdo con Antonio Gutiérrez y decidieron no encabezar las delegaciones de UGT y CCOO en el Ministerio de Economía. Estábamos preparando la reunión en La Moncloa, Felipe González, Joaquín Almunia, Carlos Solchaga y yo. En ese momento, llamaron por teléfono para avisarnos de que los sindicatos habían dicho que Nicolás Redondo no venía a la reunión de Economía. Solchaga montó un número allí en la mesa, y dijo que no iba a la reunión y que esa reunión se disolvía… que era una falta de respeto… Felipe González concluyó que la reunión se tenía que celebrar y que Carlos Solchaga tenía que estar allí. El ministro dijo que no, que él no iba a esa reunión. Dijo que no delante de Almunia y delante de mí. Dijo que ni hablar. Y no fue. Quisimos convencerle de que no cayera en la provocación, que aquello era lo que los sindicatos querían… Y que no, y que no… Sobre la marcha tuvimos que montar la reunión en el Ministerio de Trabajo y la tuve que presidir yo. Y, hablando mal, Felipe «se la tuvo que envainar…». Pero yo tengo la impresión de que Felipe González se llevaba muy bien con Carlos Solchaga. Tenía mucha confianza en él. Carlos Solchaga era muy chulesco: un navarro de Tafalla y presumía de ello… Estaba molesto porque no pertenecía a la Ejecutiva y no podía tener «cancha política» dentro del Partido, y, en realidad, nunca tuvo el respaldo del Partido… Yo, con Solchaga, tenía una relación bastante fría. Sin embargo, una vez que los dos salimos del Gobierno, recompusimos bastante la situación.
LA HUELGA: UN ÉXITO SINDICAL INÚTIL
No puedo olvidar la huelga general, porque yo era ministro de Trabajo. Las dimensiones de la huelga eran difíciles de prever. Yo creo que la huelga fue importante, sobre todo, porque Madrid paró y la televisión paró. Y eso fue lo que, al final, marcó la huelga. El comunicado personal de Felipe reveló la importancia que había tenido la huelga y el coste político. Yo estaba convencido de que no había posibilidades de parar la huelga, porque no había intención de negociar. Recuerdo que nosotros, en el Gobierno, discutíamos, que había dos posiciones que podíamos adoptar ante la huelga: una, no entrar en el debate sobre la huelga, no entrar en una dialéctica con los sindicatos sobre si la huelga era mala o buena o si respondía o no a alguna razón profunda; y la otra, entrar al trapo. Felipe era partidario de esta posición, de entrar en debate con los sindicatos, y no quería que la huelga les saliera gratis. Quizá se hizo lo adecuado, o no, eso nunca se podrá saber; pero el debate entre el Gobierno y los sindicatos pudo alimentar la huelga, pudo tal vez concederle más resonancia. En todo caso, la huelga fue un éxito sindical que, después, ni siquiera supieron rentabilizar.
La huelga, para el Partido, supuso descubrir cosas que nunca habíamos imaginado: que una huelga general pudiera tener lugar durante un Gobierno socialista. Para empezar. En segundo lugar, ocurrió un hecho que también nos sorprendió: abuchearon a Felipe González en la Universidad. Fue como si despertara de un sueño, porque él nunca creyó que eso le pudiera ocurrir en realidad. Nunca pudimos imaginar que los universitarios y los trabajadores se volvieran contra nosotros. Yo, en aquel momento, no fui consciente de que Felipe quería dimitir. No tengo constancia, recuerdo el comunicado lacónico de Felipe, que reflejó mucho su estado de ánimo, pero yo no fui consciente de que él, en aquel momento, tomara la decisión. Ahora sí creo que Felipe, a partir de ese momento, pensara en irse. Sucedió que nadie había previsto, dentro del Gobierno, la hipótesis de una huelga general. Nadie. Nadie…
Al menos yo no hubiera imaginado un escenario semejante. No sé si Carlos Solchaga o Felipe… pero tengo la impresión de que ellos tampoco habían previsto esa hipótesis. Ni siquiera conociendo la relación de Nicolás Redondo con Felipe González, basada en el rencor y en el resentimiento… Creo que eso influyó, pero no voy a llegar a la conclusión de que ése fuera el factor más importante en la convocatoria de la huelga. Había una ruptura total, ya entonces.
Creo que Nicolás, como ya he señalado, siempre había tenido la pretensión de «mandar» en el Gobierno. Nicolás tenía una idea preconcebida, a partir sobre todo de 1985, cuando se aprueba la Ley de Pensiones: su idea era que aquel Gobierno no era un gobierno socialista. Y tenía la concepción de que el Gobierno hacía una política neoliberal. Era la época de las grandes frases, de las grandes ideas, de la deuda social, de la flexibilización… Y yo creo que, incluso desde esa perspectiva, Nicolás Redondo pensó que una huelga general podía ser un aldabonazo para el PSOE… Posiblemente, en su idea, conseguiría incluso cambiar la política del Gobierno.
Después de la huelga, Felipe aguantó el tirón. El argumento que yo le planteé a Felipe fue el siguiente: «De acuerdo: ellos han ganado y tú lo has reconocido; ahora tenemos que empezar un proceso de renegociación, tenemos que negociar con los sindicatos».
Si hubo o no ministros que dijeron que la negociación no era conveniente, yo no lo sé. Pero toda la negociación me la «cargué» yo. No vi a Carlos Solchaga, reivindicando o reclamándome la negociación porque la quisiera hacer él… Nadie se apuntó a la mesa, ni siquiera el ministro para las Administraciones Públicas. Se negociaron pensiones, seguros de desempleo, formación profesional… cuatro o cinco asuntos que se discutieron en una misma mesa. Y no hubo salida en esa negociación. La presidí yo en el Ministerio de Trabajo; día a día consultaba con Felipe, y algunas veces hablé con Carlos Solchaga. Recuerdo que el gasto social que pusieron encima de la mesa los sindicatos podía estar por encima del medio billón de pesetas sobre lo que ya había. Una barbaridad. Ellos exigían el cien por cien. Y no podíamos darles aquello, y creo que hicimos bien en no llegar hasta ahí, porque entonces hubiéramos perdido todo el crédito, aparte de las consecuencias monetarias. Yo defendí que las posiciones que el Gobierno había mantenido en la negociación se tenían que plasmar en un decreto ley, porque había modificaciones legales que se aprobaban en el Parlamento. Y esa posición la respaldó Felipe. Fue el gasto social más importante que hubo en esa legislatura. Y se aprobó el decreto ley. Aunque, en vez de medio billón, fueron doscientos mil millones de pesetas.
Después de la huelga, los sindicatos estaban crecidos. La tesis sindical en aquella negociación era: «Hemos ganado una huelga; ustedes tienen que ceder en todo lo que pedimos…». Rendición sin condiciones. Yo recuerdo que en el seno de la UGT hubo un debate fuerte, en el Comité Confederal: reprochaban a los dirigentes que la negociación no hubiera terminado en un acuerdo que les hubiera permitido rentabilizar la huelga del 88. Justo Fernández, por ejemplo, que no era nada sospechoso de coincidir con el Gobierno, fue uno de los que lo defendió.
Y, después del verano, Solchaga le planteó a Felipe que había que recomponer las reuniones con los sindicatos. Se abrió entonces la negociación y se llegó a un acuerdo.
A PESAR DE LA HUELGA
Yo creo que la huelga también tuvo alguna influencia en el bajón electoral de 1989. Sufríamos ya un desgaste progresivo. Pero esos desgastes son normales en la labor del Gobierno e imagino que la huelga del 88 también influiría algo… Seguramente hubo un sector de la población que se retrajo y que optó por la abstención. Pero ganamos con la mayoría absoluta en el 89: nos quedamos justo en el límite de la mayoría absoluta. Estuvimos a punto de perder la mayoría absoluta por un escaño que anduvo perdido por ahí… por Orense… De todos modos, aunque fuera con una pérdida sensible de votos, recuerdo que las elecciones del 89 nos reconfortaron a todos, y lo vimos como un respaldo a un Gobierno que había sufrido una huelga general. Porque los votos valen más que una huelga, evidentemente.
Pese a todas las dificultades, pusimos en marcha un ambicioso plan de modernización de la Seguridad Social, para que la Sanidad tuviera su cobertura en los Presupuestos Generales del Estado, y el resto de la Seguridad Social dependiera de las cotizaciones. Sin separar las fuentes de ingresos, aquel plan se puso en marcha conmigo en el Ministerio. Ésa fue una de las actuaciones más importantes. La separación de las fuentes no se llevó a cabo al cien por cien, porque tenía que hacerse de una manera progresiva, y se fue completando en años sucesivos. Pero el Partido Popular todavía no lo ha terminado.
Otra ley importante de ese período fue la Ley de Pensiones No Contributivas, que también representó un gasto importante. La crisis de la Seguridad Social empieza a partir de 1990; entonces se empezaba a hablar de ello y, sobre todo, a partir de 1992, con la crisis económica. Nosotros no tuvimos dificultades en los años anteriores porque, desde 1987 a 1990, y sobre todo de 1987 a 1989, fueron años de mucha creación de empleo. Y, por eso, los gastos de seguro de desempleo disminuyeron bastante y aumentaron considerablemente las cotizaciones.
La promesa no cumplida de los 800.000 puestos de trabajo también pudo dañar la credibilidad del Gobierno. En 1982 hubo muchas discusiones a la hora de elaborar el programa electoral, concretamente en este punto, y hubo personas que no estimaban oportuno incluir el compromiso de la creación de 800.000 puestos de trabajo. No recuerdo quiénes no lo consideraban oportuno; sólo recuerdo que la discusión se desarrolló entre técnicos y economistas, no entre políticos. Y yo creo que algunos consideraron que no existían las condiciones adecuadas para crear esos 800.000 puestos de trabajo. Y no sé qué ministro —no sé si fue Boyer o Solchaga— llegó a decir que esa promesa era imposible de cumplir… Fue Solchaga. Yo estaba entonces en la UGT y recuerdo que Nicolás Redondo montó en cólera. En mi legislatura se crearon más de un millón de puestos de trabajo, desde 1986 a 1990; pero, entonces, en 1982, Solchaga tenía razón.
La gente no creyó que se hubiera creado tanto empleo porque, entre otras cosas, el paro no disminuyó apenas. Creció mucho la población activa. Pero el Gobierno actual, el del Partido Popular, que «vende» empleo por un tubo y reducción de paro, mira las estadísticas… y el paro sigue siendo la máxima preocupación de los españoles, más que el terrorismo. Lo que ocurre, creo yo, es que la gente es bastante más sensata de lo que los políticos a veces creemos. Digo esto en el sentido de que los ciudadanos son conscientes de que el problema del paro es muy complicado de resolver. Por eso yo no quiero justificar lo de los 800.000 puestos de trabajo, porque si no hubiéramos planteado ese objetivo, probablemente, habríamos ganado de la misma manera. Yo creo que todo lo que nosotros hicimos, desde el punto de vista de consolidar y de ampliar el Estado de bienestar, fortalecer el sistema público, aumentar las pensiones —se aumentaron durante esos años—, la extensión de la obligatoriedad de la asistencia sanitaria, los temas de educación, todo ello fue fundamentalmente lo que otorgó credibilidad al PSOE; aparte de otros asuntos, como la OTAN, las relaciones con Europa, etcétera.
LA AMARGURA DE UN FRACASO
A mí me sustituyó en el Ministerio Luis Martínez Noval, y algunos consideraron que fue una propuesta de Alfonso Guerra. Pero yo estoy convencido de que Martínez Noval no fue una propuesta de Alfonso Guerra. Cuando yo le pregunté a Felipe quién iba a ser mi sucesor, él me dijo que Luis Martínez Noval y me sorprendió, porque era un político que no tenía absolutamente ninguna relación con el mundo laboral. Intervenía en la Comisión de Economía; lo conocía Carlos Solchaga, quien tenía buena opinión de él, y Felipe González le había oído algunas intervenciones en el Parlamento y también tenía muy buena opinión de él. Y ésa es la razón por la cual Felipe González lo nombra mi sucesor. Después, efectivamente, Luis Martínez Noval apareció del lado «guerrista». Pero el nombramiento fue de Felipe. Estoy convencidísimo de que no fue ninguna propuesta de Alfonso Guerra.
El caso es que dejé el Ministerio, en 1990, para irme a Andalucía. Y, la verdad, yo tengo muy buen recuerdo de los cuatro años de gestión en el Gobierno central. Naturalmente, siempre me voy a acordar de 1988. Tengo la amargura de no haber evitado la huelga, del fracaso de la negociación previa a la huelga. Sí estoy contento del decreto ley que pusimos en marcha tras el fracaso de la segunda tanda de negociaciones, después de la huelga… La gente de la UGT reconoció después la importancia de aquel decreto, aparte de otras leyes. La Ley de Cooperativas también se hizo en mi mandato, y la Ley de la Regulación de la Inspección de Trabajo; y le dejé hecha a Luis Martínez Noval la Ley de Consenso Económico y Social. Fue, además, un período en el que se creó mucho empleo, el más importante, en este aspecto, de toda la transición. Y yo creo que, salvo ese incidente de la huelga, que marcó toda una gestión política y todo un período, de lo demás no estoy descontento, no me siento insatisfecho.
Yo había estado «encantado de la vida» de ser ministro. A nadie le amarga un dulce. Desde otros puntos de vista, insisto, la huelga del 14-D me dejó un mal recuerdo. Nadie puede sentirse satisfecho ante una huelga general, pues es un elemento muy definitorio de una gestión. Aunque no se puede decir que el ministro de Trabajo fuera el único responsable. Todo el Gobierno era responsable, porque, de hecho, la huelga iba dirigida contra todo el Gobierno, contra Felipe González; y creo también que iba dirigida, más que contra mí, contra Carlos Solchaga. Pero todos fuimos responsables. Al ser una huelga de trabajadores, es razonable que se vinculara con el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
Quizá el poso de amargura por la huelga era más intenso en mí, porque era ministro de Trabajo, pero el poso de amargura que dejó en todos los socialistas fue tremendo. Sobre todo, porque fue una huelga en que hubo de todo: se apoyó no solamente desde la oposición, lo cual podía ser explicable, sino que fue una huelga en la que los empresarios se esforzaron «a tope» para que fuera un éxito. No se ha vuelto a dar un caso como aquel. Quizá, desde mi punto de vista, la huelga marca el comienzo del declive de los sindicatos, porque no supieron aprovechar la situación que se dio en aquellos momentos, porque no supieron rentabilizar el éxito de la huelga. Se emborracharon de éxito y no supieron poner los pies en el suelo y tratar de obtener una serie de reivindicaciones que les hubieran permitido, ante el conjunto de los trabajadores y de la sociedad española, justificar el porqué de la huelga.
ANDALUCÍA, LA BAZA DE ALFONSO GUERRA
Cuando me fui a Andalucía, empezó una etapa muy distinta de mi vida. Si de mí hubiera dependido, no me habría ido de Madrid, porque toda mi vida, prácticamente desde que estuve en la UGT y después en el Partido, se había desarrollado en el ámbito nacional, de política nacional y era en donde yo me movía mejor. Y no me hubiera importado volver otra vez al Parlamento nacional. Mi familia ya se había asentado en Madrid.
En contra de lo que se ha comentado, Felipe siempre me dijo, desde el principio, que aceptaría la que fuera mi decisión, pero creo que él quería que yo me quedara en Madrid. Porque no veíamos tampoco una razón de fondo por la que yo me tuviera que ir a Sevilla. La única razón plausible era el enfrentamiento que Pepe Rodríguez de la Borbolla mantenía con Alfonso Guerra. Ésa era la única razón. No había otra. Sí es verdad que Pepe tenía un nivel de rechazo entre la población andaluza, pero también tenía un nivel de aceptación muy importante, y en aquel momento las encuestas hablaban de buenos resultados. Por tanto, la única razón que explica el cambio es que Alfonso estaba enfrentado con Rodríguez de la Borbolla. Aquel enfrentamiento tenía su origen, creo, en el hecho de que Pepe buscara su ámbito de autonomía. Y trató de buscarlo al margen de Alfonso. Y eso también afectaba a la relación entre el Partido y Pepote. Era un enfrentamiento personal.
Pero, además, creo que Alfonso Guerra, en plena crisis, en pleno apogeo del «caso Juan Guerra», necesitaba una cierta legitimación. Y esa legitimación pasaba por este discurso: «Yo he ganado las elecciones en Andalucía». Si el que ganaba las elecciones en Andalucía era Pepe Rodríguez de la Borbolla, simplemente ganaba Pepe Rodríguez de la Borbolla. Si se presentaba otra persona —en este caso yo—, y esa otra persona se presentaba porque se lo había pedido Alfonso Guerra, porque era una operación política suya, ya no sólo ganaba el nuevo y ganaba el PSOE, sino que también ganaba él. Y ése es todo el contexto político de la operación.
Naturalmente, yo fui a Andalucía porque la presión era enorme. Cuatro personas gestionaron el cambio: Alfonso Guerra, Guillermo Galeote, Txiqui Benegas y Carlos Sanjuán. Yo rechacé la propuesta durante algún tiempo; incluso en algún momento creí que había ganado la batalla. Luego comprendí que no. Porque, en el fondo, soy un sentimental, y yo me sentía deudor de Alfonso Guerra, en mi carrera política; consideraba que alguna vez me había apoyado en algunas cosas… No es que fuera «guerrista». Simplemente era una persona que todavía no era consciente del enfrentamiento, que no vislumbraba o no detectaba la fractura entre Alfonso Guerra y Felipe González.
«TE VAS A COMER TODO EL MARRÓN»
Yo hablé con Felipe muchas veces sobre este tema. Él me decía: «Sé lo que está pasando. Sé que te sientes deudor de Alfonso Guerra, pero, bueno, haz lo que quieras. Respetaré lo que decidas».
Yo me acuerdo que algunos compañeros míos de gabinete me decían: «¡Tú estás loco! ¡No te vayas a Andalucía! ¡Te vas a comer toda la mierda, todo el marrón de lo de Juan Guerra…!». Y, al final, no sucedió; entre otras cosas, porque creo que hice una buena campaña.
Los «guerristas» echan a Felipe la culpa de la caída de Pepote, pero Pepote fue una víctima de Guerra. En aquella época, Felipe «dejaba hacer» a Alfonso en Andalucía. Alfonso era el hombre que controlaba Andalucía. Por lo tanto, no creo que Felipe tuviera ninguna especial relación con Pepote. Yo me imagino que, en aquella época, ya habían empezado las diferencias entre Felipe González y Alfonso Guerra. Y Alfonso quería quitar a Pepote, no solamente porque se había enfrentado con él, sino porque Alfonso tenía una necesidad de legitimarse con una victoria en Andalucía, en el modo que he explicado. Recuerdo que ocurrió una de esas cosas que escenifica muy bien Alfonso Guerra. Cuando se ofrecieron los resultados electorales, quedó claro que yo había ganado por mayoría absoluta[40]. Celebrábamos, como es habitual, la fiesta del Partido en el hotel Macarena y, naturalmente, tras conocer el recuento, me presento en el acto, y me encuentro con que Alfonso Guerra ya estaba allí, había dicho unas palabras… Cuando yo llegué… No es que nadie me echara en falta, pero, en fin… Él aprovechó que yo no estaba; no esperó a que yo entrara con él o él entrara conmigo…
Por tanto, repito, aunque los «guerristas» insisten en que fue Felipe quién se cargó a Pepote, no tienen ningún dato que respalde esa afirmación, no son capaces de poner encima de la mesa ningún dato, ningún argumento, ningún hecho, ninguna prueba, en definitiva, que pueda justificar esa afirmación. Eso es mentira. Otra cosa es que Felipe, como señalé, «dejara hacer» a Alfonso. Si, en aquellos momentos, Felipe me hubiera dicho: «Manolo, no quiero que te vayas a Andalucía», me habría dado un alegrón impresionante. Pero no me lo dijo. Porque Felipe es así. Él sabía las presiones a las que yo estaba sometido y él considera que cada uno tiene que tomar sus decisiones y tiene que ser responsable de las decisiones que toma. Ahora bien, yo sé que él también tenía sus presiones, porque recuerdo que Alfonso Guerra y Txiqui Benegas estaban continuamente hablando con él.
Pero si Alfonso pensaba que iba a controlarme en Andalucía, hizo un mal negocio.
Aunque el auténtico mal negocio de Alfonso Guerra fue romper con Felipe. Alfonso Guerra fue responsable, en aquel momento, de la división del Partido: obligó a la gente a elegir. Eso es objetivo. Yo lo digo en pocas palabras, pero fue así. A mí también me obligó a elegir, y no porque a mí me interesara políticamente una opción más que otra, sino porque yo me sentía mucho más vinculado humanamente a Felipe que a Alfonso, creía mucho más en lo que representaba Felipe para este país que en lo que representaba Alfonso. Ésas fueron las razones de mi elección, más que mi interés político personal.
Yo me situé, en 1994, antes de las elecciones, en el filo de la navaja: aposté y estuve a punto de perder en el Congreso de Andalucía de aquel año. El Partido estaba dividido; yo aposté y, por muy pocos votos, se ganó en Huelva y en Málaga, que eran los lugares donde creíamos que íbamos a perder. Ganamos el Congreso. Pero si yo hubiera perdido ese Congreso, no habría seguido siendo presidente de la Junta de Andalucía. Yo creo que Alfonso obliga a elegir a partir de su cese o dimisión como vicepresidente del Gobierno. Es verdad que, anteriormente, ya había problemas y enfrentamientos, porque los «renovadores», Joaquín Almunia, Narcís Serra, Javier Solana… también se equivocaron en algunas cosas.
De todos modos, cuando Alfonso Guerra deja el Gobierno, el conjunto de la organización visualiza que hay una ruptura y es entonces cuando la gente se ve obligada a elegir.
Yo viví el «caso Juan Guerra». Y, quizás por algunas razones personales, nunca he querido entrar en estos temas. El Partido, y yo el primero, no queríamos creer algo que teníamos la sospecha que estaba ocurriendo. Bajo ningún concepto podíamos pensar que el hermano de Alfonso Guerra —no con su consentimiento, pero sí haciendo la vista gorda y mirando para otro lado— estaba haciendo lo que estaba haciendo desde el despacho de su hermano. No me lo podía creer y creo que Felipe, en algún momento, tampoco se lo podía creer. Para mí, efectivamente, la teoría de la conspiración de la prensa tenía cierta verosimilitud.
Cuando se estaba comentando en Madrid que tal vez podría ir a Sevilla como candidato a la Presidencia de la Junta de Andalucía, asistí a una manifestación contra el terrorismo en la capital de España. Recuerdo que Suárez me cogió del brazo y me dijo: «Manolo, allí te vas a comer todo el marrón del tema Juan Guerra…». Y, en el Consejo de Ministros, me regalaron un cuadro. En un papel, por la parte de atrás, firmaron todos los ministros, entre ellos Paco Fernández Ordóñez, que me hizo una dedicatoria: «Manolo, si te vas a Andalucía, que no te pase nada y que Dios te coja confesado». Estas anécdotas reflejan el ambiente que se respiraba entonces. Mucha gente me dijo, cuando ganamos las elecciones del 90: «Has salvado a Alfonso Guerra».
LOS «PELOTAZOS» DE LA “BEAUTIFUL PEOPLE”
Cuando estalló el «caso Juan Guerra», aparecieron simultáneamente otros escándalos, como el de Mariano Rubio, o los que protagonizaron gentes próximas a la llamada beautiful people. Unos y otros, en el interior del Partido, se enzarzaron en una pelea respecto a qué corrupción era peor, si la de «cuello blanco» o la otra, la que podría personalizarse en Juan Guerra. Lo que ocurrió después con Filesa… ¡Por favor! Yo creo que es verdad que en aquella época se produjo un boom económico como no había tenido lugar desde hacía muchos años en España, y, sobre todo, contando con la apertura hacia Europa y la entrada en la CEE. Y esa efervescencia económica, lógicamente, también fue aprovechada por alguna gente para hacer sus negocios y especular: era lo que entonces se denominó el «pelotazo».
Aunque desde algún sector del Partido se intentó echar la pelota en el tejado del vecino o del contrario, la verdad es que, en esos casos, la responsabilidad era de todos. Se trataba de personas en las que se había depositado cierta confianza; algunas de ellas que no tenían «cultura de Partido» —otras, sí— y, al final, arrastraron la caída del Partido. No solamente lo puedo decir ahora, también lo pensaba entonces, cuando estalló todo aquello… Yo creo que lo del «cuello blanco» o no son algunas argumentaciones que se preparan a posteriori para tratar de justificar determinadas posiciones políticas en el Partido y ante los congresos, pero no eran objetivas, no nos engañemos. Muchas veces se dijo en el Partido: «A Felipe le corresponde lo de Mariano Rubio, lo del GAL y lo de Roldán; y a Guerra le corresponde lo de Juan Guerra, lo de Renfe y lo de Filesa».
¡Por favor! Lo de Mariano Rubio y lo de Juan Guerra no tenía nada que ver con la financiación del Partido. Eran operaciones puramente personales. Ahora bien, lo de Filesa sí tenía que ver con la política: efectivamente, fue una operación de financiación del Partido. Todo se debió a la gran deuda del Partido. Fue una operación para cubrir las deudas del Partido. Lo digo a posteriori, porque yo entonces no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo y todos los miembros de la Comisión Ejecutiva, incluido Felipe González, no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo.
Por otro lado, yo creo que esa actitud tenía mucho que ver con… no voy a decir «con la tradición», porque es una expresión demasiado benigna, y sería injusto utilizarla, pero sí guardaba relación, en parte, con lo que habían sido los «métodos» que habían seguido los partidos de izquierdas, los partidos socialdemócratas de toda Europa para financiarse. El PCE había contado con la «vía Moscú», y los partidos socialdemócratas también empezaron a hacer este tipo de cosas. Los partidos de derechas tenían vías de financiación mucho más abiertas, porque tenían créditos mucho más benignos y más fáciles con los bancos que los partidos de izquierdas. Fue un fenómeno europeo, en la línea de la sacralización del Partido, y abundaba en la idea de que el Partido es un fin en sí mismo y que el fin justifica los medios… Yo creo que Felipe no sabía lo que estaba ocurriendo. Yo tampoco. Y creo que el 99 por ciento de la gente del Partido tampoco lo conocía. Que eso nos exima de responsabilidades morales o algo… no lo sé.
Dicen que la operación de Filesa se llevó a cabo para pagar el déficit que había generado la campaña de la OTAN. Pero nadie se puso a indagar de dónde salía el dinero de la OTAN, porque todo el mundo pensaba que salía de donde salió realmente: de los créditos. La operación se realizó después, para pagar aquellos créditos. Y, al final, la principal víctima fue el propio Partido. Sí; fue una injusticia… Algunos lo pagaron. Guillermo Galeote, por ejemplo. Pero creo que es injusto.
COPIÉ LA CAMPAÑA DE TIERNO EN MADRID
Yo temía que el «caso Juan Guerra», que todo aquello, me pudiera perjudicar. Por eso, cuando llegué a Andalucía, basé mi campaña en dos pilares: me negué a hablar con Alfonso Guerra del tema de su hermano. No era mi tema, no hablé, me negué; y, por otro lado, evité cualquier tipo de controversia y de confrontación política con otros partidos. Por eso no tuve encontronazos con el PP ni con IU. Hice una campaña elevándome un poquito, por encima del bien y del mal. En cierto sentido, copié algunos detalles de la campaña de Tierno Galván en Madrid. Y, afortunadamente, me fue bien, sin insultos, sin descalificaciones personales, lo cual se debía también a mi carácter y a mi forma de ser.
Y con el Partido, en Andalucía, no tuve ningún problema prácticamente hasta los prolegómenos del Congreso del 94. Hasta entonces, tuve una buena relación personal con Carlos Sanjuán, aunque es verdad que estaba muy mediatizado, porque, prácticamente, el primer Consejo de Gobierno que se hizo fue un consejo pactado con Carlos Sanjuán… Pero, fuera de eso, la ruptura vino en el Congreso del 94, cuando el Partido se divide entre «renovadores» y «guerristas», y Felipe y Alfonso toman posiciones distintas.
El caso es que yo recibí una Andalucía marcada por el estigma de Juan Guerra. Eso era un «marrón» que estaba ahí encima… No, no es que estuviera presente, pero siempre estaba ahí… en las ruedas de prensa… Y, al final, yo recuerdo que estaba siempre muy preocupado e incluso harto ya de que, en las comisiones ejecutivas del Partido, todo el debate fuera jurídico. Como Carlos Sanjuán era jurista, era comandante jurídico, todo giraba sobre el mismo asunto; y las ruedas de prensa, todos los días protestando… No salíamos del mismo tema. Era una auténtica pesadilla y yo siempre quería huir de ese tema porque ni nos interesaba ni nos aportaba nada.
Recibí también una Andalucía agitada por el enfrentamiento entre la institución del Gobierno autonómico y el Partido, con un cierto deterioro de la figura del presidente, que era una persona muy vapuleada por el Partido y por Alfonso Guerra. Reafirmar el prestigio de la Presidencia fue una de mis principales preocupaciones.
LA MALA IMAGEN DEL PER
Pero también es verdad que yo recibí una Junta de Andalucía con muchas competencias. Uno podrá decir que estuvieron mejor o peor negociadas, pero ya se habían transferido —en la época de Rodríguez de la Borbolla— las competencias de Educación, las de Sanidad… En esa época se transfirieron, precisamente por el Gobierno socialista, las competencias más importantes. Yo accedí a la Junta de Andalucía cuando ésta contaba con unos instrumentos muy poderosos para hacer política.
Y ya que tenía aquellas competencias… Para mí, sobre todo, era muy importante quitarme de en medio algunas cosas que todavía seguían pesando en la imagen de Andalucía. Por ejemplo, el tema de la Reforma Agraria, especialmente, una vez que habíamos entrado en la CEE. La ley que había puesto en marcha Rafael Escuredo de la reforma agraria estaba muy bien, tenía la carga ideológica de siempre, pero era un brindis al sol…
Y luego estaba el PER [Plan de Empleo Rural], que es un sistema de protección de Extremadura y Andalucía, vinculado al mundo agrario, al mundo rural… Tampoco proporciona una buena imagen. Se vincula a algunos fraudes que se produjeron, a algunos juicios, porque efectivamente hubo fraude… Del PER también surge el agravio comparativo que podía provocar con otras Comunidades Autónomas, que tenían, como nosotros, población activa agrícola y no contaban con ese subsidio. Pero Andalucía, como Extremadura, es una región que sufrió una reconversión agrícola muy fuerte, con la población agrícola activa más numerosa de España, y se corría el riesgo de mantener una población sin trabajo y cuya única salida fuera trasladarse a las ciudades. Con el PER se fijan las poblaciones agrícolas en los pueblos. Se crean, gracias al subsidio y al PER, infraestructuras y equipamientos en los pueblos, se produce un determinado nivel de modernización de esos pueblos. Empiezan a contar con equipamientos importantes, casas de cultura, polideportivos, piscinas, etcétera. Y también se solucionan muchos problemas relacionados con las infraestructuras. Permite la creación de parques empresariales, que se vayan formando pequeñas y medianas empresas y cooperativas. Es decir, que es un elemento importante para desarrollar la estructura social y territorial de Andalucía. Dicho esto, el PER no representa más del uno por ciento del PIB de Andalucía. Las reestructuraciones de Hunosa, de Astilleros o del Acero han sido mucho más caras que el PER.
Mi preocupación, en aquellos primeros años, era consolidar Andalucía, no solamente como una fuerza dentro del PSOE, sino también como una fuerza en el contexto del Estado: era importante que Andalucía tuviera «peso». Era decisivo hacer valer el «peso» de cerca de siete millones de habitantes y jugar fuerte en el Estado de las Autonomías. Sufríamos un lastre fuerte: la credibilidad del PSOE estaba por los suelos y yo tuve que aguantarlo durante esa época; tuve que soportarlo, porque estuve en dos procesos electorales, el de 1994 y el de 1996, que los gané a pulso.
EVITAR LA FRACTURA DEL SUR
Yo creo que los andaluces siguieron votando a los socialistas porque, sociológicamente, la mayor parte de la población es de izquierdas, o de centro izquierda, y eso se aprecia en las encuestas perfectamente. Yo tengo para mí que, a pesar del deterioro que sufrimos, hay una cuestión que reviste especial importancia. Trataré de explicarlo desde el principio. ¿Por qué Felipe González cuando va a Andalucía, más que en ningún otro lugar, tiene la aceptación y el cariño que tiene? Yo creo que no es solamente porque sea socialista, sino porque los ciudadanos comprendieron la tesis que nosotros hemos defendido —y que es verdad—: que había un peligro de fractura en España, entre un norte desarrollado y un sur que miraba hacia África, con unos rasgos de subdesarrollo claros, sin autoestima, sin señas de identidad, salvo la miseria, la ruralidad, la agricultura y el paro. Yo creo que todo el mundo, al final, reconoce el esfuerzo que hizo Felipe para evitar esa fractura.
Y en el 92, aunque se plantearon problemas de celos entre Sevilla y otras ciudades andaluzas, como Málaga y Granada, al final todo el mundo reconoció que era un esfuerzo de infraestructura para Andalucía. Con la Expo 92, la gente se dio cuenta de que hubo un proyecto para Andalucía, para evitar la fractura con el resto del país.
Lo que había que hacer era, fundamentalmente, romper con muchos tópicos. Esas acusaciones que siempre habían considerado a Andalucía tierra subsidiada, tierra subvencionada, dependiente, sin futuro… Ésa es la gran lucha que he tenido siempre, porque creo que ya no se corresponde con la realidad. Y creo que la Expo fue un símbolo de modernidad, porque se presentaron en Andalucía todas las novedades mundiales, desde el punto de vista tecnológico, del ocio, arquitectónico, etcétera: todo estaba allí. No hay que olvidar el hecho de que el primer tren de alta velocidad fuera el tren Sevilla-Madrid. Todo ello influyó mucho en ese cambio de imagen que pretendíamos. Yo creo que eso, al final, ha quedado en el subconsciente de la gente.
Por eso, al final, en el 96, cuando ya estaba cantado que se perdían las elecciones generales, también se daba por hecho que yo las iba a perder en Andalucía, por muy poquito, pero que las iba a perder. Y, sin embargo, me llevé una agradable sorpresa: las ganamos. Ocurrió otro tanto en el 94: yo no lo esperaba, pero las gané, y bien ganadas.
Respecto al proyecto en Andalucía, me siento muy orgulloso. Aunque no he sido yo el único protagonista, y no me quiero apuntar el cien por cien de los logros, yo colaboré en el objetivo que se había marcado Felipe González: evitar la fractura entre el norte y el sur de la que hablé anteriormente. Fuimos conscientes de que teníamos que eliminar dos cuellos de botella que estaban lastrando la economía andaluza y el desarrollo. Uno era la formación, y el otro era la infraestructura. Gracias a nuestro esfuerzo en Educación, que era competencia de la Junta de Andalucía, y en infraestructuras, gracias al esfuerzo nacional pero también complementado por nosotros, dio resultado el proyecto y se eliminó gran parte de esos cuellos de botella.
Andalucía fue la primera comunidad de España que, con sus propios medios, comenzó la construcción de una autovía, la autovía transversal desde Sevilla hasta Almería, que hemos terminado hace muy poco tiempo. En mi época se han creado cuatro universidades y, si me atribuyo la Universidad Internacional, cinco: la de Huelva, Almería, Jaén, la segunda de Sevilla —Universidad Pablo Olavide— y la Internacional.
Sobre todo, me siento orgulloso porque yo creo que en la última década Andalucía se consolidó como un poder en el resto de España. Eso se evidenció a partir de la llegada del PP al Gobierno central: era difícil que en el conjunto nacional se pudiera tomar una decisión sin contar con lo que decía Andalucía, a no ser que se quisiera asumir el coste político. Pudieron y lo hicieron, pero eso tendrá costes políticos para ellos.
LOS REINOS DE TAIFAS
Mientras tanto, en el Partido, continuaban produciéndose los movimientos por el poder y, por esa época, surgió el llamado «poder de los barones». Siempre nos ha molestado mucho que nos llamen «barones», pero son términos que, al final, uno acaba aceptando.
Es lógico que, en un Partido que se estructura federalmente, los secretarios generales regionales siempre tengan una cuota de poder. Y lo que yo creo es que, en un momento dado, cuando la dirección federal del Partido es débil, se nota mucho más el poder de los «barones», es mucho más ostensible, se exterioriza más y se ejerce también más. En mi opinión, esas muestras de poder aparecen generalmente en épocas previas a los congresos y, sobre todo, cuando la dirección federal es muy débil, como por ejemplo, a partir de Joaquín Almunia. Los «barones» ocupan un espacio político de poder que la dirección federal abandona. En ese contexto, adquieren notoriedad los «barones» que tienen más fuerza —porque tienen más respaldo— y, sobre todo, si acumulan la Presidencia de una Comunidad Autónoma. Es así. Por eso, durante la época de Joaquín, nos llamaban «los tres tenores» a Pepe Bono, a Juan Carlos Rodríguez Ibarra y a mí… Éramos los que poníamos políticas encima de la mesa; éramos el reflejo de las políticas de izquierdas y ocupábamos ese poder, no desde una perspectiva egoísta, sino fáctica. A partir de la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero, los «barones» vuelven a adoptar una velocidad de crucero, normal. Antes, era la velocidad de un reactor.
Respecto a los poderes regionales, Alfonso Guerra utilizaba el argumento de que las Autonomías iban a dividir al PSOE, que los «reinos de taifas» acabarían por desvertebrar al Partido. Pero, sobre todo, empezó a utilizar ese argumento en un momento de gran debilidad, fundamentalmente para acusar a la dirección del Partido, también, de debilidad. Este ataque se produjo cuando perdió el poder dentro de la Dirección Federal del Partido, en la época de Almunia, en la época en la que ocupó el cargo de subsecretario general. Alfonso Guerra utilizó aquel argumento, principalmente, como arma política. Pero no tenía ningún fundamento. Yo nunca he creído en la teoría de los «reinos de taifas»… El PSOE siempre ha sido un partido que se ha estructurado federalmente. Siempre ha sido así.
El poder de los «barones» empieza a partir de 1994. Cuando el Partido se fractura, en el Congreso de 1994, hay algunos «barones» y algunas personas importantes que adquirimos cierto protagonismo, sobre todo intentando solventar el enfrentamiento entre Alfonso y Felipe. Es verdad que, en ese congreso, Alfonso Guerra entró también en la Ejecutiva, como vicesecretario general, pero ya no tenía, prácticamente, ningún poder, porque Txiqui Benegas deja de ser el secretario de Organización y Cipriá Ciscar asume el cargo. A partir de ese momento, los «barones» empezamos a tener un poco más de poder. Exigimos que se nos escuche cuando se toman decisiones que nos afectan.
En el Congreso de 1994, cuando, prácticamente, ganan los «renovadores», el liderazgo de Felipe ya no era el mismo que en otras épocas. Quizá el problema que se planteó, o el que tuvimos, fue que no supimos resolver el problema de la sucesión, como ya avancé en su momento. Teníamos tanto miedo al vacío, a caernos al precipicio, que no queríamos que Felipe se fuera. Y, en definitiva, no dejamos que Felipe se fuera. Tuvimos que perder unas elecciones para dejarlo ir. Y, por eso, la alternativa renovadora no salió adelante.
Ahora hay otra alternativa —muy bien vista por Felipe— que, de alguna manera, responde a aquel deseo frustrado de organizar un Partido más abierto a la sociedad, menos leninista. Felipe formuló aquella propuesta teóricamente, y muchas de aquellas ideas son las que se están poniendo en marcha hoy. En aquel tiempo, con todo lo que estaba cayendo, aquí era imposible esa alternativa… Porque, en realidad, los renovadores estaban tan implicados en las peleas del Partido como los demás… Reaccionaron tarde y cuando la sucesión no se había resuelto.
Así que aquello fue una pelea por el poder dentro de la organización, una pelea que también tenía sus elementos de diferenciación. Es decir, que la gente tomaba como punto de referencia el talante de cómo se ejercitaba el poder, dentro y fuera del Partido, las formas, el control de la organización… Todos esos elementos también servían para juzgar en parte la alternativa. Pero es lógico: todo debate o toda polémica con mayor o menor intensidad dentro de un partido político es también, en el fondo, una pelea por el poder. Si uno preguntaba en aquella época qué es lo que ofrecían los «renovadores», lo cierto es no sabían qué responder, salvo que se citaran algunos de los elementos que acabo de mencionar. Sí querían más apertura en el Partido y dejar atrás aquello de que «el que se mueva de la foto, no sale».
Tampoco los llamados «guerristas» sabían qué decir si se les preguntaba qué pretendían, salvo repetir los tópicos de la socialdemocracia, las izquierdas, los trabajadores… O sea, jugábamos mucho con las palabras y no había un programa bien estructurado.
Felipe, naturalmente, estaba con los renovadores. Lo que ocurre es que se «dejaba querer»: no quería interferir directamente en la pelea. Yo lo entiendo, porque era el punto de referencia de todo el Partido, y no quería que los ciudadanos o los militantes lo vieran como la referencia de una sola parte del Partido, frente a la otra. Hasta que Alfonso Guerra no pudo aguantar más y salió a la palestra. En 1994, a Solchaga y a mí —que nos entendíamos y teníamos relaciones con la otra parte— nos propuso una ejecutiva de consenso. Nos reunimos varias veces. Y Alfonso Guerra impuso que no entrara Carlos Solchaga en esa Ejecutiva. Fue cuando Corcuera salió diciendo aquello: «Hemos perdido otra vez el Congreso…».
LOS «INDEPENDIENTES»: UN ERROR DE LOS «RENOVADORES»
Ya en 1993, después de ganar las elecciones, Felipe González había dicho que, por primera vez, había constituido un Gobierno con las manos absolutamente libres. Y era verdad, porque Alfonso no pintaba nada y ya no tenía ninguna fuerza para imponer a nadie. Y Felipe se trajo a Narcís Serra. Lo que ocurría es que Narcís no era Alfonso, en relación con el Partido. Pero también supuso una liberación para mucha gente y para muchas organizaciones dentro del Partido. Narcís, salvo en el PSC (Partido Socialista de Cataluña), no tenía influencia en el conjunto de la organización. Pero Felipe formó el Gobierno que él quiso. Coincidiendo con la decadencia del Partido.
Felipe González trataba de buscar, por todos los medios, savia nueva. Y entraron en escena Garzón, Ventura Pérez Mariño, etcétera. Yo, entonces, vi bien la operación de Garzón. Pero, a posteriori, es muy fácil hacer las reflexiones y buscar explicaciones. Por supuesto, cuando uno se encuentra en una situación tan difícil como en la que nos encontrábamos nosotros en 1993, cuando había perspectivas serias de que podíamos perder las elecciones, Felipe González empieza a esforzarse en dar la imagen que habían dado los renovadores: apertura a la sociedad. Y recurrió a personas de esas características. Pero no parece que los elementos a los que se acudió fueran trigo limpio. Los resultados están ahí… En aquel momento nadie lo podía prever. Pero es evidente que fue una operación bastante negativa. Yo creo que Felipe apostó por los independientes porque, cuando los «renovadores» ganaron la pelea, efectivamente tenían que dar algunos golpes de efecto que demostraran que la «renovación» se trasladaba a la apertura del Partido. Y creían que la introducción de personas independientes podía dar esa imagen de apertura, de renovación, de savia nueva. Y creo que influyó, de cara a las elecciones de 1993; creo que nos ayudó a ganar las elecciones.
Más tarde se vio que fue un error. Conociendo un poco la personalidad de Garzón, si hubiera sido ministro —que creo que eran sus expectativas—, seguramente nos habríamos evitado algunos problemas. Es un hombre al que le gusta tanto el foco, que si hubiera sido ministro… La gran pelea surge cuando nombran a Belloch y «largan» a Garzón. Son errores que se cometen: no puedes «fichar» a una persona, generar una expectativa y después darle una patada en el culo.
Si algunos miembros del Partido que estuvieron en el Gobierno, Pepe Barrionuevo, José Luis Corcuera o Rafael Vera, que han pasado por los tribunales, han llegado a pensar que aquel Gobierno, el de 1993, había venido a meterles en la cárcel… yo creo que eso es una exageración. Pero sí es verdad que algunos ministros se quisieron quitar las pulgas, quisieron alejarse de todo este problema, e incluso lo condenaron. En cierto sentido, estas personas se sintieron abandonadas: eso sí que es verdad. El equipo de Belloch y toda esta gente quiso cortar rápidamente con aquello.
Colocar independientes en puntos estratégicos del Gobierno, en mi opinión, respondía al afán de renovación. Yo no quiero ser muy sectario, ni lo soy, pero tengo una «cultura de Partido» y esa cultura nos conduce muchas veces a sacralizar el propio Partido… como una droga que a veces nos cuesta abandonar, tenemos que hacer un esfuerzo muy grande para prescindir de ello y que no nos impregne y nos condicione el pensamiento y las reflexiones.
Todo ello me hace pensar que es verdad, que gente como aquella… Yo considero que Garzón es una mala persona, lo era antes y lo es ahora; es un gran simulador y un individuo muy inteligente —tiene que serlo para hacer lo que ha hecho… y lo que sigue haciendo—; es una persona a la que han estado a punto de darle un Premio Nobel. Pero, quitando a estas personas, hay otras que no tienen la «cultura de Partido» y a las cuales yo no les voy a negar nunca que puedan aportar ideas y actitudes al Partido. Belloch, por ejemplo: no es santo de mi devoción, porque tiene una «cultura de Partido» totalmente distinta a la mía, pero yo no lo voy a condenar ni a estigmatizar por eso. Creo que este Partido no puede ser solamente de los de «la foto de la tortilla», creo que eso sería un error.
A Belloch lo han llegado a llamar traidor. No es santo de mi devoción, ya lo he dicho, pero cada uno tiene su corazoncito y sus ambiciones políticas… Belloch ahora escribe en La Razón. A mí nunca se me ocurriría escribir en La Razón o en El Mundo, pero el hecho de que yo no lo haga no quiere decir que los demás tengan que dejar de hacerlo…
LOS APESTADOS DE INTERIOR
La actitud de estos personajes tiene relación con lo que han vivido otros, como Barrionuevo, Corcuera o Vera. He oído que el Partido los había abandonado, y la dirección del Partido, y que el Estado mismo los había abandonado. Yo lo entiendo perfectamente: es un drama lo que están viviendo, y el único que mantiene un poco el contacto con ellos soy yo. Nos criticaron que Felipe y otros muchos fuéramos a la cárcel de Guadalajara a apoyar a Barrionuevo y a Vera. Pero, al margen de cualquier consideración o de cualquier análisis político, era un gesto de amistad. Era lo mínimo que se podía pedir a Felipe, porque esa gente había trabajado para Felipe, aparte de cualquier consideración. No hubiera sido correcto que Felipe hubiese hecho una consideración política —«Yo no debo de ir, porque me van a implicar en todo esto…», y ese tipo de cosas—. Fue un acto humano y personal para con estas personas, y eso lo valoro mucho. A pesar de su coste político.
No sé si lo que pasó con el juicio de los GAL fue una injusticia. Uno se encuentra con una sentencia del Tribunal Supremo en una sociedad democrática, y es muy difícil proclamar que es una injusticia, tienes que aportar muchas pruebas para poder decir que esa situación es injusta o que responde a una presión política. Yo creo que hubo presión política, desde otros partidos, también con orientaciones desde los órganos judiciales, la prensa… Pero yo no soy capaz de aportar una prueba. Yo sólo me guío por mi criterio personal, que es por lo que nos guiamos todos. Es decir, Pepe Barrionuevo, sobre todo él, es una persona que cae muy bien en el Partido y al que todo el mundo le tiene simpatía. Porque nadie cree que fuera una persona deshonesta, o una persona corrupta, y porque nadie cree que fuera verdad lo que han dicho de él. Y yo, desde el punto de vista humano, por muchas sentencias que haya, siempre voy a estar con Pepe Barrionuevo, y le he apoyado, y no me importa que me hagan una foto con él, independientemente del coste político que pueda tener esa foto. Yo, en esas circunstancias, reacciono humanamente, no políticamente. Y yo creo que ésta no es una opinión personal, sino una opinión que es compartida por mucha gente dentro del Partido.
Ahora ellos se sienten solos, incluso han llegado a quejarse del tratamiento que les da la nueva Ejecutiva. Pero ellos tienen que tener en cuenta que es muy difícil, desde su posición, hacer una análisis. De la misma manera que ellos no podían implicar a Felipe y que Felipe no podía implicarse con ellos —porque entonces toda la etapa socialista se hubiera visto mucho más negra de lo que fue—, así la Ejecutiva actual debe mantener las distancias. Políticamente, es así. Pero, ¿qué significa no «abandonarlos»? ¿Ofrecerles un lugar político dentro de la organización? Yo creo que eso es difícil y es desgastar la nueva situación en la que se encuentra el Partido y desgastar a la nueva Ejecutiva. Yo soy así de duro. Ahora bien, humanamente, todo lo que quieran. Yo creo que la nueva Ejecutiva quiso romper con toda aquella situación. Fue una decisión y no me atrevo a juzgarla, no quiero.
PERDER Y GANAR
Al final, el PSOE perdió las elecciones en 1996, pero por muy pocos votos. A pesar de todo, después de trece años de Gobierno y con todo el viento en contra, Felipe González perdió las elecciones por 300.000 votos. Yo creo que se dieron esos resultados electorales porque la reserva o el temor a la llegada de la derecha en este país todavía era muy fuerte. Los buenos resultados en Andalucía —siete millones de ciudadanos— también supone algo.
Yo comparo la situación de 1993, y también, en cierto sentido, la de 1996, con la de 1979 en relación con el PSOE. Es el miedo al cambio. En aquel momento, en 1979, el miedo frenó el avance del PSOE; y en 1993, o en 1996, el miedo frenó a un partido de la derecha. Ése fue el factor más importante. La prueba está en que, cuando ese miedo se elimina —en el 2000— pegan el zambombazo, y ese zambombazo, estoy convencido, no lo hubiera evitado ni Felipe González.
En 1996 se pone de manifiesto, en el voto, la influencia de la corrupción. La corrupción se acumuló en 1996, no en 2000, y toda la falta de credibilidad, todos los problemas de generación de confianza, todos los problemas de corrupción, Filesa, Roldán, el GAL, todo ello se acumula en 1996 y se pierden las elecciones. El PP no obtuvo una mayoría más amplia por el miedo a la derecha del que he hablado. El miedo al cambio. Y ese miedo desaparece entre 1996 y 2000. Hacen una gestión normal, en colaboración con el PNV y con CIU, y en 2000 ganan por mayoría absoluta. Como el Partido Socialista no había ofrecido ninguna alternativa, ni de liderazgo, ni había resuelto sus problemas, lo tuvieron fácil.
Ahora bien, yo pienso que ahora existe una mayor perspectiva y más normalidad dentro del Partido. Ahora puede ponerse en la balanza todo lo que representó la corrupción y lo que representó la gestión de los Gobiernos socialistas, y la gente empieza a valorar aquella actuación y la modernización que supuso para este país. Yo creo que ha sido la etapa de modernización más importante que ha tenido este país en el siglo XX, sin ninguna duda. Sobre todo, se consiguió la consolidación de un sistema político. El sistema político se consolidó durante la etapa socialista, se consolidó el sistema de monarquía parlamentaria, la democracia, y, al mismo tiempo, se produjeron los acontecimientos más importantes de la historia moderna de este país: la entrada en la Unión Europea —que la hicimos nosotros—, el ingreso en la OTAN… Felipe critica mucho el tema del referéndum, dice que ésa no fue una decisión de Estado. Pero, al fin y al cabo, España es el único país que entra en una organización de este tipo con un referéndum, y creo que eso le confiere una legitimidad tremenda. Eso sí lo he discutido mucho con Felipe y no estoy de acuerdo con él.